Cuentos escritos en el exilio   juan bosch
JUAN BOSCH 
( UENTOS ES(RITOS 
EN' EL EXILIO 
y APUNTES SOBRE EL ARTE 
DE ESCRIBIR CUENTOS 
SEGUNDA EDICION 
JULIO D. POSTIGO e hijo, Impresores 
Santo Domingo, Ro D. 
1968
JUAN BOSCH 
( UENTOS ES(RITOS 
EN' EL EXILIO 
y APUNTES SOBRE EL ARTE 
DE ESCRIBIR CUENTOS 
SEGUNDA EDICION 
JULIO D. POSTIGO e hijo, Impresores 
Santo Domingo, Ro D. 
1968
Cuentos escritos en el exilio   juan bosch
APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS 
1 
El cuento es un género antiquísimo. que a través de 
los siglos ha tenido y mantenido el favor público. Su in. 
fluencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede 
ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse 
responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro 
de emociones o de ideas. 
Lo primero que debe aclarar 'una persona que se in. 
clina a escribir cuentos es la intensidad de su vocación. 
Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a 
escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. 
¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan difícil 
que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos exce­lentes, 
pero puede afirmarse que un cuento es el relato d'~ 
un hecho que tiene indudable importancia. La importan­cia 
del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indu. 
dable, convincente para la generalidad de los lectores. Si 
el suceso que forma el meollo del cuento carece de impor. 
tancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, 
una estampa, pero no es un cuento. 
"Importancia" no quiere decir aquí novedad, caso in­sólito, 
acaecimiento singular. La propensión a escoger ar­gumentos 
poco frecuentes como tema de cuentos puede 
conducir a una deformación similar a la que sufren en su 
7
8 JUAN BOSCH 
estructura muscular los profesionales del atletismo. Un ni­ño 
que va a la escuela no es materia propicia para un cuen­to, 
porque no hay nada de importancia en su viaje diario 
a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús 
en que va el niño se vuelca o se quema, o si al llegar a su 
escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el edi­ficio 
escolar se ha quemado la noche anterior. 
Aprender a discernir donde hay un tema para cuento 
ee parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio p~' 
culiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de crea­ción; 
es la "tekné" de los griegos 0, si se quiere, la parte 
de artesanado imprescindible en el bagaje del artista. 
A menos que se trate de un caso excepcional, un buen 
escritor de cuentos tarda años en dominar ~a técnica del 
género, y la técnica se adquiere con la práctica más que 
con estudios. Pero nunca debe olvidarse que el género tie_ 
ne una técnica y que ésta debe conocerse a fondo. Cuento 
quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra provie. 
ne del latín computus, y es inútil tratar de rehuir el signi. 
ficado esencial que late en el origen de los vocablos. Una 
persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, 
con números árabes, con signos algebraicos; pero tiene que 
llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o 
ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido 
al hecho que se computa. El que no sabe llevar con pal3.­bras 
la cuenta de un suceso, no es cuentista. 
De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el 
cuentista puede escoger su propio camino, ser "hermético" 
o "figurativo" como se dice ahora, o lo que es lo mismo, 
subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar 
su obra desde su ángulo individual; expresarse como él 
crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que 
ti! género, reconocido como el más difícil en todos los idio­mas. 
no tolera innovaciones sino de los autores que lo do. 
minan en 10 más esencial de su estructura.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 9 
El interés que despierta el cuento puede medirse por 
los juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficiona~ 
dos. Se dice a menudo que el cuento es una novela en sín­tesis 
y que la. novela requiere más aliento en el que la es­cribe. 
En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; 
y es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una 
novela buena. Comparar diez páginas de '"Cuento con las 
doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una 
novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un 
libro de cuentos que sea bueno y que tenga doscientas cin­cuenta 
páginas, no se logra en tan corto tiempo. La düeren~ 
da fundamental entre un género y el otro está en la di­rección: 
la novela es extensa; el cuento es.intenso. 
El novelista crea caracteres y a menudo sucede que 
esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a 
sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia Wia 
novela no termina como el novelista lo he.bía planeado, si 
no como los personajes de la obra lo determinan con sus 
hechos. En el cuento, la situación eB diferente; el cuento 
tiene que ser obra exclusiva del cuentista. El es el padre y 
el -dictador de sus criaturas; no puede dejarlas libres ni 
tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuen­tista 
sobre sus personajes es lo que se traduce en tensión 
y por tanto en ilÍtensidad. La intensidad de un cuento no 
es producto obligado. como ha dicho alguien. de su corta 
extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el 
cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se 
halla la causa de que el género sea tan difícil. pues el cuen­tistanecesita 
ejercer sobre sí mismo una .vigilancia cons­tclnte. 
que no se logra sin disciplina mental y emocional; 
y eso no es fácil. . 
Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista 
tiene que ser el mismo para recoger su material que para 
escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda e3. 
fuerzo, capacidad· de concentración y trabajo de análisis. A
10 JUAN BOSCH 
menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero 
el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino co­mo 
si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde 
el primer momento su material organizado en tema, como 
si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tan~ 
ta tensión como escribir. 
El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vi_ 
da a estudiar l~ técnica del género, al grado que logre do_ 
minarla en la mi.sma forma en que el pintor consciente 
domina la pincelada: la da, DO tiene que premeditarla. Esa 
técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final 
sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el 
interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, 
la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El 
final sorprendente no es una condición imprescindible en 
el buen cuento. Hay grandes cuentistas. como Antón Che­jov, 
que apenas lo usaron. "A la deriva", de Horacio Qui­l'oga, 
no 10 tiene, y es una pieza magistral. Un final sor­prendente 
impuesto a la fuerza destruye otras buenas con­diciones 
en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su 
final natural como debe tener su principio. 
No importa que el cuento sea subjetivo u objetivl"; 
que el estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, 
directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al 
lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en ma_ 
nos del cuentista y éste DO debe soltarlo más. A partir de~ 
principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto d~ 
su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que pre_ 
viamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. 
Una sola frase aún siendo de tres palabras que no esté ló­gica 
y entrañablemente justificada por ese destino man­chará 
el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kippling 
refiere que para él era más importante lo que tachaba que 
lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 11 
disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que 
se desvía no llega al blanco. 
La manera natural de comenzar un cuento fue siem_ 
pre el "había una vez" o "érase una vez". Esa corta frase 
hmía -y tiene aún en la gente del pueblo-- un valor de 
el.'njnro; ella sola bastaba a despertar el interés de los que 
rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento 
no empezaba con descripciones de paisajes, a menos que 
se tratara de un paisaje descrito con escasas palabras para 
justi'1'icar la presencia o la acción del protagonista; comen.. 
z~ba con éste, y pintándolo e.n actividad. Aún hoy. esa 
manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con 
el protagonista en acción. física o psicológica, pero acción; 
el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo 
mismo del cuento, a fin d~ evitar que el lector se canse. 
Saber comenzar un cuento es tan importante como sa_ 
ber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin des­canso 
la entrada del cuento. Es en la primera frase donde 
está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo 
y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi 
siempre termina bien. El autor queda comprometido con­sjgo 
mismo a mantener el nivel de su creación a la altura 
en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuen~ 
to con acierto; despertando de golpe el interés del lector. 
El antiguo "había una vez" o "érase una vez" tiene que 
ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. 
El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la ma_ 
nera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe 
leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores 
cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, 
de Quiroga, quien fué quizá el más consciente de todos ellos 
en 10 que a la técnica del cuento se refiere. 
Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin 
una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en 
pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien
12 JUANBOSCH 
sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tek­llé" 
del género. El oficio es la parte formal de la tarea. pe­ro 
quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen 
cuentista. Sólo el que 10 domine podrá transformar el cuen­to, 
mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el 
toque de su personalidad creadora. 
Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en 
un mercado árabe y para el que los escribe en una biblio. 
teca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercer!o. 
;Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista 
nato puede producir un buen cuento por adivinación de 
artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la medita. 
ción constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de 
apreciables cualidades para la narración han perdido su 
don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribie­ron 
sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca 
la dominaron; cuando la veta interior se agotó. les faltó la 
capacidad para elaborar, con asuntos externos a su expe. 
riencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No 
adquirieron el oficio a tiempo, y sin. el oficio no podían 
construir. 
En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de 
scmÜDconsclencia. La acción se le impone; los personajes 
y sus circunstancias; le arrastran; un torrente de palabras 
luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo 
dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin 
de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que 
abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica 
le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como 
Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado pa­ra 
estudiar los principios en que descansa la profesión de 
cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los prin_ 
cipios del género, no importa lo que crean algunos cuentis. 
tas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida 
en que la obra humana lo es.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 13 
La búsqueda y la selección del material es una parte 
importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección 
saldrá el tema. Parece que estas dos palabras -búsqueda 
y selección- implican lo mismo; buscar es seleccionar. 
Pero no es así para el cuentista. El buscará aquello que su 
alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de 
hombres del pueblo o de niños. asuntos de amor o de tra_ 
bajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más 
se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo 
de cuento que se propone escribir. 
Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie 
puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a no· 
velistas y cuentistas para contarles cosas que le han suce. 
dido, "temas para novelas y cuentos", que no interesan al 
escritor porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, 
si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un 
consejo útil que dar a los cuentistas jó'venes: que estudien 
el material con minuciosidad y seriedad; que estudien con. 
cienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su 
ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que Se ga_ 
na la vida. 
Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. 
Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay 
mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: 
El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un 
don que está en la obligación de poner al servicio de la so­ciedad. 
La única manera de cumplir con esa obligación es 
desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene 
que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento 
y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara 
su vocación con seriedad. estudiará a conciencia, trabajará, 
se afanará por dominar el género, que es sin duda muy re. 
belde. pero dominable. Otros 10 han logrado. El también 
puede lograrlo.
II 
El cuento es un género literario escueto, al ext1'emo 
de que un cuento no debe construirse sobre más de un he_ 
cho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para 
ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual 
que el aviador se halla forzado a saber con seguridad adon~ 
de se dirige antes de poner la mano en las palancas que 
mueven su máquina. 
La primera tarea que el cuentista debe imponerse es 
la de aprender a distinguir con precisión cual hecho puede 
ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe 
saber aislarlo, limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre 
de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia; 
estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad. Pues cuando 
el cuentista tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, 
se halla frente a un verdadero tema. El hecho es el tema, 
yen el cuento no hay lugar sino para un tema. 
Ya he dicho que aprender a discernir dónde hay un te. 
ma de cuento es parte esencial de la técnica del cuento. 
Técnica, entendida en el sentido de la "tekné" griega, es 
esa parte de oficio o artesanado indispensable para cons' 
truir una obra de arte. Ahora bien, el arte del cuento con.. 
siste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueIta~ 
mente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que 
marcan el camino hacia el hecho; todos esos sucesos están 
15
16 JUANBOSCH 
subordinados al hecho hacia el cual va el cuentista; él es el 
tema. 
Aislado el tema, y debidamente estudiado desde torles 
sus ángulos, el cuentista puede aproximarse a él como más 
le plazca, con el lenguaje que le sea habitual o conilaturai, 
en forma directa o indirecta. Pero en ningún momento per_ 
derá de vista que se dirige hacia ese hecho y no a otro pun­to. 
Toda palabra que pueda darle categoría de tema a un 
acto de los que se presentan en esa marcha hacia el tema, 
toda palabra que desvíe al autor un milímetro del tema, 
E;stán fuera de lugar y deben ser aniquiladas tan pronto 
~.parezcan; toda idea ajena al asunto escogido es yerba ma­la, 
que no dejará crecer la espiga del cuento con salud, y 
la yerba mala. como aconseja el Evangelio, debe ser arra'.l­cada 
de raíz. 
Cuando el c'.tentista esconde el hecho a la atención del 
lector, 10 va sustrayendo frase a frase de la visi6n de quien 
lo lee pero lo mantiene presente en el fondo de la narraciÓL 
"'J. no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco o seis pa~ 
labras finales del cuento, ha construído el cuento según la 
mejor tradici6n del género. Pero los casos en que puede 
hacer esto sin deformar el curso natural del relato no abun­dan. 
Mucho más importante que el final de sorpresa es man.. 
tener en avance continuo la marcha que lo lleva del punto 
de partida al hecho que ha escogido como tema. Si el hecho 
se halla antes de llegar al final, es decir, si su presencia 
no coincide con la última escena del cuento, Pero la mane­ra 
de llegar a él fue recta y la marcha se mantuvo en ritmo 
apropiado, se ha producido un buen cuento. 
Todo lo contrario resulta si el cuentista está dirigiéndo~ 
se hacia dos hechos. En ese caso la marcha será zigzaguean­te, 
la línea no podrá ser recta, 10 que el cuentista tendrá al 
final será una página confusa, sin carácter; cualquier cosa, 
pero no un cuento. Hace poco recordaba que cuento quiere 
decir llevar la cuenta de un hecho. El origen de la palabra
CUENTOS ESCRITOS EN EL Exn.ro 17 
que define el género está en el vocablo latino "computusH 
• 
el mismo que hoy usamos para indicar que llevamos cuen­ta 
de algo. Hay un oculto sentido matemático en la riguro,.. 
sidad del cuento; como en las matemáticas, en el cuento no 
puede haber co!Úusión de valores. 
El cuentista avezado sabe que su tarea es llevar al lee­tor 
hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que de_ 
be llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasio. 
nes resulta útil desviar la atención del lecto~~ haciéndole 
creer, mediante una frase discreta, que el hecho es otro. 
En cada párrafo, el lector deberá pensar que ya ha llegado 
al corazón del tema; sin embargo no está en él y ni siquie_ 
ra ha comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz 
que separa el hecho del resto del relato. 
El cuento debe ser presentado allcetor como un fruto 
c!e numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a 10i 
ojos de un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una 
de las cáscaras, el lector esperará la almendra de la fruta; 
(;reerá que ya no hay cortezas y que ha llegado el mamen. 
to de gustar el anhelado manjar vegetal De párrafo en pá­rrafo, 
la acción interna y secreta del cuento seguirá por 
debajo de la acción externa y visible; estará oculta por las 
acciones accesorias, por una actividad que en verdad no 
tiene otra finalidad que conducir al lector hacia el hecho. 
En suma, serán cáscaras que al desprenderse irán acercan. 
do el fruto a la boca del goloso. 
Ahora bien, en cuanto al hecho que da el tema, ¿cómo 
conviene que sea? Humano, o por lo menos humanizado. 
Lo que pretende el cuentista es herir la sensibilidad o esti. 
mular las ideas del lector; luego, hay que dirigirse a él a 
través de sus sentimientos o de su pensamiento. En las fá~ 
bulas de Esopo como en los cuentos de Rudyard Kipling, 
en los relatos infantiles de Andersen como en las parábolas 
de Oscar Wilde, animales, elementos y objetos tienen alma 
humana. La experiencia íntima del hombre no ha traspa-
18 JUAN BOSCH 
sado los límites de su propia- esencia; para él, el universo 
infinito y la materia mensurable existen como reflejo de 
su ser. A pesar de la creciente humildad a que lo somete 
la ciencia. él seguirá siendo por mucho tiempo el rey de la 
creación, que vive orgánicamente en función de señor su· 
premo de la actividad universal. Nada interesa al hombre 
más que el hombre mismo. El mejor tema para un cuento 
será siempre un hecho humano, o por lo menos, relatado 
en términos esenciahnente humanos. 
La selección del tema es un trabajo serio y hay que 
él_cometerlo con seriedad. El cuentista debe ejercitarse en el 
arte de distinguir con precisión cuándo 'Un tema es apropia. 
do para un cuento. En esta parte de la tarea entra a ju~ar 
el don nato del relatador. Pues sucede que el cuento co. 
mienza a formarse en ese acto, en ese instante de la selec­ción 
del hecho_tema. Por sí solo, el tema no es en verdad 
('"1 germen del cuento, pero se convierte en tal germen pre­cisamente 
en el momento en que el cuentista lo escoge por 
tema. 
Si el tema no satisface ciertas condiciones, el cuento) 
será pobre o francamente malo aunque su autor domine a 
perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por 
ejemplo. no tiene calidad para servir de tema; en cambio 
puede serlo, y muy bueno, para un artículo de costumbres 
o para una página de buen humor. 
El tema requiere un peso específico que lo haga uni. 
versal. Puede ser muy local en su apariencia, pero debe 
ser universal en su valor intrínseco. El sufrimiento, el amor, 
el sacrificio, el heroismo, la generosidad, la crueldad, la 
avaricia. son valores universales, positivos o negativos, aun. 
que se presenten en hombres y mujeres cuyas vidas no tras. 
pasan las lindes de lo local; son universales en el habitante 
de las grandes ciudades, en el de la jungla americana o en 
el de los iglús esquimales.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 19 
Todo lo dicho hasta ahora se resume en estas pocas 
palabras: si bien el cuentista tiene que tomar un hecho y 
aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, 
110 basta para el caso un hecho cualquiera: debe ser un he. 
cho humano o que conmueva a los hombres, y debe tene:r 
categoría universal. De esa especie de hechos está lleno et 
mundo; están llenos los días y las horas, y adonde quiera 
que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son bue­nos 
temas. 
Ahora bien, si en ocasiones esos hechos que nos rodean 
se presentan en tal forma que bastaría con relatarlos para 
tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el cuentista tie. 
ne que estudiar el hecho para saber cual de sus ángulos ser. 
virá para un cuento. A veces el cuento está determinado 
por la mecánica misma del hecho, pero también puede es. 
tarlo por su ausencia, por sus motivaciones o por su apa. 
riencia formal. Un ladronzuelo cogido in f?aganti puede dar 
un cuento excelente si quien lo sorprende robando es un 
hermano, agente de poUcía, o si la causa del robo es el ham. 
bre de la madre del descuidero; y puede ser también un 
magnífico cuento si se trata del primer robo del autor y el 
cuentista sabe presentar el desgarrón psicológico que supo. 
ne traspasar la barrera que hay entre el mundo normal y 
el mundo de los delincuentes. En los tres casos el hecho. 
tema sería distinto; en el primero, se hallaría en la circuns. 
tancia de que el hermano del ladrón es agente de policía; 
en el segundo, en el hambre de la madre; en el tercero, en 
el desgarrón psicológico. De donde puede colegirse por qué 
hemos insistido en que el hecho que sirve de tema debe es. 
tar libre de apariencias y de todo cuanto no sea expresión 
legítima de su sustancia. Pues en estos tres posibles cuen· 
tos el tema parece ser la captura del ladronzuelo mientras 
roba, y resulta que hay tres temas distintos, y en los tres 
la captura del joven delincuente es un camino hacia el ca. 
razón del hecho.tema.
20 JUAN BOSCH 
Aprender a ver un tema, saber seleccionarlo, y aun 
dentro de él hallar el aspecto útil para desarrollar el cuen. 
to, eS parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La 
rígida disciplina mental y emocional que el cuentista ejer. 
ce sobre sí mismo comienza a actuar en el acto de escoger 
el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la 
redacción del relato por cuanto sus caracteres, una vez ,crea. 
dos. determinan en mucho el curso de la acción. Pero en el 
cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está deter. 
minada sobre todo por la calidad del tema. Antes de sentar~ 
se a escribir la primera palabra, el cuentista debe tener una 
idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta re­gla 
no se sigue, el resultado será débil. Por caso de adivi­nación, 
en un cuentista nato de gran poder, puede darse 
un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el 
mismo autor podrá garantizar de antemano qué saldrá de 
su trabajo cuando ponga la palabra final. En cambio, otra 
cosa sucede si el cuentista trabaja conscientemente y orga· 
niza su construcción al nivel del tema que elige. 
Así como en la novela la acción está determinada por 
los caracteres de sus protagonistas, en el cuento el tema da 
la acción. La diferencia más drástica entre el novelista y el 
cuentista se halla en que aquel sigue a sus personajes mien­tr- 
as que éste tiene que gobernarlos. La acción del cuento 
está determinada por el tema pero tiene que ser dictatorial. 
mente regida por el cuentista; no puede desbordarse ni 
cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente en 
lús términos estrictamente imprescindibles al desenvolvi. 
miento del cuento y entrañablemente vinculados al tema. 
Los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos 
a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de 
la novela; en un cuento no debe mencionarse siquiera un 
cuadro si él no es parte importante en el curso de la acción. 
El cuento es el tigre de la fauna literaria; si le sobra 
un kilo de grasa o de carne no podrá garantizar la cacería
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 21 
de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y garras 
nada más, el tigre está p.reado para atacar y dominar a las 
otras bestias de la selva. Cuando los años le agregan grasa 
e su peso, le restan elasticidad en los músculos, aflojan sus 
colmillos o debilitan sus poderosas garras, el majestuo<;o 
tigre se halla condenado a morir de hambre. 
El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse 
contra el lector, o instinto de tigre para seleccionar el tema 
y calcular con exactitud a qué distancia está su víctima y 
con qué fuerza debe precipitarse sobre ella. Pues sucede 
que en la oculta trama de ese arte dificil que es escribir 
cuentos, el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se 
dispara a uno para herir al otro. Al dar su salto asesino ha_ 
cia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando tam­bién 
sobre el lector.
111 
Hay una acepción del vocablo "estilo" que lo identifica 
con el modo, la forma, la manera particular de hacer algo. 
Según ella, el uso, la práctica o la costumbre en la ejecu. 
cIón de ésta o aquella obra implica un conjunto de reglas 
que debe ser tomado en cuenta a la hora de realizar esa 
obra. 
¿Se conoce algún estilo, en el sentido de modo o for. 
ma, en la tarea de escribir cuentos? 
Sí. Pero como cada cuento es un universo en sí mismo, 
que demanda el don creador en quien lo realiza, hagamos 
desde este momento una distinción precisa: el escritor de 
cuentos es un artista; y para el artista -sea cuentista, no. 
velista, poeta, escritor, pintor, músico- las reglas son le­yes 
misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que 
nadie conoce; y esas leyes son ineludibles. 
Cada forma, en arte, es producto de una suma de re_ 
glas, y en cada conjunto de reglas hay divisiones: las que 
dan a una obra su carácter como género, y las que rigen 
la materia con que se realiza. Unas y otras se mezclan pa. 
ra formar el todo de la obra artística, pero las que gobier_ 
nan la materia con que esa obra se realiza reS'Ultan deter. 
minantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el 
artista. En el caso del autor de cuentos, el medio de crea· 
ción de que se sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe co­nocer 
a cabalidad. 
23
24 JUAN BOSCH 
Del conjunto de reglas hagamos abstracción de las qne 
gobiernan la materia expresiva. Esas son el bagaje prima.. 
rio del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas 
estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, 
parece no haber duda de que el escritor nato trae al mundo 
un conocimiento instintivo de su mecanismo que a menudo 
resulta sorprendente, aunque tampoco parece haber duda 
cíe que ese don mejora mucho cuando el conocimiento ins. 
tintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio. 
Hagamos abstracción también de las reglas que se re· 
fieren a la manera peculiar de expresarse de cada autor. 
Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la 
marca divina que distingue al artista entre la multitud de 
sus pares. 
Quedémonos por ahora con las reglas que confieren 
carácter a un género dado; en nuestro caso, el cuento. Esas 
reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento. 
La forma es importante en todo arte. Desde muy anti­guo 
se sabe que en 10 que atañe a la tarea de crearla, la ex. 
presión artística se descompone en dos factores fundamen. 
tales: tema y forma. En algunas artes la forma tiene mis 
valor que el tema; ese es el caso de la escultura, la pintu. 
ra y la poesía, sobre todo en los últimos tiempos. 
La estrecha relación de todas las artes entre sí, deter­minada 
por el carácter que le imprime al artista la actitud 
del conglomerado social ante los problemas de su tiempo 
-de su generación-, nos lleva a tomar nota de que a me. 
nudo un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos 
influye en el estilo de otros. No nos hallamos ahora en el 
caso de investigar si en realidad se produce esa influencia 
con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de e;;_ 
tJlo a causa de cambios profundos introducidos en la sensi­bilidad 
social por otros factores. Pero debemos admitir que 
hay influencias. Aunque estamos hablando del cuento, ano. 
ternos de paso que la escultura, la pintura y la poesía de
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 25 
hoy se realizan eon la vista puesta en la forma más que en el 
tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, da­do 
que precisamente esas artes han escapado a las leyes de 
la forma al abandonar sus antiguos modos de expresión. 
Pero en realidad, lo que abandonaron fue su sujeción al te_ 
ma para entregarse exclusivamente a la forma. La pintura 
y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sue_ 
ño de sus cultivadores es expulsar el tema en ambos géne_ 
ros. La poesía actual se inclina a quedarse sólo con las pa_ 
labras y la manera de usarlas, al grado que muchos poemas 
modernos que nos emocionan no resistirían un análisis del 
tema que llevan dentro. 
Volveremos sobre este asunto más tarde. Por ahora re­cordemos 
que hay un arte en el que tema y forma tienen 
igual importancia en cualquier época: es la música. No se 
concibe música sin tema, lo mismo en al Mozart del siglo 
XVIII que en el Bartok del siglo XX. Por otra parte, el te­ma 
musical no podría existir sin la forma que lo expresa. 
Esta adecuación de tema y forma se explica debido a que 
la música debe ser interpretada por terceros. 
Pero en la novela y en el cuente, que no tienen intér. 
pretes sino espectadores del orden intelectual, el tema es 
más importante que la forma, y desde luego mucho más 
importante que el estilo con que al autor se expresa. 
Todavía más: en el cuento el tema importa más que 
en la novela. Pues en su sentido estricto, el cuento es el re­lato 
de un hecho, uno solo, y ese hecho -que es el tema­tiene 
que ser importante, debe tener importancia por sí 
rlismo, no por la manera de presentarlo. 
Antes dije que "'un cuento no puede construírse sobre 
más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta 
vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la 
vez; e igual que el aviador, se halla forzado a saber con se. 
guridad adonde se dirige antes de poner la mano en las pa­lancas 
que mueven su máquina".
26 JUAN BOSCH 
La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un 
hecho. y sólo a uno, es lo que me ha llevado a definir el 
género como "el relato de un hecho que tiene indudable 
importancia". A fin de evitar que el cuentista novel enten. 
diera por hecho de indudable importancia un suceso poro 
común, expliqué en esa misma oportunidad que "la impor. 
tancia del hecho es desde luego relativa; mas debe ser in. 
dudable, convincente para la generalidad de los lectores"; 
y más adelante decía que "importancia no quiere decir 
aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La pro_ 
pensión a escoger argumentos poco frecuentes como temas 
de cuentos puede conducir a una deformación similar a la 
que sufren en su estructura muscular los prdfesionales del 
atletismo"• 
Hasta ahora se ha tenido la brevedad como una de las 
leyes fundamentales del cuento. Pero la brevedad es una 
consecuencia natural de la esencia misma del género, no 
un requisito de la forma. El cuento es breve porque se ha­lla 
limitado a relatar un hecho y nada más que uno. El 
cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantie:le 
como relato de un solo hecho. No importa que un cuento 
esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; 
s¡empre conservará sus características si es el relato de un 
solo acontecimiento. así como no las tendrá si se dedica a 
relatar más de uno, aunque lo haga en una solR página. 
Es probable que el cuento largo se desarrolle en el por. 
venir como el tipo de obra literaria de más difusión, pues 
el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico sin 
correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y 
alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, 
fuera de las fronteras de la historia y en prosa monda y ti. 
ronda, es casi un milagro que confiere al cuento una cate­goría 
artísti.ca en verdad extraordinaria (*). 
(*) Debemos esta aguda observación a Thomas Mann, quien 
en "Ensayo sobre Chejov", traducción de Aquilino Duque (en
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 
"El arte del cuento consiste en situarse frente a un he.. 
cho y dirigirse a él resueltamente, sin darles caracteres de 
hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el he­cho..." 
dije antes. Obsérvese que el novelista sí da carac­teres 
de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia 
el hecho central que sirve de tema a su relato; y es la des_ 
cripción de esos sucesos - a los que podemos calificar de 
secundarios- y su entrelazamiento con el suceso principal, 
lo que hace de la novela un género de dimensiones mayo. 
res, de ambiente más variado, personajes más numerosos y 
tiempo más largo que el cuento. 
El tiempo del cuento es corto y concentrado. Esto se 
debe a que es el tiempo en que acaece un hecho -uno solo. 
repetimos-, y el uso de ese tiempo en función de caldo vi.. 
tal del relato exigen del cuentista una capacidad especial 
para tomar el hecho en su esencia, en las líneas más puras 
de la acción. 
Es ahí, en lo que podríamos llamar el poder de expre­sar 
la acción sin desvirtuarla con palabras, donde está el 
sücreto de que el cuento pueda elE"varse a niveles épicos. 
Thomas Mann sintió el aliento épico en algunos cuentos 
de Chejov -y sin duda de otros autores-, pero no dejó 
constancia de que conociera la causa de aliento. La causa 
está en que la epopeya es el relato de los actos heroicos, y 
~l que los ejecuta -el héroe- es un artista de la acción; 
así, si mediante la virtud de describir la acción pura, un 
cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho rea. 
Revista Nacional de Cultura, Caracas, Venezuela, mano-abril de 
1960, págs. 52 y siguiente), dice que Chejov había sido para él 
"un hombre de la forma pequeña, de la narración breve que no 
exigía la heroica perseveración de años y decenios, sino que po­dia 
SE'r liqUIdada en unos dias o unas semanas por cualquíer frío 
volo del Arte. Por todo esto abrigaba yo un cierto menosprecio 
(por la obra de Chejov), sin acabar de apercibirme de la di·men· 
sión interna, de la fuena genial que logran lo breve y lo sus­cinto 
que en su acaso admirable concisión encierran toda la pIe· 
nitud de la vida y se elevan decididamente a un nivel épico __ ...
28 JUAN BOSCH 
lizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sen. 
tido convencional de la palabra, el cuentista tiene el don 
de crear la atmósfera de la epopeya sin verse obligado a 
recurrir a los grandes actores del drama histórico y a los 
episodios en que figuraron. 
¿No es esto un privilegio en el mundo del arte? 
Aunque hayamos dicho que en el cuento el tema im. 
porta más que la forma, debemos reconocer que hay un& 
forma -en cuanto manera, uso o práctica de hacer algo-­para 
poder expresar la acción pura, y que sin sujetarse a 
ella no hay cuento de calidad. La mayor importancia de] 
tema en el género cuento no significa, pues, que la forma 
puede ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. 
Si lo fuera, ¿cómo podríamos distinguir entre cuento, nc. 
vela e historia, géneros parecidos pero diferentes? 
A pesar de la familiaridad de los géneros, 'una novela 
no puede ser escrita con forma de cuento o de historia, ni 
nn cuento con forma de novela o de relato histórico,. ni una 
historia como si fuera novela o cuento. 
Para el cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, 
que en los últimos tiempos, en la lengua española -porque 
no conocemos caso parecido en otros idiomas- se pretenda 
escribir cuentos que no son cuentos en el orden estricto del 
"ocablo? 
Un eminente crítico chileno escribió hace algunos añes 
que "junto al cuento tradicional" al cuento "que puede con­tarse", 
con principio, medio y fin, el conocido y clásico, 
existen otros que flotan, elásticos, vagos" sin contornos de. 
finidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos y, a 
veces, de una extremada delicadeza; superan a menudo a 
sus parientes de antigua prosapia; pero ¿cómo negarlo, có. 
mo discutirlo? Ocurre que no son cuentos; son otra cosa: 
divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, 
estampas, trozos o momentos de vida; son y pueden ser mil 
cosas más; pero, insistimos, no son cuentos, no deben Ha.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 29 
marse cuentos. Las palabras, los nombres. los títulos, cali. 
ficaciones y clasificaciones tienen por objeto aclarar y dis­tinguir, 
no obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan 
conviene llamarlo pan. Y al cuento, cuento" (*). 
Pero sucede que como hemos dicho hace poco, un cam. 
bio en el estilo de ciertos géneros artísticos se reflej a en el 
estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están 
dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de ma_ 
teria y forma, con abandono del tema; y esta actitud de pin­tores, 
escultores y poetas ha influído en la concepción del 
cuento americano, oel cuento de nuestra lengua ha resUl. 
tado influído por las mismas causas que han determinado 
el cambio de estilo en pintura, escultura y poesía. 
Por una o por otra razón, en los cuentistas nuevos de 
América se advierte una marcada inclinación a la idea de 
que el cuento debe acumular imágenes literarias sin rela­ción 
con el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento -el 
llamado "cuento abstracto"-, que acaso podrá llegar a ser 
un género literario nuevo, producto de nuestro agitado y 
confuso siglo XX, pero que no es ni será cuento. 
Ahora bien, ¿cuál es la forma del cuento? 
En apariencia, la 'forma está implícita en el tipo de 
cuento que se quiera escribir. Los hay que se dirigen a re_ 
latar una acción, sin más consecuencias; los hay cuya fina_ 
lidad es delinear un carácter o destacar el aspecto saliente 
de una personalidad; otros ponen de manifiesto problemas 
sociales, políticos, emocionales, colectivos o individuales; 
otros buscan conmover al lector, sacudiendo su sensibilidad 
ccn la presentación de un hecho trágico o dramático; los 
hay humorísticos, tiernos, de ideas. Y desde luego, en cada 
caso el cuentista tiene que ir desenvolviendo el tema en 
forma apropiada a los fines que persigue. 
(**) Alona (Hernán Diaz Arrieta), "CrónÍC"a Literaria", en 
"El Mercurio", Santiago de Chile, 21 de agosto de 1955.
30 JUAN BOSCH 
Pero esa forma es la de cada cuento y cada autor; la 
que cambia y se ajusta no sólo al tipo de cuento que se 
escribe sino también a la manera de escribir del cuentista. 
Diez cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos dra­máticos, 
tiernos, humorísticos, con diez temas distintos y 
con diez formas de expresión que no se parezcan entre sí; 
y los diez cuentos pueden ser diez obras maestras. 
Hay, sin embargo, una forma sustancial; la profunda, 
la que el lector corriente no aprecia, a pesar de que a ella 
y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le 
mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va 
desarrollándose en el relato o al destino de los personajes 
que figuran en él. De manera intuitiva o consciente, esa 
forma ha sido cultivada con esmero por todos los maestros 
del cuento. 
Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales para el 
cuento hablado y para el escrito; que no cambian porque 
el cuento sea dramático, trágico, humorístico, social, tierno, 
de ideas, superficial o profundo; qu~ rigen el alma del gé­nero 
lo mismo cuando los personajes son ficticios que cuan· 
do son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire, 
seres humanos, aristócratas, artistas o peones. 
La primera leyes la ley de la fluencia constante. 
La acción no puede detenerse jamás; tiene que correr 
con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista, 
dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe 
correr sin obstáculos y sin meandros; debe moverse al ritmo 
que imponga el tema -más lento, más vivaz-, pero mo­verse 
siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, 
externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocul­tar 
el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sor. 
prendernos con un final inesperado. Pero no puede dete­nerse. 
Es en la acción donde está la sustancia del cuento. Un 
cuento tierno debe ser tierno porque la acción en sí misma
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 31 
tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que 
se escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento 
dramático lo es debido a la categoría dramática del hecho 
que le da vida, no por el valor literario de las imágenes 
que lo exponen. Así, pues, la acción por sí misma, y por 
su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por tanto, 
la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista 
se entrometa en su discurrir buscando impresionar al lec­tor 
con palabras ajenas al hecho para convencerlo de que 
el autor ha captado bien la atmósfera del suceso. 
La segunda ley se infiere de lo que acabamos de decir 
y puede expresarse así: el cuentista debe usar sólo las 
palabras indispensables para expresar la acción. 
La palabra puede exponer la acción, pero no puede 
suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto 
como una acción. En el cuento, la frase justa y necesaria 
es la que dé paso a la acción, en el estado de mayor pureza 
que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a tra· 
vés de palabras y con la manera peculiar que tenga cada 
cuentista de usar su propio léxico. 
Toda palabra que no sea esencial al fin que se ha pro­puesto 
el cuentista resta fuerza a la dinámica del cuento y 
por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto 
que el cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un 
solo hecho -y de no ser así no está escribiendo un cuen­to--, 
no se halla autorizado a desviarse de él con frases 
que alejen al lector del cauce que sigue la acción. 
Podemos comparar el cuento con un hombre que sale 
de su casa a evacuar una diligencia. Antes de salir ha pen­sado 
por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; 
a quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito cono­cido. 
No ha salido a ver qué encuentra, sino que sabe lo que 
busca. 
Ese hombre no se parece al que divaga, pasea; se en· 
tretiene mirando flores en un parque. oyendo hablar a dos
32 JUAN BOSCH 
mnos, observando una bella mujer que pasa; entra en un 
museo para matar el tiempo; se mueve de cuadro en cua­dro; 
admira aquí el estilo impresionista de un pintor y 
más allá el arte abstracto de otro. 
Entre esos dos hombres, el modelo del cuentista debe 
ser el primero, el que se ha puesto en acción para alcanzar 
algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a 
un punto. Y así como los actos del hombre de marras es­tán 
gobernados por sus necesidades, así la forma del cuen­to 
está regida por su naturaleza activa. 
En la naturaleza activa del cuento reside su poder de 
atracción, que alcanza a todos los hombres de todas las 
razas en todos los tiempos. 
Caracas, septiembre de 1958.
LOS AMOS 
Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una va­ca, 
don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo. 
-Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está 
muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelo 
va. 
Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba. 
-Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero 
tengo calentura. 
-Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta 
hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno. 
Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abun­dante, 
largo y negro, le caía sobre el pescuezo. La barba 
escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes. 
-Ta bien, don Pío -dijo-; que Dió se lo pague. 
Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de 
nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. 
Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a 
mirar las vacas y los críos. 
-Qué animao ta el becerrito -comentó en voz baja. 
Se trataba de uno que él había curado días antes. Ha­bía 
tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y sal­taba 
alegremente. 
Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver 
las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y 
rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le 
33
34 JUAN BOSCH 
pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de ma­drugada, 
las atenciones de la casa y el cuido de los terne. 
ros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, 
pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente 
enferma en su casa. 
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los ma­torrales 
que cubrían el paso del arroyo, y sobre los ma­torrales, 
las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado 
poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la 
casa, pero el rancho de los peones no tenía puertas ni ven­tanas; 
no tenía ni siquiera setos. Cristina se movió allá 
abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una 
última recomendación. 
-Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino. 
-Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder 
El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Des_ 
de las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, per­didas 
hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los 
potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distin­guía, 
pero Cristina conocía una por una todas las reses. 
-Vea, don -dijo-, aquella pinta que se aguaita allá 
debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le 
veo barriga. 
Don Pío caminó arriba. 
-¿Usté cree, Cristina? Yo no la veo bien. 
-Arrímese pa aquel lao y la verá. 
Cristina tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pe­ro 
siguió con la vista al animal. 
-Dése una caminadita y me la arrea, Cristino -oyó 
decir a don Pío. 
-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal. 
-¿La calentura? 
-Unjú. Me ta subiendo. 
-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristina. 
Vaya y tráigamela.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 35 
Cristina se sujetaba el pecho con los dos brazos des­carnados. 
Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la 
frente. Todo aquel sol, el becerrito ... 
-¿Va a traérmela? -insistió la voz. 
Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies 
descalzos llenos de polvo. 
-¿Va a buscármela, Cristino? 
Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apre­taba 
más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de 
listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba. 
Resonaron pisadas arriba y Cristina pensó que don 
Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristina. 
-Ello sí, don -dijo-; vaya dir. Deje que se me pase 
el frío. 
-Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristina. Mi­re 
que esa vaca se me va y puedo perder el becerro. 
Cristina seguía temblando, pero comenzó a ponerse de 
pie. 
-Sí; ya voy, don -dijo. 
-Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde 
la galería don Pío. 
Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado 
para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. 
Don Pío le veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la 
galería y se puso junto a don Pío. 
-¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz canta. 
rina. 
El hombre no contestó. Señaló hacia Cristina, que se 
alejaba con paso torpe, como si fuera tropezando. 
-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió 
anoche. Y ahorita mismo le dí medio peso para el camino. 
Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía de. 
mandar una explicación.
36 JUAN BOSCH 
-Malagradecidos que son, Henninia -dijo-. De na. 
da vale tratarlos bien. 
Ella asintió con la mirada. 
Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. 
y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era 
apenas una mancha sobre el verde de la sabana.
EN UN BaRIO 
La mujer no se atrevía a pensar. Cuando creía oír pi­sadas 
de bestias se lanzaba a la puerta, con los ojos ansio­sos; 
después volvía al cuarto y se quedaba allí un rato lar­go, 
sumida en una especie de letargo. 
El bohío era una miseria. Ya estaba negro de tan viejo, 
y adentro se vivía entre tierra y hollín. Se volvería inhabi­table 
desde que empezaran las lluvias; ella lo sabía, y sabía 
también que no podía dejarlo, porque fuera de esa choza 
no tenía una yagua donde ampararse. 
Otra vez rumor de voces. Corrió a la puerta, temerosa 
de que nadie pasara. Esperó un rato; esperó más, un poco 
más: ¡nada! Sólo el camino amarillo y pedregoso. Era el 
viento, ahí enfrente, el condenado viento de la loma, que 
hacía gemir los pinos de la subida y los pomares de abajo; 
o tal vez el río, que corría en el fondo del precipicio detrás 
del bohío. 
Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a verlo, des­hecha, 
con ganas de llorar pero sin lágrimas para hacerlo. 
-Mama, ¿no era taita? ¿No era taita, mama? 
Ella no se atrevía a contestar. Tocaba la frente del ni­ño 
y la sentía arder. 
-¿No era taita, mama? 
-No -negó-. Tu taita viene dispués. 
El niño cerró los ojos y, se puso de lado. Aun en la 
oscuridad del aposento se le veía la piel lívida. 
37
38 JUAN BOSCH 
-Yo lo vide, mama. Taba ahí y me trujo un pantalón 
nuevo. 
La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse, 
como los troncos viejos que se pudren por dentro y ,caen 
un día de golpe. Era el delirio de la fiebre lo que hacía 
hablar así a su hijo, y ella no tenía con qué comprarle una 
medicina. 
El niño pareció dormitar y la madre se levantó para 
ver al otro. Lo halló tranquilo. Era huesos nada más y 
silbaba al respirar, pero no se movía ni se quejaba; sólo 
la miraba con sus grandes ojos serenos. Desde que nació 
había sido callado. 
El cuartucho hedía a tela podrida. La madre -flaca, 
con las sienes hundidas, un paño sucio en la cabeza y un 
viejo traje de listado- no podía apreciar ese olor, porque 
se hallaba acostumbrada, pero algo le decía que sus hijos 
no podrían curarse en tal lugar. Pensaba que cuando su 
marido volviera, si era que algún día salía de la cárcel, ha. 
lIaría sólo cruces sembradas frente a los horcones del bo· 
hío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin comprender por qué, 
se ponía en el lugar de Teo, y sufría. 
Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie saliera a re­cibirlo. 
Cuando él estuvo en el bohío por última vez -jus­tamente 
dos días antes de entregarse- todavía el pequeño 
conuco se veía limpio, y el maíz, los frijoles y el tabaco se 
agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se entregó, porque 
le dijeron que podía probar la propia defensa y que no du­raría 
en la ,cárcel; ella no pudo seguir trabajando porque 
enfermó, y los muchachos -la hembrita y los dos niños-, 
tan pequeños, no pudieron mantener limpio el conuco ni ir 
al monte para tumbar los palos que se necesitaban para 
arreglar los lienzos de palizada que se pudrían. Después lle­gó 
el temporal, aquel condenado temporal, y el agua estuvo 
cayendo, cayendo, cayendo día y noche, sin sosiego alguno, 
una semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 39 
piedras y barro en el camino y se llevaron pedazos enteros 
de la palizada y llenaron el conuco de guijarros y el piso 
de tierra del bohío crió lamas y las yaguas empezaron a pu. 
drirse. 
Pero mejor era no recordar esas cosas. Ahora esperaba. 
Había mandado a la hembrita a Naranjal, allá abajo, a una 
hora de camino; la había mandado ·con media docena de 
huevos que pudo recoger en nidales del monte para que los 
cambiara por arroz y sal. La niña había salido temprano y 
no volvía. Y la madre ojeaba el camino, llena de ansiedad. 
Sintió pisadas. Esta vez no se engañaba: alguien, mono 
tando caballo, se acercaba. Salió al alero del bohío, con 
los músculos del cuello tensos y los ojos duros. Miró hacia 
la subida. Sentía que le faltaba el aire, lo que le obligaba a 
distender las ventanas de la nariz. De pronto vió un som_ 
brero de cana que ascendía y coligió que un hombre subía 
la loma. Su primer impulso fue el de entrar; pero algo la 
sostuvo allí, como clavada. Debajo del sombrero apareció 
un rostro difuso, después los hombros, el pecho y finalmen­te 
el caballo. La mujer vió al hombre acercarse y todavía 
no pensaba en nada. Cuando el hombre estuvo a pocos pa­sos, 
ella le lIIliró los ojos y sintió, más que comprendió, que 
aquel desconocido estaba deseando algo. 
Había una serie de imágenes vagas pero amargas en 
la ,cabeza de la mujer: su hija, los huevos, los niños enfer­mos, 
Tea. Todo eso se borró de golpe a la voz del hombre. 
-Saludo -había dicho él. 
Sin saber cómo lo hacía, ella extendió la mano y su­plicó: 
-Déme algo, alguito. 
El hombre la midió con los ojos, sin bajar del caballo. 
Era una mujer flaca y sucia, que tenía mirada de loca, que 
sin duda estaba sola y que sin duda, también, deseaba a 
un hombre.
40 JUAN BOSCH 
-Déme alguito -insistía ella. 
y de súbito en esa cabeza atormentada penetró la idea 
de que ese hombre volvía de La Vega, y si había ido a 
vender algo, tendría dinero. Tal vez llevaba comida, medio 
cinas. Además, comprendió que era un hombre y que la 
veía como a mujer. 
-Bájese -dijo ella, muerta de vergüenza. 
El hombre se tiró del caballo. 
-Yo no más tengo medio peso -aventuró él. 
Serena ya, dueña de sí, ella dijo: 
-Ta bien; dentre. 
El hombre perdió su recelo y pareció sentir una súbita 
alegría. Agarró la jáquina del caballo y se puso a amarrar­la 
al pie del bohío. La mujer entró, y de pronto, ya venci­do 
el peor momento, sintió que se moría, que no podía an­dar, 
que Teo llegaba, que los niños no estaban enfermos. 
Tenía ganas de llorar y de estar muerta. 
El hombre entró preguntando: 
-¿Aquí? 
Ella cerró los ojos e indicó que hiciera silencio. Con 
una angustia que no le cabía en el alma se acercó a la 
puerta del aposento; asomó la cabeza y vió a los niños dor­mitar. 
Entonces dió la cara al extraño y advirtió que hedía 
a sudor de caballo. El hombre vio que los ojos de la mujer 
brillaban duramente, como los de los muertos. 
-Unjú, aquí -afirmó ella. 
El hombre se le acercó, respirando sonoramente, y jus. 
tamente en ese momento ella sintió sollozos afuera. Se 
volvió. Su mirada debía cortar como una navaja. Salió a 
toda prisa, hecha un haz de nervios. La niña estaba allí, 
arrimada al alero, llorando, con los ojos hinchados. Era pe­queña, 
quemada, huesos y pellejo nada más. 
-¿Qué te pasó, Minina? -preguntó la madre. 
La niña sollozaba y no quería hablar. La madre perdió 
la paciencia.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 41 
-¡Diga pronto! 
-En el río -dijo la pequeña-; pasando el río ... Se 
mojó el papel y na más quedó esto. 
En el puñito tenía todo el arroz que había logrado sal­var. 
Seguía llorando, con la cabeza metida en el pecho, re­costada 
contra las tablas del bohío. 
La madre sintió que ya no podía más. Entró, y sus ojos 
no acertaban a fijarse en nada. Había olvidado por com­pleto 
al hombre, y cuando lo vio tuvo que hacer un es_ 
fuerzo para darse cuenta de la situación. 
-Vino la muchacha, mi muchacha ... Váyase -dijo. 
Se sentía muy cansada y se arrimó a la puerta. Con 
los ojos turbios vió al hombre pasarle por el lado, desama­rrar 
la jáquima y subir al caballo; después 10 siguió mien. 
tras él se alejaba. Ardía el sol sobre el caminante y enfren­te 
mugía la brisa. Ella pensaba: "Medio peso, medio peso 
perdío". 
-Mama -llamó el niño adentro- ¿No era taita? ¿No 
tuvo aquí taita? 
Pasándole la mano por la frente, que ardía como hierro 
al sol, ella se quedó respondiendo: 
-No, jijo. Tu taita viene dispués, más tarde.
LUIS PIE 
A eso de las siete la fiebre aturdía al haitiano Luis Pie. 
Además de que sentía la pierna endurecida, golpes internos 
le sacudían la ingle. Medio ciego por el dolor de la cabeza y 
la debilidad, Luis Pie se sentó en el suelo, sobre las secas 
hojas de la caña, rayó un fósforo y trató de ver la herida. 
Allí estaba, en el dedo grueso de su pie derecho. Se tra­taba 
de una herida que no alcanzaba la pulgada, pero es­taba 
llena de lodo. Se había cortado el dedo la tarde ante_ 
rior, al pisar un pedazo de hierro viejo mientras tumbaba 
caña en la colonia J osefita. 
Un golpe de aire apagó el fósforo, y el haitiano encen. 
dió otro. Quería estar seguro de que el mal le había en­trado 
por la herida y no que se debía a obra de algún des­conocido 
que deseaba hacerle daño. Escudriñó la pequeña 
cortada, con sus ojos cargados' por la fiebre, y no supo qué 
responderse; después quiso levantarse y andar, pero el 
dolor había aumentado a tal grado que no podía mover la 
pierna. 
Esto ocurría el sábado, al iniciarse la noche. Luis Pie 
pegó la frente al suelo, buscando el fresco de la tierra, y 
cuando la alzó de nuevo le pareció que había transcurrido 
mucho tiempo. Hubiera querido quedarse allí descansando; 
mas de pronto el instinto le hizo sacudir la cabeza. 
-Ah. .. Pití Mishé ta eperán a mué ---dijo con amar­gura. 
43
44 JUAN BOSCH 
Necesariamente debía salir al camino, donde tal vez 
alguien le ayudaría a seguir hacia el batey; podría pasar 
una carreta O un peón montado que fuera a la fiesta de esa 
noche. 
Arrastrándose a duras penas, a veces pegando el pecho 
a la tierra, Luis Pie emprendió el camino. Pero de pronto 
alzó la cabeza: hacia su espalda sonaba algo como un auto. 
El haitiano meditó un minuto. Su rostro brillante y sus 
ojos inteligentes se mostraban angustiados ¿Habría perdido 
el rumbo debido al dolor o la oscuridad lo confundía? Te­mía 
no llegar al camino en toda la noche, y en ese caso los 
tres hijitos le esperarían junto a la hoguera que Miguel, el 
mayor, encendía de noche para que el padre pudiera pre­pararles 
con rapidez harina de maíz o les salcochara plá­tanos, 
a su retorno del trabajo. Si él se perdía, los niños 
le esperarían hasta que el sueño los aturdiera y se queda. 
rían dormidos allí, junto a la hoguera consumida. 
Luis Pie sentía a menudo un miedo terrible de que sus 
hijos no comieran o de que Miguel, que era enfermizo, se 
le muriera un día, como se le murió la mujer. Para que 
no les faltara comida Luis Pie cargó con ellos desde Haití, 
caminando sin cesar, primero a través de las lomas, en el 
cruce de la frontera dominicana, luego a lo largo de todo 
el Cibao, después recorriendo las soleadas carreteras del 
Este, hasta verse en la región de los centrales de azúcar. 
-¡Oh Bonyé! -gimió Luis Pie, con la frente sobre el 
brajz. y la pierna sacudida por temblores-, pití Mishé va 
ata esperán to la noche a son pero 
y entonces sintió ganas de llorar, a lo que se negó por­que 
temía entregarse a la debilidad. Lo que debía hacer 
era buscar el rumbo y avanzar. Cuando volvió a levantar 
la cabeza ya no se oía el ruido del motor. 
-No, no ta sien pallá; ta sien pacá -afirmó resuelto. 
y siguió arrastrándose, andando a veces a gatas.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 45 
Pero sí había pasado a distancia un motor. Luis Pie 
llegó de su tierra meses antes y se puso a trabajar, primero 
en la Colonia Carolina, después en la Josefita; e ignoraba 
que detrás estaba otra colonia, la Gloria, con su trocha 
medio kilómetro más lejos, y que don Valentín Quintero, 
el dueño de la Gloria, tenía un viejo Ford en el cual iba 
al batey a emborracharse y a pegarles a las mujeres que 
llegaban hasta allí, por la zafra, en busca de unos pesos. 
Don Valentín acababa de pasar por aquella trocha en su 
estrepitoso Ford; y como iba muy alegre, pensando en la 
fiesta de esa noche, no tomó en cuenta, cuando encendió 
el tabaco, que el auto pasaba junto al cañaveral. Golpean­do 
en la espalda al chofer, don Valentín dijo: 
-Esa Lucía es una sinvergüenza, sí señor, ¡pero <:[ué 
hembra! 
y en ese momento lanzó el fósforo, que cayó encen· 
dido entre las cañas. Disparando ruidosamente el Ford se 
perdió en dirección del batey para llegar allá antes de 
que Luis Pie hubiera avanzado trescientos metros. 
Tal vez esa distancia había logrado arrastrase el hai· 
tiano. Trataba de llegar a la orríUa del corte de la caña, 
porque sabía que el corte empieza siempre junto a una 
trocha; iba con la esperanza de salir a la trocha cuando no­tó 
el resplandor. Al principio no comprendió; jamás había 
visto él un incendio en el cañaveral. Pero de pronto oyó 
chasqUidos y una llamarada gigantesca se levantó inespera­damente 
hacia el cielo, iluminando el lugar con un tono ro­jizo. 
Luis Pie se quedó inmóvil del asombro. Se puso de ro­dillas 
y se preguntaba qué era aquello. Mas el fuego se ex­tendía 
con demasiada rapidez para que Luis Pie no supiera 
de qué se trataba. Echándose sobre las cañas, como si tuvie· 
ran vida, las llamas avanzaban ávidamente, envueltas en un 
humo negro que iba cubriendo todo el lugar; los tallos dis. 
paraban sin cesar y por momentos el fuego se producía en 
explosiones y ascendía a golpes hasta perderse en la altura.
46 JUAN BOSCH 
Se levantó y pretendió correr a saltos sobre una sola pierna. 
El haitiano temió que iba a quedar cercado. Quiso huir. 
Pero le pareció que nada podría salvarle. 
-¡Bonyé, Bonyé! -empezó a aullar, fuera de sí; y 
luego, más alto aún: 
-jBonyéeee! 
Gritó de tal manera y llegó a tanto su terror, que por 
un instante perdió la voz y el conocimiento. Sin embargo 
siguió moviéndose, tratando de escapar, pero sin saber en 
verdad qué hacía. Quienquiera que fuera, el enemigo que le 
había echado el mal se valió de fuerzas poderosas. Luis 
Pie lo reconoció así y se preparó a lo peor. 
Pegado a la tierra, con sus ojos desorbitados por el 
pavor, veía crecer el fuego cuando le pareció oír tropel de 
caballos, voces de mando y tiros. Rápidamente levantó la 
cabeza. La esperanza le embriagó. 
-!Bonyé, Bonyé -clamó casi llorando-, ayuda a mué, 
gran Bonyé; tú salva a mué de murí quemá! 
¡Iba a salvarlo el buen Dios de los desgraciados! Su 
instinto le hizo agudizar todos los sentidos. Aplicó el oído 
para saber en qué dirección estaban sus presuntos salva­dores; 
buscó con los ojos la presencia de esos dominicanos 
generosos que iban a sacarlo del infierno de llamas en que 
se hallaba. Dando la mayor amplitud posible a su voz, gritó 
estentóreamente: 
-¡Dominiquén bon, aquí ta mué, Lui Pie! ¡Salva a 
mué, dominiquén bon! 
Entonces oyó que alguien vociferaba desde el otro lado 
del cañaveral. La voz decía: 
-!Por aquí, por aquí! ¡Corran, que está cogío! ¡Co. 
rran, que se puede ir! 
Olvidándose de su fiebre y de su pierna, Luis Pie se 
incorporó 'y corrió. Iba cojeando, dando saltos, hasta q".le 
tropezó y cayó de bruces. Volvió a pararse al tiempo que 
miraba hacia el cielo y mascullaba:
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 47 
-Oh Bonyé, gran Bonyé que ta ayudán a mué... 
En ese mismo instante la alegría le cortó el habla, 
pues a su frente, irrumpiendo por entre las cañas, acaba. 
ba de aparecer un hombre a caballo, un salvador. 
-¡Aquí· está, corran! -demandó el hombre dirigién. 
dose a los que le seguían. 
Inmediatamente aparecieron diez o doce, muchos de 
ellos a pie y la mayoría armado de mochas. Todos gritaban 
insultos y se lanzaban sobre Luis Pie. 
-¡Hay que matarlo ahí mismo, y que se achicharre con 
la candela ese maldito haitiano! -se oyó vociferar. 
Puesto de rodillas, Luis Pie, que apenas entendía el 
idioma, rogaba enternecido: 
-¡Ah dominiquén bon, salva a mué, salva a mué pa 
llevá manyé aman pití! 
