Rerum novarum (5 de mayo de 1891) _ LEÓN XIII
Rerum novarum (5 de mayo de 1891) _ LEÓN XIII
CARTA ENCÍCLICA
RERUM NOVARUM
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII
Así, pues, debiendo Nos velar por la causa de la Iglesia y por la salvación común,
creemos oportuno, venerables hermanos, y por las mismas razones, hacer,
respecto de la situación de los obreros, lo que hemos acostumbrado,
dirigiéndoos cartas sobre el poder político, sobre la libertad humana, sobre la
cristiana constitución de los Estados y otras parecidas, que estimamos oportunas
para refutar los sofismas de algunas opiniones. Este tema ha sido tratado por
Nos incidentalmente ya más de una vez; mas la conciencia de nuestro oficio
apostólico nos incita a tratar de intento en esta encíclica la cuestión por entero, a
fin de que resplandezcan los principios con que poder dirimir la contienda
conforme lo piden la verdad y la justicia. El asunto es difícil de tratar y no exento
de peligros. Es difícil realmente determinar los derechos y deberes dentro de los
cuales hayan de mantenerse los ricos y los proletarios, los que aportan el capital
y los que ponen el trabajo. Es discusión peligrosa, porque de ella se sirven con
frecuencia hombres turbulentos y astutos para torcer el juicio de la verdad y
para incitar sediciosamente a las turbas. Sea de ello, sin embargo, lo que quiera,
2. Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes
contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes,
estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y
administrados por las personas que rigen el municipio o gobiernan la nación.
Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a la comunidad,
distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre todos los ciudadanos, se
podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver
la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es,
además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos
poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las
naciones.
3. Sin duda alguna, como es fácil de ver, la razón misma del trabajo que aportan
los que se ocupan en algún oficio lucrativo y el fin primordial que busca el obrero
es procurarse algo para sí y poseer con propio derecho una cosa como suya. Si,
por consiguiente, presta sus fuerzas o su habilidad a otro, lo hará por esta razón:
para conseguir lo necesario para la comida y el vestido; y por ello, merced al
trabajo aportado, adquiere un verdadero y perfecto derecho no sólo a exigir el
salario, sino también para emplearlo a su gusto. Luego si, reduciendo sus gastos,
ahorra algo e invierte el fruto de sus ahorros en una finca, con lo que puede
asegurarse más su manutención, esta finca realmente no es otra cosa que el
mismo salario revestido de otra apariencia, y de ahí que la finca adquirida por el
obrero de esta forma debe ser tan de su dominio como el salario ganado con su
trabajo. Ahora bien: es en esto precisamente en lo que consiste, como
fácilmente se colige, la propiedad de las cosas, tanto muebles como inmuebles.
Luego los socialistas empeoran la situación de los obreros todos, en cuanto
tratan de transferir los bienes de los particulares a la comunidad, puesto que,
privándolos de la libertad de colocar sus beneficios, con ello mismo los despojan
de la esperanza y de la facultad de aumentar los bienes familiares y de
procurarse utilidades.
5. Esto resalta todavía más claro cuando se estudia en sí misma la naturaleza del
hombre. Pues el hombre, abarcando con su razón cosas innumerables,
enlazando y relacionando las cosas futuras con las presentes y siendo dueño de
sus actos, se gobierna a sí mismo con la previsión de su inteligencia, sometido
además a la ley eterna y bajo el poder de Dios; por lo cual tiene en su mano
elegir las cosas que estime más convenientes para su bienestar, no sólo en
cuanto al presente, sino también para el futuro. De donde se sigue la necesidad
de que se halle en el hombre el dominio no sólo de los frutos terrenales, sino
también el de la tierra misma, pues ve que de la fecundidad de la tierra le son
proporcionadas las cosas necesarias para el futuro.
7. Con lo que de nuevo viene a demostrarse que las posesiones privadas son
conforme a la naturaleza. Pues la tierra produce con largueza las cosas que se
precisan para la conservación de la vida y aun para su perfeccionamiento, pero
no podría producirlas por sí sola sin el cultivo y el cuidado del hombre. Ahora
bien: cuando el hombre aplica su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a
procurarse los bienes de la naturaleza, por este mismo hecho se adjudica a sí
aquella parte de la naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su
persona dejó impresa una a modo de huella, de modo que sea absolutamente
justo que use de esa parte como suya y que de ningún modo sea lícito que
venga nadie a violar ese derecho de él mismo.
8. Es tan clara la fuerza de estos argumentos, que sorprende ver disentir de ellos
a algunos restauradores de desusadas opiniones, los cuales conceden, es cierto,
el uso del suelo y los diversos productos del campo al individuo, pero le niegan
de plano la existencia del derecho a poseer como dueño el suelo sobre que ha
edificado o el campo que cultivó. No ven que, al negar esto, el hombre se vería
privado de cosas producidas con su trabajo. En efecto, el campo cultivado por la
mano e industria del agricultor cambia por completo su fisonomía: de silvestre,
se hace fructífero; de infecundo, feraz. Ahora bien: todas esas obras de mejora
se adhieren de tal manera y se funden con el suelo, que, por lo general, no hay
modo de separarlas del mismo. ¿Y va a admitir la justicia que venga nadie a
apropiarse de lo que otro regó con sus sudores? Igual que los efectos siguen a la
causa que los produce, es justo que el fruto del trabajo sea de aquellos que
pusieron el trabajo. Con razón, por consiguiente, la totalidad del género humano,
sin preocuparse en absoluto de las opiniones de unos pocos en desacuerdo, con
la mirada firme en la naturaleza, encontró en la ley de la misma naturaleza el
fundamento de la división de los bienes y consagró, con la práctica de los siglos,
la propiedad privada como la más conforme con la naturaleza del hombre y con
la pacífica y tranquila convivencia. Y las leyes civiles, que, cuando son justas,
deducen su vigor de esa misma ley natural, confirman y amparan incluso con la
fuerza este derecho de que hablamos. Y lo mismo sancionó la autoridad de las
leyes divinas, que prohíben gravísimamente hasta el deseo de lo ajeno: «No
desearás la mujer de tu prójimo; ni la casa, ni el campo, ni la esclava, ni el buey,
ni el asno, ni nada de lo que es suyo»[1].
