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El ingenioso hidalgo
don Quijote de La
Mancha
LECTURA Y ACTIVIDADES.
3º ESO
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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Miguel de Cervantes Saavedra
Miguel de Cervantes nació el 29 de septiembre de 1547 en Alcalá de Henares y murió
el 22 de abril de 1616 en Madrid, pero fue enterrado el 23 de abril y popularmente se
conoce esta fecha como la de su muerte. Fue el cuarto de los siete hijos de un
modesto cirujano, Rodrigo de Cervantes, y de Leonor Cortinas. A los dieciocho años
tuvo que huir a Italia porque había herido a un hombre; allí entró al servicio del
cardenal Acquaviva. Poco después se alistó como soldado y participó heroicamente en
la batalla de Lepanto, en 1571, donde fue herido en el pecho y en la mano izquierda,
que le quedó anquilosada. Cervantes siempre se mostró orgulloso de haber
participado en la batalla de Lepanto. Continuó unos años como soldado y, en 1575,
cuando regresaba a la península junto a su hermano Rodrigo, fueron apresados y
llevados cautivos a Argel. Cinco años estuvo prisionero, hasta que en 1580 pudo ser
liberado gracias al rescate que aportó su familia y los padres trinitarios. Durante su
cautiverio, Cervantes intentó fugarse varias veces, pero nunca lo logró. Cuando en
1580 volvió a la Península tres doce años de ausencia, intentó varios trabajos y solicitó
un empleo en “las Indias”, que no le fue concedido. Fue una etapa dura para
Cervantes, que empezaba a escribir en aquellos años. En 1584 se casó y, entre 1587 y
1600, residió en Sevilla ejerciendo un ingrato y humilde oficio –comisario de
abastecimientos-, que le obligaba a recorrer Andalucía requisando alimentos para las
expediciones que preparaba Felipe II. Cervantes se trasladó a Valladolid en 1604, en
busca de mecenas en el entorno de la corte, pues tenía dificultades económicas.
Cervantes cultivó todos los géneros literarios, aunque es más conocido por sus obras
narrativas. Es universalmente conocido, sobre todo por haber escrito El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha, que muchos críticos han descrito como la primera
novela moderna y una de las mejores obras de la literatura universal. Se le ha dado el
sobrenombre de Príncipe de los Ingenios.
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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Introducción
Estructura de Don Quijote de La Mancha
Esta obra fue publicada en dos partes:
 La primera (1605) relata las dos primeras salidas por tierras de la Mancha y
Andalucía. La primera salida abarca los capítulos 1 a 6 y la segunda, los
capítulos 7 a 52.
 La segunda parte (1615) narra el peregrinaje por tierras de Aragón y Cataluña
hasta Barcelona y su regreso a la Mancha. Esta parte tiene 74 capítulos.
Entre ambas partes, debido al éxito de la primera de ellas, apareció una obra titulada
“Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha”, de un tal Alonso
Fernández de Avellaneda, que era un seudónimo. A Cervantes le molestó tanto que
otro autor quisiera adueñarse de su obra, que apresuradamente escribió y publicó la
verdadera segunda parte.
Argumento de la obra
 Primera salida. El hidalgo manchego Don Alonso Quijano, llamado por sus
convecinos el Bueno, se enfrascó tanto en la lectura de novelas de caballerías
que, perdido el juicio, concibió la ingeniosa idea de hacerse caballero andante y
de partir en busca de aventuras que le proporcionaran fama para conseguir el
amor de su dama, Dulcinea del Toboso. Bajo el nombre de Don Quijote de la
Mancha, con armas antiguas y su viejo caballo, Rocinante, se lanza al mundo
haciéndose armar caballero en una venta que imagina ser castillo, entre las
burlas del ventero y las de las mozas del mesón. Creyéndose ya un auténtico
caballero, realiza su primera hazaña liberando a un joven pastor a quien su amo
está azotando. Tras una discusión acalorada con unos mercaderes, de la que
resulta malherido, un vecino lo auxilia y lo devuelve a su aldea.
 Segunda salida. Ama, sobrina, cura y barbero han pegado fuego a buena parte
de los libros de Don Quijote y tapiado su biblioteca, mientras él se halla
convaleciente en su lecho. Ya repuesto, convence a un labrador vecino suyo,
Sancho Panza, para que le acompañe en sus aventuras. Ya con su escudero,
lucha contra unos gigantes que no son sino molinos de viento; se enfrenta con
un vizcaíno, al que vence; da libertad a unos galeotes perseguidos por la Santa
Hermandad, que le apedrean; hace penitencia en Sierra Morena, donde escribe
una carta a Dulcinea; envía a Sancho al Toboso para que se la entregue; el
canónigo y el barbero de su aldea salen a buscarle; encuentran a Sancho y le
impiden cumplir con el encargo de su amo; hallan a Don Quijote apaleado y
herido y lo devuelven a su pueblo.
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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 Tercera salida: Don Quijote y Sancho inician la tercera salida, encaminándose al
Toboso, donde el escudero asegura a su amo que una rústica aldeana montada
en un asno es Dulcinea, hecho extraordinario que Don Quijote atribuye a un
mago enemigo suyo (el mismo que hizo desaparecer su biblioteca y transformó
los molinos de viento en gigantes). Su obsesión será, a partir de ahora,
encontrar el medio de desencantarla. Caminando por tierras de Aragón, ya
famosos como personajes literarios, amo y escudero llegan a los dominios de
unos duques que se burlan despiadadamente de la locura de ambos, hasta el
punto de nombrar a Sancho gobernador de uno de sus estados (la ínsula
Barataria), cargo que abandonará más tarde. Nuevamente juntos caballero y
escudero, para desmentir al falso Quijote de Avellaneda, cambian de itinerario
y se dirigen a Barcelona, donde el hidalgo sufre su derrota definitiva luchando
en fiera y descomunal batalla contra el Caballero de la Blanca Luna, que no es
otro que su vecino, el bachiller Sansón Carrasco, quien le impone como
condición regresar a su aldea. Física y moralmente derrotado, Quijote vuelve a
la Mancha, de donde partió y, después de haber recobrado la cordura, muere
cristianamente en su lecho.
Leed también la información de las páginas 151 y 152 (dos primeros párrafos) del libro
de texto.
Los libros de caballerías y el propósito de Don Quijote de La Mancha
Los libros de caballerías pertenecen a un género narrativo que surgió en el siglo XV y
que alcanzó un gran éxito en el siglo XVI, durante el que se publicaron muchísimos. Son
novelas que cuentan las fantásticas aventuras de un caballero imaginario que lucha
por su cuenta a favor de la justicia y para alcanzar el amor de una dama.
Las obras maestras de este género, que no faltan en la biblioteca de don Quijote, son
Tirante el Blanco, de Joanot Martorell, y Amadís de Gaula, de Garcí Rodríguez de
Montalvo.
El Quijote es una burla de los libros de caballerías —que, a lo largo de todo el siglo XVI,
se leyeron mucho—, porque, según afirma el propio Cervantes, enseñaban falsedades
y absurdos y, además, estaban muy mal escritos. Pero no se queda ahí, no,... el Quijote
es también un símbolo de los más altos sentimientos del ser humano, como la
fidelidad (que Sancho demuestra a su amo), o el amor, la justicia y la libertad, por los
que lucha el caballero, sin importarle las dificultades y los peligros que eso suponga.
Leed también la información de la página 152 (apartado en el que habla del propósito)
del libro de texto.
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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Personajes protagonistas
Don Alonso Quijano era un noble, es decir, pertenecía a una clase social que
disfrutaba de ciertos beneficios, como poseer tierras y no pagar impuestos por ellas.
Esos beneficios o privilegios se concedían a los hombres que habían participado en la
Reconquista y que habían logrado expulsar a los musulmanes de la Península; luego,
los heredaban sus hijos, nietos y demás descendientes.
Dentro de la nobleza, los hidalgos representaban el escalón más bajo, y vivían bastante
humildemente de lo que producían sus tierras. Este era el caso de don Alonso: no solo
había heredado la armadura de sus bisabuelos, sino también el título y las posesiones,
por eso vivía de rentas... Pero de unas rentas más bien escasas, pues no se permitía
grandes lujos, ni siquiera un caballo en condiciones. Y es que don Alonso Quijano no
era más que un hidalgo, por mucho que soñase con convertirse en don Quijote, un
noble de los de antes.
Sancho Panza no tenía caballo, sino un asno. Tampoco empleaba su tiempo libre en
leer; primero, porque, a diferencia de don Alonso, él sí trabajaba: era campesino y
debía sacar adelante a su familia; segundo, porque era analfabeto. A pesar de todo, a
Sancho no le faltaba nobleza, la llevaba en el carácter: aunque le movía el interés, era
honrado; sabía que su amo estaba loco, pero le fue fiel y nunca lo abandonó; cuando a
don Quijote se le iba la vida, Sancho lloraba...
Leed también la información de la página 152 (último párrafo) del libro de texto.
Autor de Don Quijote. Cide Hamete Benengeli
En el capítulo VIII («Vuelta a las andadas»), Sansón Carrasco visita a don Quijote y le
dice que sus aventuras son tan famosas que aparecen en un libro: Historia de don
Quijote de La Mancha, escrita por el historiador árabe Cide Hamete Benengeli y
traducida a la lengua castellana por Miguel de Cervantes Saavedra.
Y ahora nos preguntamos: pero ¿no era Cervantes el autor del Quijote?, ¿quién es ese
Cide Hamete Benengeli? Pues sí, la obra la escribió Miguel de Cervantes; lo que ocurre
es que se esconde detrás del tal Cide Hamete para que las posibles críticas de los
lectores recaigan sobre este —que no es más que un personaje inventado—, y no
sobre el verdadero autor; por otro lado, al presentarlo como historiador, Cervantes
pretende que los hechos parezcan verdaderos y, por tanto, creíbles.
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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Narrador de la obra
La historia de don Quijote es contada por un narrador externo a la historia, es decir, un
narrador que relata los hechos usando la tercera persona. Además, es omnisciente ya
que sabe en todo momento lo que piensan y sienten los personajes.
Además de este narrador principal, dentro de la obra hay otros narradores, ya que
junto a la historia principal, la de don Quijote y Sancho, se van intercalando otras
historias que cuentan personajes que van apareciendo, como la novela El curioso
impertinente que cuenta el cura, la novela pastoril de Marcela y Grisóstomo narrada
por un pastor, o la novela morisca, la historia del cautivo, que narra su protagonista.
Leed también la información de la página 152 (el apartado en el que se habla de los
puntos de vista) del libro de texto.
Ejercicios sobre Don Quijote de La Mancha
Antes de empezar a leer algunos de los fragmentos más conocidos de la obra, vais a
reflexionar sobre algunos aspectos de la misma, contestando a estas preguntas. Podéis
hacer el trabajo en grupo; más tarde, pondremos en común los resultados.
1. ¿Cuántas partes tiene la obra? ¿Cuándo se publicó cada una de ellas? ¿Qué
relación existe entre las partes de la obra y las salidas del protagonista?
2. ¿Qué diferencias hay entre las dos partes de la obra?
3. ¿Para qué usa Cervantes la figura de Cide Hamete Benengeli?
4. Ya habéis visto que hay diversos narradores en la obra; esta técnica no es
nueva, antes se usó en otra obra de la literatura castellana. ¿En cuál? Razona la
respuesta.
5. ¿Qué evolución sufren a lo largo de la historia los dos personajes
protagonistas? ¿cómo se llama a esa evolución?
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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Fragmentos de la obra
I Parte
Capítulo I. Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo don
Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo
que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y
quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los
domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto de ella concluían sayo de
velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mismo, y los días de
entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que
pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo
y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro
hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de
rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre
de «Quijada», o «Quesada», que en esto hay alguna diferencia en los autores que de
este caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba
«Quijana». Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración de él
no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran
los más del año—, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que
olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda;
y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra
de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y, así, llevó a su casa
todos cuantos pudo haber de ellos; y, de todos, ningunos le parecían tan bien como los
que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas
intrincadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos
requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de
la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón
me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «Los altos cielos que de
vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del
merecimiento que merece la vuestra grandeza...»
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y se desvelaba por entenderlas y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si
resucitara para solo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y
recibía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no
dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo,
alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros
mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces
competencia con el cura de su lugar —que era hombre docto, graduado en Sigüenza—
sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas
maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del
Febo, y que si alguno se le podía comparar era don Galaor, hermano de Amadís de
Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo, que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo
de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer,
se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Se le llenó la fantasía de
todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias,
batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y se
le asentó de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de
aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en
el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no
tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había
partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos.
Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación
gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado.
Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir
de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de
Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él por dar una mano de
coces al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás
dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento
de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante e irse por
todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo
aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo
todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos,
cobrase eterno nombre y fama. Se imaginaba el pobre ya coronado por el valor de su
brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables
pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio prisa a poner en
efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido
de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que
estaban puestas y olvidadas en un rincón. Las limpió y las aderezó lo mejor que pudo;
pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión
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simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media
celada que, encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad
que, para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su
espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho
en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
pedazos, y, por asegurarse de este peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas
barras de hierro por de dentro, de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza
y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de
encaje.