Una mocha cayó de plano en su cabeza, y el acero re_ 
senó largamente. 
-¿Qué ta pasán? -preguntó Luis Pie 11(;'no de miedo. 
¡No, no! -ordenaba alguien que corría-o ¡Denle gol. 
pes,pero no lo maten! ¡Hay que dejarlo vivo para que diga 
quiénes son sus cómplices! ¡Le han pegado fuego también 
a la Gloria! 
El que así gritaba era don Valentín Quintero, y él fue 
el primero en dar el ejemplo. Le pegó al haitiano en la na­riz, 
haciendo saltar la sangre. Después siguieron otros, mien­tra~ 
Luis Pie, gimiendo, alzaba los brazos y pedía perdón 
por un daño que no había hecho. Le encontraron en los 
bolsillos una caja con cuatro o cinco fósforos. 
-¡Canalla, bandolero; confiesa que prendiste candela! 
-Uí, uí, -afirmaba el haitiano. Pero como no sabía ex-plicarse 
en español no podía decir que había encendido dos 
fósforos para verse la herida y que el viento los había apa­gado. 
¿Qué había ocurrido? Luis Pie no 10 comprendía. Su 
poderoso enemigo acabaría con él; le había echado encima
48 JUAN BOSCH 
a todos los terribles dioses de Haití, y Luis Pie, que temía 
a esas fuerzas ocultas, no iba a luchar contra ellas porque 
sabía que era inútil. 
-¡Levántate, perro! -ordenó un soldado. 
Con gran asombro suyo, el haitiano se sintió capaz de 
levantarse. La primera arremetida de la infección había pa­sado, 
pero él lo ignoraba. Todavía cojeaba bastante cuando 
dos soldados lo echaron por delante y lo sacaron al cami­no; 
después, a golpes y empujones, debió seguir sin detener­se, 
aunque a veces le era imposible sufrir el dolor en la 
ingle. 
Tardó una hora en llegar al batey. donde la gente se 
agolpó para verlo pasar. Iba echando sangre por la cabeza, 
con la ropa desgarrada y una pierna a rastras. Se le veía 
que no podía ya más, que estaba exhausto y a punto de 
caer desfallecido. 
El grupo se acercaba a un miserable bohío de yaguas 
paradas, en el que apenas cabía un hombre y en cuya puer­ta, 
destacados por una hoguera que iluminaba adentro la 
vivienda, estaban tres niños desnudos que contemplaban la 
escena sin moverse y sin decir una palabra. 
Aunque la luz era escasa todo el mundo vió a Luis Pie 
cuando su rostro pasó de aquella impresión de vencido a la 
de atención; todo el mundo vió el resplandor del interés en 
sus ojos. Era tal el momento que nadie habló. Y de pronto 
la voz de Luis Pie, una voz llena de angustia y de ternura, 
se alzó en medio del silencio diciendo: 
-¡Pití Mishé, mon pití Mishé! ¿Tú no ta enferme, mon 
pití? ¿ Tú ta bien? 
El mayor de los niños, que tendría seis años y que pre. 
senciaba la escena llorando amargamente, dijo entre su 
llanto, sin mover un músculo, hablando bien alto: 
-¡Sí, per; yo ta bien; to nosotro ta bien, mon per! 
y se quedó inmóvil, mientras las lágrimas le corrían 
por las mejillas.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 49 
Luis Pie, asombrado de que sus hijos no se hallaran bajo 
el poder de las tenebrosas fuerzas que le perseguían, no pudo 
contener sus plabras. 
-¡Oh Bonyé, tú sé gran! -clamó volviendo al cielo una 
honda mirada de gratitud. 
Después abatió la cabeza, pegó la barbilla al pecho pa­ra 
que no lo vieran llorar, y empezó a caminar de nuevo, 
arrastrando su pierna enferma. 
La gente que se agrupaba alrededor de Luis Pie era 
ya mucha y pareció dudar entre seguirlo o detenerse para 
ver a los niños; pero como no tardó en comprender que el 
espectáculo que ofrecía Luis Pie era más atrayente, decidió 
ir tras él. Sólo una muchacha negra de acaso doce años se 
demoró frente a la casucha. Pareció que iba a dirigirse ha­cia 
los niños; pero al fin echó a correr tras la turba, que iba 
doblando una esquina. Luis Pie había vuelto el rostro, sin 
duda para ver una vez más a sus hijos, y uno de los sol. 
dados pareció llenarse de ira. 
-¡Ya ta bueno de hablar con la familia! -rugía el 
soldado. 
La muchacha llegó al grupo justamente cuando el mi­litar 
levantaba el puño para pegarle a Luis Pie, y como es­taba 
asustada cerró los ojos para no ver la escena. Durante 
un segundo esperó el ruido. 
Pero el chasquido del golpe no llegó a sonar. Pues aun· 
que deseaba pegar, el soldado se contuvo. Tenía la mano 
demasiado adolorida por el uso que le había dado esa no­che, 
y, además, comprendió que por duro que le pegara 
Luis Pie no se daría cuenta de ello. 
No podía darse cuenta porque iba caminando como 
un borracho, mirando hacia el cielo y hasta ligeramente 
sonreído.
LA NOCHE BUENA DE ENCARNACION MENDOZA 
Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza 
había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, ra­zón 
por la cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo 
acertado en su cálculo; donde empezó a equivocarse fue al 
sacar conclusiones de esa observación. Pues como el día 
se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se pregun­taba 
si debía internarse en los cerros que tenía a su derecha 
o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para su 
desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el 
sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramen. 
te a Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido so­bre 
hojas de caña. 
A las siete de la mañana los hechos parecían estar su­cediéndose 
tal como había pensado el fugitivo; nadie había 
pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era 
fresca y tal vez llovería, como casi todos los años en No­chebuena 
· Y aunque no lloviera los hombres no saldrían de 
la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron, 
hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba 
la costumbre. En cambio, de haber tirado hacia los cerros 
no podría sentirse tan seguro. El conocía bien el lugar; las 
familias que vivían en las hondonadas produCÍan leña, yuca 
y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban 
los bohíos de por allí bajaba aquel día para vender bastimen· 
tos en la bodega del batey y acertaba a verlo, estaba per 
51
52 JUAN BOSC'H 
dido. En leguas a la redonda no había quien se atreviera 
a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que en· 
cubriera a Encarnación Mendoza; y aunque no se hablaba 
del asunto todos los vecinos de la comarca sabían que aquel 
que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guar­dia 
más cercano. 
Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, 
porque tenía la seguridad de que había escogidc el mejor 
lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó el 
destino a jugar en su contra. 
Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que 
el prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y 
si Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega an­tes 
de que comenzaran a transitar los caminos los habitua­les 
borrachos del día de Nochebuena. La madre de Mundito 
tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de 
lo poco que cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas 
en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente, a 
casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar 
a Mundito a la bodega para que comprara harina, bacalao 
y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería 
celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquie­ra 
fuera comiendo frituras de bacalao. 
El caserío donde ellos vivían -del lado de los cerros, 
en el camino que dividía los cañaverales de las tierras in· 
cultas- tendría catorce o quince malas viviendas, la ma­yor 
parte techadas de yaguas. Al salir de la suya, con el 
encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento 
en medio del barro seco por donde en los días de zafra tran_ 
sitaban las carretas cargadas de caña. Era largo el trayec­to 
hasta la bodega. El cielo se veía claro, radiante de luz 
que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de caña; era 
grata la brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir 
solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? 
Durante diez segundos Mundito pensó entrar al bohío ve-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 53 
cino, donde seis semanas antes una perra negra había pa. 
rido seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado 
pinco, pero quedaba uno "para amamantar a la madre", y 
en él había puesto Mundito todo el interés que la falta de 
ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus nue­ve 
años cargados de precoz sabiduría, el niño era conscien­te 
de que si llevaba al cachorillo tendría que cargarlo casi 
todo el tiempo, porque no podría hacer tanta distancia por 
sí solo. Mundito sentía que esa idea casi le autorizaba a 
disponer del perrito. De súbito, sin pensarlo, corrió hacia 
la casucha gritando: 
-¡Doña Ofelia, empréstame a Azabache, que 10 voy a 
llevar allí! 
Oyéranle o no, ya él había pedido autorización, yeso 
bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en 
brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió 
a los lejos. Y así empezó el destino a jugar en los planes 
de Encarnación Mendoza. 
Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, 
el niño Mundito pasaba frente al tablón de caña donde es­taba 
escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido 
por esa especie de indiferencia por 10 actual y curiosidad 
por lo inmediato que es privilegio de los animales peque­ños, 
Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Men­doza 
oyó la voz del niño ordenando al perrito que se de­tuviera. 
Durante un segundo temió que el muchacho fuera 
la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con 
su agudo ojo de prófugo, él podía ver hasta donde se lo 
permitía el barullo de tallos y hojas. Allí, al alcance de su 
mirada, no estaba el niño. Encarnación Mendoza no tenía 
pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban atis­bando 
era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dor­mido, 
dando la espalda al lado por don.de sentía el ruído. 
Para mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.
54 JUAN BOSCH 
El negro cachorrillo correteó, jugando con las hojas de 
caña,· pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando 
vió al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y gracio~ 
sos ladridos. Llamándolo a voces, y gateando para avanzar, 
Mundito iba acercándose cuando de pronto quedó parali. 
zado: había visto al hombre. Pero para él no era simple~ 
mente un hombre sino algo imponente y terrible¡ era un 
cadáver. De otra manera no se explicaba su presencia allí y 
mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En el primer 
momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadá· 
ver no se diera cuenta· Pero le parecía un crimen dej ar a 
Azabache abandonado, expuesto al peligro de que el muer~ 
to se molestara con sus ladridos y lo reventara apretándolo 
con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz 
de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin inter­vención 
de su voluntad levantó una mano, fija la mirada 
en el difunto, temblando, mientras el perrillo reculaba y 
lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de 
que el cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, 
pretendió adelantarse al muerto; pegó un salto sobre el 
cachorrillo, al cual agarró con nerviosa violencia por el 
pescuezo, ya seguidas, cabeceando contra las cañas, cortán­dose 
el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogán­dose, 
echó a correr hacia la bodega. Al llegar allí, a punto 
de desfallecer por el esfuerzo y el pavor, gritó señalando: 
hacia el lejano lugar de su aventura: 
-¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto! 
A lo que un vozarrón áspero respondió gritando: 
-¿Qué tá diciendo ese muchacho? 
y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto 
del Central, obtuvo el mayor interés de parte de los pre­sentes 
así como los datos que solicitó del muchacho. 
El día de Nochebuena no podía contarse con el juez 
de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, 
pues debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 55 
de fin de año. Pero el sargento era expeditivo: quince mi­nutos 
después de haber oído a Mundito el sargento Rey 
iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio 
donde yacía el presunto cadáver. Eso no había entrado en 
los planes de Ericarnación Mendoza. 
El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la No­chebuena 
con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día 
y caminando de noche había recorrido leguas y leguas, des~ 
de lás primeras estribaciones de la Cordillera, en la pro­vincia 
del Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando 
Pohíos, corrales y cortes de árboles o quema de tierras. En 
toda la región se sabía que él había dado muerte al cabo 
Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado don­de 
se le encontrara. No debía dejarse ver de persona al­guna, 
excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una 
hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses 
huyendo, pues fue el día de San Juan cuando ocurrieron 
los hechos que costaron la vida al cabo Pomares. 
Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era 
un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza cie­ga 
a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de 
sentimientos, Encarnación Mendoza comprendía que con 
el deseo de abrazar a su mujer y de contarles un cuento a 
los niños iba confundida una sombra de celos. Pero además 
necesitaba ver la casucha, la luz de la lámpara iluminando 
la habitación donde se reunían cuando él volvía del trabajo 
y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír con 
sus ocurrencias. El euerpo le pedía ver hasta el sucio ca­mino, 
que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía 
que ir o se moriría de una pena 'tremenda. 
Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo 
que deseaba; nunca deseaba nada malo y se respetaba a sí 
.miIsmo. Por respeto a sí mismo sucedió lo del día de San 
Juan, cuando el cabo Pomares le faltó pegándole en la cara, 
a él, que por no ofender no bebía y que no tenía más afán
56 JUAN BOSCH 
que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el 
mismo Diablo hiciera oposición, Encarnación Mendoza pa­saría 
la Nochebuena en su bohío. Sólo imaginar que Nina 
y los muchachos estarían tristes, sin un peso para celebrar 
la fiesta, tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía 
maldecir de dolor. 
Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de po­nerse 
a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría calla. 
do. Se había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encar­nación 
por la rapidez de los pasos, y tal vez pensó que se 
trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido prudente 
alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin em­bargo 
valía la pena pensarlo dos veces, porque si tenía la 
fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de 
vuelta, y le veía cruzando el camino y le reconocía, era 
hombre perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto 
estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir, cami­nar 
con cautela orillando los cerros. y estaría en su casa a 
las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que iba a 
hacer; llamaría por la ventana de la habitación en voz baja 
y le diría a Nina que abriera, que era él, su marido. Ya le 
parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído sobre 
las mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, 
la barbilla saliente. Ese momento de la llegada era la ra­zóp. 
de ser de su vida; no podía arriesgarse a ser cogido 
antes. Cambiar de tablón en pleno día era correr riesgo. 
Lo mejor sería descansar, dormir. 
Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que de. 
cía: 
-Taba ahí, sargento. 
-¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá? 
-En ése -aseguró el niño. 
"En ése" podía significar que el muchacho estaba se­ñalando 
hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno vecino 
o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 57 
y el sargento se hallaban en la trocha, tal vez en un punto 
intermedio entre varios tablones de caña. Dependía de 
hacia donde estaba señalando el niño euando decía "ése", 
La situación era realmente grave, porque de lo que no ha­bía 
duda era de que ya había gente localizando al fugiti· 
va. El momento, pues, no era de dudar, sino de actuar. 
Rápido en la decisión, Encarnación Mendoza comenzó a ga­tear 
con suma cautela, cuidándose de que el ruido que pu_ 
diera hacer se confundiera con el de las hojas del cañaveral 
batidas por la brisa. Había que salir de allí pronto, sin pero 
der un minuto. Oyó la áspera voz del sargento: 
-¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí! ¡US­té, 
Solito, quédese por aquí! 
Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, 
agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que 
había varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda 
las cosas estaban poniéndose feas. 
Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que 
fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número Neme­sio 
Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían 
metido, maltratando los tallos más tiernos y cortándose las 
manos y los brazos, y no vieron cadáver alguno, empeza­ron 
a creer que era broma 10 del hombre muerto en la Ca. 
lonia Adela. 
-¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? -preguntó 
el sargento. 
-Sí, aquí era -afirmó Mundito, bastante asustado ya. 
-Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie 
-terció el número Arroyo. 
El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalo­friante, 
que 10 llenó de pavor. 
-Mire, yo venía por aquí con Azabache ---empezó a 
explicar Mundito- y lo diba corriendo asina -lo cual dijo 
al tiempo que ponía el perrito en el suelo-, y él cogió y 
se metió ahí.
JUAN BOSCH 
Pero el núméro Solito Ruiz interrumpió la escenifica­ción 
de Mundito preguntando: 
-¿Cómo era el muerto? 
-Yo no le vide la .cara ---dijo el niño, temblando de 
miedo-; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en 
la cara. Taba asina, de lao ... 
-¿De qué color era el pantalón? -inquirió el sargen~ 
too 
-Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un som~ 
brero negro encima de la cara ... 
Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba 
atenorlzado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las 
cosas, el muerto se había ido de alli sólo para vengarse de 
su denuncia y hacerlo quedar como un mentiroso. Segura. 
mente en la noche le saldría en la casa y lo perseguiría to­da 
la vida. 
De todas maneras, supiéral0 o no Mundito, en ese ta­blón 
de cañas no darían con el cadáver. Encarnación Men­daza 
había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro 
tablón, y después hacia otros más; y ya iba atravesando la 
trocha para meterse en un tercero cuando el niño, despa­chado 
por el sargento, pasaba corriendo, con el perrillo bao 
jo el brazo. Su miedo 10 paró en seco al ver el dorso y una 
pierna del difunto que entraban en el cañaveral. No podía 
ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la 
mañana. 
-iTa aquí, sargento; ta aquíf -gritó señalando hacia 
el punto por donde se había perdido el fugitivo-. ¡Dentró 
ahí! 
y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia 
su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por 
el lío en que se había metido. El sargento, y con éllosso1­dados 
y curiosos que le acompañaban, se habían vuelto al 
oír la voz del chiquillo. 
-Cosa de muchacho ---dijo ca1mosamente Nemesio
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 59 
Arroyo. 
Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz: 
-Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón ni una ve! -gri-oo. 
y así empezó la cacería, sin que los cazadores supie­ran 
qué pieza perseguían~ 
Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos, 
cada militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando 
aquí y allá, corriendo por las trochas, todos un poco be­bidos 
y todos excitados. Lentamente, las pequeñas nubes 
azul oscuro que descansaban al ras del horizonte empezaron 
a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza sa­bía 
ya que estaba más o menos cercado. Sólo que a diferen­cia 
de sus perseguidores --que ignoraban a quien busca­ban-, 
él pensaba que el registro del cañaveral obedecía 
al propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día 
de San Juan. 
Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, 
el fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar; 
y se oCoITÍa de un tablón a otro, esquivando el encuentro 
con los soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si 
se hubiera quedado tranquilo hubiese podido esperar has­ta 
el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se 
hallaba seguro y seguía pasando de tablón a tablón. Al cru_ 
zar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó a 
todo pulmón: 
-¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a Encarnación 
Mendoza! 
¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó 
paralizado. ¡Encarnación Mendoza! 
-¡Vengan! -demandó el sargento a gritos; ya segui­das 
echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde se­ñalaba 
el peón que había visto el prófugo. 
Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nu­barrones 
convertían en sofocante y caluroso el ambiente,
60 JUAN BOSCH 
los cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y co­rrían, 
pegando voces, zigzagueando, disparando sobre las 
cañas. Encarnación se dejó ver sobre una trocha distante, 
sólo un momento, huyendo con la velocidad de una somo 
bra fugaz, y no dió tiempo al número Solito Ruiz para 
apuntarle su fusil. 
-¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me 
manden do número! -ordenó a gritos el sargento. 
Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratan­do 
de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los perse­guidores 
corrían de un lado a otro dándose voces entre sí, 
recomendándose prudencia cuando alguno amagaba meter_ 
se entre las cañas. 
Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números y 
como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos 
y la cacería se extendió a varios tablones. A la distancia 
se veían pasar de pronto un soldado y cuatro o cinco peo­nes, 
lo cual entorpecía los movimientos, pues era arriesga­do 
tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey 
iban saliendo hombres y hasta alguna mujer; yen la bode­ga 
no quedó sino el dependiente, preguntando a todo hijo 
de Dios que cruzaba si "ya lo habían cogido". 
Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso 
de las tres, en el camino que dividía el cañaveral de los 
cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un tiro certe­ro 
le rompió la columna vertebral al tiempo que cruzaba 
para internarse en la maleza. Se revolcaba en la tierra, ma­nando 
sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los 
soldados iban disparándole a medida que se acercaban. Y 
justamente entonces empezaban a caer las primera gotas 
de la lluvia que había comenzado a insinuarse a media ma· 
ñana. 
Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las 
líneas del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por 
un balazo de máuser. Era día de Nochebuena y él había
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 61 
salido de la Cordillera a pasar la Nochebuena en su casa, 
no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, si bien 
por entonces no con fuerza. Y el sargento estaba pensando 
algo. Si él sacaba el cadáver a la carretera, que estaba ha­cia 
el poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís y 
entregarle ese regalo de Pascuas al capitán; si lo llevaba 
al batey tendría que coger allí un tren del ingenio para 
ir a La Romana, y como el tren podría tardar mucho en sa­lir 
llegaría a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasia­do 
tarde para trasladarse a Macorís. En la carretera las ca. 
sas son distintas; pasan con frecuencia vehículos y él po­dría 
detener un automóvil, hacer bajar la gente y meter 
el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión. 
-¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar 
ese vagabundo a la carretera! -dijo dirigiéndose al que 
tenía más cerca. 
No apareció caballo sino burro; yeso, pasadas ya las 
cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descan­so 
los sembrados de caña. El sargento no quería perder 
tiempo. Varios peones, estorbándose los unos a los otros, 
colocaron el cadáver atravesado sobre el asno y lo amarra­ron 
como pudieron. Seguido por dos soldados y tres curio_ 
sos, a los que escogió para que arrearan el burro, el sar­gento 
ordenó la marcha bajo la lluvia. 
No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de llegar 
al primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgando bajo 
el vientre del asno. Este resoplaba y hacía esfuerzos para 
trotar entre el barro, que ya empezaba a formarse. Cubier· 
tos sólo con sus sombreros de reglamento al principio, los 
soldados echaron mano a pedazos de yaguas, de hojas gran­des 
arrancadas a los árboles, o se guarecían en el cañave­ral 
de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lú­gubre 
comitiva anduvo sin cesar, la mayor parte del tiempo 
en silencio aunque de momento la voz de un soldado co­mentaba:
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 63 
habitación, lanzándose a las faldas de la madre. 
Entonces se oyó .una voz infantil en la que se confun­dían 
llanto y horror: 
-¡Mama, mi mama! ... ¡Ese fue el muerto que yo vide 
hoy en el cañaveral!
EL FUNERAL 
Cuando empezaron a caer las lluvias de mayo el agua 
fue tanta que se posó en los potreros formando lagunatos. 
Despeñándose por los flancos de la loma, chorros impe. 
tuosos arrastraban piedras y levantaban un estrépito que 
asustaba a las vacas. Las infelices mugían y se acercaban 
a las puertas del potrero, con las cabezas altas, como ro. 
gando que las sacaran de ese sitio. Los entendidos en ga­nado, 
que oían a las reses bramar, decían que pronto se 
les resblandecerían las pezuñas. Aconsejado por ellos, don 
Braulio dispuso que llevaran las vacas hacia las cercanías 
de la casa, pero se negó resueltamente a que Joquito bajara 
con ellas. 
Joquito, pues, se quedó solo en el potrero. Estuvo in­quieto 
toda la tarde y pasó la noche bajo un memizo, bra­mando 
de cuando en cuando. Bramó también unas cuantas 
veces al día siguiente; sin embargo no desesperó hasta el 
atardecer; a la hora de las dos luces, sin duda convencido 
de que sus compañeras no regresarían, lanzó bramidos tan 
dolorosos que hicieron ladrar de miedo a todos los perros de 
la comarca. Al iniciarse la noche se oyó el toro hacia el fun­do 
del potrero, pegado a las lomas; más tarde, cerca del ca­mino 
real, lo que indicaba que corría el campo sin cesar y 
de seguir así no tardaría en saltar sobre la alambrada. Poco 
antes del amanecer don Braulio oyó a los perros que ]a­draban 
en forma agitada muy cerca de la casa; a poco oyó 
65
66 JUAN BOSCH 
un bramido corto y el sordo trote de la bestia, que sin duda 
correteaba alegremente por el camino real. 
Suelto en aquel lugarejo, donde no había más reses 
que las ventanitas de don Braulio, un toro como Joquito 
era una amenaza para todo el vecindario, de manera que 
había que encerrarlo en el potrero cuanto antes, y para eso 
salió don Braulio con sus peones y unos cuantos perros. 
Don Braulio montaba su potro bayo, verdadera joya 
·entre caballos, y encabezaba el grupo. Llevaban media 
hora de marcha y los hombres iban charlando alegremente; 
de pronto una mujer gritó que el toro venía sobre ellos, 
noticia que produjo alguna confusión. Como en un frene­sí, 
los perros comenzaron a ladrar y a correr hacia el frente, 
como si hubieran olido a Joquito. Con efecto, Joquito no 
tardó en dejarse ver. Avanzaba en una carrera de paso 
parejo, ladeándose con gracia juvenil, y hacía retumbar la 
tierra bajo sus patas. Al tropezar con los perros se detuvo 
un momento y miró en semicírculo. Estudiaba la situación, 
que no le era favorable porque no había salida sino hacia 
atrás. J oquito no parecía dispuesto a volver por donde ha_ 
bía llegado. De súbito pateó la tierra, bajó la testuz y lanzó 
un bramido retumbante, que hizo huir«a los perros. Los 
hombres se habían quedado inmóviles. 
Pero don Braulio era un ~iejo duro, y diciendo algu­nas 
palabras bastantes puercas se adelantó hacia el animal. 
Joquito no dudó un segundo: con la cabeza baja, arremetió 
con todo su peso. Los peones vieron esa mole rojiza, de 
brillante pelamen, cuya nariz iba rozando el suelo, arreme­ter 
ciegamente con la cola erecta. Don Braulio ladeó su bayo 
Y eludió el encuentro. Joquito se detuvo en seco. Como los 
peones gritaban y le tiraban sogas al tiempo que los perros 
10 atormentaban con sus ladridos, el toro se llenaba de ira 
y rascaba la tierra con sus patas delanteras. La cola parecía 
saltarle de un lado a otro, iueteándole las ancas. 
Don Braulio volvió a pasar frente al animal, y éste,
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 67 
fuera de sí, se lanzó con tanta fuerza sobre la sombra del 
caballo que fue a dar contra la palizada del conuco de 
Nando, y del golpe echó abajo un lienzo de tablas. Al ver 
ante sí un hueco abierto, Joquito pareció llenarse de una 
diabólica alegría; se metió en el conuco y en menos de 
un minuto tumbó dos troncos jóvenes de plátano. destrozó 
la yuca y malogró un paño de maíz tierno. Nando se la­mentaba 
a gritos y don Braulio pensaba cuanto iba a cos. 
tarle esa tropelía de su toro. 
Dos veces más se repitió el caso, en el término de me­dia 
hora: una en el arrozal del viejo Morillo, más allá del 
arroyo, donde Joquito batió la tierra y confundió las espi­gas 
con el lodo; otra en el bohío de Anastasia, en cuyo jar_ 
dín entró; haciendo llorar de miedo a los niños y asustando 
a las mujeres. Don Braulio pensó que tendría que matar al 
toro, y era un milagro que a medio día J oquito siguiera vi­vo. 
A las dos de la tarde, sudados, molidos, los peones pe· 
dían reposo para comer; Habían recorrido a paso largo to­do 
el sitio, desde la Cortadera hasta el Jagüey, desde la lo­ma 
hasta el fundo de Morillo. Algunos vecinos se habían 
unido a la persecución y los perros acezaban, cansados. 
Plantado en su caballo. don Braulio se sentía humillado. 
En eso, de un bohío cercano alguien gritó que Joquito lle­gaba. 
-¡Ahora veremos si somos hombres o qué! -gritó don 
Braulio. 
Apareció el toro, pero no con espíritu agresivo; ramo­neaba 
tranquilamente a lo largo del camino, moviéndose 
con la mayor naturalidad. Por lo visto Joquito no quería 
luchar; sólo pedía libertad para correr a su gusto y para 
comer lo que le pareciera. 
Pero los perros estaban de caza, y en viendo al toro 
comenzaron a ladrar de nuevo. Con graves ojos, Joquito 
se volvió a ellos, y en señal de que los menospreciaba, tor-
68 JUAN BOSCH 
nó a ramonear. Los perros se envalentonaron, y uno de 
ellos llevó su atrevimiento hasta morderle una pata. Joqui­to 
giró violentamente y en rápida embestida atacó a sus 
perseguidores. El animal había perdido otra vez la cabeza. 
Pero también don Braulio había perdido la suya. El 
cansancio, la idea de todos los daños que tendría que pagar, 
la vergüenza de haber fracasado, y quizá hasta el hambre, 
le encolerizaron a tal punto que espoleó al bayo sin tomar 
precauciones. Así, el choque fue inevitable. El golpe para. 
lizó a la peonada, que durante unos segundos interminables 
vió cómo J oquito mantenía en el aire al bayo, mientras don 
Braulio hacía esfuerzos por sujetarse al pescuezo de su ca­ballo. 
De súbito el caballo salió disparado y cayó sobre las 
espinosas mayas que orillaban el camino, y de su vientre 
salió un chorro de sangre que parecía negra. Desde el sue­lo, 
adonde había sido lanzado, don Braulio sacó su revólver 
y disparó. 
Entre los gritos de los peones resonaron cinco dispa. 
ros. Joquito caminó, con pasos cada vez más tardos; des­pués 
dobló las rodillas, pegó el pescuezo en tierra y pareo 
ció ver con indecible tristeza su propia sangre, que le sa­lía 
por la nariz y se confundía con el lodo del camino. 
Hasta los perros callaron, por lo menos durante un 
rato. Algunos peones corrieron para ayudar a don Braulio 
a ponerse de pie. Debió sufrir golpes, porque se sujetaba 
las caderas y tenía la cara descompuesta. Cuando lo con· 
ducían hacia la casa, dijo: 
-Desuéllenlo ahí mismo. 
Extrayendo los cuchillos de las cinturas, varios hom­bres 
se lanzaron sobre J oquito, y una hora más tarde la 
carne del toro, partida en grandes piezas, era llevada a la 
cocina pe don Braulio. Ahí pareció terminar todo. 
Tornó a lloviznar, y el agua borró el último rastro de 
la sangre de J oquito. Los perros se hartaron con los pe­dazos 
inservibles de la víctima, y cuando se acercaban las
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 69 
cuatro de la tarde nada parecía haber sucedido y nada in­dicaba 
que Joquito había sido muerto y descuartizado en 
el camino real. 
Pero de pronto resonó en la vuelta del camino un bra­mido 
lleno de tristeza y de ira a la vez. En alocada carrera, 
los niños llenaron los vanos de las puertas, porque les pareció 
que el propio Joquito bramaba desde más allá de la vida. 
Pero no era Joquito. Un toro negro, nunca visto en el lu· 
gar, apareció por el recodo, caminó con el pescuezo alarga­du, 
venteó, abriendo los hoyos de la nariz, y tornó a bramar 
como antes. Por los lados de la loma respondió otro bra­mido, 
y el toro volvió hacia allá sus desolados ojos. Parecía 
esperar algo; después caminó más, pegó el hocico en tierra, 
olió el lodo y revolvió el fango con patas pesadas. Allí, ol­fateando, 
buscando, estuvo un momento; al cabo alzó otra 
vez la cabeza, y con un grito angustioso, impreSlionante, 
cargó de pesadumbre los cuatro vientos. 
Los niños de la casa no se atrevían a moverse; apenas 
respiraban. De pronto vieron aparecer una vaca gris. Igual 
que el toro, era desconocida en el lugar e igual que él se 
acercó, olió y lanzó un doliente quejido. Juntas ya, las dos 
reses empezaron a patear. Daban vueltas y vueltas y vuelo 
tas, como ciegas, como forzadas, y tornaban a quejarse. 
Inesperadamente reventó cerca otro potente bramido, y de 
algún lugar no lejano salió otro. Entonces se arrimó a la 
puerta un viejo campesino y se puso a observar los ma­torrales. 
-Horita ta esto cundío de toros --dijo. 
Seguía cayendo fina y susurrante la llovizna. Una vaca 
pasó al trote y fue a juntarse con el toro y la vaca que da­ban 
vueltas en el lugar donde había caído Joquito. También 
ella gritó, oliendo el lodo. Y de pronto llegaron por ca­minos 
insospechados seis o siete reses más, que hicieron lo 
mismo que las otras tres. Juntando los cuernos parecían ha­cerse 
preguntas sobre lo que había ocurrido allí, y a poco
'10 JUAN OOSCH 
empezaron todas a bramar a un tiempo, a agitarse, a cruzar 
los pescuezos entre sí, a mover las colas con apenada len­titud. 
En el aposento de don Braulio, donde las mujeres colo­caban 
cataplasmas en las caderas del amo, resonaban los an­gustiosos 
gemidos de las bestias. La gente se asomaba a 
la puerta a ver qué sucedía. ¿De dónde salían tantas reses? 
Ya había más de docena y media, y la lluvia, que engrosa­ba 
a medida que la tarde caía, no detenía la marcha de 
otras que se veían llegar a lo largo de los callejones. Aquel 
lugar no era sitio de ganadería, y con la excepción de las 
reses de don Braulio, no había vacas ni toros. ¿De dónde 
salían las que llegaban, pues? 
El viejo campesino explicó que cuanta res oyera aque­llos 
bramidos iría al sitio, aunque tuviera que caminar ho_ 
ras y horas. Era el velorio de un hermano, y ninguna fal­taría 
a la cita. 
--Son asina esos animales ---dijo. 
En electo, así eran. Media hora después, vacas, novi­llas, 
bueyes, toretes y becerros se amontonaban en el si­tio 
donde cayó Joquito. Olían la tierra, gemían y se restre­gaban 
los unos a los otros. Hollaban el lodo con sus pe­zuñas 
y parecían preguntar llenOlS de dolor, a los montes, 
a los cielos y al camino qué habían hecho de su hermano, 
de su vigoroso y bravo compañero. Los bramidos de los 
toros, los quejidos de las vacas, los balidos de los pequeños 
se confundían en una imponente música funeral, y reSo­naban 
bajo ella los roncos gemidos de los bueyes viejos. 
Asustados por aquel concierto lúgubre. los caballos de la 
vecindad erizaban las orejas y se quedaban temblando, y 
los perros buscaban abrigo en los rincones de los bohíos. 
Mientras crecía sin cesar, el grupo seguía mugiendo y 
cada vez se enardec1a y se desesperaba más. Se hacían mAs 
roncos sus gritos de dolor. Desde las vueltas distantes de 
los callejones seguían saliendo compañeros, que nadie sabía
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO n 
para donde iban, y que debían recorrer grandes distancias 
para llegar a la cita. Atravesando arroyos, toros en.ornies 
que sin duda habían roto las alambradas de sus potreros, 
llegaban para llorar por aquel que no habían conocido. Con 
su pesado andar, desde las lomas descendían viej os y gra~ 
ves bueyes cargadores de pinos; finas novillas hendían las 
yerbas de los pastos y se dirigían al lugar de la tragedia. 
Había pasado ya más de una hora desde que llegó el 
toro negro, primero en comenzar el funeral de Joqulto. 
Eran, pues, más de las cinco y el día lluvioso iba a ser cor­to. 
Cansados de llorar, los toros empezaron a remover la 
tierra con sombría desesperación; la removían y la olían, 
como reclamando la sangre de Joquito que ella se había 
bebido. Iban y venían de una a otra orilla del camino, atro­pellándose 
con majestuosa lentitud, y parecían preguntar 
a la noche. que ya se insinuaba; dónde estaba su hermano, 
por qué le habían asesinado, qué justicia tan bárbara era 
la de los hombres. 
Pareció que la noche iba a hacerse de golpe, por un 
corte súbito de la escasa luz que todavía quedaba sobre el 
mundo. Inesperadamente, antes de que se produjera tal 
golpe, los animales, como si un maestro invisible los hubie­ra 
dirigido, rompieron en un impresionante, crescendo fi­nal, 
y el imponente lloro ascendió a los cielos y flotó allá 
arriba, en forma de nube sonora que oprimía los corazo­nes. 
El crescendo se mantuvo un rato; después fue debi­litándose; 
un minuto más tarde comenzaba a dispersarse 
todo aquel concierto acongojador, y al cabo de otfO minuto 
más s610 Se oía en la distancia el bramido de algún toro 
que abandonaba el lugar. Los quejidos fueron oyéndose 
cada vez más y más distantes; cada vez parecía ser menor 
el número de los que gritab~ y al ÍlD, cuando la oscurI­dad 
empezaba a adensarse, se oía uno que otro bramido 
perdido, más lejano a medida que transcu.nian los segun.. 
dos y a medida que la noche crecía.
72 JUAN BOSCH 
El VieJO campesino pensó que muchos de los bueyes 
que llegaron allí andarían toda esa noche sin descanso, y 
tendrían que trepar lomas, echando a rodar las piedr.as; que 
muchas vacas y novillas cruzarían arroyos y lodazales en 
busca de sus querencias; que algunas de esas reses se es­tropearían 
con las raíces y los tocones, otras se cortarían 
con las púas de los alambres, y quién sabía a cuántas les 
caerían gusanos en las heridas que recibirían esa noche. 
Pero no importaba lo que pudieran sufrir. Habían cum­plido 
su deber; habían ido al funeral de Joquito. Lo dijo así 
él. 
-¿Sin conocerlo? -preguntaron los niños. 
-Unjú, sin conocerlo. Las reses son asina. 
y el viejo campesino pensó con satisfacción en la ven­taja 
de ser hombre. Porque ni él, ni sus amigos, ni nadie 
en fin perdía su sueño a causa de que en un camino real 
cayera muerto un señor desconocido.
RUMBO AL PUERTO DE ORIGEN 
Habiendo hecho sus cálculos con toda corrección, Juan 
de la Paz llegó a la altura de Punta del Este a las seis de 
la tarde, minutos más, minutos menos. El mar había sido 
un plato y probablemente seguiría siéndolo toda la noche. 
Así se explica que a Juan de la Paz le resultara fácil ver, 
a la pálida y agobiante luz de la hora, el aleteo de la paloma 
sobre el agua. Con la acostumbrada rapidez de toda su vida 
el solitario navegante pensó que estaría herida y que sería 
un buen regalo para Emilia; y sin demorar un segundo ma­niobró 
para acercarse al ave, favorecido por una suave 
pero sostenida brisa que soplaba desde el este. Gentilmen_ 
te, la balandra viró y enderezó hacia la paloma. 
Con efecto, la paloma debió haber recibido un golpe 
en el ala izquierda, pues sobre ese lado se debatía sin cesar 
moviendo con loco impulso la derecha y levantando la pe­queña 
cabeza. El terror de aquel animal de tierra y aire 
abandonado a su suerte en el mar era de tal naturaleza 
que cuando advirtió la proximidad de la balandra preten­dió 
saltar para alejarse. Pero Juan de la Paz no se pre­ocupó. 
Había dispuesto llevarle ese regalo a Emilia y ya 
nada podía evitar que lo hiciera. En su imaginación veía a 
la niña echándole los brazos al cuello en prenda de grati· 
tud, y tal vez dándole un beso. Así, visto que el ave logra­ba 
avanzar unos pasos hacia estribor, Juan de la Paz ma­niobró 
para girar en redondo y situarse de manera que él 
73
74 JUAN BOSCH 
quedara a babor. La maniobra salió limpia, pero su resul­tado 
no pudo ser peor. Pues ocurrió que impulsada por la 
sostenida brisa del este la balandra se alejó unos palmos 
de la paloma precisamente en el momento en que Juan 
de la Paz abandonaba vela y timón para inclinarse sobre 
el agua en pos del ave; el movimiento de la balandra le 
llevó a sacar todo el cuerpo fuera del casco, en absoluto aje­no 
a la idea de que, aprovechada en toda su extensión por 
la brisa, la vela resultaría batida con inesperada fuerza. 
Eso pasó, y Juan de la Paz se vió súbitamente lanzado al 
agua. 
A Juan de la Paz le habían sucedido muchos y gra­ves 
contratiempos; y en la costa del Golfo y en la Isla 
de Pinos todo el mundo sabía que había estado veinte años 
en presidio. Pero jamás pensó él que en un atardecer tan 
plácido, estando solo a bordo, le ocurriría caer al mar a 
causa de estar persiguiendo una paloma, animal que nada 
tenía de marino. Aunque estaba hecho a pensar con la 
rapidez del rayo quedó aturdido durante algunos segundos; 
eso sí, clavó mano en el ave, si bien lo hizo maquinalmente; 
y fue después de tenerla sujeta cuando volvió atrás los pe_ 
queños y pardos ojos. En esos instantes se demudó, incapaz 
de comprender lo que estaba sucediendo. Pues moviéndose 
a velocidad asombrosa, la balandra se alejaba al favor de 
la brisa, rumbo noroeste franco, firme y gallarda como si la 
tripulara el diablo. 
Un segundo después de haber visto tal cosa Juan de 
la Paz comprendió que no podría alcanzar su embarcación 
y que él y la paloma estaban solos en medio del mar, al 
iniciarse la noche, seis horas alejados de la tierra más cer­cana. 
El cambio de luces del atardecer daba al momento 
una omi:I;lOsa solemnidad de cementerio. En relampagueante 
fracción de tiempo el hombre sintió la muerte triturándole 
el alma y un tumulto de ideas le asaltó de improviso. Podía 
tratar de nadar hacia Isla de Pinos, en pos de Punta del
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 75 
Este; pero entonces se alejaría más de la balandra, y ésta 
era su único haber en el mundo. Podía dirigirse hacia la 
cayería, sin embargo eso significaba exponerse a los ti­burones, 
acaso a los caimanes, y desde luego llegar a las 
corrientes de los canales completamente agotado. Cuando 
pensó tomar una decisión se acordó de la paloma; entonces 
vió, con verdadera indiferencia, que la había apretado sin 
darse cuenta con dedos de hierro y que la pobre ave heri­da 
agonizaba entre temblores. Y esa fue su última sensa­ción 
consciente, pues a partir de tal momento comenzó a 
luchar como un loco para sobreponerse al miedo y para 
salvar la vida. 
El miedo, sobre todo, le abrumaba. Por ejemplo, temió 
que la ropa le estorbara; se la quitó y la fue abandonando 
tras sí; pero cuando se sintió desnudo le aterrorizó la idea 
de que en llegando a aguas bajas una barracuda lo dejara 
inútil como hombre. La luna, que estaba en el horizonte al 
caerse de la balandra, iluminaba ya la vasta extensión de 
agua, y pensó que gracias a su luz algún pescador solitario 
podía verlo y rescatarlo; sin embargo a la vez la luna lo 
llenaba de pavor porque se decía que la claridad favorecía 
la posibilidad de que los tiburones le vieran de lejos. He­cho 
al mar, Juan de la Paz nadaba con economía de esfuer. 
zas; pero no era joven ya, ni cosa parecida, y temía ago­tarse 
antes de tocar tierra. 
Poco a poco -y esto es lo cierto-, a medida que pa­saba 
el tiempo y comprobaba que ninguno de sus temores 
se cumplían, fué acostumbrándose a su nueva situación; 
acaso influyera en ello el ejercicio, tal vez la oscura idea 
de que mientras el mar se mantuviera tranquilo podría 
nadar sin alterar el lento pero seguro ritmo que había lo­grado 
imponerse a sí mismo. Mas a eso de las once, mien­tras 
al favor de la posición de la luna mantenía el rumbo 
hacia Cayo Largo -a sus cálculos, la tierra más cercana-, 
le pareció ver una luz en el horizonte. De improviso su es·
76 JUAN BOSCH 
tado de ánimo cambió. Una especie de oleada de locura, 
desatada dentro de su atormentada cabeza, le invadió por 
dentro y trastocó del todo sus ideas. Jadeante, ansioso, 
quiso levantarse sobre el agua. ¡Sí, allá, a la distancia, ha. 
bía una luz! Fuera de sí cambió el rumbo y empezó a nadar 
de prisa, cada vez más de prisa, cogido por un salvaje im­pulso 
de vida. En ese instante -cosa rara- sintió acumu· 
lados todos los miedos que había ido dejando según avan­zaba, 
y otros muchos que no sabía distinguir. De golpe co­menzó 
a gritar, a lanzar estentóreos "¡aquí, aquí, aquí!", 
con una voz que chillaba a efectos del terror y que cada 
vez iba siendo menos audible. Esforzándose a más no poder 
trataba de dar saltos para dominar más distancia. Pero le 
era imposible sobreponerse al horizonte y ver casco alguno 
de barco. Por momentos aquella luz fulgía lejos, tal vez a 
varias millas; y Juan de la Paz quería reconocerla a cada 
nueva aparición, distinguir si era de goleta, de vapor o 
de algún bote pescador. A ratos se acordaba de la paloma, 
abandonada, muerta ya, sobre el mar; y pensaba que acaso 
había derivado a favor de la corriente, sin acabar de hun­dirse. 
Y era curioso que en esa lucha por salvar la vida, en 
medio de brincos imposibles, de gritos que se perdían en 
la tremenda soledad líquida, de mezcla delirante entre es­peranza 
y pavor, surgiera de pronto, una vez y otra vez y 
otra más, la imagen de la paloma, flotando panza arriba 
bajo la luna, un ala rota y la otra extendida, las rojas patas 
encogidas y desordenadas las plumas de la cola. Pero he 
aquí que de súbito Juan de la Paz se dijo a sí mismo que 
estaba perdiendo el juicio, y cobr6 instantáneo reposo. No 
había tal barco; él estaba solo, del todo solo en la inmen­sidad 
del mar, y nadie más que él era responsable de su 
vida. Sentía el corazón golpeándole desusadamente y resol­vió 
flotar un rato bocarriba, los brazos y las piernas abier­tos, 
para descansar un poco y observar la luna; de esa ma. 
nera se recuperaría y a la vez recuperaría el rumbo. En
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 
la terrible lucha por salvar la vida su instinto animal era 
capaz de sobreponerse a todo. Así, un cuarto de hora des­pués 
Juan de la Paz reanudaba su marcha, nadando lenta 
pero firmemente hacia Cayo Largo. 
A medianoche alcanzó a ver rojizos y cárdenos refle­jos 
ante sí; a la vez un pesado olor de petróleo se imponía 
al yodado del mar. Hasta poco antes le había sido fácil ver, 
con bastante frecuencia, siluetas de peces que saltaban al­rededor 
suyo a cierta distancia; ahora eso había dejado 
de ocurrir desde hacía acaso media hora, de donde podía 
inferirse que había una prolongada mancha de aceite cru­do 
o de petróleo deslizándose en el mar; y de improviso 
Juan de la paz recordó que, en ruta hacia Cienfuegos. un 
barco había encallado días antes en los bajos del GoUo. 
Si el petróleo era de tal barco 10 mejor sería internarse en 
la extensión que él cubriera y ayudarse de la corriente 
que lo arrastraba, pues con seguridad esa corriente iba a 
dar a uno de los cayos que corren en hilera irregular des­de 
la Punta de Zapata hasta la altura de Punta del Este. 
Juan de la paz conocía uno por uno todos esos cayos, los 
canalizos que los separaban, el que tenía agua dúlce y el 
que no, el que era sólo diente de perro pelado o tema are­na 
y yerba, el que tenía mangles y cacería, el más frecuen­tado 
por los pescadores de Batabanó y el más alejado de 
las rutas usadas a diario. 
Como 10 pensó 10 hizo, lo cual tuvo buenos y malos re­sultados. 
Los buenos estuvieron patentes cuando a eso de 
las dos de la mañana vió a distancia de una milla, o cosa 
así, la negruzca mancha de una tierra atravesada en medio 
del mar, lo que le puso al borde de repetir la desenfrenada 
media hora que había padecido cuando creyó ver la luz de 
un barco; los malos habían de verse mucho más tarde, tan 
pronto el calor del sol pegara en el petróleo que se ha'bía 
incrustado en el nacimiento de cada uno de los pelos que 
le cubrían el cuerpo:
78 JUAN BOSCH 
Serían las tres, a juicio de Juan de Paz, cuando en un 
movimiento de natación sintió que su pie derecho tocaba 
algo blando. Poco a poco fue dejándose descender. Aque. 
llo podía ser lodo, podía ser vegetación marina, podía ser 
un pulpo o simplemente el revuelo del ag'..la que deja a su 
paso un pez mayor. Pero no tardó en darse cuenta de que 
era lodo. ¡Lodo! ¡Había llegado, por fin! Temeroso de algo 
inesperado fUe aplicando un pie, uno solo. Sí, había lle_ 
gado. Ahora bien, ¿adónde? Cuando pudo responderse a 
esta pregunta clareaba ya el sol. Había llegado, para su 
mal, a las marismas de Cayo Azul, y lo que tenía por de­lante 
era una marcha agotadora sobre suelo cenagoso y en 
medio del agua, él, que no teIÚa fuerzas para otra cosa que 
para dejarse caer en una sombra y dormir, o para beber, 
hasta rendirse, agua fresca. 
Sin embargo había que seguir; y Juan de la Paz siguió, 
maltratándose los pies con los tallos de los nacientes man­gles, 
cayéndose a ratos y levantándose con mil trabajos, na_ 
dando en los cortos canalizas, adoloridos los ojos a causa 
del esfuerzo hecho para ver si ante su paso pululaban los 
temibles piojos del mar que se guarecen en la uretra "y des­gracian 
al hombre; .buscando en la media luz del amane­cer 
el cornudo espinazo del cocodrilo, que a menudo se re­fugia 
en esas marismas. Cuando tocó tierra, por fin, a eso 
de las ocho, anduvo como un ciego algunos pasos y se dejó 
caer sobre un arenaza· Allí abusaron de él el sol y el pe­tróleo. 
Despertó varias veces, pero sin recuperar el domi­nio 
de sí mísmo; se movió cuanto pudo, porque compren­día 
que se quemaba. Mas no le fue posible sobreponerse 
al agotamiento. Al mediar la tarde, el cuello, la espalda. los 
muslos y los hombros estaban cargados de ampollas. En 
los labios hinchados y adoloridos. secos de sed, su propia 
respiración pegaba como fuego. Necesitaba agua dulce. Pen­só 
que escarbando en la arena podía hallar alguna. Pero 
de pronto su atención se volvió hacia la orilla de la marisma
CUENTOS ESCRITOS EN EL Exn.IO 79 
que había recorrido para llegar al arenazo, pues allí se veía 
un madero que flotaba. No; no era WlO; eran tres, cuatro, 
varios! Entonces se levantó y aguzó los pardos ojuelos. La 
providencia le mandaba esos maderos para que saliera de 
allí. Donde se hallaba no podía tener esperanza de resca­te; 
rodeado de marismas, y más allá de prolongados bajíos, 
el arenaza en que había tocado quedaba fuera de las rutas 
de los pescadores, y desde luego mucho más lejos aWl del 
paso habitual de los barcos. Sin pensarlo, actuando a im­pulsos 
de una fuerza ciega, Juan de la Paz echó a andar 
hacia afuera para recorrer, otra vez bajo la noche que se 
acercaba; el camino que había hecho entre el amanecer y 
el día. Cuando retornó al arenaza iba empujando los ma· 
deros y correteando de un lado a otro para no perder nin­guno. 
Casi anochecía ya; a la sed y al ardor de las ampo_ 
llas se sumaban las picadas de los jejenes, que con la lle­gada 
de la primeras sombras se hacían presentes en olea­das. 
Al borde del desfallecimiento y hostigado por el miedo 
a los jejenes, Juan de la Paz se echó a dormir con la mayor 
parte del cuerpo en el agua y la cabeza en la arena de la 
orilla. Antes de entregarse al sueño estuvo buen rato ma· 
durando un plan. 
Ese plan descansaba, sobre todo, en conservar los ma· 
deros ---,cuatro piezas aserradas, que serían de seis por 
ocho pulgadas y de cinco pies de largo---; después, en ha­llar 
algo cortante, aunque se tratara de una concha de ca­racol 
de la que pudiera sacar esquirlas con alguna pesada 
piedra; por último pensaba que metiéndose de nuevo en la 
marisma podría cortar ramas de mangle y sacar de ellas fL 
bra con que amarrar los maderos en forma de balsa. La 
sed no le preocupaba tanto, porque el aire húmedo lo re­frescaba. 
Desde la caída de la tarde habían empezado a 
fonnarse nubes hacia el nordeste y el viento estuvo enfrian­do, 
con ligera tendencia a soplar desde el norte. Ello quería 
decir que la lluvia no andaba lejos, y ya bebería cuando
80 roAN BOSCH 
cayera. Lo que le hacía sufrir eran las quemaduras y los 
jejenes, más numerosos y agresivos cada vez. 
Juan de la paz despertó, evidentemente con fiebre, bas-­tante 
pasada la media noche; y al levantarse se asustó,él, 
que apenas tenía ya fuerzas para sentir miedo. Pues era el 
caso que se oía el mar, cosa increíble horas antes, cuando 
la inmensa mole de agua se veía tranquila de un conf41 al 
otro; y además de oirse el mar según pudo él notar tan 
pronfo se puso de pie y dejó su húmedo lecho, se oía el 
viento. que soplaba frío y grueso. Debatiéndose en medio de 
grises y ventrudas nubes. la luna parecía medio moverse 
con gran trabajo allá arriba. Pequeño, rojo y negro de am­pollas 
y de petróleo, el reseco pelo pegado a la frente, ago­tado 
por el sol, pero también consumido por el sufrimien· 
to, desnudo en medio de la noche y del mar, Juan de la 
paz comprendió de pronto cuán inútil había sido todo su 
esfuerzo y qué duro castigo le había reservado Dios para 
el finaI de sus días, a pesar de que había sufrido ya la con­dena 
de los hombres. Del fondo de su ser empezó a crecer 
un amargo sentimiento de lástima consigo mismo, y a me. 
dida que tal estado de ánimo se definía metiéndose como 
una despaciosa invasión de agua por todos los antros de 
su cuerpo, en alguna oscura parte de su conciencia iban to­mando 
cuerpo la figura de la paloma, derivando corriente 
abajo, muerta pero no swnergida, y el rostro de Emilia, tan 
pálido y sin embargo tan sonreído. De súbito Juan de la paz 
se derrumbó; cayó de rodillas en la arena, clavó los ojos 
y las manos al cielo y pidió perdón: 
-¡Perdóname, Virgen de la Caridad., tú que todo lo 
puedes! -exclamó. 
y a seguidas se echó a llorar, con amargo llanto de 
infante desvalido, mientras iba doblándose sobre sí mismo 
hasta quedar con los codos clavados en la arena, como un 
musulmán en oración. Desnudo, solo bajo la oscurecida 
luna,· rodeado por un mar cuyas olas poco a poco se le-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILiO SI 
vantaban más y más, Juan de la paz era la imagen dolorosa 
y ridícula, a la vez, del desamparo. Temblando de fiebre 
y de frio, aguijoneado por los insectos, adolorida la llagada 
piel, el náufrago sólo acertaba a ver en su imaginación a 
la paloma y a la niña; y de súbito, llenándole de espanto, 
comprendió que de las redondas líneas que formaban la 
carita de Emilia surgía la de Rosalia, mustia y espantada. 
Nadie puede describir lo que pasó entonces por el a1w 
ma de Juan de la paz. Algo estalló en ella en tal momento, 
algo horrible y bárbaro, que le hizo ponerse de pie y CO" 
menzar a correr, con los brazos en alto y las manos crispa~ 
das allá arriba, mientras gritaba con un alarido espantoso. 
que más que el de un ser humano parecía el de una po­derosa 
bestia alanceada cerca del corazón. Loco, totahnen­te 
fuera de sí se lanzó otra vez hacia la marisma; pero cuan­do 
hubo dado unos veinte pasos dio vuelta, con tanta velo. 
cidad como si hubiera seguido una línea recta; se lanzó so-­bre 
los maderos y cogió dos, uno en cada mano. Era in­creíble 
que pudiera cargarlos, pues además del tamaño, el 
agua de que estaban saturados los haCÍa pesados. Pegando 
saltos, chapoteando, volviendo a ratos la cabeza con una 
impresionante mirada de terror, Juan de la paz se perdió 
en dirección al mar abierto, donde el viento norte hacía su­bir 
las olas a respetable altura. Cogido a los maderos se tiró 
sobre el agua. Y agarrado como un loco, con manos y pies, 
fue dejándose llevar por las dos piezas, sin saber adonde 
iba, interesado ahora oscuramente más en huir que en sal­varse. 
Juan de la paz fue recogido por un vivero de Batabs.w 
nó que acertó a dar con él, en medio del mal tiempo, a la 
altura de Cayo Avalas, según el patrón "por la divina gra. 
ciade Dias", entre cuatro y media y cinco de la tarde. El 
náufrago fue tendido en la cámara de la tripulación, que 
estaba bajo cubierta, a popa. Aunque mantenía los ojos 
abiertos se hallaba inconsciente y por tanto no podía hablar.
82 JUAN BOSCH 
A las nueve de la noche se le oyó murmurar algo así como 
"agua", y se la sirvieron a cucharadas. A las once se le dió 
un poco de ron y a media noche se le sirvió sopa caliente 
de pescado. Rodeado de marineros, todos los cuales le co­nocían 
bien, Juan de la paz tomó su sopa con gran esfuer­zo, 
pues tenía los labios destrozados; después suspiró y se 
quedó mirando hacia el patrón. 
-Esto es cosa rara, Juan -dijo el patrón-, porque ayer 
vimos tu balandra navegando con viento de amura. 
-Iba sola -explicó Juan de la Paz con voz apenas 
perceptible. Y después, mientras los circunstantes se mi­raban 
entre sí, asombrados, agregó; 
-Me caí. 
Era imposible pedirle que contara detalles. Se le veía 
estragado, destruído; sólo los rápidos y desconfiados ojue­los 
parecían vivir en él, yeso, a ratos. Estaba tendido en 
el camastro, moviéndose entre quejidos para rehuir el con­tacto 
del duro colchón con la quemada piel. Además, por 
dentro estaba confundido. Hacía esfuerzos por recordar a 
Emilia, y no podía; ni siquiera su nombre surgía a la me­moria, 
si bien sabía que tenía una hijita y que trataba de 
pensar en ella. En cambio ahí estaban, como si se halla­ran 
presentes, la paloma y Rosalía. La paloma y Rosalía 
habían muerto. Ninguna de las dos vivía. Y sin embargo no 
se iban, aunque nada tenían que ver con lo que estaba pa­sando. 
Nada le recordaban, nada le decían. Entonces oyó 
la voz del patrón: 
-¿Y cómo te caíste, Juan de la Paz? 