9. Ahora bien: esos derechos de los individuos se estima que tienen más fuerza
cuando se hallan ligados y relacionados con los deberes del hombre en la
sociedad doméstica. Está fuera de duda que, en la elección del género de vida,
está en la mano y en la voluntad de cada cual preferir uno de estos dos: o seguir
el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el vínculo matrimonial.
No hay ley humana que pueda quitar al hombre el derecho natural y primario de
casarse, ni limitar, de cualquier modo que sea, la finalidad principal del
matrimonio, instituido en el principio por la autoridad de Dios: «Creced y
multiplicaos»[2].
10. Querer, por consiguiente, que la potestad civil penetre a su arbitrio hasta la
11. Pero, además de la injusticia, se deja ver con demasiada claridad cuál sería
la perturbación y el trastorno de todos los órdenes, cuán dura y odiosa la
opresión de los ciudadanos que habría de seguirse. Se abriría de par en par la
puerta a las mutuas envidias, a la maledicencia y a las discordias; quitado el
estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a
secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que sueñan no
sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y
abyecta, de todos los hombres sin excepción alguna. De todo lo cual se sigue
claramente que debe rechazarse de plano esa fantasía del socialismo de reducir
a común la propiedad privada, pues que daña a esos mismos a quienes se
pretende socorrer, repugna a los derechos naturales de los individuos y perturba
las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto, cuando se plantea
el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener como
fundamental el principio de que la propiedad privada ha de conservarse
inviolable. Sentado lo cual, explicaremos dónde debe buscarse el remedio que
conviene.
decir de los gobernantes, de los señores y ricos, y, finalmente, de los mismos por
quienes se lucha, de los proletarios; pero afirmamos, sin temor a equivocarnos,
que serán inútiles y vanos los intentos de los hombres si se da de lado a la
Iglesia. En efecto, es la Iglesia la que saca del Evangelio las enseñanzas en
virtud de las cuales se puede resolver por completo el conflicto, o, limando sus
asperezas, hacerlo más soportable; ella es la que trata no sólo de instruir la
inteligencia, sino también de encauzar la vida y las costumbres de cada uno con
sus preceptos; ella la que mejora la situación de los proletarios con muchas
utilísimas instituciones; ella la que quiere y desea ardientemente que los
pensamientos y las fuerzas de todos los órdenes sociales se alíen con la finalidad
de mirar por el bien de la causa obrera de la mejor manera posible, y estima que
a tal fin deben orientarse, si bien con justicia y moderación, las mismas leyes y la
autoridad del Estado.
13. Establézcase, por tanto, en primer lugar, que debe ser respetada la condición
humana, que no se puede igualar en la sociedad civil lo alto con lo bajo. Los
socialistas lo pretenden, es verdad, pero todo es vana tentativa contra la
naturaleza de las cosas. Y hay por naturaleza entre los hombres muchas y
grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, no la habilidad, ni la
salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de estas cosas brota
espontáneamente la diferencia de fortuna. Todo esto en correlación perfecta con
los usos y necesidades tanto de los particulares cuanto de la comunidad, pues
que la vida en común precisa de aptitudes varias, de oficios diversos, al
desempeño de los cuales se sienten impelidos los hombres, más que nada, por
la diferente posición social de cada uno. Y por lo que hace al trabajo corporal,
aun en el mismo estado de inocencia, jamás el hombre hubiera permanecido
totalmente inactivo; mas lo que entonces hubiera deseado libremente la
voluntad para deleite del espíritu, tuvo que soportarlo después necesariamente,
y no sin molestias, para expiación de su pecado: «Maldita la tierra en tu trabajo;
comerás de ellas entre fatigas todos los días de tu vida». Y de igual modo, el fin
de las demás adversidades no se dará en la tierra, porque los males
consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles de soportar y es preciso
que acompañen al hombre hasta el último instante de su vida. Así, pues, sufrir y
padecer es cosa humana, y para los hombres que lo experimenten todo y lo
intenten todo, no habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas
incomodidades de la sociedad humana. Si algunos alardean de que pueden
lograrlo, si prometen a las clases humildes una vida exenta de dolor y de
calamidades, llena de constantes placeres, ésos engañan indudablemente al
pueblo y cometen un fraude que tarde o temprano acabará produciendo males
mayores que los presentes. Lo mejor que puede hacerse es ver las cosas
humanas como son y buscar al mismo tiempo por otros medios, según hemos
dicho, el oportuno alivio de los males.
14. Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase
social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera
15. Ahora bien: para acabar con la lucha y cortar hasta sus mismas raíces, es
admirable y varia la fuerza de las doctrinas cristianas. En primer lugar, toda la
doctrina de la religión cristiana, de la cual es intérprete y custodio la Iglesia,
puede grandemente arreglar entre sí y unir a los ricos con los proletarios, es
decir, llamando a ambas clases al cumplimiento de sus deberes respectivos y,
ante todo, a los deberes de justicia. De esos deberes, los que corresponden a los
proletarios y obreros son: cumplir íntegra y fielmente lo que por propia libertad y
con arreglo a justicia se haya estipulado sobre el trabajo; no dañar en modo
alguno al capital; no ofender a la persona de los patronos; abstenerse de toda
violencia al defender sus derechos y no promover sediciones; no mezclarse con
hombres depravados, que alientan pretensiones inmoderadas y se prometen
artificiosamente grandes cosas, lo que lleva consigo arrepentimientos estériles y
las consiguientes pérdidas de fortuna.
