Meditaciones: viernes de la 1.
ª semana de Adviento
Reflexión para meditar en el viernes de la primera semana de Adviento. Los temas
propuestos son: necesidad de la gracia de Dios; la misericordia de Dios nos salva;
acoger su misericordia y difundirla.«NO TODO el que me dice: “Señor, Señor”,
entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está
en los cielos» (Mt 7,21). Estas palabras de Jesús, al comienzo del evangelio de la
Misa, ponen de manifiesto, en primer lugar, la existencia de un plan de Dios al que
desea sumarnos; y, al mismo tiempo, nos revela la posibilidad siempre presente de
que rechacemos en nuestra vida ese designio.
JESÚS predica y cura a los enfermos en los alrededores del lago de Tiberíades. Su
fama se ha difundido por toda la región. La gente habla y se hace preguntas sobre Él.
Muchos le consideran ya el Mesías prometido. En ese momento, mientras salía de
una localidad, «le siguieron dos ciegos diciendo a gritos: –¡Ten piedad de nosotros,
Hijo de David!» (Mt 9,27). Seguramente los ciegos se guiaron por el rumor de la
muchedumbre que acompañaba al Señor. Es muy posible que la multitud les haya
abierto paso o incluso que alguna persona los haya llevado hasta quien buscaban. Así,
cuando el Señor llegó a su destino, pudieron acercarse a Él y exponerle su petición.
«Jesús les dijo: –¿Creéis que puedo hacer esto? –Sí, Señor –le respondieron.
Entonces les tocó los ojos diciendo: –Que se haga en vosotros conforme a vuestra fe»
(Mt 9,28).
Como los ciegos del evangelio, nos sentimos también necesitados. Ellos sufrían una
dura limitación física; nosotros, en el recogimiento de nuestra oración, nos damos
cuenta de que también experimentamos tantas limitaciones materiales y espirituales.
Existen muchas cosas que quisiéramos ver más claro. A veces parece que todo se
vuelve borroso. Quizá, como a los dos ciegos que siguieron a Jesús, nos vienen ganas
de gritar en nuestro corazón pidiendo su ayuda. Queremos abrirnos paso entre la
muchedumbre hasta llegar a Él. Entonces imploraremos por nuestra curación desde lo
más íntimo de nuestra alma, convencidos de su misericordia. Y saber que somos
escuchados por Jesús nos llena de esperanza.
Jesucristo vino al mundo para salvarnos. Él «está dispuesto a darnos la gracia
siempre, y especialmente en estos tiempos; la gracia para esa nueva conversión, para
la ascensión en el terreno sobrenatural; esa mayor entrega, ese adelantamiento en la
santidad, ese encendernos más»[1]. Jesucristo, si se lo pedimos, puede traer también
luz a nuestros ojos.
«AHORA, que se acerca el tiempo de la salvación –señala san Josemaría–, consuela
escuchar de los labios de San Pablo que después que Dios Nuestro Salvador ha
manifestado su benignidad y amor con los hombres, nos ha liberado no a causa de las
obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia (Ti 3,5).
Si recorréis las Escrituras Santas –continúa–, descubriréis constantemente la
presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra (Sal 33,5), se extiende a todos sus
hijos, super omnem carnem (Eclo 18,12); nos rodea (Sal 32,10), nos antecede (Sal
59,11), se multiplica para ayudarnos (Sal 34,8), y continuamente ha sido confirmada
(Sal 107,2). Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su
misericordia (Sal. 24,7): una misericordia suave (Sal 109,21), hermosa como nube de
lluvia (Eclo 35,26)»[2].
Si conocemos cada vez mejor cómo es Dios, tendremos motivos suficientes para
sentirnos seguros junto a Él. Nos conforta saber que ha venido por nosotros y que sus
predilectos fueron siempre los enfermos y aquellos con corazón grande, aunque sus
miserias fueran muchas. Nos lo recuerda las palabras del profeta Isaías que leemos en
la primera lectura de la Misa de hoy: «Aquel día los sordos oirán las palabras del
libro, y, desde la oscuridad y las tinieblas, los ciegos verán. Los humildes aumentarán
su alegría en el Señor, y los más pobres exultarán en el Santo de Israel» (Is 29,
17-20).
«¡Qué seguridad nos produce esa actitud del Señor! “Clamará a mí y yo le oiré,
porque soy misericordioso” (Ex 22,27). Es una invitación, una promesa que no dejará
de cumplir. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que
alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno” (Hb 4,16).
Los enemigos de nuestra santificación nada podrán, porque esa misericordia de Dios
nos previene; y si –por nuestra culpa y nuestra debilidad– caemos, el Señor nos
socorre y nos levanta»[3].
JESÚS sana a los ciegos tocando sus ojos. Con frecuencia los evangelistas describen
al Señor acercando su mano a los enfermos. Se trata de un signo gráfico que muestra
su poder divino que somete al mal. Dios abraza y redime todas las situaciones
humanas: incluso las más duras y desesperadas, incluso las que pueden parecer muy
lejanas. «La misericordia de nuestro Señor se manifiesta sobre todo cuando Él se
inclina sobre la miseria humana y demuestra su compasión hacia quien necesita
comprensión, curación y perdón. Todo en Jesús habla de misericordia, es más, Él
mismo es la misericordia»[4].
Dejémonos tocar por Dios y vivamos nuestra vida cristiana con actitud de hijo en una
atmósfera de confianza. Tenemos la seguridad inquebrantable de que el Señor «nos
ama, y quien ama comprende, espera, da confianza, no abandona, no corta los
puentes, sabe perdonar. Recordémoslo en nuestra vida de cristianos: Dios nos espera
siempre, aun cuando nos hayamos alejado. Él no está nunca lejos, y si volvemos a Él,
está preparado para abrazarnos»[5].
Entonces nos damos cuenta de que la vida, en el fondo, es un continuo diálogo entre
nuestra debilidad y la misericordia divina parecido al que mantuvieron aquellos dos
ciegos con Jesús. La pregunta que les dirige el Señor es un recordatorio de que lo más
importante es la confianza en Él. Entonces surge la respuesta firme: ¡nos fiamos!
Era tan inmensa la alegría de los ciegos después de su curación que no pudieron
callar semejante acontecimiento. También nosotros, al comprobar las maravillas que
Jesús obra en nuestras almas, queremos anunciar la bondad de nuestro Dios que viene
a salvarnos. Al considerar, durante este rato de oración, el don de su misericordia,
permanecemos con el alma encendida en acción de gracias. Hacemos extensivo
nuestro agradecimiento a santa María, por quien vino al mundo nuestro Salvador.
[1] San Josemaría, Notas de una meditación, 2-III-1952
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 7.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 7.
[4] Francisco, Mensaje para la XXXI Jornada Mundial de la Juventud, 15-VIII-2015.
[5] Francisco, Homilía, 7-IV-2013.