Si le oían o no, eso no importaba. El caso es que él 
contestó: 
-Por coger una paloma. 
Los que le rodeaban oyeron y les pareció extraño que 
un pescador se cayera de su barco por coger una paloma. 
Pero quién sabe. Tal vez eso ocurrió en un canalizo; acaso 
la paloma volaba de cayo a cayo y tropezó con el barco. De
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 83 
todas maneras quizá valía la pena aclarar las cosas, porque 
cierta vez, muchos años atrás, Juan de la Paz había come· 
tido un crimen espantoso; y aunque lo pagó con veinte años 
en Isla de Pinos, a nadie le constaba que no fuera capaz 
de cometer otro. Así, el patrón insistió: 
-¿Por coger una paloma? ¿Y pa qué querías tú esa 
paloma, Juan de la Paz? 
Juan de la Paz parecía dormitar, acaso a resultas del 
bien que le produjo la sopa de pescado. Sin embargo se le 
oyó contestar, con despaciosa y clara voz: 
-Pa llevársela de regalo a Rosalía. 
Un silencio total siguió a estas palabras. El patrón mi­ró 
a los circunstantes, uno por uno, con impresionante len­titud; 
después se puso de pie y tomó la escalerilla para 
salir a cubierta. Sin hablar, los demás le siguieron. Afuera 
soplaba el norte, cada vez con más vigor. 
-¿Oí malo dijo Rosalía, Gallego? -preguntó el pa­trón 
a uno de sus hombres. 
-Sí, dijo Rosalía, y bien claro -aseguró el interpelado. 
-Eso quiere decir que Juan de la Paz está volviendo 
al puerto de origen -explicó el patrón. 
Y nadie más habló. Pues todos conocían bien la his­toria 
de Juan de la Paz. Todos ellos sabían que había cum­plido 
veinte años, de una condena de treinta, por haber 
asesinado, para violarla, a una niña de nueve años llamada 
Rosalía. Más exactamente, Rosalía de la Paz.
LA DESGRACIA 
El viejo Nicasio no a~baba de hallarse a gusto con el 
aspecto de la mañana. Mala cosa era coger el camino a 
pie y que le cayera arriba el aguacero y se botara el río 
y se llenara de lodo la vereda del conuco. 
Con aspecto de hambrientas, las pocas gallinas del vie­jo 
se metían al bohío, persiguiendo cucarachas, o irrumpían 
en la cocina, aleteando para treparse en las barbacoas en 
busca de granitos de arroz. Nicasio cogió una mazorca de 
maíz y se puso a desgranarla. Revoloteando y nerviosas, 
las gallinas se lanzaban a sus pies. 
Desde el patio vecino una voz de mujer gritó los buenos 
días; después asomó su rostro de cuatro líneas y el paño 
negro sobre la cabeza. Nicasio se fue acercando a la paliza~ 
da. 
-¿No le jalla algo raro al día? -preguntó la mujer. 
Nicasio tardó en responder. Fumaba, mascaba un gra­nO 
de maíz, y seguía atendiendo a las gallinas, todo a un 
tiempo. 
-Ello sí, Magma. Pa mí como que se va a poner un 
tiempo de agua. 
-Unq unq -negó ella-o Yo hablo de otra cosa. Me 
da el corazón que algo malo va a pasar. Anoche sentí un 
perro llorando. 
Nicasio espantó las gallinas. que saltaban sobre su ma­no. 
Tornó a ver el cielo. El camino del Tireo, rojo como la 
85
86 JUAN BOSCH 
huella de un golpe, flaqueaba los cerros y se perdía en la 
distancia; encimase veían nubes cargadas. 
-Vea Magma -dijo NIcasio al rato-, no ande creyen­do 
zanganá. Lo peor que pué pass.r es que llueva. 
La mujer no entendía bien a Nicasio. Cuando se que­dan 
solos, los viejos se ponen raros y caprichosos. 
-¿Que llueva? -preguntó ella intrigada. 
-Sí, que llueva, porque el frijol no se pué secar y se 
malogra la cosechita. Tengo mucho bejuco cortao. 
Magina hubiera querido contestar que el bohío de Inés 
no quedaba muy lejos del conuco de su padre, y que bien 
podía éste llevar allí los frijoles para que no los dañara 
la nuvia; pero se quedó callada porque Nicasio parecía. no 
ponerle atención. Estaba empezando el "'Sol a subir; sobre 
los firmes de la loma la luz se debatía con el peso de las 
nubes, y Nicasio observaba hacia allá. Magina lo veía con 
placer. Había algo simpático y viril en aquel hombre, acaso 
los negros ojillos llenos de vigor o el blanco bigote hirsuto. 
Años antes, cuando vivía la mujer de Nicasio, ella se diá 
cuenta de que le gustaba su vecino; pero él nunca le dijo 
nada, tal vez porque la difunta andaba muy enferma... 
Ya no podfa ser. Había pasado el tiempo y los dos se ha­bían 
ido gastando poco a poco... Alzó la voz: 
-~eve el bejuco al bohío de su hija. 
El se volvió repentinamente a la mujer. 
-¿Cómo voy a trepar esa loma cargao, Magina1 
Eso dijo; pero en realidad no era por la loma por lo 
que no llevaba el bejuco a casa de Inés. L•o cierto es que a Nicasio no le gustaba visitar a nadie. Iba a ver a la 
hija 8610 cuando le quedaba en camino de alguna diligen­cia. 
Le agradaba ver a los nietos; pero no se ~ba bien 
en casa ajena. 
-Ahora le traigo café ---oyó decir a Magina. 
Observando cómo el sol despejaba por eompleto las 
nubes, 8$perÓ un rato. Llegó la mujer con el café; se 10
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 87 
tomó en dos sorbos; después dijo adiós, y de paso por el 
bohío cogió el machete y un macuto. Magina le vi6 tomar 
el callejón y salir a la sabana con paso rápido, Ypensó que 
el viejo estaba fuerte todavía, a pesar de su pelo cano y 
de sus dientes gastados y negros. Cuando Nicasio desapa­reció 
entre los matorrales frente al pinar, Magina volvió 
a sucocina. "Ojalá y no llueva". pensó con cierta ternura. 
Después se puso a hervir leche y no se acordó más de su 
vecino,; 
Nicasio empezó a senm el sol en la subida del Porte. 
zuela. Se dijo que ese sol tan picante era de agua, y lamen­tó 
haber salido. Pero era tarde para volver atrás. Chorrea­ba 
sudor cuando llegó al conuco. Comenzó a trabajar in~ 
mediatamente, porque sabía que iba a llover;...podía apostar 
pesos contra piedras a que llovería, y deseaba tener cortado 
todo el bejuco de frijol antes de que cayera el agua. 
No lo logró, sin embargo. Cayeron unas gotas pesadas, 
gruesas, a seguidas se desató un chaparrón. Nicasio reco­gió 
los bejucos que tenía cortados, los llevó. a un rincón y 
pensó buscar hojas de plátanos para cubrirlos; pero no ba· 
bía tiempo. El chaparrón degeneró en aguacero violento, que 
azotaba árboles y tierra. Nicasio tuvo que meterse bajo un 
árbol. Vió el agua descender en avenidas, rojiza y más abun­dante 
cada vez· En diez minutos toda la loma estaba abo­gada 
entre la lluvia, y no era posible ver a cinco pasos. 
-Tendré que dirme pa onde Inés ---dijo Nlcasio en 
voz alta. 
Con esas t>aJabras pareció conjurar a los elementos. Se 
desató el viento; comenzó a oscurecer, como si atardeciera. 
En un momento el conuco parecía un río. 
Nicasio cruzó los brazos y echó a andar. Trepar la 
loma era difícil Resbalaba, a:fi.n,caba el machete en tierra, 
se agarraba a los arbustos. Inés vivía arriba, totalmente 
arriba. A.Nicaslo le parecía una locura de Manuel hacer el
ss JUAN BOSCH 
bohío en lugar tan extraviado. En tiempos de agua, sólo 
así, p9ra buscar abrigo, podía nadie·ir a casa de Manuel 
Había pasado la hora de comer cuando el viejo alcan­ro 
el bohío. La puerta que daba al camino estaba cerrada. 
Del lado del patio comenzó a ladrar un perro. Nicasio se 
fue corriendo bajo el alero, pues la lluvia seguía cayendo 
con todo su vigorJ y cuando pasó por el aposento que daba 
al lado del patio sintió ruido y voces, palabras dichas en 
tono bajo. La. puerta de la cocina si estaba abierta, y el 
viejo sahxdó antes de entrar. Junto al fogón se hallaba el 
nieto. que le pidió la bendición de rodillas, Nicasio le miró. 
Era triste el niño. Tendría seis años. Se le veía el vientre 
crecido, el color casi traslúcido, los ojos dolientes. 
-Dios lo bendiga -dijo el abuelo. 
Detrás del fogón estaba la niña. Era más pequeña, y 
con su trenza oscura repartida a ambos lados del cuello 
y su expresión inteligente parecía una mujerAue no hu­biera 
crecido. Nicasio sonrió al verla. 
-¿Y tu mama? ¿Y Manuel? -preguntó. 
-Taita no ta -dijo el niño. 
A Nicasio le resultó sorprendente la respuesta del ni· 
ño porque había oído voz de hombre en el aposento. 
-¿Que no? -preguntó. 
El nieto le miró con mayor tristeza. Siempre que ha~ 
blabaparecia que iba a llorar. 
~No. El salió pa La Vega dende ayer. 
Entonces Nicasio se volvió violentamente hacia el ha­hío, 
como si pretendiera ver a través de las tablas del seto. 
-¿Y tu mama"? ¿No ta aquí tu mama'? 
-Se había doblado sobre el niño y esperaba ans:iosamen~ 
te la respuesta. Deseaba que dijera que no. Le ardía el 
pecho, le temblaban las manos; lQS ojos quemaban. No se 
atrevía. a seguir pensando en lo que temía. Afuera caía 
la lluvia a chorros. Con un dedito en. la boca. la niña mira~ 
ba atentamente al abuelo.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 89 
-Mama sí ta -dijo la niña con voz fina y alegre. 
-Ella ta mala y Ezequiel vino a curarla -explk:ó Li-quito. 
La sospeclla y el temor de Nicasio se aclararon de goL 
pe. Llevaba todavía el machete en la mano, y con él cruzó 
el patio lleno de agua. El perro gruñó al ver al viejo. Con 
andar ligero, Nicasio entró en el bohío, caminó derecha­mente 
hacia el aposento y golpeó en la puerta con el cabo 
del machete. Oyó pasos adentro. 
-¡Abran! ---ordenó. 
Oyó a la hija decir algo y le pareció que alguien abría 
una ventana. 
-¡Que no se vaya ese sinvergüenza! -gritó el viéjo. 
Un impulso irresistible le impedía esperar. Cargó con 
el cuerpo sobre la puerta y oyó la aldaba caer al piso. Eze­quiel, 
pálido, aturdido, pretendía saltar por la ventana, pe~ 
ro Nicasio corrió hacia allá y le cerró el camino. El viejo 
sentía la ira arderle en la cabeza, y precisamente por eso 
no quería precipitarse. Miró a su hija; miró al hombre. Los 
dos estaban demacrados, con los labios exangüesj los dos 
miraban hacia abajo. Nicasio se dirigió a Inés, y al hablar 
le parecía que estaba comiéndose sus propios dientes. 
-¡Perra! -dij()-. ¡En el catre de tu maría, perra! 
Ezequiel -un garabato en vez de un hombre-- se fué 
corriendo pegado a la pared, hasta que llegó a la puerta; 
de pronto la cruzó y salió a saltos. Nicasio no se movió. 
Daba asco ese desgraciado, y a Nicasio le parecía un gusa­no 
comparado con Manuel Inés empezó a llorar. 
-iNo llore, sinvergüenza! ----gritó el viejo--... ¡Si la veo 
llorar, la mato! 
La veía y veía a la difunta. Su mayor dolor era que 
una hija de la difunta hiciera tal cosa. Le tentaba el deseo 
de levantar el machete y abrirle la cabeza. Sacudió el ma­chete, 
casi al borde de usarlo. La hija se recogió hacia un 
rincón, con los ojos llenos de pavor.
JUAN BOSCH 
-¡Váyase antes que la mate! No quiero verla otra vé. 
No vuelva a ponerse ante mi vista. ¡Váyase! --decía Nlcasio. 
Pegada a la pared, ella iba moviéndose lentamente, en 
direcci6n a la puerta. Miraba siempre al padre; le miraba 
con expresión de miedo. ¡Y era bonita la condenada, con 
su piel amarilla y su cabello castaño! 
Como Nicasio avanzaba sobre ella, Inés pensó que el 
camino más corto era hacia el patio. Pero el padre ~ cono­ció 
la intención. 
-iPor esa puerta no! --dijo. 
Le parecía inconcebible que la hija viera a sus hijos. 
Era indigna de verlos después de lo que había hecho. 
Inés comenzó a temblar y a llorar. 
-Taita... Perdón, taita -musitaba. 
El viejo la tomó por un brazo y la condujo hacia la 
puerta que daba al camino; con la punta del machete le­vantó 
la aldaba y al mismo tiempo obligaba a Inés a avan­zar. 
Cuando la hija estuvo en el vano de la puerta, la em­pujó 
y la maldijo. 
-¡Que ni en la muerte tenga reposo tu alma! -gritó. 
Vió á su hija lanzarse al agua, que corría arrastrando 
lodo, y a la lluvia que caía a torrentes, y sintió deseos de 
echarse sobre una silla a descansar, tal vez a dormir. Si 
hubiera sabido llorar lo hubiera hecho, aunque hubiera si­do 
sólo con una lágrima. Pero se rehizo pronto, cruzó el 
bohío y salió hacia la cocina. 
-¡Liquito! -llamó-. Busque el burro y póngase UD 
pantalón. que se van pa casa conmigo Inesita y usté. 
Salieron bajo la lluvia. Nicasio iba detrás, arreando el 
asno y esforzándose en no pensar. Silenciosos, los niños se 
dejaban llevar sin preguntar a qué se debía el viaje. 
Fue al otro día por la mañana, al decir Magina que a 
pesar de sus prevenciones nada malo había ocurrido, cuan­do 
Nicasio se dió cuenta de que había habido desgracia en 
la familia.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 91 
-Sí pasó -e~ mientras echaba maíz a las galli~ 
nas-. Se murió Inés ayer. 
-¿Cómo? -preguntó Magina llena de asombro--. ¿Y 
los muchachos! ¿Y Manuel! 
-Los muchachos vinieron conmigo anoche. Manuel ta 
pal pueblo en el entierro. 
La vieja parecía aturdida. Se cogía la cabeza con am· 
has manos. 
-¿Pero de qué murió? ¿Usté ha visto qué desgracia? 
Entonces Nicasio levantó la cara. 
-Vea Magina -dijo mientras miraba fijamente a la 
vieja-o morirse no es desgracia. Hay cosas peores que mo­rirse. 
y alejó la mirada hacia las nubes que salían por detrás 
de las lomas, aquellas malditas nubes por las cuales ha­bía 
él llegado a la casa de Inés. 
-¿Peor que morirse? -preguntó Uagina-. Que yo 
sepa, ninguna. 
--Sí -respondió lentamente Nicasio-. Saber es peor. 
Magina no entendió. Nicasio la miró un instante, con 
extraños ojos de loco, y ella pensó que los viejos, cuando 
se quedan solos en el mundo, se vuelven raros y difíciles 
de comprender.
EL HOMBRE QUE LLORO 
A la escasa luz del tablero el teniente Ontiveros vió 
las lágrimas cayendo por el rostro del distinguido Juvenal 
Gómez, y se asombró de verlas. El distinguido Juvenal Gó­mez 
iba supuestamente destinado a San Cristóbal, y el te­niente 
Ontiveros sabía que hasta unas horas antes Juvenal 
Gómez había sido, según afirmaba su cédula, el ciudadano 
Alirio Rodríguez, comerciante y natural de Maracaibo, y 
sabía además que Juvenal Gómez y Alirio Rodríguez eran 
en verdad Régulo Llamozas, un hombre de corazón firme 
y nervios duros, de quien nadie podía esperar reacción tan 
insólita. El teniente Ontiveros no hizo el menor comenta­rio. 
Las lágrimas corrían por el rostro cetrino, de pómulos 
anchos, con tanta abundancia y en forma tan impetuosa que 
sin duda el distinguido Juvenal Gómez no se daba cuenta 
de que estaba atravesando Maracay. 
Las lágrimas, en realidad, habían empezado a acumu­larse 
ese día a las cuatro de la tarde, pero ni el propio Ré 
gulo Llamozas pudo sospecharlo entonces. A las cuatro de 
la tarde Régulo Llamozas se había asomado a la veneciana, 
levantando una de las hojillas metálicas, para distraerse mi­rando 
hacia el pedazo de calle en que se hallaba. Esto su· 
cedía en Caracas, Urbanización los Chaguaramos, a dos 
cuadras del sudeste de la Avenida Facultad. La quinta es­taba 
sola a esa hora· Se oían afuera el canto metálico de 
algunas chicharras y adentro el discurrir del agua que se 
93
94 JUAN BOSCH 
escapaba en la taza del servicio. Y ningún otro ntido. La 
calle. corta, era tranquila como si se· hallara en un pueblo 
abandonado de Los LIamos. 
Mediaba julio y no llovía. Tampoco había llovido el 
año anterior. Los araguaneyes, las acacias. los caobas de 
calles y paseos se veían mustios. velados y sucios por el 
polvo que la brisa levantaba en los cerros desmontados por 
urbanizadores y en los tramos de avenidas que iban r~ 
viendo cuadrillas de trabajadores. El calor era insufrible; 
un sol de fuego caía sobre Caracas, tostándola desde Petare 
hasta Catia. 
Régulo Llamozas había entreabierto la hojilla de la 
veneciana a tiempo que de la quinta de enfrente salía un 
niño en bicicleta; tras él, dando saltos. visiblemente alegre, 
correteaba un cachorro pardo, sin duda con mezcla de pe­rro 
pastor alemán. Régulo miró al niño y le sorprendió su 
expresión de vitalidad. Sus pequeños ojos aindiados, negrí­simos 
y vivaces, brillaban con apasionada alegría cuando 
oomenzó a maniobrar en su bicicleta. huyendo al cachorro 
que se lanzaba sobre él ladrando. La quinta de la que ha­bía 
salido el niño no era nada del otro mundo; estaba pin.. 
tada de azul claro y tenía bien destacado en letras metá­licas 
el nombre de Mercedes. "Mercedes". se dijo Régulo. 
"La mamá debe llamarse Mercedes". De pronto cayó en 
la cuenta de que en toda su familia no había una mujer 
con ese nombre. Laura sí, y Julia, su propia mujer se .lIa.. 
maba Aurora; la abuela había tenido un nombre muy bo­njto: 
Adela. Todo el mundo la llamaba Misia Adela. Pron­to 
no habría quien dijera umísias" .a las señoras. por lo 
menos en Caracas. Caracas crecía 'por horas; había tra&­puesto 
ya el millón de habitantes. se llenaba de ediflcios 
altos, tipo Miami, Y también de italianos. portugueses, ca· 
narloa.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 95 
Una criada salió de la quinta Mercedes. Por el color y 
por la estampa debía ser de Barlovento. Gritó, dirigiéndose 
al niño: 
-¡Pon cuidao a lo carro, que horita llega el dotó pa 
ve a tu agüelo! 
Pero el niño ni siquiera levantó la cabeza para oírla. 
Estaba disfrutando de manera tan intensa su bicicleta y 
su juego con el cachorro, que no podía haber nada impor_ 
tante para él en ese momento. Pedaleaba con sorprendente 
rapidez; se inclinaba, giraba en forma vertiginosa. "Ese va 
a ser un campeón". Pensó Régulo. La muchacha gritó más: 
-¡Muchacho el carrizo, atiende a lo que te digo! ¡Ten 
cuiado con el carro el dotó! 
El pequeño ciclista pasó como una exhalación frente 
a la ventana de Régulo, pegado a la acera de su lado. Ré­gulo 
le vió el perfil, un perfil naciente pero expresivo, co­ronado 
con un mechón de negro pelo lacio que le caía so­bre 
las cejas. Aun de lado se le notaba la sonrisa que lle­vaba. 
Era la estampa de la alegría. 
Para Régulo Llamozas, un hombre que se jugaba la 
vida a conciencia, ver el espectáculo de ese niño entregado 
con tal pasión a su juego era un deslumbramiento. Por pri­mera 
vez en tres meses tenía una emoción desligada de 
su tarea. A través del niño la vida se le presentaba en su 
aspecto más común y constante, tal como era ella para la 
generalidad de las gentes; yeso le producía sensaciones ex­trañas, 
un tanto perturbadoras. Todavía, sin embargo, no 
se daba cuenta de la fuerza con que esa imagen iba a re­mover 
su alma. 
La barloventeña volvió a entrar en la Quinta Mercedes. 
Estaba ella cerrando la puerta tras sí cuando a las espaldas 
de Régulo sonó el teléfono. No esperaba llamada alguna. Se 
sorprendió, pues, desagradablemente, pero acudió al telé­fono.
96 JUAN BOSCH 
-¿Es ahí donde alquilan una habitación? -dijo una 
voz de hombre tan pronto Régulo había descolgado. 
-Sí- respondió. 
En el acto comprendió que ase simple "sí", tan breve 
y tan fácil de decir, había sido tembloroso. El era un hom~ 
bre duro, y además con idea clara de su función y de los 
peligros que se desprendían de ella. Nadie sabía eso mejor 
que él mismo: Pero ahora estaba frente a la realidadj ha­bía 
llegado al punto que había estado esperando desde ha­cía 
tres meses. 
-Entonces voy a verla dentro de una hora -dijo la 
voz. 
-Está bien; lo espero -contestó Régulo, tratando de 
dominarse. 
Colgó, yen ese momento sintió que le faltaba aire. Lue­go, 
habían dado con su escondite. Probablemente cuando 
sus compañeros llegaran ya habrían estado allí los hom~ 
bres de la Seguridad Nacional. Durante una fracción de 
minuto hizo esfuerzos por serenarse; después, con movi. 
mientos rápidos, se dirigió a la habitación y del cajón de la 
mesa de noche sacó su pistola. Era una Lüger que le había 
regalado en Panamá un amigo dominicano. Se metió en el 
bolsillo izquierdo del pantalón dos peines cargados y se colo­có 
el arma en la cintura, sobre la parte derecha del vientre, 
sujetándola con el cinturón. A esa altura tuvo la impresión 
de que su energía se había duplicado; todo su cuerpo se 
hallaba ,tenso y la conciencia del peligro lo hacía más re­ceptivo. 
Oyó con mayor claridad el ruido del agua que caía 
en la taza del servicio, las chicharras de la calle, los ladri­dos 
juguetones del cach<>rro, que debía estar correteando 
todavía tras el pequeño ciclista. Pero su atención estaba 
puesta en los automóviles. Esperaba oír de momento la mar­cha 
veloz y el frenazo potente de un auto de la Seguridad 
Nacional. Si eso sucedía y el niño se hallaba todavía en la 
calle, correría peligro, porque él, Régulo Llamozas, no se
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 97 
dejaría coger fácilmente. La sola idea de que el niño pu­diera 
ser herido le atormentó fieramente y le produjo cóle­ra. 
Se sintió encolerizado con la negra, que no se llevaba 
al muchacho, y con la señora Mercedes, sin saber quién 
era ella. De la cintura arriba le subió un golpe de sangre 
cálida; llegaba en sustitución de la que había huído a los 
ignorados antros del cuerpo cuando oyó a través del te­léfono 
la pregunta sobre la habitación que se alquilaba. 
En escasos minutos su organismo había sido sacudido y 
nevado a extremos opuestos. 
A causa del niño estaba olvidando cosas importantes. 
"Guá, las bichas", se dijo de pronto; y se dirigió al doset; 
lo abrió y de la tabla de abajo sacó una gran cartera negra. 
Haló el zíper. Allí estaban "las bichas" -tres granadas de 
piña, pintadas de amarillo-, los papeles y su única remuda 
de interiores y medias, todas piezas de nylón. Colocó la 
cartera sobre la cama, descolgó su paltó y fue a coger su 
corbata, que estaba en el espaldar de una silla; sin embargo 
no la cogió, porque alguna fuerza oscura le llevó a sacar 
de la cartera una granada, que sopesó cuidadosamente en la 
mano mientras clavaba la mirada con creciente intensidad 
en el peligroso artefacto. De ese amarillo y pesado huevo 
metálico, cuya cáscara estaba formada por cuadros, fue ema­nando 
una sensación de seguridad que en escaso tiempo de­volvió 
a Régulo Llamozas el dominio de sus nervios. "Esos 
vergajos van a saber lo que es un hombre", pensó. A se­guidas 
volvió a colocar la granada en la cartera; después 
se puso la corbata y el paltó. Sin duda alguna se sentía 
mejor. 
Faltaba casi toda la hora para que llegaran sus ami­gos, 
pero nadie podía saber cuánto faltaba para que llegara 
la Seguridad Nacional. Desconfiado de sus propios oídos, 
Régulo entreabió de nuevo una hojilla de la veneciana, pues 
muy bien podía haber gente a pie vigilándole ya. Enfrente 
sólo se veía al muchacho, felizmente entregado a su incan-
98 JUAN BOSCH 
sable pedalear. El cachorro se había rendido, por lo visto; 
estaba sentado en la acera de la Quinta Mercedes, muy er­guido, 
mirando a su amigo con ojos alegres y húmedos de 
ternura, la lengua colgándole por un lado de la boca, una 
oreja enhiesta y la otra caída. Régulo abandonó el sitio y 
se fué a la sala. 
La quinta en que se hallaba tenía sólo dos dormitorios. 
Los inquilinos eran un matrimonio sin hijos, ella maestra 
y él vendedor de licores; salían temprano y no volvían has­ta 
las siete y media o las ocho de la noche. Régulo había ha­blado 
poco con ellos, entre otras razones porque hacía sólo 
dos días que lo habían llevado a esa nueva "concha". En 
la sala había muebles pesados, algunos retratos familiares, 
un Corazón de Jesús de buen tamaño, un florero con rosas 
de papel sobre la mesita del centro y dos grupos de loza imi­tación 
de porcelana en dos rinconeras. Régulo halló que esa 
sala se parecía a muchas. "A Aurora le gustarían estos mue­bles", 
se dijo. "Si tengo que defenderme aquí, estos coro­tos 
van a quedar inservibles", pensó. De inmediato se halló 
recordando otra vez a su mujer. Si lo mataban o si lograba 
huir, la Seguridad iría a su casa, detendría a Aurora, tal 
vez la torturarían, y Aurora no podría decir una palabra 
porque él no había querido ni siquiera enviarle un recado. 
"La primera sorprendida sería ella si le dijeran que yo estoy 
en Venezuela", se dijo. De inmediato, sin saber por qué, 
recordó que en la casa del pequeño ciclista estabán espe­rando 
al doctor para ver al abuelo. "Esos doctores se tar­dan 
a veces cuatro y cinco horas", pensó. 
Ahora sí sonaba un auto en la calle. Otra vez, de ma­nera 
súbita, sintió la paralización total de su ser. La im­presión 
fué clara: que t()AQ laque bullía en su cuerpo se. 
había detenido de golpe....~eaccionó con toda el alma, im· 
poniéndose a sí mismo valor. "'La bicha, primero la bicha", 
dijo; y en un instante se halló en el dormitorio, con una 
granada de nuevo en la mano derecha· Cautamente tornó
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 99 
a entreabrir la persiana. Un Buick verde venía pegándose a 
su acera. Había dos hombres dentro; uno al timón, otro atrás. 
En una fracción de segundo Régulo reconoció al de atrás. 
A seguidas metió la granada en la cartera, sujetó ésta, co­rrió 
a la sala, salió a la calle, cerró la puerta tras sí y en 
dos pasos estuvo en el automóvil. 
-Qué hay, compañero -dijo. 
El que hacía de chófeT puso el carro en movimiento, 
tal vez un poco más de prisa de lo que convenía. Régulo 
volvió el rostro. No se veía otro auto en la calle. La negra 
salía corriendo en pos del niño y el perro saltaba tras ella. 
-Cayeron Muñoz y Guaramato -dijo el de atrás. 
-¿Muñoz y Guaramato? -preguntó Régulo. 
Mala cosa. Los dos habían estado con él en una reunión, 
tres noches atrás. 
-Yo creo que es mejor ir por las Colinas de Bello Mon­te 
-opinó el que manejaba. 
-Sí -aseguró el otro. 
Régulo Llamozas no pudo opinar. Iban <:on él y por él, 
pero él no podía decir qué vía le parecía más segura. Du­r, 
ante tres meses no había podido decir una sola vez que 
quería ir a tal sitio; otros le llevaban y le traían. Tres meses, 
desde mediados de abril hasta ese día de julio, había semivi­vido 
en Caracas, saliendo sólo de noche; tres meses en las 
tinieblas metido en elcor,azón de una ciudad que ya no era 
su Caracas, una ciudad que estaba dejando de ser 10 que 
había sido sin que nadie supiera deeir qué sería en el porve. 
nir; tres meses jugándose la vida, viendo compañeros de pa­so 
en reuniones subrepticias, cambiando impresiones a me­dia 
voz, transmitiendo órdenes que había recibido en Costa 
Rica, instruyendo a hombres y mujeres de la resistencia. 
No había podido ver el Avila a la luz del sol ni había podido 
salir a comerse unas caraotas en el restorán criollo. Todo el 
mundo podía hacerlo, millones de venezolanos podían ha­cerlo; 
él no. "Colinas de Bello Monte", pensó. De pronto re-
100 JUAN BOSCH 
cardó que había estado en esa urbanización dos semanas 
atrás, en la casa de un ingeniero, y que desde una ventana 
había estado mirando a sus pies las luces vivas y ordenadas 
de la Autopista del Este y de la Avenida Miranda, que se 
perdían hacia Petare, y los huecos iluminados de docenas 
de altos edificios, que se levantaban en dirección de Saba­na 
Grande y de Chacao con apariencia de cerros cargados 
de fogatas en cuadro. 
-Entra por la calle Edison y trata de pegarte al cerre' 
-digo el de atrás hablando con el que guiaba. 
-¿Habrán hablado Muñoz y Guaramato? -preguntó 
Régulo. 
-Esos compañeros no hablan, vale. Pero ya tú sabes: 
el tigre come por lo ligero. Esta misma noche estás raspan­do 
Lo que venga que te coja afuera. 
-¿Por dónde: me voy? 
-Por ColombIa, vale. Ya no está ahí Rojas Finilla. Ese 
camino está ahora despejado. 
Por Colombia ... Rojas Pinilla había caído haCÍa dos 
meses. . . Desde luego, para ir a Colombia había que pasar 
por Valencia, y de paso, ¿sería una locura ver a Aurora? 
Pero claro que sería una locura. Si la Seguridad Nacional 
sabía que él estaba en Venezuela, la casa de su familia te­nía 
vigilancia día y noche. 
-Oye, vale, el camino de aquí a la frontera es largo 
--dijo. 
-Bueno, pero eso está arregla.do. Tú vas a viajar segu-ro. 
Figúrate que vas a ser soldado, el distinguido Juvenal 
Gómez, y que te va a llevar un teniente en su propio auto. 
Hay que trasladar el retrato de tu cédula a otro papel, nada 
más. 
Un automóvil negro pasó rozando el Buickj de los cua. 
tro hombres que iban en él, uno se quedó hrirando a Régulo. 
Durante un instante Régulo temió que el auto negro se 
atraVesarla. delante del Buick y que los cuatro hombres
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 101 
saltarían a tierra armados de ametralladoras. No pasó nada, 
sin embargo. Su compañero comentó: 
-Pavoso el hombre. 
Régulo sonrió. De manera que el otro se había dado 
cuenta... Era gente muy alerta la que le rodeaba. 
-¿Un teniente? -preguntó, llevando la conversación 
al punto en que había quedado-. ¿Pero de verdad o como 
yo? 
-De verdad vale ... El teniente Ontiveros. 
El teniente Ontiveros llegó manejando una ranchera 
justo a la hora acordada, y habló poco pero actuó con se­guridad. 
Régulo Llamozas, convertido ahora en el distin­guido 
Juvenal Gómez -con todo y uniforme-- comenzó 
a sentirse más confiado cuando dejó atrás la alcabala de 
Los Teques; en la de La Victoria, ni él ni el teniente tuvie­ron 
siquiera que bajar del vehículo. 
Camino hacia Maracay, silenciosos él y el compañero, 
Régulo Llamozas se dejaba ganar por la extraña sensación 
de que ahora, en medio de la oscuridad de la carretera, iba 
consustanciándose con su tierra, volviendo a su ser real, 
que no terminaba en su piel porque se integraba con Vene­zuela. 
Mientras la ranchera rodaba en la noche, él sabo­reaba 
lentamente una emoción a la vez intensa y amar,ga. 
Esos campos, ese aire, eran Venezuela, y él sabía que erán 
Venezuela aunque no pudiera verlos. Sin embargo tenia 
conciencia de otra sensación; la de una grieta que se abría 
lentamente en su ahna, como si la rajara, y la de gotas 
amargas que destilaban a lo largo de la grieta. 
En verdad, solo ahora, cuando se encaminaba de nue­vo 
al destierro, encontraba a su Venezuela. ¿Quién puede 
dar un corte seco, que separe al hombre de su pasado? Esa 
patria por, la cual estaba jugándose la vida no era un mero. 
hecho g~ográfico, simple tierra con casas, calles y autopis­tas 
encima. Había algo que brotaba de ella, algo que siem­pre 
había envuelto a Régulo, antes del exilio yen el·exi1io
102 JUAN BQSCH 
:mismo; una especie de ~teintensa; cierto tono, un so­nido 
especial que comnovía el corazón. 
-Vamos a parar en Turmero -dijo de pronto el tenien­te-. 
Va a subir ahí un compañero. Creo que usted lo ce­nace. 
pero no se haga el enterado mientras no salgamos de 
Turmero. 
Cruzaban los valles de Aragua. Serían las once de la 
noche, más o menos, y la brisa disipaba el calor que el sol 
sembraba durante doce horas en una tierra sedienta de 
agua. Regulo no respondió palabra. Cada vez se concentra· 
ha más en sí mismo; cada vez más parecía clavado, no en 
el asiento, siDo en las duras sombras que cubrían loo cam.~ 
pos. Iba pensando que habia estado tres meses viviendo en 
un estado de tensión, con toda el ahna puesta en su tarea; 
que en ese tiempo habia sido un extraño para sí mismo, y 
que solo al final, esa misma tarde, minutos antes de que 
sonara el teléfono, había dado con una emoción que era 
personaimente suya, que no procedía de nada líg3do a su 
misión, sino a la simple imagen de un niño que jugaba en 
bicicleta al sol de la tarde. 
-Tunnero ---dijo el teniente cuando las luces del po­blado 
parpadearon por entre ramas de árboles. 
En Ul movimiento rápido, el teirle~te Ontiveros guió la 
ranchera hacia el centro de la especíe de plazoleta que sepa­ra 
a los dos comercios más importantes del lugar. Había a 
los lados maquinaria de la empleada en la construcci6n de 
la autopista, camiones de carga y numerosos hombres cha­chareando 
afuera mientras otros se movian dentro de los 
botiquines. 
-Quédese aquí. El compañero viene conmigo dentro 
de un momento -explic6 Ontiveros. 
-Está bien -aceptó Régulo. 
Trató de no llamar la. atención. No debía hacerse el 
misterioso. Lo mejor era mirar a todos lados. "Hasta Ttir­mero 
cambia", pensó. Vió al teniente que bebía algo frente
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 103 
al mostrador y que volvía la cabeza a un sitio ya otro, sin 
duda tratando de dar con el compañero que viajaría con 
ellos. "El teniente éste está jugándose la vida por mí. No, 
por mí no; por Venezuela", se dijo. En realidad, éso no le 
causaba asombro; él sabía que había muchos militares dis­puestos 
a sacrificarse. 
La brisa movía las hojas de un árbol que quedaba cer­ca, 
a su izquierda, y de alguna llave que él no podía ver 
caía agua. Agua, agua como la que sonaba sin cesar en la 
taza del servicio. allá en Caracas; sí, en Caracas, en el pe­dazo 
de .calle de Los Chaguaramos, solitario como la calle 
de un pueblo abandonado; allí donde el pequeño ciclista pe­daleaba 
sin cesar. seguido por el cachorro. 
No estando el teniente con él, se sentía intranquilo; de 
manera que lo mejor era tener una granada en la mano, por 
lo que pudiera suceder. La sacó de la cartera y empezó a 
palparla. En ese instante oyó pasos. Alguien se acercaba a 
la ranchera. Miró de refilón, tratando de no dar el rostro: 
eran el teniente y el compañero. Hablaban con toda natura_ 
lidad, y en una de las voces reconoció a UD amigo. Pero se 
hizo el desinteresado. 
-Podemos ir los tres delante ---dijo el teniente Onüve­ros- 
Córrase un poco, distinguido Gómez. 
El distinguido Gómez, todavía con la granada en la mano 
se corrió hacia el centro; el teniente dió la vuelta y entró 
por el lado izquierdo al tiempo que el otro tomaba asiento 
en el extremo derecho. Súbitamente liberado de su reciente 
inquietud, Régulo Llamozas sentía necesidad de decir un 
chiste, de saludar con efusión al amigo que le había salido 
al camino en momento tan difícil. El teniente Ontiveros en~ 
cendió el motor, puso la luz y la ranchera echó a andar. En 
un 'instante Turnero quedó atrás. Régulo Llamozas se volvió 
al recién llegado y le echó un brazo por el hombro. 
-¡Vale Luis, qué alegria! Nunca pensé que te vena en 
este viaje.
104 JUAN BOSCH 
-Pues ya lo ves, Régulo. Aquí estoy, siempre en la 
línea. Me dijeron que debía acompañarte hasta BarquisinJ.e. 
to y he venido a hacerlo; de Barquisimeto en adelante te 
acompañará otro. 
Hablaron un poco más, de las tareas clandestinas, de 
los desterrados, de los caídos. 
-Yo tenía reunión con Leonardo la noche de su muerte 
-dijo Luis. 
El teniente mencionó a Omaña, contó cosas suyas. Los 
faros iban destacando uno por uno los árboles d~ la carre­tera; 
y de pronto hubo silencio, porque estaban llegando a 
la alcabala de Maracay. 
Fue después que les dieron paso cuando Luis inició un 
tema nuevo. Movió el cuerpo hacia su izquierda, como para 
ver mejor a Régulo, y preguntó de pronto: 
-¿Cómo está Aurora? ¿Hallaste grande a Regulito? 
-No los he visto -explicó Régulo--. Yo entré por Puel'o 
to la Cruz y todavía no he estado en Valencia. Estoy pen­sando 
que si pasamos por Valencia después de la una podría 
llegar un momento a la casa, pero tengo sospechas de que 
la Seguridad esté vigilando los alrededores. 
-¿En Valencia? -preguntó Luis, con acento de sorpre­sa-. 
Pero si Aurora no vive en V:lieDCia. Vive en Caracas. 
Régulo Llamozas sintió que le daban un latigazo en el 
centro del alma. 
-¿Cómo en Caracas? ¿Desde cuándo? -inquirió casi 
a gritos. 
-Desde que su papá se puso grave. 
Régulo no pudo hacer otra pregunta. Se sentía castigado 
por olas de calor que le quemaban el rostro. Comenzó a pa~ 
sarse una mano por la barbilla y sus negros ojos se endu­recían 
por momentos. 
-¿Pero tú no lo sabías? -preguntó el amigo. 
Régulo trató de dominar SU voz, temeroso de hacer un 
papel ridículo.
CUENTOS ESCRITOs EN EL EXILIO 105 
-No, vale -dijo--. Tengo tres meses aquí y hace cuatro 
que salí de Costa Rica· 
-Pués sí --explicó Luis-... Ella vive en la calle Ma· 
dariaga, en Los Chaguaramos, en una quinta que se llama 
Mercedes. 
No se oyeron más palabras. Ya estaban en Maracay. De­bía 
ser media noche, y la brisa de las calles llegaba fresca 
después de su paso por los samanes de la llanura. El tenien­te 
Ontiveros volvió el rostro y a la luz del tablero vió con 
asombro las lágrimas cayendo por las mejillas del distinguido 
Juvenal Gómez.
VICTORIANO SEGURA 
Tooa lo malo que se había pensado de Victoriano Se­gura 
estaba síil duda justificado, pues a las pocas semanas 
de hallarse viviendo allí se presentaron en su puerta dos 
policías y se lo llevaron por delante. Aquella vez era bas4 
tante avanzada la tarde. Pero en otra ocasión los agentes 
del orden público llegaron muy de mañana y al parecer con 
mala sangre, porque cuando -al tomar la esquina- Victo­riano 
Segura se detuvo como para hablar, uno de ellos le 
empujó, lo amenazó con sU palo y le grit6 algunas malas pa­labras. 
En la primera ocasión su mujer salió a la puerta y 
estuvo mirando a su marido y a los policías hasta que d~ 
blaron; en la segunda ni eso pudieron ver los vecin08, pues 
él le dijo a voces que no le diera gusto a la gente, que se'que­dara' 
adentro y no le abriera la puerta a nadie. 
Victoriano era alto, probablemente de más de seis pies, 
muy flaco, muy callado, de ojos saltones y manchados de 
sangre; tenía la piel cobriza, el pelo áspero y la nariz muy 
fina; y tenía sobre todo un aire extraño, una expresión que 
no podía definirse. El contraste entre su silencio y su voz 
producía malísima impresión; pues sólo hablaba de tarde en 
tarde para llamar a la mujer y pedirle café, y entonces su 
voz grave y dura se expandía por gran parte de aquella 
pequeña calle dejando la convicción de que Victoriano era 
un hombre autoritario y violento. Esa sensación se agravaba 
debido a que Victoriano Segura jamás se dirigía a nadie en 
107
108 JUAN BOSCH 
la calle; no sonreía ni contestaba saludos. Además, su pro~ 
pia llegada al lugar tuvo algo de misteriosa. 
El lugar era una calle todavía en esbozo, en la que tal 
vez no habría más de veinte casas, y de esas sólo tres podían 
considerarse de algún valor. Por de pronto, nada más esas 
tres tenían aceras; las restantes daban directamente a la 
hierba o al polvo, si no llovía -porque cuando llovía la calle 
se volvía un lodazal-o Ahora bien, según afirmaba con su 
graciosa tartamudez el anciano Tancredo Rojas, la gente que 
viVÍa allí era "de...cente, de...cente". Con lo cual aludía a 
los viajes de Victoriano Segura seguido de esas escoltas po­liciales. 
La casa que alquiló Victoriano tenía hacia el este un 
solar cubierto de matorrales y arbustos, donde el vecinda­rio 
tiraba latas viejas, papeles y hasta basura; hacia el oeste 
vivían dos hermanas viejecitas, una de ellas sorda como una 
tapia y la otra casi ciega. Cuando se corrió la voz de que las 
dos veces Victoriano había sido llevado a la policía por ro­bo, 
la gente comenzó a temer que de momento asaltaría a 
las viejag, de quienes se decía que guardaban algún dinero. 
En poco tiempo el miedo a ese asalto y la posibilidad de que 
se produjera -tal vez con asesinato y otros agravantes--­dominó 
en todos los hogares, y en consecuencia, de la alta 
y seca figura de Victoriano comenzó a emerger un prestigio 
siniestro, que ponía pavor en el corazón de las mujeres y 
bastante preocupación en la mente de los hombres. Una 
noche, a eso de las nueve, se oyeron desgarradores gritos 
femeninos que salían de la casa de las dos ancianas. Armado 
de machete, el hijo de don Tancredo corrió para volver a 
poco diciendo que allí nada ocurría. Interrogada por él, la 
vieja medio ciega dijo que había oído grit.os, pero hacia la 
casa de Victoriano Segura. La gente comentó durante varios 
días el valor del hijo de don Tancredo y acabó asegurando 
que los gritos eran de la mujer de Victorlan9, a quien ese 
malvado maltrataba.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 109 
Eso, en una calleja tan pequeña, donde todos se conocían 
y todos Ee llevaban bien y se trataban con cariño, aumentó 
la sensación de malestar que producía el hombre. El era 
carretero; guardaba la carreta en el patio y soltaba el mu­lo 
en el solar vecino, donde otro mulo descansaba día por 
medio; salia muy temprano a trabajar y a eso de media tar­de 
se sentaba a la puerta de ]a calle, con la silla arrimada 
en el seto de tablas. Alguna que otra tarde se oía su voz; 
era cuando llamaba a su mujer para pedirle café. Sólo en 
esas ocasiones, y cuando iba a comprar algo, se veía a la muo 
jer, que E'ra una criatura callada, más oscura que el marido 
pero muy bonita, de pocas carnes, más bien baja, de cabellos 
crespos, bellos ojos negros y boca muy bien dibujada. 
-Pobrecita ---comentaban las mujeres cuando la veían-, 
tener que vivir con un hombre así ... 
La casa en que vivían había estado vacía muchos me­ses; 
y natlie vió a Victoriano Segura llegar a verla, a nadie 
preguntó quién era el dueño ni cuánto cobraban por al­quilarla. 
De buenas a primeras amaneció un día allí. Sin 
duda se había mudado a medianoche, usando su propia ca­rreta. 
Ese solo hecho dió lugar a muchas conjeturas; agré­guese 
a él el comportamiento del hombre, sus ~os detencio­nes 
acusado de robo, según se decía en la calleja, y los gri­tos 
nocturnos bajo su techo. Todo lo malo imaginable podía 
pensarse de Victoriano Segura. 
Por eso resultó tan sorprendente la conducta del extra­ño 
sujeto cuando la desgracia se hizo presente por vez pri­mera 
en aquel naciente pedazo de calle. La noche de San 
Silvestre, después que las sirenas de los aserraderos, las 
campanas de las dos iglesias y millares de cohetes dieron 
la señal de que había comenzado un año nuevo, se oyeron 
gritos de socorro. Inmediatamente la gente pensó: "Es José 
Abud". y era José Abud. Su acentó .libanés no podía con­fundirse.
110 JUAN BOSCH 
El viejo Abud no era tan viejo; seguro que no tenía se­senta 
años. Su casa era la mejor del vecindario. y hablando 
con toda propiedad., la única de dos plantas. Abajo estaba 
el comercio y arriba vivía la familia; abajo era de ladrillo. 
arriba de madera. José Abud se había casado pocos años 
antes con la hija de un compatriota; tenía tres niños pre­ciosos 
y, además, a su madre. La vieja Adelina Abud, que 
había emigrado de su lejana tierra ya de años, apenas ha~­bIaba 
con claridad. Anciana ya. quedó paralítica, según de­clan 
en el barrio, debido a castigo de Dios porque no era 
católica. 
En medía de la noche se oyeron golpes de puertas que 
se abrían y voces que resonaban preguntando qué_pasaba. 
De primera intención todo el mundo creyó que había muer­to 
la madre de José Abud. Pero con incontenible estupor la 
gente que se asomaba a las puertas y a las ventanas vió pe­netrar 
en sus casas una extraña claridad rojiza. Entonces de 
todas las bocas surgió el grito: 
-¡Fuego! ¡Es fuego en la casa de José Abud! 
Atropelladamente, vestidos a medias. hombres, mujeres 
y muchachos comenzaron a corretear por la calleja. Súbitas 
y violentas llamaradas salían con pasmosa y siniestra agili­dad, 
por debajo del balcón de la gran casa; se oían el chas-­quido 
del fuego y el trepidar de las puertas. Agudos larnen~ 
tos de mujeres y voces de hombres íbanle dando al terrible 
espectáculo el tono de pavor que merecía. Allá arriba, co-­friendo 
por el balcón de un extremo a otro, como enloqueci.. 
dos, se veía a José, con dos hijos bajo los brazos. y a la mu­jer 
con otro en alto. 
-¡Que bajen por la escalera antes de que se queme; 
que bajen por la escalera! ¡Baja, José; bajen! -gritaban 
desde la calle. 
Pero se notaba que el aturdido libanés y su mujer no 
entendían. A 10 mejor ignoraban que el comerclo era pasto 
del fuego, y por eso creían que la escalera se conservaba to-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 111 
davía en buen estado. Después se supo que efectivamente era 
eso lo que pensaban José Abud y su mujer. No podía ser 
de otra manera, pues cuando la familia se dió cuenta del 
siniestro fue cuando vieron las llamas reventando, como 
gigantesca flor viva, por la pared de atrás de la casa, y ya 
había trepado y consumido en un momento parte de los 
altos, hacia el fondo; así que ellos ignoraban que el comercio 
ardía. 
-¡Hay que abrir esa puerta pronto! -gritó alguien, 
refiriéndose a la puerta de la escalera. 
En un instante apareció un hombre con un pico y otro 
con una barreta; golpearon la puerta e hicieron saltar los 
cierres. Cálido, picante, con agrio olor, el humo salió por 
allí. Pero la gente no perdió tiempo, y se vió a varios hom­bres 
meterse a toda prisa escaleras arriba. Cuando retorna­ron 
llevaban a los niños en brazos y empujaban a José y 
a su mujer, que estaban aterrorizados. A seguidas se vió el 
impetuoso río de fuego abrir brecha en el lienzo de mane· 
ra que dividía la escalera del comercio; se oyó el crepitar 
de las tables, y tras el crepitar entraron las múltiples lla­mas 
ensanchándose y despidiendo chispas. 
Victoriano Segura se había levantado. Debió vestirse 
muy de prisa, porque tenía la camisa abierta. Esa noche ­¡ 
por finj- no se mantuvo apartado, si bien tampoco se mez­cló 
con la gente. Se paró en la acera de la casa de don Julio 
Sánchez, que pegaba con la de José Abud y era también de 
ladrillos, aunque de una sola planta. Allí, los brazos cruza­dos 
sobre el pecho, atento al siniestro, callado, podía vérsele 
enrojeciendo y brillando, como un alto y flaco e inmóvil 
muñeco de cobre que resultara a ratos iluminado por el ale­teo 
de las llamas. Al parecer no atendía más que al súbito 
e incesante crecer y decrecer de las llamaradas, cuando oyó 
a José Abud exclamar, con voz que parecía llegada de otro 
mundo:
112 JUAN BOSCH 
-¡Mamá, mamá está arriba! ¡Mamá se quema! 
Entonces,braceando como si nadara, Victoriano Segura 
avanzó. La gente sintió su presencia. Aquella extraña mi_ 
rada se convirtió de pronto en la de una fiera, un brillo 
imponente le alumbró los ojos, y su voz de piedra, esa VOZ 
que aterrorizaba al vecindario, baja, fuerte, dura, se impuro 
al tumulto, a los gritos ya las quejas'- 
-¿Dónde está la vieja? ¡Dígame dónde está la vieja! 
-demaJidó más que preguntó. 
La gente se quedó muda. "Este quiere entrar para ro~ 
bar", pensaron muchos. Pero la mujer de José Abud, que era 
joven y estaba desesperada por la tragedia, no pensó así, y 
gritó que estaba en su habitación. 
-¡La última de allá, de allá! -----explicaba entre llanto 
a la vez que indicaba con la mano que el sitio estaba hacia 
el fondo y hacia el oriente, esto es, donde más fuerte debía 
ser el fuego en tal momento. 
Victoriano Segura la miró a fondo durante diez o doce 
segundos. Las llamas iluminaban su rostro cobrizo y su pelo 
áspero; y era fácil advertir que los músculos de la cara es-taban 
contrayéndosele. .. 
-¡No, no; usté no! -gritó José Abud al tiempo que tra­taba 
de agarrarlo para que na fuera, tal vez porqUe alguien 
acertó a decirle que ese hombre pretendía aprovechar el des­concierto 
para ir a robar. 
Mas ya era tarde para que Victoriano Segura pudiera 
oírlo. Se metió de un salto por la puerta de la escalera; se 
le vió saltar todavía más, como un enorme gato flaco y ágil, 
que podía moverse sin hacer ruido y sin mostrar esfuerzo. 
-¡Se va a matar ese hombre! -gritó de pronto una 
mujer. 
-¡Sí, se va a matar, se va a asfixiar! ¡Salga de ahí Vic­toriano! 
-gri.iaron varias voces a un tiempo. 
A esa hora la multitud era ya grande. Gentes de las 
calles cercanas y hasta del centro del pueblo habían llegado
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 113 
de todas direcdones, atraídos por el resplandor y por el 
escándalo. Llegaron policías que comenzaron a dar órdenes 
y a apartar a la multitud. Las señoras del vecindario CO­rrían 
de nuevo hacia sus casas, recordando que habían de~ 
jada las puertas abiertas y que las circunstancias eran pro­picias 
para que se metieran por ellas los rateros. Por fin, en 
grupos dispersos comenzaron a llegar los bomberos, a pesar 
de que no podrian hacer nada allí debido a que no había de 
dónde sacar agua. Los policías, los bomberos y todos los re­cién 
llegados hacían la misma pregunta: 
-¿Cómo empezó? 
y todos oían las atropelladas noticias de que allá arriba 
había una vieja paralítica y un hombre que se había metido 
a salvarla. Por eso los que llegaban se ponían a mirar hacia 
"allá arriba" con tanta angustia como los vecinos de la ca~ 
lleja. 
Las conversaciones eran como un mar; un mar en el 
que de pronto se levanta una ola y a poco vuelve a caer. So· 
bre el constante abejoneo se alzaba de improviso un cla· 
mor, un comentario quejumbroso o una observación que 
salía del corazón mismo de la multitud. 
Cinco minutos no Son nada; y nadie !puede en cinco mi­nutos, 
por muy de prisa que Jo haga todo, subir a una casa, 
sacar de su lecho a una anciana paralítica y conducirla a la 
calle, aunque la casa no esté. ardiendo. Ahora bien el fuego 
es un elemento muy veloz; es inclemente, salvaje, y su en­traña 
maligna está fuera del tiempo. De manera que una ca­rrera 
entre el hombre y el fuego es muy desigual para el hombre; y así, cinco minutos, que no• son nada para salvar 
una vida, resultan un largo tiempo para perderla. Tal vez 
nadie pensó eso aquella noche de San Silvestre, mientras la 
casa de JOSé Abud ardía; pero es indudable que todos lo Sin­tieron. 
Para el expectante vecindario, una vez transcurridos 
cinco minutos podían darse por muertos a·Victoriano Segu­ra 
y a la vieja AdeJina. Abud. Es probable, sin embargo, que
114 JUAN BOSCH 
todavía hubiera. alguien pensando que Victoriano no estaba 
tratando de sacal' a la enferma, sino buscando el sitio don­de 
José Abud guardaba su dinero; y para las personas que 
tenían esa sospecha, de momento aparecería Victoriano en 
el balcón y daría un salto o haría algo diabólico; desapare­cería 
a los ojos de todos con la fortuna de Abud. 
Por el extremo este, el balcón comenzó a arder. Una lla­marada 
surgió, con inteligente y demoníaca maldad, sobre 
el seto del alto, hacia el lado de allá; envolvió y pareció aca­riciar 
la balaustrada; la lamió y en un instante la hizo arder. 
Si el balcón cogía fuego, ¿qué iba a ser de Victoriano y de 
la vieja? Las voces comenzaron a hacerse más altas, los 
ayes de las mujeres, más frecuentes. Había llegado ya el 
momento .en que la gente lanzaba maldiciones por la lenti­tud 
del hombre en salir, 10 cual indicaba que su probable 
muerte -la horrible muerte por el fuego- comenzaba a 
ganarle simpatías. AunQue no había dudas de que todos 
pensaban en la vieja paralítica, podía advertirse que sobre 
ese pensamiento iba superponiéndose, con rasgos cada vez 
más fuertes, la imagen de Victoriano Segura. Aquel hom­bre 
parecía llamado a promover en torno suyo una atmós­fera 
dramática. Instintivamente la gente volvía la cabeza 
hacia la casa de Victoriano, en cuya puerta, tal vez muy 
angustiada pero de todas maneras muy dueña de sí misma, 
sin gritar y sin moverse, se veía a su mujer, pequeña, boni­ta, 
de grandes ojos negros y de cutis oscuro que el fuego en­rojecía. 
Los vecinos de la calleja sentían deseos de acercar­se 
a ella y hablarle sobre su marido. 
De súbito se la vió abrir la boca. 
-¡Victoriano! --dijo y corrió hacia el fuego. 
El hombre había salido al balcón. Lo hizo durante un 
instante; asomó hacia la multitud su rostro duro, y entró de 
nuevo a toda prisa. Ese movimiento acentuó las sospechas 
de los que las tenían. El hombre había hallado el dinero y 
andaba buscando por dónde escapar. A seguidas volvió a sa-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 115 
Ur, armado de un palo que seguramente había sido la pata 
de una mesa; y brutalmente, con una seguridad y una fie­reza 
impresionantes, comenzó a golpear la balaustrada del 
balcón por el extremo que daba al techo de la casa de don 
Julio Sánchez. Entre el piso del balcón y ese techo podía ha­ber 
una diferencia de vara y media, que se convertían en dos 
varas y media desde el pasamanos; además, podía haber una 
vara de espacio vacío de una casa a la otra. La multitud 
comprendió de inmediato que el plan de Victoriano consistía 
en romper la balaustrada para sacar por ahí a la vieja. 
-jQue suban algunos al techo de don Julio! -comenzó 
a pedir la gente, una voz por aquí, dos por allá, otra más 
lejos. 