Y éstos, los deberes de los ricos y patronos: no considerar a los obreros como
esclavos; respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona, sobre todo
ennoblecida por lo que se llama el carácter cristiano. Que los trabajos
remunerados, si se atiende a la naturaleza y a la filosofa cristiana, no son
vergonzosos para el hombre, sino de mucha honra, en cuanto dan honesta
posibilidad de ganarse la vida. Que lo realmente vergonzoso e inhumano es
abusar de los hombres como de cosas de lucro y no estimarlos en más que
cuanto sus nervios y músculos pueden dar de sí. E igualmente se manda que se
tengan en cuenta las exigencias de la religión y los bienes de las almas de los
proletarios. Por lo cual es obligación de los patronos disponer que el obrero
tenga un espacio de tiempo idóneo para atender a la piedad, no exponer al
hombre a los halagos de la corrupción y a las ocasiones de pecar y no apartarlo
en modo alguno de sus atenciones domésticas y de la afición al ahorro. Tampoco
debe imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas, ni de una
clase que no esté conforme con su edad y su sexo. Pero entre los primordiales
deberes de los patronos se destaca el de dar a cada uno lo que sea justo.
Cierto es que para establecer la medida del salario con justicia hay que
considerar muchas razones; pero, generalmente, tengan presente los ricos y los
patronos que oprimir para su lucro a los necesitados y a los desvalidos y buscar
Por último, han de evitar cuidadosamente los ricos perjudicar en lo más mínimo
los intereses de los proletarios ni con violencias, ni con engaños, ni con artilugios
usurarios; tanto más cuanto que no están suficientemente preparados contra la
injusticia y el atropello, y, por eso mismo, mientras más débil sea su economía,
tanto más debe considerarse sagrada.
16. ¿No bastaría por sí solo el sometimiento a estas leyes para atenuar la
violencia y los motivos de discordia? Pero la Iglesia, con Cristo por maestro y
guía, persigue una meta más alta: o sea, preceptuando algo más perfecto, trata
de unir una clase con la otra por la aproximación y la amistad. No podemos,
indudablemente, comprender y estimar en su valor las cosas caducas si no es
fijando el alma sus ojos en la vida inmortal de ultratumba, quitada la cual se
vendría inmediatamente abajo toda especie y verdadera noción de lo honesto;
más aún, todo este universo de cosas se convertiría en un misterio impenetrable
a toda investigación humana. Pues lo que nos enseña de por sí la naturaleza,
que sólo habremos de vivir la verdadera vida cuando hayamos salido de este
mundo, eso mismo es dogma cristiano y fundamento de la razón y de todo el ser
de la religión. Pues que Dios no creó al hombre para estas cosas frágiles y
perecederas, sino para las celestiales y eternas, dándonos la tierra como lugar de
exilio y no de residencia permanente. Y, ya nades en la abundancia, ya carezcas
de riquezas y de todo lo demás que llamamos bienes, nada importa eso para la
felicidad eterna; lo verdaderamente importante es el modo como se usa de ellos.
17. Así, pues, quedan avisados los ricos de que las riquezas no aportan consigo
la exención del dolor, ni aprovechan nada para la felicidad eterna, sino que más
bien la obstaculizan[7]; de que deben imponer temor a los ricos las tremendas
amenazas de Jesucristo[8] y de que pronto o tarde se habrá de dar cuenta
Sobre el uso de las riquezas hay una doctrina excelente y de gran importancia,
que, si bien fue iniciada por la filosofía, la Iglesia la ha enseñado también
perfeccionada por completo y ha hecho que no se quede en puro conocimiento,
sino que informe de hecho las costumbres. El fundamento de dicha doctrina
consiste en distinguir entre la recta posesión del dinero y el recto uso del mismo.
Poseer bienes en privado, según hemos dicho poco antes, es derecho natural del
hombre, y usar de este derecho, sobre todo en la sociedad de la vida, no sólo es
lícito, sino incluso necesario en absoluto. «Es lícito que el hombre posea cosas
propias. Y es necesario también para la vida humana»[9]. Y si se pregunta cuál
es necesario que sea el uso de los bienes, la Iglesia responderá sin vacilación
alguna: «En cuanto a esto, el hombre no debe considerar las cosas externas
como propias, sino como comunes; es decir, de modo que las comparta
fácilmente con otros en sus necesidades. De donde el Apóstol dice: "Manda a los
ricos de este siglo... que den, que compartan con facilidad"»[10].
A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos
personales o de los suyos; ni siquiera a dar a otro lo que él mismo necesita para
conservar lo que convenga a la persona, a su decoro: «Nadie debe vivir de una
manera inconveniente»[11]. Pero cuando se ha atendido suficientemente a la
necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra.
«Lo que sobra, dadlo de limosna»[12]. No son éstos, sin embargo, deberes de
justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la
cual, ciertamente, no hay derecho de exigirla por la ley. Pero antes que la ley y
el juicio de los hombres están la ley y el juicio de Cristo Dios, que de modos
diversos y suavemente aconseja la práctica de dar: «Es mejor dar que
recibir»[13], y que juzgará la caridad hecha o negada a los pobres como hecha o
negada a El en persona: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más
pequeños, a mí me lo hicisteis»[14]. Todo lo cual se resume en que todo el que
ha recibido abundancia de bienes, sean éstos del cuerpo y externos, sean del
espíritu, los ha recibido para perfeccionamiento propio, y, al mismo tiempo, para
que, como ministro de la Providencia divina, los emplee en beneficio de los
demás. «Por lo tanto, el que tenga talento, que cuide mucho de no estarse
callado; el que tenga abundancia de bienes, que no se deje entorpecer para la
largueza de la misericordia; el que tenga un oficio con que se desenvuelve, que
se afane en compartir su uso y su utilidad con el prójimo»[15].
