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Solo Un Beso - Sophie Love

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S O L O U N B E S O

(UN PORCHE AL LADO DEL MAR—LIBRO 1)

S O P H I E L O V E

Sophie Love

La autora número uno de bestsellers, Sophie Love es la autora de la serie de


comedia romántica, LA POSADA DE SUNSET HARBOR, que incluye seis libros (y
contando), y que comienza con POR AHORA Y SIEMPRE (LA POSADA DE SUNSET HARBOR-LIBRO
1). Sophie Love es también la autora de la primera serie de comedias románticas,
LAS CRÓNICAS DEL ROMANCE, que comienza con UN AMOR COMO ESTE (LAS CRÓNICAS DEL
ROMANCE – LIBRO 1).

¡A Sophie le encantaría saber de ti, así que por favor visita


www.sophieloveauthor.com para escribirle, unirte a su lista de e-mail, recibir e-
books gratuitos, escuchar las últimas noticias, y mantenerte en contacto!

Copyright © 2023 por Sophie Love. Todos los derechos reservados. Con excepción de
lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de los Estados Unidos de 1976, ninguna
parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida de
ninguna forma ni por ningún medio, ni almacenada en una base de datos o en un
sistema de recuperación de datos, sin el permiso previo del autor. Este ebook tiene
licencia sólo para su placer personal. Este ebook no puede ser revendido o regalado
a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, por favor compre
una copia adicional para cada destinatario. Si está leyendo este libro y no lo
compró, o si no lo compró para su uso exclusivo, devuélvalo y compre su propia
copia. Gracias por respetar el arduo trabajo de este autor. Esta es una obra de
ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e
incidentes son producto de la imaginación del autor o se utilizan ficticios.
Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia.
Jacket image Copyright lazyllama, utilizado bajo licencia de Shutterstock.com.

NOVELAS DE SOPHIE LOVE


UN PORCHE AL LADO DEL MAR

SOLO UN BESO (Libro #1)

SOLO UNA OPORTUNIDAD (Libro #2)

LA POSADA DE SUNSET HARBOR

POR AHORA Y SIEMPRE (Libro #1)

POR Y PARA SIEMPRE (Libro #2)

PARA SIEMPRE, CONTIGO (Libro #3)

SI SOLO FUERA PARA SIEMPRE (Libro #4)

POR SIEMPRE Y UN DÍA (Libro #5)

LAS CRÓNICAS DEL ROMANCE

UN AMOR COMO ESTE (Libro #1)

ÍNDICE

CAPÍTULO UNO

CAPÍTULO DOS

CAPÍTULO TRES

CAPÍTULO CUARTO

CAPÍTULO CINCO

CAPÍTULO SEIS

CAPÍTULO SIETE

CAPÍTULO OCHO

CAPÍTULO NUEVE

CAPÍTULO DIEZ

CAPÍTULO ONCE

CAPÍTULO DOCE
CAPÍTULO TRECE

CAPÍTULO CATORCE

CAPÍTULO QUINCE

CAPÍTULO DIECISÉIS

CAPÍTULO DIECISIETE

CAPÍTULO DIECIOCHO

CAPÍTULO DIECINUEVE

CAPÍTULO UNO

—Fuera.

Dos palabras que Emma Adams nunca pensó que le diría al amor de su vida. Pero
ahora, mientras lo miraba fijamente —su rostro impenitente, sus ojos fríos y
altivos—, sabía que eran las palabras adecuadas. Sintió que su poder le quitaba un
ápice del dolor punzante que había invadido su corazón.

Troy cruzó los brazos sobre su musculoso pecho y puso los ojos en blanco.

—Estás siendo dramática. No sé de dónde sacas eso.

Su marido lucía tan bien en su elegante salón, perfectamente vestido con su ropa de
diseño, sin un pelo fuera de lugar en su impecable corte. Emma hizo un inventario
mental de la habitación para intentar calmar su ira. Muebles de alta gama. Cuadros
de la propia Emma en las paredes neutras, iluminados con buen gusto. La televisión
de pantalla grande empotrada en las amplias estanterías que ocupaban la pared del
fondo. El pequeño bar con carteles retro que contenían la colección de whisky de
Troy y los vinos preferidos de Emma. Parecía una foto sacada de la revista Casa
Bonita. Parecía el tipo de lugar donde gente como Emma y Troy deberían ser felices.

Excepto que Troy no lo era. Había encontrado la felicidad en otro lugar, con otra
mujer. La mujer misteriosa que podía proporcionarle mucho más que Emma.

Emma pasó junto a él y cogió el bolso de donde se le había caído al llegar del
trabajo. Sacó el móvil y tiró el bolso sobre el sofá de ante color crema. Después
de unas cuantas pulsaciones, giró el teléfono hacia su marido.

Manteniendo la voz uniforme, de algún modo, dijo:

—¿Dos mil dólares en la joyería Lush el mes pasado?

El extracto de la tarjeta de crédito brillaba en la pantalla del móvil, un hecho


frío e inmutable.

Emma continuó.
—No es mi cumpleaños, ni el de tu madre, y no estamos ni cerca de Navidad.

El resoplido de Troy fue enfático, y sus ojos se desviaron a cualquier parte menos
a los de Emma.

—Por favor. ¿Un hombre no puede sorprender a su mujer con un regalo?

Emma sintió que sus labios se curvaban en una sonrisa triunfal. ¿Cómo había podido
saber que él intentaría utilizar aquella excusa tan poco convincente? Pasó a la
página siguiente del extracto y se fijó en el cargo de cuatrocientos dólares del
restaurante.

—Por supuesto. También puede llevarla a Chez Fantaisie, que tiene una lista de
espera de tres meses para conseguir mesa en horario de cena. Qué amable de tu parte
reservarlo para nosotros. Es curioso que no lo mencionaras cuando fuiste la semana
pasada, la misma noche del día que me fui a la conferencia. ¿Era parte de la
sorpresa que tenías para mí?

El rostro de Troy palideció bajo su bronceado.

—¿Sigo? —preguntó agitando su móvil—. Lencería, servicios de spa, bolsos...

—Estás loca. ¿Me estás espiando? —Troy levantó las manos y se dio la vuelta,
caminando hacia su dormitorio. Ella no lo persiguió.

—Es una cuenta conjunta, Troy —explicó Emma, quedándose en el salón—. Tal vez la
próxima vez, comprueba qué tarjeta estás entregando antes de ir de vinos y cenas
con tu otra mujer.

Su voz, algo apagada por la distancia que los separaba, volvió, indignada.

—No tengo por qué aguantar esto.

Se oyó el sonido de una cremallera, y luego el abrir y cerrar de cajones.

—Exactamente lo mismo —dijo Emma con tono burlón, quitándose los zapatos de tacón.
Por lo general, nunca llevaba tacones más allá de la puerta principal; a Troy
siempre le molestaba que los finos tacones de aguja pudieran estropear la costosa
moqueta del primer piso.

Pero ahora, al quitarse los zapatos, no le importaba nada de lo que hubiera podido
quedar en ellos, nada que pudiera manchar el suelo inmaculado. La ausencia de su
altura hizo que Emma bajara de su asertivo metro sesenta a un más diminuto metro
cincuenta. Pero ya se sentía pequeña debido a sus desagradables descubrimientos
sobre las actividades de Troy durante la semana pasada, así que no notó el descenso
que normalmente la divertía.

Troy reapareció en el salón, con una gran maleta con ruedas en la mano.

—Sabes, Emma, quizás no estarías tan paranoica si no estuvieras siempre fuera por
trabajo. Si tuviéramos una mejor conexión emocional.

Levantó la barbilla.

—La paranoia no cobra veinte dólares por un martini después de cenar. Pero Chez
Fantaisie sí. Recuérdame... ¿cuándo empezaste a beber martinis de manzana
caramelizada, Troy?

Tiró del asa de la maleta con ruedas y empujó la puerta del garaje, que estaba
justo al lado del salón. Emma oyó el zumbido de la puerta del garaje al abrirse. El
tono de Troy destilaba condescendencia cuando respondió.

—Escucha, si quieres quedarte conmigo, deberías considerar ir a terapia.

—¿Yo? ¿Te refieres a terapia de pareja?

—No, sólo tú —replicó.

Emma no pudo evitar la carcajada que se le escapó. Troy se quedó con la boca
abierta y la miró atónito. Decir que reírse de él no había sido su respuesta
habitual cuando él había hecho el amago de irse de casa en ocasiones anteriores era
quedarse corto.

—¿No lo entiendes, Emma? Me voy —insistió, deteniéndose en la puerta.

Emma apoyó los pies descalzos en la mesita.

—Por favor —dijo fríamente—, vete. O tal vez debería decir, quédate en su casa.

Agitó una mano en su dirección.

—Estaré en casa de mis padres —respondió débilmente. Luego, tras otro largo momento
en el que ella supuso que estaba esperando a ver si le rogaba que se quedara, Troy
se marchó, cerrando la puerta del garaje tras de sí.

—Au revoir —gritó a la puerta cerrada del garaje.

Emma consiguió mantener la compostura y esperó a oír el rugido de su deportivo al


salir del camino de entrada antes de dejar brotar las lágrimas.

***

Pañuelos Softees, lo suficientemente absorbentes como para absorber todas tus


lágrimas posteriores a la traición.

Emma se sonó la nariz con "el pañuelo más suave del mundo" por enésima vez en las
últimas dos horas. Una de las ventajas de su trabajo en VogueThink Marketing era
que los clientes solían entregar una gran cantidad de productos en la oficina.
Nunca había imaginado que necesitaría doce cajas, pero ahora tenía un uso para las
que llevaba guardadas en el garaje desde las pasadas Navidades.

Desde que Troy se había marchado enfadado, Emma había sido un desastre de mocos y
sollozos, pero una vez que la lujosa suavidad de los Softees había llegado a sus
mejillas, al menos se había convertido en un desastre de sollozos secos.

Si tan solo los pañuelos pudieran resolver el problema de los cajones vacíos de la
cómoda de su marido.

–Ni siquiera parecía arrepentido –balbuceó Emma al teléfono, tratando de recuperar


el aliento.

Hubo un momento de silencio al otro lado de la línea, y entonces Emma oyó a su


hermana respirar hondo. –Nena, me estoy esforzando mucho por no decir "te lo dije",
pero Troy ha sido un mujeriego –y un poco idiota– desde el instituto. Tú siempre
has sido mucho mejor persona que él. No puedo creer que haya tardado tanto en
mostrar su verdadera cara.

Emma se deshizo en un nuevo torrente de lágrimas. –¡Todos estos años a la basura!


Le odio –Se levantó del sillón color crema y se dirigió hacia la cocina–. Voy a
convertirme en una ermitaña. Me esconderé en casa. Trabajaré desde casa
indefinidamente. Pijama todo el día. Nada de videoconferencias. Voy a tener un
gato, no, varios.

–No compres un gato todavía. ¿No tienes una reunión mañana? –preguntó Morgan
mientras los pies descalzos de Emma tocaban el frío suelo de mármol de la cocina.

Emma abrió de un tirón la enorme puerta de acero inoxidable de la nevera para


rebuscar entre los envases de comida para llevar y demasiados frascos de
condimentos. Resopló profundamente, con la voz entrecortada a causa de su nariz
ahora congestionada. –Dime por qué voy a ir a mi reunión de quince años el día
después de descubrir que mi marido me engaña.

–Porque eres Emma Adams. La reina publicitaria de Los Ángeles. Quiero decir,
hablando de gatos, todavía veo el anuncio de comida para gatos que se te ocurrió
aparecer en mis redes sociales. Un bufete de abogados de la competencia incluso lo
imitó en una valla publicitaria. Eres el motor de todas las grandes marcas.

"You Gotta be Kitten Me". Había sido un trabajo bastante bueno, se había hecho
viral en un día y había lanzado su carrera publicitaria, aunque había dejado en
suspenso algunos otros sueños.

Emma se mordisqueó la uña del pulgar. –¿Y si alguien pregunta dónde está?

–Diles que probablemente esté con su amante. Era un gran rey, un intocable machito
de los deportes cuando era adolescente, Emma. El mundo real no funciona como los
pasillos de Haven High. Puedes dañar seriamente su reputación. He oído que Cindy
Brown de Haven ha dejado la abogacía y ahora tiene un blog de cotilleos bastante
exitoso. Tal vez ella saque a la luz la comadreja que es Troy. ¿No la hizo tropezar
una vez en el comedor a propósito?

Emma hizo una mueca de dolor, recordando el día con claridad. Primer año. Un reto
de uno de sus compañeros de equipo de fútbol. Localizó un recipiente de comida
china para llevar que pasó la prueba del olfato, cerró la puerta de la nevera y fue
a sentarse en uno de los taburetes de la enorme isla de la cocina. –Sí. Recuerdo
haber ido a verla después, y tampoco entonces se disculpó.

El siguiente suspiro de su hermana llegó con fuerza a través de la línea. –¿Quieres


quedarte con nosotros un rato?

Tras un bocado de fideos y pensárselo un poco, Emma dijo: –No, no...

–Emma.

–Morgan.

Emma se vio reflejada en las puertas de la nevera cuando la conversación se detuvo.


Tenía ojeras, resultado de las últimas horas de llanto. Llevaba el pelo rubio
enredado en las sienes y en la nuca. Aún llevaba puesto el traje de falda del
trabajo y, de repente, sintió la opresión de la cintura y la chaqueta del traje.

Era el mismo sentimiento que había tenido, en diversos grados, durante sus años con
Troy. Un lento hervor de ira empezó a sustituir a su tristeza. Dejó el teléfono
sobre la isla, lo puso en altavoz y tiró de los botones de la chaqueta.

–Bien. Dormiré bien e iré a la reunión.

Morgan chilló al otro lado. –¡Esa es mi chica! Sabes, Eddie Stanhope podría estar
allí.

La cara de Emma se sonrojó mientras arrojaba su chaqueta sobre la mesa del comedor,
pensando en el chico guapo de pelo arenoso del que se había enamorado durante años
antes de que Troy entrara en su vida. –Sí, puede ser. Sé que Trish va a ir, así que
incluso si todo lo demás es un fracaso, puedo llorar en su hombro.

–Buena actitud. Para eso están los mejores amigos. Ahora, odio irme, pero tenemos
que levantarnos temprano para el fútbol.

–Ve. Ser madre está antes que mi vida que se desmorona –bromeó Emma.

–Calla. Sabes que estoy aquí para ti siempre. De hecho, cuando estés lista, si
quieres hablar de tus próximos pasos, aquí estoy.

Emma sintió que una pequeña pero genuina sonrisa le rozaba los labios, aunque
pensar en los siguientes pasos –que sabía que eran un abogado y la disolución de su
vida y su hogar– la asustaba. –Gracias. Te quiero.

–Yo también te quiero.

Cuando la pantalla mostró que la llamada había terminado, la sonrisa de Emma


vaciló, luego se desvaneció y dejó caer la frente sobre la fría superficie de la
isla, con lágrimas en los ojos.

Se quedó así hasta la cuenta de diez y luego se incorporó, cogió el teléfono y se


fue a duchar. De camino, cogió una botella de vino y una copa del estante que había
estado mirando durante la pelea anterior.

Tras tomarse dos copas de vino en muy poco tiempo, Emma se metió en una ducha
demasiado caliente, donde se frotó hasta ponerse de color rosa para intentar borrar
la sensación de suciedad que la cubría de pies a cabeza. Se vistió con su pijama
más cómodo, se calzó un par de botas de montaña que encontró en el fondo de su
armario, y fue directa al armario que guardaba la colección de alcohol caro de
Troy.

Utilizó una cesta de la colada para recoger todas las botellas y luego la llevó al
jardín, donde el crepúsculo acababa de asentarse sobre la ciudad, enviando
destellos de luz menguante sobre la superficie de su amplia piscina enterrada. La
piscina estaba decorada con azulejos de mosaico y tenía una cascada. Un lado de la
piscina estaba cubierto de chorros de agua que podían encenderse para lanzar un
chorro de agua que se arqueaba impresionantemente sobre la mitad de la piscina. El
conjunto desprendía un aire de opulencia y lujo, y Emma lo odiaba.

Después de arrastrar uno de los cubos de basura de la terraza trasera, cogió una de
las botellas de whisky –y recordando vívidamente cómo Troy se había regodeado de
que esta única botella había costado varios cientos de dólares–, Emma destapó la
tapa, caminó entumecida hasta el borde de la piscina y vació la botella sobre el
agua fuertemente clorada. El alcohol y los productos químicos de la piscina se
combinaron para hacerle llorar los ojos. Luego tiró la botella vacía a la basura y
el cristal explotó en el fondo del cubo, con un sonido musical pero caótico.

"Cómo se atreve", pensó mientras vaciaba la segunda botella. La misma semana que él
había comprado la botella de etiqueta roja que ella tenía en la mano, él había
olvidado su cumpleaños.

Más cristales rotos en la papelera, y luego más con la tercera botella, y luego con
la cuarta: las arrojó cada una al cubo de la basura con fuerza creciente,
sollozando más fuerte con cada golpe, sin importarle que los focos traseros del
vecino de al lado se hubieran encendido y el olor a whisky derramado fuera lo
bastante fuerte como para picarle los ojos ya ardientes.

Emma ni siquiera quería esta casa. Era demasiado grande para ellos dos solos, y
ella había querido un patio trasero en lugar de la terraza y la piscina, que no se
utilizaban el noventa y nueve por ciento del tiempo. Pero a Troy le encantaba la
ubicación, el código postal, la proximidad a los ricos y famosos.

Atravesó una docena de botellas de whisky y, cuando terminó, se quedó mirando la


papelera llena de fragmentos rotos. La lata era lisa e inmaculada por fuera, pero
estaba llena de pedazos rotos debajo de la tapa. Si eso no simbolizaba a la
perfección su matrimonio roto, no sabía qué podía hacerlo. Luego, girando sobre su
tacón, con los cristales rotos crujiendo bajo su suela, llevó la cesta de la ropa
vacía hacia las puertas correderas de cristal. Lo siguiente eran los relojes de
Troy y luego, tal vez, empezaría con el lujoso equipo de ejercicio que llenaba el
garaje.

Emma se aseguró de apagar el teléfono cuando lo dejó sobre la isla de la cocina. Si


las cosas seguían el mismo patrón que en sus peleas anteriores, Troy la estaría
llamando en la siguiente hora, disculpándose al tiempo que deslizaba sutiles
insinuaciones de que estaba loca; de ninguna manera había estado flirteando, y
aquel número de teléfono en su bolsa del gimnasio no era más que un potencial
cliente de entrenamiento. Había caído en la trampa tantas veces.

Pero ella no contestaría.

Esta noche no. Y mañana tampoco, cuando ella disfrutaría de la reunión en la que,
con suerte, él no daría la cara.

Le tocaría a Troy preguntarse dónde estaba ella.

La ira crecía y crecía en el interior de Emma, sin disminuir por la destrucción de


las botellas de whisky. Lo siguiente fueron los relojes de diseño de Troy, por todo
el tiempo que le había robado.

Y luego, vería lo que tenía que ponerse para la reunión.

CAPÍTULO DOS

El lugar donde se celebraba la decimoquinta reunión del instituto Haven era


ostentoso, al más puro estilo de Los Ángeles. Emma nunca sabría por qué habían
decidido celebrar la reunión fuera de Haven by the Sea, pero era lógico que muchos
de sus antiguos compañeros hubieran emigrado fuera de la pequeña ciudad. Y Emma
estaba agradecida de no tener que volar o conducir de vuelta, teniendo en cuenta
las circunstancias.

El corazón de Emma latió con fuerza cuando el portero abrió las pesadas y
relucientes puertas doradas que daban al Stargazer Resort, en el centro de Los
Ángeles. Estaba lo bastante nerviosa como para no conducir ella misma y optar por
compartir coche hasta el lujoso hotel.

Su primer vistazo al interior del Stargazer la dejó sin aliento. El edificio había
sido, en los años cuarenta, una fábrica de zapatos. Había pasado por varias
encarnaciones a lo largo de los años, hasta que el hotel se hizo con su propiedad
unos veinte años atrás. En el interior, un acogedor vestíbulo con un techo que
llegaba hasta las vigas de acero industrial del tejado daba la impresión de un
elegante loft urbano, y de esas vigas goteaban lámparas de araña de cristal,
cargadas de gemas talladas que proyectaban diminutos arcoíris sobre las toscas
paredes de ladrillo. Un empleado vestido con un uniforme retro, la chaqueta rojo
oscuro tachonada de brillantes botones dorados, saludó con una sonrisa desde el
mostrador de caoba.

Emma se sacudió el nerviosismo, tiró del dobladillo de su nuevo y ceñido vestido


rojo y le sonrió.

—¿Reunión en el instituto Haven? —preguntó.

—Enseguida, señora —dijo el hombre.

En lugar de indicarle el pasillo adecuado, hizo sonar una campanilla y apareció un


hombre más joven vestido con el mismo elegante uniforme. Emma se encontró con un
codo ofrecido, una sonrisa deslumbrante —el segundo hombre podría haber
protagonizado cualquier anuncio de dentífrico que hubiera visto en sus años de
marketing— y una escolta hasta el lugar exacto donde necesitaba estar.

Una vez que su ayudante la introdujo en el salón de baile Monarch, desapareció con
la misma rapidez con la que había aparecido, dejando sólo un rastro de una colonia
muy agradable. Emma se quedó de pie, agarrada a su pequeño bolso de noche, justo
delante de la mesa de registro para la reunión.

No estaba segura de si agradecía su rápida llegada o si entretenerse un poco habría


calmado su ansiedad.

«Bueno, ya estás aquí».

Emma echó un vistazo a la abarrotada sala de baile, donde una pista de baile
situada en el centro estaba rodeada de altas mesas de cóctel envueltas en
mantelería. No vio a su mejor amiga, Trish. Tal vez Trish llegaría tarde, ése era
sin duda su estilo.

Enderezando los hombros, Emma miró a la mujer de la mesa de facturación. Se dirigió


hacia allí, con una sonrisa tan amplia como pudo, y dijo:

—Emma Adams.

Entonces, mientras la mujer buscaba —y localizaba rápidamente— su etiqueta con el


nombre, Emma preguntó:

—¿Cree que podría hacerme un favor con ese apellido...?

***

—Madre mía, pero en serio. ¿Dónde está Troy? —La mujer del pelo rojo ondulado
volvió a chasquear el chicle y pasó una espada de cóctel por su piña colada.

—Troy —gritó Emma. Como había predicho, desde que llegó a la reunión sólo le habían
preguntado por su marido... y ahora, por vigésima vez, no encontraba una excusa.

La que había utilizado más a menudo era «No podía escaparse del trabajo», lo cual
estaba muy lejos de la realidad. Troy no había trabajado desde que su fondo
fiduciario se hizo efectivo a los veintiún años, y prefería «relacionarse» con los
contactos de su padre en Hollywood, lo que significaba largos almuerzos con famosos
en restaurantes de moda y fiestas en casas de productores. Qué suerte tener un
padre que poseía el mayor viñedo de Haven by the Sea, California.

Apoyando la barbilla en la mano, Emma echó un vistazo al salón de baile. Estaba


decorado para imitar el tema de su baile de graduación, que había sido «Bajo el
mar». Los colores de la noche eran el verde azulado, el dorado y el bronce arenoso,
y el hotel había cambiado definitivamente los arcos de globos de su juventud por
elegantes telas y arreglos de auténticas conchas marinas y tul brillante. Las luces
bajas llamaban la atención sobre las velas de cada mesa, que parpadeaban en
candelabros cubiertos de arena y cristal de playa. Era bonito, sin duda, pero a
Emma no le apetecía nada rememorar sus días de juventud.

Deseaba que Trish viniera ya. Su mejor amiga de la infancia aún no había mostrado
su rostro perfectamente maquillado, y Emma deseaba desesperadamente tener a alguien
con quien cotillear e investigar la identidad de la misteriosa amante de Troy.

Quizá no había sido tan buena idea venir a la reunión. Tal vez debería marcharse y
contratar a un detective privado para que revisara los extractos de las tarjetas de
crédito y los registros telefónicos y determinara quién era la amante de Troy. Tal
vez Trish se estaba convirtiendo en una persona más en la vida de Emma que la
trataría como algo secundario.

Estupendo.

Ella y Trish no se habían visto mucho en los últimos quince años, con el trabajo y
los viajes de Emma y el ajetreado negocio de catering de Trish, aunque habían
quedado para cenar o tomar un café cuando el trabajo de Trish le dejaba algún que
otro día libre entre semana.

Siendo realistas, Emma sabía que podía encender su teléfono y enviar un mensaje de
texto a Trish para averiguar su hora de llegada, pero no lo haría, porque tenía
miedo de los mensajes que podría tener de Troy. Y de su familia política. Emma se
estremeció al recordar el discurso que su suegra soltaba cada vez que Emma y Troy
se acercaban al precipicio de la ruptura; frases como «guardar las apariencias» y
«los hombres son así» hacían que a Emma se le subiera la acidez a la garganta.

Y sus mensajes de texto serían como un disco rayado, también. Mensajes como los que
él había enviado después de cada una de sus peleas pasadas. Mensajes que la habían
hecho ceder con sus promesas de «hacerlo mejor» y «cambiar».

Esta vez, ella no le creyó.

El quarterback estrella.

El que todas las chicas habían querido.

El hombre al que había amado durante la última década y media, ciega a los defectos
que ahora eran tan evidentes. Y, sin embargo, su corazón aún se estremecía al
pensar en cómo sería su vida sin él.

Doble uf.

La mujer que estaba en la barra de la sala de conferencias esbozó una sonrisa


vacilante y volvió a agitar la espada del cóctel.

—Ah, sí. Troy. Era muy guapo. Y lo pescaste taaaan pronto. Qué suerte.

La mujer alargó la "y" al final de la palabra de una manera que fue como una lija
en el último nervio que le quedaba a Emma.

—Sí. Esa soy yo. Afortunada. Si me disculpas...

Emma cogió su propia bebida —que era el mismo vaso de vino que había estado
bebiendo durante la última hora— y se apartó de la barra. Le dolía la cabeza.

Emma dejó su copa de vino en una mesita cercana y buscó la salida más próxima para
tomar el aire. Necesitaba despejarse.

No podía pasar por el centro de la pista de baile, que estaba rodeada por las mesas
del fondo de la sala, formando un acogedor semicírculo. No quería que la
arrastraran al baile del tren ni tener que jugar al Tootsie Roll con su antiguo
profesor de economía doméstica. Decidió que los bordes de la abarrotada pista de
baile eran lo más seguro, así que sorteó a la gente que levantaba las manos como si
no les importara, insistiendo hasta llegar a la puerta del salón de baile.

Emma acababa de salir del salón de baile y se dirigía al pasillo cuando sonó una
voz familiar.

—¡Emma! ¡Chica, por aquí!

El alivio la inundó. Trish trotaba suavemente por el vestíbulo alfombrado. Llevaba


a rastras al mismo botones sacado de una revista que había acompañado a Emma una
hora antes, y el pobre parecía medio enamorado y medio asustado. La luz ambiental
del vestíbulo brillaba sobre el cabello castaño oscuro de Trish, suelto y enroscado
sobre los hombros como el de Emma. Trish iba vestida de fiesta con un vestido negro
ajustado y un par de tacones con brillantes tiras en los tobillos. Su amplia y
radiante sonrisa se hizo imposiblemente más amplia cuando Emma se apresuró a salir
a su encuentro.

Había tanto que contarle a Trish. Era la persona perfecta para que Emma desahogara
sus frustraciones. Conocía a Emma y a Troy desde la infancia, y Trish había sido
una constante en la joven vida de Emma. Verla ahora, en este momento de crisis
personal, hizo que Emma sintiera dolor por el tiempo que habían perdido durante su
edad adulta.

Troy saldría pronto de la vida de Emma. Era hora de que ella volviera a conectar
sólidamente con la gente con la que había perdido una verdadera conexión en sus
años con él.

Emma se encontró con Trish justo al pasar las puertas del salón de baile, corriendo
hacia el fuerte abrazo de su amiga. Se sintió bien. Parecía que todo iba a ir bien.
Cuando Emma se apartó, se dio cuenta de que Trish seguía sujetando al botones, que
había sido torpemente medio arrastrado hacia su abrazo. Trish le soltó el brazo y
le acarició la mejilla.

—Muchas gracias, Jack. Eres un encanto. Ahora, largo.

El pobre hombre parecía desconsolado, pero se alejó tambaleándose al cabo de un


momento.

Entonces, Trish enlazó su brazo con el de Emma.

—Era mono, pero entremos. Dime a quién has visto, quién se ha hecho demasiada
cirugía plástica y quién está ahí intentando ligar.

A Emma se le levantó el ánimo. Condujo a Trish a través de la puerta del salón de


baile, rodeó los bordes de la pista y regresó a la mesa que acababa de dejar. Por
suerte, la mujer ruidosa que había estado en el bar cercano no aparecía por ninguna
parte; tal vez se había marchado. Pronto, Emma y Trish tuvieron copas de vino
frescas y se acomodaron, observando a la gente en la abarrotada sala.

Trish hizo un gesto con su vaso.

—Pensé que Josh Hansen estaba muerto.

Emma estuvo a punto de escupir el vino en la copa al soltar una carcajada.

—¿Qué?

—Sí. Tal vez fingió su muerte. Una estafa al seguro o algo así. ¿No oí que fue a la
cárcel? ¿Apuestas? ¿Impuestos o algo?

—Supongo que en la cárcel, en ese caso —dijo Emma, riéndose.

—Si viene a intentar ligar, comprueba si lleva una pulsera de localización.

A Emma se le estrujó el corazón en el pecho.

—Dudo que alguien aquí se me insinúe.

Y desde luego no estoy de humor, pensó.

—¿Por qué no? Estás guapísima. Quizá Eddie Stanhope esté por aquí... —canturreó
Trish.

—Ya lo he visto. Me encontró antes. Ahora es crítico de restaurantes, y...

—Oh, Dios, no me digas. ¿Ya no tiene los abdominales de tus sueños de juventud?

Trish terminó su vino y pidió otro a un camarero que pasaba.

—¡Trish! —amonestó Emma—. Eso no es en absoluto lo que iba a decir. Y estoy casada.

Algo ilegible apareció en el rostro de Trish. Emma estaba segura de que a Trish no
le gustaba que la regañaran por ser tan superficial, pero a Emma no le parecía
justa la mordacidad de Trish.

El tono de Trish era frío cuando respondió.

—¿Dónde está Troy, por cierto? Uno pensaría que el Sr. Popularidad no se perdería
esto por nada del mundo.

—Sí, sobre eso...

Emma se bebió el resto de su vino justo cuando el camarero trajo la segunda copa de
Trish. Emma pidió otra, y luego esperó hasta que el hombre se alejó.

Trish la observaba atentamente.

—¿Sobre qué?

Los ojos de su amiga se agrandaban con cada segundo que pasaba.

Emma sintió que se le hacía un nudo en la garganta, así que cogió el vaso de Trish
y le robó un sorbo de vino.
—Tú... Troy y yo... quiero decir, estáis por toda la ciudad con el catering,
¿verdad?

—Así es —dijo Trish rotundamente.

—¿Y no dijiste que veías a Troy de vez en cuando, en algunas fiestas y actos
benéficos?

—Sí —respondió Trish—. Un par de veces cuando estaba de suplente en la trastienda


de uno de los restaurantes del centro.

Emma esperó a que Trish se explayara, pero cuando no lo hizo, Emma se apresuró.

—Sé que parece una locura, pero ¿alguna vez...?

Trish se inclinó hacia delante, con una tensión expectante en su bonita cara.

—Quiero decir, cuando lo has visto salir sin mí, ¿ha habido...?

Con la garganta aún seca, Emma tragó saliva y volvió a intentarlo.

—¿El lugar más reciente donde lo viste? ¿Fue...?

—¡Suéltalo ya, Emma! —gritó Trish, lo suficientemente fuerte como para que la gente
en las mesas cercanas se volviera para mirar.

Emma se echó hacia atrás, mirando fijamente a su amiga.

—Lo siento —dijo Trish, bajando la voz—. Es que no entiendo lo que me estás
preguntando.

—Estuve fuera la semana pasada, y Troy fue a este restaurante de lujo con otra
mujer.

Trish resopló.

—Chica, nunca he trabajado en Chez Fantaisie. ¿Por qué me estás sometiendo a un


interrogatorio?

Lo único que Emma pudo oír en el silencio que siguió fueron los latidos de su
propio corazón, tan fuertes como un tambor en sus oídos. Tragó saliva con fuerza,
intentando recuperar la capacidad de hablar.

Trish arrugó su bonita nariz respingona.

—¿Cómo iba a saber qué?

La música retumbaba en los altavoces alquilados en las esquinas de la sala, y Emma


sentía cada latido martilleando en sus sienes.

—Nunca he dicho el nombre del restaurante —dijo Emma, casi gritando por encima de
la música. Entonces, algo hizo clic en su mente—. ¿Y por qué no me preguntaste al
llegar dónde estaba Troya?

Trish abrió los ojos como platos. Su rostro se sonrojó y tartamudeó.

—E-Emma, claro que dijiste el restaurante. Y supuse...

Emma se puso en pie, apoyando las palmas de las manos sobre la mesa. La habitación
a su alrededor parecía girar.

—¡Eres tú!

Trish también se levantó y se apartó de la mesa.

—Baja la voz —dijo Trish, con una mueca de dolor. Pero cada vez más invitados a la
fiesta empezaban a detenerse y a mirarlas.

—¿Por qué debería? Te acostaste con mi marido.

Justo en ese momento, la canción que estaba sonando se cortó, haciendo que las
cuatro últimas palabras de la acusación de Emma resonaran por todo el salón de
baile. Entonces, la voz del DJ retumbó por los altavoces, sin perder ni un segundo.

—¡Bien, alumnos del instituto Haven! Es hora de bajar el ritmo con una canción de
amor para las parejas.

—Tú —repitió Emma mientras retrocedía tambaleándose, casi tropezando con sus
propios tacones altos—, me traicionaste.

CAPÍTULO TRES

Su mejor amiga —la mujer con la que Troy la había estado engañando— alargó el brazo
para intentar atraparla. Emma apartó el brazo de un tirón.

—No me toques. T-t-tú. ¿Y Troy?

Trish parpadeó. Volvió a intentar agarrar a Emma, y Emma vio el destello en la


muñeca de Trish que antes había pasado desapercibido: una delicada pulsera de
plata, con un colgante lo bastante emblemático como para que, incluso en
movimiento, Emma reconociera la diminuta y titilante palabra fundida en el mismo
metal precioso.

Lush.

En el salón de baile con aire acondicionado hacía demasiado calor. Emma sintió que
su piel ard a mientras la ira brotaba de su interior y lágrimas calientes llenaban
sus ojos.

—Todas las veces que Troy no quería que volviera pronto a casa de los viajes de
trabajo —se reunía contigo—. Me decía que hiciera turismo, que me relajara, que me
tomara mi tiempo. Y cuando volví a Los Ángeles, cuando habíamos quedado para
almorzar. Te juntaste conmigo, sabiendo lo que hacíais a mis espaldas.

Trish balbuceó:

—E-Emma, puedo explicarlo.

Emma se rió amargamente.

—Oh, ya me imagino. Venga, a ver qué te inventas.


—Simplemente ocurrió. Hace un par de años, mi negocio de catering estaba pasando
por un mal momento. Tienes razón, Troy y yo nos conocimos, pero no fue así. No al
principio. Sólo se ofreció a invertir. Y luego, fuimos a cenar para discutir el
dinero. Y...

—¿Siguió pasando durante cuánto tiempo?

Al principio, Trish no contestó. Luego levantó la barbilla y sus ojos marrones


brillaron.

—Un par de años.

Emma no podía respirar.

—Sabes, Emma, él merece ser amado. Tal vez si no estuvieras fuera todo el tiempo
con el trabajo...

Los rasgos perfectos de Trish se reorganizaron en una fea mueca.

La ira ardía en Emma.

—No te atrevas.

Trish dio un paso hacia ella. Emma retrocedió y miró a su alrededor. Todos los que
las rodeaban se habían detenido para contemplar el enfrentamiento, los que no
estaban emparejados y bailando juntos en la pista al son de la canción de amor que
recorría el salón.

Antes de que Trish pudiera decir nada más, Emma se dio la vuelta y salió corriendo.

***

Emma se despertó varias horas después, todavía con el vestido de la reunión. La


boca le sabía a rayos y tenía un fuerte dolor de cabeza que nada tenía que ver con
el vino que había bebido en el evento.

Aunque era plena noche, su mente acelerada se disparó en cuanto abrió los ojos y no
pudo dejar de repetir una y otra vez los acontecimientos de la reunión.

Definitivamente iba a dejar a Troy ahora. ¿Su propio mejor amigo? Él era lo peor.
No es que Trish fuera mejor. Emma les deseó a ambos un millón de pequeños cortes de
papel y constantes e inconvenientes pinchazos. Indigestión de todo excepto pan
blanco. Deseó que el rímel de Trish siempre se apelmazara, y que la sobremordida de
Troy recayera, y tuviera que ponerse aparatos metálicos completos... otra vez.

Pasó veinte minutos inventando maldiciones creativas para la pareja que la había
traicionado, y luego Emma se resignó al hecho de que no podría dormir más, así que
se levantó para ducharse. Después de sentirse un poco mejor —y de comprobar que
había vuelto a apagar el teléfono tras pedir el coche compartido al hotel—, Emma
salió a la habitación principal, asaltó la nevera en busca de chocolate y Perrier,
y se dirigió a la estantería del salón en busca de consuelo.

Tras varios minutos de búsqueda infructuosa, se sintió frustrada.

¿Dónde demonios está ese álbum?