Fue admirable la prontitud con que apareció una escalera. 
Tal vez era de los bomberos. Pero nadie ponía atención en 
los bomberos ni en los policías. Es el caso que apareció una 
escalera, y tres o cuatro hombres la agarraron al tiempo 
que otros trepaban hacia el techo. Mientras tanto, allá arri­ba, 
indiferente al fuego del balcón que avanzaba hacia sus 
espaldas, Victoriano Segura iba destrozando la balaustra­da. 
Logró romper el pasamanos y se prendió de él con te­rrible 
fuerza; lo haló, lo removió. Cuando lo hizo saltar se 
detuvo un poco para quitarse la camisa. Al favor de las lla­mas 
se vió entonces que a pesar de su delgadez era muscu­loso 
y fuerte como un animal joven. 
Seis o siete hombres que se movían tropezando y estor­bándose 
Lograron ganar el techo de la casa de don Julio; 
alguien les gritó que subieran la escalera para ayudar a Vic­toriano. 
A ese tiempo éste había hecho saltar todos los ba­laustres 
y había entrado de nuevo en la casa. El humo iba 
saliendo por las puertas, en violentas bocanadas gris negras 
que avanzaban como impetuosos remolinos. Parecía imposi­ble 
librarse de su efecto. La anciana no podía salvarse, cosa 
que todos aseguraban en voz baja. También estaban seguros, 
a tal altura, de que Victoriano iba en busca de la vieja.
116 JUAN OOSCH 
Ya había sido eliminada totalmente la 6ltima sospecha. 
En medio de la angustia los sentirnientDs iban desplazándo­se. 
Mucha gente pensó que la anciana no podría salvarse, 
pero que el hombre sí, si no seguía arriesgándose. No se 
daban cuenta de que Victoriano habia pasado a ser el ob­jeto 
de la preocupación general. Inconscientemente, la mul­titud 
empezó a moverse hacia el sitio donde se hallaba su 
'mujer. Despues de haber gritado el l'lPmbre de su marido, 
ella se había quedado inmóvil, con la boca cubierta por una 
mano y los ojos fijos en el balcón. 
A poco un enorme clamoreo subió de todas las bocas y 
hubo muchos que aplaudieron, aunque de manera dispersa, 
como con miedo: Victoriano Segura hahía aparecido en el 
balcón con la anciana en los brazos. Pero parecía muy tar­de, 
porque, favorecida por una ligera brisa, las llamas avan­zaban 
y cubrían todo el sitio. El espacio QUe el hombre te­nía 
que recorrer sería de tres varas solamente; mas en esas 
tres varas dominaba ya el fuego; y además, no era cosa de 
salir corriendo y dejar caer a AdeUna. Colocarse de espaldas 
al fuego, con la anciana en brazos, para bajar la escalera, o 
aún entregársela a alguien de los que estaban sobre el techo 
de la casa de don Julio, requería mucho esfuerzo y un gasto 
de tiempo qUe ya no podía hacerse. La menor dilación, yel 
balcón podía caerse. Por cierto una parte cayó, precisamen­te 
cuando Victoriano se acercaba al extremo que él mismo 
había roto poco antes. La gente bramó cuando vió ese peda­zo 
de balcón, consumido por el fuego, caer entre chispas y 
estruendo. 
Pero Victoriano no volvió la cabeza. Habia llegado al bor­de 
del balcón y durante un segundo se le vi6 dudar. Tal vez 
pensaba lanzarse con la anciana en brazos, lo cual hubiera 
sido una locura. Gesticulando y gritando, los seis o siete 
hombres que estaban en el techo de don Julio le invitaban a 
algo. Tranquilamente, dándoles la espalda, Victoriano se 
sent6; despuéS empezó a dar una vuelta, de manera que
CUENTOS EsCRITOS EN EL EXILIO 117 
quedó sentado con las piernas al aire y la vieja Adelina en 
ellas; luego tomó a la vieja por las axilas Y comenzó a ba­jarla. 
La enferma se movía igual que un péndulo, inerte, 
más como una gran muñeca de madera que como un ser vi~ 
vo. Los de abajo tendían las manos y daban gritos. Por m~ 
mentas salían huyendo, porque las llamas avanzaban SIObre 
ellos. Era impresionante ver que esas llamas casi envolvían 
a la paralítica y sin embargo no la conmovían. 
-¡Déjela caer, déjela caer! -gritaban los hombres agru­pados 
bajo los pies de la anciana. 
Como todo el mundo, ellos no pensaban tanto en Adelina 
como en Victoriano, a quien una corta dilación convertiría 
en víctima. Se concebía ya hasta que la vieja muriera, pero 
nadie podía aceptar a esa altura la idea de que muriera 
Victoriano. 
Ahora bien, era evidente que a aquel hombre no le impor­taban 
gran cosa los demás. Las opiniones pueden cambiar 
en un minuto, y con ellas los sentimientos a que han dado 
origen; mas la naturaleza humana no varia tan de prisa. Ese 
VlC1:oriano Segura que estaba jugándose la vida en el balcón 
era el mismo que dejaba sin contestar los saludos de sus ve­cinos. 
Ec;taba tan aislado allá arriba como se mantenía en 
su casa. Por un momento su mujer perdió la serenidad; co­rrió 
hacia el fuego y gritó: 
-¡Victoriano, suéltala y tírate! 
Yen medio del tumulto, qel continuo estallido de las ma­deras 
que ardían, de aquel mar de voces, el marido oyó a 
SU mujer. La oyó porque se le vio buscarla con los ojos. 
Ella dijo entonces: 
-¡Acuérdate, Victoriano; acuérdate! 
¿Que se acordara de qué? ¿Qué significaban esas pala­bras? 
¿Había algtUla razón por la cual él no debía dejarse 
matar o inutilizar por el fuego? La gente se miró entre sí. 
El misterio seguia rodeando a ese hombre flaco y alto, a 
ese ser impenetrable, duro y callado. Debía ser muy im-
118 JUAN BaSCH 
portante lo que decía la mujer, porque Victoriano se volvió a 
los h~bres que se agrupaban bajo él, en el techo vecino, y 
dejó oir, por segunda vez en esa doliente noche, su voz me~ 
tál.ica e impresionante. 
-Allá va! -dijo estentóreamente. 
y soltó a la anciana, a quien los otros recibie:oon en tu­multo. 
Un segundo después, con la agilidad de un enonne 
gato, Victoriano se tiró. A seguidas crujió el resto del bal­cón, 
Y levantando sordo estrépito cayó a la calle envuelto en 
chorros de fulgurantes chispas. La gente se distrajo viendo 
esa caída y esas chispas, razón por la cual muy pocos se 
dieron cuenta de que Victoriano Segura había corrido por el 
techo de la casa de don Julio y había saltado después a la 
calle. Ya allí, imponiéndose con su dura mirada y su gran 
tamaño, pidió paso Y se 10 dieron. Cuando algunos quisieron 
buscarlo para hablar con él, era tarde. Confusamente, se ha­bía 
oido el golpe de su puerta. 
Durante todo el día de Año Nuevo estuvieron hwneando 
los escombros de la que que había sido la mejor constroe­ción 
en la pequeña calle. Hombres y muchachos, y hasta al­guna 
mujer, hacían grupos frente al lugar del siniestro y 
cambiaban impresiones. De rato en rato un muchacho ~ 
ñalaba hacia la casa de Victoriano Segura y decía: 
-Mire, él vive ahí-. 
Pero nadie vio a Victoriano ese día. Y como tampoco se 
le vio saIir al siguiente, unos cuantos vecinos, eneabezados 
por José Abud, fueron a visitarlo. A las llamadas en la opuer­ta 
salió la mujer, pero no abrió del todo, sino sólo un poco. 
-¿Qué desean? -preguntó. 
Con su graciosa tartamudez, don Tancredo Rojas comen­zó 
a tratar de decir que todos ellos querlan saludar al uhé .. ­roe, 
hé...roe, hé ... roe de, de, de... ti 
Pero la mujer no deseaba Oirmás. Se babia puesto ner­viosa 
y se agarraba a la hoja de la puerta como si temiera 
que algún espíritu miiligno pudiera abrirla del todo.
CUENTOS ESCRI1'OS EN EL EXILIO 119 
-Ay, señores ... Miren, él no está aquí -dijo-. Mejor 
váyanse. El no quiere que venga gente a la casa. Perdónen­me 
señores ... Pero váyanse. 
El grupo cambió miradas. 
-Pero. . . pero... pero... -comeDZÓa decir don Tan­credo, 
mientras hacía moverse de un lado a otro la empuña­dura 
de su bastón, cuya puntera habia clavado en tierra. 
Evidentemente la mujer no sabia que hacer. Entonces in­tervino 
don Julio, cuya voz era muy aguda 
-Muy bien, señora, muy bien -dijo-. Pero le dice que 
vinimos a verlo. Queriamos saber si estaba bien y si necesi­taba 
algo. Adiós, señora. 
El pobre José Abud, abrumado por la desgracia. no abría 
la boca. Caminaba junto a sus compañeros de comisión ~ 
mo quien marcha tras el entierro de un ser querido. 
Los dias fueron transcurriendo sin que volviera a verse a 
Victoriano Segura sentado a la puerta de su casa. La gente 
muy madrugadora alcanzaba a oír el ruido de su carreta. 
Volvía a media tarde, pero no salla más. Esa conducta, des­de 
h1ego, llenaba de confusión a todo el mundo, si bien ya 
no causaba mala impresión. A juicio del vecindario Victo­riano 
era un hombre extraño, en cuya vida habia algún 
misterio. Muy pocos aludían a sus prisiones; la mayoria re­cordaba 
los gritos de mujer aquella noche; en cuanto al re­petido 
"¡acuérdate!" que le lanzó la suya la noche del fuego, 
se pensaba que tenía relación con ese misterio que le rodea­ba; 
por 10 demás, debía ser muy celoso, a juzgar por la re­cepción 
se les hizo a los señores que estuvieron en su casa 
después del incendio. Pero el miedo de que pudiera asaltar 
a las ancianas de11ado se habia disipado del todo.SóIo per­sistía 
esa atmósfera de misterio en torno suyo. Algún día 
se sabría la verdad. 
Todavía hoy, al cabo de los años, aquellos a quienes tanto 
intrigaba su conducta ignoran esa verdad; sólo ahora la saM 
brán, si es que alguno de ellos lee esta historia.
120 JUAN l30SCH 
Pues Victoriano Segura se esfumó tan extrañamente ro­mo 
había lJegado, si bien de manera mucho más dramática. 
Ocurrió que una tarde llegó a la calleja con su carreta car­gada 
de tablas. Muchos de los vecinos le vieron rneter esas 
tablas en la casa, y como en los días siguientes se le oyó 
martillar, se pensó que estaba haciendo arreglos en la vi­vienda; 
tal vez hacía una mesa para comer o remendaba 
una. ventana rota. 
Por entonces el mes de febrero iba muy avanzado, lo cual 
quiere decir que había brisas cuaresmales y el cielo estaba 
brillante. El aire iba y venía cargado con los presagios del 
carnaval y la Semana Santa. Una adorable paz ganaba el 
corazón de la gente; yen aquella pequeña calle que ,estaba 
surgiendo a la orilla misma de los campos, el frecuente canto 
de los pájaros y el murmullo de los árboles hacían más sen­sibles 
esos rasgos de profunda esencia musical con que se 
embellecen los días sin importancia. 
En medio de tal ambiente, dulce y limpio, ocuITiq la par­tida 
de Victoriano Segura. Fue a eso de las nueve de la ma­ñana. 
Algunas mujeres parloteaban desde sus puertas con 
las vecinas; algunos muchachos jugaban dando carreras o 
empinaban papalotes; algunas gallinas picoteaban las man­chas 
de yerba que se veía aquí y allá. Inesperadamente se 
abrió el portón que daba al patio donde Victoriano guardaba 
la carreta y se oyó su dura voz arreando al mulo. Hábil­mente 
conducida, la carreta quedó parada junto a la 'puerta 
de la casa. Cachazudamente, Victoriano puso dos piedras 
junto a una. de las ruedas, una para impedir que se moviera 
hacia adelante, la otra para impedir que se moviera hacia 
atrás. Después de eso entró en la casa. 
¿Quién podía prever lo que sucedió inmediatamente? Al­gunos 
minutos más tarde la puerta se abrió de par en par 
y Victorlano Segura salió de espaldas, cargando con un ex­tremo 
de ataúd; al otro extremo apareció luego la mujer. 
Usando toda su fuerza, que debía ser mucha, el hombre ce-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 121 
locó la punta del féretro en el borde de la carreta; después 
tomó la que cargaba la mujer y comenzó a empujar. Se le 
veía endurecido por la tensión. No era fácil hacer rodar el 
ataúd. Victoriano lo removia de un lado a otro, y la lúgubre 
carga iba entrando lentamente en la carreta. Secándose los 
ojos con la mano, la mujer no cesaba de llorar. Ni siquiera 
movia la cabeza. Bajo aquel sol límpido era una estampa 
dura la de esa mujer llorando en silencio mientras su mari­do 
luchaba con el impresionante cargamento. 
El hombre logró al fin llevar el ataúd a donde quería; se 
le vio entrar en la casa con su mujer, salir a poco, tocado de 
sombrero negro, y cerrar la puerta. Ella llevaba en la mano 
una vela encendida y al parecel' había comenzado a rezar. 
Sin subirse en la carreta, dominando el mulo desde afue­ra, 
Victoriano Segura dio tres "¡arres!" en voz alta. Tamba­leante 
y despaciosa, la carreta se perdió en la esquina, sin 
duda camino del cementerio. Tras ella, la cabeza baja, con 
la mano de la vela mecánicamente alzada; se perdió la mu­jer. 
Nunca más volvió la gente de la pequeña calle a verlos. 
Se presumió que él había vuelto de noche para llevarse los 
enseres y el otro mulo. 
Pero yo· vi a Victoriano Segura muchos años más tarde. 
Le reconocí inmediatamente, no sólo porque había cambiado 
muy poco -si bien algo de su rostro denunciaba el paso del 
tiempo--, sino porque su estancia en la calleja me había 
causado mucha impresión y por tanto no lo olvidé. Cuando 
ocurrieron los sucesos en que él fue protagonista yo era un 
muchacho; uno de los que oían hablar de él y de la miste­riosa 
atmósfera que le rodeaba, uno de los que desperta~ 
ron sobresaltados la noche del siniestro en la casa' de José 
Abud. Yo estaba junto a mi madre, viéndole luchar con el 
ataúd, la mañana en que él se fue. VolvílllílS a encontrarnos 
en la cárcel, adonde me habían llevado mis ideas políticas. 
Estaba en una gran -celda, junto con otros presos; labraba 
un pedazo de madera con una pequeña cuchilla y parecía
JUAN BOSCH 
aislado en medio de sus compañeros. Cuando se puso de pie 
para ir a su camastro los demás le abrieron paso en silencio. 
-Usté es Victoriano Segura -le dije atravesándome·en 
su carnino. 
--Si, ¿por qué? -contestó. 
Era su misma voz dura de otros tiempos, era su misma 
mirada metálica, impresionante y reservada. Tenía canas y 
algunas arrugas, y nada más. 
-Yo lo conocí a usté -dije-. Vivíamos casi enfrente. 
Fue cuando se quemó la casa de José Abud. 
A mí me pareció que algo veló el brillo de su mirada. Pero 
no dijo una palabra. Se fue a su camastro, y alli estuvo lar­gas 
horas labrando su pedazo de madera. Retornó a su so~ 
Jedad, a esa áspera soledad en que viviera siempre. Fue una 
semana más tarde cuando yo.me atreví a preguntarle por 
su mujer. Estuvo largo rato mirándose las manos, dándoles 
vueltas de las palmas a los dorsos, tocándoselas una con 
otra. Al fin dijo: 
-En el lazareto. 
A poco recomendó: 
-Que no 10 sepa nadie. 
Entonces yo tuve un vislumbre, así, relampagueante, de 
que su antigua soledad se había debido ... 
-Ahora me explico -empecé a decir, mientras él me cla­vaba 
su imperiosa mirada-... Aquel ataúd era ... 
-Su mamá -dijo-; la mamá de mi mujer. que murió 
lázara. 
Al parecer halló que había hablado dema~iado, porque se 
puso de pie y se fue a un rincón. Se sentó allí y se dedicó a 
conte1Ilplar el patio, donde algunos reclusos charlaban y se 
movían sin cesar. Ya no volví a dirigirle la palabra sino 
cuando un mes después se me avisó que recogiera mis per­tenencias 
1X)rque iban a dejarme en libertad ese mismo día. 
Me le acerqué para preguntarle si quería que visitara a su
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 123 
mujer en elleprocomio. Y he aqtú lo que me dijo entonces 
Victoriano Segura mirándome a los ojoS: 
-No vaya. Su mamá perdió la nariz y tal vez ella la piel'" 
da también. Usté la conoció cuando era bonita. Si usté la ve 
ahora con mi consentimiento, es como si la viera yo. 
y me dio la espalda, que a mí me pareció de mármol, ca­mo 
la de una estatua.
LA MANCHA INDELEBLE 
Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo ha· 
bían entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en una 
larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de 
enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire con­taminado, 
pues las cabezas se conservaban en forma admira­ble, 
casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flu­jo 
de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo 
me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto tiem­po 
me sentí paralizado por el terror. 
Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y pa­ra 
actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que 
entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra ex­periencia. 
La situación era en verdad aterradora. 
Parecía que no había distancia entre la vida que había 
dejado atrás, del. otro lado de la puerta, y la que iba a ini· 
ciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres 
metros, tal vez ~e cuatro. Sin embargo lo que veía indicaba 
que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía 
medirse en términos humanos. 
-Entregue su cabeza -dijo una voz suave. 
-¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras pe-nas 
me oía a mí mismo. 
-Claro. .. ¿Cuál va a ser? 
A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el 
salón y resonaba entre las paredes, que se cubrían con lujo- 
125
126 JUAN BOSCH 
sos tapices. Yo no podía saber de dónde salia. Tenía la im­presión 
de que todo laque veía estaba hablando a un tiem­po; 
el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja que 
iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfom­bra 
similar que cruzaba a todo 10 largo por el centro; las 
grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dora­dos, 
las dos enormes lámparas colgantes de cristal de Bohe­mia. 
Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna delas innume­rables 
cabezas de las vitrinas había emitido el menor so­nido. 
Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pre­gunté: 
-¿Y cómo me la quito? 
-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los 
pulgares en las curvas de las quijadas; tire hacia arriba y 
verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa. 
Si se hubiera tratado de una pesadilla me hubiera expli­cado 
la orden y mi situación. Pero no era una pesadilla. Eso 
estaba sueediéndome en pleno estado de lucidez, mientras 
me hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón. No 
se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al 
frio mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba 
sentarme o agarrarme a algo. Al fin apoyé las dos manos 
en la mesa. 
-¿No ha oídoco no ha comprendido? -dijo la voz. 
Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez 
por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador oír la or­den 
de quitarse la cabem dicha con tono normal, más bien 
tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa voz había 
repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor 
importancia a 10 que decía. 
Al fin logré hablar. 
-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo 
despojarme de mi cabeza así como así. Déme algún tiempo 
para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas,
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 127 
de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, 
si me quedo sIn ella, ¿con qué voy a pensar? 
La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos ve­ces 
tuve que parar para tomar aire. Callé, y me pareció que 
la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona. 
-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En 
cuanto a sus recuerdos, no va a necesitarlos. más: va a em­pezar 
una vida nueva. 
-¿Vida sin relación conmigo mismo, sin mis ideas, sin 
emociones propias? -pregunté. 
Instintivamente miré hacia la puerta por donde había en­trado. 
Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos extremos del 
gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero 
ninguna estaba abierta. 
El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentir­me 
tan desamparado como un niño perdido en una gran ciu­dad. 
No había la menor señal de vida. Solo yo me hallaba en 
ese salón imponente. Peor aún: estábamos la voz y yo. Pe­ro 
la voz no era humana: no podía relacionarse con un ser 
de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de qUe mi­les 
de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome 
desde las paredes, y de que millones de seres mirlúsculos e 
invisibles acechaban mi pensamiento. 
-Por favor, no nos haga perder tiempo, queQay otros en 
turno -dijo la voz. 
No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para 
mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no estaría más 
tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había 
equivocado; una mano sujetaba el borde de la gran hoja de 
madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se 
posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se adver­tía 
que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indeci­sa 
entre el día que muere y la noche que todavía no ha ce­rrado.
128 JUAN BOSCH 
En medio de mi terror actúe como un autómata. Me lan~ 
cé impetuosamente hacia la puerta, empujé al que entraba 
y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alar~ 
mó al verme correr; tal vez pensaron que había robado o 
que había sido sorprendido en el momento de robar. Com~ 
prendía que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, 
y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido. 
De todas maneras, me importaba. Mi necesidad de huir 
era imperiosa, y huía como loco. 
Durante una semana no me atreví a salir de la casa. Oía 
día y noche la voz y veía en todas partes los millares de ojos 
sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la 
octava noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la 
esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado siempre 
por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra 
vacía. A poco, dos hombres se sentaron a ella. Uno tenía los 
ojos sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al otro: 
-Ese fue el que huyó después que ya estaba ... 
Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me tembla­ron 
las manos con tanta violencia que un poco de la bebida 
se me derramó en la camisa. 
Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. He usa­do 
jabón, cepillo y un producto químico especial para el ca­so 
que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, in­deleble. 
Al contrario, me parece que a cada esfuerzo por bo~ 
rrarla se destaca más. 
Mi f!lal es que no tengo otra camisa ni manera de adqui­rir 
una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer 
la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre 
de los ojos sombríos: 
~ - ...Después que ya estaba inscrito ... 
El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librar~ 
me de este miedo; que lo sentiré ante cualquier desconoci­do. 
Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros 
o eran enemigos del Partido.
EL INDIO MANUEL SICURI 
Manuel Sicuri, indio aimará, era de corazón ingenuo co­mo 
un niño; y de no haber sido así no se habrían dado los 
hechos que le llevamn a la cárcel en La Paz. Pero además 
Manuel Sicuri podía seguir las huellas de un hombre hasta 
en las pétreas vertientes de los Andes y esa noche hubo lu­na 
llena, cosas ambas que contribuyeron al desarrollo de 
esos hechos. El factor más importante, desde luego, fue que 
el cholo Jacinto Muñiz tuviera que huir del Perú y entrara 
en Bolivia por el Desaguadero, lo cual le llevó a irse corrien­do, 
como un animal asustado, por el confín del altiplano, ob­sedido 
por la visión de un paisaje que le daba la impresión de 
no avanzar jamás. El cholo Jacinto Muñiz fue perseguidó 
de manera implacable, primero en el Perú, desde más allá 
del Cuzco, y después por los carabinems de Bolivia que reci­bían 
de tarde en tardenoticías de su paso por las desoladas 
aldeas de la puna. Jacinto Muñiz no podía liberarse de esa 
persecución, pues había robado las joyas de una iglesia, y 
eso no se 10 perdonarían ni en el Perú ni en Bolivia; y para 
fatalidad suya era fácil de identificar porque tenía una cica­triz 
en la frente, desde el pelo hasta el ojo derecho. Cuando 
llegó a la choza del indio Manuel Sicuri el cholo Jacinto Mu­ñiz 
contó que ésa era la huella de una caída, lo cual desde 
luego era mentira. 
Manuel Sicuri cuidaba de un rebaño de ovejas y de nueve 
llamas; las ovejas llevaban prendidas en la lana, a medio 10- 
129
130 JUAN BOSCH 
mo, cintas de color azul, lo que servia para identificarlas co­mo 
de su propiedad. Esa medida sobraba, porque no era fá­cil 
que en aquella zona sus ovejas se mezclaran con otras, ya 
que no había más en millas a la redonda; pero era la costum­bre 
de los aimarás del altiplano y Manuel Sicuri seguía la 
costumbre. De seguir la costumbre en todo su rigor, sin em­bargo, 
quien debía cuidar de los animales era María Sisa, la 
mujer de Manuel, y además debía sembrar la papa y la qui­nua 
y la cañahua -los cereales de la puna-, pues el hom­bre 
debía irse a trabajar a La Paz o tal vez a las minas. Pe­ro 
resultaba que no sucedía así porque Manuel era huérfano 
de padre y madre y tenía tres hermanitos -dos de ellos 
hembras- y él quería a esos niños con toda la fuerza de su 
alma. Además María estaba embarazada. Propiamente, Ma­ría 
tenía siete meses de embarazo. 
A medida que se extiende hacia el sudoeste, en dirección a 
las altas cumbres de la Cordillera Occidental, el altiplano va 
haciéndose menos fértil. Es una vasta extensión llana como 
una mesa. El aire transparente y frío es limpio y seco, sin 
gota de humedad. Cada vez más, son escasas las viviendas, 
y cada vez más va acentuándose en la tierra el cambio de 
color; pues hacia el norte es gris y en ocasiones amarilla y 
verde, mientras que hacia el sur va tornándose pardusca. El 
grandioso paisaje es de una impresionante hermosura y de 
aplanadora soledad. Cuando comienzan las primeras estriba­ciones 
de la Cordillera hacia el sudoeste ~que son sucedidas 
más tarde por otras eminencias peladas de nevadas cumbres, 
y después por otras y otras más- comienzan también las 
enormes arrugas en el lomo de la montaña, sin dUda los ca­nales 
por donde en épocas lejanas corrieron aguas despe­ñadas. 
Pero eso es ya cayendo hacia el lado de Chile; y Manuel 
Sicuri tenía su choza en tierras de Bolivia. El indio podía 
tender la vista en redondo y durante leguas y leguas no
CUENTOS ESCRITOS EN" EL EXILIO 131 
veía vivíenda alguna. Su casa estaba hecha de tierra, y su 
propia madre había ayudado a levantarla. No había venta­na 
para que no entrara el viento helado de la Cordillera, y 
sólo tenía una puerta que daba al este. De noche se quema­ba 
la boñiga de las llamas y hasta de las ovejas, que Manuel 
iba recogiendo sistemáticamente día tras día; y su fuego era 
la única luz y el único calor de la vívienda. No había habi­tación 
alguna, sino que todo el cuadro encerrado en las pa­redes 
de la choza era usado en común. Los tres niños y el 
indio Manuel Sicuri y su mujer embarazada dormían juntos, 
sobre pieles de oveja, en el piso de tierra. En un rincón ha­bía 
un viejo arcón en que se guardaban ropas que habían si­do 
del padre y de la madre de Manuel, cortos calzones de 
lana y faldas y chales de colores, los zarcillos de oro de Ma­ría 
y los trajes de boda de la pareja, alguna loza de desco­nocido 
origen y un pequeño sombrerito negro de fieltro que 
usó María en la peregrinación a Copacabana, a orillas del 
Titicaca. Encima del arcón se amontonaban las pieles de las 
ovejas que habían muerto o habían sido sacrificadas el últi­mo 
año. El arcón quedaba en el rincón más lejano de la iz­quierda, 
según se entraba; en el primero del mismo lado es­taba 
amontonado el chuño, y entre el chuño y el arcón, la 
lana, la lana que pacientemente iba hilando María Sisa, la 
mayor parte de las veces mientras se hallaba sentada a la 
puerta de la choza. Junto a la lana dormían los perros, dos 
perrts flacos, con los costillares a flor de piel, que no tenían 
función alguna y se pasaban los días recostados o caminando 
sin rumbo fijo por el altiplano, a veces corriendo tras las 
ovejas. En el primer rincón de la derecha, con el hierro con~ 
tra el piso, estaba el hacha. , 
Esa hacha, en realidad, no tení~ uso ni nadie en la fami­lia 
sabía por qué estaba allí. Tal vez el padre de Manuel Si­curi, 
que vivió hacia el norte, había sido leñador, aunque no 
era posible saber dónde ya que en la zona no había bos­ques; 
tal vez se la vendió, a cambio de una o dos parejas de
132 JUAN BOSCH 
llamas, algún cholo que pasó por la región" Pero el hacha era 
reverentemente guardada porque cierta vez, estando Manuel 
recién nacido, hupo un invierno muy crudo y los pumas ba­jaron 
de la Cordillera en pos de ovejas; y en esa ocasión el 
hacha fue útil, pues con ella mató el padre a un puma que 
llegó hasta la puerta misma de su choza. Eso había sucedido, 
desde luego, más hacia el nordeste; una vez muerto el padre, 
al mudarse hacia el sur, Manuel Sicuri se llevó el hacha. A 
menudo Manuel jugaba con ella. Ocurría que en las tardes 
de buen tiempo él les contaba a los yokallas y a María cómo 
había sido el combate entre la fiera y su tata; entonces él 
mismo hacía el papel de puma, y se acercaba rugiendo, en 
cuatro pies, dando brincos, hasta la misma puerta. Los niños 
reían alegremente, y Manuel también. De pronto él salía co­rriendo, 
cogía el hacha y hacía el papel de su padre; se plan­taba 
en la puerta, daba gritos de cólera, blandía el arma y la 
dejaba caer sobre el cráneo del animal; a esa altura, Manuel 
volVÍa a hacer el papel del plUma, y caía de lado, rugiendo de 
impotencia, agitando las manos y simulando que eran ga­rras. 
Cuando el puma estaba ya muerto, tornaba Manuel a 
ser el padre, sin perjuicio de que hiciera también de oveja y 
balara y corriera dando los saltos de los corderos, imitando 
el miedo de los tímidos animales. Toda la familia reía a car­cajadas, 
y Manuel reía más que todos. En realídad, Manuel 
reía síempre y a toda hora estaba dispuesto a jugar como 
un niño. 
Uno de esos atardeceres, cuando la luz de julio en el alti­plano 
era limpia y el aire cortante, los perros comenzaron a 
ladrar. Ladraban insistentemente, pero no a la manera en 
que lo hacían cuando corrían tras una oveja o cuando -lo 
que pasaba muy pocas veces- algún cóndor volaba sobre el 
lugar dejando su sombra en la tierra, sino que sus ladridos 
eran a la vez de sorpresa y de cólera. Entonces Manuel fue 
a ver lo que pasaba. Dio la vuelta a la casa y al corral, que 
quedaba al oeste de la vivienda y era también de tierra. Allá,
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 133 
a la .distancia, hacia la caída del sol, se veía avanzar un 
hombre. 
Ese hombre era el cholo Jacinto Muñiz. Cuando se acerca­ba, 
una hora después, casi al comenzar la noche, Manuel, la 
mujer y los pequeños se reunieron tras el corral. Por prime­ra 
vez en mucho tiempo aparecía por allí un ser humano. 
Evidentemente el hombre hacía grandes esfuerzos para ca­minar, 
lo cual comentaban Manuel y su mujer. Los niños ca· 
lIaban, asustados. De haber sido un conocido, o siquiera un 
indio como ellos, que usara sus ropas y tuviera su aspecto, 
Manuel hubiera corrido a darle encuentro y tal vez a ayu­darle. 
Pero era un extraño y nadie sabía qué le llevaba a tan 
desolado sitio a esa hora. Lo mejor sería esperar. 
Cuando estuvo a cincuenta pasos, el hombre saludó en ai­mará, 
si bien se notaba que no era su lengua. Manuel se le 
acercó poco a poco. María espantó los perros con pedruscos 
y pudo oír a los dos hombres hablar; hablaban a distancia, 
casi a gritos. El forastero explicó que se había perdido y que 
se sentía muy enfermo; dijo que tenía sed y hambre y que 
quería dormir. Su ropa estaba cubierta de polvo y su escasa 
barba muy crecida. Pidió que le dejaran descansar esa no­che, 
y antes de que su marido respondiera María dijo, tam­bién 
a gritos, que en la vivienda no había donde. Aunque ha­blaba 
aimará se apreciaba a simple vista que ese hombre no 
era de su raza ni tenía nada en común con ellos; pero ade­más 
su instinto de mujer le decía que había algo siniestro 
y perverso en ese duro rostro que se acercaba. Ella era muy 
joven y Manuel no llegaba a los veinte años, y ante el extra· 
ño, que tenía figura de hombre maduro, ella sentía que ellos 
eran unos yokallas, unos niños desamparados. Pero Manuel 
no era como su mujer; Manuel Sicuri era confiado, de cora­zón 
ingenuo, y por otra parte sabía que muchas veces Nues­tro 
Señor se disfrazaba de caminante y salía a pedir posada; 
eso había ocurrido siempre, desde que tata Dios había resu­citado, 
y debido a ello era un gran pecado negar hospitalidad
134 JUAN BOSCH 
a quien la pidiera. En suma, aquella noche el cholo peruano 
Jacinto Muñiz, prófugo de la justicia en dos países, durmió 
sobre pieles de oveja en la choza de Manuel Sicuri. María Si­sa 
se pasó la noche inquieta, sin poder pegar ojo, atenta al 
menor ruido que proviniera del sitio donde se había echado 
Jacinto Muñiz. 
Pero Jacinto Muñiz durmió, y lo hizo pesadamente, con 
los huesos agobiados de cansancio. Había bebido pito e in­fusión 
de coca, que la propia María le había preparado. Ni 
siquiera ,se quitó la chaqueta. Estaba durmiendo todavía 
cuando Manuel Sicuri salió de la vivienda. Al despertar vio 
a María Sisa agachada ante una vasija de barro que colgaba 
de tres hierros colocados en trípode, hacia el último rin­cón 
derecho de la casucha; abajo de la vasija había fuego 
de boñiga de llamas. María cocinaba chuño con carne seca 
de carnero. Los tres niños estaban sentados junto a la puer­ta, 
charlando animadamente. María se levantó y se dobló 
otra vez hacia el fuego, de manera que se le vieron las cor­vas. 
Jacinto Muñiz se sentó de golpe y se pasó la mano por 
la cara. María Sisa se volvió, tropezó con la cicatriz sobre el 
ojo y sintió miedo. El párpado estaba encogido a mítad del 
ojo, yeso le hacía formar un ángulo; la parte interior del 
párpado resaltaba en el ángulo, rojiza, sanguinolenta, y de­bajo 
se veía el blanco del ojo casi hasta donde la órbita se 
dirigía hacia atrás. Aquello por sí solo impresionaba de ma­nera 
increíble, pero resultaba además que en medio de ese 
ojo desnaturalizado había una pupila dura, siniestra, fija y 
de un brillo perverso. María Sísa se quedó como hechizada. 
Entonces fue cuando el extraño explicó que se había hecho 
esa herida al caerse, muchos años atrás. María esperó que 
el hombre se pusiera de pie, se despidiera y siguiera su ca­mino. 
Pero él no lo hizo, sino que se quedó sentado y mi­rándola 
con una fijeza que helaba la sangre de la mujer en 
las venas. Ella estaba acostumbrada a los ojos honrados de 
su marido y a los tímidos y tristes de las ovejas y las lla~
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 135 
maso a los humildes y suplicantes de sus perros. Para disi­mular 
su miedo se dirigió a los niños diciéndoles trivialida· 
des y su sonora lengua aimará no daba la menor señal de su 
terror. Pero por dentro el pavor la mataba. 
En cambio Manuel Sicuri no sintió miedo. Ese día volvió 
más temprano que otras veces, y al ruido de las ovejas y al 
ladrido de los perros salió su mujer a decirle, con visible in· 
quietud, que el hombre seguía en la casa y que no había ha· 
blado de irse. Manuel Sicuri dijo que ya se iría; entró, charló 
con Jacinto Muñiz como si se tratara de un viejo conocido y 
le ofreció coca. Después, sentado en cuclillas, oyó la historia 
que quiso contarle el peruano. 
-Vengo huyendo de más allá del Desaguadero, del Perú 
-explicó señalando vagamente hacia el noroeste- porque 
el gobierno quería matarme. Un gamonal me quitó la mujer 
y las tierras y yo protesté y por eso quieren matarme. 
Eso podía entenderlo muy bien Manuel Sicuri; también en 
Bolivia, durante siglos, a ellos les habían quitado las tierras 
y las mujeres, y su padre le había contado que cierta vez, 
cuando todavía no soñaba casarse con su madre, miles de in­dios 
corrieron por la puna, en medio de la noche, armados de 
piedras y palos, en busca de un Presidente que huía hacia el 
Perú después de haber estado durante años quitándoles las 
tierras para dárselas a los ricos de La Paz y Cochabamba. 
-Si saben que estoy aquí me buscan y me matan. Yo me 
voy a ir tan pronto me sienta bien otra vez. Además, yo voy 
a pagarte -dijo el peruano. 
Manuel Sicuri no respondió palabra. No le gustó oír ha­blar 
de que le pagaría, pero se lo calló. ¿Y si resultaba que 
ese hombre, con su terrible aspecto, era el propio Nuestro Se­ñor 
que estaba probando si él cumplía los mandatos de Dios? 
De manera que se puso a hablar de otras cosas; dijo que esa 
noche seguramente habría helada, porque habia cambio 
de luna, de creciente a llena, y la luna llevaba siempre frío.
136 JUAN BOSCH 
Con efecto, así ocurrió. Manuel oyó varias veces a las 
ovejas balar y se imaginaba la puna iluminada en toda su 
extensión mientras el helado viento la barria. Muy tarde se 
quejó uno de los yokallas; Manuel se levantó a abrigar al 
grupo y el peruano preguntó, en las sombras, qué ocurría. 
A Manuel le inquietó largo rato la idea de que el peruano 
no estuviera dormido. Pero se abandonó al sueño y ya no 
despertó hasta el amanecer. El frio era duro, y hasta el ho­rizonte 
se perdían los reflejos de la escarcha. Había que es­perar 
que el sol estuviera alto para salir; y como se veía que 
el día iba a ser brumoso, tal vez de poco o ningún sol fuer­te, 
Manuel empezó a llevar afuera las papas de la última co­secha 
para convertirlas en chuño deshidratándolas en el 
hielo. 
En ese trabajo estaba, a eso de las siete de la mañana, 
cuando los perros comenzaron a ladrar mirando hacia el 
norte. También Manuel miró; un hombre se veía avanzar, 
un hombre como él, de su raza. Manuel entró en su casa. 
-Viene gente -dijo, dirigiéndose más al cholo peruano 
que a su mujer. 
Entonces Manuel Sicuri vio a Jacinto Muñiz perder la ca­beza. 
Su miedo fue súbito; se levantó de golpe, apoyándose 
en una mano, y sus negr:os ojos se volvieron, como los de 
una llama asustada, a todos los rincones de la choza. 
-¡Tengo que esconderme -dijo--, tengo que esconder­me, 
porque si me cogen me matan! 
-Aquí no -respondió calmadamente, pero asombrado, 
Manuel Sicuri-; aquí no es Perú. 
-jSi, yo 10 sé, pero es que yo herí al gamonal y parece 
que murió! ¡Si me cogen me matan! 
Manuel Sicuri y María Sisa se miraron como interrogán­dose. 
A partir de ese momento, María sabía que sus temores 
eran fundados; y también a ella le dio miedo, tanto miedo 
como al extraño. Manuel dudó todavía, sin embargo. Con in­descriptible 
rapidez pensó lo que debía hacerse; corrió hacia
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 137 
el arcón, tiró las pieles de ovejas en tierra y separó el arcón 
de la pared en forma tal que entre el mueble y el rincón po­día 
caber un hombre. 
-Ven aquí -dijo. 
El cholo corrió y de un salto se metió allí; con toda pre­mura 
Manuel fue tirando las pieles sobre él y el arcón. Na­die 
podía sospechar que allí había un hombre. Luego, vol­viéndose 
a los niños, que habían visto todo aquello en silen­cio, 
les ordenó que se callaran y que a nadie dijeran nada; 
a seguidas volvió a su trabajo afuera, como si no hubiera 
visto al indio que avanzaba por la alta pampa. 
Resultó que el hombre era un chasquis, esto es, un correo 
enviado a recorrer las distantes y perdidas viviendas de esa 
zona para informar que se buscaba a un cholo peruano con 
una cicatriz en la frente; a juicio del mallcu, es decir del je­fe 
indígena que había mandado al chasquis a ese recorrido, 
el prófugo buscaba cruzar hacia Chile, pero en vez de diri­girse 
hacia el sudoeste desde el último sitio en que se le ha­bía 
visto, caminaba en derechura al sur, lo que indicaba que 
debía pasar por allí. 
-No, no ha pasado por aquí --explicó Manuel. 
El chasquis se había sentado en cuclillas y bebía chicha 
que se guardaba en una vasija de barro. María no hallaba 
donde poner los ojos, pero Manuel Sicuri se había vuelto im­penetrable. 
Estaba él también en cuclillas y preguntó al vi­sitante 
de donde venía y cuánto hacía que se hallaba en ca­mino 
y cómo estaban en su casa. Hablaba lentamente. Se re­firió 
a la helada y dijo que el invierno iba a ser muy duro. 
Demoró mucho en esa charla antes de abordar el asunto; 
pero al fin lo hizo. 
-¿Por qué buscan a ese peruano? -preguntó. 
-Robó una iglesia allá en su tierra -dijo el chasquis-; 
robó la corona de la Virgen y el cáliz y el manto de tatica 
Jesús Nazareno, que tenía oro y piedras finas.
138 JUAN BOSCH 
Manuel estuvo a punto de venderse. Vio a su mujer mi­rarle 
con una fijeza de loca y él mismo sintió que la cabeza 
le daba vueltas. Tuvo que apoyarse en tierra con una mano. 
¡De manera que el cholo Jacinto Muñiz había robado a ma­mita 
la Virgen! Pero ya él había dicho que no había pasado 
por ahí, y decir lo contrario era probablemente buscarse un 
lío con las autoridades. Con el pretexto de seguir regando 
las papas en la escarcha, María salió. Manuel pensaba: "Si 
digo ahora que está aquí van a llevarme preso por esconder­lo; 
si no digo nada, tata Dios va a castigarme, se me mori­rán 
las ovejas y las llamas y tal vez ni nazca mi hijo". No 
descubría su emoción, no denunciaba su pensamiento, pues 
seguía con su rostro hermético, sus ojos brillantes, sus ras­gos 
inmóviles, cerrada la boca que era tan propensa a la ri­sa; 
pero por dentro estaba sufriendo lo indecible. Entonces 
sucedió lo que más deseaba en tal momento: el chasquis se 
levantó y dijo que iba a seguir su camino. Y he aquí que sin 
saber por qué, aunque sin duda llevado a ello por el miedo, 
Manuel Sicuri se levantó también y explicó que iba a acom­pañarle, 
que iría con él hasta una pequeña comunidad de 
cuatro chozas que quedaba casi en las faldas de la Cordille­ra 
Real, cuyas nevadas cumbres se veían en sucesión hacia 
el este y el sur. Tendría que caminar tres horas de ida y 
tres de vuelta. Pero Manuel Sicuri lo haría porque necesita­ba 
saber qué pensaba el chasquis. A lo mejor el chasquis ha­bía 
visto algo, sorprendido una huella, un movimiento sos­pechoso 
bajo las pieles de oveja, y se iría sín dar señales de 
que sabía que el cholo Jacinto Muñiz se hallaba escondido en 
la casa de Manuel Sicuri. Así, pues, dijo que iría con él; Y 
después de haber caminado unos cinco minutos dejó al chas­quis 
solo y volvió al trote 
-Cuando estemos lejos, a mediodía, sacas de ahí al pe­ruano 
y que se vaya. Dile que ande de prisa y derecho hacia 
la caída del sol; por ahí no hay casas ni va a encontrar 
gente.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 139 
Esto fue lo que habló con su mujer, pero como el chas­quis 
podía estar mirando, quiso despistarlo y entró a su cho­za. 
Después explicó que había vuelto a la vivienda para co­ger 
coca. Y sin más demora emprendió la marcha por la he­lada 
puna en cuya amplitud rodaba sin cesar un viento duro 
y frío. 
Así fue como actuó Manuel Sicuri durante esa angustiosa 
mañana. De manera muy distinta sintió y actuó el cholo pe­ruano 
Jacinto Muñiz. En el primer momento, cuando supo 
que llegaba un hombre, el miedo le heló las venas y le impi­dió 
hasta pensar. En verdad, sólo se le había ocurrido es­aonderse, 
sin que atinara a saber donde; y cuando Manuel 
Sicuri eligió el escondite y le llevó allí, él le dejó hacer sin 
saber claramente lo que estaba ocurriendo. Las pieles le aho­gaban, 
aunque de todas maneras hubiera sentido que se aho­gaba 
aún estando a campo abierto. El oyó al chasquis llegar 
y en ese momento su miedo aumentó a extremos indescrip­tibles; 
le oyó hablar de él mismo y entonces empezó a olvi­dar 
su terror y a poner toda su vida en sus oídos. 
Cuánto tiempo transcurrió así, sintiéndose presa de un pa­vor 
que casi le hacía temblar, era algo que él no podía decir. 
Pero es el caso que cuando Manuel Sicuri dijo que no había 
pasado por allí sintió que empezaba a entrar en calor y cin­co 
minutos después estaba sereno, otra vez dueño de sí y 
dispuesto a acometer y a luchar si alguien pretendía co­gerle. 
La conversación entre Manuel y el chasquis debió durar 
media hora, y antes de Que hubiera transcurrido la mitad 
de ese tiempo el cholo Jacinto Muñiz se sentía seguro. Mu­chas 
palabras se le perdían, puesto que él no hablaba aima­rá 
como un indio, sino lo necesario para entenderse con 
ellos; y mientras los dos hombres hablaban y él seguía a 
saltos la charla, comenzó a pensar en otra cosa; sería más 
propio decir que comenzó a sentir otra cosa. De súbito, y 
tal vez como reacción contra su pavor, Jacinto Muñiz recor-
140 JUAN BOSCH 
dó a la mujer de Manuel Sicuri tal como la había visto el día 
anterior, agachada frente al fuego. Ella le daba la espalda y 
su posición era tal que la ropa se le subía por detrás hasta 
mostrar las corvas. Jacinto Muñiz había pensado: "Tiene 
buenas piernas esa india", idea que le estuvo rondando todo 
el día y toda la noche, al extremo de que 10 tenía despierto 
cuando Manuel Sicuri se levantó para abrigar a los niños. 
Ahí, en su escondite, Jacinto Muñiz veía de nuevo las pier­nas 
de la mujer e incontenibles oleadas de calor le subían 
a la cabeza. Al final ya no tenía más que eso en la mente y 
en el cuerpo. 
Pero Jacinto Muñiz no pensaba atacar a la mujer. En el 
fondo de sí mismo 10 que le preocupaba era huir, salvarse, 
alejarse de allí tan pronto como pudiera, sobre todo después 
de saber que ya la mujer y su marido estaban enterados de 
cuál había sido su crimen. La idea de atacarla le vino más 
tarde, cuando, a poco de haberse ido Manuel Sicuri con el 
chasquis, la mujer retiró las pieles que 10 cubrían y le dijo 
que saliera. Ella le explicó que debía irse, y por donde y a 
qué hora, y cuando él preguntó por Manuel ella cometió el 
error de decirle que estaba acompañando al chasquis. 
Con su repelente ojo de párpado cosido, Jacinto Muñiz mi­ró 
fijamente a María. María tenía el negro pelo partido al 
medio y anudado en moño sobre la nuca; era de piel cobriza, 
tirando a rojo, de delgadas cejas rectas y de ojos :oscuros y 
almendrados, de altos pómulos, de nariz arqueada, dura pe­ro 
fina, y de gran boca saliente. Era una india aimará como 
tantas otras, como millares de indias aimarás, bajita y ro­busta, 
pero tenía la piel limpia en los brazos y las piernas 
y era joven; estaba embarazada, ¿pero qué le impor­taba 
eso a él, un hombre acosado, un hombre en peligro que 
estaba huyendo hacía casi un mes? Sintiéndose fuera de sí 
y a punto de perder la razón, Jacinto Muñiz dijo que sí, que 
se iría, pero que le diera charqui o quinua o cañahua, algo 
en fin con que comer en el camino.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 111 
María Sisa también tenía miedo, como lo había tenido Ja­cinto 
Muñíz y como lo había tenido Manuel Sicurí. Pero ade­más 
María sentía asco de ese hombre. ¡Por la Virgen de Co­pacabana, 
ese bandído había robado una íglesia y estaba en 
su casa! Lo que ella quería era que se fuera inmedíatamente. 
-No hay charqui y tenemos muy poca quinua y muy 
poca cañahua -dijo secamente mientras vigilaba los mo_ 
vimientos del cholo. 
-Dame chuño entonces -pidió él. 
María quería decírle que no. Tata Dios iba a castigarla si 
le daba comida a su enemigo. Pero tal vez si le negaba el 
chuño, que estaba a la vista en el rincón, el hombre diría 
que no se iba. Llena de repulsión se encaminó al rincón y se 
agachó para recoger el chuño. Para fatalidad suya los niños 
estaban afuera, regando papas sobre la escarcha. 
El ataque fue tan súbito y los hechos se produjeron tan 
de prisa que María no pudo describirlos más tarde. Cuando 
se agachaba el hombre se lanzó sobre ella y la agarró fuer­temente 
por los hombros, forzando éstos de tal manera, ha­cía 
un lado, que María cayó de espaldas. Como era una mu­jer 
joven y fuerte se defendió con las piernas, pero al pare­cer 
aquello enfureció al peruano o sin duda lo excitó más. 
María levantó los brazos y no lo dejaba acercarse. No gritó 
propiamente, porque en ese momento perdió del todo su mie­do 
y se sintió colérica, pero comenzó a decirle al atacante 
cosas en voz tan alta que los niños corrieron y uno de ellos, 
el mayor, agarró al hombre por la ropa. Jacinto Muñiz pegó 
al niño con un codo y 10 lanzó a tierra. Había ocurrido que 
la vasija ('on la chicha había sido dejada en el suelo, cerca 
de la puerta, donde la había puesto Manuel Sicurí después de 
haberle servido al chasquis; el atacante la vio y la tomó en 
una mano. María quiso evitar el golpe porque pensó: "Va a 
matar a mi niñito". "Mi niñito" era, desde luego, el que lle­vaba 
en el vientre. Y ese pensamiento la turbó. No tuvo, 
pues, serenidad bastante para defenderse, y la vasija golpeó 
sobre su frente, rompiéndose en innúmeros pedazos. María
142 JUAN BOSCH 
sintió el deslumbramiento del golpe y algo cálido que le co­rría 
a los ojos. Debió perder el conocimiento, puesto que a 
poco comprendió que el peruano estaba violándola. Pero su 
indignación y su asco eran tan grandes que ellos le dieron 
fuerzas, y logró, doblando la quijada del hombre, quitárselo 
de encima. Entonces se puso en pie de un salto y corrió co­rno 
despavorida a través de la puna, volviendo el rostro ca­da 
quince segundos para asegurarse de que él no la seguía. 
El hombre salió a la puerta y comenzó a correr tras ella. Pe­ro 
sucedió que el llanto de los niños, las voces de María y el 
ruido de la lucha excitaron a los perros, y ambos se lanzaron 
tras Jacinto Muñiz. Este se agachó varias veces para coger 
piedras y tirárselas a los animales. Estaba como loco, y el 
rojizo párpado levantado se le veía como una brasa en me­dio 
de la noche. Comprendió al fin que no podría alcanzar a 
María Sisa; volvió entonces a la choza, recogió su sombrero, 
se llenó los bolsillos de chuño, sacó de las vasijas en que se 
guardaban coca y lejía y salió de nuevo. Desde lejos Ma­ría 
le vio salir y le vio irse huyendo por detrás del corral; 
hacia el oeste, a toda carrera, como espantado por algún 
enemigo invisible. En el día sin sol, pero sin niebla, su figura 
se fue alejando, tornándose cada vez más pequeña, mientras 
la mujer lloraba de miedo y de vergüenza sin atreverse a 
volver a su choza. 
Todavía le quedaban a María Sisa -y sin duda también a 
los niños, si bien tal vez ellos no comprendían 10 sucedido a 
pesar de que veían a María sangrando por la frente- unas 
cinco horas de angustia antes de que volviera Manuel Sicuri. 
Pero ocurrió que Manuel retornó antes. Llevaba dos horas 
de marcha junto al chasquis y estaba ya seguro de que éste 
no tenía sospechas de que el peruano se encontraba en su 
casa, cuando le dio al propio chasquis por decir que quizás 
sería bueno que él volviera a su vivienda. 
-Tu mujer y los niños están solos, y ese mal hombre pue­de 
llegar allá. Estuvo preso en su tierra por una muerte, me
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 143 
dijo el mallcu, y a eso se debe que tenga una cicatriz sobre 
el ojo. 
¿Si? Manuel Sicuri se quedó mirando al chasquis. Este no 
era capaz de adivinar lo que estaba pasando en tal momento 
por la cabeza de Manuel Sicuri. Jacinto Muniz estaba en su 
casa y seguramente había oído desde su escondite cuanto 
ellos hablaron. Tal vez le diera miedo a Jacinto Muñiz y por 
miedo de que le denunciaran matara a María y a los yoka­llas. 
Era un hijo del demonio el hombre que había robado la 
corona de Mamita. ¿Qué no sería capaz de hacer? 
-Sí -dijo Manuel Sicuri-. Hablas bien, chasquis. Yo me 
devuelvo. 
Se devolvió, pero no podía caminar a su paso normal; al­go 
le hacía correr a trote corto, algo que él no quería defi­nir. 
Podía ser temor a tata Dios; quizá tata Dios iba a po­nerse 
bravo con él por haber dado auxilio al cholo. Podía ser 
un oscuro sentimiento con respecto a María; no le había 
gustado el extranjero y se 10 había dicho. ¿Qué hacía J acin­to 
Muñiz despierto a medianoche? 
Por momentos el indio Manuel Sicuri aumentaba la velo­cidad 
de su trote. Iba siguiendo sus propias huellas y las del 
chasquis, a veces desaparecidas donde había muchas piedras, 
esas menudas y abundantes piedras del altiplano, y a trechos 
grabadas en el polvo o en las plantitas rastreras que queda­ban 
aplastadas durante largo tiempo después de haber sido 
pisadas. El día iba aclarando lentamente, de manera que de 
vez en cuando él podía ver su sombra, una sombra vaga, y 
calcular la hora. Era bastante más allá del mediodía. El 
viento seguía fuerte y frío, pero el trote le producía calor. 
Poco a poco, a fuerza de atender a la regularidad de su 
paso, Manuel Sicuri fue dejando de pensar. Pasada la pri­mera 
hora de marcha alcanzó a ver su casa; se veía como de 
humo, perdida en el horizonte y muy pequeña. No había na­die 
cerca; no se distinguían ni las llamas ni las ovejas ni a 
María. Tal vez nada había sucedido. Mantuvo su paso. Len-
144 JUAN BOSCH 
tamente la choza fue destacándose y creciendo y la puna am­pliándose, 
a la vez que la luz iba aumentando y los nacien­tes 
colores de la tierra, muy débiles de por sí, iban cobrando 
seguridad. Oyó los perros ladrar y después los vio correr ha­cia 
él. 
Cuando llegó a la puerta iba a reírse contento, pues nada 
había ocurrido; María estaba en cuclillas, de espaldas, y los 
niños, silenciosos, se agrupaban en un rincón. Pero entonces 
María volvió el rostro y Manuel Sicuri vio la herida en su 
frente. 
-¿Cómo fue? -preguntó. 
Su mujer empezó a llorar sin hacer gesto alguno. 
-¿El peruano, fue el peruano? 
Ella dijo que sí con la cabeza; después, secándose las lágri­mas, 
se puso a relatar el atropello. Los niños la oían sin mo­verse 
de su rincón. 
Al principio Manuel oyó a María sin decir palabra, pero 
el aspecto que iba cobrando su rostro denunciaba fácilmente 
laque sucedía en su interior. Comenzó como si un golpe 10 
hubiera atontado, después los ojos se le fueron transforman­do 
y cobrando un brillo metálico que nunca antes habían te­nido; 
la boca se le endurecía segundo a segundo. María Sisa 
contaba y contaba, con sus rutilantes y cortantes palabras 
aimarás, sin alzar la voz, gesticulando a veces, señalando de 
pronto el rincón de los chuños donde había sido atacada. Lle­vaba 
todavía la palabra cuando Manuel Sicuri vio el hacha, 
aquella hacha con que su padre había dado muerte al puma; 
y dejó a Maria Sisa con la palabra en la boca antes de que 
se acercara al final del relato. De un salto Manuel Sicuri co­rrió 
al rincón y cogió el hacha. 
-¿Por dónde se fue, por dónde se fue? -preguntaba el 
indio, con la ansiedad del perro de caza que ha olfateado 
en el aire la presencia de la pieza. 
Entonces el mayor de los yokallas, que había estado silen­cioso, 
intervino para señalar con su bracito mientras decía
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 145 
que hacia allá, hacia la Cordillera Occidental. Manuel se 
echó el hacha al hombro y corrió; dió la vuelta a la vivien­da, 
pasó tras el corral, se detuvo un momento para recono­cer 
.las huellas y emprendió de nuevo el trote. Ya no perde­ría 
las huellas ni durante un minuto. De nada valió que Ma­ría 
Sisa corriera tras él y le llamara a voces. Animados 
como si se tratara de un juego, los perros corrieron también, 
soltando ladridos, pero no tardaron en regresar. Por la alta 
planicie, a esa hora iluminada en toda su extensión por el sol 
del invierno, se perdió Manuel Sicuri tras las huellas de Ja­cinto 
Muñiz. 