20. Para los cuales, sin embargo, si siguen los preceptos de Cristo, resultará
poco la amistad y se unirán por el amor fraterno. Pues verán y comprenderán
que todos los hombres han sido creados por el mismo Dios, Padre común; que
todos tienden al mismo fin, que es el mismo Dios, el único que puede dar la
felicidad perfecta y absoluta a los hombres y a los ángeles; que, además, todos
han sido igualmente redimidos por el beneficio de Jesucristo y elevados a la
dignidad de hijos de Dios, de modo que se sientan unidos, por parentesco
fraternal, tanto entre sí como con Cristo, primogénito entre muchos hermanos.
De igual manera que los bienes naturales, los dones de la gracia divina
pertenecen en común y generalmente a todo el linaje humano, y nadie, a no ser
que se haga indigno, será desheredado de los bienes celestiales: «Si hijos, pues,
también herederos; herederos ciertamente de Dios y coherederos de Cristo»[17].
Tales son los deberes y derechos que la filosofía cristiana profesa. ¿No parece
que acabaría por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella entrara en
vigor en la sociedad civil?
21. Finalmente, la Iglesia no considera bastante con indicar el camino para llegar
a la curación, sino que aplica ella misma por su mano la medicina, pues que está
dedicada por entero a instruir y enseñar a los hombres su doctrina, cuyos
saludables raudales procura que se extiendan, con la mayor amplitud posible,
por la obra de los obispos y del clero. Trata, además de influir sobre los espíritus
y de doblegar las voluntades, a fin de que se dejen regir y gobernar por la
enseñanza de los preceptos divinos. Y en este aspecto, que es el principal y de
gran importancia, pues que en él se halla la suma y la causa total de todos los
bienes, es la Iglesia la única que tiene verdadero poder, ya que los instrumentos
de que se sirve para mover los ánimos le fueron dados por Jesucristo y tienen en
sí eficacia infundida por Dios. Son instrumentos de esta índole los únicos que
pueden llegar eficazmente hasta las intimidades del corazón y lograr que el
hombre se muestre obediente al deber, que modere los impulsos del alma
ambiciosa, que ame a Dios y al prójimo con singular y suma caridad y destruya
animosamente cuanto obstaculice el sendero de la virtud.
Bastará en este orden con recordar brevemente los ejemplos de los antiguos.
Recordamos cosas y hechos que no ofrecen duda alguna: que la sociedad
humana fue renovada desde sus cimientos por las costumbres cristianas; que, en
virtud de esta renovación, fue impulsado el género humano a cosas mejores;
más aún, fue sacado de la muerte a la vida y colmado de una tan elevada
perfección, que ni existió otra igual en tiempos anteriores ni podrá haberla
mayor en el futuro. Finalmente, que Jesucristo es el principio y el fin mismo de
estos beneficios y que, como de El han procedido, a El tendrán todos que
referirse. Recibida la luz del Evangelio, habiendo conocido el orbe entero el gran
misterio de la encarnación del Verbo y de la redención de los hombres, la vida de
Jesucristo, Dios y hombre, penetró todas las naciones y las imbuyó a todas en su
fe, en sus preceptos y en sus leyes. Por lo cual, si hay que curar a la sociedad
humana, sólo podrá curarla el retorno a la vida y a las costumbres cristianas, ya
que, cuando se trata de restaurar la sociedades decadentes, hay que hacerlas
volver a sus principios. Porque la perfección de toda sociedad está en buscar y
conseguir aquello para que fue instituida, de modo que sea causa de los
movimientos y actos sociales la misma causa que originó la sociedad. Por lo cual,
apartarse de lo estatuido es corrupción, tornar a ello es curación. Y con toda
verdad, lo mismo que respecto de todo el cuerpo de la sociedad humana, lo
decimos de igual modo de esa clase de ciudadanos que se gana el sustento con
el trabajo, que son la inmensa mayoría.
22. No se ha de pensar, sin embargo, que todos los desvelos de la Iglesia estén
tan fijos en el cuidado de las almas, que se olvide de lo que atañe a la vida
mortal y terrena. En relación con los proletarios concretamente, quiere y se
esfuerza en que salgan de su misérrimo estado y logren una mejor situación. Y a
ello contribuye con su aportación, no pequeña, llamando y guiando a los
hombres hacia la virtud. Dado que, dondequiera que se observen íntegramente,
las virtudes cristianas aportan una parte de la prosperidad a las cosas externas,
en cuanto que aproximan a Dios, principio y fuente de todos los bienes; reprime
esas dos plagas de la vida que hacen sumamente miserable al hombre incluso
cuando nada en la abundancia, como son el exceso de ambición y la sed de
placeres[18]; en fin, contentos con un atuendo y una mesa frugal, suplen la
renta con el ahorro, lejos de los vicios, que arruinan no sólo las pequeñas, sino
aun las grandes fortunas, y disipan los más cuantiosos patrimonios. Pero,
además, provee directamente al bienestar de los proletarios, creando y
fomentando lo que estima conducente a remediar su indigencia, habiéndose
distinguido tanto en esta clase de beneficios, que se ha merecido las alabanzas
de sus propios enemigos.