Encontró otro álbum de boda —el suyo y el de Troy— y se sentó con él en el suelo
del salón, hojeando las páginas y preguntándose dónde había ido a parar la alegría
de aquel día. Eran tan jóvenes y ella había sido tan optimista. Una foto tras otra
de ellos sonriendo, radiantes el uno con el otro, bailando, dándose de comer tarta.
A Emma se le revolvió el estómago cuando vio una foto del cortejo nupcial. Trish
estaba junto a Emma como dama de honor, con una sonrisa de oreja a oreja.

Emma cerró el libro de golpe, se levantó y fue directamente al compactador de


basura de la cocina, donde lo tiró todo y pulsó el botón para aplastar el álbum de
la misma forma que Troy había aplastado su corazón.

Luego volvió al salón en busca de los únicos recuerdos felices de la boda que la
reconfortarían. Emma se puso de puntillas y deslizó los dedos hasta lo más alto de
la estantería, chocando con un delgado volumen de algo. Era demasiado delgado para
ser el álbum de boda de sus padres, que Emma hojeaba cada vez que se sentía
deprimida, pero de todos modos le resultaba familiar. Así que, levantándose un poco
más, consiguió acercar el objeto. Luego, lo agarró y lo deslizó, esquivando las
pocas motas de polvo que caían con él.

De hecho, Emma sonrió suavemente cuando vio cuál era el objeto misterioso. Era la
carpeta que había utilizado para conseguir su primer puesto en VogueThink. Hojeando
la carpeta impresa y encuadernada, rememoró las creaciones que contenía. Una pieza
en particular le levantó un poco el ánimo: la vista desde el porche de la casa de
su tía Pip. Phillipa vivía en una enorme casa antigua en un acantilado con vistas
al mar en Haven by the Sea, la ciudad natal de Emma y donde estaba el viñedo de la
familia de Troy. Era una vista preciosa. Había imágenes de la naturaleza que había
pintado a lo largo de los años, así como naturalezas muertas. El último archivo de
la carpeta era de Troy, un retrato que Emma había creado tomando como referencia su
foto de octavo curso. En lugar de una copia directa, el retrato estaba pintado con
colores de neón al estilo de los años ochenta. El efecto era similar al arte pop, y
a Emma le encantó, lamentando sólo el tema, y no la obra.

Cuando era más joven había hecho algunas locuras artísticas. Y, echando la vista
atrás, se preguntó si había sido la última vez que se había sentido verdaderamente
libre y feliz. Antes se había sentido deslumbrada por el sueldo que le ofrecían —y
sus aumentos— al pasar del arte a la publicidad, de artista en plantilla a
directora ejecutiva de VogueThink. Ahora, lo más cerca que estaba de la inspiración
eran los informes trimestrales codificados por colores y los resultados de
satisfacción de los clientes. Suponía que había una especie de arte en la gestión
de su software de seguimiento de proyectos, pero no era precisamente una delicia
creativa.

Troy estaba muy descontento con el desorden de su estudio en su primer apartamento


de Los Ángeles, un rincón que había reclamado como suyo y que había cubierto de
telas y diversos materiales salpicados. Ahora tenía una habitación entera junto al
garaje que era un estudio, un estudio descuidado durante mucho tiempo.

Emma se esforzaba por recordar un momento reciente en el que él no hubiera sido


infeliz. ¿Había sido Troy feliz antes de que terminaran la universidad? Claro, su
licenciatura en Ciencias del Ejercicio no era precisamente emocionante, pero había
encajado con sus aficiones atléticas, y de todos modos había tenido la esperanza de
ser reclutado para los deportes profesionales al salir de la universidad. Pero eso
no había sucedido. Sus juergas le habían provocado una lesión en su último año en
la universidad, y ella había recibido la oferta de trabajo en VogueThink el verano
siguiente a graduarse. Se apresuraron a casarse, atrapados por la novedad de
mudarse como una pareja oficial, un equipo independiente en Los Ángeles.

¿En qué se había equivocado? ¿Acaso había dedicado demasiado tiempo a su carrera
una vez que había despegado en VogueThink? ¿Realmente había una falta de conexión
entre ellos, como había dicho Troy?
No, pensó de repente, con vehemencia. No hay excusa para lo que hizo.

Con el corazón estrujado por un nuevo dolor, guardó la cartera y volvió su atención
a la distracción de un entretenimiento sin sentido. Al no encontrar nada que le
llamara la atención en ninguna de sus suscripciones de streaming, Emma decidió por
fin revisar sus llamadas perdidas.

Se sirvió otro vaso de Perrier, se armó de valor y encendió el teléfono. Había doce
llamadas perdidas. Seis eran de Troy, cuatro de Trish, una de su madre y una -la
última- era de su tía Pip. Emma no quería lidiar con su madre y, desde luego, no
quería volver a hablar con su marido ni con Trish, a menos que fuera a través de un
abogado. Pero hacía tiempo que Emma no sabía nada de la tía Pip, y la preocupación
por su anciana tía se imponía a todo el alboroto emocional por las travesuras de
Troy.

Sabiendo que su tía de casi ochenta años estaría despierta tan tarde (el reloj de
Emma marcaba las once de la noche), Emma marcó. Pip contestó al segundo tono.

-¿Quién te envía? ¿Para quién trabajas?

Emma se echó a reír, lo que supuso un rayo de luz en la oscuridad de los últimos
días.

-Pip, estás loca.

-Hola, pequeña. ¿Todo bien?

-Sí, estoy bien -mintió Emma-. Tuve mi reunión de clase hoy.

Se hizo el silencio y entonces la tía Pip suspiró por el otro lado.

-No voy a andarme con rodeos, Emma. Tu hermana me llamó.

Emma frunció el ceño y levantó una mano para frotarse la sien dolorida.

-Sí, Pip. Sobre eso...

Pip chasqueó la lengua.

-Que te vaya bien, digo yo.

-No es tan sencillo -dijo Emma, y Pip saltó inmediatamente para cortar lo que ella
hubiera dicho a continuación.

-Espera, lo estás dejando, ¿no?

Emma sintió que las lágrimas volvían a brotar. ¿Siempre iba a ser así, llorando
ante la mera mención de Troy y de su relación destrozada?

-Sí -consiguió balbucear.

-¡Menos mal que te has enterado ahora y no dentro de un año, dos años, diablos,
diez años! Y los niños. Dios mío, ¿te imaginas si le hubieras convencido para que
cambiara de opinión sobre tener hijos? Esto sería otro lío.

Emma respiró hondo, vacilante, y se apartó el cabello rubio y húmedo de la frente


caliente, estabilizándose en la medida de lo posible.

-Es verdad. Ni siquiera tuvimos una mascota.


-¿Ves? Porque en el fondo de tu corazón, sabías que las señales estaban ahí. Ahora,
ven a Haven by the Sea y visítame.

-Morgan ya intentó que volviera a casa, Pip. Y, por suerte, el comité de la reunión
decidió celebrarla en Los Ángeles, así que evité Haven allí. No creo que esté para
viajar ahora mismo.

El teléfono de Emma recibió una notificación y, al apartarlo de la oreja, vio un


correo electrónico de confirmación de una aerolínea. Cambió la llamada al altavoz y
abrió la alerta.

-Pip, ¿acabas de enviarme un billete de avión?

-Sí, ahora ve a hacer las maletas. Sólo un par de cosas, suficientes para unos
días. Tal vez una semana. ¿Por qué no te quedas aquí todo el verano? Tengo algo que
discutir contigo, de todos modos. Es el primer vuelo de la mañana. Es un viaje de
sesenta minutos. Troy espera que te quedes en casa y esperes a que vuelva. No estés
allí cuando venga arrastrándose.

-Lo pensaré.

A Emma le seducía la idea. Y Pip tenía razón: Troy seguía el mismo patrón: salir
furioso y volver para arrastrarse cada vez que tenían una pelea. Emma nunca había
pasado tanto tiempo después de una pelea sin caer en el falso encanto de Troy,
destinado a suavizar sus transgresiones. Palabras vacías y huecas que nunca
coincidían con la recurrencia de sus acciones egoístas e hirientes. Con Pip como
apoyo moral, Emma confiaba en que podría superar los dolorosos primeros pasos para
romper definitivamente con él.

Pip gruñó.

-¿Qué hay que pensar? En realidad nunca me ha gustado Troy. Todos lo tolerábamos
porque pensábamos que te hacía feliz. -La voz de Pip se suavizó-. Odio cuando eres
infeliz. -El tono comprensivo de la mujer mayor fue como un bálsamo para el corazón
herido de Emma-. Escucha. Sé que no haces más que dar vueltas por esa casa, dándole
vueltas a lo que pasó. Todo allí es un recordatorio. Quieres arrasar todo el lugar,
¿verdad?

-No todo el lugar -refunfuñó Emma-. Puede que alquile algún sitio durante un
tiempo, sólo hasta que me sienta mejor.

-No. Quédate aquí en Cliffside conmigo un rato. No es nada lujoso, ya sabes, pero
puedes curar tu corazón roto aquí en lugar de estar sola en algún B y B pijo. La
cala te hará bien. Es tranquila.

-Pip, no todos los que regentan un B y B son pijos. Cálmate.

Otro gruñido.

-Te llevarás al menos unos días conmigo, te guste o no.

Al principio, la sugerencia de Pip parecía una locura. ¿Todo el verano en la cala?


¿Cómo iba a trabajar?

Haciendo un poco de gimnasia mental y preguntándose cuántos favores informáticos


podría pedir, Emma tenía la leve esperanza de que se le ocurriera algo. Una llamada
rápida a VogueThink podría ser suficiente para que pudiera trabajar a distancia
desde Haven by the Sea durante todo el verano. Y le vendría bien tener a su familia
cerca, en lugar de sólo a sus compañeros de trabajo y a su círculo de amigos de Los
Ángeles, que resultaban ser también amigos de Troy. Emma no tenía excusa para no
volver a Haven.

-No puedes decirme que no -dijo Pip con firmeza-. Ese billete no es reembolsable. -
Emma se imaginó las gafas de color púrpura chillón de Pip posadas en el extremo de
su nariz mientras miraba con severidad al teléfono. Visualizó el corte pixie
plateado de Pip. Podría haber apostado a que su tía llevaba las camisetas de la
banda y los leggings de entrenamiento que Pip usaba todo el tiempo (en cualquier
lugar, desde la noche de bingo hasta las cenas formales). Su enérgica tía era, sin
duda, irresistible.

-Llegaría a la hora del desayuno -dijo Emma tímidamente, sabiendo que aun así eso
no disuadiría a Pip.

-Tendré la cama hecha antes de que llegues. Tal vez algo de charcutería rápida para
el brunch.

Me levantaré temprano para empezar el brie al horno. Ahora, vete. Haz las maletas y
pide un taxi que te recoja.

—Sabes que no puedo resistirme a ti o a tu cocina —advirtió Emma.

—Bueno, pues vamos allá —dijo Pip.

Emma se puso manos a la obra. Tras enviar un rápido correo electrónico a su


asistente en VogueThink pidiendo que los informáticos establecieran una conexión
remota para poder trabajar mientras estaba allí, se dirigió a su habitación para
empezar a hacer las maletas.

Era difícil ignorar la ropa y otros objetos de Troy que faltaban, así como la cama
de matrimonio vacía que ocupaba el centro del enorme dormitorio principal. Emma
echó un vistazo y vio el vestido rojo arrugado en el suelo. Lo ignoró y utilizó el
teléfono para organizar un viaje compartido al amanecer. Cuando salió de la
habitación, con los brazos llenos de almohadas y mantas, dejó el charco de satén
rojo sobre la alfombra.

Dejar atrás ese vestido se sentía como un nuevo comienzo. Tal vez, como en el arte,
había llegado la hora de empezar de cero. Un nuevo comienzo. Un lienzo en blanco.

Emma amontonó almohadas y mantas sobre el sofá, creando un acogedor nido en el que
se acurrucó, con la esperanza de que el esquivo sueño pudiera colarse entre los
acontecimientos del día y su mente acelerada.

Mañana iría a Haven by the Sea y a lo que el verano le deparara.

CAPÍTULO CUARTO

Al día siguiente amaneció claro y hermoso, y Emma contempló la salida del sol sobre
Haven by the Sea mientras la avioneta en la que viajaba empezaba a dar vueltas,
preparándose para descender a la pista. Los primeros rayos dorados centelleaban
sobre las plácidas aguas de la cala, una ensenada ancha y arqueada que normalmente
no estaba tan tranquila como ahora, sino que solía chocar en olas espumosas contra
los escarpados acantilados que protegían media docena de tramos rotos de suave y
arenosa costa.

Haven by the Sea, el pintoresco pueblecito que comenzaba en el puerto pesquero


donde terminaban los acantilados, se alejaba lo suficiente de la costa como para
formar un pueblo lo bastante grande para figurar en un mapa. Emma contó los barcos
pesqueros que salpicaban las aguas del amanecer, y apostaría a que la población de
aquel pintoresco y encantador pueblo era sólo la mitad de la que habría cuando
todos aquellos pescadores llegaran por la noche... aunque ni siquiera el recuento
de residentes cuando todos estuvieran en casa para cenar impresionaría a nadie de
Los Ángeles.

El avión rebotó una, dos, tres veces cuando sus ruedas tocaron el asfalto, y el
estómago de Emma, ya de por sí inquieto, dio unas cuantas volteretas más. Haven by
the Sea International tenía un nombre muy apropiado, si se tenía en cuenta que,
cuando Emma era niña, un avión procedente de Canadá tuvo que aterrizar de
emergencia en la única pista comercial del aeródromo. Hizo una nota mental para
averiguar si el "internacional" se había añadido después del incidente, y tuvo que
reprimir una sonrisa.

No llevaba equipaje, sólo la maleta de mano que había llenado de ropa apropiada
para la primavera, así que Emma arrastró su única maleta hasta la salida de
llegadas -a causa de la rotura de una rueda, para su mala suerte- y se dirigió a
pie hasta un taxi que estaba parado en el desvío de recogida de pasajeros. Dentro,
un hombre canoso que aparentaba unos sesenta años dormitaba al volante del coche
aparcado.

Emma golpeó la ventanilla del copiloto.

El hombre se despertó sobresaltado, tanteando para bajar la ventanilla.

–¿Trabajas? –preguntó ella, ya escudriñando el tramo vacío de asfalto tras él en


busca de un (inexistente) segundo taxi.

–Sí, señora –dijo, incorporándose y frotándose los ojos. Le dedicó una sonrisa
torcida pero encantadora, abrió la puerta del conductor y sacó su larguirucho
cuerpo de la cabina.

Mientras cargaba su bolso en el maletero y abría la puerta trasera del taxi, le


dijo:

–Lo siento. Eres la primera pasajera que tengo esta mañana y olvidé mi café.

–No hay problema –contestó Emma, y sintió que la invadía un bostezo. Parpadeando,
añadió–: Yo tampoco he tomado nada.

El taxista volvió al asiento del conductor y se giró para mirarla.

–Me llamo Bill. ¿Sabes a dónde vas?

–Emma –dijo, tendiendo la mano–. Y si The Humble Pie sigue por aquí, y conoces el
camino, te invito a un café.

Bill sonrió de nuevo, con una expresión que iluminaba un rostro que parecía más el
de un experimentado capitán de barco que el de un taxista de aeropuerto. Le cogió
la mano y se la estrechó, y su corto y tupido bigote gris bailó mientras hablaba.

–Trato hecho, señorita.


A diferencia del resto de California, Haven by the Sea no sufría las traumáticas
congestiones de tráfico de primera hora de la mañana, y Emma pudo sentarse y
relajarse mientras abandonaban el aeropuerto y se dirigían al centro de la ciudad.
Bill puso una vieja emisora de blues, y Emma se dejó llevar por el suave sonido del
corazón roto de otra persona, sintiéndose aliviada de estar de vuelta en un lugar
en el que se sentía como en casa.

Cuando llegaron a la cima de una colina que se adentraba rápidamente en la calle


principal de Haven by the Sea, Emma se agachó para echar un vistazo a la calle
principal por primera vez en años. Se le llenaron los ojos de lágrimas al ver que
no había cambiado nada. A medida que se adentraban en la ciudad y pasaban por
delante de las hileras de tiendas, buscó sus favoritas.

–¡Mandy's Candies! ¡Sigue ahí! –chilló, girándose al pasar para ver los dulces
expuestos en el escaparate–. Y el Boot Barn. Y han reconstruido el mirador junto al
juzgado.

Bill se rió entre dientes.

–Supongo que has estado aquí antes.

–Crecí aquí. Bueno, hasta el instituto. Me mudé a Los Ángeles, y mi madre me


siguió.

–¿Tu padre sigue aquí? –Bill preguntó con facilidad, pero la pregunta provocó en
Emma un dolor punzante que había sentido millones de veces.

–Murió cuando yo tenía trece años. Pero mi tía sigue aquí. Solía pasar mucho tiempo
con ella. Nos cuidaba a mi hermana y a mí cuando nuestros padres se iban. Pero
llegó la universidad, el trabajo y hace mucho que no vuelvo.

–¿Se iban adónde? –Bill se rascó el bigote. Emma estaba realmente agradecida de que
no dijera que sentía lo de su padre; hoy no podía soportar el peso de otro "lo
siento". Ni por parte de Troy, ni de Trish, ni siquiera por un gesto de simpatía
bienintencionado de un taxista sobre su triste pasado familiar.

Emma negó con la cabeza.

–Es curioso que preguntes eso. No tengo ni idea. De niña nunca me pareció raro,
pero nos dejaban en casa de mi tía y se iban unas semanas. Una vez incluso en
Navidad. Cuando volvían, nunca hablaban de ello. Mi tía nunca hablaba de ello.

–¿Quién es tu tía?

–Phillipa Chambers. Vive en Cliffside. –Era divertido que las respuestas bruscas,
de pocas palabras y las preguntas contundentes de Bill sacaran a relucir tantas
cosas del pasado de Emma. Un viaje en taxi con algunos fantasmas.

Bienvenida a casa, supongo, reflexionó.

Emma se sorprendió por el indelicado bufido de respuesta de Bill.

–¿"Pip"? ¡Virgen santa! Espero que seas mucho más agradable que esa pirada.

Mientras Bill conducía el taxi en un amplio giro en U en la calle vacía para


aparcar junto a la acera al lado de la mejor panadería de Haven by the Sea, Emma se
echó a reír.
–Depende. ¿Qué te ha hecho?

–Me timó a las cartas en la noche de póquer de VA, eso es lo que pasó. No sé cómo,
y no puedo probarlo, pero hizo trampas.

Emma sintió que su segunda sonrisa del día amenazaba con salir.

–¿Y qué ganó?

Bill murmuró algo en voz baja. Emma se echó el bolso al hombro y se desabrochó el
cinturón, acercándose al espacio entre los dos asientos delanteros.

–¿Qué? No he oído eso.

–Una cita –siseó el hombre mayor–. Tenía que llevarla a cenar.

Bueno, toma ya. Al menos alguien se divierte con todo esto del amor, pensó Emma. Su
sonrisa se había convertido en una sonrisa tonta.

–Bueno, lo haces sonar como si lo hubieras pasado mal. ¿En serio?

Después de un rato, Bill contestó:

–No. En realidad estuvo bastante bien. Fuimos al Rooster's Café.

Emma sabía de algún modo que él se sentiría ofendido si se reía, así que se limitó
a esbozar una sonrisa tan amplia que resultaba casi dolorosa, conteniendo la risa.
Ahora tenía algo con lo que chinchar a Pip.

–¿Cómo te gusta el café? –le preguntó a Bill mientras se apeaba del taxi.

–¡Negro como el alma de Phillipa Chambers! –se burló, pero sonreía. Se asomó por la
ventanilla abierta del taxi cuando Emma llegó a la puerta de The Humble Pie–.
¡Espera!

Emma se volvió y vio que el hombre mayor fruncía el ceño, con el rostro serio.

–La habría invitado a salir sin las cartas, ¿sabes? Pero ella hizo trampas, y eso
no me gusta nada.

Emma sintió una punzada en el pecho al oír esa palabra, aunque él no la había
utilizado en el mismo contexto en que ella la había escuchado últimamente.

–En el amor y en el póquer todo vale, ¿no? –dijo con ligereza.

Bill seguía refunfuñando cuando ella abrió la puerta de la panadería y se coló


dentro.

***

–Emma Sullivan, ¿eres tú?

La pequeña pelirroja que estaba detrás del mostrador de The Humble Pie casi saltó
por encima de la barra de fórmica rosa cuando el aroma a azúcar, caramelo, manzanas
frescas y café recién hecho envolvió a Emma. Tardó un momento en darse cuenta de
que Hallie –Nelson, si es que no se había casado desde que Emma dejó Haven by the
Sea– había utilizado su apellido de soltera. Le pareció extraño, pero un poco
agradable. Una emoción inexplicable la recorrió.
–¡Hallie! –Emma abrió los brazos justo a tiempo para recibir el fuerte abrazo de su
antigua amiga del instituto–. ¿Tú llevas este lugar? ¿Y tu madre? –Entonces,
pensando en su propio padre fallecido, Emma hizo una mueca de dolor–. Lo siento.
Espero que no esté... ¿está bien?

Hallie se apartó, aún sonriendo. Le dio un manotazo a Emma con el guante de cocina
que llevaba, desprendiendo una nube de harina.

–Oh, está estupendamente, boba. Jubilada. Se mudó a una comunidad preciosa para
mayores de cincuenta y cinco no muy lejos de aquí. No podía dejar pasar la
oportunidad de hacerme cargo de este pequeño y dulce reino. –Agitó el guante hacia
las paredes verde menta de The Humble Pie, forradas de largos mostradores rosas y
taburetes cromados. Toda la parte trasera de la tienda estaba ocupada por vitrinas
de cristal repletas de tartas caseras, pasteles y otras delicias horneadas.

–Entonces, ¿a qué debemos el honor de tu visita? –preguntó Hallie, deslizándose


detrás de los expositores.

–Una de tus famosas tartas de manzana, por supuesto –dijo Emma, esperando que
Hallie no hiciera demasiadas preguntas. Preguntas para las que Emma aún no tenía
respuesta y tampoco quería tenerlas todavía–. Y dos cafés bien cargados. Para
llevar.

Hallie se puso manos a la obra, empaquetando la tarta (con migas por encima, para
gran alegría de Emma) y preparando los cafés. Colocó los vasos en un portabebidas
de cartón y, tras llamar a Emma, se ofreció a ayudarla a llevarlos al coche. Justo
cuando Emma estaba pensando en una excusa para ir sola –después de todo, el
trayecto hasta el coche sería otra oportunidad para que Hallie preguntara por
Troy–, sonó la campanilla de la puerta y entró una pareja.

–Gracias, ya me las apaño –susurró Emma mientras equilibraba los cafés encima de la
caja de cartón rosa que contenía la tarta. Con ambas cosas en las manos, esquivó a
la pareja recién llegada y se colocó de espaldas a la puerta de cristal de la
entrada.

Empujando con fuerza, Emma se balanceó hacia la acera y chocó de lleno contra la
blanda pero sólida pared de otra persona. Trastabillando hacia atrás, vio cómo el
portabebidas se inclinaba, se tambaleaba y era atrapado por una mano grande y
masculina. Agarró con fuerza la caja de tartas y se quedó inmóvil. Siguió la mano
hasta un brazo, y el brazo hasta la manga corta de una camiseta negra ajustada, y
esa manga hasta un rizo de pelo castaño que descansaba –sólo un poco demasiado
largo, en opinión de Emma– sobre el cuello bronceado que asomaba.

–Disculpe. Lo siento mucho –dijo la mano. Bueno, dijo el hombre. Y entonces, Emma
le miró a la cara, en lugar de admirar quizá, posiblemente, lo atractiva que era la
mandíbula que emergía del cuello bronceado.

Tenía las cejas ligeramente pobladas y juntas sobre unos ojos verdes de mirada
preocupada. Una nariz fuerte, con un puente un poco peculiar que parecía como si se
hubiera roto una o dos veces. Unos labios bonitos, si es que ella se fijaba en ese
tipo de cosas. Y definitivamente no lo hizo.

–No pasa nada –consiguió decir. No se había derramado ni una gota de su café, pero
ella le miró el pecho y vio que sostenía la tapa de un vaso de café con la mano
libre. El resto del vaso estaba en la parte delantera de su camisa y desparramado
por toda la acera, el vaso rodando, el líquido lechoso esparciéndose por el
cemento.

–Oh, no. –Empezó a arrodillarse para limpiar el derrame. Pero no tenía nada en las
manos para limpiar. Dejó al hombre allí de pie, sujetando su portabebidas con los
dos cafés dentro, mientras sacaba la caja de pasteles de debajo. Nerviosa, se
limitó a dejar la caja de pastelería sobre el charco.

Luego, mortificada por la falta de solución, le quitó los cafés, los volvió a poner
sobre la caja de tartas y recogió la caja, que ahora estaba empapada de café.

El hombre parpadeó.

–¿Estás bien?

–¡No! –Emma escuchó desde detrás de ella–. ¡Es la sobrina de Pip Chambers!

Emma quería que se la tragara la tierra.

Cállate, Bill.

–Oh. La casa victoriana en Cliffside. Soy Hudson –dijo Labios Bonitos. Aún sostenía
la tapa del vaso de café, pero extendió la mano libre como si no estuviera también
cubierto por las consecuencias de su torpeza–. Soy el dueño de la nueva tienda de
antigüedades.

Emma levantó la caja empapada en respuesta al apretón de manos que le ofreció.

–Lo siento. Tengo que irme. –Giró sobre sus talones y se dirigió apresuradamente
hacia el taxi de Bill. Evitó cuidadosamente mirar hacia donde estaba Hudson
mientras dejaba la tarta en el asiento de al lado, le daba el café a Bill y
ladraba–: Arranca.

Bill se limitó a asentir, puso el taxi en marcha y salió a Main.

–Es un tipo muy majo, ese al que acabas de tirarle el café por encima –dijo Bill
con ecuanimidad.

Dios mío, lo dejé empapado de café. ¡Ni siquiera le ayudé a limpiarse!

Emma se hundió en el asiento trasero, aún más abochornada. No se dio cuenta hasta
que llegaron a casa de Pip de que Bill ni siquiera había tenido que preguntarle
cómo llegar allí. Detuvo el taxi justo antes de alcanzar el porche de Pip, descargó
el bolso de Emma, se negó a cobrarle y le dio un breve pero afectuoso abrazo antes
de dar marcha atrás rápidamente por el largo camino de grava.

Emma estaba de pie en la entrada sosteniendo su taza de café cuando Pip salió,
vestida con pantalones de esmoquin, una camiseta de Led Zeppelin y unos tirantes
rojos. Estaba fumando un puro.

–¡Ey, chiquilla! –le gritó su tía desde la entrada–. ¿Era Bill? ¿Qué tal el viaje?

Aferró con más fuerza la taza de café. Inesperadamente, sintió que la invadía una
abrumadora tristeza, y la adrenalina que la había alimentado desde la pelea con
Troy pareció abandonarla de golpe, subrayando cómo había estado funcionando a toda
máquina durante días. Se le hundieron los hombros, le ardía la garganta y lo único
que quería era correr a los brazos de su tía y contarle todos los detalles de la
montaña rusa en que se había convertido su vida, todo su dolor y su pena, por no
hablar de la vergüenza.

Emma sabía que no tenía que fingir estar bien, pero llevaba tanto tiempo haciéndolo
que era casi automático. Recomponiéndose, Emma esbozó una sonrisa y se dirigió
hacia el porche, esperando que Pip no pudiera ver las lágrimas que a duras penas
estaba conteniendo.

CAPÍTULO CINCO

—Oh, no pasa nada. Por fuera es un desastre, pero en realidad todo está bien por
dentro. Una metáfora de la vida si alguna vez he oído una —mientras hablaba, Pip
miró a Emma, pero Emma evitó su mirada.

Emma observó cómo Pip sacaba la tarta de manzana espolvoreada de azúcar de la


blanda caja de Humble Pie, aliviada al ver que la tarta estaba intacta. Pip la
colocó en la enorme isla que centraba la cocina comedor y se puso a rebuscar en los
armarios.

—Tengo un soporte para tartas por aquí...

Después de unos cuantos golpes, Pip apareció con una tartera de cristal azul
oscuro, sonriendo triunfante. La tarta estaba en equilibrio sobre ella y cubierta
con una tapa a juego, protegida de cualquier invasor... o del próximo paso en falso
de Emma.

Era reconfortante estar de nuevo en la vieja casa, los olores de la madera y el


yeso envejecidos le recordaban a Emma su infancia. Y su tía se mantenía tan
inalterable como la casa; quizá un poco más vieja, pero seguía siendo tan cálida y
acogedora (y extravagante) como el propio Cliffside. Había abrazado tontamente a
Emma a su llegada, le había ofrecido un puro (que ella había rechazado) y la había
hecho entrar sin mencionar a Troya, cosa que Emma agradeció.

Ahora, Emma contempló el efecto completo de la tía Phillipa. La camiseta de Led


Zeppelin, los tirantes y los pantalones de esmoquin se complementaban con un par de
gruesas botas negras que añadían al menos cinco centímetros a la compacta estatura
de Pip. Llevaba el pelo plateado con un corte pixie despeinado por encima de las
orejas, un poco más largo de lo habitual.

Emma sorbió una taza de café recién hecho, su primera taza para llevar de la
panadería ahora vacía y depositada en el cubo de basura de Pip, en el vertedero, un
lugar con el que Emma podía identificarse.

—Bueno, puede que la tarta se salve, pero nada va a salvarme de todo Haven by the
Sea ahora que saben que Emma Sullivan ha vuelto a la ciudad... ¡y más rara que
nunca! —exclamó Pip mientras sacaba dos platos de otro armario y se reunía con Emma
en la isla de mármol, deslizándose hasta un taburete que crujía a su lado—. A quién
le importa si piensan que eres rara. Lo raro mola. Mírame a mí. Soy tan rara, y lo
he sido durante tanto tiempo, que creo que todos los entrometidos de la ciudad han
vuelto a considerarme normal.

Emma cogió un plato que le ofrecía Pip y se levantó para empezar a llenarlo de
comida de la miríada de platos que había esparcidos por la isla. Pip había
horneado, apilado y amontonado un smorgasbord de delicias para el almuerzo en
robustas cazuelas blancas de distintos tamaños decoradas con delicadas flores
azules. Demasiado para dos personas, pero suficiente para reconfortar el corazón
enamorado, nostálgico y socialmente paria de Emma.
Brie al horno y mermelada de albaricoque con galletas de almendra y jengibre
mantecosas y finas como el papel. Una quiche con espinacas y taquitos de jamón
rodeada de tostadas. Queso de cabra y remolachas asadas frías, rociadas con sirope
balsámico y espolvoreadas con sal gruesa. Panecillos de canela y nueces. Una mezcla
ácida de aceitunas, nabos encurtidos, mini eneldo kosher y cebollas de cóctel. A
Emma se le hizo la boca agua cuando tomó un poco de cada uno.

Cuando su plato estuvo lleno, y mientras servía la comida para Pip, Emma echó un
vistazo a la cocina. Se había mantenido en buen estado durante todos los años que
ella había estado fuera, probablemente debido al hecho de que a su tía le encantaba
cocinar. Pero la vista de la puerta de la cocina, que daba al otrora regio salón
formal...

—Pip, ¿todavía viene Louise a ocuparse de las tareas domésticas? —por supuesto, el
ama de llaves tenía más de cincuenta años incluso cuando Emma venía a Cliffside de
niña. Pero era tan buena forma de empezar como cualquier otra.

—Por Dios, no —respondió Pip, cortando una remolacha y masticándola pensativamente


—. Se jubiló hace años. A una bonita casa de más de cincuenta y cinco cerca de
aquí. Parte de por qué este lugar es un desastre.

—Oh. Me pregunto si es el mismo lugar al que fue la madre de Hallie.

—Sí. Carol Nelson fue la primera de nosotros en ir allí.

Algo en esas palabras, primero nosotros, hizo que Emma levantara la antena. Pero no
insistió en los detalles.

—Podría ayudar a limpiar la casa un poco mientras estoy aquí. Si eso te ayuda
cuando me vaya.

La expresión de Pip cambió, y por un momento pareció casi apenada. Luego, cuadrando
los hombros, dejó el tenedor y palmeó el taburete que tenía al lado. Emma volvió a
sentarse, ignorando por el momento su propia comida.

—Querida, tengo que confesarte algo —las manos de Pip se agitaron contra la isla de
mármol—. Te pedí que vinieras por una razón. Quiero decir una razón diferente,
aparte de ayudarte a escapar del obvio y molesto festival de humillación que Troy,
el chico subadulto, te estaría echando encima ahora mismo.

Emma alargó la mano y cubrió las de Pip con las suyas. La piel de su tía era tan
delicada, sus dedos no eran tan fuertes como Emma los había creído. Y sus propias
manos parecían extrañamente adultas al lado de las de su tía. Era un duro
recordatorio de que el tiempo no se había ralentizado, ni cuando Emma había estado
lejos, en Los Ángeles, ni aquí, en el pequeño Haven by the Sea. Esperó a que Pip
continuara.

—Mira, esta casa es enorme. Demasiado grande para mí. El porche está hundido, los
suelos se están viniendo arriba y las tuberías lloran como adolescentes
incomunicados.

—¿El qué? —Emma soltó una risita.

—Los "tiqui tacos". Las caras de mis amigas. Los Instagrams... nunca lo he
entendido del todo, parece que muchas jóvenes en bikini, arrastrando a sus novios
por la playa o a través de puentes de cuerda —mientras Emma intentaba mantener la
cara seria, Pip aclaró con seguridad—: Ya sabes, los amigos que guardas en tu
teléfono.
Emma se limitó a asentir y pensó en su teléfono, que había dejado morir por
completo. En el trabajo tenían órdenes de mandarle un correo electrónico si la
necesitaban, con un estricto margen de horas de respuesta que le garantizaba que no
se pasaría todo el viaje enterrada en su bandeja de entrada. Estar fuera del radar
era bastante liberador. Hacía años que no estaba tan desconectada del trabajo y del
mundo.

Las manos de Pip se enroscaron bajo las de Emma.

—En los dos últimos años he tenido muchos problemas con el mantenimiento. He
cerrado la mayor parte de la casa. He estado viviendo en algunas habitaciones.

—¡Pip! —Emma no pudo contener su asombro. Lo que había visto de la casa al


atravesar el vestíbulo, pasar el salón y llegar a la cocina no le había parecido
tan malo. Lo que Pip estaba describiendo era un grave deterioro.

—La verdad es que el resto se va a pudrir —dijo Pip sin rodeos—. La vieja tiene
buenos huesos, pero la carne tiene más de cien años. ¿Qué esperabas? —Sacó las
manos de debajo de las de Emma y reanudó la comida, haciendo un gesto con la mano
libre como para disipar su malestar anterior.

—¿Y Morgan? ¿No ha estado por aquí para ayudar? —Emma cogió su propio tenedor y
empezó a comer, haciendo una nota mental para llamar a su hermana desde el teléfono
fijo de Pip y decirle que había llegado sana y salva a la ciudad.

—Ya sabes que está hasta arriba con los niños. Y Eric. ¿Sabías que la nueva perra
tuvo cachorros el mes pasado?

—Me lo contó. —Emma se maravillaba de cómo su hermana podía seguir el ritmo de todo
aquello. Un día agitado en la oficina parecía un paseo en comparación—. No sé cómo
puede encargarse de otra criatura más en esa casa.

Pip sonrió con picardía.

—Oh, espero que se las arregle. Pero te lo advierto, podría obligarte a echar una
mano en la protectora de animales de donde salió mamá woof.

Emma sonrió mientras tomaba otro sorbo de café.

—Pip. ¡Está realmente metida en eso! No te burles.

—Sí, así es. En una de estas habitaciones sin usar hay unas veinte cajas de latas
de comida para perros que sobraron del refugio. Supongo que Morgan siempre
necesitará almacenamiento extra para su causa, así que cuando heredes esta casa,
espero que aún le dejes esconder aquí sus golosinas.

Emma dio otro sorbo, más cuidadoso, a su café.

—¿Cuándo herede? Anda ya. Vas a vivir para siempre.

—Nunca se sabe, querida. Pero no estoy hablando de cuando estire la pata. Estoy
hablando de ahora mismo. Me mudo a Carmel. —Pip se precipitó antes de que Emma
percibiera el impacto de sus palabras—. Hice una oferta por la mejor unidad que
tienen en ese lugar para mayores de cincuenta y cinco. A Carol y Louise les
encanta. Es precioso; todas las villas dan al lago. Es prácticamente un resort.
Tienen noches de juegos, bailes, food trucks los viernes. Hay un conserje residente
y te traen cosas del colmado de la comunidad, incluso leña para la chimenea. La
gente me espera para variar. No hay reformas ni mantenimiento que gestionar, y Bill
Hawkins ya tiene su propio lugar allí. Más fácil para mí perseguirlo si está sólo
unas casas más abajo.

Emma asintió con la cabeza, todavía sin entender muy bien dónde encajaba ella en el
plan de jubilación de Pip.

—Bueno, si tú eres feliz, yo soy feliz, Pip.

—Dios, te lo estás tomando muy bien. Esta casa vieja y grande es un dolor de
cabeza. Iba a venderla por cuatro perras sólo para quitármela de encima, pero no
necesito el dinero, y es una ruina de todos modos. Así que te la voy a dar.

La intención caló hondo. Emma sacudió la cabeza, soltando una risa corta y forzada.

—¿Qué haría yo con la casa? No tengo ni idea de reformar una casa, ni de gestionar
una reforma si la alquilara. Ni siquiera vivo aquí.

Pip imitó la risa de Emma, pero la suya era auténtica.