A la caída de la tarde alcanzó a ver una figura moviéndo­se 
en la lejanía. Pronto iba a oscurecer, pero sin duda que ya 
estaba subiendo, tras las faldas de la Cordillera, la enorme 
luna llena, la clara, la casi blanca luna llena invernal. Así, 
aquel hombre que marchaba penosamente hacia el oeste no 
se le perdería en las sombras. No tenía hacia dónde ir que él 
no le viera. No había una casa, no había un árbol, no ha­bía 
una cañada en toda la extensión, ní a derecha ni a iz­quierda, 
ni hacia atrás ni hacia adelante; no había repliegue 
de terreno que pudiera ocultarlo; no había piedras grandes 
ni colinas y ni siquiera pajonales en la dilatada llanura; no 
había gente que le diera amparo ni animales entre los que 
ocultarse. Podía huir si le veía; pero acabaría cansándose, y 
él, Manuel Sicuri, no se cansaría. Un indio aimará no se 
cansa a la hora de hacerse justicia; puede esperar días y 
días, meses y meses, años y años, y no se apresura, no cam­bia 
su naturaleza, no da siquiera señales de su cólera. No 
descansa y no se cansa. Aquel hombre era el cholo Jacinto 
Muñiz, aquel hijo del demonio había muerto a otros hombres 
y había robado a mamita la Virgen y a tatica Dios el Naza­reno; 
aquel salvaje había atropellado a María Sisa, su mu­jer, 
que esperaba un niño suyo, un varoncito como él. Nadie 
podría salvar a Jacinto Muñiz. Y a fin de evitar que mien­tras 
la luna subía y aclaraba la llanura el cholo peruano
146 JUAN BOSCH 
aprovechara la oscuridad para cambiar de dirección, Manuel 
Sicuri apresuró el paso con el propósito de alcanzarle pronto. 
En verdad, Jacinto Muñiz se sentía ya a salvo. Su plan 
era caminar toda esa noche. No se cansaría, porque llevaba 
buena provisión de coca para mascar, y la coca le evitaría el 
cansancio. Aprovecharia la luna y marcharía derecho hacia 
la cordillera. Allí podría haber casas, tal vez algunas comu­nidades 
aimarás, y sin duda habrían enviado a ellas tam­bién 
chasquis anunciando su probable llegada; y ahora tenía 
encima dos delitos: uno en el Perú, el otro en Bolivia. Fue 
afortunado, porque Maria Sisa no había muerto; sin embar· 
go la había atacado y ya debía saberlo su marido y proba­blemente 
también el chasquis, si había vuelto con él. De ha­ber 
casas en las cercanías de la cordillera él las alcanzaría a 
ver con tiempo, antes del amanecer, puesto que la luna alum­braría 
toda la noche; en ese caso su plan era torcer rumbo 
al sur, lo más al sur que pudiera, hasta alcanzar un paso 
hacia Chile. Jacinto Muñiz ignoraba que para bajar a Chile 
hubiera debido tomar rumbo sudoeste desde el primer mo­mento, 
y que aún así no era fácil que lograra salir de Boli· 
via sin ser apresado. No importaba; tenía coca y chuño, lue­go, 
podía resistir mucho todavía. Tan seguro estaba de su 
soledad que no volvía la vista. Tal vez de haberla vuelto 
otro hubiera sido su destino. 
Oscureció del todo y la luna no salía. Durante media ho­ra 
Manuel Sicuri trotó derecho hacia el poniente. Sabía que 
esa era la dirección que llevaba el peruano y que no iba a 
cambiarla; se lo decía su instinto, se lo decía el corazón. 
Arreció el frío; comenzó a arreciar en el momento mismo 
en que el sol desapareció tras la mole de las montañas, y 
Manuel Sicuri se dijo que esa noche habria helada otra vez. 
El frío le quemaba las desnudas piernas, pero él apenas lo 
sentía; estaba acostumbrado y, además, esa noche no le 
afectaría nada. Mientras trotaba volvía la mirada hacia la 
Cordillera Real, que le quedaba a la espalda; sabía que la
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 147 
luna no tardaría en iluminar sus altos picos. Poco a poco la 
luna fue mostrando su radiante y dulce faz; fue elevándose 
como una gran ave de luz, apagando en sus cercanías las 
rutilantes estrellas que habían comenzado a aparecer. En 
diez minutos más la enorme llanura, la fría, la solitaria puna 
estaba llena de luz de un confín a otro. Con gran sorpresa, 
Manuel Sicuri notó que había acortado la mitad, por lo me­nos, 
de la distancia entre él y Jacinto Muñiz. Un indio del al­tiplano 
como él podía distinguir al otro claramente, con su 
traje negro destacándose sobre el fondo de la puna. Enton­ces 
Manuel apresuró su trote, exigió de sus duras piernas 
mayor velocidad. De rato en rato iba pasándose el hacha del 
hombro derecho al izquierdo o del izquierdo al derecho. En 
el mango y en el hierro del hacha destellaba la luna. 
Manuel Sicuri no habría podido calcular la distancia en 
términos nuestros, porque no los conocía, pero a eso de las 
siete y media entre él y el peruano no había dos kilómetros 
de distancia. La solitaria cacería se aproximaba, pues, a su 
fin. El lo sentía; él veía ya el final, y sin embargo su cora­zón 
no se apresuraba. Iba natural y resueltamente a conver­tir 
su resolución en hechos, yeso no le excitaba porque él 
sabía que así debía suceder y así tenía que suceder. 
Pero cuando la distancia se aoortó más aún -lo cual era 
posible porque Jacinto Muñiz iba a paso normal mientras 
Manuel Sicuri corría al trote- el prófugo oyó las pisadas de 
su perseguidor; o quizá no las oyó sino que intuyó el peligro. 
El caso es que se detuvo y miró hacia atrás. Por el momento 
no debió ver nada, porque estuvo quieto, sin duda recorrien­do 
con la vista la llanura durante algunos minutos. Pero al 
cabo de rato algo columbró; una mancha, de la cual salían 
brillos, marchaba hacia él. ¿Qué era? ¿Se trataba de algu­na 
llama que pastaba a esa hora en la puna? El no era prác­tioo, 
no conocía la vida del altiplano. Podía ser una llama o 
un hombre; podía ser incluso un animal feroz, un perro per-
148 JUAN BOSCH 
dido O un puma. Lo que se movia avanzaba rápidamente y él 
10 veía sin distinguirlo. Sintió miedo. 
-¿Quién es? -gritó en castellano; y al rato preguntó a 
voces en aimará quién era. 
Pero no le contestó nadie. Su voz se perdió, desolada, trági· 
eamente sola, en aquel desierto enorme. La hermosa luz lu­nar 
hacía más patética esa voz angustiada. 
-¿Quién es, quién es? -gritó de nuevo. 
Manuel Sicuri avanzaba, avanzaba sin tregua. El mons­truo 
estaba am, parado, sin moverse; estaba esperando. Ta­tica 
Dios lo tenía esperando, clavado a la tierra. Nadie sal­varía 
a ese animal que había robado a la Virgen y que ha­bía 
atropellado a María Sisa, a su mujer María Sisa, que iba 
a tener un niñito suyo. Ya estaba a quinientos metros, tal 
vez a menos. Y Manuel Sicuri, que se sentía seguro de que 
la presa no se le iría, gritó entonces, sin dejar de correr: 
-¡Soy yo, Manuel Sicuri, asesino: soy yo que vengo a 
matarte! 
Claro, a esa distancia no era posible ver el rostro de Ja­cinto 
Muñiz, pero Manuel Sicuri podía adivinar cómo se ha­bía 
descompuesto; pues para que sufriera le había dicho él 
quién era, para que padeciera sabiendo que le había llegado 
su hora. 
Jacinto Muñiz quedó confundido. Pensó que lo que llevaba 
el indio sobre el hombro era un fusil, y en ese caso, ¿de qué 
le valía echar a correr? Pero vio que el indio seguía en su 
trote; distinguía ya su figura, un ente casi fantasmal, azul 
gracias a la luz de la luna, azul y negro; un ser terrible, una 
especie de demonio seguro de sí, cuyas piernas brillaban; al­go 
indescriptible y sin embargo espantoso, de marcha igual, 
inexorable, mortal. 
-¡No, no me mates, hermano; hermanito, no me mates! 
Jacinto Muñiz dijo esto en español, ya seguidas se tiró de 
rodillas, las manos juntas, temblando, empavorecido. Toda 
esa noche era pavorosa, toda aquella inmensidad solitaria
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 149 
aterrorizaba, toda la dulce luz de la luna era un espanto. 
El mismo oyó su voz como saliendo de otra parte. 
-No me mates, hermanito! ¡Te doy la corona, hermani­to; 
toma la corona! 
Así, de rodillas como estaba, y con Manuel Sicuri ya a 
veinte metros de distancia, metió la mano en el pecho y sa­có 
de él algo brillante, rutilante. Era la corona de la Virgen, 
la que había robado. La joya destelló, y cuando Jacinto Mu­ñiz 
la lanzó fue como un pedazo de luna cayendo, rodando, 
saltando por la puna. Pero Manuel Sicuri no se detuvo a co­gerla. 
Entonces el peruano se puso de pie y echó a correr. 
Trazando círculos, unas veces hacia el norte y otras hacia 
el este, yendo ya al sur, ya de nuevo al poniente, ahogándo­se, 
loco de terror, Jacinto Muñiz huía. Pero he aquí: que a 
medida que huía aumentaba su pavor; su propia sombra mo­viéndose 
ante él cuando se dirigía al oeste, le llenaba de es­panto. 
El helado viento zumbándole en los oídos contribuí:a 
a su miedo. Por encima de ese zumbido oía claramente las 
regulares y veloces pisadas de Manuel Sicuri, cuyo tremendo 
silencio era el de una fiera. 
-¡Hermanito, no· me mates! -clamaba él, volviendo el 
rostro sin dejar de correr, más aterrorizado al percatarse 
de que el indio no llevaba un fusil, sino una hacha. 
Pero Manuel Sicuri no contestaba, no decía nada; sólo le 
seguía, le seguía infatigablemente, convertido por las som­bras 
y la luz de luna en un fantasma tenebroso. 
Jacinto Muñiz tropezó con algunos pedruscos, resbaló y se 
cayó. Manuel Sicuri se acercó a diez pasos, tal vez a ocho. 
Jacinto Muñiz logró incorporarse, y se lanzó hacia el sur, de­recho 
hacia el sur. El delante y Manuel Sicuri atrás, corrie­ron 
en línea recta diez minutos, quince minutos, veinte minu­tos; 
y cada vez el indio estaba más cerca, cada vez sus pi­sadas 
eran más fuertes. La gran llanura esplendía cargada 
de luz y de silencio. Manuel Sicuri no tenía por qué preocu­parse; 
esto es, no se sentía preocupado. Era una actitud
150 JUAN BOSCH 
muy aimará la suya, aunque no sea fácil de comprender. El 
indio Manuel Sicuri iba a hacer justicia; estaba seguro de 
que no tardaría en hacerla. No había, pues, razón para que 
se excitara. Ese hombre que corría no podría salvarse; hui­ría 
cuanto quisiera, tal vez horas y horas, pero ellos dos es­taban 
solos en la solitaria puna, y él, Manuel Sicuri, no se 
cansaría, no tropezaría con los khu1as de la pampa, no cae­ría; 
y poco a poco iba acercándose al monstruo; pie a pie, 
pulgada a pulgada, iba llegando a su meta. Jacinto Muñiz 
podía seguir huyendo. Eso no encolerizaba a Manuel Sicuri. 
Lo único que tenía él que hacer era mantener su paso, su 
trote seguro y constante, y no perder de vista al cholo. 
El cholo volvió a tmpezar y cayó de nuevo. Eso le ocu­rría 
porque volvía la cara para ver a su perseguidor; le su­cedía 
porque había sido perverso y tenía miedo. Manuel Si­curi 
se le acercó a tres pasos. De no haber sido él un indio 
aimará, dueño de sí mismo, le hubiera tirado el hacha y tal 
vez le hubiera herido. Pero podía también no herirle y en­tonces 
el otro ganaría tiempo mientras él volvía a recoger el 
arma. No; no había por qué adelantarse. Jacinto Muñiz cae­ría 
en sus manos. Todavía podía esperar; es más, podía espe­rar 
toda esa noche y todo el día siguiente y toda una sema­na, 
y un mes y un año y una vida; lo que no podía hacer era 
actuar sin tino y perder su oportunidad. 
Pero el minuto fatal se acercaba de prisa. Jacinto Muñiz 
empezaba a sentir que se ahogaba, que perdía fuerzas. 
¿Cuánto tiempo llevaba huyendo a locas por el iluminado 
altiplano? No lo sabía, y sin embargo a él le parecía una 
eternidad. Por momentos perdía la vista y toda aquella lla­nura 
le resultaba pequeña. Siguiendo círculos, dando vuel­tas, 
doblando de improviso, volvía a pasar por donde ya ha­bía 
pasado. Alcanzó a ver algo brillante ante sí y reconoció 
la corona. Pensó agacharse para cogerla, pero si se agacha­ba 
el indio iba a alcanzarle. Gritó entonces:
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 151 
-¡La corona, mira la corona; te regalo la corona! 
y la señalaba con la mano, en un afán ridículo por dis­traer 
a Manuel Sicuri. Manuel Sicuri sí la vio; podía hacer 
eso, podía distínguir la comna y seguir su carrera con los 
ojos puestos en ella sin importarle si era una joya o no, pro­piamente 
sin pensar en ella. Porque Manuel Sicuri no pensa­ba 
en nada, ni siquiera en María; ya había pensado cuando 
cogió el hacha al salir de su casa. Lo que tenía que hacer 
ahora no era pensar, sino actuar. 
De manera ínapreciable la luna había ido ascendiendo por 
un cielo brillante que el aire frío iba limpiando. Subía y su­bía 
mientras abajo los dos hombres corrían. Al fin, a eso de 
las diez, Manuel Sicuri se hallaba a un paso de Jacinto Mu­ñiz. 
Pero ni aún en tal momento pensó estirar Los brazos 
y usar su hacha. Todavía no. Era necesario estar seguro, 
golpear firme. Pero como el momento de actuar se acerca­ba 
se quitó el hacha del hombro y la sujetó por el hierro 
con la mano izquierda y por el cabo con la derecha. J acínto 
Muñiz volvió una vez más la cabeza, y en ese ínstante com­prendió 
que no había salvación para él. Entonces retornó 
a ser, de súbito, el hombre audaz y duro que habia causado 
muertes y robado una iglesia. Lo pensó con toda rapidez, o 
quizá ni llegó a pensarlo porque lo llevaba en la sangre; se 
dijo: "Sólo luchar puede salvarme". Y de golpe paró .en se­co 
y dio media vuelta. 
Pero Manuel Sicuri había pensado que eso podía suceder, 
o tal vez, como Jacínto Muñiz, no lo había pensado si no que 
lo llevaba por dentro. Es el caso que cuando el otro se detu­vo 
él saltó de lado, con un brinco dado a dos pies, rápido co­mo 
el de un bailarín. A tiempo que daba ese brinco blandió 
el hacha, la revolvió por debajo y la alzó. En tal momento 
Jacínto Muñiz se lanzó sobre él, y a la luz de la luna Manuel 
Sicuri vio algo que brillaba en su mano. Como un relámpago 
le cruzó por la cabeza la idea de que se trataba de un cu­chillo, 
y como un relámpago también saltó hacia atrás y de-
152 JUAN BOSCH 
jó caer el hacha. El golpe fue seco, en el hueso del antebra­zo, 
y Jacinto Muñiz cayó sobre su costado derecho, aunque 
no del todo sino doblado, casi de rodillas. A seguidas el pe­ruano 
avanzó a gatas y con la mano izquierda se agarró al 
pie derecho de Manuel Sicuri; se sujetó allí con la fuerza de 
un animal salvaje. Manuel Sicuri temió que iba a caerse, y 
para librarse de ese peligro volvió a blandir el hacha y la de­jó 
caer en el brazo izquierdo del cholo. Lo hizo con tal fuer­za 
que oyó el chasquido del hueso. 
-¡Asesino! -gritó Jacinto Muñiz levantando la cabeza. 
Manuel Sicuri le vio esforzarse por ponerse de pie, apo­yándose 
en los codos. Estaba ahí pegado a él, con los brazos 
inutilizados, y todavía su siniestro ojo resplandecía y en todo 
su rostro, iluminado por la luna, podían apreciarse el odio y 
la maldad. Entonces Manuel Sicuri levantó de nuevo el ha­cha 
y golpeó. Esta vez lo hizo más seguro de sí; golpeó 
en el cuello, cerca de la cabeza, inclinando el hacha con el 
propósito de que por lo menos una punta penetrara algo en 
el pescuezo del cholo. La cabeza de Jacinto Muñiz se dobló 
como la de un muñeco y golpeó la tierra. Manuel Sicuri se 
retiró un poco y se puso a oír la sonora respiración del heri­do, 
los débiles gemidos con que iba saliendo poco a poco de 
la vida, el barbotar de la sangre en su lento fluir. Tres o cua­tro 
veces el cuerpo de aquel hombre se agitó de arriba abajo; 
al fin extendió los brazos y se quedó quieto, levemente sa­cudido 
por los estertores de la muerte. 
Al cabo de un cuarto de hora, cuando comprendió que no 
había peligro de que Jacinto se levantara a luchar de nuevo, 
Manuel Sicuri se sentó cerca de su cabeza y se puso a oír la 
cada vez más apagada respiración del moribundo. Puesto 
que iba a morir ya, Manuel Sicuri no volvería a golpearle, 
pero no se movería de allí mientras no estuviera seguro de 
que había expirado. La gran puna se dilataba bajo la luna y 
el viento frío sacudía la ropa del caído. Pero Manuel Sicuri
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 153 
no se movía; no se movería sino cuando supiera a ciencia 
cierta que su justicia estaba hecha. 
Casi a medianoche el ruido de respiración cesó del todo, el 
cuerpo se movió ligeramente y sus piernas temblaron. Ma­nuel 
Sicuri puso su mano sobre la parte del rostro de Jacin­to 
Muñiz que daba arriba y advirtió que ese rostro estaba 
fria como la escarcha. Entonces, a un mismo tiempo, Ma­nuel 
comenzó a preparar su aculioo de coca y ceniza y a pen­sar 
en María. En toda esa noche no había pensado en ella. 
Manuel Sicuri esperó todavía cosa de un cuarto de hora 
más, al cabo del cual, convencido de que el cholo Jacinto Mu­ñiz 
jamás volvería a la vida, se levantó, se puso su hacha 
en el hombro y salió en busca de la corona. "Hay que devol­vérsela 
a Mamita", pensó. Y con la luna ya casi a medio cie­lo, 
el indio emprendió el retorno. 
Su mal estuvo en que no trotó a la vuelta, porque pensaba 
que llegaría a su casa a la salida del sol. Cuando fue a cru­zar 
la puerta ya eran las siete y más, y allí estaba acuclilla­do, 
tomando pito, el chasquis del día anterior. El chasquis 
habia caminado de noche para aprovechar la luna y arribó a 
la casa de Manuel Sicuri antes que él. El chasquis vio el ha­cha 
ensangrentada y Manuel Sicuri sabía que a un indio ai­mará 
de cuarenta años se le podía engañar una vez, pero no 
dos. Tuvo que contarlo todo, pues; y al terminar sacó del se­no 
la corona. 
-Hay que llevársela a Mamita -dijo-. Quiero llevársela 
yo mismo, yo y María. 
Pero no pudo llevársela, porque así como él no podía en­gañar 
al chasquis, el chasquis no podía engañar a su mallcu 
ni su mallcu a los carabineros ni éstos al juez. El juez, a cau­sa 
de que la ley lo ordenaba, dijo que Manuel Sicuri debía ir 
a la cárcel. 
En la cárcel de La Paz, un dia, Manuel contaba a sus com­pañeros 
cómo su padre había muerto un puma a hachazos. 
El mismo hacía el papel de puma, y después el de su padre, y
154 JUAN BOSCH 
los indios presos reían a carcajadas. Viéndoles reír, Manuel 
Sicuri se puso de pronto serio. Ocurrió que en su cabeza esta­lló 
una pregunta, como de una tormenta estalla un rayo; una 
pregunta para la cual él no hallaba respuesta. Pues sucedía 
que su padre había muerto un puma a hachazos y nadie le 
habia dicho nada y todo el mundo halló muy bien que 10 hu­biera 
hecho y no lo separaron a causa de ello de su yokalla, 
de él, Manuel Sicuri, que entonces estaba recién nacido. Con 
la misma hacha él habia dado muerte a una fiera peor que 
aquel puma, y he aquí que el juez lo habia hallado mal y lo 
había separado de su yokalla, tan pequeñito y tan desvalido. 
¿Por qué, tatica Dios, sucedían cosas así? 
Pero Manuel Sicuri no hizo la pregunta en voz alta. Se ha­bía 
quedado súbitamente mudo; se encaminó a una ventana, 
se sentó allí, junto a las rejas, extrajo de su bolsillo coca y 
lejía y se puso a preparar su aculico. 
Sobre los techos de La Paz comenzaba a caer en tal mo­mento 
una lluvia fina.
CUENTO DE NAVIDAD
CAPITULO UNO 
MAS ARRmA del cielo que ven los hombres había otro 
cielo; su piso era de nubes, y después, por encima y por los 
lados, todo era luz, una luz resplandeciente que se perdía en 
lo infiníto. Allí vivía el Señor Dios. 
El Señor Dios debía estar disgustado, porque se paseaba 
de un extremo al otro extremo del cielo. Cada zancada su­ya 
era como de cincuenta millas, y a sus pisadas temblaba 
el gran piso de nubes y se oían ruidos como truenos. El Se­ñor 
Dios llevaba las manos a la espalda; unas veces doblaba 
la cabeza y otras la erguía, y su gran cabeza pareCÍ'a un sol 
deslumbrante. Por lo visto, algo preocupaba al Señor Dios. 
Era que las cosas no iban como El había pensado. Bajo 
sus pies tenía la Tierra, uno de los más pequeños de todos 
los mundos que El había creado; y en la Tierra los hombres 
se comportaban de manera absurda; guerreaban, se mata­ban 
entre sí, se robaban, incendiaban ciudades; los que te­nían 
poder y riquezas y odiaban a los vecinos ricos y podero­sos, 
formaban ejércitos y solían atacarlos. Unos se declara­ban 
reyes, y mediante el engaño y la fuerza tomaban las 
tierras y los ganados ajenos; apresaban a sus enemigos y 
los vendían como bestias. Las guerras, las invasiones, los in­cendios 
y los crímenes comenzaban sin que nadie supiera có­mo 
ni debido a qué causa, y todos los que iniciaban esas 
atrocidades decían que el Señor Dios les mandaba hacerlas; 
y sucedía que las víctimas de tantas desgracias le pedían 
157
158 JUAN BOSCH 
ayuda a El, que nada tenía que ver con esas locuras. El Se­ñor 
Dios se quedaba asombrado. 
El Señor Dios había hecho los mundos para otra cosa; y 
especialmente habia hecho la Tierra y la había poblado de 
hombres para que éstos vivieran en paz, como si fueran her­manos, 
disfrutando entre todos de las riquezas y las hermo­suras 
que El había puesto en las montañas y en los valles, 
en los ríos y en los bosques. El Señor Dios había dispuesto 
que todos trabajaran, a fin de que ocuparan su tiempo en 
algo útil y a fin de que cada quien tuviera lo necesario para 
vivir; y con la claridad del Sol hizo el día para que se vieran 
entre sí y vieran sus animales y sus sembrados y sus casas, 
y vieran a sus hijos y a sus padres y comprendieran que los 
otros tenían también sembrados y animales y casas, hijos y 
padres a quienes querer y cuidar. Pero los hombres no se 
atuvieron a los deseos del Señor Dios; nadie se conformaba 
con lo suyo y cada quien quería lo de su vecino, las tierras, 
las bestias, las casas, los vestidos, y hasta los hijos y los pa­dres 
para hacerlos esclavos. Ocurría que el Señor Dios había 
hecho la noche con las tinieblas y su idea era que los hom­bres 
usaran el tiempo de la oscuridad para dormir. Pero 
ellos usaron esas horas de oscuridad para acecharse unos a 
otros, para matarse y robarse, para llevarse los animales e 
incendiar las viviendas de sus enemigos y destruir sus 
siembras. 
Aunque en los cielos había siempre luz, la lejana luz de 
las estrellas y la que despedía de sí el propio Señor Dios, se 
hizo necesario crear algo que disipara de vez en cuando las 
tinieblas de la Tierra, y el Señor Dios creó la Luna. La Lu­na 
iluminó entonces toda la inmensidad. Su dulce luz verde 
amarilla llenaba de claridad los espacios, y el Señor Dios 
podía ver lo que hacían los hombres cuando se ponía el Sol. 
Con sus manos gigantescas, El hacía un agujero en las nu­bes, 
se acostaba de pechos en el gran piso gris, veía bacia 
abajo y distinguía nítidamente a los grupos que iban en son
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 159 
de guerra y de pillaje. El Señor Dios se cansó de tanta mal­dad, 
acabó disgustándose y un buen día dijo: 
-Ya no es posible sufrir a los hombres. 
Y desató el diluvio, esto es, ordenó a las aguas de los cie­los 
que cayeran en la Tierra y ahogaran a todo bicho vi­viente, 
con la excepción de un anciano llamado Noé, que no 
tomaba parte en los robos, ni en los crímenes ni en los in­cendios 
y que predicaba la paz en vez de la guerra. Además 
de Noé, el Señor Dios pensó que debían salvarse su mujer, 
sus hijos, las mujeres de sus hijos y todos los animales que 
el viejo Noé y su familia metieran dentro de un arca de ma­dera 
que debía flotar sobre las aguas. 
Pero eso había sucedido muchos millares de años atrás. 
Los hijos de Noé tuvieron hijos, y los nietos a su vez tuvie­ron 
hijos, y después los bisnietos y los tataranietos. Termi­nado 
el diluvio, cuando estuvo seguro que Noé Y los suyos se 
hallaban a salvo, el Señor Dios se echó a dormir. Siempre 
habia sido El dormilón, y un sueño del Señor Dios duraba fá­cilmente 
varios siglos. Se echaba entre las nubes, se acomo­daba 
un poco, ponía su gran cabeza sobre un brazo y comen­zaba 
a roncar. En la Tierra se oían sus ronquidos y los hom­bres 
creían que eran truenos. 
El sueño que disfrutó el Señor Dios a raíz del diluvio fue 
largo, más largo quizá de lo que El mismo había pensado to­marlo. 
Cuando despertó y miró hacia la Tierra quedó sor­prendido. 
Aquel pequeño gLobo que rodaba por los espacios 
estaba otra vez lleno de gente, de enorme cantidad de gente, 
unos que vivían en grandes ciudades, otros en pequeñas al­deas, 
muchos en chozas perdidas por los bosques y los de­siertos. 
Y lo mismo que antes, se mataban entre sí, se roba­ban, 
se hacían la guerra. 
Por eso se veía al Señor Dios preocupado y disgustado; 
por eso iba de un sitio a otro, dando zancadas de cincuenta 
millas. El Señor Dios estaba en ese momento pensando qué 
cosa debía hacer para que los hombres aprendieran a que-
160 JUAN BOSCH 
rerse entre sí, a vivir en paz. El diluvio había probado que 
era inútil castigarlos. Por lo demás, el Señor Dios no que­ría 
acabar otra vez con ellos; al fin y al cabo eran sus hi­jos, 
El los había creado, y no iba El a exterminarlos porque 
se portaran mal. Si ellos no habían comprendido sus propó­sitos, 
tal vez la culpa no era de ellos, sino del propio Señor 
Dios, que nunca se los habia explicado. 
-'Tengo que buscar un maestro que les enseñe a condu­cirse 
-dijo el Señor Dios para sí. 
y como el Señor pios no pierde su tiempo, ni comete la 
tontería de mantenerse colérico sin buscarles solución a los 
problemas, dejó de dar zancadas, se quedó tranquilo y se pu­so 
a pensar. Pues ni aún El mismo, que lo creó todo de la 
nada, hace algo sin antes pensar en el asunto. Una vez ha­bía 
habido un Noé, anciano bondadoso, a quien el Señor Dios 
quiso salvar del diluvio para que su descendencia aprendie­ra 
a vivir en paz, y resultó que esos descendientes del buen 
viejo comenzaron a armar trifulcas peores que las de antes 
del tremendo castigo. Había sido mala idea la de esperar que 
la gente cambiara por miedo o gracias al ejemplo de Noé; 
por tanto, el Señor Dios no perdería su tiempo escogiendo 
castigos ejemplares ni buscando entre los habitantes de la 
Tierra alguien a quien confiarle la regeneración del género 
humano. Pero entonces, ¿quién podría hacerse cargo de ese 
trabajo? 
El Señor Dios pensó un rato, un rato que podía ser un día, 
un año o un siglo, pues para El el tiempo no tiene valor por­que 
El mismo es el tiempo, lo cual explica que no tenga prin­cipio 
ni fin. Pensó, y de pronto halló la solución: 
-El mejor maestro para esos locos sería un hijo mío. 
¡Un hijo del Señor Dios! Bueno, eso era fácil de decir pero 
muy difícil de lograr. ¿Pues qué mujer podía ser la madre 
del mjo de Dios? Sólo una Señora Diosa como El; y resulta 
que no la había ni podía haberla. El era solo, el gran solita­rio; 
y sin duda si hubiera estado casado nunca habría podi-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 161 
do hacer los mundos, y todo lo que hay en ellos, en la forma 
en que los hizo, porque la mujer del Señor Dios, cualquiera 
que hubiera sido -aun la más dulce e inteligente- habría 
intervenido alguna que otra vez en su trabajo, y debido a su 
intervención las cosas habrían sido distintas; por ejemplo, la 
mujer hubiera dicho: "¿Pero por qué le pones esa trompa 
tan fea al pobrecito elefante, cuando le quedaría mejor un 
ramo de flores?" O quizá habría opinado que la jirafa fue 
ra de patas larguísimas y pescuezo de seis pulgadas. Ocurrió 
siempre que cualquier mujer convence a. su marido de que 
haga algo en esta forma y no en aquella; y así es y tiene que 
ser porque ella es la compañera que sufre con el marido 
sus horas malas, y el marido no puede ignorar su derecho a 
opinar y a intervenir en cuanto él haga. 
Pero el Señor Dios era solitario, y tal vez por eso puso ma­yor 
atención en 10s animales machos que en las hembras, 
razón por la cual el león resultó más fuerte que la leona, el 
gallo más inquieto y con más color que la gallina, el palomo 
más grande y ruidoso que la paloma. Y la verdad es que co­mo 
El no tenía necesidades como la gente, ni sentra la falta 
de alguien con quien cambiar ideas, no se dio cuenta de que­debía 
casarse. No se casó, y sólo en aquel momento, cuando 
comprendió que debía tener un hijo, pensó en su eterna 
soltería. 
-Caramba, debería casarme -dijo. 
Pero a seguidas se rió de sus palabras. ¿Con quién podía 
contraer matrimonio? Además, aunque hubiese con quien, 
:El estaba hecho a sus manías, que no iba a dejar fácilmen­te; 
entre otras debilidades le gustaba dormir de un tirón 
montones de siglos, y a las mujeres no les agradan los ma­ridos 
dormilones. 
La situación era seria y había que hallarle una solución. 
Eso que sucedía en la Tierra no 'Podía seguír así. El Señor 
Dios necesitaba un hijo que predicara en este mundo de lo­cos 
la ley del amor, la del perdón, la de la paz.
162 JUAN BOSCH 
-¡Ya está! -dijo el Señor Dios; pero lo dijo con tal ale­gría, 
tan vivamente, que su vozarrón estalló y llenó los es­pacios, 
haciendo temblar las estrellas distantes y llenando 
de miedo a los hombres en la Tierra. 
Hubo miedo porque los hombres, que van a la guerra co­mo 
a una fiesta, son, sin embargo, temerosos de lo que no 
comprenden ni conocen. Y la alegría del Señor Dios fue ful­gurante 
y produjo un resplandor que ilumínó los cieLos, a la 
vez que su tremenda voz recorrió los espacios y los puso a 
ondular. El señor Dios se había puesto tan contento porque 
de pronto comprendió que el maestro de ese hatajo de idiotas 
que andaban matándose en un mundo lleno de riquezas y de 
hermosuras tenía que ser en apariencia igual a ellos, es de­cir, 
un hombre, y que por tanto la madre de ese maestro 
debía ser una mujer. Así fue como el Señor Dios decidió que 
Su Hijo nacería como los hij:os de todos los hombres; nace­ría 
en la Tierra y su madre sería una mujer. 
Alegre con su idea, el Señor Dios decidió escoger a la que 
debía llevar a Su Hijo en el vientre. Durante largo rato miró 
hacia la Tierra; observó las grandes ciudades, una que se 
llamaba Roma, otra que se llamaba Alejandría, otra Jerusa­lén, 
y muchas más que eran pequeñas. Su mirada, que todo 
lo ve, penetró por los techos de los palacios y recorrió las 
chozas de los pobres. Vio infinito número de mujeres; muje­res 
de gran belleza y ricamente ataviadas, o humildes en el 
vestir; emperatrices, hijas de comerciantes y funcionarios, 
compañeras de soldados y de pescadores, hermanas de la­briegos 
y esclavas. Ninguna le agradó. Pues lo que el Señor 
Dios buscaba era un corazón puro, un alma en la que ja­más 
se hubiera albergado un mal sentimiento, una mujer 
tan llena de bondad y de dulzura que Su Hijo pudiera cre­cer 
viendo la belleza y la ternura reflejada en los ojos de la 
madre. El Señor Dios no hallaba mujer así; y de no hallar­la 
toda la humanidad estaría perdida, nadie podría salvar a 
los hombres. De una mujer dependia entonces el género hu-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 163 
mano; y sucede que de la mujer depende siempre, porque la 
mujer está llamada a ser madre, la madre buena da hijos 
buenos, y son los buenos los que hermosean la vida y la ha­cen 
llevadera. 
Iba el Señor Dios cansándose de su posición, ya que esta­ba 
tendido de pechos mirando por el agujero que había 
abierto en las nubes, cuando acertó a ver, en un camino que 
llevaba a una aldea llamada Nazaret, a una mujer que arrea­ba 
un asno cargado de botijos de agua. Era muy joven y 
acababa de casarse con un carpintero llamado José. Su voz 
era dulce y sus movimientos armoniosos. Llevaba sobre la 
cabeza un paño morado y vestía de azul. El Señor Dios tenia 
la costumbre de regañar consigo mismo, de manera que en 
ese momento dijo: 
-Debo ser tonto, ¿pues por qué he estado buscando muje­res 
en las grandes ciudades y en los palacios, si yo sabía que 
Maria estaba en Nazaret? 
Ocurre que el Señor Dios prefería admitir que era tonto 
antes que aceptar que de tarde en tarde su memoria le falla­ba. 
Ya estaba algo viejo, si bien es lo cierto que El había 
nacido viejo porque desde el primer momento de su vida 
había sido como era entonces, y desde ese primer momento 
lo sabía todo y tuvo sobre sí la responsabilidad de la vida, es 
decir, la de dar la vida, la de poblar los espacios de mundos 
y los mundos de seres, de plantas y de piedras, de montañas 
y de mares y de ríos. Con tantas preocupadones encima, ¿a 
quién ha de extrañarle que se olvidara de la existencia de 
María? La había olvidado, y esa era la verdad aunque El no 
quisiera admitirlo. Pero he aqur que acertó a verla y de in­mediato 
la reconoció; en el instante supo que ella debía ser 
la madre de Su Hijo. Gran descanso tuvo el Señor Dios en 
ese momento. Los hombres seguían en sus trifulcas, sus gue­rras 
y sus rapiñas, y desde allá arriba el Señor Dios oía sus 
gritos, el tropel de sus caballerías atacándose unas a otras; 
veía a los reyes ordenando matanzas y celebrando grandes
164 JUAN BOSCH 
fiestas, a los mercaderes discutiendo a voces y a los sacerdo­tes 
de las más variadas religiones dirigiendo Los cultos, a los 
navíos cruzando los mares y a los pastores peleando a pe­dradas 
con los leones de los desiertos para defender sus 
ovejas. Y pensaba El: "Pronto esos locos van a oír la voz de 
Mi Hijo". 
Para el Señor Dios decir "pronto" era como para nosotros 
decir "dentro de un momento", sólo que el tiempo es para El 
muy distinto de lo que es para nosotros. Todavía Su Hijo 
tenía que nacer, crecer y llegar a hombre. Pero si el Señor 
Dios había sufrido miles de años las locuras del género hu­mano, 
¿qué le importaba esperar unos años más? 
Ahora bien, si se quiere que algo esté hecho dentro de un 
siglo, lo mejor es empezar a hacerlo ahora mismo; y así es 
como pensaba y piensa el Señor Dios. Además, El no tiene 
la mala costumbre de soñar las cosas y dejarlas en sueño. 
Las mejores ideas son malas si no se convierten en hechos, 
y el Señor Dios sabía que es preferible equivocarse haciendo 
algo a quedarse sin hacer nada por miedo a cometer errores. 
De manera que El no debía perder tiempo, como no lo ha­bía 
perdido jamás cuando tenía algún quehacer por delante. 
y ahora tenla uno muy importante: el de dar un hijo suyo 
a los hombres para que Éstos oyeran por la boca de ese hi­jo 
la palabra de Dios. 
Sucedía que María estaba casada desde hacia poco. Por 
otra parte, aunque se hallara soltera, el Señor Dios no podía 
bajar a la Tierra para casarse con ella. El no era un hombre 
sino un ser de luz, que ni había nacido como nosotros ni mo­riría 
jamás, a pesar de lo cual vivía y sentía y sufría. Era, 
como si dijéramos, una idea viva. Lo que Su Hijo traería a 
la vida no sería su rostro; no serían sus ojos ni su nariz, si­no 
parte de su luz, de su propio ser, de su esencia. Pero pa­ra 
que la gente lo viera y lo oyera debería tener figura hu­mana, 
y para tener figura humana debía nacer de una mu­jer. 
Visto todo eso, no hacia falta que El se casara con Ma-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 165 
ría; sólo era necesario que el hijo de María tuviera el espí­ritu 
del Señor Dios. Yeso había que hacerlo inmediatamente. 
De vez en cuando el Señor Dios tiene buen humor; le gus­ta 
hacer travesuras allá arriba. Esa vez hizo una. El pudo 
haber soplado sobre sus manos y decir: 
-Soplo, hazte un pajarillo y vé donde está María, la mu­jer 
del carpintero José, en la aldea de Nazaret, y dile que 
va a tener un hijo mío. 
Pero sucede que ese día El estaba de buen humor; y suce­de 
además que El conocía el corazón humano y sabía que 
nadie iba a creer a un pajarilLo. Por eso se arrancó un pelo 
de su gran barba, se lo puso en la palma de la mano y dijo: 
-Tú vas a convertirte ahora en un ángel y te llamarás 
Arcángel San Gabriel. ¡Pero pronto, que no estoy por perder 
tiempo! 
Aquello pareció cuento de hadas. En un segundo el blan­co 
pelo se transformó; creció, le salieron alas, se le formó 
una hermosa cabeza cubierta de rubios cabellos. Al abrir los 
azules ojos el Arcángel se llevó el gran susto. 
-Buenos días, Señor ... --empezó a decir, temblando de 
arriba abajo. 
-Señor Dios es mi nombre, joven -aclaró el Señor 
Dios-, y para lo sucesivo sepa que soy su jefe, de manera 
que vaya acostumbrándose a obedecerme. 
-Sí, Señor Dios; se hará como Usted manda. 
-Empezando por el principio, como en todas las cosas, 
aprenda buenos modales, salude con cortesía a sus mayores 
y tenga buena voluntad para cumplir mis órdenes. Atienda 
bien, porque ustedes los ángeles andan siempre distraídos y 
olvidan pronto lo que se les dice. No ponga esa cara seria. 
Es muy importante saber sonreír, sobre todo, en su caso, 
pues usted va a tener una función bastante delicada, como 
si dijéramos, una misión diplomática. 
-No sé qué es eso, Señor Dios; pem en vista de que Usted 
lo dice, debe ser así.
166 JUAN BOSCH 
-Me parece muy inteligente esa respuesta, Gabriel. Creo 
que vas a ser un arcángel bastante bueno. Ahora, fijate en 
esa bola pequeña que va rodando allá abajo. Obsérvala bien; 
es la Tierra, y allá vas a ir sin perder tiempo. 
El Arcángel San Gabriel miró hacia abajo y vio un tropel 
de mundos que pasaba a gran velocidad, y como él acababa 
de abrir los ojos, más aún, acababa de nacer, no estuvo ati­nado 
cuando señaló a uno de esos mundos mientras pregun­taba: 
-¿Es aquella de color rojizo que va allá? 
Eso no le gustó al Señor Dios, pues El nunca había tenido 
paciencia para enseñar. De haberla tenido no habría pensa­do 
en un hijo para que sirviera de maestro a los hombres. 
-Jovenzuelo -dijo-, haga el favor de 'Poner atención 
cuando se le habla, y no tendrá que oír las cosas dos veces. 
Le he señalado la otra bola, la que está a la izquierda. 
El Arcángel Gabriel era tímido. En verdad, no había te­nido 
tiempo de formarse carácter. Le confundió sobremane­ra 
que el Señor Dios le tratara unas veces de "tú" y otras de 
"usted", y se puso a temblar de miedo. 
-jEso sí que no- tronó el Señor Dios-. Estás lleno de 
miedo, y nadie que lo tenga puede hacer obra de importan­cia. 
Tampoco hay que tener más valor de la cuenta, como 
les ocurre a algunos de esos locos que pueblan la Tierra y 
creen que el valor les ha sido concedido para hacer el mal y 
abusar de los débiles. Pero te advierto, hijo mío, que la se­renidad 
y la confianza en sí mismo son indispensables para 
vivir conmigo; no quiero ni a los tímidos, porque todo lo 
echan a perder por falta de dominio, ni a los agresivos, que 
van por ahí causando averías, sino a los que son serenos, 
porque la serenidad es un aspecto de la bondad, y la bondad 
es una parte de mí mismo. ¿Entiendes? 
El Arcángel dijo que sí, pero la verdad es que no entendió 
palabra; se sentía confundido, sorprendido de lo que le esta­ba 
ocurriendo minutos después de haber salido de un pelo
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 167 
de barba. Sólo atinaba a ver el desfile de mundos a lo lejos 
y a oír el vozarrón del Señor Dios. 
-Bueno -prosiguió el Señor Dios-, pues si entendiste 
ya sabes que ésa que te señalo es la Tierra. Vas a irte allá sin 
perder tiempo; te dirigirás a una aldea llamada Nazaret, que 
está cerca de un lago al cual los hombres llaman de Gene· 
zaret. Apr;ende bien el nombre para que no cometas errores. 
En esa aldea de Nazaret vive una mujer llamada María. Ha­ce 
un momento la vi llevando agua a su casa y tal vez no 
haya llegado todavía; vestía de azul claro, llevaba un paño 
morado sobre la cabeza y arreaba un asno cargado de boti­jos 
de agua. Te doy todos esos detalles para que no te con­fundas. 
Podrás conocerla además por la voz, pues su voz es 
melodiosa como ninguna otra. Si sucede que al llegar tú ya 
ella se ha metido en su choza, pregunta a cualquiera que 
veas por María, la mujer del carpintero José; es seguro que 
te dirán donde vive, porque la gente de la Tierra es curiosa 
y amiga de novedades, razón por la cual te ayudarán para 
después pasarse un mes charlando sobre tu visita a la joven 
señora. ¿Me vas entendiendo? 
-Sí, Señor Dios. 
-Entonces queda poco que decirte. Al llegar allá te dirl· 
girás a María, con mucha urbanidad, y le dices que Yo he 
dispuesto tener un hijo y que ella será la madre; que se pre­pare, 
por tanto, a ser la madre del Hijo de Dios. Eso es too 
do. Vete en el acto, que tengo un poco de sueño y antes de 
dormir quiero saber cómo te irá en tu embajada. 
San Gabriel iba a salir cuando se le ocurrió preguntar: 
-¿y si me pregunta cómo va a ser Su Hijo, qué nombre 
habrá de ponerle, qué oficio tendrá? 
-Le dirás que será como todos los hijos de hombres y 
mujeres y que sólo ha de distinguh'se de los demás por la 
grandeza y la luminosidad de su espíritu; que será humilde, 
bondadoso y puro; que le llame Jesús y que su oficio será 
mostrar a la humanidad el camino del amor y del perdón. Le
168 JUAN BOSCH 
dirás también que está llamado a sufrir para que los demás 
puedan medir el dolor que hay en la Tierra comparándolo 
con el que El padecerá y porque sólo sufriendo mucho en­señará 
a perdonar también mucho. 
El Arcángel no esperó más. Sentía que las palabras del 
Señor Dios henchían su alma, la llenaban con fuerza musi­cal, 
con algo cálido y hermoso. Se le olvidó despedirse, cosa 
que el Señor Dios no le tomó en cuenta, porque pensó que 
no podía aprenderlo todo de golpe. Un instante después, San 
Gabriel veía la Tierra tan cerca que casi podía tocarla.
CAPITULO n 
Viendo las ciudades de la Tierra, los ricos palacios en lo 
alto de las colinas y a orillas de los mares; admirando el es­plendor 
con que vivían los reyes y sus favoritos, los grandes 
mercaderes y los jefes de tropas, San Gabriel se preguntó 
por qué el Señor Dios había resuelto tener un hijo con una 
mujer pobre, que moraba en choza de barro y arreaba as· 
nos cargados de agua por caminos polvorientos. ¿No era el 
Señor Dios el verdadero rey de los mundos, el dueño del 
universo, el padre de todo lo creado? ¿No debía ser Su Hi· 
jo, pues, otro rey? Si tenía que nacer de mujer, ¿por qué 
El no había escogido para madre suya a una reina, a la hija 
de un emperador, a la heredera de un príncipe poderoso? A 
juicio de San Gabriel el Hijo de Dios debía nacer en lecho 
adornado con cortinas de terciopelo y seda, entre oro y per­las, 
rodeado por grandes dignatarios y damas deslumbran­tes, 
y a su alrededor debía haber un ejército de esclavos lis­tos 
a servirle; así, todos los pueblos le rendirían homenaje y 
veneración desde su nacimiento, y los grandes y los pequeños 
le obedecerían porque estaban acostumbrados de hacía mu­chos 
siglos a respetar y honrar a quienes nacían en cunas de 
reyes. ¿Había dicho el señor Dios que Su Hijo estaba llama­do 
a mostrar al género humano el camino de la paz, del 
amor y del perdón, ,Q había él oído mal? De ser así, ¿no le 
sería más fácil imponer la paz si nacía hijo de rey y por lo 
169
170 JUAN BOSCH 
mismo obedecido por millares de soldados que harían lo que 
El les ordenara? 
El Arcángel San Gabriel se detuvo un momento a medi­tar. 
Pensó que tal vez él estaba equivocado; a lo mejor se 
había confundido y el Señor Dios no le había hablado de 
choza ni de mujer pobre ni de asno ni de botijos de agua. 
Volveria allá arriba a preguntarle al Señor Dios, y hasta de 
ser posible discutiría con El el asunto. 
Pero el hermoso ángel ignoraba que el Señor Dios estaba 
mirándole; e ignoraba también que el Señor Dios sabía qué 
cosa estaba pensando él en tal momento. Podemos imagi­nar, 
pues, el susto que se llevó cuando oyó la enorme voz 
del Señor Dios llamándole. He aquf lo que le dijo el Señor 
Dios: 
-Gabriel, estás pensando mal. Te dije lo que te dije, no 
lo que tú crees ahora que debí decirte. Mi Hijo nacerá en 
casa pobre, porque si no es así, ¿cómo habrá de conocer la 
miseria y el padecimiento de los que nada tienen, que son 
más que los poderosos? ¿Cómo quieres tú que Mi Hijo conoz­ca 
el dolor de los niños con hambre si El crece harto? Mi Hi­jo 
va a ofrecer a la humanidad el ejemplo de su sufrimiento, 
¿y quieres tú que se lo ofrezca desde el lujo de los palacios? 
Gabriel, ¡no me hagas perder la paciencia, caramba! No te 
metas a enmendar mis ideas. Cumple tu misión y hazlo pron­to, 
que estoy cayéndome de sueño y no me hallo dispuesto a 
perdonarte si me desvelo por tu culpa. ¡Ya lo sabes! 
¿Qué más debía decirse? El pobre Arcángel estuvo a pun­to 
de caer de bruces en pleno lago de Genezaret, pues del 
susto se le olvidó usar las alas. En un segundo se dirigió 
a la choza del carpintero José; y tan asustado iba que pegó 
un cabezazo contra la pared. En el acto se le formó un chi­chón. 
Para suerte suya la choza no era uno de esos palacLos 
de mármol donde él creyó que debía nacer el Hijo de Dios, 
pues de haber sido uno de ellos, el hermoso Arcángel se ha­bria 
roto un hueso.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 171 
Frente a la choza había un hombre barbudo, de cara bon­dadosa, 
que aserraba un madero. "Este debe ser el carpin­tero 
José", pensó San Gabriel. Y era José sin duda, pues cer­ca 
de él había un rústico banco de carpintero y sobre éste, 
madera cortada e instrumentos del oficio. 
-¿Qué desea usted? -le preguntó el carpintero, a quien 
le pareció muy raro que el visitante, en vez de tocar a la 
puerta como 10 hace todo el mundo, llamara golpeando con 
la cabeza en la pared. 
-Deseo saber dónde vive el carpintero José -explicó el 
Arcángel. 
-Aquí mismo, joven; yo soy José. Le advierto que sí vie­ne 
a buscarme para algún trabajo, me halla con muchos 
compromisos. 
Esa era una manera de estimular el interés del visitante, 
pues la verdad es que José estaba por esos días sin trabajo. 
De ahí que le desconsolara mucho oír al recién llegado, que 
decía: 
-No, señor; se trata de otra CiOsa. Yo vengo a hablar con 
María, su mujer. 
-¿María? -dijo José, como un eco-. Fue a la fuente en 
busca de agua. Tendrá que esperarla un poco. ¿Desea sen­tarse? 
-No, prefiero esperarla aquí. 
José no perdió del todo la esperanza, y se puso a hablar­le 
al visitante de su oficio. 
-A mi siempre me están buscando para trabajos de car­pintería 
-afirmaba-, porque nadie hace mesas y reclina­torios 
tan buenos ni tan baratos como yo. Por eso me man­tengo 
ocupado todo el año. 
José hablaba y San Gabriel pensaba en la rapidez con que 
se habían producido los hechos desde su aparíción al conju­ro 
del soplo del Señor Dios. Todo había sucedido tan de pri­sa 
que todavía María no había vuelto de la fuente. El Señor 
Dios la había visto arreando el asno, y antes de que ella re-
172 JUAN BOSCH 
tornara a su casa había nacido el arcángel, había ioído las 
recomendaciones del Señor Dios, había viajado a la Tierra, 
había pensado disparates, se había casi descabezado contra 
la pared de la cnoza y había cambiado frases con José. 
-Caramba -se dijo él lleno de asombro-, la verdad es 
que mi jefe actúa sin perder tiempo. 
¿Sin perder tiempo? ¿Y qué es el tiempo para el Señor 
Dios, si ocurre que a la vez El es el tiempo y está más allá 
del tiempo? El tiempo es algo así como la respiración de los 
mundos, y el Señor Dios es la vida misma de los mundos, de 
manera que el tiempo viene a ser la respiración del Señor 
Dios; ideas muy complicadas, desde luego, para San Gabriel. 
Desde allá arriba el Señor Dios veía esas ideas en la cabeza 
de su embajador, y pensaba: "A este Gabriel le valdrá más 
recordar mis instrucciones y no meterse en honduras, por­que 
ya va llegando María". 
Así sucedía, en verdad. Con su alegre y linda cara de mu­chacha, 
María iba acercándose a la choza. De sólo verla, el 
Arcángel la conoció; 10 cual no tuvo buenos resultados, por­que 
como estaba pensando ,en aquello del tiempo, se turbó y 
olvidó que el Señor le había recomendado usar modales uro 
banas para dirigirse a la joven señora. También es verdad 
que él nunca antes había hablado a una mujer; que en un 
instante había pasado de la nada a la vida y había viajado 
de los cielos a la Tierra; en fin, que había tenido muchas 
emociones y muchas experiencias en corto rato, 10 cual tal 
vez podría explicar su turbación. Es el caso que cuando Ma­ría 
llegó se le puso delante y sólo atinó a decir esto: 
-Si no me equivoco usted es María, la mujer de ese se· 
ñor que está ahí aserrando madera. Bueno, yo tengo que ha­blar 
con usted algo muy importante. Se lo voy a decir en 
presencia de su marido, porque según me dijo el Señor Dios 
la gente de esta Tierra es muy dada a charlar sobre todas 
las ~osas, y es mejor que haya testigos. Lo que tengo que de­cirle 
es que el Señor Dios va a tener un hijo y usted va a ser
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 173 
la mamá. Con que ya 10 sabe. Si tiene algo que preguntar 
hágalo ahora mismo porque el Señor Dios se siente con sue­ño 
y no quiere que yo pierda el tiempo hablando tonterías 
con usted. 
La joven María se quedó boquiabierta, más propiamente, 
muda del asombro. Pero el que se asustó más fue su marido. 
Tan pronto oyó lo que había dicho San Gabriel soltó la sie­rra 
y salió detrás del Arcángel, que ya se iba. 
-¡Oiga, amigo! ¿Usted sabe lo que ha dicho? ¿No sabe 
usted que el Hijo de Dios va a tener que sufrir mucho, según 
dicen las Escrituras, y que van a matarlo en una cruz? 
San Gabriel atajó aquel torrente de palabras explicando: 
-Todo lo que usted quiera, señor; pero yo he venido a 
cumplir una misión que me encomendó el Señor Dios. Yo lo 
siento mucho, pero lo que suceda al Hijo de Dios no es 
asunto mío. Lo único que puedo decirle es que su papá quie­re 
que le pongan el nombre de Jesús. 
Dicho lo cual pegó un salto, extendió las alas y se perdió 
en el cielo, a tal velocidad que ningún ojo humano podía se­guirlo. 
El bueno de José cayó de rodillas, se agarró una mano 
con la otra, elevó las dos a lo alto y después se dobló hasta 
pegar la cabeza con el polvo del camino. 
-¡Ay María, María- -exclamó-o ¿Cómo se te ocurre 
tener un hijo de Dios? ¿No sabes que todos los profetas han 
dicho que el Hijo de Dios tendrá que sufrir mucho entre los 
hombres, que será escarnecido, torturado y muerto en una 
cruz, como el peor de los criminales? ¿Qué va a ser de nos­otros, 
María? ¿Por qué te has metido en tal compromiso sin 
hablar antes conmigo? 
La pobre María oía a su marido sin lograr comprender 
por qué hablaba así. ¿Pues qué tenía ella que ver con lo que 
disponía el Señor Dios; qué sabía ella de laque había habla­do 
San Gabriel, a quien nunca antes había visto y cuyo nom­bre 
ignoraba?
174 JUAN BOSCH 
El Señor Dios veía a la joven señora confundida, a José 
con el rostro desfigurado por el sufrimiento, y sólo atinó a 
intervenir diciendo: 
-¡No seas tonto, José, que María no ha tenido parte en 
la decisión mía, y el nacimiento de Mi Hijo no es cosa suya 
ni tuya, sino mía! 
Lo cual era verdad, pero también es verdad que desde que 
los hombres comenzaron a poblar la Tierra habían adquirido 
la costumbre de echar sobre sus mujeres la culpa de cuanto 
pasaba. El Señor Dios ignoraba esto porque El nunca había 
visto de cerca cómo se comportan los matrimonios; debido a 
que lo ignoraba le habló así a José. De haber estado al tan­to 
de pequeñeces como ésa habría pasado por alto las pala­bras 
del marido de María, pues es lo cierto que tenía sueño 
y quería echar una siesta. 
Una siesta del Señor Dios puede tSer de días, de meses o 
de años. Pero la de esa ocasión no iba a ser muy larga. PIOr­que 
he aquí que El estaba en lo mejor del sueño cuando de 
pronto despertó diciendo: 
-Caramba, si ya va a nacer :LVIi Hijo. Por poco lo olvido. 
Desde hacía millares de siglos nacían niños en la Tierra. 
Nadan hijos de reyes, de labriegos, de pastores, de guerre­ros; 
nacían niños blancos, amarillos, negros; nacían hembras 
y varones, unos robustos, otros débiles; unos chillones y 
otros casi callados, unos ricos y otros pobres, unos de ojos 
azules y otros de ojos castaños y de ojos negros; niños de to­das 
clases, de todas las figuras; niños que nacían en medio 
de las guerras, en los campamentos, entre lanzas y sables y 
caballos, y niños que nacían en los bosques, rodeados de ár­boles, 
de pajarillos y de mariposas; niños que nacían en los 
caminos, mientras sus padres viajaban, y niños que nacían 
en las barcas, sobre los ríos y los mares; niños que nacían en 
grandes casas llenas de alfombras y niños que nacían en 
las cuevas de Los pastores, al pie de las montañas. Lo que 
jamás se había visto era el nacimiento de un niño que fuera
176 JUAN BOSCH 
Con gran trabajo llegaron María y José a Belén y hallaron 
el poblado lleno de forasteros, visitantes de las aldeas veci­nas 
que iban allí a inscribirse y aprovechaban el viaje para 
vender lo poco que tenían. Las pequeñas calles eran muy es­trechas 
y torcidas, de manera que el borrico, cargado con 
María, apenas podía pasar por entre los montones de que­sos, 
de pieles de carneros, de higos y de botijos que los ven­dedores 
extendían sobre las piedras. Mientras pasaba, José 
iba gritando que pagaría bien a quien le ofreciera una habi­tación 
para él y para su mujer, que llegaban de lejos y ne­cesitaban 
albergue. Pero nadie pudo ofrecerles techo, ni aún 
por una noche. Las casas, en su mayoría pobres, estaban lle­nas 
desde hacía días con los visitantes de los contornos. Na­die 
ponía atención en los gritos de José, que estaba angus­tiado 
porque sabía que su mujer iba a dar a luz y quería que 
lo hiciera como todas las mujeres, en una habitación. José 
no sabía que el Señor había dispuesto que Su Hijo debía na­cer 
pobremente, tan pobremente como podría nacer un ter­nero 
o un potriquilIo. 