Tal era el vigor de la mutua caridad entre los cristianos primitivos, que
frecuentemente los más ricos se desprendían de sus bienes para socorrer, «y
no... había ningún necesitado entre ellos»[19]. A los diáconos, orden
precisamente instituido para esto, fue encomendado por los apóstoles el
cometido de llevar a cabo la misión de la beneficencia diaria; y Pablo Apóstol,
aunque sobrecargado por la solicitud de todas las Iglesias, no dudó, sin
embargo, en acometer penosos viajes para llevar en persona la colecta a los
cristianos más pobres. A dichas colectas, realizadas espontáneamente por los
cristianos en cada reunión, la llama Tertuliano «depósitos de piedad», porque se
invertían «en alimentar y enterrar a los pobres, a los niños y niñas carentes de
bienes y de padres, entre los sirvientes ancianos y entre los náufragos»[20]. De
aquí fue poco a poco formándose aquel patrimonio que la Iglesia guardó con
religioso cuidado, como herencia de los pobres. Más aún, proveyó de socorros a
una muchedumbre de indigentes, librándolos de la vergüenza de pedir limosna.
Pues como madre común de ricos y pobres, excitada la caridad por todas partes
hasta un grado sumo, fundó congregaciones religiosas y otras muchas
instituciones benéficas, con cuyas atenciones apenas hubo género de miseria
que careciera de consuelo. Hoy, ciertamente, son muchos los que, como en otro
tiempo hicieran los gentiles, se propasan a censurar a la Iglesia esta tan eximia
caridad, en cuyo lugar se ha pretendido poner la beneficencia establecida por las
leyes civiles. Pero no se encontrarán recursos humanos capaces de suplir la
caridad cristiana, que se entrega toda entera a sí misma para utilidad de los
demás. Tal virtud es exclusiva de la Iglesia, porque, si no brotara del sacratísimo
corazón de Jesucristo, jamás hubiera existido, pues anda errante lejos de Cristo
el que se separa de la Iglesia.
Mas no puede caber duda que para lo propuesto se requieren también las
ayudas que están en manos de los hombres. Absolutamente es necesario que
todos aquellos a quienes interesa la cuestión tiendan a lo mismo y trabajen por
ello en la parte que les corresponda. Lo cual tiene cierta semejanza con la
providencia que gobierna al mundo, pues vemos que el éxito de las cosas
proviene de la coordinación de las causas de que dependen.
23. Queda ahora por investigar qué parte de ayuda puede esperarse del Estado.
Entendemos aquí por Estado no el que de hecho tiene tal o cual pueblo, sino el
que pide la recta razón de conformidad con la naturaleza, por un lado, y
aprueban, por otro, las enseñanzas de la sabiduría divina, que Nos mismo hemos
expuesto concretamente en la encíclica sobre la constitución cristiana de las
naciones. Así, pues, los que gobiernan deber cooperar, primeramente y en
términos generales, con toda la fuerza de las leyes e instituciones, esto es,
haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote
espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya
que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes.
Ahora bien: lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones es la
probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las familias, la
24. Pero también ha de tenerse presente, punto que atañe más profundamente
a la cuestión, que la naturaleza única de la sociedad es común a los de arriba y a
los de abajo. Los proletarios, sin duda alguna, son por naturaleza tan ciudadanos
como los ricos, es decir, partes verdaderas y vivientes que, a través de la familia,
integran el cuerpo de la nación, sin añadir que en toda nación son inmensa
mayoría. Por consiguiente, siendo absurdo en grado sumo atender a una parte
de los ciudadanos y abandonar a la otra, se sigue que los desvelos públicos han
de prestar los debidos cuidados a la salvación y al bienestar de la clase
proletaria; y si tal no hace, violará la justicia, que manda dar a cada uno lo que
es suyo. Sobre lo cual escribe sabiamente Santo Tomás: «Así como la parte y el
todo son, en cierto modo, la misma cosa, así lo que es del todo, en cierto modo,
lo es de la parte»[21]. De ahí que entre los deberes, ni pocos ni leves, de los
gobernantes que velan por el bien del pueblo, se destaca entre los primeros el
de defender por igual a todas las clases sociales, observando inviolablemente la
justicia llamada distributiva.
25. Mas, aunque todos los ciudadanos, sin excepción alguna, deban contribuir
necesariamente a la totalidad del bien común, del cual deriva una parte no
pequeña a los individuos, no todos, sin embargo, pueden aportar lo mismo ni en
igual cantidad. Cualesquiera que sean las vicisitudes en las distintas formas de
gobierno, siempre existirá en el estado de los ciudadanos aquella diferencia sin
la cual no puede existir ni concebirse sociedad alguna. Es necesario en absoluto
que haya quienes se dediquen a las funciones de gobierno, quienes legislen,
quienes juzguen y, finalmente, quienes con su dictamen y autoridad administren
los asuntos civiles y militares. Aportaciones de tales hombres que nadie dejará
de ver que son principales y que ellos deben ser considerados como superiores
en toda sociedad por el hecho de que contribuyen al bien común más de cerca y
con más altas razones. Los que ejercen algún oficio, por el contrario, no
aprovechan a la sociedad en el mismo grado y con las mismas funciones que
aquéllos, mas también ellos concurren al bien común de modo notable, aunque
menos directamente. Y, teniendo que ser el bien común de naturaleza tal que los
hombres, consiguiéndolo, se hagan mejores, debe colocarse principalmente en la
virtud. De todos modos, para la buena constitución de una nación es necesaria
Ahora bien: interesa tanto a la salud pública cuanto a la privada que las cosas
estén en paz y en orden; e igualmente que la totalidad del orden doméstico se
rija conforme a los mandatos de Dios y a los preceptos de la naturaleza; que se
respete y practique la religión; que florezca la integridad de las costumbres
privadas y públicas; que se mantenga inviolada la justicia y que no atenten
impunemente unos contra otros; que los ciudadanos crezcan robustos y aptos, si
fuera preciso, para ayudar y defender a la patria. Por consiguiente, si alguna vez
ocurre que algo amenaza entre el pueblo por tumultos de obreros o por huelgas;
que se relajan entre los proletarios los lazos naturales de la familia; que se
quebranta entre ellos la religión por no contar con la suficiente holgura para los
deberes religiosos; si se plantea en los talleres el peligro para la pureza de las
costumbres por la promiscuidad o por otros incentivos de pecado; si la clase
patronal oprime a los obreros con cargas injustas o los veja imponiéndoles
28. Pero quedan por tratar todavía detalladamente algunos puntos de mayor
importancia. El principal es que debe asegurar las posesiones privadas con el
imperio y fuerza de las leyes. Y principalísimamente deberá mantenerse a la
plebe dentro de los límites del deber, en medio de un ya tal desenfreno de
ambiciones; porque, si bien se concede la aspiración a mejorar, sin que oponga
reparos la justicia, sí veda ésta, y tampoco autoriza la propia razón del bien
común, quitar a otro lo que es suyo o, bajo capa de una pretendida igualdad,
caer sobre las fortunas ajenas. Ciertamente, la mayor parte de los obreros
prefieren mejorar mediante el trabajo honrado sin perjuicio de nadie; se cuenta,
sin embargo, no pocos, imbuidos de perversas doctrinas y deseosos de
revolución, que pretenden por todos los medíos concitar a las turbas y lanzar a
los demás a la violencia. Intervenga, por tanto, la autoridad del Estado y,
frenando a los agitadores, aleje la corrupción de las costumbres de los obreros y
el peligro de las rapiñas de los legítimos dueños.