Fue luego a ver su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el
caballo de Gonela, que «tantum pellis et ossa fuit», le pareció que ni el Bucéfalo de
Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en
imaginar qué nombre le pondría; porque —según se decía él a sí mismo— no era razón
que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre
conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quién había sido
antes que fuese de caballero andante y lo que era entonces; pues estaba muy puesto
en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le
cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo
ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres que formó, borró y
quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a
llamar «Rocinante», nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había
sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los
rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este
pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar «don Quijote»; de donde,
como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia que sin
duda se debía de llamar «Quijada», y no «Quesada», como otros quisieron decir. Pero
acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse
«Amadís» a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa,
y se llamó «Amadís de Gaula», así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el
nombre de la suya y llamarse «don Quijote de la Mancha», con que a su parecer
declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre de
ella.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y
confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar
una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin
hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decía él:
—Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con
algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo
de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo,
¿no será bien tener a quien enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas
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ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: «Yo, señora, soy el gigante
Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el
jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó
que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de
mí a su talante»?
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más
cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar
cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo
anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni le dio cata de
ello. Se llamaba Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de
sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que
tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla «Dulcinea del
Toboso» porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer, músico y peregrino y
significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.
Capítulo II. Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don
Quijote.
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su
pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su
tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar,
sinrazones que emendar y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar
parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del
día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió
sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y
por la puerta falsa de un corral salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de
ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas apenas se vio en el
campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la
comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero y
que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero,
y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin
empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le
hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna,
propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros
muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de
las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más
que un arminio; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel
que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y
diciendo:
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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—¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera
historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando
llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?: «Apenas había
el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras
de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus
harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada
aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don
Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo
Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel».
Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:
—Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías,
dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para
memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de
tocar el ser coronista de esta peregrina historia!Te ruego que no te olvides de mi buen
Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras9.
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
—¡Oh princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes
fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no
parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros de este vuestro
sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.
Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le
habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto, caminaba tan
despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle
los sesos, si algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
desesperaba, porque quisiera topar luego con quien hacer experiencia del valor de su
fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del
Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido
averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha es que él
anduvo todo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de
hambre, y que, mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna
majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y
necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera
una estrella que, no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba.
Se dio prisa a caminar y llegó a ella a tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del partido, las
cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer
jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le
parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin
faltarle su puente levadizo y honda cava, con todos aquellos adherentes que
semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta que a él le parecía castillo, y a
poco trecho de ella detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se
pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al
castillo. Pero como vio que se tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la
caballeriza, se llegó a la puerta de la venta y vio a las dos distraídas mozas que allí
estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que
delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió acaso que un
porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que sin
perdón así se llaman) tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le
representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su
venida; y, así, con extraño contento llegó a la venta y a las damas, las cuales, como
vieron venir un hombre de aquella suerte armado, y con lanza y adarga, llenas de
miedo se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo,
alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil
talante y voz reposada les dijo:
—Non fuyan las vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno, ca a la orden de
caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas
doncellas como vuestras presencias demuestran.
Le miraban las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le
encubría; mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no
pudieron tener la risa y fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decirles:
—Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez, además, la risa que de
leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal
talante, que el mío non es de ál que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero
acrecentaba en ellas la risa, y en él el enojo, y pasara muy adelante si a aquel punto no
saliera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico, el cual, viendo
aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza,
adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de
su contento. Mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de
hablarle comedidamente y, así, le dijo:
—Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho, porque en esta
venta no hay ninguno, todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le pareció a él el
ventero y la venta, respondió:
—Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque «mis arreos son las armas,
mi descanso el pelear», etc.
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Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de
los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y de los de la playa de Sanlúcar, no menos
ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiantado paje y, así, le respondió:
—Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre
velar; y siendo así bien se puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasión y
ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche.
Y diciendo esto fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha
dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor
pieza que comía pan en el mundo. Le miró el ventero, y no le pareció tan bueno como
don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo
que su huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas, que ya se habían
reconciliado con él; las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás
supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía
atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los
ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera y, así, se quedó toda aquella
noche con la celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura que se pudiera
pensar; y al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le
desarmaban eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con
mucho donaire:
—«Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban de él;
princesas, del su rocino»,
o Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la
Mancha el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas
en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito
presente este romance viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes
de toda sazón; pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo
obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra;
solo le preguntaron si quería comer alguna cosa.
—Cualquiera yantaría yo —respondió don Quijote—, porque, a lo que entiendo, me
haría mucho al caso.
A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones
de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras
partes curadillo, y en otras truchuela. Le preguntaron si por ventura comería su
merced truchuela, que no había otro pescado que darle a comer.
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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—Como haya muchas truchuelas —respondió don Quijote—, podrán servir de una
trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de
a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que
es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego,
que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas.
Le pusieron la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y le trajo el huésped una
porción del mal remojado y peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como
sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la
celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo
daba y ponía, y, así, una de aquellas señoras servía de este menester. Mas al darle de
beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y, puesto un cabo
en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recibía en paciencia, a
trueco de no romper las cintas de la celada. Estando en esto, llegó acaso a la venta un
castrador de puercos, y así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces,
con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo y que
le servían con música y que el abadejo eran truchas, el pan, candeal y las rameras,
damas y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su
determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero,
por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la
orden de caballería.
Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse
caballero.
Y, así, fatigado de este pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual
acabada, llamó al ventero y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas
ante él, diciéndole:
—No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra
cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra
y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso
mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás
quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía.
—No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío —respondió don
Quijote—, y así os digo que el don que os he pedido y de vuestra liberalidad me ha sido
otorgado es que mañana en aquel día me habéis de armar caballero, y esta noche en la
capilla de este vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como tengo dicho, se
cumplirá lo que tanto deseo, para poder como se debe ir por todas las cuatro partes
del mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de
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la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes
fazañas es inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de
la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes
razones y, por tener que reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y, así, le
dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía y que tal prosupuesto era
propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda
presencia mostraba; y que él asimismo, en los años de su mocedad, se había dado a
aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo, buscando sus
aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de
Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de
Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde
había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos
tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a
algunos pupilos y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales
hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su
castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los
caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, solo por la mucha
afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen
deseo.
Le dijo también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las
armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo, pero que en caso de necesidad
él sabía que se podían velar dondequiera y que aquella noche las podría velar en un
patio del castillo, que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas
ceremonias de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero, que no
pudiese ser más en el mundo.
Le preguntó si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca, porque él
nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese
traído. A esto dijo el ventero que se engañaba, que, puesto caso que en las historias no
se escribía, por haberles parecido a los autores de ellas que no era menester escribir
una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no
por eso se había de creer que no los trajeron, y, así, tuviese por cierto y averiguado
que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados,
llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles, y que asimismo
llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que
recibían, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían
heridos había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por
amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire en alguna nube alguna doncella o
enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando alguna gota de ella
luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno
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hubiesen tenido; mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados
caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras
cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los
tales caballeros no tenían escuderos —que eran pocas y raras veces—, ellos mismos lo
llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del
caballo, como que era otra cosa de más importancia, porque, no siendo por ocasión
semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y
por esto le daba por consejo, pues aun se lo podía mandar como a su ahijado, que tan
presto lo había de ser, que no caminase de allí adelante sin dineros y sin las
prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas, cuando menos se
pensase.
Le prometió don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba, con toda puntualidad; y, así,
se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la
venta estaba, y recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a
un pozo estaba y, embrazando su adarga, asió de su lanza y con gentil continente, se
comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la
noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela
de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Se admiraron de tan extraño
género de locura y se lo fueron a mirar desde lejos, y vieron que con sosegado
ademán unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas,
sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta
claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera que
cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Se le antojó en esto a uno de
los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las
armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le
dijo:
—¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del
más valeroso andante que jamás se ciñó espada! Mira lo que haces, y no las toques, si
no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
No se curó el arriero de estas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera
curarse en salud), antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual
visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo y, puesto el pensamiento —a lo que
pareció— en su señora Dulcinea, dijo:
—Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado
pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo.
Y diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos
manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo
tan maltrecho, que, si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le
curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que
primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado —porque aún
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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estaba aturdido el arriero—, llegó otro con la misma intención de dar agua a sus mulos
y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra
y sin pedir favor a nadie soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza y, sin hacerla
pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro.
Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don
Quijote, embrazó su adarga y, puesta mano a su espada, dijo:
—¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es
tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña
aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del
mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron,
comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual lo mejor que podía
se reparaba con su adarga y no se osaba apartar de la pila, por no desamparar las
armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco,
y que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba,
mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y
mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes
caballeros; y que si él hubiera recibido la orden de caballería, que él le diera a
entender su alevosía:
—Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y
ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra
sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le
acometían; y así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y
él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y
sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle
la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese. Y, así,
llegándose a él, se disculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado,
sin que él supiese cosa alguna, pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento.
Le dijo como ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que
restaba de hacer tampoco era necesaria, que todo el toque de quedar armado
caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del
ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya
había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de
vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don
Quijote, que él estaba allí pronto para obedecerle y que concluyese con la mayor
brevedad que pudiese, porque, si fuese otra vez acometido y se viese armado
caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, excepto aquellas que él le
mandase, a quien por su respeto dejaría.
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Advertido y medroso de esto el castellano, trajo luego un libro donde asentaba la paja
y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y
con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó
hincar de rodillas; y, leyendo en su manual, como que decía alguna devota oración, en
mitad de la leyenda alzó la mano y le dio sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con
su misma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como
que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la
cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para
no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían
visto del novel caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada dijo la buena
señora:
—Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién
quedaba obligado por la merced recibida, porque pensaba darle alguna parte de la
honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que
se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo, que vivía a las
tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le
tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de
allí adelante se pusiese don y se llamase «doña Tolosa». Ella se lo prometió, y la otra le
calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada. Le
preguntó su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera y que era hija de un honrado
molinero de Antequera; a la cual también rogó don Quijote que se pusiese don y se
llamase «doña Molinera», ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora
don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras, y, ensillando luego a
Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le dijo cosas tan extrañas,
agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a
referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque
con más breves palabras, respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le
dejó ir a la buena hora.
Capítulo IV. De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta.
La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta tan contento, tan gallardo, tan
alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del
caballo. Mas viniéndole a la memoria los consejos de su huésped cerca de las
prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especial la de los dineros y
camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero,
haciendo cuenta de recibir a un labrador vecino suyo que era pobre y con hijos, pero
muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a
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Rocinante hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana
comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.
No había andado mucho cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de
un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de persona que se
quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:
—Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones
delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión y donde pueda coger
el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son de algún menesteroso o
menesterosa que ha menester mi favor y ayuda.
Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces
salían, y, a pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y
atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de
quince años, que era el que las voces daba, y no sin causa, porque le estaba dando con
una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con
una reprehensión y consejo. Porque decía:
—La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
—No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo
prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.
Y viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
—Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; subid
sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza —que también tenía una lanza arrimada a
la encina adonde estaba arrendada la yegua—, que yo os haré conocer ser de cobardes
lo que estáis haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su
rostro, se tuvo por muerto, y con buenas palabras respondió:
—Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es mi criado, que me sirve de
guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan
descuidado, que cada día me falta una; y porque castigo su descuido, o bellaquería,
dice que lo hago de miserable, por no pagarle la soldada que le debo, y en Dios y en mi
ánima que miente.
—¿«Miente» delante de mí, ruin villano? —dijo don Quijote—. Por el sol que nos
alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin más
réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto.
Desatadlo luego.
El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó
don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada
mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y le dijo al
labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el
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medroso villano que para el paso en que estaba y juramento que había hecho—y aún
no había jurado nada—, que no eran tantos, porque se le habían de descontar y recibir
en cuenta tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le
habían hecho estando enfermo.
—Bien está todo eso —replicó don Quijote—, pero quédense los zapatos y las sangrías
por los azotes que sin culpa le habéis dado, que, si él rompió el cuero de los zapatos
que vos pagasteis, vos le habéis rompido el de su cuerpo, y si le sacó el barbero sangre
estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; así que por esta parte no os
debe nada.
—El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase Andrés
conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.
—¿Irme yo con él? —dijo el muchacho—. Mas ¡mal año! No, señor, ni por pienso,
porque en viéndose solo me desuelle como a un San Bartolomé.
—No hará tal —replicó don Quijote—: basta que yo se lo mande para que me tenga
respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir
libre y aseguraré la paga.
—Mire vuestra merced, señor, lo que dice —dijo el muchacho—, que este mi amo no
es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el rico, el
vecino del Quintanar.
—Importa poco eso —respondió don Quijote—, que Haldudos puede haber caballeros;
cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras.
—Así es verdad —dijo Andrés—, pero este mi amo ¿de qué obras es hijo, pues me
niega mi soldada y mi sudor y trabajo?