Siguieron, pues, María y José cruzando las callejuelas. 
Veían pasar ante ellos jóvenes con corderos cruzados sobre 
los hombros, muchachos que llevaban palomas enjauladas o 
racimos de perdices muertas; pasaban ancianas con telas que 
ellas mismas habían tejido; de vez en cuando cruzaban gru­pos 
de asnos cargados con botijos de vino y de aceite. Todo 
el mundo gritaba ofreciendo algo en venta. Belén estaba lle· 
no de mercaderes. 
No habiendo hallado albergue para él y para María, José 
fue a dar a un establo, hacia el camino del sur. En el esta­blo 
descansaban las bestias de labor de los campesinos que 
iban a Belén, y Se veían allí mulas, bueyes, jumentos y caba­llos, 
cabras y ovejas. Como José y María llegaron tarde, ca­si 
todas las bestias dormían ya. El sitio era pobre, con el te­cho 
en ruinas, las paredes a medio caer, el piso lleno de ex­cremento 
de los animales. Pero había calor, el calor que des-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 177 
pedían las bestias, y un olor fuerte, que resultaba a la vez 
grato, parecía llenar el aire del lugar. 
Cuando el Señor Dios oespertó, ya estaba naciendo Su Hi­jo. 
Nació sin causar trastornos, muy tranquilamente; pero 
igual que todo niño, gritó al sentir el aire en la piel. Gritó, y 
un viejo buey que estaba cerca volvió los ojos para mirarle; 
mugió, acaso queriendo decir algo en su lengua, y su mugi­do 
hizo que una mula que estaba a su lado se volviera tam­bién 
para ver al recién nacido. En ese momento fue cuando 
el Señor Dios abrió allá arriba las nubes y dijo: 
-¡Pero si ya nació Mi Hijo! 
De momento el Señor Dios pareció desconcertado. Nunca 
había El pasado por un caso igual, pues aunque los mundos 
y todo lo que en ellos hay habían sido creados por El, jamás 
habia tenido un hijo directo, nacido de su propia esencia. Lo 
primero que hizo fue preguntarse qué debía El hacer para 
que la gente supiera que Su Hijo había llegado a la Tierra. 
El punto no er,a para ser resuelto a la ligera. Pues sucedía 
que el Señor Dios quería que se supiera que Su Hijo había 
nacido, pero que sólo lo supieran aquellos escasos seres ca­paces 
de comprender lo que ello significaba; más aún, los 
muy contados que podían conmoverse por el nacimiento de 
un niño sin tener que estar enterados de que ese niño era el 
Hijo de Dios. Al Señor Dios le hubiera sido fácil crear de un 
soplo diez docenas de ángeles y enviarlos a la Tierra arma­dos 
de trompetas para que fueran por todas partes prego­nando 
que había nacido Su Hijo, que acababa de nacer en el 
estabLo de Belén y que el Señor iba a proclamarlo como su 
heredero. En ese caso grandes multitudes habrran corrido, 
atropellándose y hasta dándose muerte, cada quien empeña­do 
en llegar antes que los otros, unos cargados de oro, otros 
de mirra y de perfumes, o llevando rebaños de corderos y 
de vacas, pajarillos y plantas raras. Porque sucede que el gé­nero 
humano es así, y acostumbra rendir homenaje a los 
poderosos y a sus hijos, a aquellos de quienes puede esperar
178 JUAN BOSCH 
algún bien o de quienes teme un castigo. ¿Y quién es más 
poderoso que el Señor Dios? 
O pudo El anunciarlo con anticipación, mediante un cata­clismo, 
secando un gran río o mudando de lugar una monta­ña, 
pues que todo eso y mucho más podía hacer. Pudo in­cluso 
haberlo dicho con su gran vozarrón, gritando desde 
allá arriba: 
-jHombres locos, ahora está naciendo Mi Hijo, que va a 
predicar en mi nombre entre ustr:nes! 
y pueblos enteros, con sus gam..dos y sus esclavos, habrían 
salido apresuradamente hacia Belén. Podemos imaginarnos 
a grandes multitudes trasladándose a través de los desier­tos 
y los lugares poblados, cocinando bajo el sol, durmiendo 
a campo raso, enfermándose, muriendo, naciendo, dejando 
los pozos y los estanques sin agua y dando muerte, para ali­mentarse, 
a toda cIase de animales. 
El Señor Dios no aspira a tal movilización. Todo 10 que El 
quería era que unos cuantos hombres, muy pocos -los que 
tUVÍeran el alma limpia y generosa- supieran que ya había 
nacido Su Hijo. Quería decirlo y que sólo lo entendieran al­gunos 
habitantes de la Tierra. 
Como hacía siempre que se veía en aprietos, el Señor Dios 
meditó; nunca hizo El cosa alguna sin antes pensarlo dos ve­ces, 
y en algunos casos hasta tres veces. 
Sentado en medi.o del enorme piso de nubes, el Señor Dios 
veía los cielos llenos de estrellas que iluminaban la inmensi­dad. 
Todas esas estrellas eran soles que El había hecho mi­llones 
de años antes. Era de noche ya, pero nunca es de no­che 
allá arriba, donde El está, porque los espacios están ba­ñados 
por un resplandor indescriptible. En medio de ese res­plandor 
estaba el Señor Dios, sentado como un rey, cogién­dose 
las rodillas con las manos y contemplando las estrellas.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 179 
De pronto llamó a una, un hermoso lucero de color azul cla­ro, 
casi más blanco que azul. Le dijo: 
-iVen acá, tú! 
y aunque el lucero estaba a una distancia fantástica, se 
le vió salir de golpe, a gran carrera, si bien era difícil apre­ciar 
que se movía; se le vio acercarse, con su luz cegadora 
y espléndida, y correr y correr por los cielos en derechura 
hacia el Señor Dios. 
-Vete a la Tierra -le dijo El cuando lo tuvo cerca- y 
p6sate sobre un establo que hay en un pueblo llamado Belén. 
Hay tres establos allí, uno a la salida del camino que va a 
Jerusalén, que queda al norte: otro a la salida del camino del 
oeste y otro a la salida del camino de Hebrón, que queda al 
sur. En este último acaba de nacer Mi Hijo, y es sobre ese 
establo donde debes colocarte. Atiende bien, que no quiero 
equivocaciones. Ustedes los luceros son bastante alocados y 
no ponen la debida atención en lo que se les dice, de donde 
provienen luego grandes errores. Lo primero es atender para 
poder entender. Así es que ya lo sabes: te posas sobre el es­tablo 
que está hacia el sur. 
En un instante se vio al lucero alejarse; iba hacia la tie­rra 
a tal velocidad que en pocos segundos su tamaño pasó a 
ser el de una naranja, y después el de una moneda, y después 
el de un anil1o. 
En un salto se hallaba sobre el establo, aunque bastante 
alto desde luego. Cuando se situó allí dirigió un rayo hacia el 
establo. 
No era muy tarde, y mucha gente estaba despierta; buen 
número se hallaba en las pequeñas calles; algunos charlaban 
y en muchos sitios las gentes encendían hogueras para amor­tiguar 
el frío, que era fuerte aquella noche.
180 JUAN BOSCH 
Pues bien, de toda esa gente que todavía estaba despier­ta 
en Belén, ninguna vio el lucero. Es costumbre de los 
hombres no ver aquellas cosas que antes no se les han 
anunciado, sobre todo si esas cosas son de apariencia humil­de 
o se confunden con las que nos rodean. A pesar de su sig­nificación 
especial, el lucero parecía uno más, una de las tan­tas 
estrellas que llenan los cielos, y la gente que había en 
Belén no se detuvo a verlo.
CAPITULO 111 
Pero cuatro personas vieron el lucero y se sintieron 
atraídas por él, cada una, desde luego, según su manera de 
ser, pues no todo el mundo es igual. 
Una de ellas se hallaba a gran distancia, a distancia 
tan enorme que sólo se explica que viera el lucero porque 
veía con ojos de bondad, capaces de penetrar hasta lo in­creíble, 
y con alma sencilla que adivinaba lo extraordina­rio 
por muy oculto que estuviera. Esa persona er,a un vie­jito 
rechoncho,alegre, de constante buen humor, que tenía 
su vivienda en un lejano país donde en invierno los campos 
se cubrían de nieve y los árboles se quedaban sin hojas y 
los pajarillos tenían que huir a otros climas para no morir 
de frío. El viejo señor acostumbraba vestir de rojo para 
que los niños de las cabañas que había por allí le recono­cieran 
en medio de la nieve cuando él iba a visitarlos; usa­ba 
adornos blancos en las mangas y en la chaqueta, gran 
cinturón negro y altas botas también negras; tenía copio­sa 
barba blanca y llevaba gorro rojo con adornos blancos. 
Era el anciano más simpático que nadie podía ver jamás. Se 
reía siempre, y tanto, que la risa le había arrugado la cara. 
El frío del invierno le enrojecía la nariz y el viento le 
azotaba la barba, pero a él no le importaba. Iba de choza 
en choza para entretener con sus cuentos a los niños; les 
llevaba regalos, y todo el mundo lo quería, todos lo reci­bían 
con alegría y alborozo, todos se llenaban de animación 
181
182 JUAN BOSCH 
cuando veían su estampa rechoncha y roja luchando con 
la ventisca y con la nieve. Tenía varios nombres el buen 
viejo; unos le llamaban Nicolás y los niños muy pequeños, 
que no sabían pronunciar su nombre, le llamaban Colás o 
Claus, pero había otros que le decían Papá Noel. 
Pues bien, el simpático don Nicolás fue uno de los que 
vio el lucero. Iba él con un saquito de juguetes de madera, 
que él mismo hacia en sus ratos de ocio para regalar a los 
niños, cuando vio a la distancia aquella luz. A don Nicolás 
todo le parecía hermoso; nada le desagradaba porque pen­saba 
que cuanto hay en la Tierra tiene algún fin, y que la 
gente que sólo ve el lado feo de las cosas afea la vida de 
los demás y se amarga la suya. Por eso le agradó ver aque­lla 
luz y se quedó con la vista fija en ella. 
-Me gustaría saber qué quiere decir ese lucero -dijo 
en voz alta-, pues por alguna razón está alumbrando tanto. 
Nunca se ha visto que un luc'ero r.lé tal cantidad de luz y 
eso significa algo bUeno. 
Lo que no se imaginaba el viejo era que el Señor Dios 
estaba allá arriba mirándole a él, y que el Señor Dios oye 
a las gentes hasta cuando sólo piensan, razón por la cual 
El sabe lo que hay en el corazón y en la cabeza de cada 
quien. 
Don Nicolás contemplaba la luz y apreciaba la distan­cia 
a que se hallaba. 
-Está muy lejos -se dijo-, pero yo voy a ir allá 
Es verdad que no tengo animal que me lleve, mas no impor­ta; 
iré a pie. 
El Señor Dios oyó aquello y pensó: "¡Caramba con el 
viejo! Si sale a pie, cuando llegue Mi Hijo tendrá barbas. 
Debo ayudarle a hacer ese viaje con la mayor rapidez po­sible". 
Y como a la hora de ayudar el Señor Dios no anda 
dudando, sino que actúa inmediatamente, se arrancó un 
pelo de la ceja derecha y le gritó:
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 183 
-¡Conviértete en reno ahora mismo, y además en tri­neo, 
y vete a buscar a don Nicolás, un viejo que está allá, 
en medio de esa llanura blanca que se ve por el norte! Te 
vas sin perder tiempo y le dices que suba en el trineo, 
que tú lo vas a nevar a donde se halla el lucero. Fíjate bien 
en lo que oyes, porque ustedes los renos son muy dados a 
estar pensando sólo en el pasto de las primaveras y no po­nen 
la debida atención en lo que se les dice. Recoges al viejo 
don Nicolás y lo llevas hasta donde está el lucero, y ahí lo 
dejas, a }a puerta del establo de Belén, y esperas que él 
salga para que lo transportes otra vez a su tierra. No quie­ro 
eqUiVrCaciones; observa que en Belén hay tres establos, 
uno a la salida de... 
-Sl-le interrumpió el reno, un hermoso animal todo 
blanco, con la cornamenta como dos ramas nevadas-, ya 
oí cuando se lo decías al lucero: uno a la salida para Jeru­salén, 
otro hacia el oeste y otro hacia el sur. 
El Señor se quedó mudo de asombro. ¿Cómo podía ex­plicarse 
que ese animal hubiera oído lo que El le decía al 
lucero, si no había nacido todavía cuando El hablaba con 
el lucero? Por primera vez el Señor Dios tenía un misterio 
que resolver. 
-Es que tú olvidas que yo era ceja tuya hasta hace 
poco, y por eso oí lo que hablaste con la estrella -explicó 
el reno como si supiera lo que el Señor Dios se preguntaba 
en silencio. 
-¿Qué es esos de tratarme de "tú", atrevido? 
El Señor Dios estaba simulando una indignación que 
en verdad no sentía. Buscaba confundir al reno para que 
éste no Se diera cuenta de la turbación en que lo había de­jado 
la inteligente observación del animal. Pero no con­siguió 
su propósito, .porque el reno seguía mirándole con la 
mayor frescura. Entonces el Señor Dios le gritó que no per­diera 
el tiempo y que se marchara en seguida, a lo que el 
precioso animal respondió pegando un brinco de más de
184 JUAN BOSCH 
cien millas, seguido del blanco trineo que llevaba atado por 
blancas correas. En cosa de segundos se perdió en la inmQn­sidad. 
Mientras el reno se lanzaba a los espacios, :res per­sonas 
discutían sobre el lucero. Se trataba de UllOS reyes 
del desierto, cada uno de los cuales reinaba en un oasis, los 
lugares donde hay agua en medio de las arenas, allí donde 
crecen las palmeras de dátiles y los pastores se reúnen de 
noche junto con los peregrinos y los mercaderes y los gue­rreros 
para descansar de los trabajos del día. 
Los tres oasis eran vecinos, yeso explica que los reyes 
pasaran muchas horas juntos. Acostumbraban cor¡tarse his­torias 
entre sí, re1atarse los acontecimientos de calla uno de 
los pequeños reinos, explicar cómo cobraban los impuestos 
y cómo administraban justicia; se entretenían jugando aje­drez, 
a lo que eran muy aficionados, y mientras jugaban 
iban comiendo dátiles, que colocaban en una gran bandeja 
de plata, y discutían durante horas enteras el movimienta 
de algunas piezas. 
Entre ellos había uno de muchos años, rostro flaco y 
barba blanca, llamado Gaspar. Era todo un rey por el por­te, 
la mirada de sus ojos, negros como el carpón y la her­mosa 
nariz aguileña. Se ponía Un brillante manto azul lle­no 
de piedras preciosas y un turbante de tela de oro y pa­recía 
más que un rey. Pero tenía mal humor y era muy taca­ño, 
casi avaro. Nunca hubo rey que hablara menos que él, 
ni ninguno que amara más las monedas de oro. Le gustaba 
contar él mismo sus tesoros y a nadie perdonaba una dila­ción 
en pagar los impuestos, por pequeña que fuera la suma 
que debía pagar. Gastaba lo menos posible, y por eso era 
flac'O, pues hasta para comer era económico. Su gran preo­cupación 
era tener más camellos que nadie, y más ovejas 
y más oro y piedras preciosas. A pesar de lo cual en el fon­do 
era un buen hombre, y huía de los que sufrían porque 
si veía a alguien sufriendo acababa ablandándose y dándo-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 185 
le algunoo dátiles o un pedazo de queso. Se contaba que 
cierta vez ordenó que le dieran a un mendigo un vaso de 
leche, y a una vieja que ya no podía trabajar le regaló una 
moneda de plata. Aquello fUe un acontecimiento de gran 
significación, y el propio rey Gaspar se disgustó por su de­bilidad, 
al e,xtremo de que prohibió que se hablara de ello 
en su presencia, tan mal se sentía cada vez que recordaba 
que por su causa en su tesoro había una moneda menos. 
Pero eso sí, el rey Gaspar era justo; no admitía que 
se cometiera ninguna crueldad con sus súbditos, no acep­taba 
que a nadie se le cobrara de más ni Un pelo de came­llo, 
y cuando sabía que alguien había procedido mal mon­taba 
en cólera y mandaba darle veinte azotes, o cincuenta, 
o cien, de acuerdo con el delito que hubiera cometido. 
Otro de los reyes era Melchor, muy distinto de Gas­par 
en su figura, puesto que no tenía tanta estatura pero 
sí más carnes, ni tanta edad aunqúe también llevaba bar­ba 
negra muy bonita, muy bien arreglada y de no más de 
una pulgada de largo. Melchor era de rostro redondo y de 
nariz también redonda; y no tenía la mirada altanera, pues 
sus ojos castaños eran dulces y bondadosos; el pelo, menos 
oscuro que la barba, le caía sobre los hombros. Ese pelo tan 
largo no le quedaba tan bien como el suyo blanco al rey 
Gaspar, hay que reconocerlo, pero él se lo mantenía limpio 
y perfumado con los mejores aceites. 
El rey Melchor se parecía a Gaspar en una cosa: en 
que hablaba poco. Pero jamás tenía mal humor. No era 
parlanchín porque acostumbraba decir sólo aquello que 
le parecía que era necesario y verdadero, razón por la cual 
antes de hablar se medía mucho y meditaba una por una 
las palabras que iba a usar. Era un rey observador y disci­plinado, 
que se levantaba siempre a la misma hora, hacía 
cada día lo que había hecho el día anterior y estudiaba 
cuidadosamente todo problema nuevo. No había maner:a de 
que entrara en guerra con otros reyes. El vivía en paz con
186 JUAN BOSCH 
todo el mundo y afirmaba que respetando los derechos de 
los demás reyes jamás tendría que ir a la guerra. Eso no 
quiere decir que era tímido o cobarde; de ninguna manera. 
Cierta vez que unos guerreros atacaron a gente de su tribu 
y les quitaron unas cuantas ovejas y dos camellos, el rey 
Melctlor montó a caballo -un hermoso caballo blanco que 
era su favorito- y se fue solo a enfrentarse con los asal­tantes. 
Cuando éstos le vieron llegar sin compañía alguna 
pensaron que el rey Melchor había dejado sus guerreros 
ocultos en algún sitio para después exterminarlos por sor­presa, 
y resolvieron devolverle las ovejas y los camellos.· 
Pero la verdad es que Melchor no se había hecho acompa­ñar 
de nadie. Desde ese día todas las tribus del desierto le 
cobraron gran respeto. Como su amigo Gaspar, Melchor 
era rico, pero no tenía mucha estima por sus riquezas; más 
que el oro amaba la paz, y más placer que llevar encima pie­dras 
preciosas le producía ver a su pueblo alegre y saluda­ble, 
Cuando el rey Gaspar y el rey Melchor estaban solos 
resultaba divertido oirles hablar, y sobre todo oirles dis­cutir 
sobre las jugadas de ajedrez. Pues en sus discusiones 
no decían más de tres palabras cada uno, y pasaba tanto 
tiempo entre lo que uno decía y lo que le respondí:a el otro, 
que a veces los que estaban cerca no se acordaban de lo 
que había dicho Gaspar cuando oían lo que contestaba Mel­chor, 
o viceversa. Pero esas discusiones se animaban mucho 
si estaba presente el rey Baltasar. Ese sí que hablaba, y se 
divertía él solo, y él solo se decía y se respondía, se reía 
y se ponía serio. Se trataba de un personaje animado, lleno 
de vitalidad y alegría, que muy difícilmente dejaba a nadie 
terminar de hablar sin que le interrumpiera para contestar­le 
o hacer un chiste, A un mismo tiempo jugaba ajedrez, 
comía dátiles y contaba una historia. Era el rey más raro 
del mundo, porque a la vez que se movía mucho y hablaba 
más, tenía majestad, sobre todo cuando quería tenerla.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 187 
Entonces erguía la cabeza, le brillaban los ojos y abría las 
aletas de la nariz; se ponía altivo y hermoso y parecía crecer. 
Baltasar era negro. Pero no un negro tosco, como mu­cha 
gente imagina que son todos los negros, sino más bien 
de DelIa presencia, muy bien proporcionado, más alto que 
Da¡v, más delgado que grueso. No tenía el color brillante; 
su piel era de un negro apagado. Tenía la frente pequeña, 
las cejas muy dibujadas, los ojos muy grandes, la nariz rec­ta; 
no achatada como la de muchos negros, ni aguileña co­mo 
la del rey Gaspar, ni redonda como la del rey Melchor. 
Sus labios eran gruesos y largos y sus dientes fuertes y 
blancos. Tenía la cara bien cortada, el cuello poderoso, los 
hombros llenos de músculos, y también los brazos. Habla­a 
grandes voces, se reía por nada, y por nada se ponía bra­vo, 
y entonces imponía temor, porque era agresivo y muy 
astuto. Probablemente no había en toda la Tierra rey me­jor 
que Baltasar. Si oía llorar a un niño mandaba sus guaro 
dias a preguntar qué ocurría; si un anciano se sentía en­fermo, 
él núsmo iba a darle las medicinas; si alguien no 
podía pagar sus impuestos, decía: 
-No importa, otro día será. 
Se contaba que una vez que fue a la guerra venció a 
Sl1 enemigo, el rey que había atacado su oasis, y que sus 
guerreros le llevaron un niño prisionero y le dijeron: 
-Mira, rey Baltasar, éste es el hijo de tu enemigo y 
su heredero. Mátalo para que te quedes con su reino y 
repartas sus riquezas entre nosotros. 
Esa era la costumbre de la época; así actuaban todús 
los reyes y por tanto nadie hubiera tomado a mal que Bal­tasar 
decapitara al niño. Pero Baltasar se indignó, dijo que 
lo que le pedían era un crimen, y tomando su cimitarra 
gritó a sus guerreros que el primero que volviera a darle 
consejo parecido iba a quedarse sin cabeza en el acto. 
-¡En el acto! -gritaba, con los grandes ojos enrojeci­dos 
de cólera.
188 JUAN BOScH 
Baltasar vestía con lujo; le gustaba usar un blanco 
turbante que prendía con Un rubí del tamaño de un huevo 
de paloma; se ponía en las muñecas y en los tobillos ajor­cas 
de oro, se colgaba al cuello un gran collar lleno de mo­nedas 
y se ponía un cinturón cuajado de piedras preciosas. 
Pero no usaba manto. 
-El manto no les queda bien a los negros -decía rién­dose. 
Era un hermoso grupo el de los tres reyes; Gaspar 
con su manto azul tachonado de piedras y su turbante do­rado, 
Meldhor con su turbante rojo y su manto amarillo, 
si bien este último no llevaba piedras u otro, porque al rey 
no le agradaba el lujo; BaItasar con su turbante blanco y 
su traje verde, su collar, sus ajorcas y su cinturón. 
Como los tres eran muy limpios, llevaban todo el tiem­po 
pantalones blancos, de seda brillante, muy pegados a 
las piernas, y los tres usaban roja,s babuchas, que Son za­patos 
de tela de punta larga y hacia arriba. Daba gusto ver­los 
en las noches claras, cuando Se sentaban sobre una gran 
alfombra bajo las palmeras a jugar ajedrez. Como reyes de 
Oriente, no usaban sillas ni sillones, sino cojines y las pro­pias 
piernas cruzadas bajo ellos. 
Una de esas noches fue cuando apareció el lucero. Ju­gaban 
Gaspar y Baltasar; junto a ellos, comiendo dátiles en 
silencio, estaba Melchor. Baltasar iba a mover una pieza, 
pero 'se distrajo mirando algo a través de las palmeras. 
Estuvo un momento deslumbrado, un momento nada más, 
y de pronto exclamó: 
-¡Majestades, algo raro está sucediendo en el mun­do! 
¡Miren ese lucero, vean esa luz! ¡Nunca se ha visto 
un lucero como ese! 
Melchor se volvió para ver, pero Gaspar no. Gaspar 
sólo atendía al tablero y estudiaba la posible jugada de su 
contrincante.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 189 
-Juega, Baltasar -dijo. 
Pero Baltasar no tenía intención de jugar, pues se­guía 
mirando hacia el lucero. 
-Sí, algo pasa -comentó muy calmadamente Mel­chor. 
-y a nosotros, ¿qué nos importa lo que pase? -pre­guntó 
con su habitual aspereza Gaspar-. Lo que tenemos 
que hacer es seguir jugando. 
El rey negro no hizo caso; peor aún, se puso de pie 
y abandonó su puesto frente al tablero. 
-¡No señor! -dijo-. Tú estás equivocado, rey Gas­par. 
Lo que anuncia ese lucero debe ser algo muy gran­de, 
y yo no me 10 pierdo. ¡Hay que ir ahora mismo para 
allá a ver qué está sucediendo! 
-¿Ir? 
Esa pregunta de una sola palabra sonó como un re­lincho, 
y quien la hizo fue Gaspar. Del disgusto que le 
causó la proposición del rey Baltasar tiró el tablero a diez 
varas de distancia; inmediatamente, como le sucedía cada 
vez que montaba en cólera, se pUlSO a masticar el aire y 
la blanca barba iba y venía como el rabo de una paloma. 
-Espérate, Gaspar; cálmate y atiende. Creo que vale 
la pena saber qué pasa. 
Ese que habló fue el rey Melchor, lo cual indignó 
más a Gaspar, ¿pues cómo se explica que un hombre sen­sato, 
un rey tranquilo y metódico como Melchor hablara 
de ir a ver qué ocurría? 
-¿Te has vuelto loco? -respondió Gaspar-. Ve tú, 
si quieres, y acompaña a este curioso entrometido. Yo no 
me muevo de aquí. 
-Pues vas a moverte, sí señor -terció Baltasar ges­ticulando 
a diestra y siniestra-o Tienes que ir, porque si 
se trata de algo 'bueno nosotros queremos compartirlo con­tigo.
190 JUAN BOSCH 
--¿Qué bueno ha de ser? ¿Cuándo has visto tú que 
ocurra nada bueno en el mundo? Además, yo no voy a 
dejar mi reino abandonado. ¿Qué sería de mis tesoros? 
El calmoso rey Melchor puso una mano en el hombro 
de Gaspar, y habló: 
-Algo me dice que conviene que vayamos, Gaspar. 
En cuanto a tus tesoros, l1évatelos contigo. Yo voy a ir 
de todas maneras y me llevaré los míos, porque no sé 
qué tiempo gastaré en el viaje. 
-¡No hay más que hablar! ¡Pronto, traigan dos came­llos! 
-gritaba ya Baltasar; y casi antes de terminar, decía: 
-Te quedarás aquí solo, rey Gaspar. Si te ataca algu­na 
tribu guerrera perderás la vida y los tesoros, porque 
Melchor y yo vamos a ver qué significa ese lucero. 
A regañadientes, sin ningún entusiasmo, el rey Gaspar 
admitió ir él también. Pidió un camello más, el mejor 
de los suyos; hizo que le colocaran sus tesoros en dos co­fres 
y vigiló atentamente esa operación. Viéndole actuax:, 
Baltasar y Melchor mandaron a bw;car sus tesoros y en 
poco tiempo los tres reyes se hallaban sobre ricos arne­ses. 
Los guardias reales quisieron acompañarles, pero ellos 
dijeron que no, que irían solos. Ya al salir, Baltasar dijo: 
-Melchor, tú que eres el más juicioso, di hacia dónde 
alumbra el lucero. 
-Es hacia Belén. 
-Bien, ¡pues ya estamos andando hacia Belén! -gri-tó 
Baltasar. 
Y así fue. Sus súbditos se agolparon para verlos par­tir 
en la clara noche, y les gritaban adioses. Los reyes 
notaron que se alejaban muy de prisa, y después obser­varon 
que los camellos no trotaban, sino que parecían 
saltar, y cada vez eran más grandes los saltos, mayores las 
distancias que recorrían en el aire. Apenas podía afirmarse
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 191 
que ponían las patas en tierra. Aquello era la cosa más rara 
que jamás le había sucedido a un grupo de reYe5. 
Es oportuno consignar aquí que hasta el propio rey 
Gaspar se impresionó, y a tal punto que se vio en el caso 
de confesar: 
-En verdad, parece que el lucero anuncia algo extra-ño. 
Palabras a las que ei rey negro respondió con una 
gran risotada, la cual le hizo tragar mucho aire porque 
a esa altura volaban a tremenda velocidad.
CAPITULO IV 
Había sucedido que el Señor Dios también s,e enteró 
a tiempo de que los tres reyes iban camino de Belén. El 
Señor Dios 'estaba esa noche lleno de curiosidad, cosa que 
no debe causar asombro porque se trataba de que Su Hijo 
acababa de nacer, y quería saber quiénes estaban dispues­tos 
a honrar a ese niño. El Señor Dios era de esta opinión: 
"Los hombres son locos y por leso parecen malos, pero uno 
solo, o dos o tres capaces de ser cuerdos, buenos y puros, 
justifican todo mi trabajo, y con que haya dos o tres en la 
Tierra me basta para pensar que mi obra no ha sido un 
fracaso". Esa noche del nacimiento de Su Hijo halló que 
había cuatro, esto es, ~l simpático don Nicolás y los tres 
reyes. A los cuatro los veía El con gran ternura; y de la 
misma manera que pensó que don Nicolás no iba a poder 
hacer el viaje desde sus lejanas tierras nevadas hasta Be­lén 
a pie, y le envió el blanco reno y el trineo, asimismo 
pensó que si los reyes se at'enían únicamente al trote de 
sus camellos llegarían con algunos días de retraso, tras­nochados 
y bastante estropeados. Por eso desde allá am­ba 
El dijo: 
-Vamos, camellitos, apuren el paso y vuelen Un poco. 
Ni que decir que los propios camellos no sabían lo que 
les pasaba, porque a poco ya ni ponían las patas en tierra. 
Sobre ellos, sus jinetes se llenaban de asombro, tal vez con 
193
194 JUAN BOSCH 
la excepción de Baltasar, a quienes los sucesos extraños le 
producían alegría. 
De esa manera, volando en vez de trotar, las hermo­sas 
bestias del desierto llegaron como exhalaciones a Be­lén; 
ya un tiempo, como si supieran qué hacían, doblaron 
sus rodillas en la puerta del establo. El primero de los 
tres reyes que se tiró de su camello fué Baltasar. Al aso­marse 
a la puerta vió a una hermosa y joven mujer que 
envolvía a un recién nacido en blancas telas, a un hombre 
de negra barba que le ayudaba en su tarea, a un calmoso 
buey echado, que rumiaba y parecía reflexionar sobre lo 
que estaba a su vista, y a una mula que mordisqueaba pas­to 
s'eco. Por el roto techo del establo entraba la vivÍs'ima 
luz del lucero, llenaba de resplandor al grupo de la mujer, 
el hombre y el niño, y daba tal transparencia al cuerpo del 
niño que éste parecia hecho en el más fino de los cristal'es. 
El rey Baltasar, el alegre y bondadoso rey del desier­to, 
tenía un corazón puro, un corazón de ,esos que recono­cen 
la verdad y no la niegan. En un segundo había obser­vado 
que a pesar de estar recién nacido, aquel niño tenía 
los ojos abiertos e iluminados, ojos a la vez daros y pro. 
fundos, como los de los ser,es que han visto cuanto hay 
que ver en la vida. Entonces Baltasar gritó, volviéndose a 
Gaspar y a Melchor, que todavía estaban sentados sobre 
sus camellos: 
-¡Majestades, aquí hay un niño que debe ser el Hijo 
de Dios! 
Esas palabras sorprendieron a José, quien no pudo 
menos que preguntar: 
-¿Tan pronto le llegó la noticia, señor? 
Melchor se asomó a la puerta antes que Gaspar. Tam­bién 
él miró, sólo que lo hizo con su acostumbrada calma, 
estudiando la escena con mucho detenimiento. Ya se sabe 
que Melchor no se aventuraba a dar opiniones si no estaba 
muy seguro de lo que diría.
cUE'N'TOS ESCRITOS EN EL EXILIO 195 
-¿Es o no es ese niño el Hijo de Dios? -le preguntó, 
lleno de entus'iasmo, el rey Baltasar. 
Pero Melchor meditó todavía un poco más; alzó los 
ojos para cerciorarse de que la luz que alumbraba al her­moso 
grupo era la del lucero; contempló con verdadero in­terés 
al niño, y terminó admitiendo: 
-Sí, ese niño es el Hijo de Dios. 
Al oír al sereno y juicioso Melchor hablar así, el co­razón 
del rey Baltasar se desbordó de alegría. En verdad, 
parecía haberse vuelto loco. Corrió hacia la puerta excla­mando: 
-¡Es el Hijo de Dios, rey Gaspar! ¡Tenemos que dar­le 
nuestros tesoros! ¡Ha sido una su~erte traer los tesoros 
para que podamos ofrendárselos ahora al niño! 
Oír Gaspar tales exclamaciones y saltar como si lo 
hubiese picado un animal venenoso, fue obra de un segun­do. 
-¿Qué dislates son esos, rey Baltasar? ¿Te has vuel­to 
loco? ¿Crees tú que yo vaya darle mis tesoros al pri­mer 
niño que encuentre? ¡Señor -agregó, elevando los 
brazos al cielo y levantando su cabeza, lo cual era un es­pectáculo 
bastante cómico, visto que todavía estaba sobre 
el camello y éste se hallaba arrodillado-, este desdichado 
rey negro ha perdido el juicio y quiere que lo pierda yo 
también! 
Pero el rey Baltasar no ponía atención en las quejas 
de su amigo y compañero. Se dirigió a su camello y comen­zó 
a descargar los tesoros. Viéndole actuar,el r,ey Gaspar 
casi enloquecía. 
-¡Melchor, rey Melchor! -gritaba, apelando al buen 
juicio de su amigo y colega-o ¡Este loco va a darle sus 
tesoros a ese niño porque dice que es el Hijo de Dios! 
Con su gran paciencia, Melchor le contestó: 
-Sí señor, es el Hijo de Dios, y yo también voy a¡ po­ner 
mis tesoros a sus pies.
196 JUAN BOSCH 
A poco más pierde la razón el rey Gaspar. Estaba lí­vido. 
Era, en verdad, un rey de mal humor, que necesita­ba 
de muy poca cosa para sentirse colérico, y cuando se 
ponía así la barba le subía y le bajaba sin cesar, del cuello 
a la nariz y de la nariz al cuello. Preguntaba ahogándo­se: 
-¿Pero cómo es posib}e que le den a ese niño todos 
sus tesoros? ¿No comprenden que van a quedarse en la 
miseria? ¿Y yo, qué va a ser de mí? ¿Creen ustedes que yo 
voy a arruinarme porque ustedes se empeñen en creer que 
ese recién nacido es el Hijo de Dios? ¿Quién me lo asegu­ra? 
-No charles tanto, rey Gaspar -dijo Baltasar-; nos 
lo asegura el corazón, que nunca se equivoca. Ve tú a 
verlo y después di lo que quieras. 
-jClaro que iré, y ya verán ustedes que ése no es 
el Hijo de Dios! 
Ocupado en descargar sus tesoros, Melchor no habla· 
bao 
El rey GaspM" se lanzó de su camello, y tanta ira lleva­ba 
que se 'enredó los pies y cayó de narices ,en el polvo. 
Pero se levantó de prisa y entró al establo dispuesto a pro­bar 
que sus dos amigos estaban 'equivocados. Sin embargo, 
he aquí que al cruzar lá puerta quedó alelado; allí estaba 
el grupo. El hombre y la mujer se veían en actitud de ado­ración; 
el niño sonreía al viejo rey malhumo~ado; el buey 
y la mula parecían observarlo, como si dijeran; "Vamos a 
ver cual es ,ahora tu opinión". 
Algo sintió el rey en su corazón; como una música, co­mo, 
una In z, como un calor suave y bienhechor. Elevó los 
ojos hacia el techo y creyó que hasta el lucero esperaba 
sus palabras. Poco a poco fue acercándose al grupo; cayó 
de rodillas, tomó una mano del niño y dijo: 
-El Señor te bendiga, preciosa criatura.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 197 
y entonces se puso de pie y caminó hacia su camello. 
El rey Baltasar y el rey Melchor iban entrando ya con sus 
tesoros; el primero sonrió con bastante indiscreción, casi 
burlándose del viejo rey Gaspar. Pues el rey negro del de­sierto 
era más franco de lo necesario y con sus ribetes de 
burlón. Pero Melchor ni siquiera alzó los ojos. Ya afuera, 
Gaspar sacó de uno de los cofres dos monedas de oro y se 
las guardó en su cinturón. 
-El Señor Dios me perdonará si me quedo con éstas 
~dijo-, pero yo no quiero exponerme a estar completa­mente 
arruinádo como este par de locos. A lo mejor más 
tarde hacen falta estas monedas para que ellos mismos no 
se mueran de hambre. 
Después cogió sus tesoros y los llevó hasta los pies del 
niño. Muy silenciosamente, los tres reyes abrieron sus co­fres, 
y la luz del lucero sacaba brillo de los rubíes, las es­meraldas, 
los brillantes y el oro que había en ellos. Tanto 
era el brillo que el buey volvió sus pesados ojos hacia la 
mula, como queriendo decirle: "Fíjate cuántas cosas her­mosas 
han traído estos tres reyes". Con lo cual pareció es­tar 
de acuerdo la mula, porque también ella miró al buey 
y después fijó la vista en los abiertos cofres. 
No sólo el buey y la mula, sin embargo, contemplaban 
aquel montón de riquezas; también el Señor Dios las veía 
desde arriba. Las veía y sonreía moviendo de un lado a otro 
la gran cabeza. Se sentía feliz el Señor Dios, no 'Por los 
tesoros, sino porque su ofrenda significaba un homenaje a 
Su Hijo. Y como de vez en cuando al Señor Dios le gustan 
las travesuras, se reía de que el cólerico y viejo Gaspar 
hubiera guardado dos monedas de oro. 
-Ese reyes un gran tipo -decía; y por la blanca bar­ba 
de Gaspar le llegó a la memoria la de don Nicolás, ra­zón 
por la cual se preguntó:- ¿Pero qué será de ese otro 
viejo? ¿Por qué no habrá llegado todavía? ¡De seguro que
198 JUAN BOSCH 
el tonto del reno se ha distraído! Los renos sólo piensan en 
el pasto. ¿Dónde estará ahora? 
Buscando con la mirada alcanzó a verlo: volaba a ve­locidad 
increíble. El brioso animal partía los aires, con las 
patas de atrás juntas y extendidas, las delanteras dobladas 
por las rodillas y también juntas, el poderoso cuello ergui­do, 
la linda cabeza derecha y abiertas las ventanas de la 
nariz. Atrás, en el trineo, muy sonreído y muy tranquilo, 
iba don Nicolás. Llevaba sobre las piernas el saquito lleno 
de juguetes de madera, con el cual, echado al hombro, iba 
de choza en choza cuando cayó del cielo, a su lado, el reno 
con el trineo. El reno habló para decir: 
-Me parece que tú eres don Nicolás, ¿no? 
-Sí, s'OY yo -oyó que le respondieron. 
A lo que, sin perder tiempo, replicó el reno: 
-Entonces súbete aquí, porque el Señor Dios dice que 
si haces el viaje a pie hasta donde ves la luz, llegarás un 
poco cansado. 
Don Nicolás no era hombre de formular muchas pre­guntas, 
ni andaba buscándoles dificultades a las cosas, de 
manera que le pareció lo más natural del mundo aprove­char 
la oportunidad que le ofrecían, y ni corto ni perezoso 
se acomodó en el trineo. A poco notó que iban volando, co­sa 
que no le sorprendió porque tampoco tenía él la 
costumbre de sorprenderse: en esta vida todo puede suce­der, 
hasta 10 más inesperado. Pero creyó del caso hacer 
algún comentario; así 'es que le preguntó al blanco animal. 
-¿Tú eres un reno o un avión? 
A pesar del ruido del aire, que era mucho, el reno le 
oyó porque volvió la cabeza para responderle: 
-No hagas preguntas, porque no puedo perder tiem­po. 
El Señor Dios es muy estricto cuando da órdenes y yo 
recibí la de llevarte cuanto antes a Belén. Por esa razón 
vamos volando, no porque yo sea avión ni cosa pa­recida.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 199 
-Bueno, bueno -explicó don Nicolás-, no es mi in­tención 
causarte enojos. Si lo de avión te ha molestado, 
dalo por no dicho. Lo que sí desearía que me explicaras es 
eso de Belén. ¿Qué es Belén? 
-Siento no poder decírtelo, pero ni yo mismo lo sé. 
Agárrate, no vayas a caerte, porque dentro de poco vamos 
a llegar y en Belén no hay nieve. Si te caes te rompes por 
lo menos una costilla. 
-¿De manera que me traes volando tan lejos para que 
me rompa una costilla? No lesperaba eso. Pero en fin, hágase 
la voluntad de Dios -comentó Nicolás. 
-Eso mismo digo yo yeso es lo que estoy haciendo 
-afirmó 'el reno. 
Fue exactamente cuando terminó de decir esas pala­bras 
cuando el Señor Dios acertó a verlos desde su altura. 
Cuando el reno y su pasajero se acercaban, el lucero 
parecía despedir mayor luz. E,ra una fuente de resplandor, 
una creciente semilla de claridad, el más espléndido es­pectáculo 
que podía disfrutarse en la Tierra. Hasta el reno 
quedó deslumbrado. 
-¡Qué luz tan limpia! -dijo. 
Don Nicolás opinó en alta voz que mejor que Vler al 
lucero en ese momento era ver la tierra para saber donde 
iban a bajar. Estaba preocupado por la integridad de sus 
costillas. 
-Ese es un problema mío que resolveré por mí mis­mo. 
y no me distraigas, que ya estamos llegando -explicó 
el reno. 
Así era. Un instante después el hermoso animal ponía 
sus cuatro patas a la puerta del establo, yel trineo, que 
había descendido con tanta suavidad como si se hallara so­bre 
montones de algodón, chirriaba ligeramente al sentirse 
frenado por el suelo. 
-¿Aquí 'es? -preguntó doh Nicolás. 
-Aquí -respondió el reno.
200 JUAN BOSCH 
Don Nicolás descendió, con alguna dificultad porque 
era grueso y de bastantes años. Súbitamente 'el reno se des­hizo 
en el aire, con todo y trineo. Don Nicolás 10 vió des­hacerse, 
pero tampoco eso le resultó extraño. E,ra costum­bre 
suya no asombrars'e de nada. Con su saco al hombro, 
se dispuso a entrar en el establo. 
Pero en ese momento salían de allí tres hombres ves­tidos 
lujosamente, con trajes que él jamás había visto ni 
imaginado. El primero en salir fue un negro de arrogante 
estampa, vestido de verde con turbante blanco; le seguía 
Un anciano flaco, muy altivo, de manto azul y turbante do­rado, 
en cuyo rostro destacaba una barba blanca; por úl­timo, 
iba un señor de talla mediana, también mediana­mente 
grueso, de barba négra y corta y manto amarillo y 
turbante rojo. Los tres salían COn expresión feliz. 
-¿Quiénes serán estos señores? -se preguntó don Ni­colás, 
y se quedó mirándoles, a la vez que los tres le mira­ban 
a él, tal vez sorprendidos por su figura, su ropa tan 
desusada en esos parajes, su barriga saliente y su semblan­te 
alegre. 
Los reyes comenzaron a hablar entre sí. El negro 
avanzó hacia su camello y de pronto se puso a gritar: 
-¡Majestades, vengan a ver; aquí ha sucedido algo 
raro! ¡Los camellos están cargados de tesoros! 
Melchor y Gaspar corrieron a comprobar lo que de­cía 
su compañero Baltasar, y los dos se quedaron mudos de 
asombro ante aquellas riquezas. Allí había muchas veces 
más tesoros de lo que ellos habían dejado a los pies del 
niño. No podían comprenderlo. Melchor, si,empre sensato, 
estudió la situación en silencio y después dijo: 
-Aquí debe haber un error, majestades. Propongo 
que averigüemos quiénes son las personas que olvidaron 
estas riquezas, y que se las devolvamos cuanto antes. Es 
posible que haya habido un cambio de camellos y que és­tos 
no sean los nuestros, sino otros.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 201 
¿Para qué dijo tal cosa? El rey Gaspar por poco lo ful­mina. 
Saltó con la agilidad de un mono y quería meterle 
los puños por los ojos. 
-¿Estás loco? -decía-o ¿Cómo se te ocurre decir 
eso? ¿Qué persona con dos dedos de frente va a dejar aban­donados 
tres camellos cargados de riquezas? ¿No ves, ade­más, 
que éstos son nuestros camellos? ¿Estas tan ciego que 
no los reconoces? 
Baltasar terció para decir: 
-Majestades, puede ser que sea un regalo del Señor 
D:os en vista de que le hemos dado a Su Hijo cuanto tenía­mo~. 
El rey Gaspar no necesitaba explicación tan 'estimu­lante 
para estar de acuerdo con sU amigo, y olvidando las 
muchas veces que él había criticado a Baltasar por ligero, 
afirmó: 
-Así es, sin duda alguna. Baltasar siembre acierta por­que 
este negro es muy inteligente. Además, ya es tarde, 
nosotros estamos cansados, y yo opino que lo más pruden­te 
es que volvamos a nuestros reinos y allá hagamos las ave­riguaciones 
del caso. Yo, por lo menos, me voy ahora mis­mo. 
Dicho y hecho: se trepó en su camello yen el acto sa­lió 
al trote. Baltasar dijo: 
-No lo dejemos ir solo, Melchor, porque podría suce­der 
que un grupo de bandoleros le asaltara en el camino. 
y como Melchor estuviera de acuerdo, con la salveda-d 
de que al llegar debían investigar ,el origen de los tesoros, 
montaron y se fueron. Tuvieron que hacer trotar a las bes­tias 
para alcanzar a Gaspar, que iba ya bastante lejos, siem­pre 
murmurando: 
-¡Pero qué cambio el de Melchor! ¡Ha perdido el 
buen juicio ese pobre rey! ¡Proponer que hiciéramos ave­riguaciones 
a esta hora!
202 JUAN BOSCH 
Mientras ellos se alejaban, el bueno de don Nicolás 
los veía desde la puerta del establo y el Señor Dios desde 
su agujero en las nubes. Don Nicolás pensaba: "Son raros, 
pero simpáticos". Y el Señor Dios: "La verdad es que Mi 
Híjo ha sido honrado debidamente por esos reyes". 
En su satisfacción, El no sabía a cuál prefería. Le ha 
bían gustado el entusiasmo del negro y la tranquilidad! de 
Melchor, pero le habían hecho sonreír las inquietudes y la 
picardía de Gaspar. 
Estaba sonriéndose todavía el Señor Dios cuando don 
Nicolás decidió entrar al establo. Quería ver qué había 
en aquel destartalado caserón en cuyo interior entraba a 
raudales la luz del lucero. Se oían adentro balidos de ove­jas 
y ruidos de animales que se movían. Don Nicolás se 
asomó a la puerta, ¡y qué conmovedora escena la que vie­ron 
sus ojos! Del lucero caía un rayo de luz sobre el niño; 
éste dormía de la manera más plácida imaginable sobre un 
montón de heno seco; a su lado, contemplándole con arro­bo, 
estaba una joven y bella mujer en cuyo rostro se adi­vinaba 
la dicha maternal; cerca de ambos, un señor de ne­gra 
barba preparaba pedazos de madera para encender una 
hoguera, porque la noche era fría. Sin embargo no era en 
el grupo humano, y en sU honda paz, donde estaba la parte 
conmovedora de la escena; era en su fondo. Pues tras la 
mujer, el hombre y el niño se hallaban varios de los ani­males 
del establo ---el buey, una vaca, un asno y una ove­ja-, 
y todos miraban fija y dulcemente hacia el niño, con 
ojos casi humanos, como si comprendieran que esa criatu­ra 
que dormía sobre el montón de heno no era igual que 
todos los niños del mundo. En su candor de viejo bonda­doso, 
a don Nicolás no se le escapó la extraña atención de 
los animales. Pensó: "Los animales sólo se sienten atraí­dos 
por las almas puras, yeso quiere decir que este niño
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 203 
ha nacido con un alma excepcional". Pero no dijo eso ni 
nada parecido; sólo dijo: 
-Buenas noches, señores. 
José levantó la cabeza y dejó de atender a su hoguera. 
La figura de don Nicolás le causó verdadera sorpresa ¿De 
dónde llegaba ,ese viejo gordo y bonachón? Jamás había 
visto él a nadie que vistiera así ni que tuviera ese aspecto, 
pse cutis tan rojizo, esos ojos tan azules, esas cejas tan lar­gas 
y tan blancas. El rostro del recién llegado tenía un aire 
fuera de lo común. Por Id demás, hablaba con voz pausada 
y alegre. 
-Bienvenido a este lugar -dijo José. 
-Creo que esto es Belén; por lo menos, eso explicó el 
reno ---expuso don Nicolás por decir algo para 'empezali la 
conversación. 
José pensó: "¿De qué reno hablará? ¿Qué será un 
reno?" Pero se tranquilizó con la idea de que tal vez "re­no" 
era el nombre de alguna persona a quien él no conocía. 
-Sí, esto es Belén -explicó- y ,esta casa es el esta­blo, 
mejor dicho, uno de los establos de Belén. 
-Yo he venido aquí sin saber cómo ni por qué, señor, 
-dijo don Nicolás-, pero lo cierto es que me alegro de ha-ber 
venido porque en mi vida había visto niño tan bello, 
tan sano y tan tranquilo. Me parece que si Dios tiene un 
hijo deberá ser así: 
José miró entonces a María y ambos sonrieron. 
-Señor -dijo José--, usted no anda errado, por 
que ese niño que duerme ahí es 'el Hijo de Dios. 
-Ah, claro. Tenía que ser. Eso es lo que me ha traído 
hasta aquí, 'el sentimiento de que algo grande había suce­dido 
por estos lados -explicó don Nicolás como si hablara 
consigo mismo y como si no hubiera más gente allí. 
José se puso de pie y se a,cercó a don Nicolás; luego, 
mostrándole los cofres abiertos, dijo: 
-Mire lo que le han traído los reyes del desierto.
204 JUAN BOSCH 
Don Nicolás contempló las joyas, las piedras preciosas, 
el marfil, las monedas; pero lo miró todo sin mayor interés. 
-Sí, muy hermoso. También yo le traigo algo. No son 
tesoros porque soy pobre. Se trata de juguetes de madera 
que yo mismo hago, ovejas y patos y caballitos tallados en 
pedazos de árbol. . 
Con movimientos muy naturales don Nicolás se descol­gó 
el saco del hombro, lo abrió y comenzó a sacar sus jugue­tes. 
María tomó uno de ellos y se lo llevó a la cara. 
-¡Qué lindos son, señor! -dijo. 
-Gracias, señora, pero yo sé que no son lindos ni ri-cos; 
sólo que se los ofrezco al niño de todo corazón. 
-¿No quiere calentarse y tomar -algo? -preguntó 
José, que se sentía ,conmovido Y'l10 hallaba qué decir ni que 
hacel". 
-No, porque el reno me espera y tenemos que hacer 
Un viaje muy largo. 
-Pero .debería descansar un rato aquí con nosotros, 
señor -opinó María. 
-No, no puedo. Debo irme. Quisiera darle un lencargo, 
señor; quisiera que le dijera al Señor Dios de mi parte que 
tiene el hijo más bello y más sano del mundo, que me ha 
dado mucha alegría conocerlo y que si ese niño va alguna 
vez por mis tierras yo le guardaré muchos juguetes. Y bue­nas 
noches, señores. Muy buena suerte para usted, señora. 
En diciendo esto, don Nicolás dió la espalda y salió. Se 
sentía feliz; había visto un niño hermoso y una escena de­licada, 
y a él lo bello le hacía dichoso. Además siempre re­cordaría 
esa extraordinaria luz que bañaba el establo y ha­cía 
transparente el cuerpo del Hijo de Dios. Al salir vió que 
del aire mismo se formaba el reno. 
-Vámonos, que se hace tarde y no quiero líos. Por 
aquí jamás han visto un reno y la gente podría asustarse 
si me ve -dijo el animal.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 205 
Don Nicolás trepó en el trineo, con la misma tranquilidad 
de antes a pesar del mal rato que pasó cuando se acerca­ban 
al establo. Instantes después iban volando a centena­res 
de millas por minuto y a alturas que daban vértigo. En 
medio de su vuelo, ,el reno pensaba: "Me dan ganas de pa­sar 
cerca del Señor Dios para que nos vea y sepa que ya 
está hecho todo lo que me pidió". Lo cual era gran tontería 
del reno, porque pasara lejos o cerca, ,el Señor Dios esta­ba 
mirándole: le seguía a través de los espacios, desde su 
agujero en las nubes. Al paso del animal, el Señor Dios se 
puso a pensar así: "Dentro de un momento don Nicolás 
se hallará de nuevo en sus tierras y quizás piense que ha 
soñado. Pero no ha soñado. Ha ofrendado a Mi Hijo sus ju­guetes, 
le ha dado el cariño de su corazón. De acuerdo con 
su carácter y sus medios, ha ,estado a la altura de los tres 
reyes. Mi Hijo ha sido debidamente honrado". 
En eso bostezó. Tenía sueño el Señor Dios. El Señor 
Dios era un consumado dormilón, y hay personas que pien­san 
que con ello El ha dado mal ej<emplo a algunos hom­bres, 
lo cual es señal de gran ignorancia. Pues sucede.que 
antes, millares de siglos antes,el Señor Dios estuvo millo­nes 
de años sin dormir un segundo, trabajando día y no­che. 
Fue cuando hizo los mundos. Hay miles de millones 
de mundos, y El los hizo uno a uno. El soplaba y decía: 
¡¡Tú, soplo, hazte un mundo". Y ya estaba. Primero hacía un 
sol, después varios mundos para que rodaran alrededor de 
ese sol. Creó millones de soles y miles de millones de mun­dos. 
Cada vez que hacía uno de éstos lo lanzaba bien le­jos, 
y le decía "Tú girarás en esa dirección y de ahí no te 
saldrás nunca. Ten cuidado, porque ustedes los mundos son 
dados a no atender cuando se les habla y después se ponen 
a hacer disparates, y si tú haces alguno te convierto en co­meta 
para que viajes sin cesar de un extremo a otro del 
firmamento. O te hago reventar". Y de sus manos saHeron 
soles, mundos y mundos, todas esas estrellas que se ven
206 JUAN BOSCH 
de noche e infinito número que no pueden verse. Jamás 
descansaba. Cada uno de ellos le consumía por lo menos un 
día y una noche de trabajo, de manera que el Señor Dios 
estuvo millares de millones de días y de noches sin descan­sar 
y sin dormir, lo cual explica que después sintiera 
sueño constantemente. Era, pues, una gran tontería de al­gunos 
hombres echarle en cara que fuera dormilón. 
Pero además de todas esas razones, el Señor Dios no 
tenía por que estar despierto siempre. Pues ocurre que 
después de haber hecho tantos mundos El escogió la Tierra 
y en ella creó los animales, las aves y los peces, los insec­tos 
y los microbios, creó las plantas, desde los grandes árbo­les 
hasta las rosas y las yerbas, hizo los mares, los lagos y los 
ríos; y al fin creó al hombre y a la mujer. Cuando éstos 
estuvieron creados, el Señor les dijo: "Ahí tienen la Tierra 
para que la pueblen". Y les dió inteligencia a fin de que la 
usaran en conquistar la felicidad. Hecho todo eso, ¿de qué 
más tenía que ocuparse? La verdad es que de nada más, 
y como se aburría mucho sin compañía alguna allá arriba, 
lo mejor que podía hacer era dormir. 
Esa noche del ,nacimi'ento de Su Hijo, sin embargo, no 
se durmió inmediatamente porque estaba pensando en los 
tres reyes y en don Nicolás. Pensaba El que algo debía ha­cerse 
para que 'ellos le recordaran siempre a la humanidad 
el nacimiento de Su Hijo. Y de pronto halló la solución; la 
halló y la dijo en voz alta, a pesar de que era innecesario 
puesto que nadie le oía. He aquí lo que dijo: 
-A partir de este momento los cuatro serán inmorta­les 
y cada año irán de casa en casa repartiendo juguetes 
entre los niños. 
Acabando de hablar, empezó a acomodarse para dor­mir. 
Mas resultó que alguna idea le bulló en la gran cabe­za. 
Pensó: "Pero los pobres reyes van a resfriarse si reco­rr, 
en las tierras de las nieves, y el buen viejo don Nicolás
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 207 
se ahogará de calor si tiene que visitar a los niños de los 
países cálidos". Y ese pensamiento le desveló un poco. 
Tornó a dar vueltas, se arropó con una nube, bostezó de 
nuevo. 