30. De igual manera hay muchas cosas en el obrero que se han de tutelar con la
protección del Estado, y, en primer lugar, los bienes del alma, puesto que la vida
mortal, aunque buena y deseable, no es, con todo, el fin último para que hemos
sido creados, sino tan sólo el camino y el instrumento para perfeccionarla vida
del alma con el conocimiento de la verdad y el amor del bien. El alma es la que
lleva impresa la imagen y semejanza de Dios, en la que reside aquel poder
mediante el cual se mandó al hombre que dominara sobre las criaturas inferiores
y sometiera a su beneficio a las tierras todas y los mares. «Llenad la tierra y
sometedla, y dominad a los peces del mar y a las aves del cielo y a todos los
animales que se mueven sobre la tierra»[23]. En esto son todos los hombres
iguales, y nada hay que determine diferencias entre los ricos y los pobres, entre
los señores y los operarios, entre los gobernantes y los particulares, «pues uno
mismo es el Señor todos»[24]. A nadie le está permitido violar impunemente la
dignidad humana, de la que Dios mismo dispone con gran reverencia; ni ponerle
trabas en la marcha hacia su perfeccionamiento, que lleva a la sempiterna vida
de los cielos. Más aún, ni siquiera por voluntad propia puede el hombre ser
tratado, en este orden, de una manera inconveniente o someterse a una
esclavitud de alma pues no se trata de derechos de que el hombre tenga pleno
dominio, sino de deberes para con Dios, y que deben ser guardados
puntualmente. De aquí se deduce la necesidad de interrumpir las obras y
trabajos durante los días festivos. Nadie, sin embargo, deberá entenderlo como
el disfrute de una más larga holganza inoperante, ni menos aún como una
ociosidad, como muchos desean, engendradora de vicios y fomentadora de
derroches de dinero, sino justamente del descanso consagrado por la religión.
Unido con la religión, el descanso aparta al hombre de los trabajos y de los
problemas de la vida diaria, para atraerlo al pensamiento de las cosas celestiales
y a rendir a la suprema divinidad el culto justo y debido. Este es, principalmente,
el carácter y ésta la causa del descanso de los días festivos, que Dios sancionó
ya en el Viejo Testamento con una ley especial: «Acuérdate de santificar el
sábado»[25],enseñándolo, además, con el ejemplo de aquel arcano descanso
después de haber creado al hombre:«Descansó el séptimo día de toda la obra
que había realizado»[26].
31. Por lo que respecta a la tutela de los bienes del cuerpo y externos, lo
primero que se ha de hacer es librar a los pobres obreros de la crueldad de los
ambiciosos, que abusan de las personas sin moderación, como si fueran cosas
para su medro personal. O sea, que ni la justicia ni la humanidad toleran la
exigencia de un rendimiento tal, que el espíritu se embote por el exceso de
trabajo y al mismo tiempo el cuerpo se rinda a la fatiga. Como todo en la
naturaleza del hombre, su eficiencia se halla circunscrita a determinados límites,
más allá de los cuales no se puede pasar. Cierto que se agudiza con el ejercicio y
la práctica, pero siempre a condición de que el trabajo se interrumpa de cuando
en cuando y se dé lugar al descanso.
Se ha de mirar por ello que la jornada diaria no se prolongue más horas de las
que permitan las fuerzas. Ahora bien: cuánto deba ser el intervalo dedicado al
descanso, lo determinarán la clase de trabajo, las circunstancias de tiempo y
lugar y la condición misma de los operarios. La dureza del trabajo de los que se
ocupan ensacar piedras en las canteras o en minas de hierro, cobre y otras cosas
de esta índole, ha de ser compensada con la brevedad de la duración, pues
requiere mucho más esfuerzo que otros y es peligroso para la salud.
Hay que tener en cuenta igualmente las épocas del año, pues ocurre con
frecuencia que un trabajo fácilmente soportable en una estación es insufrible en
otra o no puede realizarse sino con grandes dificultades. Finalmente, lo que
puede hacer y soportar un hombre adulto y robusto no se le puede exigir a una
mujer o a un niño. Y, en cuanto a los niños, se ha de evitar cuidadosamente y
sobre todo que entren en talleres antes de que la edad haya dado el suficiente
desarrollo a su cuerpo, a su inteligencia y a su alma. Puesto que la actividad
precoz agosta, como a las hierbas tiernas, las fuerzas que brotan de la infancia,
con lo que la constitución de la niñez vendría a destruirse por completo.