—Ya te las apañarás. Iba a llamarte la semana que viene, cuando ya me hubiera
mudado. Pensé que sería menos follón si llevaba mis cosas a la nueva casa antes de
entregarte Cliffside. Pero Troy se adelantó y mostró su verdadera cara, y -si hay
un resquicio de esperanza en su obra negra- eso me facilitó decírtelo ahora. Ha
funcionado. Puedes mudarte aquí. Y puedes ayudarme a hacer las maletas. El papeleo
está en mi abogado para el cambio de escritura y la transferencia de propiedad. El
viejo caserón es tu bendición y tu cruz ahora.

Con un guiño, Pip se zampó con entusiasmo su quiche.

—De ninguna manera —espetó Emma—. Pip, no hay manera de que pudiera.

Por dentro, el corazón de Emma latía a mil por hora. La mitad de ella estaba
aterrada por lo que Pip estaba sugiriendo: ¿hacerse cargo de Cliffside? Eso
significaba dejarlo todo en Los Ángeles.

La otra mitad de ella, sorprendentemente, estaba encantada con la idea. Esta casa
no tenía una piscina que le recordara los excesos innecesarios, ni una arquitectura
angulosa y moderna que la asemejara más a un museo de arte que a un hogar, ni
desplazamientos cargados de smog, ni ninguno de los fantasmas emocionales de su
matrimonio fracasado.

A Emma se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Por qué quieres darme Cliffside? Podrías venderlo, meter el dinero en el banco,
por lo que valga, y no comerte el tarro.

—¿Dinero? ¿Para qué quiero dinero? Soy una solterona que invirtió bien, así que
chitón.

Cuando Emma empezó a protestar por la clasificación ligeramente poco halagadora de


su tía, Pip chasqueó la lengua para interrumpirla.

—Podrías volver a ser feliz aquí —dijo Pip suavemente, dejando el tenedor—. Me
encantaría verlo. La vieja necesita trabajo y, cariño, tú también. Quizá podáis
arreglaros mutuamente. —Los suplicantes ojos azules de su tía estaban llenos de
preocupación, y eso le llegó a Emma directo al alma. Sintió una oleada de gratitud
por la generosidad de la oferta de Pip, y por saber que Pip se preocupaba por ella.

Morgan había obligado a Emma a asistir a la reunión, pero las conversaciones sobre
la realidad -la división de bienes y los cambios de nombre y qué decir a todo el
mundo en las reuniones familiares- llegarían pronto con las otras mujeres de su
vida. Emma sabía que todo el mundo estaba preocupado por ella, pero hasta ahora
había conseguido evitar conversaciones dolorosas y profundas con su madre y su
hermana. Pero no había forma de esquivar la preocupación de Pip en ese preciso
momento.

Emma sintió como si un peso inmenso se hubiera posado sobre sus hombros, y el miedo
la acuchilló. Era demasiado, demasiado rápido. No podría soportar todo ese cambio
en tan pocos días. Casi se marea ante la posibilidad, asustada de dar el salto a
algo tan grande demasiado rápido. ¿Y si volvía con Troy (aunque la vocecita de su
cabeza gritaba en señal de protesta cada vez que se le pasaba por la cabeza)? Emma
sabía que no podía decir que sí a quedarse con la casa, no sin pensárselo
seriamente.

—No estoy segura. ¿Puedo pensármelo?

Pip asintió.

—Por supuesto. —La mujer mayor cogió su tenedor y lo movió hacia Emma—. Pero tu
hermana ya ha rechazado parte de la propiedad, así que si me dejas tirada, tendré
que repartir toda la casa a ese chico tan guapo de antigüedades de la ciudad.

Emma se rió, enjugándose las lágrimas que aún nublaban sus ojos.

—No tengo nada que decir al respecto.

Pip le dio un apretón en la rodilla.

—Hablemos de otra cosa, entonces. Olvidemos las casas y los hombres basura por el
resto del día.

—Vale, Pip. Lo intentaré —prometió Emma.

Reanudaron la comida y la charla sobre las cosas que Emma había echado de menos
durante los últimos años en Haven, y Emma rió y sonrió y comió demasiado brie
mientras su tía la ponía al día. Y cuando se hartaron de la comida que Pip había
preparado, cada una devoró un trozo de tarta de manzana.

Pero bajo toda la alegría, el estómago de Emma se revolvía. No podía hacerse cargo
de Cliffside. Aunque las vigas de madera y las paredes con arrimaderos le
recordaban tiempos más felices, ¿cómo iba a trasladar toda su vida a Haven?

***

Aquella tarde, tras una larga siesta que no tenía intención de echarse, Emma caminó
somnolienta por uno de los serpenteantes pasillos que llevaban del ala de invitados
al salón formal. Al pasar junto a las puertas cerradas de cada dormitorio —cinco en
total—, se acercó a tientas para probar los pomos. Como había dicho Pip, todas
estaban cerradas. Parecía que la única habitación abierta en toda el ala era en la
que se alojaba Emma.

Llegó al salón, pero no encontró a nadie. El ventanal delantero del salón formal
daba al descuidado césped delantero de Cliffside, y Emma se quedó un momento
mirando fijamente la hierba que le llegaba hasta la cintura, sin preocuparse de sus
pantalones de pijama estampados de cachorros ni de su camiseta de tirantes. Había
pasado muchos veranos recorriendo con su hermana los altibajos del terreno que
rodeaba la extensa casa victoriana de Pip, sin que a ninguna de las dos le
preocupara por qué sus padres las habían dejado al cuidado de Pip o adónde iban en
sus misteriosos viajes. Pero la inocente pregunta de Bill había hecho que Emma
empezara a cuestionarse...

—¡Vaya! Ya te has levantado.

La voz de Pip interrumpió los pensamientos errantes de Emma. Se volvió y encontró a


su tía en la alta puerta arqueada que separaba la cocina del salón. Pip tenía los
brazos llenos de cajas de sombreros de todos los tamaños.

—Hola. Sí, supongo que necesitaba dormir más de lo que pensaba. Anoche no pegué
ojo.

Pip chasqueó la lengua en señal de simpatía y avanzó hacia Emma. Emma se reunió con
ella a medio camino de la ventana mirador y la liberó de tres cajas redondas y
polvorientas. Las motas se elevaban de las superficies repujadas, haciendo que Emma
tosiera y apartara la nube de polvo, intentando equilibrar las cajas de sombreros y
tomar un poco de aire fresco.

—Cuidado —bromeó Pip—. Ninguna de ellas tiene tartas, pero hay cristal en algunas
de estas.

—Ja, ja —contestó Emma con sorna, siguiendo a su tía hasta la pesada mesa de centro
con patas de garra que había en medio del salón. Dejaron las cajas de sombreros y
Pip abrió una de las dos que llevaba.

Dentro de la caja había ropa de vestir que Emma recordaba vívidamente de su


infancia. Se quedó boquiabierta y alargó la mano para tocar el montón de
terciopelos, encajes y tules suaves y vaporosos. El baúl de los disfraces había
vivido en la habitación de Morgan, en Cliffside, y rebosaba de viejos disfraces de
Halloween, hallazgos extravagantes de tiendas de segunda mano e incluso un puñado
de restos de atrezo y ropa del teatro Haven by the Sea, donde Pip había trabajado
como voluntaria hacía años.

—¿Esto es todo lo que queda? —preguntó Emma un poco triste.

—La mayoría son los juguetes del baúl —dijo Pip—. Dos de las cajas tienen adornos
navideños antiguos. Ese es el cristal con el que quería tener cuidado. He pensado
que, ya que estoy aquí, podría ayudar a despejar todo lo que pueda mientras
empaqueto lo necesario. Dejarte que te ocupes de acumular lo menos posible.

Emma miró hacia arriba, imaginándose el desván que se extendía a lo largo y ancho
de todo el piso superior de Cliffside.

—¿Qué más hay ahí arriba? Nunca nos dejabas subir cuando éramos pequeñas.

—Bueno, muchas cosas, para ser sincera. Cuarenta años en una casa te hacen acumular
toda una vida de trastos y cachivaches.

El escozor de sus ojos sorprendió a Emma. Levantó la mano y se secó las pestañas
húmedas con el dorso.

Debe de ser el polvo.

—Sí, siempre quise poder decir eso. Tener un lugar como este —lleno de familia, un
perro, niños correteando arriba tan fuerte que suene...

—¿Como si fueran a salir por el techo? —terminó Pip.

Emma se rio.
—¿Cuántas veces tuviste que decirnos que fuéramos más despacio y camináramos cuando
estábamos en el segundo piso?

—Incontables —Pip rodeó con un brazo la cintura de Emma y la atrajo hacia sí.

Emma inclinó la cabeza hacia un lado, apoyando la mejilla sobre la cabeza de su


tía.

—Pip, las cosas son un desastre. Ojalá las cosas volvieran a ser sencillas, como
cuando pasé contigo todos aquellos veranos.

Pip lanzó un gran suspiro, lo bastante grande como para que Emma sintiera que su
costado se movía por el esfuerzo.

—Ves aquellos años con los ojos del corazón, chiquilla. Entonces las cosas también
eran un caos. Pero te querían. Y Morgan era querido. Tu madre, tu padre. Todos nos
queríamos con locura.

Se quedaron mirando la caja abierta durante unos minutos. Emma se dio cuenta de que
el encaje de uno de los vestidos estaba hecho jirones, desintegrándose con la edad
y las condiciones de almacenamiento probablemente deficientes del desván. Emma se
imaginó todas las demás cajas metidas en aquel espacio mohoso, olvidadas a lo largo
de los húmedos inviernos y los veranos costeros, y todas las habitaciones cerradas
que albergaban las diversas cosas que Pip había reunido a lo largo de los años.
Mirando por el salón, Emma pudo ver que el papel pintado estaba desconchado, los
techos presentaban sospechosas manchitas oscuras en algunos lugares y las alfombras
estaban raídas; los lugares desgastados quedaban cubiertos estratégicamente por los
muebles, pero se notaban si sabías dónde mirar. Cliffside se estaba desvaneciendo,
igual que los idílicos días de la infancia de Emma.

Y Troy había traicionado el último resquicio de ilusión juvenil a la que Emma se


había aferrado. Todos aquellos años creciendo juntos. Todos esos años en los que,
ahora que miraba atrás, podía ver que ella había sido la única que había madurado.
Él había seguido siendo ese chico dorado y popular, inmune a las consecuencias de
sus propios actos, flotando por la vida gracias a la benevolencia que le otorgaban
su buena apariencia y su riqueza. Pero el brillo había desaparecido, para Emma.
Quizá por eso lo había engañado con Trish, quizá Trish aún lo veía como él quería
que lo vieran.

No era justo, pero era la realidad de las cosas. Emma podía quedarse en Cliffside,
sumida en su dolor, o convertirse en la amargada divorciada que se entregaba a su
trabajo en la ciudad. Al menos en Los Ángeles tendría una oficina a la que escapar.

Tendría que decirle a Pip que no. O simplemente aceptar la casa y venderla. Pero,
¿cómo sería con otra persona viviendo aquí? ¿Derribarían sin más la casa, sin dejar
rastro de la alegría que una vez había habitado aquí?

—¿Qué está pasando por esa cabecita tuya? —preguntó Pip.

—Nada —Emma suspiró—. Vamos a arreglar todo esto y podrás enseñarme en qué más
cosas necesitas ayuda.

Emma había tomado una decisión. Mañana le diría a Pip que rechazaba la casa.

CAPÍTULO SEIS
–¡Volveré cuando oscurezca! ¿Seguro que estarás bien?

Emma estiró el cuello hacia atrás para intentar ver por la escalera que conducía al
desván, donde Pip había desaparecido por enésima vez. Le dolían la espalda y los
hombros de tanto subir por aquella desvencijada escalera, así que permaneció
sentada en el suelo del segundo piso, temiendo tener que subir una vez más. Ahora
no podía imaginarse por qué le había gustado tanto subir al desván cuando era niña.
Estaba sucia, sudada y olía a naftalina por su aventura en el ático.

Habían sido dos horas de trabajo mohoso y polvoriento, despejando las capas
absolutas de vida que había en el desván. Era como contar los anillos de un árbol
para determinar su edad, sólo que con menos olor a serrín fresco y savia de madera
y más periódicos viejos, un montón de zapatos de bolos y más telarañas de las que
Emma se sentía cómoda.

La cabeza de Pip apareció en el marco de la escalera en el techo.

–Por supuesto. Madre mía. He estado aquí todo este tiempo sin ti, puedo sobrevivir
unas horas de la noche. –Luego, desapareció de nuevo en el ático.

–¡No uses la linterna de propano ahí arriba! –gritó Emma mientras se ponía de pie
desde su posición con las piernas cruzadas.

–¡Sí, tía! –gritó Pip–. ¡Las llaves están en la cocina, colgadas junto al
fregadero!

Emma puso los ojos en blanco y se quitó el polvo del pijama. No tardó mucho en
volver a ponerse los vaqueros y la camiseta que había llevado en el avión aquella
mañana y, antes de salir por la puerta, cogió las llaves que Pip había mencionado.

El crepúsculo caía sobre Cliffside, y el penetrante olor a sal del océano golpeaba
a Emma mientras bajaba trotando por los hundidos escalones de la entrada, con las
zapatillas crujiendo en el fino camino de grava que atravesaba el jardín delantero.
La camioneta de Pip estaba aparcada en el mismo lugar de siempre y, de hecho, el
viejo Ford de los setenta también era exactamente el mismo vehículo. Emma pasó una
mano por encima de la pintura azul pálido y blanca, disfrutando incluso del áspero
toque de óxido que podía sentir en el borde de la caja.

La camioneta arrancó con fuerza al primer intento, y Emma encendió los faros,
sorprendida por la luminosidad de las luces que se encendieron. Supuso que serían
útiles en las brumosas mañanas de Haven by the Sea, cuando la niebla llegaba desde
el océano y lo cubría todo con un manto húmedo y aterciopelado de muy baja
visibilidad. Más de una vez, cuando era adolescente, Emma había sentido que tenía
la vida en sus manos conduciendo por las sinuosas carreteras de Haven by the Sea y
sus alrededores en las noches de niebla.

Consultó su reloj: sólo faltaba media hora para la cita que había prometido a
Morgan. Emma redujo la velocidad de la vieja camioneta por la serpenteante
carretera que conducía al pueblo y decidió disfrutar de los quince minutos de
trayecto hasta casa de su hermana.

Consiguió no preocuparse por su vida en ruinas durante diez de esos quince minutos,
lo que consideró una victoria. Antes de que se diera cuenta, estaba entrando en el
camino de entrada de la casa baja y amplia de Morgan, de estilo rancho, con los
ladrillos pintados de un alegre amarillo y la puerta roja adornada con un arreglo
floral que aseguraba que cualquiera que la visitara conociera la estación del año.
Esta vez, eran lirios y lavanda y letras de plástico con purpurina que decían:
"¡Hola, primavera!".

Emma llamó a la puerta. Se sintió un poco rara al hacerlo, pero como el más pequeño
de los hijos de Morgan había empezado a caminar hacía unos meses, Emma no quería
arriesgarse a que un niño pequeño anduviera suelto, aunque las calles del
vecindario de Haven by the Sea propiamente dicho distaban mucho de ser muy
transitadas.

La puerta se abrió y había un niño allí, pero en lugar de Richie, el baboso


residente, el abrazador de rodillas y el ladrón de corazones, la hija mayor de
Morgan estaba allí, haciendo pucheros.

Emma frunció el ceño.

–Tilly, ¿qué pasa?

La chica hizo un mohín aún más profundo, casi cómico, y lanzó una mirada por encima
del hombro mucho más adolescente de lo que explicarían sus diez años reales en la
Tierra.

–Mamá dice que sólo estás aquí de visita, y que dijiste que no se me permitía
volver contigo a Los Ángeles –dijo su sobrina cruzando los brazos sobre el pecho,
echándose hacia atrás una larga melena rubia como el agua de fregar que se parecía
tanto a la de su madre que a Emma le vinieron recuerdos de su infancia.

–Bueno... –empezó con cuidado, intentando calcular rápidamente a qué se enfrentaba


Morgan. Una niña de diez años que tenía una casa llena de otros tres hermanos, una
madre, un padre y una jauría de perros, mientras que su tía tenía una casa grande y
bastante vacía con piscina y sin caos incluido.

Tilly miró a Emma expectante.

Emma entró, cerró la puerta tras de sí y empezó a seguir el ruido de los platos y
las risas de los niños en la cocina de la casa de los Taylor. Tilly deambulaba a su
lado, todavía esperando, al parecer.

–Verás, Tilly, voy a estar aquí más tiempo que una visita rápida. Como unas
semanas. Voy a ayudar a la tía abuela Pip a empacar sus cosas en Cliffside.

–¡Empacar! ¿Adónde va? –Los ojos de Tilly se abrieron como platos.

–Sí, ¿a dónde va Pip? –La voz de Morgan contenía una nota de sorpresa cuando Emma
llegó a la cocina con Tilly. Pero Emma reconoció al instante que era falsa.

La cocina, una habitación de tamaño modesto, estaba abierta a una sala de estar
hundida, donde otros dos hijos de los Taylor estaban sentados con Eric, el cuñado
de Emma. Moira jugaba alegremente con una pila de ladrillos de construcción a los
pies de Eric, junto al sofá, con su cara de cuatro años llena de alegría. Daniel,
de siete años, estaba concentrado junto a su padre mientras ambos jugaban a un
juego de carreras que aparecía en la gran pantalla del televisor.

Emma pasó junto a Richie, que estaba sentado en su trona recogiendo metódicamente
los guisantes cocidos uno a uno y comiéndoselos, y besó a su sobrino menor en su
suave y blandito pelo.

–Pip quiere que me mude a Cliffside... no, que sea la dueña de Cliffside. Las dos
cosas –le dijo Emma a su hermana mientras dejaba la botella de vino que había
traído de la bodega de Cliffside–. Y no finjas como si no lo supieras.

Morgan abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla como si quisiera explicarse.


Finalmente, dijo:

–Ella se ofreció a dividirlo entre nosotras, pero realmente, no puedo encargarme de


coordinar una renovación en este momento. O la responsabilidad de una segunda casa.
–Morgan hizo una mueca–. No estás enfadada, ¿verdad?

Emma levantó una mano.

–No. Quiero decir, podrías haberme llamado. Pero hoy ya no tengo energía para
hablar de grandes cambios en mi vida.

–¿Así que realmente no hay Los Ángeles? –se quejó Tilly.

Morgan, de espaldas a la habitación, dijo por encima del hombro:

–Puedes irte, Tils. Son sólo cinco días de camino si no duermes.

Tilly resopló, puso los ojos en blanco y se dirigió hacia unas puertas correderas
de cristal que daban al patio trasero.

–Me voy a la cama elástica –dijo–. El poco glamuroso, poco famoso y aburrido
trampolín que todo el mundo tiene también.

Con un giro dramático, Tilly se dirigió al patio trasero, mirando sólo dos veces
hacia atrás para ver si la estaban observando.

–Bueno, eso ha sido intenso –dijo Emma, conteniendo la risa.

–Ya se le pasará –dijo Eric, con los ojos pegados a la pantalla–. Y hola, Ems.
¿Necesitas que hable con Troy? –Mientras hablaba, Eric pulsaba botones y palancas
en su mando, sin apartar la vista del videojuego.

–Estoy bien –contestó ella, divertida por lo mucho que se parecían Eric y Daniel:
el mismo pelo grueso y castaño, los mismos ojos marrones, todo igual, hasta las
gorras hacia atrás que ambos llevaban–. Creo que mi abogado es más malo que tú.

Eric se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

–Sería una pena que el viñedo de su padre perdiera de repente el servicio de agua
durante un par de semanas. Es primavera, ya sabes.

–Lo he leído en la puerta –bromeó Emma–. Pero no abuses de tu posición en el


ayuntamiento. Te prometo que yo me encargo.

Eric la saludó sin mirarla a los ojos, y Emma vio que Morgan ponía los ojos en
blanco mientras se volvía del fregadero, donde había estado pelando un montón de
patatas. Morgan se secó las manos en un paño que colgaba del asa de la cocina y
estrechó a Emma en un largo y reconfortante abrazo. Emma se hundió en él, espiró y
rezó en silencio una oración de agradecimiento por su hermana firme e intuitiva. Se
separaron y se sonrieron.

–Sabes, no te diré qué hacer con Pip y todo eso, pero me encantaría tenerte cerca
otra vez.

Emma no pasó por alto la preocupación en los ojos de su hermana, y supo que Morgan
debía estar pensando en Troy y en la verdadera razón por la que Emma había huido de
vuelta a casa. Pero Morgan no sacaría el tema. No como Eric había hecho. No a menos
que Emma lo hiciera primero. Y Emma no había exagerado: entre el vuelo, el viaje en
taxi hasta Cliffside y el gran derribo de la tienda de antigüedades del Sr.
Caliente, la limpieza del ático y la tensión emocional general de los últimos días,
Emma estaba harta de hablar.

–¿Podemos comer mucho y ver "Las chicas de oro" hasta que te apetezca echarme?

Morgan asintió.

–Por supuesto, cariño. Una vez que esté todo listo, lo pondré todo al estilo
familiar, y el resto de estos paganos pueden arreglárselas solos. Usaremos la tele
de la terraza.

En ese momento, con un ladrido agudo, un golden retriever de tres patas entró
saltando en la cocina desde el pasillo que sobresalía del fondo del salón,
dirigiéndose directamente hacia Emma. Detrás de él, dos gatos lo perseguían, cada
uno separándose en distintas direcciones para rebotar como pelotas de ping-pong
contra el sofá y el mueble de la tele. El perro se detuvo en el escalón que
conducía a la cocina.

Emma bajó hasta él, se sentó en el escalón alfombrado y frotó las sedosas orejas
del cachorro.

–Wheatie, eres un encanto. Sí que lo eres. ¿Quién es el mejor perro pirata de toda
California? Tú lo errrres.

Cuando Emma acertó detrás de las orejas de Wheatie, éste se inclinó pesadamente
hacia su mano derecha, con la cara llena de alegría perruna.

–¡Cuidado con la esquina! –gritó Daniel al televisor, lo bastante alto como para
que Wheatie se sobresaltara, diera dos pequeños saltitos en círculo y saliera
corriendo hacia el pasillo trasero por donde había venido. Los dos gatos volvieron
a perseguirlo. Moira chilló de alegría, rompió la creación de ladrillos de
construcción que había estado haciendo y gritó:

–¡Tienes que ser gatito yo!

Emma se echó a reír.

–Le encanta tu anuncio, tía Emma –dijo Daniel, riendo–. Lo ve todas las mañanas
después del desayuno.

Tras una pausa en la que pareció considerar sus opciones, Moira empezó a
reconstruir pacientemente su creación de juguete.

–Buen trabajo, calabacita –arrulló Eric, mirando a su hija con ojos saltones.

–Cuatro niños, tres perros, dos gatos y un marido –se burló Emma, mirando por
encima del hombro a Morgan, que había vuelto al fregadero–. ¿Dónde están los otros
dos perros?

–"Bestia" está en el veterinario por un espolón desgarrado, dando vueltas e


intentando subirse a la cama elástica con los niños. ¡Un gran danés! ¿Te lo
imaginas?

Emma no pudo.

–Y la cachorra más nueva, Muffin, está en el garaje con sus cachorros. Eric y los
niños construyeron un Taj Mahal virtual ahí fuera para ella y los nuevos bebés.

–Así que ya no son sólo tres perros –se burló Emma.

–Cuantos más, mejor –dijo Morgan, apuntando a Emma con su pelapatatas.

–Sí, sí –dijo Emma, sintiendo calor en su interior al estar en medio del ajetreo y
el bullicio de la familia de su hermana. Era tan diferente de la vida de Emma en
Los Ángeles, pero... era agradable. Y había pensado, en algún momento, que Troy y
ella llegarían a un punto en el que formarían una familia.

–Sube a picar patatas –dijo Morgan cuando el horno empezó a pitar–. Pondré el
pastel de carne, y podemos ir a empezar nuestro espectáculo.

Emma se levantó y fue a lavarse las manos en el lavabo, el ruido de la sala de


estar a sus espaldas se mezclaba con el chorro de agua.

¿Sería tan malo en Cliffside si Emma pudiera estar cerca de Morgan y su familia de
nuevo?

***

Era más de medianoche cuando Emma llegó a casa de Pip, llena y más contenta de lo
que había estado en mucho tiempo. Entró en la casa tan silenciosamente como era
posible a través de la madera centenaria, y encontró una luz encendida en la
cocina. La única lámpara de techo que había quedado encendida sobre la isla
iluminaba una nota escrita a mano por Pip.

Me voy a la cama. Tienes que hacer un viaje a la nueva casa temprano, pero duerme
hasta tarde. Las sobras del almuerzo están en la nevera. Encontré más de tus cosas
viejas y dejé una caja en la sala para mañana. Te quiero.

Emma le dio la vuelta a la nota, escribió una rápida respuesta agradeciendo el


préstamo de la camioneta y dejó un dibujo que Tilly había hecho para Pip -después,
por supuesto, de que Tilly decidiera no ir andando hasta Los Ángeles- sobre la isla
junto con las llaves del coche. Después, fue de puntillas a su propia habitación,
se puso el pijama y estaba a punto de dormirse en la enorme cama de plumas con
dosel cuando su teléfono se encendió en la enorme mesita de noche a juego.

Vaya. Se había olvidado de apagar el móvil después de volver a casa. Morgan había
insistido en que lo encendiera al salir de casa, y que Emma le enviaría un mensaje
cuando llegara a Cliffside. Lo cual había hecho, como una buena hermana. Y luego se
olvidó de inmediato. Se apoyó en los codos y se inclinó sobre el borde de la cama,
mirando la pantalla de llamadas.

Prácticamente se le heló la sangre en las venas. Y aunque se había prometido a sí


misma que no lo haría, respondió a la llamada.

–¿Qué quieres?

–Cariño, gracias a Dios. He estado muy preocupado –el tono de Troy habría dado al
jarabe de arce un fuerte caso de diabetes.

–¿Sobre qué? ¿El reparto de bienes o lo que le vas a decir a tus padres cuando te
pregunten por qué nos divorciamos?

A través de la línea, le oyó respirar entre dientes.

–Nena –Emma rechinó los dientes al oír la repetición del apelativo cariñoso, algo
que antes le resultaba entrañable pero que ahora le repugnaba tanto como pensar en
lo que le había hecho–, no puedes hablar en serio. ¿Cuándo vuelves a casa? Mi
terapeuta dice que tenemos que hablar de esto juntos.

–¿Necesitamos hablar? No necesito hablar contigo ni de nada. Te saltaste la


conversación conmigo sobre cómo tú y mi mejor amiga os enrollabais, así que he
decidido que voy a saltarme toda conversación futura contigo a menos que sea a
través de mi muy capaz y muy agresivo abogado de divorcios.

Hubo un silencio sepulcral al otro lado de la línea. Su respuesta fue escueta y


chocante, y Emma sintió un estremecimiento de triunfo al descubrir que no se sentía
culpable en absoluto... como si todo el poder que Troy había tenido sobre ella
desde su juventud se hubiera evaporado. Era culpa suya. Él había tomado aquella
decisión por los dos, y la única razón por la que ahora estaba disgustado era
porque le habían pillado, y porque sufriría algún tipo de consecuencia por primera
vez en su vida adulta.

–Creí que podríamos solucionarlo –dijo, con voz vacilante.

–Pensaste mal –replicó rotundamente.

Se aclaró la garganta.

–Dime qué puedo hacer, Ems. ¿Sabes cómo será si me dejas? No puedo... dime qué
tengo que hacer para que vuelvas a casa.

–Estoy en casa, Troy.

Entonces, antes de que él pudiera responder, Emma colgó, apagó el teléfono y volvió
a deslizarlo sobre la mesilla de noche.

Tal vez esperaría para decidir sobre Cliffside. No tenía que decirle a Pip su
decisión final mañana.

Emma se acurrucó en la enorme cama con dosel, y el sonido de las olas tras su
ventana era rítmico y relajante.

En pocos minutos, estaba profundamente dormida.

CAPÍTULO SIETE

Al día siguiente, Emma volvió a debatir qué hacer con Cliffside. Sentada en la isla
de la cocina, con el portátil abierto, ordenaba los correos electrónicos de trabajo
y pensaba en el salón de té que había en el ala opuesta a los dormitorios de la
planta baja, y en cómo podría convertirse en la oficina perfecta. Siempre le había
encantado de niña, y Pip siempre lo había dejado preparado como si en cualquier
momento pudiera organizarse una auténtica fiesta del té. Emma se preguntó si las
puertas de aquella ala de Cliffside también estarían cerradas, si las habitaciones
ventiladas y de techos altos en las que Morgan y ella jugaban al escondite estarían
ahora a oscuras, lejos de la luz de la costa.

La luz siempre entraba perfectamente por la mañana, y Emma podía imaginarse sentada
en aquel espacio octogonal con las suaves cortinas de lona color crema ondeando en
las ventanas, el sol bañando el papel pintado color crema y rosa té de una forma
que llenaba todo el lugar de un calor suave y difuso. Las estanterías eran
perfectas, si no recordaba mal, y bajaría aquel imponente escritorio de caoba del
rellano de arriba para sustituir la mesa del comedor, y...

Sonó su teléfono y se le hizo un nudo en el estómago. Pero el tono de llamada no


era el suyo personal. Aliviada de que solo fuera el trabajo, Emma contestó cuando
sonó la segunda tanda de música clásica.

—Adams —saludó.

—Emma, oh, me alegro de haberte pillado.

—Sra. Flynn, ¿en qué puedo ayudarla? —Emma luchó por mantener un tono neutro;
aunque la directora ejecutiva de VogueThink Marketing era siempre bastante
agradable, Emma había llegado a esperar un gran dolor de cabeza cada vez que la
mujer llamaba. Inevitablemente, siempre era para alguna tarea que Emma no quería
hacer, y a menudo ni siquiera estaba en su descripción del trabajo. Janice Flynn
todavía pensaba que Emma era la artista novata y hambrienta de años atrás.

—Por favor, ¿Sra. Flynn? Soy Janice.

—Janice —dijo Emma—. Estoy fuera de la ciudad...

—Oh, lo sé, querida, vi tu nota en la agenda de reuniones. Me preguntaba si me


harías un pequeñísimo favor. Quiero decir, sé que estás de vacaciones ahora
mismo...

—No, estoy trabajando —corrigió Emma—, solo a distancia. De hecho, hace una hora
que he asignado las entregas del mes que viene a los jefes de equipo. Luego, miraré
el presupuesto en el archivo SudsBros.

—Espléndido. ¿Entonces tienes acceso a tu suite?

Emma se detuvo a medio camino, recogiendo su taza de café, mirando fijamente su


teléfono, que yacía sobre la isla, con el altavoz encendido.

—¿Mi programa de diseño? Sí...

—El cumpleaños de mi nieto es dentro de dos semanas y mi hija no encuentra ninguna


invitación que le guste. Así que va a mandar imprimir unas personalizadas, pero
necesita el diseño, ¿entendido?

—Janice, tenemos diseñadores en plantilla que pueden ayudarte con eso si...

—¿No quieres ayudarme? Es una tarea sencilla. Te enviaré las fotos que mi hija
encontró en Internet. Deberías ser capaz de copiarlas.

El dolor de cabeza llegó. Ni siquiera era mediodía.

—¿Tiene su hija los derechos de esas imágenes? —preguntó Emma, sabiendo ya la


respuesta.

Janice volvió a resoplar.

—Si no quieres ayudar, dilo. Como has señalado, tenemos diseñadores de plantilla.
Seguro que puedo encontrar a alguno que esté agradecido por su trabajo. Acudí a ti
porque pensé que eras una artista, señora Adams.
Las orejas de Emma empezaron a arder. Lo había sido, hacía muchos años. Pero cuando
pensaba en ello ahora, Emma sabía que ya no era una artista en ningún sentido real
de la palabra. Lo que era, en cambio, era un engranaje corporativo, parte de una
máquina que producía eslóganes y bonitos vídeos de mascotas y esperaba a que las
cosas se hicieran virales para determinar su valor y si podían reproducirse para
obtener mayores y mejores beneficios. Eso no era arte. Era artificio.

Y había algo en el tono de Janice Flynn que le recordaba a Emma exactamente la


forma en que Troy le había hablado la noche anterior: "creía que podríamos
solucionar esto". Como si Emma fuera sólo un medio para un fin, alguien que debía
seguir el guion y apartarse del camino de lo que los demás querían, sin importar
cómo la afectara a ella. Troy y su mirada errante. Janice Flynn y su completa falta
de respeto por cualquiera a su alrededor.

—No, acudiste a mí porque soy lo bastante tonta como para aguantar que presiones a
los empleados para que utilicen su tiempo en proyectos personales, Janice —soltó
Emma antes de poder controlarlo, y una vez que lo hizo, se llevó la mano a la boca,
conmocionada.

—¿Qué acabas de decirme? —El tono anterior de Janice, falso y alegre, fue
abandonado en favor de una ira fría y aguda.

—No. No voy a hacer tus invitaciones —afirmó Emma.

—Bueno, espero que tengas una buena hucha, Sra. Adams, o que el dinero de la
familia de tu marido te alcance para vivir, porque el marketing puede parecer
grande, pero es un mundo muy pequeño en la cima. Tú nunca volverás a trabajar en
esta industria...

Ya fuera por el pánico, por su propio enfado o simplemente por el hecho de que Emma
había llegado al límite en múltiples facetas de su vida, respiró tan hondo como
pudo y soltó:

—¿Sabes qué? Dimito.

Luego colgó el teléfono a Janice Flynn tan rápido como lo había hecho la noche
anterior con su futuro ex marido. Se estaba convirtiendo en una costumbre, buena o
mala, Emma no lo sabía. Pero con el segundo cuelgue llegó la misma sensación que
Emma tuvo cuando se armó de valor para el primero. Alegría. Libertad. La sensación
de haberse quitado un gran peso de encima.

Antes de que Janice pudiera recuperarse y devolverle la llamada, Emma apagó el


teléfono. Cerró el portátil, se levantó de la isla y fue al salón a pasear.

Dios mío. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.

¿Qué había hecho? Necesitaba su trabajo. La casa en Los Ángeles. Su coche. Había
trabajado y sacrificado y perdido demasiado tiempo para...

Acabar siendo infeliz.

La golpeó como un mazazo. Se había resistido a levantarse del cómodo colchón de


plumas esta mañana, temiendo hacer cualquier trabajo. Por supuesto, su primer
pensamiento había sido que se resistía a intentar concentrarse mientras estaba en
Haven by the Sea debido a su ambiente vacacional, pero la verdad del asunto era que
temía el trabajo en sí. La monotonía. El aburrimiento. El estancamiento creativo
que se había apoderado de ella durante los últimos años y que la había convertido,
artísticamente, en una persona tan flexible como las capas de rutina que la habían
cimentado en su vida actual, en su trabajo actual, en su típica existencia vacía y
acelerada. Sin pausas. Sin pararse a apreciar las cosas sencillas. Sin alegría; al
menos, nada que le produjera alegría.

Emma caminaba de un lado a otro, una y otra vez, hasta que le preocupó que se
formaran nuevos senderos en la alfombra deshilachada. Su mundo giraba sin control,
pero, aun así, se sentía extrañamente en paz. ¿Y qué si ya no estaba en VogueThink?
¿Realmente necesitaba Los Ángeles, el smog, el tráfico y la casa cerrada? ¿De
verdad tenía que pasar la vida vendiendo lo mismo a la gente una y otra vez, sin
emociones, salvo el impulso necesario para aplicar la psicología de ventas?

Por el rabillo del ojo, Emma vio la caja que Pip había mencionado en su nota: un
cartón destartalado que no mostraba ningún signo externo de lo que contenía. Emma
se acercó con cuidado, medio temerosa de que las ratas que había jurado que vivían
en el desván —y a las que Pip había dado nombres e historias épicas cuando les
contaba cuentos a Emma y Morgan— hubieran bajado de alguna manera en aquella caja y
estuvieran esperando para atacarla.

Pero no le esperaba nada tan siniestro. En su lugar, la caja estaba llena de viejos
materiales de arte. Dentro había tubos y más tubos de óleo y acrílico, paletas y
espátulas, pinceles y algunos vasos de plástico. Emma metió la mano en la caja,
cogió dos pesados puñados de pintura y, pellizcando un tubo de óleo entre el índice
y el pulgar derechos, comprobó que la pintura del interior parecía aún fluida.

Recordaba a su padre pasando por la ferretería —Atkin's— y comprándole todo esto el


último verano que había vivido, el verano en que ella y Morgan habían pasado casi
tres meses con Pip aquí en Cliffside. Le había encantado que hubiera un pequeño
rincón de la polvorienta tienda dedicado a los materiales de arte. Se había pasado
una hora seleccionando los pinceles, pasando los dedos por las sedosas cerdas,
eligiendo todos los colores de pintura. No fue hasta después de la muerte de su
padre cuando el señor Atkins le confesó a Emma, en voz baja y con palabras
vacilantes, en el funeral de su padre, que su padre le había estado dando la lata
todos los días durante meses para que encargara aquella exposición de arte.

La tristeza la invadió, pero también la gratitud. Su padre había pensado en su


felicidad incluso cuando se le acababa el tiempo. Y ahí estaba ella, preocupada por
si debía aferrarse a una relación y a un trabajo que le hacían perder el tiempo y
le robaban su potencial de alegría.

Emma recordó lo que le había dicho a Troy la noche anterior, sus últimas palabras.
Estoy en casa.

No necesitaba Los Ángeles. Se quedaría allí, en Cliffside. Aceptaría la oferta de


Pip de convertirse en la nueva propietaria de la casa más antigua de la ciudad.