-Ah, caramba -dijo de pronto, golpeándose la fren­te 
con una mano, y de nuevo en alta voz-, si la solución 
es tan fácil. Lo mejor es que don Nicolás visite las casas 
de niños que viven en los países de niev;es y los reyes las 
de los que viven en las tierras calurosas. Así se les evitan 
a los cuatro enfermedades y contvatiempos. 
El Señor Dios, sin embargo, olvidó que don Nicolás 
viajaría en trineo y llevado por un reno veloz, mientras 
los reyes cabalgarían camellos, animales más lentos, razón 
por la cual el primero podría llegar siempre el día de la 
Navidad mientras que los s,egundos perderían tiempo y 
llegarían más tarde, quizá dos semanas después. Pero ese 
era un detalle casi sin importancia. El S'eñor Dios tenía 
demasiado sueño para detenerse en detalles. Se dispuso, 
pues, a dormir, y en el acto estaba roncando. 
Allá abajo, en Belén, se oyeron ruidos que procedían 
del cielo. 
-¡Va a llover, va a haber tormenta! -decía la gente 
mientras se apresuraba a recoger sus cosas y buscar abrt­go-. 
¡Ya está tronando! 
Pero no había tales truenos. Lo que ellos oían eran los 
ronquidos del Señor Dios, que duraron toda esa noche. A 
la salida del sol dejaron de oirse, 10 cual no significaba, en 
manera alguna, que el Señor Dios había despertado; al 
contrario, dormía más profundamente. Ese sueño dur6, 
por cierto, varios años.
CAPITULO V 
Mientras el Señor Dios dormía Su Hijo crecía en la 
Tierra, se hacía hombre y salía a predicar la palabra de Su 
Padre. 
-Amaos los uno,s a los otros -decía a las multitu­des-, 
no hagas a tu prójimo lo que no quieres que te ha­gan 
a ti, y recuerda que serás medido con la vara ¡con que 
midas a los demás. 
El Hijo del Señor vestía con humildad, andaba des­calzo 
por los caminos polvorientos de Galilea, visitaba a 
10,5 pobres y a los enfermos, curaba a los paralíticos y ha­cía 
hablar a los mudos; los ciegos recobraban la vista con 
sólo tocar sus vestiduras. 
-¡Jesús cura a los enfermos y devuelve la paz a los 
,espíritus, Jesús predica el perdón de los pecadores y la vi­da 
eterna! -decían los hpm1)res, las mujeres y los niños, 
llenos de asombro- ¡Jesús multiplica los panes y los pe­ces; 
Jesús el Cristo es el Hijo de Dios! 
Cubierto con sus vestiduras humildes, descalzo y que­mado 
por el sol, el Hijo de Dios parecía, sin embargo, un 
rey. Pues tenía el porte digno, la mirada benevolente y 
señorial, los gestos tranquilos, la voz dulce. Predicaba bajo 
los árboles, rodeado de gente, o a orillas del lago; dormía 
en las barcas o en las chozas de los pescadores. Les decía 
a los hombres que abandonaran la crueldad, que no vie­ran 
sólo lo feo y malo de los demás, sino lo bello y limpio; 
209
210 JUAN BOSCH 
que no despojaran a nadie de lo suyo; que todos eran crea­ción 
de Dios que había hecho la· Tierra para la felicidad 
de todos. J'esús, el niño que había nacido en el establo de 
Belén aquella noche en que el lucero alumbró la ruta de 
don Nicolás y de los reyes, hablaba para que los hombres 
supieran cuál era el deseo del Señor Dios. El era el maes­tro 
que el Señor Dios había elegido para que enseñara a 
la humanidad a vivir en la paz yen el amor. 
-En verdad de verdad os digo que aquellos que sean 
buenos y puros de corazón se sentarán conmigo a la diestra 
de Mi Padre -aseguraba Jesús. 
En los atardeceres llegaba de las montañas una brisa 
que se refrescaba cuando pasaba sobre las aguas del lago; 
las estrellas comenzaban a parpadear a los lejos, los paja­rillos 
volaban torpemente, aturdidos por el sueño, hacia 
los nidos donde sus polluelos los esperaban, y Jesús se 
apartaba entonces de las multitudes, se retiraba un poco, 
entre las grandes piedras o entre los escasos árboles que 
de vez en cuando se veían cerca de los caminos, y allí ora­ba 
pidiendo a Dios que le diera fuerzas para convencer a 
los hombres de que cambiaran la cólera por la dulzura, la 
codicia por la generosidad, la crueldad por la justicia. 
Pero el Señor Dios sabía que deberían pasar miles de 
años antes de que los hombres se dejaran guiar por las pa­labras 
de Jesús. Muchos las oirían y las seguirían, pero 
otros muchos lucharían para que nadie las oyera. Pues en 
la Tierra había gentes que vivían lujosamente gracias a 
que eran crueles y atemorizaban a los demás para despo­jarlos 
de sus bienes, a que er.an codiciosos y querían las 
riquezas del mundo para ellas solas. Esas gentes tuvieron 
miedo de las prédicas de Jesús, le hideron preso y le acu­saron 
de faltar a la ley de Dios. Así como los reyes y don 
Nicolás, cuando El nació, creyeron que era el Hijo de Dios 
sin que necesitaran oírselo decir a nadie -porque ellos 
eran puros de corazón y no temían a la llegada del Hijo
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 211 
de Dios a la Tierra-, y así como cuando El fue hombre 
mucha gente humilde y buena creyó en El y le siguió por 
los caminos y le daba albergue y pan; así los grandes se­ñores, 
que eran coléricos, codiciosos y crueles, le odiaron 
porque El predicaba el perdón, la bondad y la justicia, y 
eso era lo contrario de lo que ellos llevaban en sus almasl 
Rodeados de hombres con 'espaldas y lanzas, fueron una 
noche al huerto donde El oraba y le hicieron preso. Esa 
noche le abofetearon; al otro día le vistieron de blanco, 
que era el traje de los locos; le pusieron en la cabeza una 
corona de espinas y en el hombro una pesada cruz de ma­dera, 
y a latigazos y pedradas le hicieron subir un cerro. 
Desfallecido de hambre y agotado por el maltrato, Jesús 
caía a menudo bajo la cruz, pero a golpes le obligaban a, 
levantarse de nuevo. Cuando llegaron a la cima lo clava­ron 
sobre la cruz, por las manos y los pies, y después 
metieron la cruz en un hoyo. A ambos lados pusieron en 
dos cruces a dos ladrones, como para que Ja gente creyera 
que Jesús era también un ladrón. En el extremo de 
una caña de bambú colocaron una esponja llena de hiel 
y vinagre, y cada vez que J'esús se desmayaba a causa del 
dolor le hacían beber esa mezcla. Muchos dlesdichados que 
ignoraban por qué lo hacían daban gritos de contento al 
pie de la cruz; otros, asustados, se escondían en las faldas 
del cerro; otros lloraban en silenCÍ'o. Al final le dieron una' 
lanzada a Jesús en un costado, y entonces El dijo, con 
voz de moribundo: 
-Padre, padre, ¿por qué me has abandonado? 
La queja de Su Hijo subió velozmente a los cielos y 
despertó al Señor Dios. De inmediato mi:r:ó hacia la Tierra 
y vió allá abajo, sobre un cerro pelado, a Su Hijo que pen­día 
de una cruz. La indignación le sacudió. ¡Los locos de 
la Tierra habían crucificado a Su Hijo mientras El dor­mía, 
le habían martirizado, le habían escarnecido y tor-
212 JUAN BOSCH 
turado sólo porque predicaba la palabm de Dios! Se in­dignó 
tanto que hizo temblar aquel cerro; saltaban las pie­dras 
por los aires, cruzaban el aire los relámpagos y en 
medio del día las tinieblas de la noche descendieron sobre 
las cabezas de los que habían crucificado a Jesús. En ese 
momento, Jesús expiraba. El dolor del Señor Dios era in­descriptible. 
Y entonces se le oyó decir: 
-jDentro de tres días resucitarás y vendrás a estar 
aquí conmigo; y desde aquí juzgarás a hombres y mujeres 
por los siglos de los siglos! 
Eso dijo, y a partir de tal momento el llanto o la queja 
de cualquier niño de la Tierra removerían sus entrañas. 
Con ellas removidas se hallaba, y en vista de que su indig­nación 
era tan grande que de haber seguido despierto ha­bría 
acabado con el género humano, prefi,rió dormir de 
nuevo dos días más. En el tercero estaría despierto para 
recibir a Su Hijo. 
Llegó Jesús allá arriba, y le tocó entonces atender a 
los hombr,es, juzgar cual de ellos había procedido mal y 
cual bien, cual cumplía la palabra de Dios y cual no. El 
Señor Dios no tenía en qué ocuparse. A veces se ponía a 
recorrer los cielos, fijaba sus ojos en uno de los mundos, 
lo observaba, seguía su ruta; otras veces volvía la mirada 
a la Tierra y tomaba cuenta de cómo iban cambiando las 
cosas allá abajo. Modan los reyes, los imperios desapa­recían, 
se formaban nuevos pueblos. Poco a poco mucha 
gente iba sumándose al número de los que creían en las 
prédicas de Jesús, y ,en lugares distantes se invocaba el 
nombre del niño que había nacido en Belén y se le llama­ba 
Hijo de Dios. Año tras año Gaspar, Melchor y Baltasar 
recorrían los países cálidos dejandn-.juguetes en las casas 
donde había niños, y don Nicolás iba a los países fríos para 
hacer lo mismo. De cuando en cuando, digamos cada dos­cientos 
o cada trescientos años, el Señor Dios se sentía 
cansado y se dedicaba a dormir.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 213 
Así fueron pasando los siglos. Pasaron quinientos años, 
pasaron mil, mil quinientos, mil novecientos. Ya estaban 
pobladas casi todas las tierras; hombres de diversas razas 
cruzaban los mares len barcos; algunos habían in­ventado 
máquinas con las cuales se montaban fábricas de 
numerosos objetos y era grande el número de ciudades que 
se veían aquí y allá. Pero los hombres no dejaban de ma­tarse 
,entre sí; construían armas para dar muerte, forma­ban 
ejércitos para hacerse la guerra, algunos señores se 
creían dueños del destino, sometían los pueblos al teNor 
y se hacían adorar como jefes insustituíbles. De tarde en 
tarde -es decir, de siglo en siglo- el Señor Dios desper­taba, 
veía a esos desdichados y sentía pena por ellos, 
¿pues a qué conducía que alguien se hiciera emperador o 
amo de los demás, si lo que debe procura'r el hombre no 
es hacerse poderoso, sino bueno? El poder se acaba cuando 
se acaba la vida, pero la bondad perdura porque produce 
felicidad ,en los demás. 
Algunas veces los hombres paI'ecían volverse juicio­sos; 
usaban la inteligencia en hacer buenas cosas; corta­ban 
las montañas para ir de una mar a otro, unían las 
ciudades con caminos de tierra y cemento o por medio de 
ferrocarriles, levantaban hospitales para curar a los en­f, 
ermos, inventaban medicinas, hablaban de paz entre los 
pueblos, de bienestar y feli~idad para todos, pero a veces 
retornaban a sus locuras. En una ocasión el Señor Dios los 
vió navegando por debajo del agua y en otra oyó ruidos 
raros, quiso ver y le pareció que pasaban grandes pájaros 
de metal. Los hombres habían creado el submarino y 'el 
avión. 
Tras una guerra en que murieron millones de hombres 
el Señor Dios observó, muy complacido, que en todos los 
países celebraban la paz con grandes muestras de alegría. 
Pero veinte años después se oyó un gran estruendo; el Se­ñor 
Dios hizo su aguj<ero en las nubes y se asomó. Su dis-
214 JUAN BOSCH 
gusto no tuvo límites, porque la humanidad estaba matán­dose 
de nuevo. Las ciudades quedaban destruídas al paso 
de los aviones, el fondo de los mares se llenaba de barcos 
hundidos. Gobernantes, filósofos y oradores de uno de lo~ 
bandos afirmaban que los seres humanos de unos pueblos 
eran superiores a los restantes habitantes del siglo, que 
había razas con todos los derechos y otras destinadas a 
la esclavitud. El señor Dios no cabía en sí de la indigna­ción. 
¿Cómo era posible que olvidaran que todas las razas 
eran obra suya, creación del Senor Dios, único rey verda­dero 
del universo? Su Hijo, su propio Hijo, ¿no había na­cido 
del vientre de una mujer que pertenecía a una de las 
razas que esos locos llamaban inferiores? 
Aquella guerra llevaba años cuando se produjo un 
ruido inconcebible, que llamó la atención del Señor Dios. 
Fue una explosión que El sólo había oído cuando algún 
mundo estallaba. A seguidas de la explosión se alzó a las 
alturas una columna de humo resplandeciente, que pare­cía 
un hongo gigantesco. 
-Ya hicieron esos locos explotar el átomo -dijo el 
Señor Dios. 
Eso le preocupó mucho, pues si los hombres no s'.! 
apresuraban a dominar el átomo para ponerlo al servicio 
del bien, podían hacer volar la Tierra entera. A seguidas 
c.yó otra explosión. En'tonces se llenó de cólera. 
-jPaz!- gritó a toda voz-o ¡Paz en la Tierra o los 
hago desaparecer a todos ahora mismo! 
¿Oyeron esas terribles palabras los que dirigían ~a ma­tanza 
en la Tierra, o sin oirlas sintieron que una hec:1tom­be 
amenazaba al género humano? No se sabe. El caso es 
que se hizo la paz. De los frentes de guer,ra volvieron lns 
buques llenos de soldados; las madres abrazaron a sus hi­jos, 
las hermanas a sus hermanos, las mujeres a sus mari­dos. 
Muchos millones de jóvenes quedaron enterrados en
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 215 
países lejanos; otros desaparecieron en las arenas de los 
mares. Pero ,los cañones ya no tronaban ni se oía el es­truendo 
de las bombas. Ese mismo año, cuando en todas 
partes se celebraba la Navidad yen los templos se oían los 
cánticos de Nochebuena, el Señor Dios oyó un llanto. Era el 
llanto de un niño; subía desde la Tierra y sonaba en el si­lencio 
de los cielos en forma desgarradora. "Ese niño su­fre", 
pensó el Señor Dios lleno de amargura. Recordó el día 
que su Hijo moría en la cruz, sintió que el corazón se le 
llenaba de dolor; miró hacia abajo, y he aquí lo que vió: 
Había en la Tierra un río, y al norte de ese !río un país 
que los hombres llamaban los ~stados Unidos de America; y 
allí caía la nieve. Al sur había otro país; se llamaba México 
y estaba entre los paises cálidos. El Señor Dios nunca se ha­bía 
preguntado por qué los hombres se agrupaban en paí­ses, 
los bautizaban con nombres, ,establecían fronteras en­tre 
ellos Esas costumbres pertenecían a lo que El llamaba 
"pequeñeces humanas" que ningún interés tenían para El. 
Ahora bien, como en muchas otras partes del globo donde 
sucedían cosas parecidas, en esos dos países que estaba~ 
juntos los habitantes eran distintos y hablaban lenguas di­ferentes. 
El niño que lloraba era de México; no tenía madre y 
vivía con su abuela y su padr~ en una choza de barro, cer­ca 
de la frontera. Era una criatura de pelo negro, de negros 
ojos, de linda piel quemada y blancos dientes. Lloraba por­que 
no tenía juguetes con que celebrar la Navidad de Je­sús. 
¿Cómo y por qué era posible que un niño sufriera por 
falta de juguetes en un mundo de gentes que habían des­truído 
en la guerra dentas de ciudades y millones de vidas? 
¿Cómo podía explicarse que los hombres fabricaran caño­nes 
y bombas en vez de juguetes para los niños? ¿Por qué 
sufría él; qué le impedia ser feliz esa noche, a él, pequeño
216 JUAN BOSCH 
retoño de vida, ignorante de las maldades humanas? El 
Señor Dios no podía comprenderlo y se sentía abrumado 
por aquel llanto. 
-¡Nicolás, por ahí hay un niño que llora a causa de 
que no tiene juguetes esta noche! -gritó El con su gran 
vozarrón. 
Don Nicolás, a quien la gente llamaba Santa Claus o 
Papá Noel, oyó al Señor Dios y juntó las manos sobre la 
boca para responder, lo más alto que pudo: 
-¡Lo sé, Señor, pero no está en mis tierras, sino en 
las de los Reyes! 
-¿Y a mí qué me importa que esté en üerras de los 
Reyes? ¡Yo no fijé fronteras como han hecho los hombres, 
y ese niño está cerca de donde tú te hallas! ¡Ponle remedio 
a eso ant,es de que me enoje! 
Jamás había oído el bueno de Santa Claus lenguaje 
tan impresionante. Pero comprendió que el Señor Dios te­nía 
razón, puesto que él se hallaba en Tejas, cerca de la 
frontera con México, y los Reyes Magos andaban lejos, ha­cia 
el sur. La conclusión a que llegó Santa Claus fue ésta: 
"El Señor Dios está de mal humor, y vale más complacer­le". 
Y como él estaba acostumbrado a hacer las cosas de la 
mejor manera posible, se metió en una casa donde entendió, 
por las antenas, que había estación de radioaficionados, y 
coménzó a llamar a los tres reyes. Al cabo de mucho rato 
oyó una voz que decía: 
-QRX, QRX... Baltasar contestando, Baltasar contes­tando 
a don Nicolás. Por favor, hagan cadena. 
¡Por fin! Parecía que la situación iba a mejorar. Santa 
Claus no perdió tiempo en informar: 
-Hay un niño llorando cerca de aquí, rey Baltasar, 
en la front,era Con México, y el Señor Dios dice que es por­que 
no tiene juguetes. Me pidió qUe arreglara eso y parece 
estar de mal humor. A mí se me acabaron ya los juguetes.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 217 
¿Crees tú que podríamos hacer algo para complacer al Se­ñor 
Dios? 
La voz de Baltasar cruzó en el acto los aires para ex­plicar 
que también ellos, los Reyes Magos, habían oído al 
Señor Dios cuando se dirigía a Santa Claus, pero que no 
podían hacer nada por el momento en favor del niño por­que 
carecían de juguetes suficientes para toda la población 
infantil y por eso habían dejado a ese niño fuera de las 
listas. 
-Tuvimos que radonar las entregas este año a causa 
de la guerra última -decía Baltasar. 
El Señor Dios estaba oyendo desde allá arriba, y sin 
pedir permiso se metió en la conversación. 
-¡No quiero explicaciones, quiero soluciones! ¡Si ese 
niño sigue llorando voy a hacer un escarmiento ejemplar 
con todos ustedes, con los Reyes y con don Nicolás! ¡Ya IQ 
saben! -tronó. 
Es inútil hablar del mal rato que pasaron Santa Claus 
y el rey Baltasar. Los dos se quedaron mudos; y al fin se 
oyó la voz de Santa Claus diciendo: 
-¿Ya oíste? El Señor Dios pierde la cabeza cuando 
oy·e a un niño llorando. Piensen ustedes en alguna manera 
de resolver el caso, que por mi parte yo haré algo. 
Para Santa Claus la situación no era fácil. Pues pasaba 
ya de medianoche y él había repartido todos los juguetes 
que había tenido. Volvía de retorno a su hogar cuando 
oyó hablar al Señor Dios; y he aquí que al oír aquel vo­zarrón 
el hermoso reno se había asustado. Hacía más de 
mil novecientos años que no lo oía. A partir de eSe momen­to 
se puso nervioso, y cuando Santa Claus tomó su trineo, 
después de haber localizado por radio a Baltasar, estaba 
también en estado de nervios a causa de que no tenía prác­tica 
en el manejo de la estación de radio y la electricidad 
le asustaba. No ha de producir asombro, pues, que, nervio-
218 JUAN BOSCH 
so el que le guiaba y nervioso el reno, éste se asustara en un 
momento dado y cayera en una zanja. En ese incidente el 
hermoso animal se dislocó una pata. De manera que a la 
hora de tener que resolver el problema del niño mexicano 
Santa Claus se encontraba con que no tenía juguetes y con 
que no podía trasladarse a otros sitios para buscarlos, por­que 
su reno se había inutilizado. 
Hay momentos muy difíciles en toda vida, aun en la 
vida de un inmo~tal como Santa Claus; y uno de ellos es 
cuando debe escogerse entre la forma de hacer algo y el 
fin con que se hace. Por ejemplo, esa noche, ¿había de pen­sar 
en la manera o en el fin? Todas las tiendas estaban ce­rradas; 
era inútil, pues, tratar de ,comprar algo para el ni­ñito 
mexicano. Sin embargo, algún juguete tenía que apa­recer. 
El fín que perseguía era bueno, sin duda, ¿pero po­día 
él lograrlo con métodos malos? Baltasar le había di­cho 
que los reyes habían dejado al niño fuera de sus listas; 
además, todo indicaba que estaban muy lejos de la fronte­ra, 
y por otra parte el Señor Dios había sido muy cate­górico. 
"Ponle remedio a eso antes de que me eno}e", había 
dicho. Ese "ponle" quería decir que le pusiera remedio él, 
Santa Claus, y nadie más. 
En verdad, el momento no 'era agradable. Santa Claus 
pensaba, con razón: "Yo no puedo meterme a escondidas 
en la casa de un niño para llevarme alguno de sus ju­guetes; 
eso seria robo". Yen cuanto a solicitarlo 'Como re­galo, 
¿qué diría un señor a quien Santa Claus llamara, a 
esa hora de la noche, para decirle que le quitara a uno de 
sus hijos cualquier juguete y se lo diera a él para llevár­selo 
a un niño mexicano? Santa Claus se exponía a que 
ese señor no le creyera, a que ,llamaría en ,su auxilio a la 
policía pensando que se trataba de un farsante que preten­día 
entrar en su hogar quien sabe con que propósitos, o en 
último término que llamara a un manicomio para que caro
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 219 
garan con él. En tantos siglos conviviendo con ellos Santa 
Claus había aprendido a conocer a los hombres y sabía que 
muchos no creen en la existencia ni de Santa Claus ni de 
los Reyes Magos. 
La única solución que le pareció hacedera fue la de 
meterse directamente en la habitación de un niño, de uno 
cualquiera, pues la mayoría de 'ellos es de alma pura yadi­vinan 
la verdad donde la oyen; llegar y decirle: "Vengo a 
que me des uno de esos juguetes que yo te traje hoy, por­que 
del lado mexicano, cerca de la frontera, hay un niño 
que no tiene con qué jugar esta noche". 
Esa le pareció la solución correcta. Pero he aquí que 
tratando de ponerla en práctica pasó el risueño Santa 
Claus malos momentos. Uno de ellos fUe 'en la primera ca­sa 
donde entró, porque el padre del niño oyó que alguien 
abría la ventana y comenzó a dar grandes voces. 
-¡Ladrones, ladrones, socorro! -gritaba. 
Los gritos eran tan desaforados que Santa Claus tuvo que 
desistir y buscar otro lugar. Escogió un barrio apartado; y 
ya estaba abriendo la verja de una de esas graciosas casi­tas 
norteamericanas de dos pisos, cuando de buenas a pri­meras 
sintió un rugido, oyó a su espalda algo como una ex­halación, 
y se halló a seguidas con tamaño perrazo pega­do 
a sus pantalones. No fue fácil desprenderse de aquel 
feroz animal. Santa Claus no pudo explicarse nunca, des­pués 
del episodio, como se las arregló él para saltar la ver­ja 
con todo y perro. Este, muy persistente, creyó que su de­ber 
era seguir prendido, por varias cuadras, de los fondi­llos 
de Santa Claus. 
Pero alguna vez tenían que terminar las tribulaciones 
del bondadoso anciano. Un cuarto de hora después de ese 
mal rato vió una casa abierta y a un matrimonio de me­diana 
edad charlando adentro.
220 JUAN BoseR 
-Buenas noches, señores -dijo Santa Claus con su 
mejor voz-. Vengo en busca del algún juguete, aunque 
sea usado, para Un niño que se ha quedado sin ellos. 
La señora fue muy gentil y atendió a Santa Claus grao 
CIOsamente. 
-Aquí hay algunos de un sobrino nuestro que no ha 
venido a buscarlos -dijo-o Están bajo el árbol de Na­vídad. 
Escoja usted mismo el que le guste. 
Santa Clausescogió un pequeño automóvil. Se despidó 
de prisa y salió más de prisa aún. Debía tratar de llegar a 
la frontera antes de que se hiciera tarde, y además tenía 
que dejar al reno en lugar seguro. Puesto que la noche no 
había sido afortunada, esperaba nuevos contratiempos an­tes 
de dar fin a su misión.
CAPITULO VI 
Pero no sólo el viejo Santa Claus pasó apuros esa 
noche. También los estaban pasando los Reyes Magos, y 
no hay que tener mucha imaginación para sospechar que 
las tribulaciones de los Reyes Magos eran mayores que 
las de Santa Claus, pues el hecho de que fueran tres per­sonas 
de caracteres tan distintos complicaba siempre los 
problemas. 
Los reyes iban saliendo ya de México, en camino hacia 
La Habana, cuando Balta1sar, que estaba dejando un ju­guete 
en la casa de un niño cuyo padre tenía estación de 
radioaficionados, acertó a recibir la llamada de Santa Claus. 
Salió a saltos en busca de sus compañerps, y dió con Mel­chor, 
que disfrutaba, sobre su camello, de Un corto sueño. 
Baltasar le contó en el acto lo que sucedía, a lo que res­pondió 
Melchor diciendo: 
-Mal se presenta la situación, Baltasar. Yo entregué 
ya el último de miis juguetes, a ti sólo te quedaba ese 
que dejaste en la casa de donde vienes; en cuanto a Gas­par, 
tenía tres niños a quienes visitar. Ojalá demos con él 
antes de que haya ido donde el último. 
Baltasar no era rey que se quedara callado; echaba 
afuera cuanto pensaba y sentía. Por esa causa comenzó a 
protestar de la costumbre que habían adoptado en los 
años recientes, la de almacenar con anticipacón en cada 
país los juguetes que iban a repartir en él. 
221
222 JUAN BOSCH 
--Eso se llama organizaclOn, Baltasar -explicaba 
Melchor-. No podemos ir contra los tiempos. Es absurdo 
quedarse atrasado. 
-Por no quedarnos atrasados ahora nos vemos en 
apuros. Propongo que nos metamos en una tienda y nos 
llevemos cualquier juguete para ese niño. 
-Sería Un hermoso ejemplo para los niños del mun­do 
que el rey Baltasar amaneciera preso por robo con 
fractura. 
-Que yo amanezca preso no importa; lo importante 
es que ese niño no siga llorando. 
·-A los ojos de alguna gente, puede que tengas razón. 
Pero hay mucha que vería el asunto por otro lado. 
¿Por qué otro lado? 
-Dirían: "Claro, tenía que ser el negro el que come­tiera 
ese robo". 
Baltasar no tardó un segundo en responder: 
-Es verdad, pero eso tiene solución: métete tú en 
la tienda y' así no dirán que fue el rey negro. 
Melchor miró C'almadamente a su compañero al tiem­po 
que decía: 
-Ni el negro ni Melchor, rey Baltasar. Nosotros tene­mos 
que actuar en forma correcta. Hablemos con Gaspar 
y veamos entre los tres cómo resolvemos el caso. 
-¡Allá lo veo!- exclamó Baltasar señalando hacia 
una hermosa avenida. 
y en efecto, allá se veía al rey Gaspar, iluminado por 
las farolas eléctricas, con su barba blanca agitada por el 
aire, cabalgando su camello, casi flotando tras él su bri­llante 
manto azul. 
Rey Gaspar, acércate, que tenemos que hablar -gritó 
Baltasar. 
-No es hora de hablar, sino de apresurarnos. Se hace 
tarde y nos esperan en Cuba -respondió Gaspar.
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 223 
-¿De qué se ríe este loco'? -preguntó dirigiéndose a 
Melchor. 
-De que tenemos que hacer un viaje a la frontera 
del norte, donde hay un niño que llora porque lo dejamos 
sin juguetes -explicó Melchor. 
-¿Cómo? ¿A esta hora y ·sin tener qué llevarle? 
-Sí, compañero, a esta hora, y hay que buscar algo 
que llevarle. Es orden del Señor Dios -d~jo, con muchos 
movimientos de brazos y manos, el rey Baltasar, 
-¡Esto es un desorden, un verdadero desorden! -cla­mó 
el rey Gaspar-. Al Señor Dios le era muy fácil re­solver 
ese asunto sin nuestra intervención. 
Entonces se oyó el vozarrón del Señor Dios, que venía 
desde la altura: 
-¡Son ustedes los que tienen que resolverlo, mente· 
catos, para que otra vez se guarden mucho de sacar de la 
lista a un niño, por pobre y olvidado que sea! 
Al oir esas palabras, hasta los camellos se echaron a 
temblar. Ni siquiera el rey Gaspar se atrevió a insinuar 
una protesta. Durante buen rato los tres se quedaron mu­dos, 
mirando hacia arriba, donde sólo rutilantes estrellas 
se veían. Una brisa bastante fría pasaba meciendo larscopas 
de los árboles y limpiando el cielo de nubecillas, y se oía, 
como un zumbido, el rumor de la ciudad. 
-Majestades, ya lo han oído. Hay que buscar un ju­guete, 
por lo menos uno, y salir en el acto hacia la fron­tera 
-afirmó Baltasar. 
Pero no era fácil hallar el juguete y no era fácil lle· 
gar hasta la frontera a tiempo usando los viejos camellos, 
puntos ambos que fueron materia de dilscusión entre los 
reyes. Al fin Baltasar propuso algo práctico: alquilar un 
avión que los dejara lo más cerca posible del lugar donde 
vivía el niño que lloraba. 
-¿y cómo alquilarlo? ¿Dónde está el dinero? ¿No 
gastaron ustedes todos los tesoros que nos dió el Señor
224 JUAN BOSCH 
Dios comprando juguetes? ¿No me hicieron gastar también 
los míos? Ahora ha llegado el momento de lamentar esas 
locuras. 
Como es claro, esto lo dijo el rey Gaspar, por cierto 
con voz bastante agria. 
--La única solución es vender los camellos -apuntó 
calmosamente el rey Melchor. 
-¿Qué hals dicho, rey Melchor? ¿Estás perdiendo la 
razón? ¿Qué se ha hecho de tu antigua cordura? ¿Vender 
yo mi camello? 
Era otra vez el rey Gaspar quien hablaba. La verdad 
es que al rey Gaspar le ponía fuera de sí oír alguna pro­posición 
que significara pérdida. Pero no le sucedió lo mis­mo 
al rey Baltasar. Este era expeditivo; lo que le interesa­ba 
era resolver el problema del momento y no se detenía 
en consideraciones sobre lo que sucedería mañana. Bal­tasar 
se agarró a la idea de Melchor como uno que va ca­yéndose 
al mar se agarraría a un clavo ardiendo; y tanto 
arguyó, opinó, habló y gritó que un cuarto de hora después 
salía con los tres camellos en busca de un circo que había 
visto poco antes. Quería proponerle al dueño que le com­prara 
los tres animales. Ya iba lejos Baltasar, y todavía 
oía las protestas del viejo rey Gaspar. 
No se sabe cómo se las arregló el rey negro, pero es 
el caso que en poco tiempo volvió diciendo que ya estaba 
todo arreglado y que el avión esperaba por ellos. Sólo una 
cosa no había podido obtener, el juguete para el niño; pero 
según le dijeron en el circo, al llegar al aeropuerto de des­tino 
podrían hallarlo. En suma, antes de que Gaspar pu­siera 
fin a sus protestas, los tres amigos iban volando, ca­mino 
de la frontera del norte. 
Nunca pensaron los tres reyes del desierto, en más 
de mil novecientos años que tenían repartiendo juguetes, 
que algún día usarían Un pájaro de metal para ir a dar un 
poco de felicidad a un niño que vivía en choza de barro,
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 225 
a centenares de millas de distancia. Pero las sorpresas que 
ofrece la vida son muchas y eran incontables las vueltas 
que había dado el mundo desde la noche en que fueron a 
Belén; todo había cambiado, todo era distinto. Sólo el Se­ñor 
Dios seguía Isiendo igual, y El velaba por la dicha de los 
pequeños porque también El había tenido un hijo y nada 
agradaba más a su corazón que ver felices a los niños. 
Los cambios habían sido grandes y los reyes del de­sierto 
lo sabían mejor que nadie, porque recorrían año tras 
año parte de la Tierra y veían cada vez más novedades. El 
hombre era audaz; usaba su inteligencia en inventar las 
cosas más raras. No sólo fabricó el avión, el teléfono, la 
radio, la televisión, máquinas que servían para todos los 
usos y medicinas que curaban casi todas las enfermedades, 
sino que además estudiaba los cielos y se preparaba a ir 
de su planeta a los otros. Todo lo que hacía falta para la 
comodidad del ser humano se inventaba y se fabricaba y se 
vendía. Poco a poco, además, iba extendiéndose la idea de 
que la verdadera comodidad no se lograba nunca si el alma 
del hombre se mantenía inquieta, y la manera de tranqui­lizar 
el alma no era dando al cuerpo los mejores alimentos; 
la manera más adecuada era buscando la paz por medio de 
la bondad. Los hombres iban aprendiendo que no era te­niendo 
más poder o más conocimientos solamente como lo­grarían 
la felicidad, sino refinando sus sentimientos y ha· 
ciéndolos cada vez más firmes y pu.$s. Con la ambición se 
conquista e,l poder, con el estudio se conquistan las cien­cias; 
pero sólo con la bondad se conquista la dicha. 
El Señor Dios persi,stía en un punto; y ha aquí como 
El lo deCÍa para sí: "Los hombres tienen que aprender a 
quererse, porque el amor los hará bondadosos y los salvará 
de ser codiciosos, crueles e injustos". El Señor Dios ponía 
toda su ternura en los niños porque ellos saben querer 
naturalmente, y se llenaba de ira cada vez que oía a un 
padre decir a sus hijos que para ganar buen éxito en la
226 JUAN BOSCH 
vida hay que ser duros de corazón, egoístas y fríos. Pero 
esos padres, por suerte, eran cada vez menos. El Señor 
Dios veía con placer que cada día la humanidad avanzaba 
hacia el amor, que cada día era mayor el número de los que 
deseaban ser bondadosos. Por ejemplo, el dueño del circo 
que compró los camellos de los Reyes Magos no necesitaba 
para nada de esos pobres animales, pero le hizo creer a 
Baltasar que le hacían falta a fin de que el rey negro y sus 
compañeros tuvieran dinero para el viaje. 
El viaje fue rápido, pel10 no tanto que llegaran a 
tiempo para hallar gente en el aeropuerto. Era muy poca 
la que se veía y ya estaban cerradas las pequeñas tiendas. 
De manera que cuando Baltasar preguntó dónde podría 
comprar un juguete para un niño que lloraba porque no 
tenía ninguno, le dijeron que ya no había comercios abier­tos. 
En ese momento se le acercó un hombre hum'ilde, ves­tido 
con ropa sencilla de algodón y una especie de cobertor 
que le cubría los hombros y el pecho. Tenía los pies cal­zados 
con pedazos de goma de automóvil. Era pálido, del­gado, 
de pelo muy negro que le caía sobre la frente. Su 
estampa iba pregonando su pobreza, pero a la vez su rostro 
reflejaba bondad. Con mucha dulzura en la voz explicó: 
-Yo fabrico juguetes de madera para venderlos en 
estos días. ¿Me permite ofrecerle el único que me queda? 
Es rústico, hecho a cuchillo, y deseo regalárselo. 
Al terminar de hablar echó al suelo un saco que lle­vaba 
a la espalda, y de él extrajo ropa sucia, frutas, un 
paquete de maíz y algunas otras cosas que llevaba a su 
casa. Revuelto con todo eso estaba el juguete, un precio­so 
caballito de madera que arrastraba tras sí una diminuta 
carreta. 
-Amigo, esto es una belleza. Dios ha de pagarle a 
usted su bondad -dijo efusivamente el rey Baltasar. 
Melchor se acercó, miró con su habitual calma el ju­guete, 
y comentó:
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 227 
-Está muy bien hecho. Gracias. 
Pero Gas,par no dijo nada; esto es, no dijo nada acerca 
del regalo que acababan de recibir, porque habló de otra 
cosa. Preguntó: 
-¿y el niño? ¿Dónde vive el niño ese? 
El malhumoIjado rey ,sabía que el niño VlVla en la 
frontera del norte, pero hacía la pregunta porque deseaba 
que sus dos amigos terminaran cuanto antes de hablar con 
el hombre que les había obsequiado el juguete. La acción 
del desconocido le conmovió como pocas veces, desde que 
vió al Hijo de Dios en el establo de Belén, se había sentido 
conmovido. Y al rey Gaspar no le gustaba que le sucediera 
eso. Recordaba con toda nitidez que por haber experimen­tado 
una emoción parecida, casi dos mil años antes, había 
regalado a una vieja enferma una moneda de plata, y, ¡ca­ramba!, 
jamás se perdonaría él esa debilidad, aunque vivu~­ra 
mil siglos. Baltasar, que a todo esto se hallaba hablan­do 
con otra persona, había oído la pregunta de Gaspar y no 
tardó en contestarle. 
-Este señor está explicándome que la frontera que­da 
lejos. Parece que tendremos que alquilar un automóvil 
para ir allá. 
Por lo visto, era la noche peor en la vida de Gaspar. 
No acababan de darle disgustos. 
-¿Alquilar un automóvil? -preguntó- ¿Y con que 
dinero, rey Baltasar? 
y he aquí que de pronto se oyó una gran voz que c'aía 
de lo alto y decía: 
-¡Con las dos monedas de oro que te guardaste la 
noche en que nació Mi Hijo, rey Gaspar, avaro del de­monio! 
Desde luego, es inútil tratar de describrir la escena 
que se produjo allí. De los presentes, sólo los tres reyes 
oyeron la voz. Nunca jamás se vió un grupo real más con­fundido 
que ése. El primero en reaccionar fue Baltasar.
228 JUAN BOSCH 
-Conque dos monedas de oro, ¿eh? 
Tenía un tonillo que era a la vez burlón y colérico. 
Dejándolo a un lado, se dirigió a Melchor, como un gene­ral 
en jefe que da órdenes en medio de la batalla. 
-¡Melchor, busca un automóvil, el primero que pase, 
y contrátalo sin discutir el precio, que Gaspar tiene dine­ro! 
En verdad, Gaspar estaba tan apenado que tuvieron 
que empujarlo para que entrara al automóvil. Tar:dó mu­cho 
en hablar. A su lado, mirándole en silencio, con expre­sión 
severa, iba Melchor. Probablemente llevaban ya me­dia 
hora de camino cuando el rey Gaspar dijo: 
-¡Ha sido una injusticia lo que el Señor Dios ha he­cho 
conmigo, y ha sido además una tontería obligarme a 
gastar el último dinero! ¡Yo guardaba esas monedas para 
un caso de necesidad! 
-Sí, claro, las guardaste casi veinte siglos -comentó 
Baltasar. 
Durante todo el viaje, cada diez, a veces cada ocho 
y hasta cada c'inco minutos, se oía a Gaspar murmurar: 
-¡Es una injusticia quitarme lo último que me que­daba! 
Tanto lo dijo y tanto lo repitió, que oyéndole el rey 
Melchor acabó por dormirse como si lo arrullara una can­ción 
de cuna. Mientras tanto, el automóvil iba a toda mar­cha 
hacia la frontera y Baltasar, el rey negro, que no 
usaba manto, se frotaba los brazos con ambas manos por­que 
la noche era fría. El alegre rey echaba de menos el cli­ma 
de su oasis, cálido en el día y fresco en la noche. Las 
temperaturas heladas no se habían hecho para él. 
Sin embargo había, una persona que estaba pasando 
más frío que Baltasar, a pesar de que se hallaba acostumbra­da 
a las nieves. Era Santa Claus. Pues el buen viejo, de­seoso 
de llegar lo más pronto posible a la choza del niño 
mexicano, e imposibilitado de usar su reno, se fue a pie y
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 229 
decidió lanzarse al río y cruzarlo a nado. Mala idea fue 
ésa, porque el risueño Santa Claus no tenía edad para an­darse 
dando chapuzones en agua helada, y menos a las 
dos de la mañana. Y como su ropa era de lana, conservó la 
humedad y no se calentó a pesar de la caminata que tuvo 
que hacer entre breñales y cerros pelados. Caminó a cam­po 
traviesa, orientándose por el llanto del niño, oyendo a 
ratos ladridos de perros, buscando afanosamente con la mi­rada, 
en medio de la oscuridad, la choza adonde' se dirigía. 
A menudo tropezaba, volvía a levantarse, se caía y gateaba 
como los niños. Debido a todo ello iba ensuciándose la ropa 
en forma lamentable. Y no cesaba de sentir frío. En una 
ocasión estornudó. 
-Creo que me he resfriado -dijo el buen viejo en 
alta voz. 
y así era. Pero resfriado o no, siguió su marcha. Co­lumbró 
al fin la choza. Había una ventana mal cerrada, 
y por ella entró Santa Claus. La vivienda era pobre, aun­que 
limpia; su piso era de tierra y sólo tenía dos habita­ciones, 
una que debía ser la de recibir a la gente, que 
hacía a la vez el papel de sala, depósito y comedor, y otra 
en la que estaban el niño que lloraba y su abuela. La an­ciana, 
ya muy gastada por los años, dormía sobre una es­tera 
de paja. Al oir el ruido, el niño preguntó: 
-¿Quiés es? ¿Son los Reyes Magos? 
No tenía miedo, sino esperanza, la esperanza de que 
a esa hora los Reyes Magos llegaran hasta el apartado lugar 
donde él vivía y embellecieran su soledad con el juguete 
que él les había pedido. 
Por primera vez desde que recorría la Tierra en su 
oficio de Santa Claus, don Nicolás sintió que el corazón 
se le contraía. Una lágrima le tembló en cada párpado, 
se secó la derecha con la manga, pero la izquierda cayó, 
rodó hasta el blanco bigote y allí se perdió. Y por primera 
vez también dijo una mentira.
230 JUAN BOSCH 
-Sí, somos los Reyes Mayos -aseguró con voz que 
casi no se oía. 
La habitación estaba oscura, pero él adivinó una son­risa 
en los labios del niño. 
-Gracias, Reyes queridos -respondió el niño en tono 
conmovedor. 
A seguidas se oyeron conversaciones afuera, algo co­mo 
una discusión, una voz que murmuraba: 
-¡Me han hecho gastar mis últimas monedas y ahora 
no tengo ni Con qué pagar el viaje de retorno! 
Santa Claus recordó eSa voz; le pareció la de ud viejo 
barbudo, de manto azul, que subía a un camello frente 
al establo de Belén en el momento en que él llegaba allí 
casi dos mil años atrás. Era el mismo tono inconfundible 
de hombre de mal humor. Santa Claus se asomó a la ven­tana 
y en tal momento volvió a estornudar. Oyó a alguien 
decir: 
-No discutas más, rey Gaspar, que en la choza están 
despiertos. ¿No oíste el estornudo? 
En esa le paIleció reconocer la voz del hombre que 
llevaba manto amarillo, aquel que le decía al rey malhu­morado 
que debía averiguar a quién pertenecían los teso­ros 
que hallaron en sus camellos. Sí, estaba en lo cierto, 
no cabía duda de que los que hablaban eran los Reyes 
Magos. Pero podía estar equivocado. Después de todo, ha­bían 
transcurrido casi veinte siglos. De todas maneras, San­ta 
Claus tenía que irse ya; y cuando iba a saltar de la· ven­tana 
se dio de manos a bocas con el rey negro. Este le miró 
en esa posición inesperada, trepado en la ventana, y en el 
acto gritó: 
-¡Majestades, déjense de discutir y vean quien está 
allí! ¡Es Santa Claus, el viejo que estuvo en Belén aquella 
noche! ¿No se acuerdan de él? 
-¿Qué me importa a mí quien sea? Lo que yo digo 
es que el Señor Dios me ha hecho gastar mis únicas dos
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 231 
moneda;;; y ahora estamos en este hoyo sin que sepamos 
cómo vamos a salir de él. 
Está de más decir que fue el rey Gaspar quien habló. 
En cambio, Melchor inclinó la cabeza con mucha cortesía 
y se dirigió a Santa Claus con estas palabras: 
-Aunque la, oC'asión resulte desusada, me complace 
saludarlo, don Nicolás. 
El rey negro lo dijo en otra forma. Fue así: 
-¡Venga un abrazo, compañero, porque a pesar de 
que hemos estado cerca de dos mil años ,sin vernos, usted 
es nuestro compañero! 
De esa manera, y en tan lejano lugar" volvieron a 
encontrarse, veinte siglos después, los que la nnche je1 
nacimiento de Jesús le rindieron homenaje en su pobre 
cuna de heno. Mientras Baltasar entraba a la choza para 
d.ejar el caballito de madera y la carretita a los pies del 
niño -que ya en ese momento dormía como un bendito--, 
Melcl1nr y Santa C1aus se fueron andando por una senda 
llena de piedras. Con los brazos cruzados, sin moverse de 
allí, Gaspar rezongaba sin descanso: 
--jHa sido una injusticia del Señor Dios; ha sido una 
injusticia! 
Así lo halló Baltasar, que prácticamente lo arrastró 
tras sí. Poco después los tres reyes y Santa Claus iban ba­jando 
y trepando cerros, cayéndose, levantándose, en una 
marcha solo amenizada por los estornudos de Santa Claus 
y las quejas de Gaspar. 
Desde arriba, el Señor Dios los contemplaba. Los veía 
irse juntos, apoyándose entre sí, buscando orientación en 
medio de la oscuridad. 
-Voy a mandar un lucero para que les señale el cami­no 
-dijo. 
y a seguidas, como casi dos mil años atrás, llamó a una 
estrella, una deslumbrante estrella que surcó el firmamen·
232 JUAN BOSCH 
to a velocidad increíble para acercarse al Señor Dios, de 
cuya boca oyó esta orden: 
-Vete allá abajo, a la Tierra. Allí hay un sitio que 
es la frontera entre dos países llamados Estados Unidos y 
México; cerca de eSa frontera van buscando rumbo cuatro 
tunantes amigos míos. Alúmbrales el camino. Pero atiende 
bien, panque ustedes las estrellas son tontas, no oyen 10 que 
se les dice y después ... 
No quiso seguir hablando; sacudió una mano, como 
indicando que ya estaba dicho todo lo que tenía que decir, 
y volvió a colocarse de pechos sobre el piso de nubes, la 
cara en el agujero desde el cual veía hacia la Tierra. Más 
he aquí que se durmió un instante nada más. Y al abrir 
los ojos vio esta escena: 
Por las llanuras de Tejas, tirando de dos cuerdas ama­rradas 
a un trineo, iban el rey Baltasar y el rey Melchor; 
tras el trineo, empujando, uno alegremente, el otro con ca­ra 
de disgusto, iban Santa Claus y el rey Gaspar. Echado 
en el trineo se veía el hermoso reno, una de cuyas patas 
delanteras estaba hinchada. La luz de un naciente sol de 
invierno iluminaba con pálidos reflejos el curioso grupo. 
En toda la extensión, las gentes dor¡mían. 
-Vaya, vaya, de manera que ahí tenemos juntos a los 
reyes y a don Nicolás. Se reunieron para hacer feliz a un 
niño indio y ahora van sudando para aliviar a un reno co­jo. 
No está mal el ejemplo. Ojalá loS hombres aprendan la 
lección y se unan para cosa§lparecidas. 
Eso dijo el Señor Dios. Quería hacerse el humorista 
porque se sentía conmovido y se daba cuenta de que si no 
tomaba el asunto a chanza iba a llorar de emoción. Y es 
el caso que si lloraba sus lágrimas iban a inundar la Tie­rra, 
caerían en ella como si se desfondaran las fuentes de 
los cielos, porque las lágrimas del Señor Dios, que jamás 
había llorado, debían ser infinitas. Si se permitía llorar, 
hombres y animales, valles y montañas se ahogarían, co-
CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 233 
mo en los tiempos del diluvio. No; el Señor Dios no llora­ría. 
Pero como estaba emocionado debía hacer algo. Y se pu­so 
a silbar. Silbando se incorporó y comenzó a caminar po­co 
a poco. Sin darse cuenta empezó a danzar. Lo que silba­ba 
era una música celestial, de una finura inconcebible; y 
su danza era jubilosa y tieI'?a, la danza misma de la felici­dad. 
Abajo, en la Tierra, se oyó aquella música. La oyeron 
los pajarillos, que entonces despertaban y comenzaron a vo­lar 
a su ritmo; la oyeron la:g flores, que en los países fríos 
se hallaban todavía sin nacer, cubiertas por la nieve, y en 
los países cálidos estaban mustias. Y las flores no nacidas, 
y las mustias, comenzaron a cobrar vida y color, a perfu­marel 
aire, que también danzaba y las hacía danzar. La 
oyeron Santa Claus y los Reyes Magos, que alzaI10n sUs ros­tros 
al cielo, sonr;ieron y dijeron, los cuatro a un tiempo: 
-Parece que el Señor Dios está contento. 
y la oyó aquel hombre humilde que había regalado a 
los reyes su caballito y su carretita de madera. El había 
hallado despierta a la anciana madre, una mujer enveje­cida 
por los años y por la miseria, de cuerpo mínimo, lige­ramente 
encorvada, cuyos tristes ojos irradiaban bondad. 
-Buenos días, mamacita -dijo el hombre. 
-Dios me lo bendiga, mi hijo. ¿Cómo te fue? 
-Vendí todos los juguetes, menos uno que regalé, y 
compré maíz y medicinas. 
-Falta hacen las dos cosas en esta casa. Dios es bue­no. 
Acuéstate. 
-Ahora no. Quiero que le dé la medicina al niño. ¿Có­mo 
sigue? 
-Ha estado más tranquilo que anoche. Debe haber de­lirado 
algo, porque le oí bablando anoche. Tal vez estaba 
soñando con los Reyes Mag~, el pobrecito. 
Clareaba ya, y el hombre entró en la habitación donde 
dormía su hijo enfermo. Por el tierno rostro moreno se di­f:.. 
mdía una sonrisa inocente que embellecía en forma in-
234 JUAN·BOSCH 
descriptible la miSerable co-vacha de barro. El padre sintió 
que su corazón aleteaba y se inclinó para besar la pequeña 
frente. 
Pero de pronto vio algo junto al niño; algo que le pa­ralizó. 
Lo veía y no podía creerlo. Allí había un autito, un 
l1egalo de reyes para su hijo, y junto al autito la misma 
carretita que él había dado horas antes a tres hombres 
estrafalariamente vestidos, de túnicas y turbantes. Sólo que 
ahora el caballito y la carretita fulguraban, despidiendo re­flejos 
a la naciente luz del día. 
Asustado, tomó la carretita en sus manos y se enca­minó 
hacia la anciana, que desde la otra habitación le mi­raba 
con la serenidad soberana de sus años. Quiso llamar 
la atención de la madre, decir algo, explicarle que aquel 
era el juguete que él mismo había hecho, pero que ahora era 
distinto, macizo, pesado, de un metal que él conocía pero 
cuyo nombre no se atrevía a pronunciar en ese momento, 
y que brillaba porque estaba recubierto de piedras de valor 
incalculable. 
Pero no se dirigió a la madre, sino que dijo: 
-¿Qué es esto, Señor? 
Alzó los ojos a la altura, como esperando una respues­ta. 
No hubo respuesta. Lo único que oyó fUe una música 
que bajaba de los cielos, una música que iba envolviéndolo 
todo, como si las nubes hubieran estado cargadas de jilgue­ros 
y éstos cantaran celebrando el nacimiento del sol. 
Santa María del Rosario 
La Habana, Febrero de 1956
INDICE 
l"ág. 
Apuntes sobre el arte de escribir cuentos o • 7 
Los Amos....................................... 33 
En un Bohío. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 37 
Luis Pie " o......... 43 
La Noche Buena de Encarnación Mendoza o o' • 51 
El Funeral o ••••••••••••••••••••••••••• " 65 
Rumbo al Puerto de Origen. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 73 
La Desgracia 85 
El Hombre que Lloró............................ 93 
Victoriano Segura 107 
La Mancha Indeleble o • • • • • • •• 125 
El Indio Manuel Sicuri. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 129 
Cuento de Navidad ... 0 •• 0 •••••• o ••••••••••••••••• !55
Se terminó de imprimir esta 
segunda edición de Cuentos es­critos 
en el Exilio, en los tao 
lleres de la Editora del Cari­be, 
C. por A., el 18 de Julio 
de 1968. 
Santo Domingo, R. D.

Más contenido relacionado

PPTX
Jorge Icaza Coronel
PDF
Taita cristo
PPTX
Ii.1 diseños mixtos
PPTX
Francisco Izquierdo Ríos .
PDF
Inteligencia emocional _hbr (1).pdf
PDF
Diccionario demonológico
PDF
Después apareción una nave.Samperio, g
PPTX
Jorge Icaza Coronel
Taita cristo
Ii.1 diseños mixtos
Francisco Izquierdo Ríos .
Inteligencia emocional _hbr (1).pdf
Diccionario demonológico
Después apareción una nave.Samperio, g

La actualidad más candente (20)

PDF
PDF
El romanticismo. PAPEL DE LAS MUJERES EN EL ROMANTICISMO/MAYO 68/ACTUALIDAD
DOCX
Características DEL REALISMO FANTÁSTICO
PPTX
Elegía a ramón sijé miguel hernández
PDF
La literatura en la edad media y el renacimiento
PPSX
Las chicas de alambre
PPTX
Mapa conceptual de oraciones subordinadas sustantivas, adjetivas y adverbiales
PPTX
Metodo de Fernando Lazaro Carreter
DOCX
Literatura latinoamericana
PPTX
Cantar de Roldán
PPTX
Gonzalo de berceo
PPTX
literatura francesa.pptx
DOC
Analisis literario la maria
PPTX
La prosa medieval , la novela de caballerías y sentimental.
PPT
Poesía mística
PPTX
Características del realismo social
PDF
Personajes del Quijote
ODP
Góngora
PPT
Fernando de rojas
PDF
Comunicación origen y evolución del castellano - Ejercicios I
El romanticismo. PAPEL DE LAS MUJERES EN EL ROMANTICISMO/MAYO 68/ACTUALIDAD
Características DEL REALISMO FANTÁSTICO
Elegía a ramón sijé miguel hernández
La literatura en la edad media y el renacimiento
Las chicas de alambre
Mapa conceptual de oraciones subordinadas sustantivas, adjetivas y adverbiales
Metodo de Fernando Lazaro Carreter
Literatura latinoamericana
Cantar de Roldán
Gonzalo de berceo
literatura francesa.pptx
Analisis literario la maria
La prosa medieval , la novela de caballerías y sentimental.