—No niego, hermano Andrés —respondió el labrador—, y hacedme placer de veniros
conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de
pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados.
—Del sahumerio os hago gracia —dijo don Quijote—: dádselos en reales, que con eso
me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado: si no, por el mismo
juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar, aunque
os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, para
quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don Quijote
de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones, y a Dios quedad, y no se os
parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.
Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante y en breve espacio se apartó de ellos. Le siguió
el labrador con los ojos y, cuando vio que había traspuesto del bosque y que ya no
parecía, se volvió a su criado Andrés y le dijo:
—Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de
agravios me dejó mandado.
—Eso juro yo —dijo Andrés—, y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en
cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva, que, según es de
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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valeroso y de buen juez, vive Roque que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que
dijo!
—También lo juro yo —dijo el labrador—, pero, por lo mucho que os quiero, quiero
acrecentar la deuda, por acrecentar la paga.
Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que le
dejó por muerto.
—Llamad, señor Andrés, ahora —decía el labrador— al desfacedor de agravios: veréis
cómo no desface este; aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene
gana de desollaros vivo, como vos temíais.
Pero al fin le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para que ejecutase la
pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al
valeroso don Quijote de la Mancha y contarle punto por punto lo que había pasado, y
que se lo había de pagar con las setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su
amo se quedó riendo.
Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual, contentísimo de lo
sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con
gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz:
—Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las
bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda
tu voluntad y talante a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será don
Quijote de la Mancha; el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de
caballería y hoy ha deshecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y
cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que
tan sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación
las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de
aquellos tomarían; y, por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy
bien pensado soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el
cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza. Y, habiendo
andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como
después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia.
Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos
de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva
aventura; y, por imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído
en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y, así, con gentil
continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al
pecho y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros
andantes llegasen, que ya él por tales los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho
que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote la voz y con ademán arrogante dijo:
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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—Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo
doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Se pararon los mercaderes al son de estas razones, y a ver la extraña figura del que las
decía; y por la figura y por las razones luego echaron de ver la locura de su dueño, mas
quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía, y uno de
ellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo:
—Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís;
mostrádnosla, que, si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y
sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.
—Si os la mostrara —replicó don Quijote—, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una
verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar,
afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y
soberbia. Que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora todos
juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y
espero, confiado en la razón que de mi parte tengo.
—Señor caballero —replicó el mercader—, suplico a vuestra merced en nombre de
todos estos príncipes que aquí estamos que, porque no encarguemos nuestras
conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en
perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra merced
sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un
grano de trigo; que por el hilo se sacará el ovillo y quedaremos con esto satisfechos y
seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan
de su parte, que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro
le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced,
diremos en su favor todo lo que quisiere.
—No le mana, canalla infame —respondió don Quijote encendido en cólera—, no le
mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni
corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la
grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta
furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y
cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando
su amo una buena pieza por el campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal
embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas
armas. Y, entre tanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:
—Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended que no por culpa mía, sino de mi
caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bienintencionado,
oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta
en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la lanza y, después de haberla hecho pedazos,
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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con uno de ellos comenzó a dar a nuestro don Quijote tantos palos, que, a despecho y
pesar de sus armas, le molió como cibera. Le daban voces sus amos que no le diese
tanto y que le dejase; pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta
envidar todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la lanza, los
acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda aquella tempestad de palos
que sobre él llovía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a los
malandrines, que tal le parecían.
Se cansó el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando que contar en todo
él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a probar si podía
levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi
deshecho? Y aun se tenía por dichoso, pareciéndole que aquella era propia desgracia
de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo; y no era posible
levantarse, según tenía brumado todo el cuerpo.
Capítulo VII. De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de la
Mancha
[…]
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la
casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no
lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador, y así se cumplió el refrán en ellos de
que pagan a las veces justos por pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el mal de su
amigo fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se
levantase no los hallase —quizá quitando la causa cesaría el efecto—, y que dijesen
que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo; y así fue hecho con
mucha presteza. De allí a dos días, se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir
a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una
en otra parte buscándole. Llegaba a donde solía tener la puerta, y la tentaba con las
manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero al cabo de una
buena pieza preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El
ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo:
—¿Qué aposento o qué nada busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en
esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo.
—No era diablo —replicó la sobrina—, sino un encantador que vino sobre una nube
una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y, apeándose de una
sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que
a cabo de poca pieza salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo; y cuando
acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno: solo se nos
acuerda muy bien a mí y al ama que al tiempo del partirse aquel mal viejo dijo en altas
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
25
voces que por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento
dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería. Dijo también que se
llamaba «el sabio Muñatón».
—«Frestón» diría —dijo don Quijote.
—No sé —respondió el ama— si se llamaba «Frestón» o «Fritón»21, solo sé que acabó
en tón su nombre.
—Así es —dijo don Quijote—, que ese es un sabio encantador, grande enemigo mío,
que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando
los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece y le tengo
de vencer sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los
sinsabores que puede; y yo le mando que mal podrá él contradecir ni evitar lo que por
el cielo está ordenado.
—¿Quién duda de eso? —dijo la sobrina—. Pero ¿quién le mete a vuestra merced,
señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por
el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven
trasquilados?
—¡Oh sobrina mía —respondió don Quijote—, y cuán mal que estás en la cuenta!
Primero que a mí me tresquilen tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos
imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de
querer segundar sus primeros devaneos; en los cuales días pasó graciosísimos cuentos
con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que él decía que la cosa de que más
necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes y de que en él se resucitase la
caballería andantesca. El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si
no guardaba este artificio no había poder averiguarse con él.
En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien —si es
que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera. En
resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se
determinó de salirse con él y servirle de escudero. Le decía entre otras cosas don
Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder
aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por
gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba
el labrador, dejó su mujer e hijos y asentó por escudero de su vecino.
Dio luego don Quijote orden en buscar dineros, y, vendiendo una cosa y empeñando
otra y malbaratándolas todas, llegó una razonable cantidad. Se acomodó asimismo de
una rodela que pidió prestada a un amigo suyo y, pertrechando su rota celada lo mejor
que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en
camino, para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester. Sobre
todo, le encargó que llevase alforjas. Él dijo que sí llevaría y que asimismo pensaba
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
26
llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie.
En lo del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún
caballero andante había traído escudero caballero asnalmente, pero nunca le vino
alguno a la memoria; mas, con todo esto, determinó que le llevase, con presupuesto
de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el
caballo al primer descortés caballero que topase. Se proveyó de camisas y de las
demás cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado; todo lo
cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su
ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual
caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían
aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con
mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido.
Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y camino que el que él había tomado en
su primer viaje, que fue por el campo de Montiel, por el cual caminaba con menos
pesadumbre que la vez pasada, porque por ser la hora de la mañana y herirles a
soslayo los rayos del sol no les fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo:
—Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula
me tiene prometida, que yo la sabré gobernar, por grande que sea.
A lo cual le respondió don Quijote:
—Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros
andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que
ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza, antes
pienso aventajarme en ella52: porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a
que sus escuderos fuesen viejos, y, ya después de hartos de servir y de llevar malos
días y peores noches, les daban algún título de conde, o por lo mucho de marqués, de
algún valle o provincia de poco más a menos; pero si tú vives y yo vivo bien podría ser
que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a él adherentes que
viniesen de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no lo tengas a mucho, que
cosas y casos acontecen a los tales caballeros por modos tan nunca vistos ni pensados,
que con facilidad te podría dar aun más de lo que te prometo.
—De esa manera —respondió Sancho Panza—, si yo fuese rey por algún milagro de los
que vuestra merced dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina, y
mis hijos infantes.
—Pues ¿quién lo duda? —respondió don Quijote.
—Yo lo dudo —replicó Sancho Panza—, porque tengo para mí que, aunque lloviese
Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez.
Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios
y ayuda.
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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—Encomiéndalo tú a Dios, Sancho —respondió don Quijote—, que Él dar lo que más le
convenga; pero no apoques tu ánimo tanto, que te vengas a contentar con menos que
con ser adelantado.
—No haré, señor mío —respondió Sancho—, y más teniendo tan principal amo en
vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.
Capítulo VIII. Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y
jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de feliz
recordación
En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y
así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
—La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque
ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados
gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos
despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra, y es gran servicio de
Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.
—Aquellos que allí ves —respondió su amo—, de los brazos largos, que los suelen
tener algunos de casi dos leguas.
—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son
gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que,
volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las
aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el
espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su
escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y
no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes9,
que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien
cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas:
—Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Se levantó en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo
cual visto por don Quijote, dijo:
—Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea,
pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el
ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que
estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia,
que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando
muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su
asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él
Rocinante.
—¡Válgame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo
que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase
otros tales en la cabeza?
—Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra más que
otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad,
que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes
en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene;
mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
—Dios lo haga como puede —respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado
estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del Puerto Lápice,
porque allí decía don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas
aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso, por haberle faltado
la lanza; y diciéndoselo a su escudero, le dijo:
—Yo me acuerdo haber leído que un caballero español llamado Diego Pérez de Vargas,
habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o
tronco, y con él hizo tales cosas aquel día y machacó tantos moros, que le quedó por
sobrenombre «Machuca»21, y así él como sus descendientes se llamaron desde aquel
día en adelante «Vargas y Machuca». Te he dicho esto porque de la primera encina o
roble que se me depare pienso desgajar otro tronco, tal y tan bueno como aquel que
me imagino; y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado
de haber merecido venir a verlas y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser
creídas.
—A la mano de Dios —dijo Sancho—. Yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice;
pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del
molimiento de la caída.
—Así es la verdad —respondió don Quijote—, y si no me quejo del dolor, es porque no
es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las
tripas por ella.
—Si eso es así, no tengo yo que replicar —respondió Sancho—; pero sabe Dios si yo
me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
29
decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende
también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse.
No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y, así, le declaró que
podía muy bien quejarse como y cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta
entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Le dijo Sancho que
mirase que era hora de comer. Le respondió su amo que por entonces no le hacía
menester, que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho
lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había
puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando
en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado
bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos,
no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por
ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por
peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno de ellos desgajó
don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que
quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote,
pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros,
cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y
despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho
Panza, que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la
llevó toda, y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del
sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que muchas y muy
regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse, dio un tiento a la
bota, y la halló algo más flaca que la noche antes, y se le afligió el corazón, por
parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso
desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas
memorias. Tornaron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del
día le descubrieron.
—Aquí —dijo en viéndole don Quijote— podemos, hermano Sancho Panza, meter las
manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me
veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para
defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal
caso bien puedes ayudarme; pero, si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito
ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado
caballero.
—Por cierto, señor —respondió Sancho—, que vuestra merced será muy bien
obedecido en esto, y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en
ruidos ni pendencias. Bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona no
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
30
tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada
uno se defienda de quien quisiere agraviarle.
—No digo yo menos —respondió don Quijote—, pero en esto de ayudarme contra
caballeros has de tener a raya tus naturales ímpetus.
—Digo que así lo haré —respondió Sancho— y que guardaré ese precepto tan bien
como el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San
Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en
que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un
coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a
pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que iba a Sevilla,
donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo. No venían
los frailes con ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó don Quijote,
cuando dijo a su escudero:
—O yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque
aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser y son sin duda algunos
encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester
deshacer este tuerto a todo mi poderío.
—Peor será esto que los molinos de viento —dijo Sancho—. Mire, señor, que aquellos
son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que
digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe.
—Ya te he dicho, Sancho —respondió don Quijote—, que sabes poco de achaque de
aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y diciendo esto se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes
venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en
alta voz dijo:
—Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese
coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recibir presta muerte, por justo castigo de
vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados así de la figura de don Quijote
como de sus razones, a las cuales respondieron:
—Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos
religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche
vienen o no ningunas forzadas princesas.
—Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla —
dijo don Quijote.
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
31
Y sin esperar más respuesta picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el
primer fraile, con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula él
le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto. El
segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al
castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el
mismo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno
arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los
frailes y le preguntaron que por qué le desnudaba. Les respondió Sancho que aquello
le tocaba a él legítimamente como despojos de la batalla que su señor don Quijote
había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni
batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí hablando con las que en el
coche venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo, y, sin dejarle pelo
en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo, sin aliento ni
sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado
y sin color en el rostro; y cuando se vio a caballo, picó tras su compañero, que un buen
espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto, y,
sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino,
haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole:
—La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere
en talante porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada
por este mi fuerte brazo; y porque no penéis por saber el nombre de vuestro
libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y
aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del
beneficio que de mí habéis recibido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso y
que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad
he fecho.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche
acompañaban, que era vizcaíno, el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche
adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don
Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, de
esta manera:
—Anda, caballero que mal andes; por el Dios que me crió, que, si no dejas coche, así te
matas como estás ahí vizcaíno.
Le entendió muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:
—Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y
atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
32
—¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada
sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por
mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira si otra dices cosa.
—Ahora lo veredes, dijo Agrajes —respondió don Quijote.
Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al
vizcaíno, con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque
quisiera apearse de la mula, que, por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en
ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero le vino bien que se halló junto
al coche, de donde pudo tomar una almohada, que le sirvió de escudo, y luego se
fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente
quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas
razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama
y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo
que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a
mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada
a don Quijote encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin
defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel
desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:
—¡Oh, señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro
caballero, que por satisfacer a la vuestra mucha bondad en este riguroso trance se
halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al
vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de
un golpe solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y
determinó de hacer lo mismo que don Quijote; y, así, le aguardó bien cubierto de su
almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte, que ya, de puro cansada y no
hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada en
alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba asimismo
levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban
temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que
se amenazaban; y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil
votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios
librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor de
esta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas de
don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor de esta
obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido,
ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
33
sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que de este famoso caballero
tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible
historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la
segunda parte.
Capítulo IX. Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo
vizcaíno y el valiente manchego tuvieron.
Dejamos en la primera parte de esta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don
Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos
fendientes, tales, que, si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y fenderían
de arriba abajo y abrirían como una granada; y que en aquel punto tan dudoso paró y
quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se
podría hallar lo que de ella faltaba.
Me causó esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se volvía
en disgusto de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que a mi
parecer faltaba de tan sabroso cuento. Me pareció cosa imposible y fuera de toda
buena costumbre que a tan buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara
a cargo el escribir sus nunca vistas hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los
caballeros andantes, de los que dicen las gentes que van a sus aventuras, porque cada
uno de ellos tenía uno o dos sabios como de molde, que no solamente escribían sus
hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías, por más
escondidas que fuesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le
faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y, así, no podía inclinarme a
creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y echaba la culpa
a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual, o la
tenía oculta, o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan modernos
como Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares, que también su historia
debía de ser moderna y que, ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la
gente de su aldea y de las a ella circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y
deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso
español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero
que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio
de las andantes armas, y al de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas,
de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes y con toda su virginidad a
cuestas, de monte en monte y de valle en valle: que si no era que algún follón o algún
villano de hacha y capellina o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en
los pasados tiempos que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido.
Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos es digno nuestro gallardo Quijote
de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no se me deben negar, por el trabajo
y diligencia que puse en buscar el fin de esta agradable historia; aunque bien sé que si
el cielo, el caso y la fortuna no me ayudan, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo
y gusto que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues,
el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos
cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean
los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación tomé un
cartapacio de los que el muchacho vendía y lo vi con caracteres que conocí ser
arábigos. Y puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si
parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar
intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le
hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro
en las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.
Le pregunté yo que de qué se reía, y me respondió que de una cosa que tenía aquel
libro escrita en el margen por anotación. Le dije que me la dijese, y él, sin dejar la risa,
dijo:
—Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: «Esta Dulcinea del Toboso,
tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos
que otra mujer de toda la Mancha».
Cuando yo oí decir «Dulcinea del Toboso», quedé atónito y suspenso, porque luego se
me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote. Con esta
imaginación, le di priesa que leyese el principio, y haciéndolo así, volviendo de
improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de don Quijote de la
Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue
menester para disimular el contento que recibí cuando llegó a mis oídos el título del
libro, y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios
por medio real; que si él tuviera discreción y supiera lo que yo los deseaba, bien se
pudiera prometer y llevar más de seis reales de la compra. Me aparté luego con el
morisco por el claustro de la iglesia mayor, y le rogué me volviese aquellos cartapacios,
todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles
nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Se contentó con dos arrobas de pasas y dos
fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad.
Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le
traje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda, del mismo modo
que aquí se refiere.
Estaba en el primero cartapacio pintada muy al natural la batalla de don Quijote con el
vizcaíno, puestos en la misma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el
uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo,
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el
vizcaíno un título que decía, «Don Sancho de Azpeitia» que, sin duda, debía de ser su
nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía «Don Quijote». Estaba
Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con
tanto espinazo, tan hético confirmad, que mostraba bien al descubierto con cuánta
advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de «Rocinante». Junto a él
estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro
rótulo que decía «Sancho Zancas», y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la
pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y por esto se le debió de
poner nombre de «Panza» y de «Zancas», que con estos dos sobrenombres le llama
algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas
son de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia,
que ninguna es mala como sea verdadera.
Si a esta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino
haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser
mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber
quedado falto en ella que demasiado. Y así me parece a mí, pues cuando pudiera y
debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de
industria las pasa en silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser
los historiadores puntuales, verdaderos y nonada apasionados, y que ni el interés ni el
miedo, el rencor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre
es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado,
ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En esta sé que se hallará
todo lo que se acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare,
para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto.
En fin, su segunda parte, siguiendo la traducción, comenzaba de esta manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados
combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo:
tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fue a descargar el golpe
fue el colérico vizcaíno; el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia, que, a no
volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su
rigurosa contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte,
que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo
que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle
todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada, con la mitad de la oreja,
que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válgame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que
entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella manera! No se
diga más sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los estribos y, apretando
más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole
de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa,
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como si cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las narices y por la
boca y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin
duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de los estribos y
luego soltó los brazos, y la mula, espantada del terrible golpe, dio a correr por el
campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en tierra.
Se lo estaba con mucho sosiego mirando don Quijote, y como lo vio caer, saltó de su
caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y poniéndole la punta de la espada en los
ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan
turbado, que no podía responder palabra; y él lo pasara mal, según estaba ciego don
Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado
la pendencia, no fueran a donde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les
hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual don
Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:
—Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís, mas ha
de ser con una condición y concierto: y es que este caballero me ha de prometer de ir
al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que
ella haga de él lo que más fuere de su voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don Quijote pedía,
y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometieron que el escudero haría todo
aquello que de su parte le fuese mandado.
—Pues en fe de esa palabra yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien
merecido.
II Parte
Capítulo LXIV. Que trata de la aventura que más pesadumbre dio a don Quijote de
cuantas hasta entonces le habían sucedido
[…]
Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas sus
armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su descanso el
pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacia él un caballero, armado
asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente;
el cual, llegándose a trecho que podía ser oído, en altas voces, encaminando sus
razones a don Quijote, dijo:
—Insigne caballero y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha, yo soy el
Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizá te le habrán traído a la
memoria. Vengo a contender contigo y a probar la fuerza de tus brazos, en razón de
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
37
hacerte conocer y confesar que mi dama, sea quien fuere, es sin comparación más
hermosa que tu Dulcinea del Toboso: la cual verdad si tú la confiesas de llano en llano,
excusarás tu muerte y el trabajo que yo he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te
venciere, no quiero otra satisfacción sino que, dejando las armas y absteniéndote de
buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un año, donde has de
vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, porque así
conviene al aumento de tu hacienda y a la salvación de tu alma; y si tú me vencieres,
quedará a tu discreción mi cabeza y serán tuyos los despojos de mis armas y caballo, y
pasará a la tuya la fama de mis hazañas. Mira lo que te está mejor y respóndeme
luego, porque hoy todo el día traigo de término para despachar este negocio.
Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del Caballero de la Blanca
Luna como de la causa por que le desafiaba, y con reposo y ademán severo le
respondió:
—Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazañas hasta agora no han llegado a mi noticia,
yo osaré jurar que jamás habéis visto a la ilustre Dulcinea, que, si visto la hubiérades,
yo sé que procurárades no poneros en esta demanda, porque su vista os desengañara
de que no ha habido ni puede haber belleza que con la suya comparar se pueda; y, así,
no diciéndoos que mentís, sino que no acertáis en lo propuesto, con las condiciones
que habéis referido acepto vuestro desafío, y luego, porque no se pase el día que
traéis determinado, y solo excepto de las condiciones la de que se pase a mí la fama de
vuestras hazañas, porque no sé cuáles ni qué tales sean: con las mías me contento,
tales cuales ellas son. Tomad, pues, la parte del campo que quisiéredes, que yo haré lo
mismo, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga.
Habían descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca Luna y se lo habían dicho al
visorrey, y que estaba hablando con don Quijote de la Mancha. El visorrey, creyendo
sería alguna nueva aventura fabricada por don Antonio Moreno o por otro algún
caballero de la ciudad, salió luego a la playa, con don Antonio y con otros muchos
caballeros que le acompañaban, a tiempo cuando don Quijote volvía las riendas a
Rocinante para tomar del campo lo necesario.
Viendo, pues, el visorrey que daban los dos señales de volverse a encontrar, se puso en
medio, preguntándoles qué era la causa que les movía a hacer tan de improviso
batalla. El Caballero de la Blanca Luna respondió que era precedencia de hermosura, y
en breves razones le dijo las mismas que había dicho a don Quijote, con la aceptación
de las condiciones del desafío hechas por entrambas partes. Se llegó el visorrey a don
Antonio y le preguntó si sabía quién era el tal Caballero de la Blanca Luna o si era
alguna burla que querían hacer a don Quijote. Don Antonio le respondió que ni sabía
quién era, ni si era de burlas ni de veras el tal desafío. Esta respuesta tuvo perplejo al
visorrey en si les dejaría o no pasar adelante en la batalla; pero no pudiéndose
persuadir a que fuese sino burla, se apartó diciendo:
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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—Señores caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y el señor don
Quijote está en sus trece, y vuestra merced el de la Blanca Luna en sus catorce, a la
mano de Dios, y dense.
Agradeció el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la licencia
que se les daba, y don Quijote hizo lo mismo; el cual, encomendándose al cielo de todo
corazón y a su Dulcinea, como tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le
ofrecían, tornó a tomar otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo
mismo; y sin tocar trompeta ni otro instrumento bélico que les diese señal de
arremeter, volvieron entrambos a un mismo punto las riendas a sus caballos, y como
era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la
carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la
levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el
suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él y, poniéndole la lanza sobre la visera, le
dijo:
—Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro
desafío.
Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una
tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
—Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado
caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta,
caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra.
—Eso no haré yo, por cierto —dijo el de la Blanca Luna—: viva, viva en su entereza la
fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que solo me contento con que
el gran don Quijote se retire a su lugar un año, o hasta el tiempo que por mí le fuere
mandado, como concertamos antes de entrar en esta batalla.
Todo esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros muchos que allí estaban, y
oyeron asimismo que don Quijote respondió que como no le pidiese cosa que fuese en
perjuicio de Dulcinea, todo lo demás cumpliría como caballero puntual y verdadero.
Hecha esta confesión, volvió las riendas el de la Blanca Luna y, haciendo mesura con la
cabeza al visorrey, a medio galope se entró en la ciudad.
Mandó el visorrey a don Antonio que fuese tras él y que en todas maneras supiese
quién era. Levantaron a don Quijote, le descubrieron el rostro y le hallaron sin color y
trasudando. Rocinante, de puro malparado, no se pudo mover por entonces. Sancho,
todo triste, todo apesarado, no sabía qué decirse ni qué hacerse: le parecía que todo
aquel suceso pasaba en sueños y que toda aquella máquina era cosa de
encantamiento. Veía a su señor rendido y obligado a no tomar armas en un año;
imaginaba la luz de la gloria de sus hazañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas
promesas deshechas, como se deshace el humo con el viento. Temía si quedaría o no
contrecho Rocinante, o dislocado su amo, que no fuera poca ventura si dislocado
quedara. Finalmente, con una silla de manos que mandó traer el visorrey, le llevaron a
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la ciudad, y el visorrey se volvió también a ella con deseo de saber quién fuese el
Caballero de la Blanca Luna que de tan mal talante había dejado a don Quijote.
CAPÍTULO LXV. Donde se da noticia de quién era el de la Blanca Luna, con la libertad
de don Gregorio, y de otros sucesos
Siguió don Antonio Moreno al Caballero de la Blanca Luna, y le siguieron también, y
aun le persiguieron, muchos muchachos, hasta que le cerraron en un mesóndentro de
la ciudad. Entró en él don Antonio con deseo de conocerle; salió un escudero a
recibirle y a desarmarle; se encerró en una sala baja, y con él don Antonio, que no se le
cocía el pan hasta saber quién fuese. Viendo, pues, el de la Blanca Luna que aquel
caballero no le dejaba, le dijo:
—Bien sé, señor, a lo que venís, que es a saber quién soy; y porque no hay para
qué negároslo, en tanto que este mi criado me desarma os lo diré sin faltar un punto a
la verdad del caso. Sabed, señor, que a mí me llaman el bachiller Sansón Carrasco; soy
del mismo lugar de don Quijote de la Mancha, cuya locura y sandez mueve a que le
tengamos lástima todos cuantos le conocemos, y entre los que más se la han tenido he
sido yo; y creyendo que está su salud en su reposo y en que se esté en su tierra y en su
casa, di traza para hacerle estar en ella, y, así, habrá tres meses que le salí al camino
como caballero andante, llamándome el Caballero de los Espejos, con intención de
pelear con él y vencerle sin hacerle daño, poniendo por condición de nuestra pelea
que el vencido quedase a discreción del vencedor; y lo que yo pensaba pedirle, porque
ya le juzgaba por vencido, era que se volviese a su lugar y que no saliese de él en todo
un año, en el cual tiempo podría ser curado. Pero la suerte lo ordenó de otra manera,
porque él me venció a mí y me derribó del caballo, y, así, no tuvo efecto mi
pensamiento: él prosiguió su camino, y yo me volví vencido, corrido y molido de la
caída, que fue además peligrosa; pero no por esto se me quitó el deseo de volver a
buscarle y a vencerle, como hoy se ha visto. Y como él es tan puntual en guardar las
órdenes de la andante caballería, sin duda alguna guardará la que le he dado, en
cumplimiento de su palabra. Esto es, señor, lo que pasa, sin que tenga que deciros otra
cosa alguna. Os suplico no me descubráis, ni le digáis a don Quijote quién soy, porque
tengan efecto los buenos pensamientos míos y vuelva a cobrar su juicio un hombre
que le tiene bonísimo, como le dejen las sandeces de la caballería.