Tomada la decisión, con el corazón acelerado, Emma corrió hacia el llavero que
había cerca del fregadero de la cocina. Las llaves de la camioneta no estaban, ya
que Pip la conducía, pero en el segundo gancho colgaba un juego de llaves antiguas,
que Emma siempre había pensado que eran decorativas. Pero, por otra parte, ninguna
de las puertas de Cliffside había estado nunca cerrada como lo estaban ahora. Las
llaves antiguas eran su única posibilidad, aparte de esperar a que Pip volviera a
casa.

De vuelta al salón, Emma levantó la caja de pinturas y se dirigió hacia el ala este
de la casa. A medida que avanzaba por el oscuro pasillo —el interruptor de la luz
que normalmente encendía la hilera de lámparas de mosaico instaladas en el techo
del pasillo no emitía ninguna luz al pulsarlo—, Emma iba abriendo cada puerta por
la que pasaba, encantada de que la llave maestra funcionara. No se aventuró a
entrar en ninguna de las habitaciones, pero algunas eran más luminosas que otras y,
poco a poco, el pasillo se fue llenando de suficiente luz como para que pudiera ver
hasta el final, hasta la puerta que había frente a ella al final del pasillo.

La puerta del salón de té se abrió con un poco más de dificultad que las demás
puertas, y la antigua cerradura dio un sonoro chasquido al segundo intento. Emma
entró en la habitación conteniendo la respiración. El interruptor de la luz
funcionó y el salón de té se inundó de luz amarilla.

Estaba exactamente como Emma lo recordaba, como si Pip se hubiera limitado a cerrar
la puerta después de la última merienda infantil que había tenido lugar allí y se
hubiera olvidado por completo. El delicado juego floral de tetera y tazas estaba
dispuesto sobre la mesa de hierro, con un mantel de encaje artísticamente colocado
debajo. Las estanterías seguían repletas de clásicos encuadernados en piel que
probablemente había leído alguna generación anterior de la familia, pero que sólo
habían servido de fascinante decoración para una joven Emma. Un sillón orejero daba
al ventanal, esperando a que alguien se acurrucara con la manta de punto para soñar
despierto. El papel pintado también estaba desconchado, y una esquina del suelo de
madera se estaba combando y el zócalo se estaba despegando de la pared.

Pero Emma sabía lo que este lugar podría ser, en lo que podría llegar a
convertirse. Tenía que haber una manera de renovarlo, de preservar Cliffside. Sería
una empresa tan enorme y abrumadora... ¿podría hacerlo? No podía dejar que
perteneciera a nadie más, ni ponerlo en peligro de derribo, como había dejado que
su propia vida se saliera de su control, llevándose consigo su propia felicidad.

Decidida pero ansiosa, aterrorizada pero esperanzada, Emma dejó la caja de


materiales de arte sobre el sillón orejero y descorrió las cortinas.

***

Pip la encontró un par de horas más tarde, justo después de la hora de comer,
todavía en el salón de té. Emma había reorganizado las estanterías de modo que la
pared que daba a la ventana estaba completamente vacía, había guardado el juego de
té en la vitrina de la cocina e incluso había sacado la mesa de hierro forjado al
pasillo para despejar el suelo. En el desván no había encontrado el caballete que
Emma esperaba que aún tuviera, pero había improvisado. Unos cuantos clavos y una
escalera de mano más tarde, una de las cortinas de lona del salón de té estaba
clavada en la nueva pared en blanco, y Emma había empezado a pintar.

—Interesante —dijo Pip, y Emma pudo oír la diversión en su voz—. Me encanta lo que
has hecho con el lugar.

Emma se volvió y sonrió, luego hizo una leve mueca y dijo:

—Lo siento. Espero que no te importe. No dejaba de pensar que esta habitación era
perfecta para un despacho, pero para lo que realmente es perfecta es para un
estudio. Y la cortina...

Pip entró en la habitación para colocarse al lado de Emma, inclinando la cabeza


para mirar el cuadro.

—Bah. ¿Qué son unas cortinas cuando llega la inspiración?

Emma casi podía sentir cómo los ojos de la mujer mayor se deslizaban hacia ella.

—¿Significa esto que estarás por aquí para colgar otras nuevas?

Emma miró lo que había esbozado en su lienzo improvisado durante la última hora, la
vista desde el salón formal tomando forma en rayas oscuras y remolinos de luz. La
hierba alta se recortó en varios tonos de verde y el césped se extendió para
mostrar el amanecer que apenas asomaba en la distancia. En el borde del césped,
Emma había añadido un letrero de madera, un cartel colgante que aún no tenía
nombre.

—¿Qué opinas de que Cliffside se convierta en un B&B?

Pip sonrió.

—¿Me tomas el pelo? Es una idea fabulosa. Solía jugar con la idea, antes de que mi
artritis empeorara y todos esos lugares de alojamiento online empezaran a convertir
las casas de todo el mundo en alquileres vacacionales. Demasiada competencia.

—Pero ninguno como este lugar —dijo Emma—. Y ahora que estoy desempleada...

—¡Qué! —chilló Pip y aplaudió—. ¿De verdad has abandonado ese recinto de cristal
del zoo?

Emma asintió, riendo.

–Me están bombardeando a correos electrónicos. Pero no voy a volver. Supongo que se
está convirtiendo en una nueva costumbre para mí.

–Bien hecho –dijo Pip–. Mañana haremos oficial que eres la nueva señora de
Cliffside. Entonces, no hay vuelta atrás. Solo tienes que lanzarte a la piscina.

Emma se sintió reconfortada por dentro ante los ánimos de su tía.

–Gracias, Pip. De verdad. Creo que esto es exactamente lo que necesito.

–Lo que necesitas es un martillo, un buen fontanero y rezar algunas oraciones. Pero
por ahora –dijo Pip–, todas las chicas están aquí para jugar a las cartas. Ven a
comer con nosotras. Carol y Louise están aquí, y Bettie de la oficina de correos.
No creo que la conozcas, pero a veces hace trampas a las cartas, así que me vendría
bien un par de ojos extra.

–¡Eres una cotilla! Bill me contó cómo le engatusaste para una cita.

La mirada de reojo de su tía fue intensa.

–Y Hallie le contó a su madre cómo prácticamente atropellaste a ese guapo chico


nuevo dueño de Curious Finds. ¿Cuándo ibas a contarme eso?

Emma no había vuelto a pensar en el señor Ojos Verdes Pelo Grande desde aquel día.
Y ahora se daba cuenta de que nunca podría pasear por el centro de Haven by the Sea
sin camuflaje.

–Gracias, Pip. No puedo tener secretos –dijo Emma con ironía.

Riendo, Pip salió bailando del salón de té, haciendo señas a Emma para que la
siguiera.

–Vamos. Las chicas tendrán un montón de ideas para ti.

Emma echó un último vistazo al comienzo árido de su nuevo cuadro y cogió un viejo
cuaderno de dibujo que había encontrado en una de las estanterías. Siguió a su tía
por el pasillo en dirección al sonido de las conversaciones en voz baja y, mientras
lo hacía, alargó los dedos para recorrer suavemente el arrimadero del pasillo, con
la esperanza revoloteando en su pecho.
***

El sol se ponía aquella tarde cuando los invitados de Pip se marcharon, dejando a
Emma con un cuaderno de bocetos lleno y el corazón rebosante de confianza para
ponerse manos a la obra. Había un nuevo brío en ella, y Emma se acomodó en una de
las mecedoras desgastadas del porche envolvente para empezar a organizar la lista
de proyectos que había iniciado en una de las páginas del cuaderno de bocetos.
Después de despedirse del último vehículo, Pip se unió a Emma en el porche y ocupó
la silla junto a ella.

–¿Te diste cuenta de que Bettie intentó deslizar ese as bajo su plato de ensalada?
–preguntó Pip, encendiendo un puro que había sacado aparentemente de la nada. Emma
percibió el intenso aroma a vainilla y tabaco que desprendía la fresca brisa
nocturna.

–No lo vi. ¿Cuándo?

–Justo después de la tercera mano. Era tan obvio –se quejó Pip.

–Ah, no. Me lo perdí. Maldita sea. Estaba hablando con Louise sobre venir a
ayudarme a limpiar algunas de las habitaciones aquí si está dispuesta. Este lugar
solía brillar cuando ella lo cuidaba.

Pip canturreó.

–Apuesto a que está contenta. Sabes, ella no dejó de trabajar para mí exactamente
por su propia voluntad.

Emma dejó su cuaderno de dibujo y miró a Pip con los ojos entrecerrados bajo la luz
menguante.

–¿La despediste? No parecía que os hubierais llevado mal hoy.

–No, no. –Pip dio una calada profunda a su puro, y la punta brilló intensamente
durante una fracción de segundo–. Empecé a cerrar las habitaciones y a pedirle que
volviera cada vez menos. No era que no pudiera permitirme su ayuda o que no
quisiera que trabajara aquí. Era que ya no podía ayudarla mucho, y era vergonzoso.
Todas las cosas que solía hacer por mí mismo empezaron a quedarse en el tintero. Y
sabía que ella podía ver lo horrible que se estaba poniendo el lugar.

Emma se acercó y apretó la mano de Pip.

–Deberías habérselo dicho. Es tu amiga. Lo habría entendido.

–Sí. Y empezó a venir para hacer más cosas. Simplemente no podía soportar que
alguien sintiera lástima por mí.

–Bueno, es una preocupación del pasado –la tranquilizó Emma–. Cliffside va a


volver, y será mejor que nunca.

Emma sintió una nueva ligereza que hizo que todos los acontecimientos de la semana
anterior se desvanecieran. Estaba a punto de suceder: esta enorme casa, un lugar
que ella amaba, estaba a punto de renovarse, renacer y cobrar nueva vida, tal y
como la propia Emma había planeado.

Ahora, el único problema era cómo hacerlo todo.


CAPÍTULO OCHO

—¿Y si pudiéramos abrir unas cuantas habitaciones antes del Día de los Caídos? Así,
el alquiler de esas habitaciones ayudaría a pagar la evaluación eléctrica del panel
principal del sótano. De esa forma, podríamos aspirar a estar completamente
operativos en verano.

Emma levantó la vista de su portátil y miró a Louise, sintiendo que el estrés de la


semana empezaba a agobiarla. Louise estaba quitando tranquilamente las fundas de
cojines y almohadas de todos los sofás y sillas que se habían amontonado en el
salón formal, examinando cada uno de ellos para ver si alguno necesitaba
reparación.

Qué diferencia una semana.

Desde que decidió aceptar el traspaso de la propiedad de Pip a Cliffside, Emma


tenía la sensación de no haber estado quieta más que las escasas horas de sueño que
había estado durmiendo. Era un buen cansancio, un cansancio logrado, pero aun así
Emma estaba exhausta hasta los huesos. Todos los papeles estaban firmados y Emma
era oficialmente responsable de la casa.

Una empresa de jardinería se encargó de arreglar la jungla de césped, rosales y


setos en que se había convertido el jardín delantero; un arboricultor se encargó de
podar selectivamente los altísimos árboles que protegían la casa. Luego, un
"técnico de calzadas" que vino en coche desde Carmel, recorriendo de arriba abajo
el camino de grava, lleno de baches y desmoronado, que conducía a la carretera
principal, portapapeles en mano, presentó a Emma una lista de opciones de asfalto y
de sellado superior y una lista línea por línea, una de cuyas líneas era el coste
del proyecto de la maquinaria de nivelación. Aquella cifra casi la hizo desmayarse.

Y Emma ni siquiera había empezado a ocuparse del interior de la casa. Oh, ya había
abierto todas las habitaciones y había ayudado a Pip a elegir los muebles que
posteriormente habían sido trasladados de Cliffside a la nueva casa, pero los
suelos abollados y las ventanas atascadas y los ominosos ruidos de tuberías
acosaban a Emma a todas horas.

Luego estaban los problemas con Los Ángeles: conseguir un agente inmobiliario para
poner la casa de Los Ángeles en el mercado, una empresa de mudanzas para empaquetar
sus cosas y enviarlas a Cliffside y asegurarse, a través de su nuevo y reluciente
abogado de divorcios, de que el proceso de separación de Troy fuera lo más rápido
posible. Los papeles del divorcio debían entregarse a Troy en un futuro próximo.
Casi había pedido que se los entregaran en el gimnasio o en casa de Trish por
despecho, aunque no tenía ni idea de si su ex mejor amiga y el que pronto sería su
ex marido seguían hablándose.

Emma deseaba que Pip siguiera aquí, pero se había hecho cargo de Cliffside para que
su tía pudiera descansar y liberarse del estrés de la casa. Se había esforzado por
no llamar a Pip por cada pequeño problema que había surgido durante la última
semana. Pip debía disfrutar del nuevo lugar sin preocuparse por Emma.

—¿Tres o cuatro habitaciones? —preguntó Louise, arrancando una funda a rayas del
asiento de un diván, tosiendo por el polvo que se levantaba a la luz de la mañana—.
¿Incluyendo tu habitación? ¿O tendrías a los invitados en la otra ala?
Emma se lo pensó. Tener invitados en la misma ala que su habitación significaría
menos intimidad, pero ponerlos en la otra ala implicaría que tendría que arreglar
el problema eléctrico que había provocado que el pasillo y varios dormitorios de
allí no tuvieran electricidad.

—No sé, petit chou —dijo Louise—. Sigue siendo mucho trabajo, y tan poco tiempo.

Emma sonrió ante el apodo que la francesa había utilizado para cualquier niño de su
círculo desde que Emma tenía uso de razón.

—Ni soy pequeña, ni soy un repollo. Sin embargo, tengo un poco de col...

Suspirando, Emma abrió su cuenta bancaria, una bonita y fresca que era suya y sólo
suya, otro paso más para desenredarse de Troy. Sin embargo, el saldo era menos que
fresco.

—Tendrá que ser el ala en la que estoy por ahora. Al menos ya pagamos al
contratista para que empezara allí.

—¿Elegiste cuál? —preguntó Louise—. ¿No es el tipo que dijo que se limitaría a
poner masilla sobre esa grieta en la pared en el baño verde?

—Era el más barato, pero no. Y no el tipo que tenía la furgoneta rara y quería
vivir en la propiedad mientras "supervisaba la construcción y la seguridad". Tan
espeluznante.

—¿Y quién? —Louise ordenó una funda de cojín en la pila de "arreglar".

—¿Recuerdas al tipo que vino el martes? El que no me dijo que tirara la casa abajo
y empezara de nuevo. ¿Parecía un cantante de música country, llevaba botas y
sombrero de vaquero? Su presupuesto era razonable, él estaba de acuerdo en dejarnos
encargarnos de las cosas cosméticas como la pintura, y estaba muy bien informado
acerca de la estructura subyacente de la casa. Dijo que empezaría el lunes.

Emma estaba sentada mirando el saldo del banco, todavía preocupada. La salvó
momentáneamente el sonido del timbre resonando por toda la casa. Cerró el portátil
y esperó. El timbre volvió a sonar.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Louise.

Emma sacudió la cabeza y se levantó de uno de los sofás mullidos para trotar hasta
la enorme puerta principal. Al abrirla, vio a una mujer de pie, pero Emma no la
reconoció.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó a la pelirroja alta, que le habría recordado a Hallie


Nelson, si no hubiera sido quince centímetros más alta que la vieja amiga de Emma,
o tuviera una cabeza de rizos salvajes en lugar del pelo largo y liso de Hallie.

—Yo puedo ayudarte —dijo la mujer con firmeza. Parecía de la edad de Emma y llevaba
unos vaqueros oscuros, una camiseta de béisbol desgastada y un cinturón de
herramientas cargado hasta los topes—. Lola Quinn, la señora manitas. Me enteré de
que Cliffside tenía un nuevo dueño, y me moría por echar un vistazo dentro desde
hace años. ¿Eres tú?

Emma abrió la puerta mosquitera y salió al porche.

—Esa soy yo. Emma Sullivan —le tendió la mano, y Lola se la estrechó, paseando ya
por el porche y mirando el pan de jengibre que bordeaba el alero.
—Mucho de esto se puede conservar. Y lo que hay que sustituir se puede replicar,
cortado en el aserradero. No hace falta ir a los sitios de lujo que venden molduras
antiguas. Además, te beneficias de la madera local que ya está aclimatada al
entorno.

Mientras Emma observaba, Lola sacó una cinta métrica y, en cuclillas, evaluó la
longitud entre el suelo del porche y el lugar donde los escalones delanteros
tocaban el suelo irregular.

—Acabo de contratar a un contratista. Siento mucho que hayas venido hasta aquí.
Quiero decir, si venías de la cala...

—Sí. Llevo aquí dos años. Pregunta por ahí. Hago un buen trabajo, siempre que
alguien me da una oportunidad. Tengo mis propias herramientas, mi propio camión
para transportar suministros —Lola señaló con el pulgar una camioneta que Emma
podía ver aparcada más allá de la hierba alta. La camioneta estaba pintada de verde
militar, pero Emma pudo ver que le habían añadido unas grandes pestañas de plástico
a los faros delanteros. En el lateral de la camioneta se podía leer en letras de
color rosa brillante: "La señora manitas - ¡Consigue a la chica que siempre lo hace
bien!".

Lola continuó:

—Puede que no tenga un gran equipo, pero soy muy curranta. Y puede que ya tengas a
alguien en mente, pero déjame darte mi tarjeta. Por si cambias de opinión —Lola
seguía sin mirar a Emma, sino a la barandilla del porche, trazando con los dedos
los giros de los soportes de la barandilla con algo parecido a la reverencia. Con
la otra mano, Lola sacó una tarjeta de visita —con su nombre, su número y una
caricatura de la camioneta verde— y se la dio a Emma.

Había algo tan dulce y serio en aquella mujer, que observaba el porche de Emma como
si estuviera contemplando una exposición de arte en el Louvre, que a Emma le llegó
al corazón. Seguramente, Lola no podría encargarse de todas las reparaciones y
arreglos que necesitaría Cliffside. Emma no podía contratarla por encima del
capataz vaquero con una cuadrilla de seis hombres.

Pero era obvio que Lola estaba fascinada por la casa. Y tal vez Emma podría
encontrar un proyecto o dos en los que podría ayudar. Sólo pequeñas cosas. Para
darle a la mujer una oportunidad.

Emma miró la tarjeta un momento y luego volvió a mirar a Lola.

—¿Quieres entrar a tomar un café y echar un vistazo? —le ofreció.

Lola sonrió de oreja a oreja y miró a Emma a los ojos por segunda vez desde que
había llegado. Sus ojos azules estaban encendidos y la emoción era evidente en su
voz.

—¿Podría? Sería genial.

Emma volvió a entrar en la casa, sonriendo, y mantuvo abierta la puerta de la


mosquitera para que entrara la otra mujer.

CAPÍTULO NUEVE
Cuando Emma oyó abrirse la puerta principal, Lola y ella acababan de sentarse en la
cocina a tomar un café recién hecho. Louise había cogido una taza para llevar y se
había despedido alegremente con la promesa de volver mañana con las fundas de cojín
remendadas. Tal vez demasiado cautelosa por sus años en Los Ángeles, Emma se había
puesto rígida al oír el ruido y había cogido una espátula que estaba sobre una
encimera cercana cuando el sonido de la puerta al cerrarse resonó desde el
vestíbulo hasta la cocina. Lola, sin que nadie se lo hubiera pedido, había
abandonado su taburete en la isla de la cocina y se había apresurado a acercarse a
los fogones, donde estaba la antigua cafetera de acero inoxidable, aún caliente.

Entre las dos, Emma estaba segura de que formarían un dúo realmente aterrador,
listo para espatular y escaldar a cualquiera que caminara por el pasillo. No había
pasado mucho tiempo antes de que el sonido de varias personas de distintas
estaturas que habían invadido la casa flotara por el pasillo. El parloteo había
sido tan reconocible para Emma como el sonido de su propia voz, y se había relajado
al instante.

Le tendió una mano a Lola, interiormente impresionada por la fiereza de su nueva


amiga ante un peligro potencial.

–Tranquila, chica. Es sólo mi hermana.

Instantes después, Morgan apareció en la puerta de la cocina, con Tilly y Daniel a


remolque. Llevaba varias bolsas de plástico, y mientras se dirigía hacia la isla,
Emma pudo ver que Daniel llevaba una pequeña caja llena de brochas, y Tilly un
carrito con un par de docenas de botes de muestras de pintura.

Morgan, al ver a Lola con la cafetera aún lista, se detuvo en seco.

–¡Oh! Hola, Ems. Hola... persona que parece a punto de abrasarme con una cafetera.

Emma tenía una casa nueva, estaba conociendo a un montón de amigos nuevos,
reencontrándose con los viejos y empezando de cero, y encima casi había agredido a
su propia hermana en la cocina. Su día era cada vez más emocionante.

Emma puso su espátula de ataque en la isla y se movió para ayudar a Morgan con dos
de las bolsas.

–Esta es Lola. Ha venido a ver la casa y a ver en qué puede ayudar en la reforma.
Lola, ella es Morgan, y mis sobrinos, Tilly y Daniel.

Lola hizo un gesto con la mano y volvió a poner la cafetera en la encimera.

Mientras Emma ponía la caja en la isla, Morgan dijo alegremente:

–¡Genial! Ese debe de ser tu camión. Para eso hemos venido. ¿Para qué sirve un buen
sábado si no es para echar una mano aquí?

Se oyó un golpe detrás de Morgan, y Emma se apartó de la isla para ver los pinceles
esparcidos por el suelo de la cocina. Daniel estaba conmocionado, mirando con los
ojos muy abiertos la caja, que ahora tenía un asa rota en un lado.

–Vaya. No quería que pasara eso –dijo.

Tilly se echó a reír, pero no hizo ningún movimiento para ayudar a su hermano.
Daniel se puso rojo y se giró para fulminarla con la mirada.

–No pasa nada –dijo Lola, moviéndose para ayudarle mientras él ponía fin a su
mirada asesina y se arrodillaba para recoger los pinceles–. Yo te ayudaré.

Emma sonrió a la pareja y se acercó a Tilly, dirigiéndole una mirada mordaz, un


abrazo de costado y cogiéndole el asa del carrito de la mano.

–Sé buena con tu hermano –susurró, y luego, más alto–: ¿Qué es todo esto, Morgan?

Emma tiró del carrito para cruzar el umbral desde el vestíbulo hasta la cocina
mientras Morgan vaciaba en la isla las otras dos bolsas que había llevado. Emma vio
agitadores de pintura, espátulas anchas y planas y unos cuantos catálogos.

–Esto soy yo intentando aplicar los conocimientos aleatorios que retuve de cuando
abandoné la escuela de diseño de interiores. He traído muestras de telas para las
cortinas –señaló los catálogos–, muestras de pintura para las paredes, y unos
cuantos recipientes pequeños de diferentes texturas de yeso para que veamos qué te
gusta más para reparar los techos.

Lola pareció animarse al oír hablar del yeso. Se levantó del suelo, con todos los
pinceles de nuevo en la caja, y se acercó a la isla, echando un vistazo al interior
de las otras bolsas aún llenas.

–¿Tienes diferentes tipos de yeso contigo?

–Sí.

–Ya me caes bien –dijo Lola, riendo entre dientes.

–Morgan, gracias. –Emma cogió la caja de pinceles de Daniel y la colocó en uno de


los taburetes de la isla–. Pero no tenéis que ayudarme. No pensaba empezar ningún
proyecto yo misma hoy.

–Tonterías –replicó Morgan, extendiendo las manos para que Daniel y Tilly se
acercaran. Cuando lo hicieron, les cogió las manos con las suyas y levantó todos
los brazos a la vez–. Somos el equipo Cliffside. Estaremos aquí todos los fines de
semana hasta que este lugar brille como una patena. Y hay que elegir colores de
pintura, telas y yeso sólo para empezar. Habrá muchas más decisiones que tomar en
el futuro. ¿Pintura exterior, zócalos y barandillas, o paredes lisas? ¿Y las
estanterías empotradas de la biblioteca? ¿Mantenerlas o arrancarlas para hacer otro
dormitorio? Es una habitación más para alquilar, pero la pérdida de esa escalera de
caracol sería un crimen.

Emma parpadeó.

–La biblioteca se queda. No soy una criminal. Todo lo demás... vaya. ¿Qué tenemos
que hacer hoy?

–Bien. Te guiaré a través de todo. –Morgan soltó las manos de Tilly y Daniel–.
Ahora, niños. Arriba en el ático hay un rollo de lona de plástico. ¿Podéis subir
juntos y bajarlo? Debería estar justo dentro de la trampilla. Lo usamos para
empaquetar algunas cosas de la tía Pip para la mudanza.

Tilly y Daniel sonrieron y asintieron, y luego volvieron a bajar por el pasillo


empujándose y discutiendo ligeramente sobre quién tenía que subir primero por la
escalera.

–Hoy están hechos unos terremotos de descaro y oposición –dijo Morgan. Suspiró
pesadamente, y luego señaló a Emma–. Vas a querer coger algo para escribir. Nuestro
primer paso es una visita a la casa.

Lola soltó un silencioso "¡Sí!" junto a Emma, y Emma buscó en la cocina su cuaderno
de planificación.

Recogiéndolo de donde estaba en uno de los otros taburetes de la isla, se lo mostró


a Morgan.

–Ya tengo algo. –De hecho, Emma pensó que pronto tendría que comprar otro bloc de
dibujo. Sus ideas para Cliffside prácticamente rebosaban en este.

Por encima de sus cabezas, Emma pudo oír cómo Tilly y Daniel bajaban la escalera
del desván con un fuerte golpe contra el suelo. Luego, más discusiones, más fuertes
esta vez, y el sonido de algo pesado que bajaba rodando los escalones y se detenía
con un estruendo aún más fuerte. Se estremeció cuando una nube de polvo cayó del
techo agrietado sobre el comedor de la cocina. ¿Podría Cliffside hacer frente a sus
sobrinos?

–¿Todo el mundo está bien ahí arriba? –llamó Morgan, y Tilly y Daniel respondieron
al unísono con un incierto sí.

Al cabo de un momento, los chicos volvieron a bajar las escaleras, arrastrando


entre los dos un rollo bastante voluminoso de láminas de plástico. El pelo de
Daniel sobresalía por todos lados y Tilly estaba cubierta de polvo. Dejaron caer
las láminas de plástico al suelo de la cocina y Daniel se pasó la mano por el pelo
para quitarse las motas de polvo.

—Me caí por las escaleras del ático —dijo Tilly con naturalidad—. Creo que tengo
heridas internas.

—¿Ah, sí? —dijo Morgan, divertida.

—No se pueden ver porque son internas. Y el hospital de Haven es demasiado pequeño
para tener los diagnósticos adecuados.

Lola soltó una carcajada.

—¿Cómo narices conoces la palabra diagnóstico?

—Ve muchos dramas médicos —explicó Morgan, empezando a rebuscar entre las muestras
de pintura del carro. Le hizo un gesto a Emma para que se acercara y empezó a
entregarle pequeños botes de pintura que Emma recogió con el brazo doblado.

—Tendrás que llevarme a algún sitio con mejor nivel de atención —explicó Tilly,
pateando la esquina de una tabla del suelo alabeada—. Algún lugar como...

—Tilly Marie Taylor, si dices Los Ángeles una vez más, te enviaré allí en una caja
de FedEx. La tía Emma está aquí en Cliffside por tiempo indefinido. Así que para.
Ahora, ven aquí y lleva algunas muestras de pintura.

Esta vez, fue Daniel quien se rió y la señaló con el dedo mientras Tilly se
acercaba enfurruñada.

—¡Tilly quiere ir a Hollywood porque cree que puede ser una estrella de cine!

Tilly le sacó la lengua a Daniel e hizo una mueca.

—Al menos eso es más interesante que pensar que de mayor puedes dedicarte a los
videojuegos —rebatió.

—Los dos —dijo Morgan— cabréis en una gran caja de FedEx. Y entonces, podréis
solucionar vuestros problemas de camino al éxito mutuo virtual y en la gran
pantalla.

Le pasó tres muestras a Tilly, quien se sumió en un agitado silencio. Emma trató
valientemente de contener su propia risa.

Lola inclinó la cabeza hacia el pasillo.

—¿Te importa si me llevo a tu amigo para que me ayude a coger algunas herramientas
del camión?

Morgan se encogió de hombros.

—En absoluto.

Ante la mirada interrogante de Emma, Lola dijo:

—Me imagino que la mejor manera de solicitar el trabajo de ayudar con este lugar es
simplemente pasar un día echando una mano. ¿Qué te parece?

Muestras de pintura, muestras de yeso, recrear la moldura exterior... La


biblioteca, las cortinas, ¿y qué harás con ese cristal roto de la vidriera de la
escalera trasera? Emma volvía a sentirse abrumada. Pero frente a ella estaba Lola,
dispuesta a ayudar. Morgan, dispuesta a ayudar. Y Tilly y Daniel, dispuestos a
ayudar siempre y cuando eso los sacara de sus tareas domésticas y les permitiera
explorar los muchos y fascinantes rincones y grietas de Cliffside, apostaría ella.

—Creo que sería estupendo —dijo, dejando que sus hombros se relajaran—. Coge lo que
necesites, y tú y Daniel reuníos con nosotros en la biblioteca de arriba. Sube las
escaleras, gira a la derecha en el pasillo y será la tercera puerta a la izquierda.

Lola saludó y se volvió hacia Daniel.

—Muy bien, señor. ¿Qué le parece llevar un cinturón de herramientas?

Los ojos de Daniel se abrieron como platos.

—¿Cómo? ¿Puedo llevar mis propias herramientas?

Asintió con la cabeza.

—Le dije a tu tía aquí que tengo una pequeña cuadrilla. Era cierto, por supuesto.
Es la más pequeña que se puede tener sin ser cero: solo estoy yo. Pero si te
apetece, me encantaría añadirte a mi lista de empleados. Eso nos hará una cuadrilla
de dos. ¿Qué me dices?

Sus ojos se desviaron hacia Morgan, y Emma vio un destello de interés en su mirada.
No había nada que le gustara más a Daniel que sentir que estaba haciendo algo de
mayores.

—Tú eliges —dijo Morgan, jugando hábilmente con la personalidad de Daniel.

—¿Cuál es la paga? —preguntó Daniel, poniendo las manos en las caderas.

—Bueno —dijo Lola—. Habrá un período de prueba de dos fines de semana en el que
evaluaré tu trabajo. Es como un diagnóstico, ¿ves?
Miró a Tilly y le sonrió, y Tilly le devolvió la sonrisa.

—Pero entonces, si decido que lo estás haciendo bastante bien y trabajando duro —
incluso si no sabes algo, pero lo estás intentando y aprendiendo y mejorando—
podría darte diez dólares a la semana.

Emma se apoyó en la isla, viendo a Daniel hacer un cálculo en su cabeza.

—¡Eso significa que si trabajo durante un mes y me va bien, podría comprar


GrandRace 7.0 y no tendría que esperar a mi cumpleaños!

Lola asintió.

—Lo que sea, amigo. Claro.

Daniel saltó por los aires, chocó los cinco consigo mismo y salió zumbando por el
pasillo. Emma le oyó abrir la puerta principal de un tirón, toda una proeza para su
edad y el peso del aparato.

—Probablemente ya esté subiendo a tu camioneta a por un martillo —dijo Morgan,


sacudiéndose de risa—. ¿Cómo es que no hace eso cuando le pido que limpie su
habitación? Tiene paga.

—La novedad —dijo Lola—. ¿Cuántos años tiene, ocho?

—Siete.

Morgan miró por el pasillo.

—Mi hijo tiene ocho años —dijo Lola—. Y ninguna cantidad de dinero que pudiera
ofrecerle haría que me ayudara en un trabajo. El chico está metido en su
programación informática. Construye robots y todo eso. Supongo que les gusta lo
nuevo. Se le pasará, así que será mejor que aprovechemos la ayuda extra ahora.

—¡Yo también puedo ayudar! —dijo Tilly, recordando a las tres mujeres que todavía
estaba allí.

—Sí, puedes —dijo Morgan, señalando con la cabeza hacia la sala de estar delantera
—. Y con mucho gusto te igualaré el sueldo de la señorita Lola por Daniel si eres
mi ayudante de interiorista. ¿Trato hecho? Quizá algún día recuerdes esto y digas
que aquí empezó tu carrera de diseñador de lujo. Eso sí, no te olvides de mí cuando
estés eligiendo sofás para los ricos y famosos de Los Ángeles.

Tilly frunció los labios.

—Mamá. Dijiste que no se hablara más de...

—Vale, vale. Tienes razón. Vamos.

Emma vio cómo Lola se marchaba al patio delantero para equipar a Daniel con su
cinturón de herramientas y sus herramientas, y Morgan y Tilly se dirigieron a la
sala de estar delantera, charlando sobre los colores que llevaban y qué muestras
debían pasarse por qué paredes.

De pie en la cocina, que parecía estar convirtiéndose en el centro de la mayor


parte de la actividad reciente en Cliffside, Emma sonrió al ver cómo su día
imprevisto se había vuelto de repente ajetreado, en el mejor sentido. Las cosas
parecían tan diferentes aquí. A pesar de que sus condiciones de vida no habían
cambiado mucho —seguía estando sola en Cliffside, igual que la mayor parte del
tiempo en su casa de Los Ángeles—, aquí se sentía cálida y acogedora, y como si el
silencio que se hacía por la noche estuviera lleno de promesas y de cosas nuevas
por venir, en lugar de una fría soledad. Era un marcado contraste con la forma en
que se había sentido hacía apenas unas semanas, incluso con su trabajo de alta
potencia y años de logros. ¿Por qué había tenido que venir a una casa en ruinas
para darse cuenta de que su vida se había estado desmoronando de antemano?

La cabeza de Morgan apareció de nuevo en la cocina.

—¿Ems? ¿Vienes?

Emma se sobresaltó y asintió.

—¡Sí! Sí, ya voy.

Se dirigió hacia el salón, apretando los brazos en torno a la media docena de botes
de muestras de pintura que llevaba. Era hora de ponerse manos a la obra.

CAPÍTULO DIEZ

Finalmente, fue el moho lo que los atrapó. Pero también fue el moho lo que condujo
a Emma a algo maravilloso: uno de los muchos secretos de Cliffside que podría
convertirse en la solución a uno de sus problemas.

Tras cuatro horas de trabajo, mientras ordenaban en la biblioteca qué muebles


conservar y de cuáles deshacerse, Emma se topó con un diván en el que crecía todo
un bosque de moho. Al principio no era visible, pero al levantar un cojín vio que
la tela color crema estaba completamente cubierta de un verde brillante en la parte
inferior, y el olor a humedad que desprendía la hizo llorar de inmediato.

—¡Puaj, qué asco! —chilló Tilly, abandonando de inmediato sus tareas de ayudante de
interiorista para dirigirse al pasillo, un lugar menos apestoso. Luego, cuando el
olor la golpeó incluso allí fuera, se tapó la nariz y dijo con voz nasal—: Mami,
¿puedo bajar a la cocina a tomar un tentempié?

—Definitivamente asqueroso —convino Morgan, mirando por encima del hombro de Emma—.
Y quizás no tan seguro. Deberíamos abrir las ventanas y limpiar el aire de aquí.

Emma miró a Tilly.

—Hay galletas en el tarro azul de la encimera, y leche en la nevera.

Tras un gesto de asentimiento de Morgan, Tilly bajó las escaleras. Dejando el cojín
en el suelo con cuidado para evitar una lluvia de Dios sabe qué clase de esporas,
Emma se apresuró a dirigirse hacia las grandes ventanas que iban del suelo al techo
a un lado de la biblioteca, mientras Morgan iba por el otro lado. Consiguieron
abrir cinco de las seis ventanas, y sólo la sexta —a la izquierda de la gran
chimenea de piedra— estaba atascada. Mientras entraba el aire salado de la
primavera, disipando el olor a humedad del mohoso sofá, Emma se apoyó en el
alféizar de la ventana que se había abierto en el lado opuesto de la chimenea,
mirando hacia el patio lateral de Cliffside.
Daniel y Lola estaban en el tejado del cenador que había en el jardín lateral y,
desde su posición ventajosa, Emma pudo ver a Lola enseñándole a Daniel cómo alinear
un martillo en la cabeza de un clavo, golpeando ligeramente para fijar la punta
antes de golpear con fuerza para enterrar el clavo en las tejas nuevas que estaban
colocando. Después de un par de demostraciones, Daniel lo intentó y tuvo éxito.
Emma sonrió ante su expresión triunfante y miró por encima del hombro a Morgan, que
retiraba lentamente las sábanas de los demás muebles de la biblioteca.

—¡Danny lo está haciendo muy bien! Me sorprende que lo hayas sacado de casa y lo
hayas traído aquí.

Morgan se rió.

—Sí, bueno, ahora que Lola le ha prometido un plan de pensiones y opciones sobre
acciones, no podrás librarte de él —se acercó para reunirse con Emma en la ventana,
y ambas observaron cómo Daniel y Lola hacían un rápido trabajo con toda una hilera
de tejas nuevas—. Me cae bien. ¿Cuál es su historia?

Emma se encogió de hombros.

—No lo sé. Supuse que la conocías... o, al menos, que habías oído hablar de ella.
Dice que lleva aquí dos años.

—Y su hijo tiene ocho años. Apuesto a que Danny sabe más de él de lo que yo sabría
de Lola. Pero no la he visto en ninguno de los eventos de la escuela o en la
iglesia ni nada. Quiero decir, he visto su camioneta por la ciudad. Es difícil no
verla —Morgan se apartó de la ventana y volvió a destapar los muebles, tensándose
como si fuera a estallar una bomba al sacar otra sábana.

—¡Siempre es así! Esas pestañas pertenecen a la cámara.

Morgan retorció la sábana que acababa de soltar.

—Si dices algo de Los Ángeles, te meteré en esa caja con mis hijos.

Emma se apartó de la ventana para probar la escalera de la biblioteca y, cuando la


encontró robusta, subió unos cuantos peldaños y empezó a bajar libros.