Igualmente, hay oficios menos aptos para la mujer, nacida para las labores
domésticas; labores estas que no sólo protegen sobremanera el decoro
femenino, sino que responden por naturaleza a la educación de los hijos y a la
prosperidad de la familia. Establézcase en general que se dé a los obreros todo
el reposo necesario para que recuperen las energías consumidas en el trabajo,
puesto que el descanso debe restaurar las fuerzas gastadas por el uso. En todo
contrato concluido entre patronos y obreros debe contenerse siempre esta
condición expresa o tácita: que se provea a uno y otro tipo de descanso, pues no
sería honesto pactar lo contrario, ya que a nadie es lícito exigir ni prometer el
abandono de las obligaciones que el hombre tiene para con Dios o para consigo
mismo.
32. Atacamos aquí un asunto de la mayor importancia, y que debe ser entendido
rectamente para que no se peque por ninguna de las partes. A saber: que es
establecida la cuantía del salario por libre consentimiento, y, según eso, pagado
el salario convenido, parece que el patrono ha cumplido por su parte y que nada
más debe. Que procede injustamente el patrono sólo cuando se niega a pagar el
sueldo pactado, y el obrero sólo cuando no rinde el trabajo que se estipuló; que
en estos casos es justo que intervenga el poder político, pero nada más que para
poner a salvo el derecho de cada uno. Un juez equitativo que atienda a la
realidad de las cosas no asentirá fácilmente ni en su totalidad a esta
argumentación, pues no es completa en todas sus partes; le falta algo de
verdadera importancia.
Trabajar es ocuparse en hacer algo con el objeto de adquirir las cosas necesarias
para los usos diversos de la vida y, sobre todo, para la propia conservación: «Te
ganarás el pan con el sudor de tu frente»[27]. Luego el trabajo implica por
naturaleza estas dos a modo de notas: que sea personal, en cuanto la energía
que opera es inherente a la persona y propia en absoluto del que la ejerce y
para cuya utilidad le ha sido dada, y que sea necesario, por cuanto el fruto de su
trabajo le es necesario al hombre para la defensa de su vida, defensa a que le
obliga la naturaleza misma de las cosas, a que hay que plegarse por encima de
las masas con la esperanza de adquirir algo vinculado con el suelo, poco a poco
se iría aproximando una clase a la otra al ir cegándose el abismo entre las
extremadas riquezas y la extremada indigencia. Habría, además, mayor
abundancia de productos de la tierra. Los hombres, sabiendo que trabajan lo que
es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo. Aprenden incluso a amar más a la
tierra cultivada por sus propias manos, de la que esperan no sólo el sustento,
sino también una cierta holgura económica para sí y para los suyos. No hay
nadie que deje de ver lo mucho que importa este entusiasmo de la voluntad para
la abundancia de productos y para el incremento de las riquezas de la sociedad.
De todo lo cual se originará otro tercer provecho, consistente en que los
hombres sentirán fácilmente apego a la tierra en que han nacido y visto la
primera luz, y no cambiarán su patria por una tierra extraña si la patria les da la
posibilidad de vivir desahogadamente. Sin embargo, estas ventajas no podrán
obtenerse sino con la condición de que la propiedad privada no se vea absorbida
por la dureza de los tributos e impuestos. El derecho de poseer bienes en
privado no ha sido dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la
autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y
compaginarlo con el bien común. Procedería, por consiguiente, de una manera
injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo bajo
razón de tributos.
34. Finalmente, los mismos patronos y obreros pueden hacer mucho en esta
cuestión, esto es, con esas instituciones mediante las cuales atender
convenientemente a los necesitados y acercar más una clase a la otra. Entre las
de su género deben citarse las sociedades de socorros mutuos; entidades
diversas instituidas por la previsión de los particulares para proteger a los
obreros, amparar a sus viudas e hijos en los imprevistos, enfermedades y
cualquier accidente propio de las cosas humanas; los patronatos fundados para
cuidar de los niños, niñas, jóvenes y ancianos. Pero el lugar preferente lo ocupan
las sociedades de obreros, que comprenden en sí todas las demás. Los gremios
de artesanos reportaron durante mucho tiempo grandes beneficios a nuestros
antepasados. En efecto, no sólo trajeron grandes ventajas para los obreros, sino
también a las artes mismas un desarrollo y esplendor atestiguado por numerosos
monumentos. Es preciso que los gremios se adapten a las condiciones actuales
de edad más culta, con costumbres nuevas y con más exigencias de vida
cotidiana. Es grato encontrarse con que constantemente se están constituyendo
asociaciones de este género, de obreros solamente o mixtas de las dos clases;
es de desear que crezcan en número y eficiencia. Y, aunque hemos hablado más
de una vez de ellas, Nos sentimos agrado en manifestar aquí que son muy
convenientes y que las asiste pleno derecho, así como hablar sobre su
reglamentación y cometido.
Si el uno cae, será levantado por el otro. ¡Ay del que está solo, pues, si cae, no
tendrá quien lo levante!»[28]. Y también esta otra: «El hermano, ayudado por su
hermano, es como una ciudad fortificada»[29]. En virtud de esta propensión
natural, el hombre, igual que es llevado a constituir la sociedad civil, busca la
formación de otras sociedades entre ciudadanos, pequeñas e imperfectas, es
verdad, pero de todos modos sociedades. Entre éstas y la sociedad civil median
grandes diferencias por causas diversas. El fin establecido para la sociedad civil
alcanza a todos, en cuanto que persigue el bien común, del cual es justo que
participen todos y cada uno según la proporción debida. Por esto, dicha sociedad
recibe el nombre de pública, pues que mediante ella se unen los hombres entre
sí para constituir un pueblo (o nación)[30]. Las que se forman, por el contrario,
diríamos en su seno, se consideran y son sociedades privadas, ya que su
finalidad inmediata es el bien privado de sus miembros exclusivamente.«Es
sociedad privada, en cambio, la que se constituye con miras a algún negocio
privado, como cuando dos o tres se asocian para comerciar unido»[31].