[…]
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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Capítulo LXXIV. De cómo don Quijote cayó malo y del testamento
que hizo y su muerte
Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus
principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como
la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó
su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la melancolía
que le causaba el verse vencido o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba,
se le arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue visitado
muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la
cabecera Sancho Panza, su buen escudero.
Estos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en
la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías
posibles procuraban alegrarle, diciéndole el bachiller que se animase y levantase para
comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una égloga, que mal
año para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de su propio
dinero dos famosos perros para guardar el ganado, el uno llamado Barcino y el otro
Butrón, que se los había vendido un ganadero del Quintanar. Pero no por esto dejaba
don Quijote sus tristezas.
Llamaron sus amigos al médico, le tomó el pulso, y no le contentó mucho y dijo que,
por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro. Lo
oyó don Quijote con ánimo sosegado, pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su
escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto
delante. Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan.
Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco. Lo hicieron así y
durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas: tanto, que pensaron el ama y la
sobrina que se había de quedar en el sueño. Despertó al cabo del tiempo dicho y,
dando una gran voz, dijo:
—¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias
no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres.
Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío y le parecieron más concertadas que él
solía decirlas, a lo menos en aquella enfermedad, y le preguntó:
—¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué
misericordias son estas, o qué pecados de los hombres?
—Las misericordias —respondió don Quijote—, sobrina, son las que en este instante
ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo
juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me
pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya
conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha
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llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo
otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte: querría hacerla
de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase
renombre de loco; que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi
muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos, al cura, al bachiller Sansón Carrasco y a
maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento.
Pero de este trabajo se excusó la sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don
Quijote, cuando dijo:
—Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha,
sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de «bueno». Ya soy
enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son
odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y
el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios
escarmentando en cabeza propia, las abomino.
Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron sin duda que alguna nueva locura le
había tomado, y Sansón le dijo:
—¿Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora
Dulcinea, sale vuestra merced con eso? ¿Y agora que estamos tan a pique de ser
pastores, para pasar cantando la vida, como unos príncipes, quiere vuesa merced
hacerse ermitaño? Calle, por su vida, vuelva en sí y déjese de cuentos.
—Los de hasta aquí —replicó don Quijote—, que han sido verdaderos en mi daño, los
ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo, señores, siento que
me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte y tráiganme un confesor que me
confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como este no se
ha de burlar el hombre con el alma; y, así, suplico que en tanto que el señor cura me
confiesa vayan por el escribano.
Se miraron unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda,
le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el haber
vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo, porque a las ya dichas razones añadió otras
muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a
quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.
Hizo salir la gente el cura, y se quedó solo con él y le confesó.
El bachiller fue por el escribano y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el
cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué estado estaba su señor,
hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar
lágrimas. Se acabó la confesión y salió el cura diciendo:
—Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno;
bien podemos entrar para que haga su testamento.
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina y de
Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de
los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque verdaderamente, como alguna vez
se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas, y en tanto
que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable
trato, y por esto no solo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le
conocían.
Entró el escribano con los demás, y después de haber hecho la cabeza del testamento
y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se
requieren, llegando a las mandas, dijo:
—Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura
hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y
tomares, quiero que no se le haga cargo de ellos ni se le pida cuenta alguna, sino que si
sobrare alguno después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo,
que será bien poco, y buen provecho le haga; y si, como estando yo loco fui parte para
darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le
diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.
Y, volviéndose a Sancho, le dijo:
—Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo,
haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes
en el mundo.
—¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor mío, sino
tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un
hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras
manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese de esa
cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras
de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más
que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo
que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra
merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos
caballeros a otros y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.
—Así es —dijo Sansón—, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad de estos casos.
—Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño
no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy
agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi
arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga
adelante el señor escribano.
»Ítem, mando toda mi hacienda, a puerta cerrada, a Antonia Quijana mi sobrina, que
está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado de ella lo que fuere
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
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menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfacción que se
haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi ama me ha servido, y
más veinte ducados para un vestido. Dejo por mis albaceas al señor cura y al señor
bachiller Sansón Carrasco, que están presentes.
»Ítem, es mi voluntad que si Antonia Quijana mi sobrina quisiere casarse, se case con
hombre de quien primero se haya hecho información que no sabe qué cosas
sean libros de caballerías; y en caso que se averiguare que lo sabe y, con todo eso, mi
sobrina quisiere casarse con él y se casare, pierda todo lo que le he mandado, lo cual
puedan mis albaceas distribuir en obras pías a su voluntad.
»Ítem, suplico a los dichos señores mis albaceas que si la buena suerte les trajere a
conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título
de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha, de mi parte le pidan,
cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de
haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto de
esta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos.
Cerró con esto el testamento y, tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en
la cama. Se alborotaron todos y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió
después de este donde hizo el testamento se desmayaba muy a menudo. Andaba la
casa alborotada, pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba
Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de
la pena que es razón que deje el muerto.
En fin, llegó el último de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos y
después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de
caballerías. Se halló el escribano presente y dijo que nunca había leído en ningún libro
de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan
sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y
lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió.
Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano
el Bueno, llamado comúnmente «don Quijote de la Mancha», había pasado de esta
presente vida y muerto naturalmente; y que el tal testimonio pedía para quitar la
ocasión de que algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente y
hiciese inacabables historias de sus hazañas.
Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide
Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha
contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete
ciudades de Grecia por Homero.
Se dejan de poner aquí los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote, los nuevos
epitafios de su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso este:
Yace aquí el hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
44
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco,
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.
Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma: «Aquí quedarás colgada de esta
espetera y de este hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía,
adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te
descuelgan para profanarte. Pero antes que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles
en el mejor modo que pudieres:
—¡Tate, tate, folloncicos!
De ninguno sea tocada,
porque esta empresa, buen rey,
para mí estaba guardada.
Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos
somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se
atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las
hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros, ni asunto de su
resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la
sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar,
contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la
fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de
hacer tercera jornada y salida nueva: que para hacer burla de tantas como hicieron
tantos andantes caballeros, bastan las dos que él hizo tan a gusto y beneplácito de las
gentes a cuya noticia llegaron, así en estos como en los extraños reinos. Y con esto
cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo
quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos
enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en
aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de
caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer
del todo sin duda alguna». Vale.
FIN
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
45
Actividades de los fragmentos leídos
Capítulo I
1. Al principio del capítulo se dice que el protagonista es un hidalgo, ¿qué es eso?
2. Buscad en el diccionario todas las palabras desconocidas del primer párrafo,
anotadlas junto a su significado y luego reescribir el párrafo con vuestro estilo.
3. ¿Cuál era la afición del protagonista? ¿Qué consecuencias tiene para él?
4. Explicad el proceso que sigue don Quijote para hacerse caballero.
Capítulo II
1. ¿Qué debe hacer don Quijote antes de partir en busca de aventuras?
2. ¿A dónde llega en su primera salida? ¿Qué es para don Quijote aquel lugar?
Capítulo III Haced un resumen del capítulo (entre 50 y 100 palabras)
Capítulo IV
1. ¿Por qué decide don Quijote volver a casa?
2. Resumen del episodio del labrador y el muchacho o del episodio de los
mercaderes ( 50 palabras)
Capítulo VII
1. ¿Qué hicieron el ama, el cura y el barbero para que don Quijote no leyera más
libros de caballerías?
2. ¿Qué explicación le da la sobrina a la desaparición de la habitación donde leía el
protagonista?
3. ¿Cómo convence don Quijote a Sancho para que sea su escudero?
Capítulos VIII y IX. Resumen del episodio del vizcaíno (100 palabras)
Capítulo LXIV y LXV
1. ¿Por qué pelean el Caballero de la Blanca Luna y don Quijote?
2. ¿Cómo termina el combate? ¿Qué debe hacer don Quijote?
3. ¿Quién es el Caballero de la Blanca Luna? ¿Cuál es su verdadero propósito?
Capítulo LXXIV
1. ¿Qué le ha ocurrido a don Quijote después de despertar?
Subrayados en gris (capítulos I, II, VIII, IX y LXXIV)
Capítulo I y II:
a. ¿Quién habla en esos fragmentos?
El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha
46
b. ¿Qué dice?
c. ¿Para qué usa Cervantes ese “truco”?
d. En el capítulo II, el autor menciona los anales de La Mancha, ¿qué es?
Capítulo VIII y IX:
a. ¿Quiénes son el primer autor y el segundo autor que se mencionan en el
capítulo VIII?
b. ¿Cómo llegó a manos de Cervantes, según explica él mismo la historia de don
Quijote?
c. ¿Quién es su autor, según afirma Cervantes en este fragmento?
d. ¿Cuál fue el papel de Cervantes en esta historia, según lo que él dice?
e. ¿Cuál es la finalidad de esta técnica narrativa?
Capítulo LXXIV
a. ¿Qué simboliza el hecho de que Cide Hamete Benengeli cuelgue su pluma?
b. ¿A quién se refiere cuando dice “escritorfingido y tordesillesco que se atrevió o se
ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de
mi valeroso caballero”?
c. Al final del fragmento subrayado, Cide Hamete expone cuál ha sido su deseo al
escribir esta obra. Explicadlo.

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Don Quijote. Fragmentos y actividades. 16 17

  • 1. El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha LECTURA Y ACTIVIDADES. 3º ESO
  • 3. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 3 Miguel de Cervantes Saavedra Miguel de Cervantes nació el 29 de septiembre de 1547 en Alcalá de Henares y murió el 22 de abril de 1616 en Madrid, pero fue enterrado el 23 de abril y popularmente se conoce esta fecha como la de su muerte. Fue el cuarto de los siete hijos de un modesto cirujano, Rodrigo de Cervantes, y de Leonor Cortinas. A los dieciocho años tuvo que huir a Italia porque había herido a un hombre; allí entró al servicio del cardenal Acquaviva. Poco después se alistó como soldado y participó heroicamente en la batalla de Lepanto, en 1571, donde fue herido en el pecho y en la mano izquierda, que le quedó anquilosada. Cervantes siempre se mostró orgulloso de haber participado en la batalla de Lepanto. Continuó unos años como soldado y, en 1575, cuando regresaba a la península junto a su hermano Rodrigo, fueron apresados y llevados cautivos a Argel. Cinco años estuvo prisionero, hasta que en 1580 pudo ser liberado gracias al rescate que aportó su familia y los padres trinitarios. Durante su cautiverio, Cervantes intentó fugarse varias veces, pero nunca lo logró. Cuando en 1580 volvió a la Península tres doce años de ausencia, intentó varios trabajos y solicitó un empleo en “las Indias”, que no le fue concedido. Fue una etapa dura para Cervantes, que empezaba a escribir en aquellos años. En 1584 se casó y, entre 1587 y 1600, residió en Sevilla ejerciendo un ingrato y humilde oficio –comisario de abastecimientos-, que le obligaba a recorrer Andalucía requisando alimentos para las expediciones que preparaba Felipe II. Cervantes se trasladó a Valladolid en 1604, en busca de mecenas en el entorno de la corte, pues tenía dificultades económicas. Cervantes cultivó todos los géneros literarios, aunque es más conocido por sus obras narrativas. Es universalmente conocido, sobre todo por haber escrito El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que muchos críticos han descrito como la primera novela moderna y una de las mejores obras de la literatura universal. Se le ha dado el sobrenombre de Príncipe de los Ingenios.