—No lo harías. Cuando me haya ido, Pip te obligará a ocupar este lugar. Y ya ves
cuánto trabajo va a dar —puso unos cuantos libros desintegrados sobre la repisa de
la chimenea, volviendo a colocar dos que aún valía la pena conservar.

Mientras ambas se sumían en un cómodo silencio, trabajando, Emma pensó en Lola:


¿cuál era su historia? Parecía alegre, optimista, divertida y simpática. ¿Por qué
su hermana, implicada en todo, no había conocido nunca a la manitas? Otro misterio
que añadir a las preguntas sobre los padres de Emma. Cliffside parecía más clásico
y gótico que nunca. Emma esperaba que no encontraran a ningún pariente perdido
hacía tiempo en alguna habitación secreta.

Sus pensamientos morbosos se desbarataron cuando, al tirar de un libro de la


estantería, éste emitió un sonido metálico. Se sobresaltó tanto que se apartó de la
estantería y, por pura suerte, recuperó la compostura lo suficiente como para
agarrarse a la escalera antes de caer de espaldas. El libro se le cayó de las
manos, rebotó en el último peldaño de la escalera de la biblioteca y aterrizó sobre
la moqueta desgastada. Al asentarse, se abrió y un brillante y enmarañado montón de
joyas cayó en cascada.

Morgan se había vuelto cuando Emma había empezado a caer, y se encontró con los
ojos de Emma con una mirada de ojos muy abiertos. Sobre la alfombra había collares,
pulseras y lo que parecían varios pares de elaborados pendientes.

—Madre mía —dijo Morgan—. Un tesoro.

Emma se volvió hacia la estantería. El libro que había sacado, el que acababa de
resultar estar hueco y lleno de joyas ocultas, había sido el primero de una serie.
El resto de la serie —La Historia del Mundo Olvidado, volúmenes dos a cuatro—
seguía reposando tranquilamente en la estantería, bajo medio centímetro de polvo.

Emma sacó el libro dos y abrió la tapa. En su interior, también hueco, había
anillos y un cinturón dorado tachonado con lo que parecían esmeraldas. Emma empezó
a sentir calor en las orejas.

—¡Pásalos! Pásalos —dijo Morgan, levantando las manos y agarrándolos. Emma bajó el
segundo volumen y cogió los otros dos.

Los libros tres y cuatro estaban igualmente llenos de golosinas, y Emma se bajó
después de cogerlos, arrodillándose en la alfombra para recoger uno de los collares
caídos.

—¿Qué crees que son? ¿De quién crees que son?

—No lo sé —dijo Morgan, rebuscando entre la pila de anillos del libro dos—.
Deberíamos preguntarle a Pip. Ella lo sabría —levantó un anillo especialmente
adornado y se quedó boquiabierta—. Ems, algunos de estos parecen valiosos. Esta
podría ser la respuesta a tu problema de presupuesto. Averigua cuánto valen estas
preciosidades e invierte ese dinero en muebles nuevos. Ya sabes, que no les crezcan
setas.

Emma había recogido la mayoría de las joyas caídas y las había devuelto al primer
libro, y ahora las apilaba todas juntas, quitándole el libro de las manos a Morgan
para colocarlo en el orden adecuado con el resto.

—No sé. El dinero sería de Pip, no mío. Y de ninguna manera compraría muebles
nuevos. Quizá sólo nuevos para mí. Pero aún viejos. Quiero que Cliffside parezca,
bueno, Cliffside. Un momento en el tiempo, pero no devastado por él.

—Llamémosla —sugirió Morgan—. A todos nos vendría bien almorzar, y creo que nos
conviene un descanso. Dejad las ventanas abiertas y, cuando volvamos, veremos qué
aspecto tienen a la luz de la tarde las muestras de pintura que pintamos en la
pared del fondo. Pip puede venir al pueblo con nosotros y comer. Hay una nueva
tienda de antigüedades justo en la calle de Sunnyside Diner. Podríamos ir a buscar
muebles. Y tal vez el propietario podría saber algo acerca de todas estas joyas.

Emma sintió que se le sonrojaba la cara al mencionar la tienda de antigüedades. Esa


tienda. La que regentaba el apuesto hombre que había sido víctima de su primer
desliz social tras llegar a la ciudad.

—No estoy segura...

—Claro que sí. Han pasado años desde que comiste los tacos Baja en Sunnyside. Vamos
—Morgan la empujó ligeramente con un hombro.

Emma miró la pila de libros huecos. Estaba un poco nerviosa por ir a la ciudad, ya
que había estado evitándola y evitando los recuerdos que pudieran acecharla. Pero
no necesitaba quedarse atrapada en el pasado. De hecho, lo que necesitaba era
resolver un misterio: el misterio de ese tesoro de joyas que les había caído
encima, literalmente. Y si tenía que sonreír y soportarlo delante del tipo al que
había convertido en una cascada de café con leche, bueno, la nueva Emma podía
hacerlo. Ya no se acobardaba ante la confrontación. Y ya no tenía excusa para no ir
a la ciudad, desde que había hecho traer su coche de Los Ángeles a Haven. El
reluciente todoterreno estaba en el camino de grava, esperando a que la llevaran
por las calles del centro de la ciudad. Y en él cabían Morgan y los dos niños.

—Vale, sí —dijo, cogiendo dos de los libros. Morgan hizo lo mismo y Emma se dirigió
hacia la puerta de la biblioteca—. Y yo me pido los tacos Baja y un granizado de
coco y lima. Con batido extra.

—Rebelde —dijo Morgan mientras la seguía a la salida. Luego, al cabo de un rato,


dijo—: Si estas cosas nos hacen ricos, prométeme que me ayudarás a evitar que Tilly
lloriquee para mudarse a Los Ángeles.

La calle principal estaba abarrotada de gente mientras Emma, Morgan, Tilly, Daniel
y Lola caminaban por la acera hacia el Sunnyside Diner. Lola había venido después
de que Daniel la convenciera, y ahora la acribillaba a preguntas sobre su hijo.
Emma se esforzaba por escuchar a Morgan y no perder de vista a Daniel para que no
agobiara demasiado a Lola. El trabajo que había hecho hoy en Cliffside había
persuadido a Emma para contratar a Lola como ayuda extra. No quería que la mujer
saliera corriendo y gritando hacia el bosque por culpa del entusiasmo desbordante
de Danny.

Mientras Morgan señalaba las cosas que habían cambiado en la pequeña hilera de
tiendas del centro, y Emma saludaba a algunos transeúntes que la reconocían y la
llamaban a gritos, Emma escuchó:

—Pero ¿por qué no va al colegio? Quiero decir, ¿a un colegio de verdad? ¿Y eso


significa que no tiene fines de semana libres? ¿Dónde está ahora?

La risa de Lola fue suave, pero Emma miró hacia atrás y vio que el rostro de la
mujer mostraba una expresión peculiar.

—Ahora mismo está con su abuela en Carmel, de visita. Ya sabes, ¿dónde está la
nueva casa de Pip? En la misma ciudad. Y, bueno, cuando nos mudamos aquí, le costó
un poco adaptarse. Así que le encontramos un programa escolar online que sigue. Así
que va al colegio de verdad, pero no como tú. Tiene profesores, compañeros y
clubes. ¿Recuerdas que te dije que construye robots? Lo hacen en la biblioteca
todos los lunes por la noche. Es un club STEM. El mes que viene construirán sus
propios videojuegos. Deberías echarle un vistazo.

—Vale. Eso podría molar —Emma pudo ver la emoción apenas contenida en los ojos de
Daniel—. ¿Cómo se llama tu hijo?

—Se llama Ethan —dijo Lola.

—¿Querría Ethan que fuera?

—Seguro que en cuanto te conozca se alegrará de que hayas venido. Le encantará que
te gusten tanto los videojuegos.

—Genial —La sonrisa de Daniel duró todo el camino hasta el restaurante, y cuando
todos entraron, Emma se rezagó para hablar con Lola. El gran bolso de lona que
llevaba, que contenía todos los libros huecos llenos de joyas, chocó contra su
pierna cuando se detuvo.

—Gracias por tu ayuda hoy —dijo, extendiendo una mano para que Lola se quedara
detrás de la puerta de la cafetería—. Y por entusiasmar a Daniel con el trabajo.
Puede ser difícil para Morgan con cuatro niños, y Danny está en el medio, por lo
que a veces se siente un poco dejado de lado. Creo que hoy le ha encantado pasar
tiempo a solas contigo.

—Lo entiendo. Ojalá Ethan estuviera tan emocionado de salir conmigo. Hijo único.
Padre soltero. Podemos sacarnos de quicio el uno al otro —Lola se echó a reír, lo
cual pareció resultarle fácil, pero hubo un destello de tristeza que conmovió el
corazón de Emma. No quería entrometerse, pero intuyó que tal vez Lola tuviera
alguna decepción amorosa en su pasado, tal vez igual que la que Emma estaba
atravesando ahora.

—Todavía no tengo hijos, pero estoy segura de que en algún momento de mi vida te
pediré consejo. Pareces una madre increíble.

Lola parpadeó.

—Oh. Gracias —Y entonces, la pelirroja se ruborizó ligeramente—. Están siendo muy


amables. Quiero decir, realmente no he hecho amigos desde que nos mudamos aquí. Es
agradable finalmente pasar el rato con gente que no está esperando un presupuesto
para nuevos paneles de yeso.

Emma miró a través de las ventanas delanteras de Sunnyside. Pudo ver que Morgan y
los niños habían encontrado a Pip, y que éste les estaba indicando que acercaran
otra mesa a la suya para que cupiera más gente. Daniel y Tilly se dirigían hacia la
puerta abierta que daba a las salas de juegos adyacentes a la cafetería. Emma
recordaba muchos viernes por la noche, primero cenando en Sunnyside y luego
corriendo como una loca por la puerta que conectaba la cafetería con las salas de
juegos, pues el ruido y las luces eran demasiado tentadores para resistirse.

—Hablando de eso —dijo Emma, volviéndose hacia Lola—, ¿te gustaría unirte a mi
pequeña cuadrilla?

—¿Te refieres a venir a trabajar a Cliffside? Me encantaría —La cara de Lola se


iluminó como un árbol de Navidad.

—Nada importante. Vendrá un contratista a reparar los cimientos y el tejado y a


derribar ese horrible cobertizo de la parte trasera de la propiedad. Pero me
vendría bien ayuda dentro, con la pintura y los rodapiés y —Emma gimió— ¿quizá los
suelos?

—Los suelos serán todo un reto —convino Lola.

—¿Así que estás dentro? —Emma pudo ver a Pip haciéndoles señas para que entraran.

—Cuenta conmigo —dijo Lola, sonriendo alegremente.

Todo estaba encajando. Emma no podía sentirse más animada cuando abrió la puerta de
Sunnyside y ella y Lola se deslizaron dentro. Daniel presentó a Lola a Pip, Pip
inmediatamente preguntó a Lola si podía conducir la furgoneta de helados, y todos
se acomodaron en sus asientos para examinar el menú. Consiguieron pedir todos —con
Emma insistiendo en granizados de lima y coco para toda la mesa— y poner a Pip al
día de todo el trabajo que se había hecho en Cliffside antes de que saliera el tema
de las joyas.

—Bueno, veámoslo —dijo Pip, apartando los vasos de agua y los cubiertos a su
alrededor para hacer un espacio amplio y despejado en la mesa.

Emma le entregó el primer libro y todos los comensales parecieron contener la


respiración. Pip rebuscó entre los collares, colocó los pares de pendientes y
finalmente cogió una de las pulseras de plata más gruesas del lote.
—Nada de esto me resulta familiar —admitió tras un rato de estudio—. Sinceramente,
no tengo ni idea de a quién perteneció. Mi madre nunca llevaba joyas, y no sé si
alguna vez vi a mi abuela llevar algo más que su alianza y un juego de perlas que
le regaló mi abuelo. Sin embargo, esto parece incluso más antiguo que esas
generaciones.

Morgan levantó su vaso de granizado y sorbió con la pajita, clavando los ojos en
Emma.

—Le dije que las llevara todas a Timeless Treasures. Que le preguntara al nuevo
cuánto valían.

A Pip se le iluminaron los ojos, más que a Lola, si cabe.

No lo digas, Pip, pensó Emma. No lo digas.

—¡Emma! Deberías hacerlo. Podrías compensarle por casi ahogar en café a la pobre y
atractiva querida. Llévale la joya, a ver qué dice, e invítale a salir.

—Qué asco —dijo Tilly, arrugando la nariz. Otra frase para el bingo de Tilly. Al
parecer, el moho y los chicos eran asquerosos. Emma tomó nota mentalmente para
hacerle saber que Los Ángeles estaba lleno de ambas cosas, un hecho que estaba
segura de que Morgan le estaría agradecida por haberle comunicado. Un punto para la
tía Emma.

Morgan rebuscó en su bolso y sacó algo de dinero, que entregó a Tilly y Daniel.

—¿Por qué no vais a jugar a los recreativos?

Los hermanos no se lo pensaron dos veces.

Cuando los chicos estuvieron fuera del alcance de sus oídos, Emma se inclinó sobre
su granizado y dijo:

—Pip, no estoy en el mercado.

—¿Quieres decir legalmente? Bueno, a rey muerto, rey puesto, digo yo. Eres joven,
guapa, y él no fue al instituto contigo. Quiero decir, las opciones para hombres
elegibles y de buen ver son bastante escasas en Haven.

—Amén, hermana —dijo Lola, acercándose a la mesa para chocar los cinco con Pip.

—Genial, ahora estáis confabuladas —gruñó Emma—. Simplemente no estoy interesada en


salir. Soy... emocionalmente frágil.

—Pffft —se unió Morgan—. Miedo, querrás decir. ¿Quieren postre?

Emma empezó a protestar por las palabras de Morgan —pero no por el postre, ya que
Sunnyside tenía el mejor helado frito del mundo—, pero Lola intervino.

—¿Y qué si Emma está asustada? Quiero decir, no sé nada de tu vida amorosa —Lola
removió su propio granizado, mirando el vaso—, pero sé lo que es estar nerviosa por
volver a salir. Tuve algunas citas cuando llegamos, pero ya no es lo mismo que
cuando tenía citas a los veinte años. Antes lo único que quería era una cara
bonita, pasar un buen rato y no tener que pagarme la cena. Ahora, tengo tantos
malditos requisitos, que me sorprendería si algún tipo dentro o fuera de Haven
pudiera cumplirlos todos.
Pip asintió sabiamente.

—Vives, amas y te formas una larga lista de preferencias.

Apareció el camarero, y Pip pidió cuatro tazones de helado frito para la mesa,
pidiendo otros dos con cucuruchos envasados para llevar para Tilly y Daniel. Anotó
el pedido y desapareció en la cocina trasera.

—¿Ese es el problema? —Morgan soltó una risita mientras miraba directamente a Emma
—. ¿Tienes demasiados estándares?

—No —dijo Emma con vehemencia. Luego, tras una pausa para pensar, añadió—: Bueno,
hay algunas cosas que cambiaría si tuviera que elegir a alguien nuevo. Diferente de
Troy.

—Su ex —le susurró Morgan a Lola, que asintió.

—No un tramposo —ofreció Pip.

—Definitivamente no —Emma estuvo de acuerdo—. Y el nuevo masticaría con la boca


cerrada. Y no usaría ninguna jerga de internet en una conversación normal.

—LOL —dijo Morgan, y Emma le lanzó una servilleta arrugada, que ella esquivó.

—Y tener realmente un trabajo, es decir, algo en lo que necesite una habilidad que
implique pensar, no sólo un puesto de pega en un lujoso "compendio de bienestar".

—Era un gimnasio con un bar de zumos —resopló Morgan—. Y su papá le consiguió una
franquicia del mismo.

—Y el nuevo nunca se sentiría amenazado por mi empuje o inteligencia. Y me abría


las puertas. Incluso esperaba a que me bajara de un taxi para abrirme la puerta.
Una vez, llovía a cántaros cuando íbamos a uno de los eventos de trabajo de mi
cliente en Los Ángeles, y Troy... —Algo se atascó en la garganta de Emma antes de
que pudiera contar el resto de la historia, y de repente se encontró ahogando un
sollozo.

El sollozo se convirtió en dos, y luego las lágrimas se derramaron sobre sus


pestañas.

—Oh, cariño —dijo Pip, y Morgan y Lola hicieron ruidos de preocupación mientras las
tres mujeres se apiñaban en torno a Emma. Pip le cogió una mano, Lola otra, y
Morgan, que estaba sentada a su lado, abrazó a Emma.

—Lo siento —dijo, avergonzada—. No sé por qué...

—Sí, lo sabes —dijo Morgan suavemente—. Por la misma razón que sabes por qué estás
aquí, en casa. Necesitas estar y mantenerte lo más lejos posible de Troy. Ese
hombre era y es absolutamente horrible. Te trató como basura. Y ni siquiera tierra
de jardinería orgánica y cara. Como tierra de zapatos. La suciedad que se te mete
en el zapato por accidente, y tienes que parar y sacarla porque es muy molesta
cuando se te mete entre el calcetín y la plantilla.

Emma asintió, riendo entre lágrimas, con el pecho ardiendo por el dolor de las
emociones que estaba conteniendo.

—Lo sé. Lo sé.

Fue entonces cuando levantaron la vista y vieron al camarero de pie, cerca de


ellos, con una bandeja cargada con sus tarrinas de helado. Los miraba fijamente,
evidentemente incómodo.

—Eh, ¿todo bien? —preguntó, arrastrando los pies un paso hacia adelante.

—Sí, excelente —respondió Pip, sin perder un segundo—. Pero, ¿podemos pedir la
cuenta ya? Mi sobrina tiene que ir a ligar con el dueño de Timeless Treasures.

CAPÍTULO ONCE

Emma ensayó unas cuantas frases coquetas en su cabeza mientras se dirigía a paso
ligero por Main Street hacia el banco, en la misma dirección donde se encontraba
Timeless Treasures. Cuando todo lo que se le ocurría sonaba cursi y exagerado,
decidió que se limitaría a disculparse y pedir consejo. Detrás de ella, como en una
especie de desfile pueblerino, iban su hermana, Tilly y Daniel, Pip y Lola, todos
tan llamativos como si fuera el 4 de julio y llevaran bengalas encendidas.

Al acercarse al toldo rojo brillante con el letrero de Timeless Treasures


balanceándose bajo él, Emma se detuvo y se volvió hacia la comitiva que la seguía.

–Creo que deberíais iros todos. No me sigáis.

–¿Por qué? –preguntó Morgan, cruzando los brazos sobre el pecho–. Pensé que íbamos
a mirar muebles juntos.

–Voy a entrar a preguntarle por las joyas...

–Y a echar los tejos un poco –le recordó Pip.

–No. Déjalo ya –Emma sacudió la bolsa de lona que contenía los libros ahuecados–.
Sólo las joyas. Y si veo algo bueno ahí dentro, Morgan, te enviaré un mensaje. Pero
deberíais dispersaros. Largaos.

Hubo un puñado de protestas, pero Lola se puso los dedos entre los labios y silbó
penetrantemente, acallando al grupo.

–¡Eh! ¿Por qué no vamos todos a la ferretería a por lo que necesitamos para
arreglar esa ventana atascada de la biblioteca? A Daniel y a mí nos vendría bien
otra caja de clavos para el tejado del cenador.

A regañadientes, el grupo accedió, y Lola giró sobre sus talones y se adelantó,


guiando al grupo en dirección contraria por la acera.

A Emma le gustaba cada vez más.

Tras esperar unos cinco minutos a que la alegre pandilla desapareciera al doblar
una esquina camino de la Ferretería Atkin, Emma se armó de valor, se acercó a la
pesada puerta de cristal de Timeless Treasures y la abrió de un tirón antes de que
pudiera cambiar de opinión. Un timbre montado sobre la puerta emitió un suave
tintineo de varias notas, pero no había nadie a la vista cuando entró en la tienda.

Emma aprovechó para curiosear por su cuenta, asombrándose de la cantidad de objetos


que se amontonaban en lo que ella había creído que era un espacio reducido. Pero la
sala principal se abría a dos salas laterales, y no había un centímetro cuadrado
del lugar que estuviera desaprovechado. Los sofás, las sillas y los comedores
estaban colocados en distintos lugares, y otras piezas estaban dispuestas a su
alrededor como si uno hubiera entrado en la habitación de una casa. Sobre pesadas
mesas de madera, delicados juegos de vajilla de época estaban listos para una cena,
y los respaldos y divanes curvados se agrupaban alrededor de mesas de centro y
auxiliares de mármol con patas ornamentalmente talladas. Carteles publicitarios
retro colgaban sobre estanterías forradas con volúmenes de cuero y objetos
efímeros. Todo el lugar olía como la biblioteca y el desván secreto de un cuento de
hadas: polvo, cuero e historias perdidas mezclados con el aroma ozónico de una
ligera humedad y cera caliente. Emma rodeó una de las salas laterales y regresó a
la parte delantera, aún vacía, donde ardía una vela de vainilla sobre la caja.

Tiene que haber alguien aquí. Seguramente, el dueño no habría dejado desatendida
una vela encendida en una tienda llena de papel viejo y madera.

–¿Hola? –Odiaba lo insegura que sonaba. De ninguna manera sonaba así cuando se
presentaba a un cliente, definía las funciones de su personal en una nueva campaña
o elaboraba un presupuesto publicitario multimillonario para una empresa. ¿Por qué
sonaba así ahora?

Emma se irguió, se dirigió al mostrador y golpeó varias veces el pequeño timbre de


servicio que había allí.

–¡Hola! –llamó con más seguridad.

Había una pesada cortina de terciopelo rojo sobre una puerta detrás del mostrador,
que se movió y luego se apartó cuando el señor Azotado por el Viento y Ardiente
salió de lo que fuera que hubiera allí detrás.

–¡Oh, hola! –dijo, pareciendo reconocerla al instante. Emma se encogió por dentro,
pero consiguió mantener su postura segura mientras él rodeaba el mostrador y
caminaba a su lado–. Tú eres la nueva propietaria de Cliffside. ¿Es... Emma,
verdad?

No había dicho Aquella chica que me roció con café caliente, así que tal vez eso no
le había causado tanta impresión como Emma había pensado. Sus nervios disminuyeron
un poco.

–Esa soy yo –dijo ella, cogiendo la mano que él le ofrecía y estrechándola–. Emma
Sullivan. Sí, de Cliffside. –¿De Cliffside? ¿Qué es esto, una novela de la
Regencia? Siguió sonriendo–. Encantada de conocerte, era Hudson, ¿verdad?

Su mano era ancha y cálida, y tenía una ligera aspereza en la palma que indicaba
que no era un simple tendero. Trabajaba con las manos, de alguna manera. Emma trató
de no desmayarse al notar las líneas de expresión que se dibujaban en las comisuras
de sus ojos cuando él le sonreía.

–Hudson Ford, de los Endless Harbor Fords, que no significa nada para ti porque
esto es California y no la Costa Este. Pero créeme, somos de clase media muy alta.
Nos conocerías si estuvieras en una zona concreta de Maine que abarca unas decenas
de kilómetros.

–Encantada, seguro –respondió ella. Él seguía cogiéndole la mano, aunque ya habían


terminado de estrechársela. Imaginó que tenía unos brazos muy bonitos, a juzgar por
su agradable forma bajo las mangas de su camiseta gris de manga larga.

Hudson entrecerró los ojos, respiró hondo y le soltó la mano con suavidad.
–¿Puedo ayudarte a encontrar algo?

Recordando por qué estaba allí –que definitivamente no era para imaginarse a Hudson
Ford trabajando la madera con una camisa de franela entallada con las mangas
remangadas–, Emma alzó la bolsa de lona a la vista.

–En realidad, no. Ya encontré... encontré algo en la casa sobre lo que quería tu
opinión profesional.

Un destello de interés brilló en sus ojos.

–Intrigante. Veamos qué tienes –En lugar de moverse hacia el mostrador cuando él se
lo indicó, Emma se quedó allí, mirando fijamente sus patas de gallo.

Maldición. Metedura de pata.

Hudson dio un ligero golpecito en el mostrador, y ella consiguió mostrarse casi


completamente serena mientras se dirigía al lugar vacío junto a la caja
registradora de antigüedades y empezaba a descargar los libros ahuecados. Los
colocó uno al lado del otro y los abrió para mostrar su contenido.

–Encontramos esto en la biblioteca de Cliffside. Nadie sabe nada de ellos. ¿Te


importaría echarles un vistazo? Puedo pagarte si puedes tasarlos...

Hudson negó con la cabeza, moviéndose a su alrededor hacia el lado opuesto del
mostrador.

–No hace falta que me pagues. Estoy encantado de echar un vistazo. Son interesantes
–Sacó una lupa de joyero, la puso sobre el mostrador y empezó a examinar el libro
que contenía los anillos.

Emma tuvo que apartar la mirada. En lugar de fijarse en el contenido de las


vitrinas que formaban el mostrador, se agachó para examinar el contenido de los
tres expositores.

El expositor del extremo izquierdo contenía cromos de colección —béisbol, fútbol


americano, sobre todo— y algunos recuerdos de películas. La vitrina central estaba
llena de máquinas de escribir antiguas de todas las formas y tamaños. Y la tercera
vitrina, en el extremo derecho, contenía algo inesperado. Objetos de vidrio soplado
poblaban la última vitrina: jarrones y vasos altos de un arco iris de colores junto
a esculturas de animales y cuencos ornamentados. En el estante más bajo había
pequeñas obras de arte cuadradas hechas de vidrieras.

Emma jadeó.

—¿Quién hizo esto?

Hudson levantó la vista de la joya y se quitó la lupa del ojo.

—¿Te gustan?

—Son preciosos. ¿Alguien local?

Él sonrió, lo que no ayudó en nada a su resolución de permanecer imperturbable.

—Muy local. Yo los hice todos. Tengo un estudio en mi casa.

—No me lo puedo creer.


—Pues sí —respondió con facilidad, volviendo a colocar la lupa y recogiendo el
cinturón dorado—. Puedes venir a echar un vistazo cuando quieras.

Emma dejó que la invitación rebotara en ella, sin reconocerla. Se alejó del
mostrador, pasando los dedos con cuidado por la superficie de las viejas figuritas
y las cajas de terciopelo de los cubiertos auténticos, observando el rompecabezas
ligeramente caótico pero fascinante que Hudson había creado en su tienda. Todavía
estaba al alcance de su oído cuando le oyó suspirar de nuevo. Con fuerza.

—Bueno —dijo—. Tengo malas noticias. Aunque todo esto parece datar de los años
veinte, me temo que es bisutería, y nada de esto es especialmente codiciado.
Podrías sacar cerca de mil por todo el lote si encuentras la subasta y el comprador
adecuados, pero para cuando pagues las tasas y quizá los gastos de envío, con
suerte sacarás dos tercios de esa cantidad. A menos que tengas alguna procedencia
especial que haga que uno de estos artículos sea único —por ejemplo, una foto de un
personaje importante llevando uno de estos artículos—, son bonitos, pero no un
chollo.

Emma se acercó de nuevo al mostrador, mirando por encima de los libros abiertos.

—Es una lástima. Esperaba que algo de aquí fuera mi salvación para financiar
algunas de las reparaciones en Cliffside.

—Me temo que no es tu semana para la lotería —dijo Hudson, con una expresión de
simpatía recorriendo sus facciones.

—Gracias por echarles un vistazo. —Emma cerró cada libro y los guardó con cuidado
en su bolso, pensando ahora en cómo tendría que decirles a Pip y a los demás que no
sólo no había ligado con el guapo dueño de la tienda de antigüedades, sino que su
tesoro escondido era un fiasco.

Parecía dudar, como si quisiera decir algo pero se lo hubiera pensado mejor. La
observó atentamente mientras guardaba el último libro en el bolso, y volvió a abrir
la boca para luego cerrarla.

Emma le sonrió, curiosa.

—¿Querías quedártelos?

—No, no —dijo levantando una mano—. Quiero decir que si quieres dejarlos en
consignación, los pondré a la venta. Y no te cobraré ninguna comisión. Pero eso no
era lo que iba a decir.

Emma esperó, expectante.

—Ya que mi indirecta de invitación al estudio no cuajó, me preguntaba si te


apetecería ir a cenar conmigo. Hay un par de sitios nuevos aquí en la ciudad que
probablemente no hayas probado si acabas de volver. —Una vez pronunciadas las
palabras, se subió las mangas de la camisa en lo que Emma sólo pudo adivinar que
era un gesto nervioso, apoyó ambas manos en la encimera que tenía delante y se
apoyó en los talones de las manos.

Esta vez, Emma tuvo los antebrazos para evitar quedarse embobada. Lo consideró una
mejora personal en la alarmantemente repentina torpeza social que había
desarrollado desde que regresó a Haven. Sin embargo, su respuesta se precipitó y
tropezó con las palabras. Hudson también intervino con una respuesta torpe que hizo
que se enredaran hablando el uno sobre el otro, cada uno tratando de aplacar al
otro.
—Te agradezco la oferta, pero...

Hudson levantó una mano.

—Oh, sí. Sí, claro. Estás ocupada con la casa, y...

—...No es buen momento, pero tal vez en algún momento después de que termine la
obra principal... —Emma tenía el corazón en la garganta.

—...Si alguna vez quisieras, podrías pasarte por aquí. No me invitaría a mí mismo a
Cliffside, de todos modos, eso sería... raro...

Hizo una pausa cuando sus palabras se interrumpieron.

—En realidad, lo de la consignación no es mala idea. —Dejó la bolsa sobre el


mostrador y la acercó a él—. Y eres más que bienvenido a venir a Cliffside.

Hudson se levantó, empujando el mostrador.

—¿En serio?

—Sí. De hecho, podría aprovechar tus habilidades con el vidrio. ¿Crees que podrías
recrear un solo panel de vidriera para reemplazar uno que está roto en una ventana
existente?

Él asintió, con los ojos tan fijos en ella que desvió la mirada. ¿Soñador y atento?
Demasiado bueno para ser verdad.

—Por supuesto. En Maine restauré una iglesia dañada por una tormenta. El granizo
había destrozado varios cristales. Dejamos todas las ventanas como nuevas... bueno,
como viejas.

Emma jugueteaba con las correas sueltas de la bolsa, la emoción iba en aumento.

—¡Es fantástico! Tengo una que necesita reparación. Déjame... mi contratista va a


arrancar algunas de las escaleras que están justo debajo de la ventana durante la
próxima semana, así que tan pronto como el polvo se asiente, puedo llamarte...

Hudson se inclinó para sacar una tarjeta de visita de un tarjetero colocado sobre
el mostrador.

—Toma. Número de la tienda —señaló el número de teléfono impreso en la tarjeta, y


luego cogió un bolígrafo del otro lado de la caja registradora y le dio la vuelta a
la tarjeta, escribiendo otro número con un garabato amplio y masculino— y este es
mi número de móvil.

—Oh. —La cara de Emma se sonrojó.

—No siempre estoy en el trabajo, Emma. —Se inclinó hasta su altura, apoyando ahora
los codos en la encimera. Aunque el mostrador los separaba, algo en la forma en que
se puso a la altura de sus ojos hizo que pareciera un gesto mucho más íntimo.

—Bueno, gracias de nuevo —chilló—. Ya me voy. Gracias otra vez.

«Acabas de decirlo, tonta».

Salió de detrás del mostrador y la acompañó hasta la puerta, abriéndola para que
viera la acera soleada y luminosa. Entrecerró los ojos y sonrió.
—Saluda a tu tía de mi parte.

Confundida, nerviosa y sintiéndose un poco culpable por haber rechazado su


invitación a cenar, Emma se limitó a reír ligeramente.

—¡Lo haré!

Luego salió por la puerta y se dirigió a la acera. Giró bruscamente a la derecha


para dirigirse a la ferretería de Atkin y chocó de frente con Pip, que estaba
agachado frente al escaparate de Timeless Treasures, con las manos pegadas al
cristal, mirando hacia dentro.

—¡Pip! —gritó Emma una vez que logró enderezarse—. ¿Qué te dije de venir conmigo?

–No eres la dueña de la acera, querida, y además –sostuvo el móvil, que tenía
abierto un hilo de mensajes de texto– Louise me acaba de decir que ha vuelto a casa
para tomar medidas para las cortinas del salón y que hay agua a raudales en uno de
los baños del segundo piso. Ha cortado la llave de paso principal, pero se está
filtrando por las baldosas viejas y gotea del techo de uno de los dormitorios de
abajo. Pensé que deberías saberlo.

Emma se pasó una mano por el pelo, conteniendo las ganas de llorar. Después de un
momento para serenarse, señaló hacia la calle.

–¿Están todos en Atkin's?

–No. Lola se fue en el Lashmobile hacia la casa para intentar evaluar los daños.
Eric pasó por Atkin's y se llevó a Morgan y a los niños a casa. Tienen que preparar
a Tilly para la clase de baile.

–Vale –dijo Emma. Luego, sintiendo que la ansiedad subía por su pecho y borraba
cualquier sentimiento cálido y difuso que tuviera después de su interacción con
Hudson Ford, volvió a decir–: De acuerdo. –Era casi como si tratara de convencerse
a sí misma–. El contratista dijo que podría empezar el lunes, así que si podemos
asegurarnos de que el agua se detiene y se limpia el exceso, podremos hacer que
arregle las cosas entonces.

–¿Estás segura? ¿No quieres llamar a nadie más?

–Estoy segura –dijo Emma, y empezó a bajar por la acera hacia donde había aparcado
junto al juzgado. Y de nuevo soltó un sentimiento del que no estaba en absoluto
segura–. Todo va a salir bien.

***

Para cuando Lola, Pip y Emma se aseguraron de que la vieja válvula de cierre estaba
bien cerrada en el cuarto de baño del piso de arriba, tardaron otras dos horas en
absorber el agua que había goteado del retrete agrietado, se había extendido por
todo el suelo del cuarto de baño y había goteado a través de la lechada desmoronada
y el antiguo entarimado hasta formar un charco bastante grande en el suelo del
dormitorio situado justo debajo.

Emma estaba agotada cuando Lola se dio por vencida y se subió al Lashmobile,
rechazando la oferta de dinero de Emma por su día de trabajo y ofreciéndole un
abrazo en su lugar.

Cuando por fin Pip y ella se quedaron a solas, Emma se dejó caer en el sofá aún
desnudo de la sala de estar de la planta baja, encorvándose desgarbadamente, lo que
le valió una mirada de desaprobación por parte de su tía.

–Oh, querida, se te va a quedar la espalda torcida tan fácilmente como el pelo


rizado –se preocupó Pip.

–Tonterías –replicó Emma–. Esto no hará lo que años en una silla de oficina
deberían haber logrado. Tengo la espalda recta como una vela. –Pero se sentó
obedientemente, observando cómo Pip recogía chucherías del salón en una caja de
cartón.

Emma la vio coger un ángel de cerámica que recordaba que su propia madre le había
regalado a Pip una Navidad, antes de que Emma y Morgan empezaran a pasar los
veranos en Cliffside.

–Oye –dijo tentativamente–. Mamá te dio eso, ¿no?

Pip examinó la figurita, ajustándose las gafas, que hoy eran de color verde
brillante y estaban adornadas en las patillas con pequeñas piñas estampadas.

–Sí. Eras tan pequeña cuando pasó. Me sorprende que lo recuerdes.

–Recuerdo algo –respondió Emma–. Pero no todo. Recuerdo lo mucho que me gustaba
estar aquí, y en parte por eso acepté hacerme cargo del lugar. ¿Pero sabes lo que
no recuerdo?

Pip canturreó, animando a Emma a explicarse.

–No recuerdo por qué nos quedamos tanto tiempo. No recuerdo a dónde fueron mis
padres mientras Morgan y yo nos quedamos aquí en Cliffside.

Pip se puso rígida, y Emma esperó una explicación que nunca llegó. En cambio, Pip
se aclaró la garganta y dijo:

–Sí, bueno, algunos recuerdos es mejor dejarlos en el pasado.

–Hay muchas cosas que estoy intentando olvidar ahora mismo, Pip. Supongo que busco
buenos recuerdos. Me pregunto si se iban de vacaciones a lugares emocionantes. A lo
mejor eran espías –bromeó Emma mientras examinaba la fina tela que cubría la base
del sofá en el que estaba sentada y la hurgaba con desgana.

–¿Espías? ¡Ja! No. No sé adónde fueron. Ha pasado tanto tiempo que no vale la pena
darle más vueltas. Podrías preguntarle a tu madre si realmente quieres saber.

Algo en la forma en que lo dijo hizo que la curiosidad de Emma se despertara aún
más. Su madre nunca había mencionado los veranos en Cliffside y, de hecho, evitaba
hablar de su traslado de Haven a Los Ángeles en la medida de lo posible.

–Mamá dice lo mismo. Que no merece la pena –dijo Emma.

Pip colocó suavemente el ángel de cerámica en la caja con el resto de las baratijas
que había seleccionado por toda la casa.

–Hablando de cosas que valen la pena, nos enfrascamos tanto en la fuga que no
pregunté. ¿Cuánto valían todas las joyas? ¿Somos ricos?

Emma negó con la cabeza.

–Sólo en personalidad. Todo era bisutería. Muy antigua, pero no va a financiar


ninguna moldura de techo nueva.
Pip chasqueó la lengua.

–Qué lástima. ¿Qué harás con ella?

–La dejé con Hudson. La dejé en Timeless Treasures.

La mirada de Pip se deslizó de reojo hacia Emma.

–¿Y cómo fue eso? ¿Te perdonó por derramarle la bebida encima?

–Yo no se la derramé; fue un accidente. Y ni siquiera lo mencionó.

–Ohhhhh. ¿De qué hablasteis todo ese tiempo?

La caja estaba ahora llena y descansaba sobre la mesa de centro, y Pip se estaba
calzando sus botas de motorista hasta la pantorrilla.