Ahora bien: aunque las sociedades privadas se den dentro de la sociedad civil y
sean como otras tantas partes suyas, hablando en términos generales y de por
sí, no está en poder del Estado impedir su existencia, ya que el constituir
sociedades privadas es derecho concedido al hombre por la ley natural, y la
sociedad civil ha sido instituida para garantizar el derecho natural y no para
conculcarlo; y, si prohibiera a los ciudadanos la constitución de sociedades,
obraría en abierta pugna consigo misma, puesto que tanto ella como las
sociedades privadas nacen del mismo principio: que los hombres son sociables
por naturaleza. Pero concurren a veces circunstancias en que es justo que las
leyes se opongan a asociaciones de ese tipo; por ejemplo, si se pretendiera
como finalidad algo que esté en clara oposición con la honradez, con la justicia o
abiertamente dañe a la salud pública. En tales casos, el poder del Estado
prohíbe, con justa razón, que se formen, y con igual derecho las disuelve cuando
se han formado; pero habrá de proceder con toda cautela, no sea que viole los
derechos de los ciudadanos o establezca, bajo apariencia de utilidad pública,
algo que la razón no apruebe, ya que las leyes han de ser obedecidas sólo en
cuanto estén conformes con la recta razón y con la ley eterna de Dios[32].
en los tiempos actuales: Son muchos los lugares en que los poderes públicos han
violado comunidades de esta índole, y con múltiples injurias, ya asfixiándolas con
el dogal de sus leyes civiles, ya despojándolas de su legítimo derecho de
personas morales o despojándolas de sus bienes. Bienes en que tenía su
derecho la Iglesia, el suyo cada uno de los miembros de tales comunidades, el
suyo también quienes las habían consagrado a una determinada finalidad y el
suyo, finalmente, todos aquellos a cuya utilidad y consuelo habían sido
destinadas. Nos no podemos menos de quejarnos, por todo ello, de estos
expolios injustos y nocivos, tanto más cuanto que se prohíben las asociaciones
de hombres católicos, por demás pacíficos y beneficiosos para todos los órdenes
sociales, precisamente cuando se proclama la licitud ante la ley del derecho de
asociación y se da, en cambio, esa facultad, ciertamente sin limitaciones, a
hombres que agitan propósitos destructores juntamente de la religión y del
Estado.
religiosa, de modo que cada uno conozca sus obligaciones para con Dios; que
sepa lo que ha de creer, lo que ha esperar y lo que ha de hacer para su salvación
eterna; y se ha de cuidar celosamente de fortalecerlos contra los errores de
ciertas opiniones y contra las diversas corruptelas del vicio. Ínstese, incítese a los
obreros al culto de Dios y a la afición a la piedad; sobre todo a velar por el
cumplimiento de la obligación de los días festivos. Que aprendan a amar y
reverenciar a la Iglesia, madre común de todos, e igualmente a cumplir sus
preceptos y frecuentar los sacramentos, que son los instrumentos divinos de
purificación y santificación.
Por los eventos pasados prevemos sin temeridad los futuros. Las edades se
suceden unas a otras, pero la semejanza de sus hechos es admirable, ya que se
rigen por la providencia de Dios, que gobierna y encauza la continuidad y
sucesión de las cosas a la finalidad que se propuso al crear el humano linaje.
Sabemos que se consideraba ominoso para los cristianos de la Iglesia naciente el
que la mayor parte viviera de limosnas o del trabajo. Pero, desprovistos de
riquezas y de poder, lograron, no obstante, ganarse plenamente la simpatía de
los ricos y se atrajeron el valimiento de los poderosos. Podía vérseles diligentes,
laboriosos, pacíficos, firmes en el ejemplo de la caridad. Ante un espectáculo tal
de vida y costumbres, se desvaneció todo prejuicio, se calló la maledicencia de
los malvados y las ficciones de la antigua idolatría cedieron poco a poco ante la
doctrina cristiana.
41. Tenéis, venerables hermanos, ahí quiénes y de qué manera han de laboraren
esta cuestión tan difícil. Que se ciña cada cual a la parte que le corresponde, y
con presteza suma, no sea que un mal de tanta magnitud se haga incurable por
la demora del remedio. Apliquen la providencia de las leyes y de las instituciones
los que gobiernan las naciones; recuerden sus deberes los ricos y patronos;
esfuércense razonablemente los proletarios, de cuya causa se trata; y, como
dijimos al principio, puesto que la religión es la única que puede curar
radicalmente el mal, todos deben laborar para que se restauren las costumbres
cristianas, sin las cuales aun las mismas medidas de prudencia que se estiman
adecuadas servirían muy poco en orden a la solución.
LEÓN PP XIII
Notas
[1] Dt 5,21.
[7] Mt 19,23-24.
[8] Lc 6,24-25.
[12] Lc 11,41.
[14] Mt 25,40.
[25] Ex 20,8.
[30] Santo Tomás, Contra los que impugnan el culto de Dios y la religión c.l l.
[31] Ibíd.
[32] «La ley humana en tanto tiene razón de ley en cuanto está conforme con la
recta razón y, según esto, es manifiesto que se deriva de la ley eterna. Pero en
cuanto se aparta de la razón, se llama ley inicua, y entonces no tiene razón de
ley, sino más bien de una violencia» (Santo Tomás, I-II q.13 a.3).
[33] Mt 16,26.