  • 4. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 4 Introducción Estructura de Don Quijote de La Mancha Esta obra fue publicada en dos partes:  La primera (1605) relata las dos primeras salidas por tierras de la Mancha y Andalucía. La primera salida abarca los capítulos 1 a 6 y la segunda, los capítulos 7 a 52.  La segunda parte (1615) narra el peregrinaje por tierras de Aragón y Cataluña hasta Barcelona y su regreso a la Mancha. Esta parte tiene 74 capítulos. Entre ambas partes, debido al éxito de la primera de ellas, apareció una obra titulada “Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha”, de un tal Alonso Fernández de Avellaneda, que era un seudónimo. A Cervantes le molestó tanto que otro autor quisiera adueñarse de su obra, que apresuradamente escribió y publicó la verdadera segunda parte. Argumento de la obra  Primera salida. El hidalgo manchego Don Alonso Quijano, llamado por sus convecinos el Bueno, se enfrascó tanto en la lectura de novelas de caballerías que, perdido el juicio, concibió la ingeniosa idea de hacerse caballero andante y de partir en busca de aventuras que le proporcionaran fama para conseguir el amor de su dama, Dulcinea del Toboso. Bajo el nombre de Don Quijote de la Mancha, con armas antiguas y su viejo caballo, Rocinante, se lanza al mundo haciéndose armar caballero en una venta que imagina ser castillo, entre las burlas del ventero y las de las mozas del mesón. Creyéndose ya un auténtico caballero, realiza su primera hazaña liberando a un joven pastor a quien su amo está azotando. Tras una discusión acalorada con unos mercaderes, de la que resulta malherido, un vecino lo auxilia y lo devuelve a su aldea.  Segunda salida. Ama, sobrina, cura y barbero han pegado fuego a buena parte de los libros de Don Quijote y tapiado su biblioteca, mientras él se halla convaleciente en su lecho. Ya repuesto, convence a un labrador vecino suyo, Sancho Panza, para que le acompañe en sus aventuras. Ya con su escudero, lucha contra unos gigantes que no son sino molinos de viento; se enfrenta con un vizcaíno, al que vence; da libertad a unos galeotes perseguidos por la Santa Hermandad, que le apedrean; hace penitencia en Sierra Morena, donde escribe una carta a Dulcinea; envía a Sancho al Toboso para que se la entregue; el canónigo y el barbero de su aldea salen a buscarle; encuentran a Sancho y le impiden cumplir con el encargo de su amo; hallan a Don Quijote apaleado y herido y lo devuelven a su pueblo.
  • 5. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 5  Tercera salida: Don Quijote y Sancho inician la tercera salida, encaminándose al Toboso, donde el escudero asegura a su amo que una rústica aldeana montada en un asno es Dulcinea, hecho extraordinario que Don Quijote atribuye a un mago enemigo suyo (el mismo que hizo desaparecer su biblioteca y transformó los molinos de viento en gigantes). Su obsesión será, a partir de ahora, encontrar el medio de desencantarla. Caminando por tierras de Aragón, ya famosos como personajes literarios, amo y escudero llegan a los dominios de unos duques que se burlan despiadadamente de la locura de ambos, hasta el punto de nombrar a Sancho gobernador de uno de sus estados (la ínsula Barataria), cargo que abandonará más tarde. Nuevamente juntos caballero y escudero, para desmentir al falso Quijote de Avellaneda, cambian de itinerario y se dirigen a Barcelona, donde el hidalgo sufre su derrota definitiva luchando en fiera y descomunal batalla contra el Caballero de la Blanca Luna, que no es otro que su vecino, el bachiller Sansón Carrasco, quien le impone como condición regresar a su aldea. Física y moralmente derrotado, Quijote vuelve a la Mancha, de donde partió y, después de haber recobrado la cordura, muere cristianamente en su lecho. Leed también la información de las páginas 151 y 152 (dos primeros párrafos) del libro de texto. Los libros de caballerías y el propósito de Don Quijote de La Mancha Los libros de caballerías pertenecen a un género narrativo que surgió en el siglo XV y que alcanzó un gran éxito en el siglo XVI, durante el que se publicaron muchísimos. Son novelas que cuentan las fantásticas aventuras de un caballero imaginario que lucha por su cuenta a favor de la justicia y para alcanzar el amor de una dama. Las obras maestras de este género, que no faltan en la biblioteca de don Quijote, son Tirante el Blanco, de Joanot Martorell, y Amadís de Gaula, de Garcí Rodríguez de Montalvo. El Quijote es una burla de los libros de caballerías —que, a lo largo de todo el siglo XVI, se leyeron mucho—, porque, según afirma el propio Cervantes, enseñaban falsedades y absurdos y, además, estaban muy mal escritos. Pero no se queda ahí, no,... el Quijote es también un símbolo de los más altos sentimientos del ser humano, como la fidelidad (que Sancho demuestra a su amo), o el amor, la justicia y la libertad, por los que lucha el caballero, sin importarle las dificultades y los peligros que eso suponga. Leed también la información de la página 152 (apartado en el que habla del propósito) del libro de texto.
  • 6. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 6 Personajes protagonistas Don Alonso Quijano era un noble, es decir, pertenecía a una clase social que disfrutaba de ciertos beneficios, como poseer tierras y no pagar impuestos por ellas. Esos beneficios o privilegios se concedían a los hombres que habían participado en la Reconquista y que habían logrado expulsar a los musulmanes de la Península; luego, los heredaban sus hijos, nietos y demás descendientes. Dentro de la nobleza, los hidalgos representaban el escalón más bajo, y vivían bastante humildemente de lo que producían sus tierras. Este era el caso de don Alonso: no solo había heredado la armadura de sus bisabuelos, sino también el título y las posesiones, por eso vivía de rentas... Pero de unas rentas más bien escasas, pues no se permitía grandes lujos, ni siquiera un caballo en condiciones. Y es que don Alonso Quijano no era más que un hidalgo, por mucho que soñase con convertirse en don Quijote, un noble de los de antes. Sancho Panza no tenía caballo, sino un asno. Tampoco empleaba su tiempo libre en leer; primero, porque, a diferencia de don Alonso, él sí trabajaba: era campesino y debía sacar adelante a su familia; segundo, porque era analfabeto. A pesar de todo, a Sancho no le faltaba nobleza, la llevaba en el carácter: aunque le movía el interés, era honrado; sabía que su amo estaba loco, pero le fue fiel y nunca lo abandonó; cuando a don Quijote se le iba la vida, Sancho lloraba... Leed también la información de la página 152 (último párrafo) del libro de texto. Autor de Don Quijote. Cide Hamete Benengeli En el capítulo VIII («Vuelta a las andadas»), Sansón Carrasco visita a don Quijote y le dice que sus aventuras son tan famosas que aparecen en un libro: Historia de don Quijote de La Mancha, escrita por el historiador árabe Cide Hamete Benengeli y traducida a la lengua castellana por Miguel de Cervantes Saavedra. Y ahora nos preguntamos: pero ¿no era Cervantes el autor del Quijote?, ¿quién es ese Cide Hamete Benengeli? Pues sí, la obra la escribió Miguel de Cervantes; lo que ocurre es que se esconde detrás del tal Cide Hamete para que las posibles críticas de los lectores recaigan sobre este —que no es más que un personaje inventado—, y no sobre el verdadero autor; por otro lado, al presentarlo como historiador, Cervantes pretende que los hechos parezcan verdaderos y, por tanto, creíbles.
  • 7. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 7 Narrador de la obra La historia de don Quijote es contada por un narrador externo a la historia, es decir, un narrador que relata los hechos usando la tercera persona. Además, es omnisciente ya que sabe en todo momento lo que piensan y sienten los personajes. Además de este narrador principal, dentro de la obra hay otros narradores, ya que junto a la historia principal, la de don Quijote y Sancho, se van intercalando otras historias que cuentan personajes que van apareciendo, como la novela El curioso impertinente que cuenta el cura, la novela pastoril de Marcela y Grisóstomo narrada por un pastor, o la novela morisca, la historia del cautivo, que narra su protagonista. Leed también la información de la página 152 (el apartado en el que se habla de los puntos de vista) del libro de texto. Ejercicios sobre Don Quijote de La Mancha Antes de empezar a leer algunos de los fragmentos más conocidos de la obra, vais a reflexionar sobre algunos aspectos de la misma, contestando a estas preguntas. Podéis hacer el trabajo en grupo; más tarde, pondremos en común los resultados. 1. ¿Cuántas partes tiene la obra? ¿Cuándo se publicó cada una de ellas? ¿Qué relación existe entre las partes de la obra y las salidas del protagonista? 2. ¿Qué diferencias hay entre las dos partes de la obra? 3. ¿Para qué usa Cervantes la figura de Cide Hamete Benengeli? 4. Ya habéis visto que hay diversos narradores en la obra; esta técnica no es nueva, antes se usó en otra obra de la literatura castellana. ¿En cuál? Razona la respuesta. 5. ¿Qué evolución sufren a lo largo de la historia los dos personajes protagonistas? ¿cómo se llama a esa evolución?
  • 8. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 8 Fragmentos de la obra I Parte Capítulo I. Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo don Quijote de la Mancha En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto de ella concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mismo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Quijada», o «Quesada», que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba «Quijana». Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración de él no se salga un punto de la verdad. Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran los más del año—, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y, así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos; y, de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas intrincadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza...» Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y se desvelaba por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recibía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra
  • 9. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 9 como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar —que era hombre docto, graduado en Sigüenza— sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo, que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga. En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Se le llenó la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y se le asentó de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura. En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Se imaginaba el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio prisa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Las limpió y las aderezó lo mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión
  • 10. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 10 simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada que, encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que, para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse de este peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que «tantum pellis et ossa fuit», le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque —según se decía él a sí mismo— no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quién había sido antes que fuese de caballero andante y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar «Rocinante», nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar «don Quijote»; de donde, como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia que sin duda se debía de llamar «Quijada», y no «Quesada», como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse «Amadís» a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó «Amadís de Gaula», así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse «don Quijote de la Mancha», con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre de ella. Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decía él: —Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas
  • 11. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 11 ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: «Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante»? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni le dio cata de ello. Se llamaba Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla «Dulcinea del Toboso» porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto. Capítulo II. Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote. Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero, y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un arminio; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras. Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo:
  • 12. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 12 —¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel». Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo: —Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista de esta peregrina historia!Te ruego que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras9. Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: —¡Oh princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros de este vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha es que él anduvo todo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre, y que, mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Se dio prisa a caminar y llegó a ella a tiempo que anochecía. Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le
  • 13. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 13 representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadizo y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta que a él le parecía castillo, y a poco trecho de ella detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero como vio que se tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta y vio a las dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que sin perdón así se llaman) tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y, así, con extraño contento llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada les dijo: —Non fuyan las vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno, ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran. Le miraban las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubría; mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa y fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decirles: —Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez, además, la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de ál que de serviros. El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa, y en él el enojo, y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente y, así, le dijo: —Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho, porque en esta venta no hay ninguno, todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia. Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le pareció a él el ventero y la venta, respondió: —Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque «mis arreos son las armas, mi descanso el pelear», etc.
  • 14. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 14 Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiantado paje y, así, le respondió: —Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar; y siendo así bien se puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y diciendo esto fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había desayunado. Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Le miró el ventero, y no le pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera y, así, se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura que se pudiera pensar; y al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire: —«Nunca fuera caballero de damas tan bien servido como fuera don Quijote cuando de su aldea vino: doncellas curaban de él; princesas, del su rocino», o Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros. Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; solo le preguntaron si quería comer alguna cosa. —Cualquiera yantaría yo —respondió don Quijote—, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso. A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Le preguntaron si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que darle a comer.
  • 15. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 15 —Como haya muchas truchuelas —respondió don Quijote—, podrán servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas. Le pusieron la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y le trajo el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía, y, así, una de aquellas señoras servía de este menester. Mas al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y, puesto un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recibía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada. Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos, y así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo y que le servían con música y que el abadejo eran truchas, el pan, candeal y las rameras, damas y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la orden de caballería. Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero. Y, así, fatigado de este pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual acabada, llamó al ventero y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole: —No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano. El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía. —No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío —respondió don Quijote—, y así os digo que el don que os he pedido y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado es que mañana en aquel día me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder como se debe ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de
  • 16. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 16 la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado. El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones y, por tener que reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y, así, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él asimismo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo, buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, solo por la mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo. Le dijo también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo, pero que en caso de necesidad él sabía que se podían velar dondequiera y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo, que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero, que no pudiese ser más en el mundo. Le preguntó si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba, que, puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores de ellas que no era menester escribir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trajeron, y, así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles, y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recibían, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire en alguna nube alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando alguna gota de ella luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno
  • 17. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 17 hubiesen tenido; mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos —que eran pocas y raras veces—, ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia, porque, no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo, pues aun se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser, que no caminase de allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas, cuando menos se pensase. Le prometió don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba, con toda puntualidad; y, así, se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba y, embrazando su adarga, asió de su lanza y con gentil continente, se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche. Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Se admiraron de tan extraño género de locura y se lo fueron a mirar desde lejos, y vieron que con sosegado ademán unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Se le antojó en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo: —¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada! Mira lo que haces, y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento. No se curó el arriero de estas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud), antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo y, puesto el pensamiento —a lo que pareció— en su señora Dulcinea, dijo: —Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo. Y diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que, si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado —porque aún
  • 18. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 18 estaba aturdido el arriero—, llegó otro con la misma intención de dar agua a sus mulos y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga y, puesta mano a su espada, dijo: —¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo. Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual lo mejor que podía se reparaba con su adarga y no se osaba apartar de la pila, por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recibido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía: —Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía. Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero. No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese. Y, así, llegándose a él, se disculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna, pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Le dijo como ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria, que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, que él estaba allí pronto para obedecerle y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese, porque, si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, excepto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría.