Emma murmuró una respuesta evasiva, con el corazón agitándose al recordar la


encantadora media sonrisa de Hudson cuando había entrado por primera vez en su
tienda, lo cálida y fuerte que había sido su mano, cómo la había mirado tan
directamente mientras hablaba que se había sentido realmente vista por primera vez
en mucho tiempo. Fue emocionante y desconcertante al mismo tiempo.

Después de acompañar a Pip hasta su camioneta y despedirla con un abrazo y un gesto


de la mano, Emma se quedó en el jardín unos minutos más, observando cómo el sol se
ocultaba hasta convertirse en una fuente de luz difusa entre las ramas de los
frondosos árboles que rodeaban la casa.

En el crepúsculo, Emma respiró hondo. Había sido un día lleno de altibajos,


obstáculos y buenas sorpresas. Por supuesto, las joyas no habían resultado ser la
solución a sus problemas económicos, pero había pasado tiempo con su familia, con
sus nuevos amigos y había despertado el interés por ella de un chico nuevo y guapo.

Por supuesto, ella no estaba lista para nada nuevo en ese departamento. Pasaría
mucho tiempo antes de que se aventurara en algún lío romántico, gracias a Troy y
sus meteduras de pata.

Pero mientras volvía al porche y se sentaba en los escalones para contemplar el


patio cada vez más oscuro y escuchar la música de los grillos, se encontró
sonriendo ante la posibilidad de cenar con el atractivo Hudson Ford.

Y tal vez, sólo tal vez, al igual que el potencial que vio en Cliffside, la
posibilidad era todo lo que necesitaba por el momento.

CAPÍTULO DOCE

El día siguiente pasó como un torbellino. Emma, que se había quedado sola en
Cliffside en un día excepcional, abrió todas las ventanas de la casa —las que
cooperaron—, descorrió todas las cortinas de todas las habitaciones que no se
utilizaban, arriba y abajo, y luego empezó a quitar trastos y muebles del ala donde
estaba su propia habitación. Cuando terminó de sacar al salón todo lo que sabía que
tenía que salir, estaba sudando y, aunque llevaba el pelo recogido en una coleta
alta para mantenerse fresca, los mechones que se le habían escapado se le pegaban
húmedos a la nuca.

Sentada sobre una pila de cajas en el salón, mientras se tomaba un gran vaso de
limonada en su primer descanso del día, revisaba sus mensajes de texto. Era un
hábito que había abandonado desde que empezó a desengancharse del teléfono y,
además de comprobar sus mensajes sólo dos veces al día, había dejado por completo
de consultar las redes sociales desde que dejó VogueThink. Ya no temía los mensajes
de Troy —aunque en las últimas semanas había guardado un llamativo silencio— y
pasaba las tardes mirando patrones de papel pintado y leyendo libros de bricolaje.
El equilibrio volvía a su vida, una sensación que ni siquiera se había dado cuenta
de que echaba de menos.

Su única bandeja de entrada de correo electrónico estaba repleta de boletines de


blogs de restauración y presupuestos de reparadores, y no de plazos que inducen a
la presión y quejas de clientes exigentes. Era lo primero lo que estaba revisando
ahora, reflexionando sobre dos presupuestos de fontanería. Eso tenía prioridad, ya
que el inodoro del piso de arriba tenía que arreglarse de una vez por todas.
Incluso antes de que empezara a gotear, un agua misteriosamente turbia caía en la
bañera con patas de garra de la misma habitación cuando tiraba de la cadena.

Emma se estremeció.

De repente, oyó que la pesada aldaba de la puerta principal golpeaba con fuerza
contra la puerta. Pasó el dedo para comprobar las llamadas perdidas, pero no vio
que hubiera perdido a nadie. No esperaba a nadie. Cuando se asomó por la mirilla,
el mismo nerviosismo que la había invadido ayer volvió a bajar por su estómago.
Abrió la puerta y vio que Hudson Ford estaba aún más guapo bajo el sol primaveral
del porche que en el oscuro interior de Timeless Treasures.

Llevaba botas negras, vaqueros oscuros y una camiseta verde que hacía que sus ojos
brillaran aún más que antes. Llevaba el pelo demasiado largo peinado hacia atrás,
lo que no hacía sino resaltar el atractivo anguloso de su rostro. Tenía un sobre de
papel manila en la mano.

—Hola —dijo él, y Emma tuvo un momento en el que imaginó una campaña publicitaria
de enfoque suave y ligeramente objetivadora con Hudson Ford vendiendo sobres de
papel manila, y estaba segura de que todas las mujeres que la vieran se sentirían
tan desvanecidas como ella en ese momento.

¿Qué demonios le había pasado? Había estado rodeada de hombres atractivos en Los
Ángeles, pero Emma nunca se había sentido tan afectada como desde que derramó su
taza de café matutina sobre Hudson. Podía atribuirlo a que se había librado de
Troy, pero no tenía ganas de registrarse de repente en una aplicación de citas ni
de ir a un bar de solteros. No, había algo indefinidamente hipnotizador en Hudson
Ford, de los Ford del Endless Harbor.

—Hola —respondió ella, tragando saliva y aclarándose la garganta—. Uh, ¿qué pasa?

Levantó el sobre de papel manila y lo agitó.

—Tengo buenas y malas noticias —dijo—. ¿Cuál quieres primero?

Emma se echó hacia atrás los finos cabellos que se le habían escapado de la coleta
y exhaló un suspiro.

—Ya tengo la cabeza hecha un lío, así que supongo que me vendría bien una buena
noticia. ¿Quieres entrar?
—¿Para el café? —dijo sonriendo.

—Podrías irte —contestó ella. Entonces se le escapó una carcajada. Volvió al


vestíbulo y le abrió la puerta. Una vez dentro, fue como si hubiera dejado entrar a
un niño en una tienda de caramelos. Le entregó el sobre de papel manila sin dar
explicaciones y alargó la mano para pasarla por encima de la barandilla que
recorría el pasillo del vestíbulo—. Esta caoba —dijo, con asombro en la voz—. No le
vendría mal una buena capa de pintura, pero es preciosa.

Emma miró hacia arriba, señalando por encima de ellos.

—Todas las molduras de la cornisa son originales también. Lamentablemente, algunas


de las rosetas del techo están agrietadas y hay que cambiarlas, pero muchas de las
molduras originales siguen en buen estado. ¿Además de vidrio soplado y antigüedades
te dedicas a la carpintería? Parece que necesitas tu propia serie de televisión
británica. Resuelve algunos asesinatos en un pueblo costero adormecido.

Hudson soltó una carcajada.

—No. No trabajo la madera. Sólo sé mucho de estas casas de época por todas las
cosas que salen de ellas. Hay mucha historia en estas viejas casas. —Palmeó la
barandilla de la escalera.

Emma le hizo un gesto para que la siguiera a la cocina y, una vez sentado —y
habiendo rechazado el café con una sonrisa entre molesta y magnética—, empezó a
abrir el sobre. Dentro había un cheque de dos mil dólares.

Jadeó.

—¿Qué es esto?

—Resulta que uno de esos anillos valía algo. Ayer ordené todo lo que me dejaste y
empecé a investigar las piezas individuales. Había allí un anillo de Elli Winslow
de 1918, y aunque las joyas eran de cristal tallado, los anillos son lo bastante
raros como para tener demanda entre los coleccionistas.

Emma se quedó mirando el cheque y luego a Hudson.

—Vaya. Muchas gracias. Esto realmente ayudará.

—Me lo imaginaba. Además, quería echar un vistazo dentro de este lugar. Es el sueño
de cualquier anticuario. —Se encogió de hombros—. Y me alegro de verte.

Las mariposas que parecían acompañar a Hudson Ford a todas partes bailaban felices
en el estómago de Emma. Emma sintió que se le calentaban las mejillas.

—Puse un montón de cosas en la sala de estar delantera por la que pasamos. Puedes
echar un vistazo si quieres. Pero dijiste que tenías buenas y malas noticias, ¿no?
¿Cuáles eran las malas?

—Ah, sí —dijo Hudson, haciendo una leve mueca de dolor—. Eres nueva en la ciudad...
o has vuelto a la ciudad, ¿verdad?

Ella asintió.

—¿Cuánto tiempo llevas fuera?

Estaba inquieto, sus dedos tamborileaban contra la encimera de la isla.


—Desde que me gradué en el instituto.

Se levantó, parecía tenso.

—El tiempo suficiente como para no conocer al tipo que aparcó al final de tu
entrada, entonces.

Emma enarcó las cejas y dejó el sobre con el cheque sobre la isla.

—¿Quién está al final de mi entrada?

Hudson se movió en su asiento.

–Ese tipo se llama Ed Garfield. Es un promotor inmobiliario, y espero que no te


moleste que suene demasiado crítico, pero es un auténtico gilipollas. Un imbécil de
primera categoría. Ahora, acabas de conocerme, así que no tienes forma de saber si
es un verdadero imbécil, o si sólo te lo digo porque una vez salí con su hermana o
algo así...

–¿Lo hiciste?

–¿Hmmm? –Hudson fruncía el ceño y había empezado a pasearse por la cocina.

–Nunca sé si hablas en serio. ¿Saliste con su hermana? ¿Una mala ruptura? –Emma
miró hacia la puerta, preguntándose si Hudson el Cachas había arrastrado algún tipo
de drama familiar hasta su puerta.

Hudson dejó de caminar y sonrió.

–No. No salí con su hermana, si es que tiene una, y casi siempre estoy bromeando.
Pero, esta vez, la parte seria enterrada en toda la broma es que Ed realmente es un
acosador de idiotas.

Emma se subió a la encimera de la cocina, cansada por el esfuerzo matutino.

–¿Qué pasa con Ed? ¿Se dedica a desarrollar urbanizaciones?

–Qué va. Está aparcado al final de tu entrada esperando para echarse encima de
Cliffside, sospecho. Ha recorrido todos los sitios de la ciudad en el último año,
tratando de comprar tierras. Al principio, iba detrás de algunas de las granjas de
por aquí, intentando persuadir a los agricultores para que vendieran y así poder
desarrollar una comunidad cerrada de lujo. Consiguió una parcela en el lado este, y
al parecer está en obras. Luego pasó a las tiendas del centro, porque quiere traer
más tiendas "de lujo" para cuando los habitantes de la urbanización salgan a hacer
sus compras.

–Qué asco –dijo Emma–. Suena horrible.

–Y es insistente. Me vio entrar en tu casa, y creo que está esperando a que me vaya
para venir e intentar convencerte de que vendas.

–¿Qué quiere hacer con este sitio?

Hudson se encogió de hombros.

–Me dijo que pondría un Starbucks donde está mi tienda, y le contesté que podía
largarse o le ayudaría a salir de mi local a patadas. Me imagino que tiene planes
para este lugar que no implican conservar nada de esto. –Su ancha mano barrió el
aire, indicando todo Cliffside.

Emma suspiró.

–Bueno, pues ya está decidido.

Las cejas de Hudson se arquearon, esta vez.

–¿El qué?

–Te quedas a comer para que ese asqueroso promotor de condominios no suba por mi
entrada.

–¿Yo? –Una expresión de desconcierto se dibujó en sus rasgos–. ¿En qué se


diferencia eso de una cena? Recuerdo que ayer no quisiste ir a cenar conmigo. ¿O
debería quedarme también a cenar, por si acaso Ed tiene algún poder de atracción?

Emma estuvo a punto de aceptar: era divertido, guapo y parecía enamorado de su


casa. Podrían visitar Cliffside y tal vez almorzar en la selva del patio trasero, y
estaría bien tener compañía que se interesara por ella en el sentido de la primera
cita, de la fase de luna de miel.

Pero, de repente, se sintió tímida y se arrepintió de haber sido tan atrevida al


invitarle a quedarse. Entonces, la culpa la invadió. Ni siquiera había llegado a la
mitad de su divorcio. ¿Por qué estaba pensando en enredarse con ese desconocido tan
carismático?

–La cena... –Pronunció la palabra despacio, como si se lo estuviera pensando. ¿Cómo


podía evitar avergonzarle a él –o a sí misma– y evitar pasar demasiado tiempo y
demasiado rápido con Hudson?

Él le ahorró la preocupación.

–O, ¿qué tal esto? Pareces nerviosa por lo de la cena. No conozco la historia, pero
te prometo que la oferta no es tan seria. Si la invitación sigue en pie, me
encantaría comer contigo. También me encantaría pedir algo a domicilio. Yo invito.

Su sentimiento de culpa pasó de ser interior a pensar en lo rara que debía


parecerle a ese hombre. ¿Y quizás estaba exagerando un poco? Podían ser amigos. La
comida no era un largo paseo por la playa ni una cena romántica a la luz de las
velas.

–El almuerzo me parece estupendo. Y a cambio de una visita guiada por los
majestuosos terrenos de Cliffside, te permitiré –se encontró a sí misma sonriendo
cuando él empezó a reír– que pidas comida china a domicilio. Eso, si Haven ha
progresado más allá de las hamburguesas y la pizza.

–Oh –dijo, cogiendo su teléfono de la isla–, te haré saber que Haven tiene dos
restaurantes chinos, un tailandés, y un puesto de ramen callejero que se pone por
el paseo marítimo.

–¡Increíble! Langostinos con miel y nueces y arroz frito, por favor.

–A la orden. –Hudson acababa de abrir la página web del restaurante y estaba


pulsando la pantalla de su teléfono para hacer el pedido cuando la pesada aldaba de
la puerta principal sonó una, dos, tres veces, con fuerza.

–Vaya, son tan buenos que están aquí antes de que pidamos –bromeó Emma, d ndose la
vuelta y dirigiéndose a la entrada arqueada que iba de la cocina al vestíbulo–.
Vuelvo enseguida.

Sintiéndose ligera y un poco mareada, Emma ni siquiera pensó en quién podría estar
al otro lado de la puerta principal mientras la abría para dejar entrar el cálido
sol primaveral.

Fuera había un hombre bajo, de aspecto malhumorado y calvo. Llevaba un bigote


canoso y una barba espesa y corta, con más canas que pelo oscuro. Vestía un traje
azul marino de tres piezas y corbata, y sus zapatos estaban tan relucientes que
Emma pudo verlos incluso a través de la puerta mosquitera.

Sintiendo como si ya supiera la respuesta, Emma preguntó:

–¿Puedo ayudarle?

En cuanto habló, la expresión del hombre cambió de irritable a alegre, con una
sonrisa amplia y dentada que hizo que el bigote se curvara hacia arriba. A Emma le
recordó a un tiburón... o a un vendedor de coches usados.

–Sí –dijo el hombre–. Ed Garfield, de Enterprise Land Development. Me preguntaba si


podría hablar con usted sobre sus planes para esta propiedad.

Volviendo la vista a la cocina, donde podía ver a Hudson aún tecleando en su


teléfono, Emma dijo:

–¿Por qué no salgo y hablo contigo?

Ed se apartó de la puerta y Emma la abrió de par en par, saliendo con cierta


inquietud.

Ed Garfield era realmente un imbécil.

En cuanto Emma se sentó con él en el par de mecedoras nuevas del porche, empezó a
caerle mal. Rechazó su oferta de té o limonada y se inclinó sobre la mesita
auxiliar que había entre las mecedoras para decir:

–Usted es la propietaria, señorita... Sullivan, ¿verdad?

–Sí –dijo con cuidado.

–¿No hay marido u otro hombre en casa que tome las decisiones financieras? He visto
que hace un rato te ha visitado un caballero.

Emma se erizó.

–No creo que eso sea asunto suyo, Sr. Garfield. ¿Puede decirme a qué ha venido?

Ed se echó hacia atrás, sacó un pañuelo del bolsillo de su traje y se secó la


frente sudorosa. Tenía los ojos entrecerrados y había perdido la sonrisa.

–Sí, sí. Iré al grano. Estoy dispuesto a ofrecerle el doble del valor de mercado
por este cuchitril si lo vende hoy.

Emma se levantó, cruzándose de brazos.

–No está en venta.

Ed volvió a sentarse en la mecedora, acomodándose.


–Jovencita, no creo que veas lo prometedor de este chollo. Te llevas más dinero del
que vale este montón de escombros y los ciudadanos de Haven by the Sea tienen un
bonito centro comercial nuevo. Esta es la ubicación perfecta, justo a las afueras
de la ciudad, de camino a la playa. De hecho, soy dueño de algunas parcelas
alrededor de este lugar. La tuya es la última pieza del rompecabezas. Y sé que
debes estar hundiendo una fortuna en las reparaciones. ¿No quieres detener la
sangría?

Indignada, Emma hizo todo lo posible por evitar que se le subiera a la cabeza la
desfachatez de aquel hombre. Hudson tenía mucha razón. ¡Qué tipo tan presuntuoso!

–Acabo de llegar de Los Ángeles y allí hay muchos centros comerciales. ¿Por qué no
vas a desarrollar cosas a la ciudad?

Ed se levantó, se quitó una pelusa imaginaria de la manga del traje y la miró por
encima del hombro.

–Hay muchos aquí en Haven que están de acuerdo conmigo en que este pequeño pueblo
está atrasado. Aquí se puede ganar dinero, señorita Sullivan, y lamento que usted
no esté dispuesta a conseguir su parte.

–Creo que debería irse de mi propiedad, Sr. Garfield. Y manténgase alejado de mi


entrada. La próxima vez que yo o uno de mis invitados lo vea estacionado ahí,
llamaré a la policía.

Plantó los pies, levantó la barbilla hacia ella y chasqueó la lengua.

–Verás que cada vez hay más gente que quiere el cambio por el que protestas. Y
encontrarán la forma de fomentarlo.

–¿Qué significa eso?

La voz de Hudson detrás de ella –y su mano en el hombro– impidieron que Emma le


dijera lo que pensaba a Ed Garfield.

Ed, como una verdadera comadreja, se rió al ver a Hudson.

–La Srta. Sullivan dijo que ella era la dueña aquí. No sabía que usted estaba
involucrado.

–Yo no lo estoy –dijo Hudson–. Este lugar pertenece a Emma, pero parece que ella
quiere lo mismo de ti que yo quería cuando entraste deslizándote en mi tienda: que
te largues.

La boca de Ed se abrió, se cerró y volvió a abrirse. Pareció pensarse mejor lo que


iba a decir, porque en lugar de discutir, se limpió la frente por última vez, se
metió el pañuelo en el bolsillo del traje y bajó las escaleras dando pisotones. En
el último peldaño, su pisotón excesivo fue recompensado con un crujido evidente, y
Emma se inclinó sobre la barandilla del porche para comprobar que Ed Garfield había
atravesado con su reluciente pie el último peldaño de madera envejecida del corto
tramo que conducía al jardín delantero.

Mientras Ed maldecía y forcejeaba, Hudson la agarró por el codo y tiró suavemente


de ella hacia atrás, haciéndola callar mientras intentaba reprimir la risa con el
dorso de la mano.

–Shhh, te va a oír –dijo Hudson entre risitas propias.

–¿Deberíamos bajar y soltarlo?


Hudson se inclinó para ver a Ed y negó con la cabeza.

–Está fuera. Su zapato sigue atascado en la vieja tabla del escalón, pero él está
libre.

Mientras Emma miraba, Ed Garfield cruzaba cojeando el césped delantero con un solo
zapato, hacia un elegante coche deportivo rojo. Se metió en él y, en un momento, el
motor rugió y dio media vuelta sobre el césped con la fuerza suficiente para lanzar
una lluvia de hierba y tierra. Luego se alejó por el camino hacia la carretera,
levantando gravilla y polvo a su paso.

Hudson se acercó a la barandilla del porche y miró por encima.

–Se ha dejado el zapato –se maravilló.

–Tenías razón –dijo Emma, acercándose a Hudson en la barandilla y mirando fijamente


el reluciente zapato oxford que sobresalía del escalón–. Ese tipo era un imbécil.
Pero no nos fastidiará el día.

–¿Nuestro día? –se burló Hudson.

Ella puso los ojos en blanco.

–¿Está listo para el tour, Sr. Ford?

–Por supuesto, Srta. Sullivan. Guíeme.

Mientras Hudson le sujetaba la puerta, Emma echó un último vistazo por encima del
hombro a la nube de polvo que se asentaba donde Ed se había marchado. Sentía
náuseas en el estómago, a pesar de lo fácil que le había resultado ignorar la
visita de Ed. La renovación ya era bastante complicada, con tantas cosas que
planificar, programar y hacer malabarismos.

Lo último que necesitaba eran problemas con Ed Garfield.

CAPÍTULO TRECE

Los problemas llegaron al día siguiente de una forma muy distinta a la de Ed


Garfield. El baño del piso de arriba empezó a gorgotear de forma inquietante, y
aunque la llave de paso del inodoro se había cerrado el día de la primera fuga,
Emma se encontró preocupada por la posibilidad de que se produjera otra inundación
de sustancias no tan deseables.

El contratista que esperaba a primera hora de la mañana no había aparecido.


Mientras paseaba por el pasillo de arriba, frente al baño en cuestión, marcó el
número que figuraba en su tarjeta de visita.

–Handy Mann's Contracting, soy Dusty Mann. No puedo atender el teléfono, así que
deje un mensaje.

El malestar que había sentido en el estómago el día anterior, cuando Ed Garfield


había amenazado sutilmente a Cliffside, regresó en una oleada más alta e
inquietante, revolviéndole el estómago de los nervios.

–Señor Mann, soy Emma Sullivan de Cliffside en Haven by the Sea. Íbamos a empezar
con algunos proyectos hoy, pero ni usted ni su equipo aparecieron. Tengo un
problema de fontanería con el que esperaba que pudiera ayudarme. Por favor,
devuélvame la llamada.

Colgó, respiró hondo y miró el montón de herramientas que había acumulado en el


suelo de baldosas junto a la bañera. Había varios destornilladores, llaves inglesas
y alicates, y Emma no sabía utilizar ninguno de ellos. No llamaría a Hudson, por
muy agradable que hubiera sido la comida del día anterior ni por mucho que él
pareciera estar al corriente de las diversas características de la casa. Y no
llamaría a Lola, que sabía que vendría enseguida, no. Emma resolvería el problema
por sí misma, al menos hasta que Dusty volviera a llamarla. Y entonces, Dusty
podría enviar a uno de sus hombres para que lo solucionara y se ganara parte del
considerable depósito que ella había entregado para el trabajo.

El teléfono de Emma sonó, sacándola de sus pensamientos. Era el mismísimo Mann con
el que Emma quería hablar.

–Siento no haber venido, señora –dijo Dusty–. Tuvimos una fuga de gas aquí en otro
proyecto en Carmel, y no tuve tiempo de llamarle para avisarle que tendríamos que
reprogramar.

–¡Oh! Oh, Dios. Espero que todos estén bien.

–Es toda una catástrofe, de verdad. Hay camiones de bomberos y la compañía de gas y
han desalojado una manzana entera.

–¿Un incendio? –el corazón de Emma dio un vuelco.

–No, por suerte no. Ahora, ¿por qué no me dices cuál es tu problema de fontanería,
y tal vez pueda guiarte a través de una solución temporal?

Emma tuvo la sensación de que esa frase –arreglo temporal– la perseguiría en sueños
durante años. Pero le explicó el gorgoteo que salía de la bañera de arriba, y Dusty
le encargó que encontrara algo llamado "llave de paso intermedia" para el baño –
que, según le explicó, era diferente de la llave de paso del inodoro o del lavabo–
justo antes de que alguien gritara de fondo y él se apresurara a colgar la llamada.

Abandonada a su suerte, Emma estaba aún más decidida a resolver el problema. Se ató
el pelo con un pañuelo y se colocó un cinturón de herramientas que había encontrado
en el desván, llenándolo con el montón de herramientas que había dejado en el baño.
Incluso localizó un esquema de fontanería que parecía original de la casa, en un
montón de papeles desmenuzados y enrollados metidos en un tubo de cuero que siempre
había residido en una de las estanterías del salón de té. Una hora y varias visitas
a los sótanos (e incluso al desván) más tarde, Emma encontró la válvula en cuestión
en un lugar inexplicable: sobresalía de la pared del dormitorio que estaba en el
lado opuesto de la pared donde descansaba la bañera. Efectivamente, cuando abría la
bañera, aunque sólo fuera un chorrito, la válvula y la tubería situada a ambos
lados del oxidado artilugio emitían unos gemidos muy fuertes y ominosos, y un
gorgoteo fangoso que se prolongaba durante largos minutos incluso después de haber
cerrado el grifo de la bañera.

–Esto parece... fuera de lugar –bromeó con la habitación vacía mientras empezaba a
girar la manivela de la válvula de cierre. Al principio también protestó, pero fue
a la cocina a por un bote de aceite de oliva y, tras rociarlo y golpear la maneta
con la llave más pesada de su pila de herramientas, la válvula pareció aflojarse lo
suficiente para que pudiera cerrarla. Al probar el grifo de la bañera, no salió
agua, no se oyó ningún gemido ni ningún gorgoteo fangoso. Problema resuelto, por
ahora. Emma se sintió orgullosa y dio una pequeña vuelta a la llave inglesa antes
de volver a guardársela en el cinturón. Ahora llamaría a Lola, sólo para contarle
que se había convertido en una manitas.

Abajo, Emma oyó la pesada aldaba de la puerta principal.

Otra vez no, pensó.

Mientras bajaba las escaleras, con su cinturón de herramientas sintiéndose


intrépida y un poco superheroína, gritó en dirección a la puerta principal:

–Señor Garfield, si es usted, ayer le dije que si volvía a poner un pie en mi


propiedad, llamaría a la policía...

Emma abrió enérgicamente la puerta principal, preparada para enfrentarse al tiburón


de tierra. Pero lo que vio al otro lado de la puerta mosquitera era mucho más
desagradable que Ed Garfield.

Troy estaba en el porche, con un ramo de al menos dos docenas de rosas de color
rojo sangre en la mano. Parecía nervioso cuando la reconoció a través de la puerta
mosquitera, y ella le vio dar un paso atrás al hacerlo.

–¿Qué llevas puesto? –preguntó, señalando con las rosas su cinturón de


herramientas.

–¿Qué quieres? –ladró, sin una pizca de vergüenza por su tono. Se aferró a la ira
que la invadía, apoyándose en ella para contrarrestar el pequeño impulso instintivo
que siempre había conducido a la reconciliación en el pasado. Esta vez no cedería
ni se doblegaría. Él podría traerle un campo entero de rosas, y ella sólo le
dejaría las espinas. La presencia de las flores sólo servía para irritarla más:
llevaban juntos la mitad de su vida y a él nunca se le había pasado por la cabeza
que a ella no le importara que le compraran flores. Le parecía un desperdicio y una
frivolidad, algo que él ignoraba.

–Me colgaste. Y no me devuelves las llamadas. O mis mensajes. Tuve que enterarme de
que estabas aquí por las transacciones bancarias.

Maldición. Había habido esas molestas necesidades cuando había llegado por primera
vez antes de que ella consiguiera su nueva cuenta.

–Creo que me he comunicado con bastante claridad a través de mi abogado, Troy.

Parecía inusualmente arrepentido, con los ojos caídos mientras sacaba la otra mano
–la que no sostenía la fuente absoluta de rosas– y agitaba un sobre de papel
manila.

–Sí, los recibí hace un par de días. En cuanto pude escaparme del trabajo...

Emma lo interrumpió con una risa corta y aguda.

–¿Trabajo? ¿Así es como la llamas ahora? Apuesto a que no le gusta nada. Quiero
decir, Trish siempre ha sido de alto mantenimiento, pero ¿trabajo? Troy, puedes
hacerlo mejor que eso. Especialmente si ustedes dos quieren pasar el resto de sus
vidas juntos.

Se acercó a la puerta como si fuera a abrirla, pero tenía las manos ocupadas.
–Déjame entrar, Emma. Podemos hablarlo. Sé que es culpa mía, he conducido seis
horas para decírtelo. Asumo la mitad de la culpa, al menos. ¿Pero destrozar nuestro
matrimonio? ¿Dejar tu trabajo? Tú no eres así.

Emma empujó la puerta de mosquitera y salió a medio camino, haciendo que Troy
retrocediera el paso que había dado. Lo miró fijamente, la forma en que su rostro
delgado y su mandíbula angulosa captaban la luz del porche, los ojos suplicantes
que siempre la habían convencido de volver en el pasado. Su voz tembló ligeramente
al hablar, pero se sintió orgullosa de lo fuerte que sonaba, de lo segura que
estaba.

–No sabes nada de mí, Troy. De verdad que no. He sido un accesorio para ti desde
que éramos niños, igual que lo son ahora los coches de lujo, la casa grande y los
amigos de Hollywood. Como lo es Trish y como tú lo eres para Trish. Disfrutad
juntas de vuestras fiestas de disfraces. Las dos sois muy buenas vistiéndoos como
seres humanos decentes.

Intentó entregarle las rosas, pero ella se cruzó de brazos, negándose a cogerlas.
En lugar de eso, las dejó a sus pies, arrodillándose a su lado, poniéndole una mano
en la rodilla mientras ella permanecía de pie frente a él.

–Por favor, Emma, te quiero.

La profundidad de los delirios de este hombre...

Emma dio un paso atrás, tanteando el picaporte de la puerta y abriéndola lo


suficiente para retroceder hasta la abertura. Troy se arrastró hacia delante, con
el sobre de papel manila aún en la mano, y enormes sollozos que empezaban a
brotarle del pecho.

–Por favor, Emma, no. Todo el mundo sabe que te fuiste, y es humillante. Siento
mucho lo de Trish. Rompí con ella en cuanto empezó a pensar que podía sustituirte;
no hemos hablado en una semana. Estoy solo en la casa, mi mamá y mi papá dicen que
no pagarán mis honorarios legales, y yo sólo... sólo... sólo regresa a donde
perteneces.

Emma regresó arrastrando los pies al vestíbulo, cerró la puerta con un chasquido y
miró a Troy como si lo viera por primera vez. Se trataba, como siempre, de su
incomodidad, su vergüenza y sus sentimientos. No lamentaba haberla engañado con
Trish: la forma en que la atención se habría centrado en él en aquella situación
habría alimentado su ego sin cesar. Andar a escondidas le habría hecho sentirse
importante. Y la forma en que Trish probablemente le habría rogado que dejara a
Emma le habría hecho sentir como la estrella de su propia película. La misma
sensación que siempre intentaba capturar con su obsesión por la imagen corporal y
el grupo.

Pero no había nada que pudiera llenar el agujero que había dentro de Troy. No había
un amor puro y simple, ni una colección de amigos, amantes y posesiones que le
hicieran sentirse completo. Ese era un sentimiento que tendría que cultivar por y
en sí mismo. Y Emma no creía que fuera capaz de hacerlo. No, siempre se esforzaba
demasiado por llenar aquel vacío con posesiones materiales y la adulación (y la
envidia) de los demás. Si perderla no lo había sumido en una profunda reflexión,
había dos cosas evidentes: en primer lugar, que ella y su matrimonio nunca habían
sido tan importantes para él como lo habían sido para ella. Y la segunda, que ella
no era para él más que el último modelo de Lexus. Sólo le importaba en la medida en
que le hacía quedar bien. Y sin ella, se arriesgaba a parecer malo. Defectuoso. En
falta.

En ningún lugar de su interior albergaba el deseo de perdonarle, de reconciliarse,


de aceptar parte alguna de la responsabilidad por sus acciones egoístas e
infantiles. Estaba malcriado más allá de lo razonable, y nadie podía salvarlo de sí
mismo en ese momento.

Todavía de rodillas en el porche, levantó la mano vacía y la extendió sobre la


pantalla. Las rosas que tenía detrás se aplastaban bajo las puntas de sus zapatos.

–Vete a casa, Troy. Si te vas ahora, puedes estar de vuelta en Los Ángeles antes de
que anochezca.

Y le cerró la pesada puerta de madera en las narices.

CAPÍTULO CATORCE

Emma llegó a la cocina justo a tiempo para ver cómo estallaba la gigantesca burbuja
de pintura del techo, enviando agua turbia llena de yeso viejo y Dios sabe qué más
en cascada sobre el comedor.

Chilló y saltó hacia atrás, su cerebro incapaz de comprender cómo podría acumularse
tanta agua ahí arriba sin que ella se diera cuenta.

El baño.

Emma dejó caer el cinturón de herramientas en el suelo de la cocina, cogió su


teléfono de la isla —afortunadamente seco— y subió corriendo las escaleras. Para su
sorpresa, abrió de golpe la puerta del baño averiado y descubrió que la bañera, el
suelo y el inodoro estaban en silencio y secos. Ya estaba agitada por la visita
improvisada de Troy, pero el sonido del agua goteando activamente en el piso de
abajo aumentó su adrenalina otros diez puntos, y se devanó los sesos pensando qué
hacer a continuación. No podía cerrar una llave de paso si no sabía de dónde venía
el agua.

Entonces recordó el esquema de fontanería. En cuestión de minutos, había cerrado la


llave de paso principal de la casa y el agua que caía al suelo fue disminuyendo
desde arriba hasta convertirse en un hilillo, luego en gotas y finalmente en nada.
Lo siguiente que hizo fue coger la fregona y el cubo del armario y empezar a
limpiar el pequeño lago que se había formado donde antes estaba la mesa del
comedor.

Mientras fregaba, sostenía el móvil entre la oreja y el hombro, esperando a que


sonara el número de Dusty Mann. La ansiedad le oprimía el pecho mientras pasaba los
hilos de la fregona por el suelo, los escurría en el cubo amarillo y volvía a
recoger más agua. Ni siquiera se había parado a ver si Troy se había marchado o si
seguía merodeando por su porche con sus patéticas excusas, dispuesto a
"comunicarse" con la jerga de esos cabrones narcisistas.

Esta vez, el buzón de voz de Dusty no contestó. Emma escuchó tres tonos y, a
continuación, una voz robótica le informó de que el número al que había intentado
llamar estaba desconectado o fuera de servicio. Un frío miedo la invadió. Dejó la
fregona apoyada en la pared de la cocina y se dirigió a la puerta principal,
abriéndola de golpe para comprobar si Troy seguía en el porche.
Se había ido.

Comprobó el número de Dusty y volvió a marcar, pero recibió el mismo mensaje. Llamó
al número de su oficina, pero no hubo respuesta, ni siquiera de la descarada
secretaria que había organizado toda la programación de la próxima renovación de
Emma. Se quitó el teléfono de la oreja y lo miró incrédula. Acababa de hablar con
él.

Antes de que pudiera decidir qué hacer, apareció una notificación en la pantalla.
Al principio, Emma no hizo clic para leer el mensaje completo, todavía pensando en
qué hacer con Dusty. Pero algo le hizo pasar el pulgar por encima de la
notificación que decía: "Alerta: Más de cuatro retiradas de efectivo en un mismo
extracto de cuenta...".

Se abrió el mensaje completo. El resto decía: "...incurrirá en una comisión por


retirada del cinco por ciento. Gracias por su confianza y esperamos poder seguir
atendiendo su línea de crédito hipotecario".

Frenética, se conectó a su aplicación bancaria y abrió la línea de crédito


hipotecario que había contratado con Cliffside para financiar la renovación. La
cuantiosa suma —100.000 dólares al principio— mostraba ahora "10.000 dólares
disponibles". Se habían hecho varios retiros en cajeros automáticos de todo el
estado, el último en la frontera con México.

A Emma se le encogió el corazón. ¿Había sido tan ingenua? Dusty no había dado
ninguna señal de alarma en la comprobación de antecedentes ni en la del Better
Business Bureau que había hecho, y todas las referencias que había verificado sobre
él tenían cosas muy buenas que decir. Así que cuando le pidió que compartiera con
él la información de la línea de crédito para que pudiera comprar una lista de
artículos que ella había aprobado, no le dio importancia.

Hasta ahora.

La tentación de 90.000 dólares debió de ser demasiado para él. Y era demasiado para
Emma siquiera pensar en perder. No había manera de que pudiera renovar Cliffside
con sólo diez mil dólares.

Tratando de respirar bien y despacio, Emma salió de su nueva cuenta y entró en su


antigua página de cuentas compartidas, donde estaban las cuentas que ella y Troy
habían utilizado en el pasado. Había una cuenta de inversión conjunta, y ella
podría liquidar la mitad de eso y reponer el dinero en la línea de crédito. Y luego
llamaría a la policía. Y entonces, Dusty Mann iría a la cárcel.

Emma volvió a respirar hondo y despacio.

El saldo de la cuenta de inversiones era de 4,98 dólares. Hacía tres horas que se
había transferido a una cuenta nueva.

Emma se dejó caer en el suelo del vestíbulo, agarrándose al borde de la puerta


principal para apoyarse. Troy se había llevado todo aquel dinero antes de venir
aquí, rogándole que volviera. Todo en ella se sentía traicionado de nuevo, un nuevo
dolor le punzaba el pecho.

Por encima de ella, oyó un golpe en el marco de la puerta de mosquitera. Levantó la


vista con los ojos llenos de lágrimas y vio que un hombre vestido con el uniforme
del sheriff de Haven by the Sea estaba ante su puerta. Había sido un día caótico,
pero la presencia del policía la sobresaltó.

—¿Emma Sullivan? —preguntó secamente.


Asintió con la cabeza, pero al darse cuenta de que tal vez él no pudiera verla a
través de la mosquitera, dijo, vacilante:

—¿Sí? Soy yo.

Se había acostumbrado tanto a contestar por teléfono y en la puerta debido a la


corriente de actividad que rodeaba su nueva propiedad de Cliffside, que ni siquiera
se le ocurrió que podría estar metida en algún tipo de lío.

El hombre pegó un trozo de papel rosa brillante contra la puerta mosquitera,


deslizándolo entre el marco central y la malla, donde quedó clavado como un anuncio
de un abogado.

—Se le está entregando una citación por no proporcionar una protección contra
caídas adecuada en un lugar de trabajo. Pague en el juzgado en un plazo de treinta
días, o se le asignará una fecha para un juicio si desea impugnarla. Corrija el
problema de seguridad en un plazo de diez días, o todos los permisos de
construcción serán revocados y todas las tasas asociadas confiscadas.

Emma jadeó.

—No puede estar hablando en serio.

El policía se inclinó más hacia la mosquitera, se bajó las gafas de aviador y la


miró con severidad a través de la malla polvorienta de la puerta.

—Señora, hay un zapato incrustado en el escalón de su porche. Casi me tropiezo con


él.

La ira burbujeaba en su interior.

—Él le envió, ¿verdad?

El policía se enderezó y no contestó. Cuando se dio la vuelta y bajó corriendo los


escalones, Emma lo siguió y se detuvo en lo alto de los escalones del porche para
gritarle que se marchara.

—¡Dígale a Ed Garfield que nada va a conseguir que le venda! ¡Y puede jugar a estos
truquitos todo lo que quiera, pero yo no me voy a ninguna parte! ¡No voy a tirar la
toalla!

El policía se detuvo a medio camino de su coche y se volvió hacia ella, poniéndose


las manos en la cadera. La miró fijamente durante un largo rato desde detrás de sus
gafas de sol, y luego escupió en la hierba, le hizo un gesto de despedida con la
mano y caminó el resto del trayecto hasta su coche.

—¡Y usted no me asusta! —gritó Emma—. ¡Trabajé en publicidad en Los Ángeles!

El coche de policía levantaba mucho menos polvo que el deportivo de Ed, pero Emma
seguía culpando al polvo del torrente de lágrimas que le sobrevino cuando se perdió
de vista, descendiendo por el camino de entrada hasta la autopista.

CAPÍTULO QUINCE
La policía tomó su denuncia de robo por teléfono, pero Emma estaba tan recelosa
después de su encontronazo con el amigo policía de Ed que le dijo a la mujer que la
atendía que iría al día siguiente a por una copia en papel del documento
presentado. Otra llamada al banco, que estaba elevando su reclamación por fraude a
su oficina corporativa debido a la cantidad robada, y Emma había pasado dos horas
al teléfono, paseándose por los pasillos de Cliffside.

Emma necesitaba salir de casa, y ya. Se sentía como asfixiada, abrumada por la
cascada de mala suerte que se había acumulado en los últimos días. Después de
fregar el resto del suelo de la cocina y dejarle un mensaje suplicante a Lola —con
el orgullo herido—, Emma se duchó y se cambió, decidiendo aceptar la oferta de Pip
de cenar en el nuevo complejo para mayores de 55 años. Su tía contestó al primer
tono y se alegró de que Emma se pusiera en camino.

El viaje en coche sólo duraba unos treinta minutos por la costa, y Emma trató de
relajarse y disfrutar del paisaje mientras se dirigía hacia Pacific Cove Gardens,
la nueva comunidad de Pip. No podía quitarse de la cabeza la visita de Troy, el
robo de Dusty o la multa de Ed Garfield, y gran parte de la belleza natural de la
sinuosa ruta se le había escapado. Antes de darse cuenta, estaba entrando en los
jardines y el portero la saludaba con una amplia sonrisa. Le dio la nueva dirección
de Pip y él la hizo pasar.

Las puertas habían sido impresionantes, ornamentadas y flanqueadas por altísimas


palmeras, dando la impresión de ser una antigua finca de Hollywood más que una
comunidad para mayores de 55 años. Pero una vez dentro, Emma pudo comprobar que se
trataba del paraíso de la tercera edad: aparcó delante de la oficina principal y de
la casa club de la comunidad, sintiéndose como si hubiera abandonado California por
completo para instalarse en la cubierta de un crucero. La oficina estaba revestida
de madera a la deriva, era baja y tenía detalles de cuerdas y salvavidas montados
alrededor de las luces exteriores. Una pared de bloques se alzaba en el extremo
opuesto del edificio, y en ella había un mural ornamentado que mostraba una playa y
el océano, con surfistas y bañistas esparcidos por todas partes.

Sonriendo ante la cursilería a pesar de su horrible día, Emma salió del coche y fue
a echar un vistazo al interior de la sede del club, donde Pip le había pedido que
se reunieran. Dentro de la oficina, parecía aún más como si hubiera explotado un
crucero de Carnival. Una vez pasado el mostrador de recepción —otro sonriente
miembro del personal estaba allí para dirigir a Emma a los jacuzzis—, Emma se tomó
su tiempo para caminar por los pasillos, enumerando mentalmente todas las cosas que
Pip había ganado con su traslado.

Clases de fitness.

Natación en grupo.

Viernes de food trucks.

Bingo.

Torneos de petanca.

Desfiles de carritos de golf.

Meriendas con helado.

Viajes en grupo al teatro en vivo.


Viajes programados regularmente a Salinas y a los casinos, a los centros
comerciales y museos cercanos, y a la biblioteca.

Sonaba muy divertido, si Emma era sincera. Mucho más divertido que el lío en el que
se había metido. Después de quince minutos de echar un vistazo a todos los
servicios que ofrecía el centro comunitario y de rechazar media docena de
invitaciones para unirse a un partido de pickleball o de herraduras, Emma siguió
las indicaciones que le habían dado hasta la sección de sauna y jacuzzi de las
instalaciones. Fue allí donde su día empeoró y mejoró a la vez.

Emma abrió de golpe la puerta de la habitación del jacuzzi sin esperar otra cosa
que encontrar a su tía... pero en lugar de eso, lo que encontró fue a Pip y
compañía, y estaban enzarzados, abrazados, besándose con todas sus fuerzas.

Emma se quedó de piedra, inmóvil y soltó un breve grito de sorpresa.

Pip y Bill se separaron de un salto y los tres se miraron asombrados. Al cabo de un


minuto, Bill se dio la vuelta, cogió un puro de un cenicero que había en el borde
del jacuzzi y le dio una fuerte calada antes de expulsar el espeso humo al aire
húmedo.

—Hola, chica —dijo sin rodeos—. No te esperábamos, ¿verdad?

Pip parecía avergonzada, obviamente no había avisado a Bill de que Emma iba a
venir. Emma se echó a reír, una risita tranquila al principio, pero luego una
carcajada que se convirtió en una auténtica risotada. Toda la tensión del día se
desvaneció mientras reía, y mientras Pip y Bill se unían a ella. Sin embargo, al
final de la carcajada, Emma se encontró con un mar de sollozos y se hundió en un
banco cercano que había entre los jacuzzis para no caer sobre la cubierta mojada de
la piscina.

Oyó chapotear, y Bill y Pip estuvieron a su lado en un abrir y cerrar de ojos. Toda
la historia sobre Dusty y Troy y la multa salió de su boca, y a Emma ni siquiera le
importó que Bill estuviera allí, escuchando. De hecho, era agradable. El rudo
taxista se acercaba cada pocos minutos y palmeaba tranquilamente la espalda de
Emma, pero no intervino con ningún consejo mientras ella soltaba su historia, cosa
que ella agradeció, aún muy avergonzada por haberse dejado timar por Dusty.

Una vez que terminó de hablar y sus sollozos se calmaron hasta convertirse en
suaves hipos, Emma miró a Pip y encontró los ojos de su tía llenos de lágrimas. —
Oh, cariño —dijo Pip—. Todo eso suena horrible. Pero la policía está trabajando en
el imbécil que te robó el dinero, ¿verdad?

Emma asintió.

—¿Y Troy se ha ido, verdad?

—Junto con más de mi dinero, sí —confirmó Emma con amargura.

—¿Y cómo se supone que van a cumplir con la citación para que no les revoquen los
permisos? —preguntó Bill, con el rostro pensativo.

—¡No lo sé! —se lamentó Emma—. El tipo dejó la multa y se fue.

—Tengo un amigo en el departamento de código de construcción. Le llamaré por ti —me


tranquilizó.

—Gracias, Bill —Emma moqueó, sintiéndose avergonzada, como si todo lo que hubiera
hecho últimamente hubiera sido pasar de risitas a sollozos. Era francamente
agotador. Se suponía que Cliffside tenía que haber sido un nuevo comienzo, no otro
peso que añadir a su saco de desgracias ya bien lleno.

—Ahora —dijo Pip, poniéndose de pie—, vamos a secarnos y a vestirnos, y podemos


comer algo y seguir hablando de todo esto. ¿Te parece bien?

Emma asintió, pero luego negó con la cabeza. —En realidad, creo que no deberíamos
hablar de ello en absoluto.

La expresión de Pip parecía insegura, y Emma continuó. —No he venido aquí para
hablar de mis problemas o de la casa. He venido a verte, Pip, y preferiría pasar la
velada divirtiéndome un poco.

Pip abrazó a Emma con fuerza y Emma pudo sentir cómo Pip asentía contra su hombro.
—Eso suena bien, querida. Estamos aquí para lo que necesites.

Cuando se apartó, los ojos de Pip brillaban con picardía. —Mi nuevo vecino va a
hacer esquí acuático en pelotas mañana. Es una cosa de grupo. ¿Por qué no te quedas
esta noche y vienes conmigo por la mañana?

Emma sintió que sus cejas se alzaban. —¡Pip! Preferiría que no.

Pip se desilusionó. —Oh, vale. Bueno, no digas que no lo intenté —se volvió hacia
el hombre que estaba a su lado—. Bill, ¿qué decidiste?

—Pip, de ninguna manera me voy a arriesgar a dar volteretas por la superficie del
océano como una piedra saltarina si estoy en mi traje de cumpleaños. Esta es una
aventura en la que tendrás que ir sola.

—Vosotros dos, lo juro —se quejó—. No tenéis sentido de la diversión.

Bill sonrió a Emma. —Somos aburridos.

—Ojalá —replicó Emma mientras Bill y Pip recogían sus toallas y Pip su bolso—.
Prefiero aburrirme cualquier día a que me roben —¡dos veces! — y me pongan una
multa por una obra insegura.

—¡Vamos a olvidar nuestros problemas tomando margaritas! —Pip hizo un pequeño baile
mientras se acercaba a las puertas del jacuzzi.

Eso le sonó muy bien a Emma.

***

Resultó que la oferta de margaritas de Pip había sido una excusa para presumir de
su nueva máquina de margaritas heladas, que le juró a Emma que no se utilizaba para
hacer batidos alcohólicos todo el tiempo; no, Pip juró que tenía planes de hacer
cosas sanas de verdad en la granizadora en algún momento en un futuro próximo. Pero
esta noche había contenido un brebaje de tequila, limonada y una mezcla agridulce
que estaba ayudando a Emma a relajarse y a olvidarse de todas sus preocupaciones.

Bill se marchó tras una relajada cena de nachos —que preparó con destreza y Emma
devoró con gratitud— y Pip y Emma quedaron a su aire.

—No sé qué hacer, Pip —dijo Emma una vez que estuvieron solas—. Troy, el dinero,
todo. Le estaba cogiendo el tranquillo a las cosas, sintiéndome bien sola. Ahora,
estoy perdida. ¿Debería vender Cliffside a Ed y volver a Los Ángeles? No a Troy,
por supuesto, sino al marketing. Siento que desde que me hice cargo de Cliffside,
he estado gafada.

—Silencio —amonestó Pip—. No hay tal cosa. Has tenido una mala racha, eso es todo.
Tu suerte cambiará pronto. Y tal vez sólo necesites mirar el lado bueno, querida.

Emma sorbió el fondo de su segundo margarita. —¿Hay un lado bueno?

Pip asintió. —Mira, no puedo decirte qué hacer. Pero puedo decirte que aunque esto
haya sido un error, nos ha reunido a todos de nuevo —a ti, a mí, a Morgan— y cuando
estás con la familia, eso vale algo.

Emma dejó a un lado su vaso vacío. Era verdad. Y sabía que lo era: por muy duras
que fueran las cosas con su vida personal o el trabajo en la casa, siempre se
sentía feliz cuando pensaba en permanecer tan cerca de Pip, Morgan y los niños.

Pip sonrió y se levantó de un salto para rellenar la bebida de Emma. —Tómate otra,
y puedes contarme mientras te la bebes todo sobre Troy viniendo a arrastrarse por
el porche. Quiero todos los detalles.

Emma se echó a reír, extendió las manos para que Pip le diera un trago fresco y la
obedeció.

CAPÍTULO DIECISÉIS

A la mañana siguiente, bien temprano –o al menos lo más temprano que pudo después
de una noche con cuatro margaritas en la habitación de invitados de la nueva casa
de Pip–, Emma fue al centro. Aparte de su visita a Timeless Treasures después de su
almuerzo en grupo en la cafetería, Emma había estado tan ocupada con la renovación
que no había tenido tiempo para simplemente pasear por Main Street y las calles
secundarias, viendo lo que había cambiado en su ciudad natal. Después de un copioso
desayuno a base de huevos, tortitas y beicon en la cafetería Rooster's, Emma se
puso a caminar, rumbo a zonas desconocidas de Haven.

Estuvo dando vueltas durante una hora, y ya casi había llegado al final de la calle
principal cuando giró por una calle lateral y vio colgada una pequeña placa de
madera que decía simplemente: «Art Supply». Pensó en sus viejos tubos de pintura de
Cliffside y en su improvisado lienzo para cortinas, y sintió el anhelo de entrar en
aquella nueva tienda y respirar profundamente el aroma de la madera recién cortada
de los bastidores y el fuerte olor a aceite de los tubos de pintura, pasar los
pinceles suaves y secos de crin por sus mejillas. Con todo el alboroto de la
renovación, casi se había olvidado de su arte. En el pasado, pintar siempre le
había ayudado a aliviar su ansiedad; y ahora, con todo el caos que se arremolinaba
en su nueva vida, desbordado de su antigua vida, necesitaba más que nunca un poco
de alivio del estrés.

Había pensado que el paseo le despejaría la mente, pero ahora estaba llena de
emoción y un poco de tristeza. Su padre y la historia de la exposición de arte de
Atkins se repetían en su memoria, y le dolía saber que él no estaba aquí para que
ella se lo enseñara, que Haven por fin tenía una tienda de arte. No estaba aquí
para que ella pudiera comprar material y pintar para él.

Dentro de la tienda, la emoción de Emma iba en aumento. El local estaba repleto de


artículos de arte, con expositores de pasteles al óleo y lápices Prismacolor
dispuestos alrededor de pilas de lienzos ya estirados. Había una caja registradora
al fondo y un hombre mayor, alto y desgarbado, se sentaba en un taburete detrás del
largo mostrador de madera. Levantó la vista del libro que estaba leyendo cuando
ella entró, pero no la saludó ni dijo nada.

–Hola –dijo ella misma, intentando romper el hielo–. Sólo estoy aquí para echar un
vistazo.

–Bueno –resopló, con voz grave y retumbante–, asegúrate de mirar con la cartera, no
sólo con los ojos. Eres la primera persona que veo aquí en toda la mañana, y el
alquiler no se paga hojeando.

Un poco desconcertada, Emma sólo pudo asentir. Cogió una cesta de la compra y fue
de pared en pared, de expositor en expositor, eligiendo pintura fresca y pinceles e
incluso una nueva paleta para mezclar. Lo llevó todo hasta la caja registradora,
donde el anciano dejó de leer, suspiró y se volvió para dirigirse a ella.

Cuando empezó a cobrar sus compras, la miró con curiosidad.

–¿Pintas o es un regalo para alguien? –le preguntó.

–Pinto.

–¿Hoy no hay lienzo? –preguntó, y pareció relajarse un poco cuando el total de sus
provisiones superó los cien dólares. Seguía sumando artículos.

–No. En realidad voy a pintar un mural en una pared de la biblioteca.

–¿Qué biblioteca? –Había dejado de pasar los artículos por la caja y ahora la
miraba con recelo, como si le estuviera tomando el pelo.

–La biblioteca de Cliffside –explicó–. Soy la nueva propietaria. La estoy


restaurando.

Gruñó.

–Bien. Es arte.

Ella frunció el ceño, confusa.

–¿La biblioteca?

–No, Cliffside –dijo, sacando una bolsa de lona que ponía «Greenberg Art Supply» y
metiendo sus compras dentro–. Hay muchos sitios así en esta ciudad, cosas bonitas
que se pierden en la vida moderna.

–¿Es usted el Sr. Greenberg? –preguntó Emma, señalando la bolsa.

–Yo soy. Erwin Greenberg. Son doscientos tres dólares con sesenta centavos –silbó
bajo–. No he tenido un pedido tan grande en un mes.

Emma le entregó su tarjeta de débito y entornó los ojos, considerando la


conveniencia de contarle un chiste a aquel hombre tan acerbo.

–¿Puedo preguntarle algo?

–Ahora eres cliente, así que tienes una pregunta gratis por visita de pago –gruñó,
pasando su tarjeta por el lector.
Le devolvió la tarjeta mientras el recibo de sus suministros escupía en lentos y
ruidosos chirridos. Arrancó una copia y se la puso delante.

–¿Por qué temía el artista ir a la cárcel? –Observó cómo la mente de Erwin


trabajaba en el problema mientras firmaba el recibo de compra. Era un chiste que le
había contado su padre y, de niña, le había llevado un tiempo descifrar la
respuesta. Pero su padre siempre había dicho que la risa podía conectar a la gente,
y Emma sintió una inexplicable atracción por conectar con el huraño Erwin
Greenberg.

–De acuerdo –dijo tras largos momentos–. Picaré: ¿por qué temía el artista ir a la
cárcel?

Emma cogió su bolso y se lo echó al hombro. Estaba satisfactoriamente pesada con


todas sus compras.

–¡Porque le habían tendido una trampa!

Erwin soltó una carcajada y luego sonrió durante varios segundos.

–Diviértete pintando tu mural –dijo, volviéndose a recoger su libro–. Vuelve si se


te acaba algo.

Emma salió de la tienda con una sonrisa secreta en los labios.

Buen trabajo, papá, pensó. Puede que tu broma haya funcionado.

***

Desde la tienda de arte, Emma se dirigió a su coche. La mañana estaba calentando, y


ella tenía trabajo exterior que hacer en Cliffside. Si no podía arreglar la
fontanería de forma fiable, al menos podría pintar el exterior de la casa. Dobló la
esquina junto a Sunnyside Diner y casi chocó con Hudson Ford. Emma podría haber
llorado cuando vio que llevaba una enorme taza de café para llevar.

Sin embargo, no se produjo ninguna colisión y él simplemente se detuvo y le sonrió.

–¿Estás traumatizada? –preguntó agitando su café–. Necesito mi cafeína, incluso en


mi día libre.

–Creo que puedo superar la emoción –bromeó. Entonces, sus oídos se agudizaron–.
¿Has dicho día libre?

–Sí.

–¿Grandes planes?

–Los estás mirando –dijo, agitando la taza.

–¿Te gustaría volver a mi paraíso de antigüedades y ayudarme a pintar el exterior


de Cliffside? –Lo dijo antes de que pudiera considerar lo acertado de la pregunta,
pero cuando sus ojos se iluminaron, ella también se entusiasmó de inmediato.

–¡Sí! ¿Podemos vernos en la casa?

Emma asintió.

–Claro. Ahora vuelvo.


–Dame quince minutos. Estaré en tu puerta.

Y con eso, Hudson salió zumbando hacia su tienda. Emma, que empezaba a sentirse
entusiasmada ante la posibilidad de tener un día de trabajo terminado y una
agradable compañía, caminó con paso ligero hacia su propio coche.

***

Emma y Hudson pintaron la mitad de Cliffside antes de tomarse un descanso. A ella


le pareció una ayuda excelente, y el único problema era que él se distraía
fácilmente con la intrincada arquitectura de la casa, ojeando cada rincón que
pintaban.

–¿Sabías –dijo agachándose mientras ambos se mantenían en equilibrio sobre el


tejado– que las casas de la época victoriana tenían tejados de tejas de pizarra? –
Golpeó las tejas de madera bajo sus pies–. Se utilizaban, pero eran menos deseables
que las de pizarra. Si sustituyes esto por pizarra, también te durará mucho, mucho
tiempo.

–No lo sabía –dijo.

Sonrió.

–Ahora sí.

Emma observó a Hudson mientras pintaba y señalaba, ensalzando las virtudes de la


estructura de la casa y expresando de vez en cuando su remordimiento por los puntos
débiles, como si estuvieran en él en lugar de en una casa. Su pasión por la
historia y la conservación realmente brillaba. Emma quedó impresionada. Nunca había
visto la casa a través de los ojos de otra persona como ahora, y descubrió que la
pasión de Hudson la inspiraba.

–¿Puedo decirte algo? –preguntó sumergiendo la brocha en el galón de pintura que


tenía a sus pies.

–Por supuesto –respondió, cortando con cuidado su propia brocha alrededor del borde
donde la pared se unía con la imposta.

–He estado bastante abrumada en Cliffside. En realidad estaba a punto de rendirme,


tal vez vender a Ed.

–¡No! –dijo Hudson, frunciendo el ceño–. Por favor, no puedo dejar que lo hagas. Le
debes a la casa –esa obra de arte– llevar esto a cabo.

Emma dejó el pincel. Arte: así había llamado el señor Greenberg a Cliffside.

–¿No lo ves, Emma? Cliffside no es sólo una casa. Somos donde vivimos. Viniste de
Los Ángeles, ¿verdad?

Dejó el pincel en el suelo y asintió. De pronto se sintió cautelosa, insegura de


cuánto de su historia quería compartir con Hudson.

–¿Algún lugar de Los Ángeles se siente realmente como un hogar? –preguntó, dejando
su propio pincel.

Tras un largo momento de silencio, respondió con sinceridad:

–No. –Era algo que ya había pensado con anterioridad, pero la importancia de ello
la golpeó aquí. Había pasado toda su vida de casada en un lugar que nunca había
sentido como su hogar.

–Pero aquí, en esta casa, ¿lo sientes? Incluso a pesar del drama, o quizá a causa
de él: fantasmas del pasado, una familia emocionalmente desordenada, generaciones
de historias en las paredes, un millón de piezas que decoran los pasillos y cuelgan
de las paredes que te hablarán de vidas pasadas. Te hace sentir que quizá las cosas
no estén tan mal. Todos los que han pasado por estas puertas han vivido cosas como
nosotros antes. Y las vivieron. Así que te da un poco de perspectiva. Por favor, no
renuncies a eso.

Emma sonrió ante el lirismo de su descripción.

–¿Sabes qué, Hudson? Tienes razón. No tengo agua fiable, pero al menos no me estoy
muriendo de tisis.

Le guiñó un ojo, cogió el pincel y volvió a pintar.

Emma se calentó desde el estómago hasta los dedos de los pies.

Uy uy, pensó. Estoy metida en un lío.

CAPÍTULO DIECISIETE

—Eres un ángel enviado por Dios —dijo Emma.

Se detuvo en el jardín delantero y observó los nuevos escalones que conducían del
jardín al porche. Brillaban con un rico barniz de madera y cada peldaño contrastaba
con el blanco de los balaustres y la barandilla del porche, recién restaurados.

—Gracias —dijo Lola, poniendo una mano en la cadera y mirando ella misma la
escalera—. Ha quedado muy bien. Precioso.

—Y todo de madera recuperada —añadió Emma, girándose para chocar los cinco con Lola
—. Eres un genio.

—Bueno, todo menos ese detalle especial —dijo Lola, y soltaron una risita juntas.
En el peldaño inferior de la nueva escalera, justo en el centro del recorte, fijado
con epoxi para que la parte superior quedara lisa y nivelada con la huella del
escalón, estaba el zapato perdido de Ed Garfield.

—Sí, eso es arte —se rio Emma—. Quiero decir, nada como el nuevo mural de la
biblioteca, pero hice lo que pude.

Aunque el presupuesto era escaso, entre Lola y Emma habían logrado hacer mucho en
las últimas dos semanas en Cliffside. Lola ya era una fija en Cliffside, y Emma se
alegró irónicamente al comprobar que Lola era una de las pocas fijas en el lugar
que funcionaba de manera fiable. Hacía malabares para ayudar en la casa y con sus
responsabilidades con Ethan como una experta, y Emma realmente admiraba a Lola por
su capacidad para lograrlo.

Y había otras cosas que también iban encajando. Emma se dio cuenta de que, a pesar
de que el Día de los Caídos, la fecha límite que se había impuesto a sí misma, se
acercaba rápidamente, el estrés de encontrar soluciones alternativas a sus
problemas de dinero no era una carga tan pesada como había anticipado. Morgan y los
niños habían venido todos los fines de semana, como prometieron, y Eric les había
acompañado con sus herramientas eléctricas. La nueva pintura y las cortinas en
todas las habitaciones, el lijado y repintado de los suelos de madera y los nuevos
ventiladores de techo para hacer circular el aire por la casa marcaron diferencias
lentas pero muy notables. Era posible que pronto pudieran acoger a gente, para
empezar a ganarse la casa.

Excepto...

—Ahora, las tuberías —el tono de Lola era vacilante, y Emma sabía por qué: el
fontanero que había venido a evaluar lo ocurrido con la inundación de la cocina
desde el piso de arriba había dicho que habría que tirar abajo todo el techo del
comedor para saber realmente qué había pasado aquella noche, así como para evitar
que se repitiera la extraña fuga que había comenzado cuando Emma simplemente había
cerrado el grifo del baño de arriba. Lola y Emma habían derribado solo la sección
del techo por donde había corrido el agua, localizando la tubería rota —Lola
pensaba que había reventado por la antigüedad y la presión del agua redirigida
cuando Emma había cerrado la llave del agua aquella noche— y Lola había cortado la
tubería y colocado adaptadores y un tramo nuevo y corto para sustituir la sección
partida.

Emma seguía teniendo miedo de usar el agua en toda la casa, y solo la abría para
darse duchas cortas y frías o para tirar de la cadena del inodoro, y luego corría a
la llave de paso principal para volver a cerrarla antes de que ocurriera cualquier
otra catástrofe. Le traían grandes garrafas de agua de cinco galones, que utilizaba
para beber, cocinar y lavarse los dientes. Lavar la ropa a mano era un fastidio,
pero Emma estaba aprendiendo poco a poco todas las cosas de las que podía
prescindir y, en cierto modo, estaba haciendo que su vida anterior en la gran
ciudad y en una casa de lujo pareciera aún más una farsa.

Al menos era algo propio, algo no contaminado por su tiempo con Troy y el dinero de
él o de sus padres.

—No podemos permitirnos tirar abajo todo eso —dijo Emma—. Después de arreglar el
comedor, los dormitorios de mi ala, el salón y la sala de té, no nos queda nada
para contratar a ese fontanero.

—Bueno, sobre eso... —Lola se interrumpió, y luego miró a Emma, frunciendo el ceño
—. ¿Me prometes que no te enfadarás si te digo algo?

Emma palideció.

—Dime, ¿cómo reaccionarías si tu hijo empezara una conversación así?

Lola se echó a reír, y las dos empezaron a subir los escalones del porche para
resguardarse del sol, acomodándose en las mecedoras donde Emma aún tenía el
recuerdo más pequeño y agudo del molesto Ed Garfield hablándole con desprecio. Uf.
Se alegraba de no haberlo visto desde que lo había echado de la propiedad. Cada vez
que iba al pueblo, casi esperaba que apareciera por una esquina, retorciéndose el
bigote como un villano de película muda.

Lola debió captar el hilo de pensamiento de Emma porque dijo:

—Loca o no, a menos que aceptes mi solución de localizar a Dusty Mann y romperle
algunos dientes como venganza por haberte robado a ciegas, tendrás que aceptar este
otro plan que he elaborado. Hice un intercambio de tiempo de trabajo para el
fontanero por su trabajo en tu proyecto. Así que, si puedes reunir el dinero solo
para los suministros duros —cualquier tubería que necesite, pegamento, nuevos
paneles de yeso, lo que sea—, él hará el trabajo real gratis.

Emma se sentó en su mecedora, agarrando los brazos.

—¡Lola, no! Necesitas ese tiempo con Ethan. No es justo. Que me esté quedando sin
dinero para la reforma no significa que sea un caso de caridad.

Lola desechó la preocupación de Emma, sacó su móvil del bolsillo trasero de sus
vaqueros y lo hojeó antes de mostrarle la pantalla.

—Necesitas una cocina que funcione de verdad. Y agua caliente todo el tiempo. Y si
el tipo ve que voy en serio, me dejará ser aprendiz con él, lo que me ayudará si
decido presentarme al examen para obtener la licencia estatal. Es ganar-ganar.
Además, mira, Ethan quiere ir a este campamento de codificación de juegos este
verano, y son dos semanas enteras. Así que iré a trabajar para el fontanero
entonces —Lola volvió el teléfono hacia sí—. Es la primera vez que Ethan quiere
irse tanto tiempo. Ayuda que vaya Daniel. Se llevan muy bien.

Emma pudo ver la mezcla de tristeza y alegría en la expresión de Lola. Sintió un


pellizco en el pecho al pensar en cómo podría haberse perdido la oportunidad de
sentir eso, ese remolino de emociones por otra persona, una persona hecha de un
pedazo de ti, una persona que estaba tan estrechamente ligada a tu corazón. Emma
siempre se sentía amargada cuando se preguntaba si había pasado los mejores años de
su vida con Troy, que había despilfarrado sus años del mismo modo que despilfarró
el dinero de sus padres. Y entonces se preguntaba por qué se había quedado tanto
tiempo y había malgastado su propio tiempo.

—Eres una buena madre, Lola —dijo Emma.

Lola se rio.

—Ya lo habías dicho antes. Deberías conocerlo un día de estos.

—Morgan habla tanto de lo gran chico que es, que siento como si ya lo conociera —
respondió Emma—. Pero tráelo contigo la próxima vez que vengas y no esté en la
escuela. O a la fiesta de inauguración. Eso es la semana que viene.

Lola asintió.

—Lo haré.

—¿Y Lola? —Emma estudió el perfil de la pequeña pelirroja, y se dio cuenta de que
el rostro de Lola estaba inusualmente sombrío.

—¿Hmm?

—Gracias. Por ayudarme y por ser mi amiga. No lo sabías cuando apareciste aquí,
pero realmente necesitaba una amiga.

Lola extendió la mano y cogió la de Emma, apretándola entre las suyas.

—A veces, no sabemos que necesitamos a la gente hasta que la gente entra en


nuestras vidas —dijo, con los ojos empañados—. Cuando vine a ver Cliffside por
primera vez, cuando tú llegaste, pensé que venía a ver unos zócalos antiguos, quizá
a hacer algún trabajo extra para mantenernos a Ethan y a mí cubiertos de dinero
entre otros trabajos. No esperaba llegar a conocerte a ti, a Pip, a Morgan y a los
niños como lo hemos hecho. Creo que somos nosotros los que os debemos a todos unas
palabras de agradecimiento.

Emma le devolvió el apretón.

—Tienes razón —dijo—. A veces nunca sabes que necesitas a la gente hasta que entra
en tu vida.

Mientras estaban sentadas en silencio contemplativo, Emma no pudo evitar pensar en


las arrugas de la risa alrededor de unos ojos verdes hipnotizadores, en
conocimientos aleatorios sobre las facetas históricas de las baratijas y los
detalles de la propia Cliffside, y en cómo Hudson Ford había salido a su porche
para defenderla de Ed, se había subido a su tejado para ayudarla a pintar sin un
ápice de vacilación, y ahora acudiría a su suave inauguración; pensar en todo ello
hizo que las mismas mariposas familiares revolotearan en su estómago.

¿Era Hudson Ford alguien que Emma necesitaba en su vida?

CAPÍTULO DIECIOCHO

–¿De dónde ha sacado esas tijeras gigantes? –Tilly miró a Morgan, susurrando–. ¿Y
puedo tener un par? ¿Por fa?

–No, cariño. –La voz de Morgan era tranquila y uniforme, pero miró a Emma y le
dijo–: Muchas gracias. –En voz alta a su hija, le dijo–: Ahora, quédate quieta y
fuera del encuadre para que pueda hacer la foto de la tía Emma.

Emma contuvo una carcajada. Al menos Tilly había pasado de soñar con mudarse a
grandes ciudades peligrosas a codiciar objetos grandes y peligrosos. Tal vez fuera
un paso en la dirección correcta. Uno podía encerrar un par de tijeras gigantescas,
pero no había forma de proteger a Tilly por completo de la resplandeciente
expansión de Los Ángeles y de todas las trampas potenciales que contenía. Emma
sonrió, manteniéndola en su sitio hasta que sus labios empezaron a temblar. Sabía
muy bien cómo alguien podía perderse en la Ciudad de los Ángeles.

Faltaban tres días para la inauguración, tres días en los que Emma había estado
comprobando una y otra vez su correo electrónico en busca de noticias de su abogado
de divorcio o de su agente inmobiliario, que por fin había puesto en venta la casa
de Los Ángeles. Tuvo que volver a su costumbre de apagar el teléfono, de tan
obsesiva que estaba con los mensajes. No paraba de mirar los anuncios de la casa en
Internet, escudriñando las fotos, preguntándose si habría algo en la propiedad o en
la puesta en escena, en los servicios o en el precio de venta que estaba provocando
el silencio absoluto en lo que respecta a las ofertas por la lujosa morada.

Y en cuanto al divorcio, sabía que Troy tenía sus papeles. Los había tenido consigo
el día que vino a suplicarle que volviera con él. Emma no entendía por qué no los
había firmado y había terminado de una vez. Le ponía los pelos de punta pensar que
podría tratarse de un último intento de hacerse con el control –del mismo modo que
le había quitado la capacidad financiera para renovar Cliffside después de que
Dusty le hubiera birlado el dinero de la línea de capital– y se sentó enfadada,
molesta pero no sorprendida. Llevaba toda la vida tan acostumbrado a salirse con la
suya que, probablemente, el mero hecho de que le dijeran que no a algo ponía su
mundo patas arriba.
Se preguntó qué le había dicho mientras estaba de rodillas en su porche,
arrastrándose con la esperanza de salvarse de ser humillado por las consecuencias
de sus propios actos.

Mi madre y mi padre dicen que no pagarán mis honorarios legales.

Era algo que Emma había estado dándole vueltas en su mente desde que él lo había
soltado. La madre y el padre de Troy habían sido los reyes de permitir la
personalidad horriblemente malcriada de su hijo desde que nació, y pensar que había
algún lugar donde trazarían la línea era chocante. No sólo no lo habían hecho nunca
antes, sino que Emma suponía que querrían proteger a Troy en cualquier reparto de
bienes que pudiera resultar de su divorcio. Pero, ¿abandonarlo a su suerte, en
lugar de recurrir al abogado de alto poder en el que ella pondría su propio dinero
y que mamá y papá Adams tenían contratado? Otro misterio para el que probablemente
nunca tendría respuesta.

Desde esta mañana, Emma no podía dedicar mucho tiempo a pensar en Troy, el
divorcio, la casa o sus exsuegros, porque Cliffside tenía un invitado. Dan Larson,
viajero de negocios de última hora y escritor de la revista Sleek Travel,
necesitaba un lugar donde quedarse en Haven by the Sea. En sus palabras, "un lugar
tranquilo donde pudiera trabajar". Así que había llamado a Emma y, aunque se
suponía que hasta dentro de unos días no estarían oficialmente preparados para
recibir huéspedes, ella le había cursado una invitación para que fuera el primero
en pernoctar en Cliffside, que él había aceptado. La fiesta de inauguración era
esta noche, y Emma sabía que Dan no tendría más que elogios para los cambios que
ella y sus amigos habían hecho para convertir Cliffside en un mágico retroceso al
apogeo de la histórica casa.

Ahora, Dan estaba de pie junto a Emma, después de haber sido obligado tras su
llegada a una foto conmemorativa del primer invitado. Morgan y Tilly, que habían
llegado temprano para ayudar a preparar la comida para la inauguración de esta
noche, habían sido obligadas a hacer la foto.

Emma estaba en las nubes. Cliffside no sólo tenía su primer huésped, sino que era
el tipo de huésped con contactos y un público ávido de nuevas experiencias de
viaje. Dan podría correr la voz sobre la cama y desayuno. Y, por si fuera poco, si
todo iba según el plan que Emma tenía en mente, la venta de la casa no tardaría en
producirse y ella volvería a tener dinero. Dinero para cosas como trabajos de
electricidad y jardinería y grandes lienzos nuevos que podría utilizar para pintar
nuevas obras, sólo para Cliffside.

La habitación en la que se encontraban había quedado muy bien. La cama con dosel
había sido lijada y las manchas restauradas. Las pesadas cortinas de terciopelo que
rodeaban la cama eran más o menos nuevas, pues se habían recuperado de docenas de
metros de terciopelo rojo que Pip había comprado para hacer una carroza de Acción
de Gracias con su camión un día de fiesta, pero que había guardado en el desván
cuando un francés de visita quedó prendado de ella y le pidió que volara con él a
París para el Día del Pavo.

Las paredes eran de un suave color crema cáscara de huevo, y a Emma le


tranquilizaba el mero hecho de estar rodeada de ellas. Esperaba que a su invitado,
Dan, de Sleek Travel, le gustara tanto como a Emma. Respiró hondo, tratando de
calmarse para no parecer sobreexcitada. No quería que Dan, el erudito de los
viajes, pensara que ella y el resto de sus amigas no tenían ni idea de cómo llevar
un B&B. Así que contó despacio del uno al diez en su cabeza, respiró hondo y
despacio y pensó en profesionalidad, calma y confianza, profesionalidad, calma y
confianza, una y otra vez en su mente.
–¡Vale, listos! –gritó Morgan–. Temporizador de tres segundos. Uno, dos...

Flexionando los mangos de las mencionadas tijeras gigantes, Emma esperó a que
Morgan dijera: "¡Tres!", y entonces cortó la gruesa cinta roja que había tendido a
través de la puerta que conducía al primer dormitorio del ala renovada de
Cliffside.

Era un día perfecto. Nada podía estropearlo.