  • 19. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 19 Advertido y medroso de esto el castellano, trajo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano y le dio sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su misma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada dijo la buena señora: —Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides. Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced recibida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo, que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don y se llamase «doña Tolosa». Ella se lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada. Le preguntó su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó don Quijote que se pusiese don y se llamase «doña Molinera», ofreciéndole nuevos servicios y mercedes. Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras, y, ensillando luego a Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buena hora. Capítulo IV. De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta. La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas viniéndole a la memoria los consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recibir a un labrador vecino suyo que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a
  • 20. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 20 Rocinante hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo. No había andado mucho cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo: —Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son de algún menesteroso o menesterosa que ha menester mi favor y ayuda. Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían, y, a pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba, y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo. Porque decía: —La lengua queda y los ojos listos. Y el muchacho respondía: —No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato. Y viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo: —Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza —que también tenía una lanza arrimada a la encina adonde estaba arrendada la yegua—, que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo. El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su rostro, se tuvo por muerto, y con buenas palabras respondió: —Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y porque castigo su descuido, o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagarle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente. —¿«Miente» delante de mí, ruin villano? —dijo don Quijote—. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto. Desatadlo luego. El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y le dijo al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el
  • 21. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 21 medroso villano que para el paso en que estaba y juramento que había hecho—y aún no había jurado nada—, que no eran tantos, porque se le habían de descontar y recibir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo. —Bien está todo eso —replicó don Quijote—, pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado, que, si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagasteis, vos le habéis rompido el de su cuerpo, y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; así que por esta parte no os debe nada. —El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro. —¿Irme yo con él? —dijo el muchacho—. Mas ¡mal año! No, señor, ni por pienso, porque en viéndose solo me desuelle como a un San Bartolomé. —No hará tal —replicó don Quijote—: basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga. —Mire vuestra merced, señor, lo que dice —dijo el muchacho—, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar. —Importa poco eso —respondió don Quijote—, que Haldudos puede haber caballeros; cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras. —Así es verdad —dijo Andrés—, pero este mi amo ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo? —No niego, hermano Andrés —respondió el labrador—, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados. —Del sahumerio os hago gracia —dijo don Quijote—: dádselos en reales, que con eso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado: si no, por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones, y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada. Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante y en breve espacio se apartó de ellos. Le siguió el labrador con los ojos y, cuando vio que había traspuesto del bosque y que ya no parecía, se volvió a su criado Andrés y le dijo: —Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de agravios me dejó mandado. —Eso juro yo —dijo Andrés—, y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva, que, según es de
  • 22. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 22 valeroso y de buen juez, vive Roque que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo! —También lo juro yo —dijo el labrador—, pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda, por acrecentar la paga. Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que le dejó por muerto. —Llamad, señor Andrés, ahora —decía el labrador— al desfacedor de agravios: veréis cómo no desface este; aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíais. Pero al fin le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contarle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo. Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz: —Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha; el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de caballería y hoy ha deshecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante. En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquellos tomarían; y, por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza. Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y, así, con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote la voz y con ademán arrogante dijo:
  • 23. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 23 —Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso. Se pararon los mercaderes al son de estas razones, y a ver la extraña figura del que las decía; y por la figura y por las razones luego echaron de ver la locura de su dueño, mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía, y uno de ellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo: —Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla, que, si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida. —Si os la mostrara —replicó don Quijote—, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo. —Señor caballero —replicó el mercader—, suplico a vuestra merced en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos que, porque no encarguemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo; que por el hilo se sacará el ovillo y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte, que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere. —No le mana, canalla infame —respondió don Quijote encendido en cólera—, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora. Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y, entre tanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo: —Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido. Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bienintencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la lanza y, después de haberla hecho pedazos,
  • 24. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 24 con uno de ellos comenzó a dar a nuestro don Quijote tantos palos, que, a despecho y pesar de sus armas, le molió como cibera. Le daban voces sus amos que no le diese tanto y que le dejase; pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda aquella tempestad de palos que sobre él llovía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le parecían. Se cansó el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando que contar en todo él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a probar si podía levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aun se tenía por dichoso, pareciéndole que aquella era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo; y no era posible levantarse, según tenía brumado todo el cuerpo. Capítulo VII. De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha […] Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador, y así se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por pecadores. Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el mal de su amigo fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase —quizá quitando la causa cesaría el efecto—, y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días, se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba a donde solía tener la puerta, y la tentaba con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo: —¿Qué aposento o qué nada busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo. —No era diablo —replicó la sobrina—, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y, apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno: solo se nos acuerda muy bien a mí y al ama que al tiempo del partirse aquel mal viejo dijo en altas
  • 25. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 25 voces que por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería. Dijo también que se llamaba «el sabio Muñatón». —«Frestón» diría —dijo don Quijote. —No sé —respondió el ama— si se llamaba «Frestón» o «Fritón»21, solo sé que acabó en tón su nombre. —Así es —dijo don Quijote—, que ese es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece y le tengo de vencer sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y yo le mando que mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado. —¿Quién duda de eso? —dijo la sobrina—. Pero ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven trasquilados? —¡Oh sobrina mía —respondió don Quijote—, y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me tresquilen tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello. No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera. Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos; en los cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este artificio no había poder averiguarse con él. En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien —si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero. Le decía entre otras cosas don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer e hijos y asentó por escudero de su vecino. Dio luego don Quijote orden en buscar dineros, y, vendiendo una cosa y empeñando otra y malbaratándolas todas, llegó una razonable cantidad. Se acomodó asimismo de una rodela que pidió prestada a un amigo suyo y, pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester. Sobre todo, le encargó que llevase alforjas. Él dijo que sí llevaría y que asimismo pensaba
  • 26. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 26 llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie. En lo del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había traído escudero caballero asnalmente, pero nunca le vino alguno a la memoria; mas, con todo esto, determinó que le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase. Se proveyó de camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado; todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque los buscasen. Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y camino que el que él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque por ser la hora de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol no les fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo: —Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometida, que yo la sabré gobernar, por grande que sea. A lo cual le respondió don Quijote: —Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza, antes pienso aventajarme en ella52: porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos, y, ya después de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde, o por lo mucho de marqués, de algún valle o provincia de poco más a menos; pero si tú vives y yo vivo bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a él adherentes que viniesen de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aun más de lo que te prometo. —De esa manera —respondió Sancho Panza—, si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina, y mis hijos infantes. —Pues ¿quién lo duda? —respondió don Quijote. —Yo lo dudo —replicó Sancho Panza—, porque tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
  • 27. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 27 —Encomiéndalo tú a Dios, Sancho —respondió don Quijote—, que Él dar lo que más le convenga; pero no apoques tu ánimo tanto, que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado. —No haré, señor mío —respondió Sancho—, y más teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar. Capítulo VIII. Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de feliz recordación En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero: —La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. —¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza. —Aquellos que allí ves —respondió su amo—, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. —Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino. —Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla. Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes9, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas: —Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. Se levantó en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo: —Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
  • 28. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 28 Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante. —¡Válgame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza? —Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada. —Dios lo haga como puede —respondió Sancho Panza. Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso, por haberle faltado la lanza; y diciéndoselo a su escudero, le dijo: —Yo me acuerdo haber leído que un caballero español llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre «Machuca»21, y así él como sus descendientes se llamaron desde aquel día en adelante «Vargas y Machuca». Te he dicho esto porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco, tal y tan bueno como aquel que me imagino; y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a verlas y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas. —A la mano de Dios —dijo Sancho—. Yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída. —Así es la verdad —respondió don Quijote—, y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella. —Si eso es así, no tengo yo que replicar —respondió Sancho—; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé
  • 29. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 29 decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse. No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y, así, le declaró que podía muy bien quejarse como y cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Le dijo Sancho que mirase que era hora de comer. Le respondió su amo que por entonces no le hacía menester, que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen. En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno de ellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza, que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse, dio un tiento a la bota, y la halló algo más flaca que la noche antes, y se le afligió el corazón, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le descubrieron. —Aquí —dijo en viéndole don Quijote— podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero, si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero. —Por cierto, señor —respondió Sancho—, que vuestra merced será muy bien obedecido en esto, y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona no
  • 30. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 30 tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle. —No digo yo menos —respondió don Quijote—, pero en esto de ayudarme contra caballeros has de tener a raya tus naturales ímpetus. —Digo que así lo haré —respondió Sancho— y que guardaré ese precepto tan bien como el día del domingo. Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su escudero: —O yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser y son sin duda algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío. —Peor será esto que los molinos de viento —dijo Sancho—. Mire, señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe. —Ya te he dicho, Sancho —respondió don Quijote—, que sabes poco de achaque de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás. Y diciendo esto se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo: —Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recibir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras. Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados así de la figura de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron: —Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas. —Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla — dijo don Quijote.
  • 31. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 31 Y sin esperar más respuesta picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primer fraile, con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mismo viento. Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes y le preguntaron que por qué le desnudaba. Les respondió Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo, y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo, sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y cuando se vio a caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto, y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole: —La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere en talante porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis recibido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho. Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno, el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, de esta manera: —Anda, caballero que mal andes; por el Dios que me crió, que, si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno. Le entendió muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió: —Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura. A lo cual replicó el vizcaíno:
  • 32. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 32 —¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira si otra dices cosa. —Ahora lo veredes, dijo Agrajes —respondió don Quijote. Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno, con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero le vino bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada, que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo: —¡Oh, señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que por satisfacer a la vuestra mucha bondad en este riguroso trance se halla! El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un golpe solo. El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó de hacer lo mismo que don Quijote; y, así, le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte, que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso. Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba asimismo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban. Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor de esta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor de esta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en
  • 33. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 33 sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte. Capítulo IX. Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron. Dejamos en la primera parte de esta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales, que, si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que de ella faltaba. Me causó esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que a mi parecer faltaba de tan sabroso cuento. Me pareció cosa imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escribir sus nunca vistas hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes, de los que dicen las gentes que van a sus aventuras, porque cada uno de ellos tenía uno o dos sabios como de molde, que no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y, así, no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y echaba la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual, o la tenía oculta, o consumida. Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares, que también su historia debía de ser moderna y que, ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y al de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle: que si no era que algún follón o algún villano de hacha y capellina o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día