Justo en el momento en que el teléfono de Morgan parpadeaba, el techo sobre Emma y


Dan se abrió, y el resto sucedió en lo que parecía ser a cámara lenta. La rotura de
la pared de yeso que tenían encima provocó una lluvia de yeso húmedo y agua que se
precipitó sobre Emma y Dan. Después de caer sobre ellos, el torrente golpeó el
suelo y siguió cayendo en cascada sobre la moqueta como un pequeño tsunami. Morgan
chilló y saltó hacia atrás por la salpicadura colateral. Tilly chilló y se
precipitó hacia delante, atrapando la fuerza descendente del agua que ahora corría
libremente desde el techo. Se deslizó bajo el agua en el ángulo justo, y la fuerza
de ésta arrancó la goma de lentejuelas de su coleta. Volvió a chillar de placer y
giró en el agua mientras ésta seguía vaciándose de algún manantial desconocido,
pero aparentemente infinito, del cielo.

–¡Esto es increíble! –dijo Tilly, empezando a practicar su claqué bajo el diluvio.

¡Esto es lo peor!, quería gritar Emma. Se había quedado paralizada y su mente


buscaba una solución: ¿qué hacer primero? Lo único que pudo hacer fue quedarse
inmóvil, indecisa, mirando a Morgan, que parecía igual de paralizada.

Sin embargo, Dan se movía. Parecía girar como en cámara lenta, con la cara
desencajada, mientras corría lentamente hacia donde estaba su equipaje. Pero no fue
lo bastante rápido. La oleada de agua golpeó de lleno la bolsa de su portátil, que
se empapó al instante con una mezcla de partículas de yeso y agua sucia.

Emma no pudo hacer otra cosa que quedarse allí de pie, con el shock todavía
entumeciéndola.

Mientras el agua caía desde arriba —lo que podrían haber sido dos segundos o dos
horas, Emma no estaba segura—, se volvió para mirar a Dan, que estaba de pie junto
a la bolsa del portátil, ahora abierta, con el ordenador fuera. Olía a algo
electrónico quemándose mientras él pulsaba el botón de encendido una y otra vez,
pero no ocurría nada. La furia se apoderó de sus facciones y se giró para mirar a
Emma.

El resultado de su último intento fue una pequeña nube de humo negro y denso, que
salió por la rejilla de ventilación del portátil como el último suspiro de un coche
viejo. Emma no pudo reprimir una risita. Era completamente inapropiado, pero la
risa se le escapó antes de que pudiera contenerla.

Miró la habitación en ruinas: toda la situación era de locos. Ni siquiera era algo
que hubiera podido inventar aunque lo hubiera intentado.

—¿Qué diablos de lugar estás dirigiendo aquí? ¿Crees que esto es una broma? ¿Eh? —
Dan sacudió su ordenador—. Toda la escritura de mi viaje está en esta máquina, ¡así
que más te vale que la copia de seguridad de mis archivos funcione o tendrás
noticias del departamento legal de Sleek Travel!

Emma buscó una respuesta. Disculparse no parecía ser suficiente, y él seguía allí
de pie como si esperara que ella tuviera alguna solución ingeniosa para el hecho de
que el techo se hubiera venido abajo en una especie de cómica escena digna de "I
Love Lucy". Desde luego, ella no podía retroceder en el tiempo para evitarlo, así
que lo único que podían hacer era enfrentarse a ello y empezar a limpiar.

Emma se volvió hacia Morgan. Su hermana seguía sosteniendo su teléfono, con la


cámara apuntando hacia Dan y Emma. En estado de shock, a Emma sólo se le ocurrió
preguntar una cosa.

—¿Conseguiste la foto? —soltó.

Morgan estalló en carcajadas, y Emma luchó por no echarse a llorar. Tilly estaba
pasando desapercibida en todo aquel lío, así que se sentó en medio del agua, tan
feliz como podía serlo. Qué historia tendría cuando llegara a casa, una experiencia
que ninguno de sus hermanos tendría. Sonreía de oreja a oreja.

Dan metió el ordenador estropeado en la bolsa del portátil y colocó la correa sobre
el asa de su equipaje rodante. Por sus ojos entrecerrados y sus labios apretados,
era evidente que estaba furioso.

—Esto es inaceptable. —Rodó hasta la puerta del dormitorio—. Publicaré esto en


todas mis redes sociales, me pondré en contacto con las noticias locales y
escribiré un artículo sobre mi experiencia en Cliffside. Este lugar se irá a pique.

Y con eso, se fue. Emma le oyó caminar haciendo chapoteos por el pasillo, con los
zapatos evidentemente encharcados.

Cuando el silencio se apoderó de la habitación, Emma miró a su alrededor. Había


caído tanta agua y tan rápido que gran parte de su duro trabajo se había ido al
garete, y la habitación terminada se había estropeado al instante. Tendrían que
empezar de nuevo. La incredulidad y la parálisis dieron paso a la desesperación: el
dinero de la casa no estaba garantizado, ella seguía atrapada en su matrimonio y no
tenía fondos para arreglar esta habitación. Podían cerrarla, pero se imaginaba la
misma catástrofe en cada una de las habitaciones de invitados ya preparadas, las
antiguas tuberías decidiendo que ya era hora de rendirse, habitación por
habitación, en la misma ala en la que había decidido empezar su redecoración.

A Emma se le escapó un sollozo, tratando de ahogar ambos.

Quizá el techo de su habitación cediera una noche mientras dormía, la sacara de la


cama y la llevara hasta el océano. Allí podría vivir como una sirena sin
preocupaciones.

Sin ex maridos tóxicos que no aceptaran el final.

Nada de contratistas intrigantes que te dejaban tirado y sin medios para financiar
tu sueño.

No había necesidad de parches en una casa que merecía ser restaurada con cariño
para que los recuerdos que allí se habían creado no cayeran en el olvido, perdidos
por la decadencia y el paso del tiempo. Todo lo que necesitaba era que la casa de
Los Ángeles se vendiera, y que Troy renunciara a su mitad de las ganancias de la
casa y a su mitad de la cuenta conjunta, y su vida estaría mucho más segura
económicamente.

Pero, ¿y si eso no ocurre? La oferta de Ed Garfield —y las objeciones de Hudson—


revoloteaban en el fondo de su mente.

Emma se acercó a Tilly, que le tendió una mano. Emma la cogió, la estrechó y se
sentó junto a su sobrina en el agua sucia.

Sonó una carcajada fuerte, bulliciosa e inconfundiblemente de Pip. Emma levantó la


cabeza y vio a su tía doblada en el umbral de la puerta, riendo tan fuerte que se
agarraba el estómago.

—He venido a ver la habitación —dijo entre jadeos y enjugándose los ojos
desorbitados—. Pero cuando llegué —en el mismo instante en que bajé por el pasillo
y entré en la puerta—, ¡ahí viene el agua! Oh, ¡deberíais haber visto la cara del
tipo de la revista!

Morgan se echó a reír, y Tilly también, y pronto el llanto de Emma se convirtió en


risa. El agua que la rodeaba era fría, ahora estaba empapada hasta los huesos —sus
zapatos probablemente se habían estropeado por completo—, pero se unió a la risa de
su familia.

Todo irá bien, pensó. Yo estoy bien. Tengo familia aquí conmigo. Y amigos.

Mirando alrededor de la habitación inundada, Emma se dio cuenta de que no había


nada que arreglar que no tuvieran ya experiencia en arreglar, y en arreglar juntos.

El estrés y la ansiedad pasaron a un segundo plano, sustituidos por la repentina


determinación de levantarse y superar todo esto. En ese momento reconoció que se
sentía más feliz de lo que había estado en mucho tiempo, incluso a pesar del
desastre.

Emma se levantó y estaba a punto de empezar a repartir las tareas de limpieza


cuando, más allá del pasillo, oyó ese sonido tan alegremente temido: un motor
apagándose, seguido de la pesada aldaba sonando en la puerta principal.

CAPÍTULO DIECINUEVE

—¿Por qué no puedo entrar? —gimoteó el hombre, dando pisotones en el porche—. Soy
de la familia.

—Tonterías —dijo Pip, dando un pisotón. Emma y Morgan se agolparon detrás de ella,
y Tilly había sido desterrada a la sala de estar hasta que los adultos pudieran
averiguar qué hacer con aquella extraña prima pródiga. Emma no sabía si podría
soportar más drama por hoy, o por este mes, o tal vez por este año.

—¿Qué derecho cree que tiene a decirnos a cualquiera de nosotros que nos larguemos?
—preguntó Pip, cerrando la puerta mosquitera por dentro mientras el hombre agarraba
el pomo. Sacudió la puerta con fuerza, pero resistió.

El hombre, de estatura media, peso medio, unos cuarenta años y del montón en todo
lo demás, resopló mientras permanecía de pie.

—¿Por qué si no iba a presentarme aquí? ¿Y con esto? —Agitó un papel viejo y
amarillento, y Pip descorrió el pestillo de la puerta, alargó la mano y se lo
arrebató cuando lo extendió. De algún modo, volvió a echar el cerrojo antes de que
él pudiera abrir la mosquitera y llegar hasta ellas.

—Devuélveme eso —ladró el hombre. Las miró con desprecio, de Pip a Morgan y a Emma,
arrugando la nariz ante las dos jóvenes mientras observaba su pelo y su ropa
mojados—. ¿Y por qué estáis las dos empapadas?
—Estábamos enterrando un cuerpo en el patio trasero —dijo Morgan, inexpresivo—. Un
procurador. Tuvimos que limpiar las pruebas. Imagínate lo molestos que estamos
contigo si ese es el resultado final de un pobre ingenuo tratando de vendernos una
aspiradora.

—Qué gracioso. Serás guapo cuando la policía te saque de aquí en las próximas
cuarenta y ocho horas —murmuró Pip mientras ojeaba la página impresa. Entonces,
algo llamó su atención—. ¡Sandra! Eres el hijo de Sandra, Nathan. Debería haberlo
sabido. Tu madre siempre fue una alborotadora. Parece que tú también lo eres. Emma,
llama a la policía.

Nathan levantó una mano apaciguadora, que no hizo nada por apaciguar a nadie.

—Cálmate, tía Pip. Un pajarito de mi rama del árbol genealógico le dijo a mi madre
que te habías ido a una residencia y que habías abandonado esta casa. Ahora, mi
madre hizo valer sus derechos sobre esta casa hace años, como puedes ver por ese
papel. Y si realmente te has ido de la casa, entonces es legítimamente su herencia.
Y como ella está en el hospital y no puede venir a reclamarla...

Pip arrugó el papel y lo estrujó entre sus manos como si estuviera a punto de
practicar su lanzamiento de softball.

—¿Pensaste que usarías su estado de coma como una forma de apoderarte de bienes
antes de que haya estirado la pata? Vaya. Eres un encanto.

Nathan frunció el ceño.

—¡Hemos hecho valer nuestros derechos sobre esta casa! —tronó.

—Por favor, perdóname. No has venido con ninguna prueba legal reciente. E impugnar
el testamento de mi padre hace veinte años no equivale a "hacer valer tus derechos
sobre esta casa" —explicó Pip, tirando el papel al suelo y pateándolo hacia un
lado. Emma aplastó su mocasín mojado sobre el bulto, viendo cómo el agua salía de
su zapato y hacía papilla el documento.

Nathan prácticamente gruñó.

Pip levantó un dedo, señalando al hombre del porche.

—Y el mismo caso judicial al que haces referencia es de dominio público, así que no
tendrás ningún problema en ir tú mismo al juzgado y averiguar que tu madre —y
ahora, por poder, tú— perdió esa reclamación hace mucho tiempo siguiendo el debido
proceso —Pip volvió a reír antes de continuar—. Nunca serías capaz de manejar un
lugar como este, aunque te hicieras con él. Además, ahora pertenece a Emma —Pip
señaló a Emma con el pulgar—. Está escriturado y firmado. Blindado. No hay nada que
puedas hacer, salvo que Emma te ceda el lugar por voluntad propia o decida venderlo
—cosa que no va a hacer—, que pueda acercar tu nombre a esta propiedad.

El rostro del primo Nathan adquirió un tono morado moteado. Dirigió hacia Emma sus
ojos brillantes y penetrantes. Ella se encogió un poco ante la fuerza de la mirada,
poco acostumbrada a que alguien mostrara una furia tan desnuda contra ella sin otra
razón que la codicia. Y era codicia, porque si el querido primo Nathan se percataba
de los costes de renovación que conllevaba Cliffside, saldría por patas. Emma
estaba segura de que lo único que tenía en la cabeza eran signos de dólar. Y estaba
segura de que Nathan era de los que aceptarían la oferta de Ed Garfield en un abrir
y cerrar de ojos. Eso decidió a Emma. Pip tenía razón. No había forma de que
alguien se hiciera con Cliffside a menos que fuera por encima del cadáver de Emma.
Pensó en Hudson y en cómo sonreiría si la oyera decir eso.

—Esto no ha terminado, Emma —espetó Nathan—. Os veré a todos en los tribunales y


luego, disfrutaré echándoos de mi casa cuando llegue el momento.

Nathan giró sobre sus talones y se alejó por el porche, arrastrando tras de sí su
pequeña maleta con ruedas.

Los tres —Pip, Emma y Morgan— lo observaron hasta que desapareció por el camino de
entrada. Emma no pudo ver dónde había aparcado cuando llegó, y tuvo un breve y
divertido recuerdo de él simplemente corriendo por la autopista de vuelta a la
ciudad, remolcando su maleta durante todo el camino. Tal vez Dan se encontraría con
él en la revista, y los dos hombres podrían compadecerse de lo horrible que era
Cliffside.

—Bueno —dijo Pip, aplaudiendo—. Eso no salió como estaba planeado. ¿Quién quiere
margaritas?

***

Una semana más tarde, todo el equipo de Cliffside estaba de pie en el comedor de
Emma, mirando hacia arriba. Emma estaba detrás de la isla, más cerca de los
fogones, y sonreía ante el espectáculo de Morgan, Eric, los niños, Lola, Ethan,
Pip, Louise, Carol, Bill y el fontanero (que se llamaba Gerald), todos inclinados
hacia atrás para contemplar el nuevo techo.

—Sin fisuras —dijo Eric con asombro en la voz—. Ni siquiera puedo ver dónde encajan
las piezas.

El grupo reunido murmuró mostrando su acuerdo, y Gerald sonrió en respuesta. Tenía


una cara marchita que a Emma le recordaba a una muñeca de manzana, y sus ojos
prácticamente desaparecían cuando esbozaba su sonrisa desdentada. Había trabajado
con Lola en el comedor y en todos los techos de los dormitorios, durante una semana
entera. De hecho, el último retoque sobre la cinta de juntas había tenido lugar esa
misma mañana en el último dormitorio.

Emma se sentía tonta al pensarlo, pero estaba tan feliz en aquel momento que podría
estallar. Por supuesto, habían tenido que retrasar la inauguración, y su grupo —que
había empezado con el simple hecho de que Pip engatusara a Emma para que se
escapara a Haven— era un poco variopinto, pero Emma se daba cuenta cada vez más de
que las personas que se estaban uniendo a su alrededor eran más auténticas,
cariñosas y leales que casi cualquiera de las que había conocido en Los Ángeles
todos aquellos años. Y pasaba más tiempo con Morgan, Eric y los niños. Además, Pip
se lo estaba pasando en grande en su nueva casa y con Bill, aunque él se resistiera
a admitirlo.

—El nuevo ventilador es un bonito detalle. Supongo que lo bueno de tener una casa
llena de techos en mal estado es que se puede redirigir algo de electricidad —dijo
Pip—. Y sabemos que nadie se va a llevar una sorpresa desagradable al despertarse
frío y empapado.

A Emma le encantaba una buena reparación del techo como a cualquier otro
propietario, pero lo que más le satisfacía era el hecho de que ahora tenía agua
corriente que no temía utilizar.

—Había otros dos tramos de tuberías a punto de caerse a pedazos por el paso del
tiempo. Solo en la cocina. Y en la mayoría de las habitaciones había una o dos
goteras que habrían dejado sin agua a un futuro huésped —Emma levantó su copa de
vino en señal de brindis—. ¡Pero todo lo que hay ahí arriba está ahora reluciente,
con tuberías de cobre nuevas, así que el bueno de Cliffside estará listo para
recibir invitados a partir de este lunes!

La ovación de los reunidos, exagerada por los niños hasta un punto hilarante, tapó
los primeros golpes en la puerta principal. Emma, riendo, les hizo callar a todos.

—Morgan, destapa esa bandeja de carne y queso. Lola, ya puedes abrir el zumo de
manzana con gas para los niños. Ahora vuelvo.

Pensando que nada podía volver a ser tan ridículo como el desfile de absurdos que
había pasado por su porche en las últimas semanas, Emma había perdido el miedo al
llamador de la puerta principal. Lo que había traído a Ed, Troy, el policía de la
amenaza de permiso y el primo Nathan a su puerta, todos en orden, también había
sido el anfitrión de su cargamento de hermosas réplicas de pomos victorianos, había
sido el descubrimiento de una avalancha de colibríes, que no habían llamado a la
puerta, sino que habían dado una serie de ligeros y musicales golpecitos en las
ventanas delanteras, atraídos por la combinación del blanco brillante de las
molduras y el morado oscuro de las paredes del exterior de la casa recién
pintada... y había sido el umbral por el que había entrado su recién descubierta
familia, apareciendo una y otra vez para ayudarla, animarla y hacerle compañía
mientras tanto Emma como Cliffside resurgían de sus cenizas como un ave fénix.

Ahora le traía otra agradable sorpresa: Hudson Ford, de pie en el porche de su casa
con el aspecto de un modelo de catálogo de ropa masculina. Se movía de un pie a
otro en el lugar exacto en el que había estado Troy, como algo destinado a borrar
todos los recuerdos desagradables que Emma tenía de aquel lugar en particular. Iba
vestido con botas pesadas, vaqueros oscuros, una camiseta blanca y una chaqueta de
pana marrón oscuro con coderas de cuero. Llevaba el pelo alborotado y una tenue
sombra de barba que solo servía para darle un aspecto más rudo y no desaliñado,
como solía ocurrirle a Emma con otros hombres.

Emma abrió la puerta y vio que sostenía una caja larga y algo delgada en las manos
y una expresión nerviosa en el rostro.

—¡Hola! —dijo alegremente—. Me alegro de que hayas venido. Pasa.

Él sonrió y entró en el vestíbulo, dándole un breve abrazo que la mareó con el


aroma de su colonia. No era abrumadora, solo lo suficiente como para hacer
cosquillas en su nariz con el aroma en capas de libros viejos y pino seco, con una
nota de fondo de algo reconfortante y metálico, como canela calentada en cobre. Se
dio cuenta de que olía como Cliffside, con sus rincones secretos y sus tesoros
deslustrados. Como el ozono justo antes de que llegara la lluvia y se llevara todas
las hojas del tejado. Como su taza de té vespertina, humeante en el frescor de la
noche que se avecinaba mientras ella veía llegar las tormentas primaverales.

—Te he traído esto —le dijo, entregándole la caja mientras caminaban por el
pasillo. Extendió una mano para detenerla antes de que llegaran a la cocina, y ella
se detuvo, mirándolo con curiosidad—. Ábrelo aquí. No delante de todos. No sé si te
gustará.

Por un momento, Emma sintió una oleada de temor y esperó no abrir la caja para
encontrarse con un ramo de rosas.

Pero no tenía por qué preocuparse. Dejó la caja sobre una de las mesas del
vestíbulo y desenvolvió con cuidado el sencillo papel de envolver marrón,
levantando la tapa de la base de dos piezas y la tapa del interior para revelar un
letrero pintado a mano. El letrero de madera ornamentalmente tallada rezaba:
«Bienvenido a Cliffside», y Emma vio que había pares de anillas para colgar en la
parte superior e inferior del letrero. Levantó el cartel y vio que debajo había
otro del mismo tamaño, separado por finas capas de papel de seda. El segundo
letrero decía: «Un Bed and Breakfast». Las letras evocaban los rótulos de las
tiendas de antaño, pintadas con colores brillantes y curvadas en sinuosas líneas,
realzadas con sombras de color crema.

—Me encantan —dijo Emma—. No puedo creer que hayas hecho esto.

—Dale las gracias a Bill —dijo Hudson—. Conocía a un tipo que hace esto.

Emma se rió y se llevó una mano al corazón. Era un regalo muy considerado; de
hecho, uno de los más considerados que había recibido en años.

—Parece que conoce a alguien para todo. Hudson, esto sí que es especial. Los
colgaré a primera hora de la mañana.

Entonces, Emma se sorprendió a sí misma cuando se volvió, le puso una mano en el


hombro y se puso de puntillas para besar a Hudson Ford en la mejilla. Oyó su
respiración agitada y la exhalación igual de rápida, que le hizo sentir calor en la
mejilla al separarse.

—Gracias —repitió, un poco sin aliento. Empezó a dar un paso atrás, pero Hudson
levantó una mano y le tocó suavemente el codo, lo suficiente para impedir que se
alejara. Emma se quedó sin aliento. La había detenido demasiado cerca para que no
fuera intencionado.

—Emma —dijo, y fue una palabra que de alguna manera logró decir mucho más. Respiró
otra vez, esta vez lenta y profundamente—. Espero que colgar esto signifique que te
vas a quedar en Cliffside.

Podía oír a los otros invitados, justo al final del pasillo, sus débiles risas y
conversaciones filtrándose hasta donde estaban ella y Hudson.

—Ese es el plan.

—Bien —dijo, acercándose aún más—. Esperaba que dijeras eso. —Levantó la vista
hacia él, y sus ojos se entrecerraron, el foco de la restante astilla de verde muy
evidente para Emma.

Dios mío, Hudson Ford está a punto de besarme.

¿Quería que la besara?

Cuando Hudson bajó la cabeza, Emma se dio cuenta de que sí.

El tiempo parecía alargarse. Emma podría haberse puesto de puntillas solo un poco.

Un millón de preocupaciones inundaron su mente cuando los labios de él encontraron


los suyos: lo poco inteligente que era involucrarse con alguien ahora, antes de que
finalizara su divorcio, lo demasiado rápido que era estar tan interesada en el
apuesto anticuario, y cómo todo el mundo en este pequeño pueblo estaría murmurando
si captaban cualquier tipo de indicio de que Hudson Ford había besado a la nueva
propietaria de Cliffside.

Y qué beso. Las preocupaciones salieron volando de su cabeza tan rápido como
llegaron a ella, perdidas bajo la presión cálida y segura de la boca de Hudson
contra la suya. El beso no fue agresivo. Era suave y seductor, acogedor pero
comedido, como el fuego que calienta el hogar en una fría noche de invierno. Emma
pensó, mientras él deslizaba los dedos por el pelo de su nuca, que hacía mucho
tiempo que tenía frío por dentro.
Pero el tranquilo momento de pasión se disolvió en cuestión de segundos,
interrumpido al imponerse la realidad. En la otra habitación, alguien dejó caer
algo que retumbó con fuerza, recordándole a Emma que había otros cerca que podían
pillarlos abrazados. Se apartó y se recostó sobre los talones. No hubo palabras
entre ellos, solo un silencio que Emma no sabía muy bien cómo llenar.

Hudson se aclaró la garganta cuando el momento de silencio se convirtió en algo


ligeramente incómodo.

–Deberíamos, eh... ¿están todos...?

–Sí. Están todos en la cocina.

Pero ninguno de los dos se movió. Emma cogió la caja de señales y la apretó contra
sí, esperando, con las mejillas encendidas. La expresión de Hudson indicaba que
estaba a punto de decir algo. Pero fuera lo que fuese, nunca lo dijo. Sin embargo,
era la viva imagen de la valentía, así que Emma se quedó y esperó pacientemente. Lo
que tuviera que decir no podía ser peor que Troy, o Ed, o el policía de las multas,
o el primo Nathan.

Finalmente, Hudson se metió las manos en los bolsillos del abrigo y miró por encima
de su cabeza, a sus pies, más allá de ella en el pasillo... básicamente, a todas
partes en lugar de a ella, mientras hablaba.

–Me lo pasé bien comiendo contigo aquel primer día –le dijo al tapiz que había a su
izquierda en la pared–. De hecho, me lo pasé muy bien trepando por el tejado
contigo. Supongo que me gusta estar contigo en general.

–A mí también –dijo ella.

Él siguió adelante.

–Y sé que ya te he tomado el pelo antes con lo de la cena, pero también, um,


también me encantaría de verdad... –suspiró pesadamente– Me gustaría llevarte a una
cita oficial. Si quieres.

–Hudson, no puedo.

Sus hombros se tensaron.

–Sí, vale. Lo entiendo –dijo suavemente a la nueva alfombra del pasillo–. Tienes
mucho trabajo con la reforma y, de verdad, lo comprendo.

–No, no es cierto –dijo ella, acercándose y volviendo a ponerle la mano en el


hombro. Él levantó la mirada del suelo.

No sabía por qué, pero confiaba su historia a Hudson. Claro que era doloroso y
vergonzoso lo fácil que la habían engañado, pero Hudson no era Troy y no había
razón para que ocultara lo que le había sucedido. Podía ser sincera con él, porque
la sinceridad era lo que se le había negado tan injustamente en su propio pasado.

–Hudson, estoy casada.

Sus ojos se abrieron de par en par.

–Oh. –Luego, como para enfatizar, volvió a decirlo–. Oh.

Entonces, él miró de ella a la caja de regalo, y ella pudo ver los engranajes
girando en su cabeza. Ella empujó suavemente la caja.

–Son increíbles. Y nadie va a venir a pegarte por darle un regalo, o un beso, a su


mujer. Troy, el que pronto será mi ex marido, y yo nos vamos a divorciar. Tan
rápido como podamos.

–Menudo imbécil –dijo Hudson bruscamente. Las mejillas se le colorearon y, por la


expresión de su rostro, Emma se dio cuenta de que luchaba contra la vergüenza de
haberla besado.

Emma se quedó helada, sorprendida por la vehemencia de su voz.

–¿Qué?

–¿Qué clase de idiota se divorcia de ti? –preguntó Hudson, balanceándose sobre sus
talones–. Quiero decir, eres creativa, inteligente, divertida, ingeniosa,
hermosa...

Emma sintió que sus mejillas se sonrojaban.

–Gracias, pero soy yo la que se va a divorciar de él. –Tragó saliva ante un


repentino nudo en la garganta–. Decidió que podía ver a otras personas sin
decírmelo.

Los ojos de Hudson se entrecerraron, y un músculo hizo un tic en su mandíbula.

–Repito: qué imbécil irredimible.

Emma se lamió los labios resecos y volvió a tragar contra el nudo que tenía en la
garganta. Esta vez le pareció que se le había quedado a medio camino y lo superó
con un graznido.

–Te lo digo porque me gustas. –Le miró a la cara mientras continuaba. Sus ojos
verdes no se apartaban de los suyos, y él la esperó tan pacientemente como ella lo
había hecho con él antes, cuando se había estado armando de valor para invitarla a
salir–. Y podrías gustarme en el futuro, pero no puedes gustarme ahora.

Hudson asintió.

–Lo comprendo. No estoy aquí para presionarte a nada.

–Entonces, ¿podemos seguir siendo amigos? ¿Por ahora?

Su rostro se volvió suave y serio.

–Emma, podemos seguir siendo amigos aunque nunca te guste.

–Qué bien. –Emma se relajó, y vio que los hombros de Hudson ya no estaban tensos,
tampoco–. ¿Deberíamos ir a mostrar esto a todos? –Ella sostuvo la caja de regalo en
alto.

–Las damas primero –dijo, extendiendo una mano hacia la sala vacía frente a ella.

–Creía que la edad estaba por encima de la belleza –respondió ella, haciéndole un
gesto para que fuera él primero.

–Auch –dijo mientras subían por el pasillo uno al lado del otro–. Creo que voy a
reconsiderar esta oferta de amistad. El combate ya está hiriendo mis delicados
sentimientos.
–Demasiado tarde. No hay vuelta atrás. Estás atascado conmigo a menos que te
largues de la ciudad.

–Ah, vale. Pero cuando acabe tu período de prueba inicial, te cobraré 29,99 al mes
por salir conmigo.

Emma hizo una mueca de dolor.

–¿No has oído toda la triste historia? Estoy sin blanca. Me robó un contratista,
que sigue en paradero desconocido, mi ex vació nuestras cuentas de inversión por
despecho y he invertido hasta el último céntimo en hacer este lugar medianamente
habitable. El "desayuno" de este bed and breakfast va a ser leche desnatada y
cereales genéricos. Todo el año.

Salieron del pasillo a la cálida luz de la cocina, y la risa de Hudson se mezcló


con la charla del grupo ya reunido allí.

–Creo que los viajeros de hoy necesitan endurecerse un poco, en realidad, así
que...

Al entrar en la cocina, riendo juntos, se desató otra oleada de ruido cuando todos
saludaron a Hudson. Emma sonrió de nuevo, sintiendo que la calidez de su
reencontrada alegría la llenaba y la desbordaba.

En la isla, vio encenderse su teléfono. Durante la primera parte de su estancia en


Cliffside había pasado tanto tiempo con el teléfono apagado que había perdido la
costumbre de consultarlo constantemente. De hecho, hasta el pánico financiero que
se había apoderado de ella después de la estafa de Dusty y de que Troy se diera a
la fuga con el dinero de sus inversiones, había llegado a un punto en el que rara
vez llevaba el teléfono consigo a menos que saliera de casa. Cuando Hudson empezó a
hacer la ronda, Emma cogió el dispositivo y lo pasó para leer su correo
electrónico. La alerta era algo nuevo: era de su agente inmobiliario de Los
Ángeles, y el asunto la estremeció: "¡Tenemos ofertas por encima del precio de
venta!"

Emma abrió el correo conteniendo la respiración. Había una pequeña guerra de


ofertas entre dos compradores. La guerra se había desatado por -Emma se rió- el
arte de las paredes. Los propios cuadros de Emma, que había dejado para que
sirvieran de decorado. Los dos compradores insistían en que las obras se
mantuvieran y se incluyeran en el precio final.

Pip, que estaba en un extremo de la mesa del comedor emplatando galletas recién
salidas del horno, miró a Emma y sonrió. Emma le dijo a su tía:

–Te quiero.

Pip levantó un dedo índice en el aire y trazó un corazón invisible.

Pip volvió a sonreír, más ampliamente, y le dio una galleta a Bill, que se inclinó
y besó la mejilla de Pip, lo que provocó un "oooo" de Morgan y un "puaj" de Tilly,
que se acercó a por su propia galleta. Ethan y Daniel estaban en el otro extremo de
la mesa, estudiando juntos un manual de robótica que Ethan había traído. Los dos
nuevos amigos no se daban cuenta de la fiesta que se estaba celebrando a su lado.
Eric y Gerald discutían sobre la fontanería de toda la ciudad, y Emma observaba a
sus sobrinos pequeños corretear entre las piernas de los adultos reunidos.

Todavía había cosas que preocupaban a Emma: el misterio del pasado de sus padres en
Cliffside, para el que aún no tenía respuestas. El posible lío que Dan, el hombre
de las revistas, podría provocar en su incipiente negocio, acabando con sus
posibilidades incluso antes de empezar. Y las persistentes preocupaciones por el
dinero y el divorcio, que probablemente la mantendrían intranquila durante meses.

Pero Emma no estaba sola y no era incapaz, como habían demostrado las últimas
semanas. Y a pesar de lo que Janice había dicho antes de que Emma renunciara a
VogueThink, era probable que hubiera más oportunidades para que Emma pudiera
utilizar sus habilidades mientras terminaba el resto de la reforma y conseguía que
Cliffside fuera rentable. Maneras en las que podría combinar su experiencia en
marketing con su nuevo negocio, de modo que pudiera ganar dinero a medida que
aumentaba la cuenta de resultados del B&B.

Empezaba a buscar trabajo por la mañana.

Lola se acercó a Emma y señaló a Hudson, que ahora charlaba con Bill junto a las
puertas correderas de cristal que daban a los jardines traseros.

–Veo que trajiste una cita.

–No –dijo Emma, aunque pensar en Hudson y en una cita de verdad hizo que las
mariposas se alegraran. Y al recordar el beso que acababa de darse en el pasillo, a
pocos pasos del resto de su compañía reunida, tuvo que llevarse una mano a la
mejilla para intentar ocultar el rubor que volvía a amenazarla–. Solo somos amigos.
Por ahora. Me siento demasiado a medio hacer para buscar algo nuevo.

Lola asintió.

–Supongo que todos estamos a medio hacer, ¿no?

Emma también asintió.

–Pero tenemos un buen equipo. –Empujó a Lola con el hombro. Lola dio una palmada en
el brazo de Emma y fue a sentarse con Daniel y Ethan.

Emma abrió un nuevo correo electrónico en blanco y escribió un mensaje breve pero
importante. Rellenó la dirección de correo electrónico, pulsó "Enviar" y apagó el
teléfono, guardándoselo en el bolsillo trasero.

Emma no necesitaba ver la respuesta ahora mismo. Tal vez ni siquiera mañana. Tenía
cosas más importantes en su vida, aquí en Cliffside.

Aquí, en casa.

¡YA DISPONIBLE A LA VENTA!

SOLO UNA OPORTUNIDAD

Un porche al lado del mar—Libro 2


En la nueva y dulce serie de novela romántica #1 en ventas de Sophie Love, con el
Día de los caídos acercándose y la gran inauguración de su nuevo B&B, Emma Gold se
encuentra en una frenética carrera contra el tiempo para terminar sus reformas.
Pero con un promotor que intenta detenerla, las reformas que se tuercen, invitados
molestos y un malentendido con su nuevo novio, Emma se hace una pregunta: ¿ha
tomado la decisión correcta en la vida?

“La historia de amor o lectura de playa perfecta, con una diferencia: su entusiasmo
y sus preciosas descripciones ofrecen una inesperada atención a la complejidad no
solo del amor en evolución, sino de los espíritus en evolución. Una exquisita
recomendación para los lectores de novelas románticas que buscan un toque más
complejo en sus lecturas románticas.”

--Midwest Book Review (POR AHORA Y SIEMPRE)

⭐⭐⭐⭐⭐

SOLO UNA OPORTUNIDAD es el Libro #2 de una nueva y fascinante serie de comedias


románticas de la autora número uno en ventas, cuyos libros han recibido más de
5.000 reseñas de cinco estrellas.

Emma Gold, una influyente ejecutiva publicista de Los Angeles, está acostumbrada a
llevar el control de su vida. Acalló sus sueños de convertirse en artista para
poder salir adelante, e hizo la vista gorda respecto a quién era su marido.

Pero ahora, cuando todo se desmorona, se da cuenta de que en la vida podría haber
más cosas.

Cuando Emma recibe la llamada de su tía -una mujer mayor, luchadora y divertida,
que fuma puros, conduce coches de carreras y posee una enorme casa en ruinas en un
hermoso y pintoresco pueblo costero- para que la visite, Emma piensa que solo va a
ser para un fin de semana. Poco se imagina cómo su vida está a punto de cambiar.

Con su hermana viviendo cerca de allí y su tía con ganas de mudarse, Emma se
pregunta si esta no es una idea tan descabellada. Y cuando conoce al anticuario del
pueblo, incluso se pregunta si una segunda oportunidad en el amor podría estar
esperándola.

Pero Emma es nueva en lo referente a las reformas, en cómo llevar un B&B, en tratar
con la junta de urbanismo local -y en lidiar con un pariente distante y hostil que
quiere la casa para él y que hará lo que sea para detenerla. En una serie de
acontecimientos desternillantes, Emma aprende que, en ocasiones, debemos
deshacernos del control.
Y, en ocasiones, un nuevo amor -y una nueva vida- podrían estar esperando a la
vuelta de la esquina.

¿Puede un fin de semana convertirse en toda una vida?

SOLO UN BESO es el libro #1 de una nueva y dulce serie de novelas románticas,


divertidas e intensas, que te hará reír, llorar, y te enganchará hasta altas horas
de la noche —y hará que vuelvas a enamorarte de las historias de amor puras.

“Hay romance, pero no en exceso. Felicidades a la autora de este impresionante


principio de serie que promete ser muy entretenida.”

--Books and Movies Reviews (POR AHORA Y SIEMPRE)

⭐⭐⭐⭐⭐

¡Los siguientes libros de la serie también están disponibles!

SOLO UNA OPORTUNIDAD

Un porche al lado del mar—Libro 2

Sophie Love

La autora número uno de bestsellers, Sophie Love es la autora de la serie de


comedia romántica, LA POSADA DE SUNSET HARBOR, que incluye seis libros (y
contando), y que comienza con POR AHORA Y SIEMPRE (LA POSADA DE SUNSET HARBOR-LIBRO
1). Sophie Love es también la autora de la primera serie de comedias románticas,
LAS CRÓNICAS DEL ROMANCE, que comienza con UN AMOR COMO ESTE (LAS CRÓNICAS DEL
ROMANCE – LIBRO 1).

¡A Sophie le encantaría saber de ti, así que por favor visita


www.sophieloveauthor.com para escribirle, unirte a su lista de e-mail, recibir e-
books gratuitos, escuchar las últimas noticias, y mantenerte en contacto!
NOVELAS DE SOPHIE LOVE

UN PORCHE AL LADO DEL MAR

SOLO UN BESO (Libro #1)

SOLO UNA OPORTUNIDAD (Libro #2)

LA POSADA DE SUNSET HARBOR

POR AHORA Y SIEMPRE (Libro #1)

POR Y PARA SIEMPRE (Libro #2)

PARA SIEMPRE, CONTIGO (Libro #3)

SI SOLO FUERA PARA SIEMPRE (Libro #4)

POR SIEMPRE Y UN DÍA (Libro #5)

LAS CRÓNICAS DEL ROMANCE

UN AMOR COMO ESTE (Libro #1)

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