  • 34. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 34 debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido. Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos es digno nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin de esta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudan, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y gusto que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera: Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y lo vi con caracteres que conocí ser arábigos. Y puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír. Le pregunté yo que de qué se reía, y me respondió que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por anotación. Le dije que me la dijese, y él, sin dejar la risa, dijo: —Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: «Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha». Cuando yo oí decir «Dulcinea del Toboso», quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio, y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recibí cuando llegó a mis oídos el título del libro, y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real; que si él tuviera discreción y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la compra. Me aparté luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y le rogué me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Se contentó con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le traje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda, del mismo modo que aquí se refiere. Estaba en el primero cartapacio pintada muy al natural la batalla de don Quijote con el vizcaíno, puestos en la misma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo,
  • 35. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 35 que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título que decía, «Don Sancho de Azpeitia» que, sin duda, debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía «Don Quijote». Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmad, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de «Rocinante». Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rótulo que decía «Sancho Zancas», y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de «Panza» y de «Zancas», que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia, que ninguna es mala como sea verdadera. Si a esta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y así me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y nonada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En esta sé que se hallará todo lo que se acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la traducción, comenzaba de esta manera: Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno; el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia, que, a no volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada, con la mitad de la oreja, que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho. ¡Válgame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los estribos y, apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa,
  • 36. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 36 como si cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las narices y por la boca y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de los estribos y luego soltó los brazos, y la mula, espantada del terrible golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en tierra. Se lo estaba con mucho sosiego mirando don Quijote, y como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado, que no podía responder palabra; y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran a donde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad: —Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís, mas ha de ser con una condición y concierto: y es que este caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga de él lo que más fuere de su voluntad. La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometieron que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado. —Pues en fe de esa palabra yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien merecido. II Parte Capítulo LXIV. Que trata de la aventura que más pesadumbre dio a don Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido […] Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacia él un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que podía ser oído, en altas voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo: —Insigne caballero y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha, yo soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizá te le habrán traído a la memoria. Vengo a contender contigo y a probar la fuerza de tus brazos, en razón de
  • 37. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 37 hacerte conocer y confesar que mi dama, sea quien fuere, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso: la cual verdad si tú la confiesas de llano en llano, excusarás tu muerte y el trabajo que yo he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere, no quiero otra satisfacción sino que, dejando las armas y absteniéndote de buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un año, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, porque así conviene al aumento de tu hacienda y a la salvación de tu alma; y si tú me vencieres, quedará a tu discreción mi cabeza y serán tuyos los despojos de mis armas y caballo, y pasará a la tuya la fama de mis hazañas. Mira lo que te está mejor y respóndeme luego, porque hoy todo el día traigo de término para despachar este negocio. Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del Caballero de la Blanca Luna como de la causa por que le desafiaba, y con reposo y ademán severo le respondió: —Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazañas hasta agora no han llegado a mi noticia, yo osaré jurar que jamás habéis visto a la ilustre Dulcinea, que, si visto la hubiérades, yo sé que procurárades no poneros en esta demanda, porque su vista os desengañara de que no ha habido ni puede haber belleza que con la suya comparar se pueda; y, así, no diciéndoos que mentís, sino que no acertáis en lo propuesto, con las condiciones que habéis referido acepto vuestro desafío, y luego, porque no se pase el día que traéis determinado, y solo excepto de las condiciones la de que se pase a mí la fama de vuestras hazañas, porque no sé cuáles ni qué tales sean: con las mías me contento, tales cuales ellas son. Tomad, pues, la parte del campo que quisiéredes, que yo haré lo mismo, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga. Habían descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca Luna y se lo habían dicho al visorrey, y que estaba hablando con don Quijote de la Mancha. El visorrey, creyendo sería alguna nueva aventura fabricada por don Antonio Moreno o por otro algún caballero de la ciudad, salió luego a la playa, con don Antonio y con otros muchos caballeros que le acompañaban, a tiempo cuando don Quijote volvía las riendas a Rocinante para tomar del campo lo necesario. Viendo, pues, el visorrey que daban los dos señales de volverse a encontrar, se puso en medio, preguntándoles qué era la causa que les movía a hacer tan de improviso batalla. El Caballero de la Blanca Luna respondió que era precedencia de hermosura, y en breves razones le dijo las mismas que había dicho a don Quijote, con la aceptación de las condiciones del desafío hechas por entrambas partes. Se llegó el visorrey a don Antonio y le preguntó si sabía quién era el tal Caballero de la Blanca Luna o si era alguna burla que querían hacer a don Quijote. Don Antonio le respondió que ni sabía quién era, ni si era de burlas ni de veras el tal desafío. Esta respuesta tuvo perplejo al visorrey en si les dejaría o no pasar adelante en la batalla; pero no pudiéndose persuadir a que fuese sino burla, se apartó diciendo:
  • 38. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 38 —Señores caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y el señor don Quijote está en sus trece, y vuestra merced el de la Blanca Luna en sus catorce, a la mano de Dios, y dense. Agradeció el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mismo; el cual, encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea, como tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían, tornó a tomar otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mismo; y sin tocar trompeta ni otro instrumento bélico que les diese señal de arremeter, volvieron entrambos a un mismo punto las riendas a sus caballos, y como era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él y, poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo: —Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío. Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo: —Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra. —Eso no haré yo, por cierto —dijo el de la Blanca Luna—: viva, viva en su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que solo me contento con que el gran don Quijote se retire a su lugar un año, o hasta el tiempo que por mí le fuere mandado, como concertamos antes de entrar en esta batalla. Todo esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros muchos que allí estaban, y oyeron asimismo que don Quijote respondió que como no le pidiese cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demás cumpliría como caballero puntual y verdadero. Hecha esta confesión, volvió las riendas el de la Blanca Luna y, haciendo mesura con la cabeza al visorrey, a medio galope se entró en la ciudad. Mandó el visorrey a don Antonio que fuese tras él y que en todas maneras supiese quién era. Levantaron a don Quijote, le descubrieron el rostro y le hallaron sin color y trasudando. Rocinante, de puro malparado, no se pudo mover por entonces. Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabía qué decirse ni qué hacerse: le parecía que todo aquel suceso pasaba en sueños y que toda aquella máquina era cosa de encantamiento. Veía a su señor rendido y obligado a no tomar armas en un año; imaginaba la luz de la gloria de sus hazañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se deshace el humo con el viento. Temía si quedaría o no contrecho Rocinante, o dislocado su amo, que no fuera poca ventura si dislocado quedara. Finalmente, con una silla de manos que mandó traer el visorrey, le llevaron a
  • 39. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 39 la ciudad, y el visorrey se volvió también a ella con deseo de saber quién fuese el Caballero de la Blanca Luna que de tan mal talante había dejado a don Quijote. CAPÍTULO LXV. Donde se da noticia de quién era el de la Blanca Luna, con la libertad de don Gregorio, y de otros sucesos Siguió don Antonio Moreno al Caballero de la Blanca Luna, y le siguieron también, y aun le persiguieron, muchos muchachos, hasta que le cerraron en un mesóndentro de la ciudad. Entró en él don Antonio con deseo de conocerle; salió un escudero a recibirle y a desarmarle; se encerró en una sala baja, y con él don Antonio, que no se le cocía el pan hasta saber quién fuese. Viendo, pues, el de la Blanca Luna que aquel caballero no le dejaba, le dijo: —Bien sé, señor, a lo que venís, que es a saber quién soy; y porque no hay para qué negároslo, en tanto que este mi criado me desarma os lo diré sin faltar un punto a la verdad del caso. Sabed, señor, que a mí me llaman el bachiller Sansón Carrasco; soy del mismo lugar de don Quijote de la Mancha, cuya locura y sandez mueve a que le tengamos lástima todos cuantos le conocemos, y entre los que más se la han tenido he sido yo; y creyendo que está su salud en su reposo y en que se esté en su tierra y en su casa, di traza para hacerle estar en ella, y, así, habrá tres meses que le salí al camino como caballero andante, llamándome el Caballero de los Espejos, con intención de pelear con él y vencerle sin hacerle daño, poniendo por condición de nuestra pelea que el vencido quedase a discreción del vencedor; y lo que yo pensaba pedirle, porque ya le juzgaba por vencido, era que se volviese a su lugar y que no saliese de él en todo un año, en el cual tiempo podría ser curado. Pero la suerte lo ordenó de otra manera, porque él me venció a mí y me derribó del caballo, y, así, no tuvo efecto mi pensamiento: él prosiguió su camino, y yo me volví vencido, corrido y molido de la caída, que fue además peligrosa; pero no por esto se me quitó el deseo de volver a buscarle y a vencerle, como hoy se ha visto. Y como él es tan puntual en guardar las órdenes de la andante caballería, sin duda alguna guardará la que le he dado, en cumplimiento de su palabra. Esto es, señor, lo que pasa, sin que tenga que deciros otra cosa alguna. Os suplico no me descubráis, ni le digáis a don Quijote quién soy, porque tengan efecto los buenos pensamientos míos y vuelva a cobrar su juicio un hombre que le tiene bonísimo, como le dejen las sandeces de la caballería. […]
  • 40. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 40 Capítulo LXXIV. De cómo don Quijote cayó malo y del testamento que hizo y su muerte Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero. Estos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el bachiller que se animase y levantase para comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una égloga, que mal año para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado, el uno llamado Barcino y el otro Butrón, que se los había vendido un ganadero del Quintanar. Pero no por esto dejaba don Quijote sus tristezas. Llamaron sus amigos al médico, le tomó el pulso, y no le contentó mucho y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro. Lo oyó don Quijote con ánimo sosegado, pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante. Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco. Lo hicieron así y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas: tanto, que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en el sueño. Despertó al cabo del tiempo dicho y, dando una gran voz, dijo: —¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres. Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío y le parecieron más concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella enfermedad, y le preguntó: —¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son estas, o qué pecados de los hombres? —Las misericordias —respondió don Quijote—, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha
  • 41. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 41 llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte: querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos, al cura, al bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento. Pero de este trabajo se excusó la sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don Quijote, cuando dijo: —Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de «bueno». Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios escarmentando en cabeza propia, las abomino. Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron sin duda que alguna nueva locura le había tomado, y Sansón le dijo: —¿Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea, sale vuestra merced con eso? ¿Y agora que estamos tan a pique de ser pastores, para pasar cantando la vida, como unos príncipes, quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle, por su vida, vuelva en sí y déjese de cuentos. —Los de hasta aquí —replicó don Quijote—, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte y tráiganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como este no se ha de burlar el hombre con el alma; y, así, suplico que en tanto que el señor cura me confiesa vayan por el escribano. Se miraron unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo, porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo. Hizo salir la gente el cura, y se quedó solo con él y le confesó. El bachiller fue por el escribano y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué estado estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Se acabó la confesión y salió el cura diciendo: —Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento.
  • 42. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 42 Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no solo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían. Entró el escribano con los demás, y después de haber hecho la cabeza del testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo: —Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo de ellos ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga; y si, como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece. Y, volviéndose a Sancho, le dijo: —Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo. —¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros y el que es vencido hoy ser vencedor mañana. —Así es —dijo Sansón—, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad de estos casos. —Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano. »Ítem, mando toda mi hacienda, a puerta cerrada, a Antonia Quijana mi sobrina, que está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado de ella lo que fuere
  • 43. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 43 menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfacción que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido. Dejo por mis albaceas al señor cura y al señor bachiller Sansón Carrasco, que están presentes. »Ítem, es mi voluntad que si Antonia Quijana mi sobrina quisiere casarse, se case con hombre de quien primero se haya hecho información que no sabe qué cosas sean libros de caballerías; y en caso que se averiguare que lo sabe y, con todo eso, mi sobrina quisiere casarse con él y se casare, pierda todo lo que le he mandado, lo cual puedan mis albaceas distribuir en obras pías a su voluntad. »Ítem, suplico a los dichos señores mis albaceas que si la buena suerte les trajere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto de esta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos. Cerró con esto el testamento y, tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. Se alborotaron todos y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después de este donde hizo el testamento se desmayaba muy a menudo. Andaba la casa alborotada, pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto. En fin, llegó el último de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Se halló el escribano presente y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió. Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente «don Quijote de la Mancha», había pasado de esta presente vida y muerto naturalmente; y que el tal testimonio pedía para quitar la ocasión de que algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas. Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero. Se dejan de poner aquí los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote, los nuevos epitafios de su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso este: Yace aquí el hidalgo fuerte que a tanto extremo llegó de valiente, que se advierte
  • 44. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 44 que la muerte no triunfó de su vida con su muerte. Tuvo a todo el mundo en poco, fue el espantajo y el coco del mundo, en tal coyuntura, que acreditó su ventura morir cuerdo y vivir loco. Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma: «Aquí quedarás colgada de esta espetera y de este hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres: —¡Tate, tate, folloncicos! De ninguno sea tocada, porque esta empresa, buen rey, para mí estaba guardada. Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros, ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva: que para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan las dos que él hizo tan a gusto y beneplácito de las gentes a cuya noticia llegaron, así en estos como en los extraños reinos. Y con esto cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna». Vale. FIN
  • 45. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 45 Actividades de los fragmentos leídos Capítulo I 1. Al principio del capítulo se dice que el protagonista es un hidalgo, ¿qué es eso? 2. Buscad en el diccionario todas las palabras desconocidas del primer párrafo, anotadlas junto a su significado y luego reescribir el párrafo con vuestro estilo. 3. ¿Cuál era la afición del protagonista? ¿Qué consecuencias tiene para él? 4. Explicad el proceso que sigue don Quijote para hacerse caballero. Capítulo II 1. ¿Qué debe hacer don Quijote antes de partir en busca de aventuras? 2. ¿A dónde llega en su primera salida? ¿Qué es para don Quijote aquel lugar? Capítulo III Haced un resumen del capítulo (entre 50 y 100 palabras) Capítulo IV 1. ¿Por qué decide don Quijote volver a casa? 2. Resumen del episodio del labrador y el muchacho o del episodio de los mercaderes ( 50 palabras) Capítulo VII 1. ¿Qué hicieron el ama, el cura y el barbero para que don Quijote no leyera más libros de caballerías? 2. ¿Qué explicación le da la sobrina a la desaparición de la habitación donde leía el protagonista? 3. ¿Cómo convence don Quijote a Sancho para que sea su escudero? Capítulos VIII y IX. Resumen del episodio del vizcaíno (100 palabras) Capítulo LXIV y LXV 1. ¿Por qué pelean el Caballero de la Blanca Luna y don Quijote? 2. ¿Cómo termina el combate? ¿Qué debe hacer don Quijote? 3. ¿Quién es el Caballero de la Blanca Luna? ¿Cuál es su verdadero propósito? Capítulo LXXIV 1. ¿Qué le ha ocurrido a don Quijote después de despertar? Subrayados en gris (capítulos I, II, VIII, IX y LXXIV) Capítulo I y II: a. ¿Quién habla en esos fragmentos?
  • 46. El ingeniosohidalgodonQuijote de LaMancha 46 b. ¿Qué dice? c. ¿Para qué usa Cervantes ese “truco”? d. En el capítulo II, el autor menciona los anales de La Mancha, ¿qué es? Capítulo VIII y IX: a. ¿Quiénes son el primer autor y el segundo autor que se mencionan en el capítulo VIII? b. ¿Cómo llegó a manos de Cervantes, según explica él mismo la historia de don Quijote? c. ¿Quién es su autor, según afirma Cervantes en este fragmento? d. ¿Cuál fue el papel de Cervantes en esta historia, según lo que él dice? e. ¿Cuál es la finalidad de esta técnica narrativa? Capítulo LXXIV a. ¿Qué simboliza el hecho de que Cide Hamete Benengeli cuelgue su pluma? b. ¿A quién se refiere cuando dice “escritorfingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero”? c. Al final del fragmento subrayado, Cide Hamete expone cuál ha sido su deseo al escribir esta obra. Explicadlo.