Poesía mística
Características del realismo social
Personajes del Quijote
Góngora
Fernando de rojas
Comunicación origen y evolución del castellano - Ejercicios I
Publicidad

Destacado (20)

PDF
Más cuentos escritos en el exilio juan bosch
DOCX
Juan Bosch La Mañosa analisis
PDF
CUENTOS ESCRITOS EN 2º
DOCX
Los amos (1)
PPTX
"Los amos" Prof. Juan Bosch
PDF
Over Ramon Marrero Aristy (Analisis)
PDF
Cuentos
PPTX
El montero resumen
DOCX
Análisis de la obra enriquillo
PDF
En el tiempo de las mariposas
DOCX
T}rabajo final de Orientacion
PDF
Comentario de texto literario -Poema "Ruinas", Salomé Ureña
DOC
Elementos del cuento (1) (1)
PPTX
Doña Bárbara de Rómulo Gallegos
PPT
Diapositivas navidad
DOC
Informes Y Reportes Escritos
PDF
16 cuentos latinoamericanos web
DOC
Repasito de Lengua Española, 3ro. de Bach. 1er. Cuatrimestre
PDF
PAPELUCHO PERDIDO
PPTX
TIPOS DE DATOS QUE MANEJA ACCESS
Más cuentos escritos en el exilio juan bosch
Juan Bosch La Mañosa analisis
CUENTOS ESCRITOS EN 2º
Los amos (1)
"Los amos" Prof. Juan Bosch
Over Ramon Marrero Aristy (Analisis)
Cuentos
El montero resumen
Análisis de la obra enriquillo
En el tiempo de las mariposas
T}rabajo final de Orientacion
Comentario de texto literario -Poema "Ruinas", Salomé Ureña
Elementos del cuento (1) (1)
Doña Bárbara de Rómulo Gallegos
Diapositivas navidad
Informes Y Reportes Escritos
16 cuentos latinoamericanos web
Repasito de Lengua Española, 3ro. de Bach. 1er. Cuatrimestre
PAPELUCHO PERDIDO
TIPOS DE DATOS QUE MANEJA ACCESS
Publicidad

Similar a Cuentos escritos en el exilio juan bosch (20)

DOCX
10 consejos para escribir un buen cuento
DOCX
Comprensión lectora 4° medio
PPTX
10 consejos para escribir cuento cortazar
PDF
Celso roman sobre_el_arte_de_escribir_para_ninos
PDF
269609464 analisis-de-la-pata-de-mono
PPTX
De mora varcáncel, carmen
PDF
Cortázar
DOCX
Sobre el arte de narrar
PDF
Cuentomodernocauce 08 010
DOCX
Un lugar de cuentos y relatos ii
PDF
Antología fantasticos
PPTX
Guía para el lector para tener conocimiento al respecto.pptx
PPT
textos literarios
PPT
Taller De Cuentos Semfyc (Ii)2
PDF
25. junio 2010
DOCX
EL VALOR DEL CUENTO
PPTX
Tema final
PPTX
Tema final
PDF
Maus
DOCX
4ºABC 2025 EL TRAJE NUEVO DEL EMP(1).docx
10 consejos para escribir un buen cuento
Comprensión lectora 4° medio
10 consejos para escribir cuento cortazar
Celso roman sobre_el_arte_de_escribir_para_ninos
269609464 analisis-de-la-pata-de-mono
De mora varcáncel, carmen
Cortázar
Sobre el arte de narrar
Cuentomodernocauce 08 010
Un lugar de cuentos y relatos ii
Antología fantasticos
Guía para el lector para tener conocimiento al respecto.pptx
textos literarios
Taller De Cuentos Semfyc (Ii)2
25. junio 2010
EL VALOR DEL CUENTO
Tema final
Tema final
Maus
4ºABC 2025 EL TRAJE NUEVO DEL EMP(1).docx

Más de Paúl Rosario Cuello (11)

PPT
Conectores lógicos
PPT
Estrategias para obtener hábitos de lectura
DOC
Origen del Español en Santo Domingo
DOC
Origen del español en santo domingo
PDF
Guía de redacción en el estilo APA, sexta edición
PDF
El lazarillo de tormes (anónimo)
PDF
El lazarillo de tormes anónimo
DOC
Repasito de Lengua Española 8vo, 1er. Cuatrimestre
DOC
Repasito de lengua española, 3ro. de bach. 1er. cuatrimestre
PPSX
Modalidades discursivas orales
PPT
Modalidades discursivas orales
Conectores lógicos
Estrategias para obtener hábitos de lectura
Origen del Español en Santo Domingo
Origen del español en santo domingo
Guía de redacción en el estilo APA, sexta edición
El lazarillo de tormes (anónimo)
El lazarillo de tormes anónimo
Repasito de Lengua Española 8vo, 1er. Cuatrimestre
Repasito de lengua española, 3ro. de bach. 1er. cuatrimestre
Modalidades discursivas orales
Modalidades discursivas orales

Último (20)

PDF
Lo que hacen los Mejores Profesores de la Universidad - Ken Bain Ccesa007.pdf
PPTX
LAS MIGRACIONES E INVASIONES Y EL INICIO EDAD MEDIA
PDF
El Genero y Nuestros Cerebros - Gina Ripon Ccesa007.pdf
PDF
Cuaderno_Castellano_6°_grado.pdf 000000000000000001
PDF
Ficha de Atencion a Padres de Familia IE Ccesa007.pdf
PDF
LIBRO 2-SALUD Y AMBIENTE-4TO CEBA avanzado.pdf
PDF
Jodorowsky, Alejandro - Manual de Psicomagia.pdf
PDF
Mi Primer Millon - Poissant - Godefroy Ccesa007.pdf
PDF
ACERTIJO EL CONJURO DEL CAZAFANTASMAS MATEMÁTICO. Por JAVIER SOLIS NOYOLA
PDF
Ernst Cassirer - Antropologia Filosofica.pdf
PDF
KOF-2022-espanol-mar-27-11-36 coke.pdf jsja
PDF
Las Matematicas y el Pensamiento Cientifico SE3 Ccesa007.pdf
PDF
NOM-020-SSA-2025.pdf Para establecimientos de salud y el reconocimiento de l...
PDF
Aqui No Hay Reglas Hastings-Meyer Ccesa007.pdf
PDF
Introduccion a la Investigacion Cualitativa FLICK Ccesa007.pdf
PDF
Didáctica de las literaturas infantiles.
PDF
Aumente su Autoestima - Lair Ribeiro Ccesa007.pdf
PDF
TALLER DE ESTADISTICA BASICA para principiantes y no tan basicos
PDF
Nadie puede salvarte excepto Tú - Madame Rouge Ccesa007.pdf
PDF
Házlo con Miedo - Scott Allan Ccesa007.pdf
Lo que hacen los Mejores Profesores de la Universidad - Ken Bain Ccesa007.pdf
LAS MIGRACIONES E INVASIONES Y EL INICIO EDAD MEDIA
El Genero y Nuestros Cerebros - Gina Ripon Ccesa007.pdf
Cuaderno_Castellano_6°_grado.pdf 000000000000000001
Ficha de Atencion a Padres de Familia IE Ccesa007.pdf
LIBRO 2-SALUD Y AMBIENTE-4TO CEBA avanzado.pdf
Jodorowsky, Alejandro - Manual de Psicomagia.pdf
Mi Primer Millon - Poissant - Godefroy Ccesa007.pdf
ACERTIJO EL CONJURO DEL CAZAFANTASMAS MATEMÁTICO. Por JAVIER SOLIS NOYOLA
Ernst Cassirer - Antropologia Filosofica.pdf
KOF-2022-espanol-mar-27-11-36 coke.pdf jsja
Las Matematicas y el Pensamiento Cientifico SE3 Ccesa007.pdf
NOM-020-SSA-2025.pdf Para establecimientos de salud y el reconocimiento de l...
Aqui No Hay Reglas Hastings-Meyer Ccesa007.pdf
Introduccion a la Investigacion Cualitativa FLICK Ccesa007.pdf
Didáctica de las literaturas infantiles.
Aumente su Autoestima - Lair Ribeiro Ccesa007.pdf
TALLER DE ESTADISTICA BASICA para principiantes y no tan basicos
Nadie puede salvarte excepto Tú - Madame Rouge Ccesa007.pdf
Házlo con Miedo - Scott Allan Ccesa007.pdf

Cuentos escritos en el exilio juan bosch

  • 2. JUAN BOSCH ( UENTOS ES(RITOS EN' EL EXILIO y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS SEGUNDA EDICION JULIO D. POSTIGO e hijo, Impresores Santo Domingo, Ro D. 1968
  • 3. JUAN BOSCH ( UENTOS ES(RITOS EN' EL EXILIO y APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS SEGUNDA EDICION JULIO D. POSTIGO e hijo, Impresores Santo Domingo, Ro D. 1968
  • 5. APUNTES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS 1 El cuento es un género antiquísimo. que a través de los siglos ha tenido y mantenido el favor público. Su in. fluencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas. Lo primero que debe aclarar 'una persona que se in. clina a escribir cuentos es la intensidad de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos exce­lentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato d'~ un hecho que tiene indudable importancia. La importan­cia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indu. dable, convincente para la generalidad de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de impor. tancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento. "Importancia" no quiere decir aquí novedad, caso in­sólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger ar­gumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su 7
  • 6. 8 JUAN BOSCH estructura muscular los profesionales del atletismo. Un ni­ño que va a la escuela no es materia propicia para un cuen­to, porque no hay nada de importancia en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús en que va el niño se vuelca o se quema, o si al llegar a su escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el edi­ficio escolar se ha quemado la noche anterior. Aprender a discernir donde hay un tema para cuento ee parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio p~' culiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de crea­ción; es la "tekné" de los griegos 0, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista. A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar ~a técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudios. Pero nunca debe olvidarse que el género tie_ ne una técnica y que ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra provie. ne del latín computus, y es inútil tratar de rehuir el signi. ficado esencial que late en el origen de los vocablos. Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con pal3.­bras la cuenta de un suceso, no es cuentista. De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser "hermético" o "figurativo" como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que ti! género, reconocido como el más difícil en todos los idio­mas. no tolera innovaciones sino de los autores que lo do. minan en 10 más esencial de su estructura.
  • 7. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 9 El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficiona~ dos. Se dice a menudo que el cuento es una novela en sín­tesis y que la. novela requiere más aliento en el que la es­cribe. En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de '"Cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea bueno y que tenga doscientas cin­cuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La düeren~ da fundamental entre un género y el otro está en la di­rección: la novela es extensa; el cuento es.intenso. El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia Wia novela no termina como el novelista lo he.bía planeado, si no como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación eB diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. El es el padre y el -dictador de sus criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuen­tista sobre sus personajes es lo que se traduce en tensión y por tanto en ilÍtensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado. como ha dicho alguien. de su corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil. pues el cuen­tistanecesita ejercer sobre sí mismo una .vigilancia cons­tclnte. que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil. . Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda e3. fuerzo, capacidad· de concentración y trabajo de análisis. A
  • 8. 10 JUAN BOSCH menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino co­mo si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tan~ ta tensión como escribir. El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vi_ da a estudiar l~ técnica del género, al grado que logre do_ minarla en la mi.sma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, DO tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas. como Antón Che­jov, que apenas lo usaron. "A la deriva", de Horacio Qui­l'oga, no 10 tiene, y es una pieza magistral. Un final sor­prendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas con­diciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio. No importa que el cuento sea subjetivo u objetivl"; que el estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en ma_ nos del cuentista y éste DO debe soltarlo más. A partir de~ principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto d~ su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que pre_ viamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase aún siendo de tres palabras que no esté ló­gica y entrañablemente justificada por ese destino man­chará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kippling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha
  • 9. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 11 disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco. La manera natural de comenzar un cuento fue siem_ pre el "había una vez" o "érase una vez". Esa corta frase hmía -y tiene aún en la gente del pueblo-- un valor de el.'njnro; ella sola bastaba a despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento no empezaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara de un paisaje descrito con escasas palabras para justi'1'icar la presencia o la acción del protagonista; comen.. z~ba con éste, y pintándolo e.n actividad. Aún hoy. esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción. física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin d~ evitar que el lector se canse. Saber comenzar un cuento es tan importante como sa_ ber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin des­canso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido con­sjgo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuen~ to con acierto; despertando de golpe el interés del lector. El antiguo "había una vez" o "érase una vez" tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la ma_ nera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fué quizá el más consciente de todos ellos en 10 que a la técnica del cuento se refiere. Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien
  • 10. 12 JUANBOSCH sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tek­llé" del género. El oficio es la parte formal de la tarea. pe­ro quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que 10 domine podrá transformar el cuen­to, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora. Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblio. teca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercer!o. ;Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la medita. ción constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribie­ron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó. les faltó la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su expe. riencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin. el oficio no podían construir. En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de scmÜDconsclencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias; le arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado pa­ra estudiar los principios en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los prin_ cipios del género, no importa lo que crean algunos cuentis. tas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es.
  • 11. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 13 La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras -búsqueda y selección- implican lo mismo; buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. El buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños. asuntos de amor o de tra_ bajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir. Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a no· velistas y cuentistas para contarles cosas que le han suce. dido, "temas para novelas y cuentos", que no interesan al escritor porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jó'venes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien con. cienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que Se ga_ na la vida. Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la so­ciedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad. estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy re. belde. pero dominable. Otros 10 han logrado. El también puede lograrlo.
  • 12. II El cuento es un género literario escueto, al ext1'emo de que un cuento no debe construirse sobre más de un he_ cho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador se halla forzado a saber con seguridad adon~ de se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina. La primera tarea que el cuentista debe imponerse es la de aprender a distinguir con precisión cual hecho puede ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber aislarlo, limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad. Pues cuando el cuentista tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, se halla frente a un verdadero tema. El hecho es el tema, yen el cuento no hay lugar sino para un tema. Ya he dicho que aprender a discernir dónde hay un te. ma de cuento es parte esencial de la técnica del cuento. Técnica, entendida en el sentido de la "tekné" griega, es esa parte de oficio o artesanado indispensable para cons' truir una obra de arte. Ahora bien, el arte del cuento con.. siste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueIta~ mente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho; todos esos sucesos están 15
  • 13. 16 JUANBOSCH subordinados al hecho hacia el cual va el cuentista; él es el tema. Aislado el tema, y debidamente estudiado desde torles sus ángulos, el cuentista puede aproximarse a él como más le plazca, con el lenguaje que le sea habitual o conilaturai, en forma directa o indirecta. Pero en ningún momento per_ derá de vista que se dirige hacia ese hecho y no a otro pun­to. Toda palabra que pueda darle categoría de tema a un acto de los que se presentan en esa marcha hacia el tema, toda palabra que desvíe al autor un milímetro del tema, E;stán fuera de lugar y deben ser aniquiladas tan pronto ~.parezcan; toda idea ajena al asunto escogido es yerba ma­la, que no dejará crecer la espiga del cuento con salud, y la yerba mala. como aconseja el Evangelio, debe ser arra'.l­cada de raíz. Cuando el c'.tentista esconde el hecho a la atención del lector, 10 va sustrayendo frase a frase de la visi6n de quien lo lee pero lo mantiene presente en el fondo de la narraciÓL "'J. no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco o seis pa~ labras finales del cuento, ha construído el cuento según la mejor tradici6n del género. Pero los casos en que puede hacer esto sin deformar el curso natural del relato no abun­dan. Mucho más importante que el final de sorpresa es man.. tener en avance continuo la marcha que lo lleva del punto de partida al hecho que ha escogido como tema. Si el hecho se halla antes de llegar al final, es decir, si su presencia no coincide con la última escena del cuento, Pero la mane­ra de llegar a él fue recta y la marcha se mantuvo en ritmo apropiado, se ha producido un buen cuento. Todo lo contrario resulta si el cuentista está dirigiéndo~ se hacia dos hechos. En ese caso la marcha será zigzaguean­te, la línea no podrá ser recta, 10 que el cuentista tendrá al final será una página confusa, sin carácter; cualquier cosa, pero no un cuento. Hace poco recordaba que cuento quiere decir llevar la cuenta de un hecho. El origen de la palabra
  • 14. CUENTOS ESCRITOS EN EL Exn.ro 17 que define el género está en el vocablo latino "computusH • el mismo que hoy usamos para indicar que llevamos cuen­ta de algo. Hay un oculto sentido matemático en la riguro,.. sidad del cuento; como en las matemáticas, en el cuento no puede haber co!Úusión de valores. El cuentista avezado sabe que su tarea es llevar al lee­tor hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que de_ be llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasio. nes resulta útil desviar la atención del lecto~~ haciéndole creer, mediante una frase discreta, que el hecho es otro. En cada párrafo, el lector deberá pensar que ya ha llegado al corazón del tema; sin embargo no está en él y ni siquie_ ra ha comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz que separa el hecho del resto del relato. El cuento debe ser presentado allcetor como un fruto c!e numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a 10i ojos de un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una de las cáscaras, el lector esperará la almendra de la fruta; (;reerá que ya no hay cortezas y que ha llegado el mamen. to de gustar el anhelado manjar vegetal De párrafo en pá­rrafo, la acción interna y secreta del cuento seguirá por debajo de la acción externa y visible; estará oculta por las acciones accesorias, por una actividad que en verdad no tiene otra finalidad que conducir al lector hacia el hecho. En suma, serán cáscaras que al desprenderse irán acercan. do el fruto a la boca del goloso. Ahora bien, en cuanto al hecho que da el tema, ¿cómo conviene que sea? Humano, o por lo menos humanizado. Lo que pretende el cuentista es herir la sensibilidad o esti. mular las ideas del lector; luego, hay que dirigirse a él a través de sus sentimientos o de su pensamiento. En las fá~ bulas de Esopo como en los cuentos de Rudyard Kipling, en los relatos infantiles de Andersen como en las parábolas de Oscar Wilde, animales, elementos y objetos tienen alma humana. La experiencia íntima del hombre no ha traspa-
  • 15. 18 JUAN BOSCH sado los límites de su propia- esencia; para él, el universo infinito y la materia mensurable existen como reflejo de su ser. A pesar de la creciente humildad a que lo somete la ciencia. él seguirá siendo por mucho tiempo el rey de la creación, que vive orgánicamente en función de señor su· premo de la actividad universal. Nada interesa al hombre más que el hombre mismo. El mejor tema para un cuento será siempre un hecho humano, o por lo menos, relatado en términos esenciahnente humanos. La selección del tema es un trabajo serio y hay que él_cometerlo con seriedad. El cuentista debe ejercitarse en el arte de distinguir con precisión cuándo 'Un tema es apropia. do para un cuento. En esta parte de la tarea entra a ju~ar el don nato del relatador. Pues sucede que el cuento co. mienza a formarse en ese acto, en ese instante de la selec­ción del hecho_tema. Por sí solo, el tema no es en verdad ('"1 germen del cuento, pero se convierte en tal germen pre­cisamente en el momento en que el cuentista lo escoge por tema. Si el tema no satisface ciertas condiciones, el cuento) será pobre o francamente malo aunque su autor domine a perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por ejemplo. no tiene calidad para servir de tema; en cambio puede serlo, y muy bueno, para un artículo de costumbres o para una página de buen humor. El tema requiere un peso específico que lo haga uni. versal. Puede ser muy local en su apariencia, pero debe ser universal en su valor intrínseco. El sufrimiento, el amor, el sacrificio, el heroismo, la generosidad, la crueldad, la avaricia. son valores universales, positivos o negativos, aun. que se presenten en hombres y mujeres cuyas vidas no tras. pasan las lindes de lo local; son universales en el habitante de las grandes ciudades, en el de la jungla americana o en el de los iglús esquimales.
  • 16. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 19 Todo lo dicho hasta ahora se resume en estas pocas palabras: si bien el cuentista tiene que tomar un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, 110 basta para el caso un hecho cualquiera: debe ser un he. cho humano o que conmueva a los hombres, y debe tene:r categoría universal. De esa especie de hechos está lleno et mundo; están llenos los días y las horas, y adonde quiera que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son bue­nos temas. Ahora bien, si en ocasiones esos hechos que nos rodean se presentan en tal forma que bastaría con relatarlos para tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el cuentista tie. ne que estudiar el hecho para saber cual de sus ángulos ser. virá para un cuento. A veces el cuento está determinado por la mecánica misma del hecho, pero también puede es. tarlo por su ausencia, por sus motivaciones o por su apa. riencia formal. Un ladronzuelo cogido in f?aganti puede dar un cuento excelente si quien lo sorprende robando es un hermano, agente de poUcía, o si la causa del robo es el ham. bre de la madre del descuidero; y puede ser también un magnífico cuento si se trata del primer robo del autor y el cuentista sabe presentar el desgarrón psicológico que supo. ne traspasar la barrera que hay entre el mundo normal y el mundo de los delincuentes. En los tres casos el hecho. tema sería distinto; en el primero, se hallaría en la circuns. tancia de que el hermano del ladrón es agente de policía; en el segundo, en el hambre de la madre; en el tercero, en el desgarrón psicológico. De donde puede colegirse por qué hemos insistido en que el hecho que sirve de tema debe es. tar libre de apariencias y de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia. Pues en estos tres posibles cuen· tos el tema parece ser la captura del ladronzuelo mientras roba, y resulta que hay tres temas distintos, y en los tres la captura del joven delincuente es un camino hacia el ca. razón del hecho.tema.
  • 17. 20 JUAN BOSCH Aprender a ver un tema, saber seleccionarlo, y aun dentro de él hallar el aspecto útil para desarrollar el cuen. to, eS parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La rígida disciplina mental y emocional que el cuentista ejer. ce sobre sí mismo comienza a actuar en el acto de escoger el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la redacción del relato por cuanto sus caracteres, una vez ,crea. dos. determinan en mucho el curso de la acción. Pero en el cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está deter. minada sobre todo por la calidad del tema. Antes de sentar~ se a escribir la primera palabra, el cuentista debe tener una idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta re­gla no se sigue, el resultado será débil. Por caso de adivi­nación, en un cuentista nato de gran poder, puede darse un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el mismo autor podrá garantizar de antemano qué saldrá de su trabajo cuando ponga la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el cuentista trabaja conscientemente y orga· niza su construcción al nivel del tema que elige. Así como en la novela la acción está determinada por los caracteres de sus protagonistas, en el cuento el tema da la acción. La diferencia más drástica entre el novelista y el cuentista se halla en que aquel sigue a sus personajes mien­tr- as que éste tiene que gobernarlos. La acción del cuento está determinada por el tema pero tiene que ser dictatorial. mente regida por el cuentista; no puede desbordarse ni cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente en lús términos estrictamente imprescindibles al desenvolvi. miento del cuento y entrañablemente vinculados al tema. Los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de la novela; en un cuento no debe mencionarse siquiera un cuadro si él no es parte importante en el curso de la acción. El cuento es el tigre de la fauna literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne no podrá garantizar la cacería
  • 18. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 21 de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y garras nada más, el tigre está p.reado para atacar y dominar a las otras bestias de la selva. Cuando los años le agregan grasa e su peso, le restan elasticidad en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan sus poderosas garras, el majestuo<;o tigre se halla condenado a morir de hambre. El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector, o instinto de tigre para seleccionar el tema y calcular con exactitud a qué distancia está su víctima y con qué fuerza debe precipitarse sobre ella. Pues sucede que en la oculta trama de ese arte dificil que es escribir cuentos, el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro. Al dar su salto asesino ha_ cia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando tam­bién sobre el lector.
  • 19. 111 Hay una acepción del vocablo "estilo" que lo identifica con el modo, la forma, la manera particular de hacer algo. Según ella, el uso, la práctica o la costumbre en la ejecu. cIón de ésta o aquella obra implica un conjunto de reglas que debe ser tomado en cuenta a la hora de realizar esa obra. ¿Se conoce algún estilo, en el sentido de modo o for. ma, en la tarea de escribir cuentos? Sí. Pero como cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el escritor de cuentos es un artista; y para el artista -sea cuentista, no. velista, poeta, escritor, pintor, músico- las reglas son le­yes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles. Cada forma, en arte, es producto de una suma de re_ glas, y en cada conjunto de reglas hay divisiones: las que dan a una obra su carácter como género, y las que rigen la materia con que se realiza. Unas y otras se mezclan pa. ra formar el todo de la obra artística, pero las que gobier_ nan la materia con que esa obra se realiza reS'Ultan deter. minantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el artista. En el caso del autor de cuentos, el medio de crea· ción de que se sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe co­nocer a cabalidad. 23
  • 20. 24 JUAN BOSCH Del conjunto de reglas hagamos abstracción de las qne gobiernan la materia expresiva. Esas son el bagaje prima.. rio del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, parece no haber duda de que el escritor nato trae al mundo un conocimiento instintivo de su mecanismo que a menudo resulta sorprendente, aunque tampoco parece haber duda cíe que ese don mejora mucho cuando el conocimiento ins. tintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio. Hagamos abstracción también de las reglas que se re· fieren a la manera peculiar de expresarse de cada autor. Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la marca divina que distingue al artista entre la multitud de sus pares. Quedémonos por ahora con las reglas que confieren carácter a un género dado; en nuestro caso, el cuento. Esas reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento. La forma es importante en todo arte. Desde muy anti­guo se sabe que en 10 que atañe a la tarea de crearla, la ex. presión artística se descompone en dos factores fundamen. tales: tema y forma. En algunas artes la forma tiene mis valor que el tema; ese es el caso de la escultura, la pintu. ra y la poesía, sobre todo en los últimos tiempos. La estrecha relación de todas las artes entre sí, deter­minada por el carácter que le imprime al artista la actitud del conglomerado social ante los problemas de su tiempo -de su generación-, nos lleva a tomar nota de que a me. nudo un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos influye en el estilo de otros. No nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se produce esa influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de e;;_ tJlo a causa de cambios profundos introducidos en la sensi­bilidad social por otros factores. Pero debemos admitir que hay influencias. Aunque estamos hablando del cuento, ano. ternos de paso que la escultura, la pintura y la poesía de
  • 21. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 25 hoy se realizan eon la vista puesta en la forma más que en el tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, da­do que precisamente esas artes han escapado a las leyes de la forma al abandonar sus antiguos modos de expresión. Pero en realidad, lo que abandonaron fue su sujeción al te_ ma para entregarse exclusivamente a la forma. La pintura y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sue_ ño de sus cultivadores es expulsar el tema en ambos géne_ ros. La poesía actual se inclina a quedarse sólo con las pa_ labras y la manera de usarlas, al grado que muchos poemas modernos que nos emocionan no resistirían un análisis del tema que llevan dentro. Volveremos sobre este asunto más tarde. Por ahora re­cordemos que hay un arte en el que tema y forma tienen igual importancia en cualquier época: es la música. No se concibe música sin tema, lo mismo en al Mozart del siglo XVIII que en el Bartok del siglo XX. Por otra parte, el te­ma musical no podría existir sin la forma que lo expresa. Esta adecuación de tema y forma se explica debido a que la música debe ser interpretada por terceros. Pero en la novela y en el cuente, que no tienen intér. pretes sino espectadores del orden intelectual, el tema es más importante que la forma, y desde luego mucho más importante que el estilo con que al autor se expresa. Todavía más: en el cuento el tema importa más que en la novela. Pues en su sentido estricto, el cuento es el re­lato de un hecho, uno solo, y ese hecho -que es el tema­tiene que ser importante, debe tener importancia por sí rlismo, no por la manera de presentarlo. Antes dije que "'un cuento no puede construírse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador, se halla forzado a saber con se. guridad adonde se dirige antes de poner la mano en las pa­lancas que mueven su máquina".
  • 22. 26 JUAN BOSCH La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un hecho. y sólo a uno, es lo que me ha llevado a definir el género como "el relato de un hecho que tiene indudable importancia". A fin de evitar que el cuentista novel enten. diera por hecho de indudable importancia un suceso poro común, expliqué en esa misma oportunidad que "la impor. tancia del hecho es desde luego relativa; mas debe ser in. dudable, convincente para la generalidad de los lectores"; y más adelante decía que "importancia no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La pro_ pensión a escoger argumentos poco frecuentes como temas de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los prdfesionales del atletismo"• Hasta ahora se ha tenido la brevedad como una de las leyes fundamentales del cuento. Pero la brevedad es una consecuencia natural de la esencia misma del género, no un requisito de la forma. El cuento es breve porque se ha­lla limitado a relatar un hecho y nada más que uno. El cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantie:le como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; s¡empre conservará sus características si es el relato de un solo acontecimiento. así como no las tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una solR página. Es probable que el cuento largo se desarrolle en el por. venir como el tipo de obra literaria de más difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico sin correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, fuera de las fronteras de la historia y en prosa monda y ti. ronda, es casi un milagro que confiere al cuento una cate­goría artísti.ca en verdad extraordinaria (*). (*) Debemos esta aguda observación a Thomas Mann, quien en "Ensayo sobre Chejov", traducción de Aquilino Duque (en
  • 23. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO "El arte del cuento consiste en situarse frente a un he.. cho y dirigirse a él resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el he­cho..." dije antes. Obsérvese que el novelista sí da carac­teres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho central que sirve de tema a su relato; y es la des_ cripción de esos sucesos - a los que podemos calificar de secundarios- y su entrelazamiento con el suceso principal, lo que hace de la novela un género de dimensiones mayo. res, de ambiente más variado, personajes más numerosos y tiempo más largo que el cuento. El tiempo del cuento es corto y concentrado. Esto se debe a que es el tiempo en que acaece un hecho -uno solo. repetimos-, y el uso de ese tiempo en función de caldo vi.. tal del relato exigen del cuentista una capacidad especial para tomar el hecho en su esencia, en las líneas más puras de la acción. Es ahí, en lo que podríamos llamar el poder de expre­sar la acción sin desvirtuarla con palabras, donde está el sücreto de que el cuento pueda elE"varse a niveles épicos. Thomas Mann sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chejov -y sin duda de otros autores-, pero no dejó constancia de que conociera la causa de aliento. La causa está en que la epopeya es el relato de los actos heroicos, y ~l que los ejecuta -el héroe- es un artista de la acción; así, si mediante la virtud de describir la acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho rea. Revista Nacional de Cultura, Caracas, Venezuela, mano-abril de 1960, págs. 52 y siguiente), dice que Chejov había sido para él "un hombre de la forma pequeña, de la narración breve que no exigía la heroica perseveración de años y decenios, sino que po­dia SE'r liqUIdada en unos dias o unas semanas por cualquíer frío volo del Arte. Por todo esto abrigaba yo un cierto menosprecio (por la obra de Chejov), sin acabar de apercibirme de la di·men· sión interna, de la fuena genial que logran lo breve y lo sus­cinto que en su acaso admirable concisión encierran toda la pIe· nitud de la vida y se elevan decididamente a un nivel épico __ ...
  • 24. 28 JUAN BOSCH lizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sen. tido convencional de la palabra, el cuentista tiene el don de crear la atmósfera de la epopeya sin verse obligado a recurrir a los grandes actores del drama histórico y a los episodios en que figuraron. ¿No es esto un privilegio en el mundo del arte? Aunque hayamos dicho que en el cuento el tema im. porta más que la forma, debemos reconocer que hay un& forma -en cuanto manera, uso o práctica de hacer algo-­para poder expresar la acción pura, y que sin sujetarse a ella no hay cuento de calidad. La mayor importancia de] tema en el género cuento no significa, pues, que la forma puede ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. Si lo fuera, ¿cómo podríamos distinguir entre cuento, nc. vela e historia, géneros parecidos pero diferentes? A pesar de la familiaridad de los géneros, 'una novela no puede ser escrita con forma de cuento o de historia, ni nn cuento con forma de novela o de relato histórico,. ni una historia como si fuera novela o cuento. Para el cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la lengua española -porque no conocemos caso parecido en otros idiomas- se pretenda escribir cuentos que no son cuentos en el orden estricto del "ocablo? Un eminente crítico chileno escribió hace algunos añes que "junto al cuento tradicional" al cuento "que puede con­tarse", con principio, medio y fin, el conocido y clásico, existen otros que flotan, elásticos, vagos" sin contornos de. finidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos y, a veces, de una extremada delicadeza; superan a menudo a sus parientes de antigua prosapia; pero ¿cómo negarlo, có. mo discutirlo? Ocurre que no son cuentos; son otra cosa: divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, estampas, trozos o momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más; pero, insistimos, no son cuentos, no deben Ha.
  • 25. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 29 marse cuentos. Las palabras, los nombres. los títulos, cali. ficaciones y clasificaciones tienen por objeto aclarar y dis­tinguir, no obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan conviene llamarlo pan. Y al cuento, cuento" (*). Pero sucede que como hemos dicho hace poco, un cam. bio en el estilo de ciertos géneros artísticos se reflej a en el estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de ma_ teria y forma, con abandono del tema; y esta actitud de pin­tores, escultores y poetas ha influído en la concepción del cuento americano, oel cuento de nuestra lengua ha resUl. tado influído por las mismas causas que han determinado el cambio de estilo en pintura, escultura y poesía. Por una o por otra razón, en los cuentistas nuevos de América se advierte una marcada inclinación a la idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin rela­ción con el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento -el llamado "cuento abstracto"-, que acaso podrá llegar a ser un género literario nuevo, producto de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero que no es ni será cuento. Ahora bien, ¿cuál es la forma del cuento? En apariencia, la 'forma está implícita en el tipo de cuento que se quiera escribir. Los hay que se dirigen a re_ latar una acción, sin más consecuencias; los hay cuya fina_ lidad es delinear un carácter o destacar el aspecto saliente de una personalidad; otros ponen de manifiesto problemas sociales, políticos, emocionales, colectivos o individuales; otros buscan conmover al lector, sacudiendo su sensibilidad ccn la presentación de un hecho trágico o dramático; los hay humorísticos, tiernos, de ideas. Y desde luego, en cada caso el cuentista tiene que ir desenvolviendo el tema en forma apropiada a los fines que persigue. (**) Alona (Hernán Diaz Arrieta), "CrónÍC"a Literaria", en "El Mercurio", Santiago de Chile, 21 de agosto de 1955.
  • 26. 30 JUAN BOSCH Pero esa forma es la de cada cuento y cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al tipo de cuento que se escribe sino también a la manera de escribir del cuentista. Diez cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos dra­máticos, tiernos, humorísticos, con diez temas distintos y con diez formas de expresión que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos pueden ser diez obras maestras. Hay, sin embargo, una forma sustancial; la profunda, la que el lector corriente no aprecia, a pesar de que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va desarrollándose en el relato o al destino de los personajes que figuran en él. De manera intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada con esmero por todos los maestros del cuento. Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales para el cuento hablado y para el escrito; que no cambian porque el cuento sea dramático, trágico, humorístico, social, tierno, de ideas, superficial o profundo; qu~ rigen el alma del gé­nero lo mismo cuando los personajes son ficticios que cuan· do son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire, seres humanos, aristócratas, artistas o peones. La primera leyes la ley de la fluencia constante. La acción no puede detenerse jamás; tiene que correr con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista, dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin obstáculos y sin meandros; debe moverse al ritmo que imponga el tema -más lento, más vivaz-, pero mo­verse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocul­tar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sor. prendernos con un final inesperado. Pero no puede dete­nerse. Es en la acción donde está la sustancia del cuento. Un cuento tierno debe ser tierno porque la acción en sí misma
  • 27. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 31 tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que se escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo es debido a la categoría dramática del hecho que le da vida, no por el valor literario de las imágenes que lo exponen. Así, pues, la acción por sí misma, y por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por tanto, la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista se entrometa en su discurrir buscando impresionar al lec­tor con palabras ajenas al hecho para convencerlo de que el autor ha captado bien la atmósfera del suceso. La segunda ley se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse así: el cuentista debe usar sólo las palabras indispensables para expresar la acción. La palabra puede exponer la acción, pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento, la frase justa y necesaria es la que dé paso a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a tra· vés de palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico. Toda palabra que no sea esencial al fin que se ha pro­puesto el cuentista resta fuerza a la dinámica del cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho -y de no ser así no está escribiendo un cuen­to--, no se halla autorizado a desviarse de él con frases que alejen al lector del cauce que sigue la acción. Podemos comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia. Antes de salir ha pen­sado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; a quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito cono­cido. No ha salido a ver qué encuentra, sino que sabe lo que busca. Ese hombre no se parece al que divaga, pasea; se en· tretiene mirando flores en un parque. oyendo hablar a dos
  • 28. 32 JUAN BOSCH mnos, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para matar el tiempo; se mueve de cuadro en cua­dro; admira aquí el estilo impresionista de un pintor y más allá el arte abstracto de otro. Entre esos dos hombres, el modelo del cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto en acción para alcanzar algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un punto. Y así como los actos del hombre de marras es­tán gobernados por sus necesidades, así la forma del cuen­to está regida por su naturaleza activa. En la naturaleza activa del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de todas las razas en todos los tiempos. Caracas, septiembre de 1958.
  • 29. LOS AMOS Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una va­ca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo. -Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelo va. Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba. -Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura. -Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno. Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abun­dante, largo y negro, le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes. -Ta bien, don Pío -dijo-; que Dió se lo pague. Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos. -Qué animao ta el becerrito -comentó en voz baja. Se trataba de uno que él había curado días antes. Ha­bía tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y sal­taba alegremente. Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le 33
  • 30. 34 JUAN BOSCH pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de ma­drugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terne. ros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa. Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los ma­torrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los ma­torrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía puertas ni ven­tanas; no tenía ni siquiera setos. Cristina se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación. -Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino. -Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Des_ de las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, per­didas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distin­guía, pero Cristina conocía una por una todas las reses. -Vea, don -dijo-, aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga. Don Pío caminó arriba. -¿Usté cree, Cristina? Yo no la veo bien. -Arrímese pa aquel lao y la verá. Cristina tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pe­ro siguió con la vista al animal. -Dése una caminadita y me la arrea, Cristino -oyó decir a don Pío. -Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal. -¿La calentura? -Unjú. Me ta subiendo. -Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristina. Vaya y tráigamela.
  • 31. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 35 Cristina se sujetaba el pecho con los dos brazos des­carnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito ... -¿Va a traérmela? -insistió la voz. Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo. -¿Va a buscármela, Cristino? Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apre­taba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba. Resonaron pisadas arriba y Cristina pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristina. -Ello sí, don -dijo-; vaya dir. Deje que se me pase el frío. -Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristina. Mi­re que esa vaca se me va y puedo perder el becerro. Cristina seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie. -Sí; ya voy, don -dijo. -Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde la galería don Pío. Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío le veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío. -¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz canta. rina. El hombre no contestó. Señaló hacia Cristina, que se alejaba con paso torpe, como si fuera tropezando. -No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le dí medio peso para el camino. Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía de. mandar una explicación.
  • 32. 36 JUAN BOSCH -Malagradecidos que son, Henninia -dijo-. De na. da vale tratarlos bien. Ella asintió con la mirada. Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.
  • 33. EN UN BaRIO La mujer no se atrevía a pensar. Cuando creía oír pi­sadas de bestias se lanzaba a la puerta, con los ojos ansio­sos; después volvía al cuarto y se quedaba allí un rato lar­go, sumida en una especie de letargo. El bohío era una miseria. Ya estaba negro de tan viejo, y adentro se vivía entre tierra y hollín. Se volvería inhabi­table desde que empezaran las lluvias; ella lo sabía, y sabía también que no podía dejarlo, porque fuera de esa choza no tenía una yagua donde ampararse. Otra vez rumor de voces. Corrió a la puerta, temerosa de que nadie pasara. Esperó un rato; esperó más, un poco más: ¡nada! Sólo el camino amarillo y pedregoso. Era el viento, ahí enfrente, el condenado viento de la loma, que hacía gemir los pinos de la subida y los pomares de abajo; o tal vez el río, que corría en el fondo del precipicio detrás del bohío. Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a verlo, des­hecha, con ganas de llorar pero sin lágrimas para hacerlo. -Mama, ¿no era taita? ¿No era taita, mama? Ella no se atrevía a contestar. Tocaba la frente del ni­ño y la sentía arder. -¿No era taita, mama? -No -negó-. Tu taita viene dispués. El niño cerró los ojos y, se puso de lado. Aun en la oscuridad del aposento se le veía la piel lívida. 37
  • 34. 38 JUAN BOSCH -Yo lo vide, mama. Taba ahí y me trujo un pantalón nuevo. La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse, como los troncos viejos que se pudren por dentro y ,caen un día de golpe. Era el delirio de la fiebre lo que hacía hablar así a su hijo, y ella no tenía con qué comprarle una medicina. El niño pareció dormitar y la madre se levantó para ver al otro. Lo halló tranquilo. Era huesos nada más y silbaba al respirar, pero no se movía ni se quejaba; sólo la miraba con sus grandes ojos serenos. Desde que nació había sido callado. El cuartucho hedía a tela podrida. La madre -flaca, con las sienes hundidas, un paño sucio en la cabeza y un viejo traje de listado- no podía apreciar ese olor, porque se hallaba acostumbrada, pero algo le decía que sus hijos no podrían curarse en tal lugar. Pensaba que cuando su marido volviera, si era que algún día salía de la cárcel, ha. lIaría sólo cruces sembradas frente a los horcones del bo· hío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin comprender por qué, se ponía en el lugar de Teo, y sufría. Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie saliera a re­cibirlo. Cuando él estuvo en el bohío por última vez -jus­tamente dos días antes de entregarse- todavía el pequeño conuco se veía limpio, y el maíz, los frijoles y el tabaco se agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se entregó, porque le dijeron que podía probar la propia defensa y que no du­raría en la ,cárcel; ella no pudo seguir trabajando porque enfermó, y los muchachos -la hembrita y los dos niños-, tan pequeños, no pudieron mantener limpio el conuco ni ir al monte para tumbar los palos que se necesitaban para arreglar los lienzos de palizada que se pudrían. Después lle­gó el temporal, aquel condenado temporal, y el agua estuvo cayendo, cayendo, cayendo día y noche, sin sosiego alguno, una semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo
  • 35. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 39 piedras y barro en el camino y se llevaron pedazos enteros de la palizada y llenaron el conuco de guijarros y el piso de tierra del bohío crió lamas y las yaguas empezaron a pu. drirse. Pero mejor era no recordar esas cosas. Ahora esperaba. Había mandado a la hembrita a Naranjal, allá abajo, a una hora de camino; la había mandado ·con media docena de huevos que pudo recoger en nidales del monte para que los cambiara por arroz y sal. La niña había salido temprano y no volvía. Y la madre ojeaba el camino, llena de ansiedad. Sintió pisadas. Esta vez no se engañaba: alguien, mono tando caballo, se acercaba. Salió al alero del bohío, con los músculos del cuello tensos y los ojos duros. Miró hacia la subida. Sentía que le faltaba el aire, lo que le obligaba a distender las ventanas de la nariz. De pronto vió un som_ brero de cana que ascendía y coligió que un hombre subía la loma. Su primer impulso fue el de entrar; pero algo la sostuvo allí, como clavada. Debajo del sombrero apareció un rostro difuso, después los hombros, el pecho y finalmen­te el caballo. La mujer vió al hombre acercarse y todavía no pensaba en nada. Cuando el hombre estuvo a pocos pa­sos, ella le lIIliró los ojos y sintió, más que comprendió, que aquel desconocido estaba deseando algo. Había una serie de imágenes vagas pero amargas en la ,cabeza de la mujer: su hija, los huevos, los niños enfer­mos, Tea. Todo eso se borró de golpe a la voz del hombre. -Saludo -había dicho él. Sin saber cómo lo hacía, ella extendió la mano y su­plicó: -Déme algo, alguito. El hombre la midió con los ojos, sin bajar del caballo. Era una mujer flaca y sucia, que tenía mirada de loca, que sin duda estaba sola y que sin duda, también, deseaba a un hombre.
  • 36. 40 JUAN BOSCH -Déme alguito -insistía ella. y de súbito en esa cabeza atormentada penetró la idea de que ese hombre volvía de La Vega, y si había ido a vender algo, tendría dinero. Tal vez llevaba comida, medio cinas. Además, comprendió que era un hombre y que la veía como a mujer. -Bájese -dijo ella, muerta de vergüenza. El hombre se tiró del caballo. -Yo no más tengo medio peso -aventuró él. Serena ya, dueña de sí, ella dijo: -Ta bien; dentre. El hombre perdió su recelo y pareció sentir una súbita alegría. Agarró la jáquina del caballo y se puso a amarrar­la al pie del bohío. La mujer entró, y de pronto, ya venci­do el peor momento, sintió que se moría, que no podía an­dar, que Teo llegaba, que los niños no estaban enfermos. Tenía ganas de llorar y de estar muerta. El hombre entró preguntando: -¿Aquí? Ella cerró los ojos e indicó que hiciera silencio. Con una angustia que no le cabía en el alma se acercó a la puerta del aposento; asomó la cabeza y vió a los niños dor­mitar. Entonces dió la cara al extraño y advirtió que hedía a sudor de caballo. El hombre vio que los ojos de la mujer brillaban duramente, como los de los muertos. -Unjú, aquí -afirmó ella. El hombre se le acercó, respirando sonoramente, y jus. tamente en ese momento ella sintió sollozos afuera. Se volvió. Su mirada debía cortar como una navaja. Salió a toda prisa, hecha un haz de nervios. La niña estaba allí, arrimada al alero, llorando, con los ojos hinchados. Era pe­queña, quemada, huesos y pellejo nada más. -¿Qué te pasó, Minina? -preguntó la madre. La niña sollozaba y no quería hablar. La madre perdió la paciencia.
  • 37. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 41 -¡Diga pronto! -En el río -dijo la pequeña-; pasando el río ... Se mojó el papel y na más quedó esto. En el puñito tenía todo el arroz que había logrado sal­var. Seguía llorando, con la cabeza metida en el pecho, re­costada contra las tablas del bohío. La madre sintió que ya no podía más. Entró, y sus ojos no acertaban a fijarse en nada. Había olvidado por com­pleto al hombre, y cuando lo vio tuvo que hacer un es_ fuerzo para darse cuenta de la situación. -Vino la muchacha, mi muchacha ... Váyase -dijo. Se sentía muy cansada y se arrimó a la puerta. Con los ojos turbios vió al hombre pasarle por el lado, desama­rrar la jáquima y subir al caballo; después 10 siguió mien. tras él se alejaba. Ardía el sol sobre el caminante y enfren­te mugía la brisa. Ella pensaba: "Medio peso, medio peso perdío". -Mama -llamó el niño adentro- ¿No era taita? ¿No tuvo aquí taita? Pasándole la mano por la frente, que ardía como hierro al sol, ella se quedó respondiendo: -No, jijo. Tu taita viene dispués, más tarde.
  • 38. LUIS PIE A eso de las siete la fiebre aturdía al haitiano Luis Pie. Además de que sentía la pierna endurecida, golpes internos le sacudían la ingle. Medio ciego por el dolor de la cabeza y la debilidad, Luis Pie se sentó en el suelo, sobre las secas hojas de la caña, rayó un fósforo y trató de ver la herida. Allí estaba, en el dedo grueso de su pie derecho. Se tra­taba de una herida que no alcanzaba la pulgada, pero es­taba llena de lodo. Se había cortado el dedo la tarde ante_ rior, al pisar un pedazo de hierro viejo mientras tumbaba caña en la colonia J osefita. Un golpe de aire apagó el fósforo, y el haitiano encen. dió otro. Quería estar seguro de que el mal le había en­trado por la herida y no que se debía a obra de algún des­conocido que deseaba hacerle daño. Escudriñó la pequeña cortada, con sus ojos cargados' por la fiebre, y no supo qué responderse; después quiso levantarse y andar, pero el dolor había aumentado a tal grado que no podía mover la pierna. Esto ocurría el sábado, al iniciarse la noche. Luis Pie pegó la frente al suelo, buscando el fresco de la tierra, y cuando la alzó de nuevo le pareció que había transcurrido mucho tiempo. Hubiera querido quedarse allí descansando; mas de pronto el instinto le hizo sacudir la cabeza. -Ah. .. Pití Mishé ta eperán a mué ---dijo con amar­gura. 43
  • 39. 44 JUAN BOSCH Necesariamente debía salir al camino, donde tal vez alguien le ayudaría a seguir hacia el batey; podría pasar una carreta O un peón montado que fuera a la fiesta de esa noche. Arrastrándose a duras penas, a veces pegando el pecho a la tierra, Luis Pie emprendió el camino. Pero de pronto alzó la cabeza: hacia su espalda sonaba algo como un auto. El haitiano meditó un minuto. Su rostro brillante y sus ojos inteligentes se mostraban angustiados ¿Habría perdido el rumbo debido al dolor o la oscuridad lo confundía? Te­mía no llegar al camino en toda la noche, y en ese caso los tres hijitos le esperarían junto a la hoguera que Miguel, el mayor, encendía de noche para que el padre pudiera pre­pararles con rapidez harina de maíz o les salcochara plá­tanos, a su retorno del trabajo. Si él se perdía, los niños le esperarían hasta que el sueño los aturdiera y se queda. rían dormidos allí, junto a la hoguera consumida. Luis Pie sentía a menudo un miedo terrible de que sus hijos no comieran o de que Miguel, que era enfermizo, se le muriera un día, como se le murió la mujer. Para que no les faltara comida Luis Pie cargó con ellos desde Haití, caminando sin cesar, primero a través de las lomas, en el cruce de la frontera dominicana, luego a lo largo de todo el Cibao, después recorriendo las soleadas carreteras del Este, hasta verse en la región de los centrales de azúcar. -¡Oh Bonyé! -gimió Luis Pie, con la frente sobre el brajz. y la pierna sacudida por temblores-, pití Mishé va ata esperán to la noche a son pero y entonces sintió ganas de llorar, a lo que se negó por­que temía entregarse a la debilidad. Lo que debía hacer era buscar el rumbo y avanzar. Cuando volvió a levantar la cabeza ya no se oía el ruido del motor. -No, no ta sien pallá; ta sien pacá -afirmó resuelto. y siguió arrastrándose, andando a veces a gatas.
  • 40. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 45 Pero sí había pasado a distancia un motor. Luis Pie llegó de su tierra meses antes y se puso a trabajar, primero en la Colonia Carolina, después en la Josefita; e ignoraba que detrás estaba otra colonia, la Gloria, con su trocha medio kilómetro más lejos, y que don Valentín Quintero, el dueño de la Gloria, tenía un viejo Ford en el cual iba al batey a emborracharse y a pegarles a las mujeres que llegaban hasta allí, por la zafra, en busca de unos pesos. Don Valentín acababa de pasar por aquella trocha en su estrepitoso Ford; y como iba muy alegre, pensando en la fiesta de esa noche, no tomó en cuenta, cuando encendió el tabaco, que el auto pasaba junto al cañaveral. Golpean­do en la espalda al chofer, don Valentín dijo: -Esa Lucía es una sinvergüenza, sí señor, ¡pero <:[ué hembra! y en ese momento lanzó el fósforo, que cayó encen· dido entre las cañas. Disparando ruidosamente el Ford se perdió en dirección del batey para llegar allá antes de que Luis Pie hubiera avanzado trescientos metros. Tal vez esa distancia había logrado arrastrase el hai· tiano. Trataba de llegar a la orríUa del corte de la caña, porque sabía que el corte empieza siempre junto a una trocha; iba con la esperanza de salir a la trocha cuando no­tó el resplandor. Al principio no comprendió; jamás había visto él un incendio en el cañaveral. Pero de pronto oyó chasqUidos y una llamarada gigantesca se levantó inespera­damente hacia el cielo, iluminando el lugar con un tono ro­jizo. Luis Pie se quedó inmóvil del asombro. Se puso de ro­dillas y se preguntaba qué era aquello. Mas el fuego se ex­tendía con demasiada rapidez para que Luis Pie no supiera de qué se trataba. Echándose sobre las cañas, como si tuvie· ran vida, las llamas avanzaban ávidamente, envueltas en un humo negro que iba cubriendo todo el lugar; los tallos dis. paraban sin cesar y por momentos el fuego se producía en explosiones y ascendía a golpes hasta perderse en la altura.
  • 41. 46 JUAN BOSCH Se levantó y pretendió correr a saltos sobre una sola pierna. El haitiano temió que iba a quedar cercado. Quiso huir. Pero le pareció que nada podría salvarle. -¡Bonyé, Bonyé! -empezó a aullar, fuera de sí; y luego, más alto aún: -jBonyéeee! Gritó de tal manera y llegó a tanto su terror, que por un instante perdió la voz y el conocimiento. Sin embargo siguió moviéndose, tratando de escapar, pero sin saber en verdad qué hacía. Quienquiera que fuera, el enemigo que le había echado el mal se valió de fuerzas poderosas. Luis Pie lo reconoció así y se preparó a lo peor. Pegado a la tierra, con sus ojos desorbitados por el pavor, veía crecer el fuego cuando le pareció oír tropel de caballos, voces de mando y tiros. Rápidamente levantó la cabeza. La esperanza le embriagó. -!Bonyé, Bonyé -clamó casi llorando-, ayuda a mué, gran Bonyé; tú salva a mué de murí quemá! ¡Iba a salvarlo el buen Dios de los desgraciados! Su instinto le hizo agudizar todos los sentidos. Aplicó el oído para saber en qué dirección estaban sus presuntos salva­dores; buscó con los ojos la presencia de esos dominicanos generosos que iban a sacarlo del infierno de llamas en que se hallaba. Dando la mayor amplitud posible a su voz, gritó estentóreamente: -¡Dominiquén bon, aquí ta mué, Lui Pie! ¡Salva a mué, dominiquén bon! Entonces oyó que alguien vociferaba desde el otro lado del cañaveral. La voz decía: -!Por aquí, por aquí! ¡Corran, que está cogío! ¡Co. rran, que se puede ir! Olvidándose de su fiebre y de su pierna, Luis Pie se incorporó 'y corrió. Iba cojeando, dando saltos, hasta q".le tropezó y cayó de bruces. Volvió a pararse al tiempo que miraba hacia el cielo y mascullaba:
  • 42. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 47 -Oh Bonyé, gran Bonyé que ta ayudán a mué... En ese mismo instante la alegría le cortó el habla, pues a su frente, irrumpiendo por entre las cañas, acaba. ba de aparecer un hombre a caballo, un salvador. -¡Aquí· está, corran! -demandó el hombre dirigién. dose a los que le seguían. Inmediatamente aparecieron diez o doce, muchos de ellos a pie y la mayoría armado de mochas. Todos gritaban insultos y se lanzaban sobre Luis Pie. -¡Hay que matarlo ahí mismo, y que se achicharre con la candela ese maldito haitiano! -se oyó vociferar. Puesto de rodillas, Luis Pie, que apenas entendía el idioma, rogaba enternecido: -¡Ah dominiquén bon, salva a mué, salva a mué pa llevá manyé aman pití! Una mocha cayó de plano en su cabeza, y el acero re_ senó largamente. -¿Qué ta pasán? -preguntó Luis Pie 11(;'no de miedo. ¡No, no! -ordenaba alguien que corría-o ¡Denle gol. pes,pero no lo maten! ¡Hay que dejarlo vivo para que diga quiénes son sus cómplices! ¡Le han pegado fuego también a la Gloria! El que así gritaba era don Valentín Quintero, y él fue el primero en dar el ejemplo. Le pegó al haitiano en la na­riz, haciendo saltar la sangre. Después siguieron otros, mien­tra~ Luis Pie, gimiendo, alzaba los brazos y pedía perdón por un daño que no había hecho. Le encontraron en los bolsillos una caja con cuatro o cinco fósforos. -¡Canalla, bandolero; confiesa que prendiste candela! -Uí, uí, -afirmaba el haitiano. Pero como no sabía ex-plicarse en español no podía decir que había encendido dos fósforos para verse la herida y que el viento los había apa­gado. ¿Qué había ocurrido? Luis Pie no 10 comprendía. Su poderoso enemigo acabaría con él; le había echado encima
  • 43. 48 JUAN BOSCH a todos los terribles dioses de Haití, y Luis Pie, que temía a esas fuerzas ocultas, no iba a luchar contra ellas porque sabía que era inútil. -¡Levántate, perro! -ordenó un soldado. Con gran asombro suyo, el haitiano se sintió capaz de levantarse. La primera arremetida de la infección había pa­sado, pero él lo ignoraba. Todavía cojeaba bastante cuando dos soldados lo echaron por delante y lo sacaron al cami­no; después, a golpes y empujones, debió seguir sin detener­se, aunque a veces le era imposible sufrir el dolor en la ingle. Tardó una hora en llegar al batey. donde la gente se agolpó para verlo pasar. Iba echando sangre por la cabeza, con la ropa desgarrada y una pierna a rastras. Se le veía que no podía ya más, que estaba exhausto y a punto de caer desfallecido. El grupo se acercaba a un miserable bohío de yaguas paradas, en el que apenas cabía un hombre y en cuya puer­ta, destacados por una hoguera que iluminaba adentro la vivienda, estaban tres niños desnudos que contemplaban la escena sin moverse y sin decir una palabra. Aunque la luz era escasa todo el mundo vió a Luis Pie cuando su rostro pasó de aquella impresión de vencido a la de atención; todo el mundo vió el resplandor del interés en sus ojos. Era tal el momento que nadie habló. Y de pronto la voz de Luis Pie, una voz llena de angustia y de ternura, se alzó en medio del silencio diciendo: -¡Pití Mishé, mon pití Mishé! ¿Tú no ta enferme, mon pití? ¿ Tú ta bien? El mayor de los niños, que tendría seis años y que pre. senciaba la escena llorando amargamente, dijo entre su llanto, sin mover un músculo, hablando bien alto: -¡Sí, per; yo ta bien; to nosotro ta bien, mon per! y se quedó inmóvil, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
  • 44. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 49 Luis Pie, asombrado de que sus hijos no se hallaran bajo el poder de las tenebrosas fuerzas que le perseguían, no pudo contener sus plabras. -¡Oh Bonyé, tú sé gran! -clamó volviendo al cielo una honda mirada de gratitud. Después abatió la cabeza, pegó la barbilla al pecho pa­ra que no lo vieran llorar, y empezó a caminar de nuevo, arrastrando su pierna enferma. La gente que se agrupaba alrededor de Luis Pie era ya mucha y pareció dudar entre seguirlo o detenerse para ver a los niños; pero como no tardó en comprender que el espectáculo que ofrecía Luis Pie era más atrayente, decidió ir tras él. Sólo una muchacha negra de acaso doce años se demoró frente a la casucha. Pareció que iba a dirigirse ha­cia los niños; pero al fin echó a correr tras la turba, que iba doblando una esquina. Luis Pie había vuelto el rostro, sin duda para ver una vez más a sus hijos, y uno de los sol. dados pareció llenarse de ira. -¡Ya ta bueno de hablar con la familia! -rugía el soldado. La muchacha llegó al grupo justamente cuando el mi­litar levantaba el puño para pegarle a Luis Pie, y como es­taba asustada cerró los ojos para no ver la escena. Durante un segundo esperó el ruido. Pero el chasquido del golpe no llegó a sonar. Pues aun· que deseaba pegar, el soldado se contuvo. Tenía la mano demasiado adolorida por el uso que le había dado esa no­che, y, además, comprendió que por duro que le pegara Luis Pie no se daría cuenta de ello. No podía darse cuenta porque iba caminando como un borracho, mirando hacia el cielo y hasta ligeramente sonreído.
  • 45. LA NOCHE BUENA DE ENCARNACION MENDOZA Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, ra­zón por la cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se pregun­taba si debía internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramen. te a Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido so­bre hojas de caña. A las siete de la mañana los hechos parecían estar su­cediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie había pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez llovería, como casi todos los años en No­chebuena · Y aunque no lloviera los hombres no saldrían de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron, hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. El conocía bien el lugar; las familias que vivían en las hondonadas produCÍan leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los bohíos de por allí bajaba aquel día para vender bastimen· tos en la bodega del batey y acertaba a verlo, estaba per 51
  • 46. 52 JUAN BOSC'H dido. En leguas a la redonda no había quien se atreviera a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que en· cubriera a Encarnación Mendoza; y aunque no se hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca sabían que aquel que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guar­dia más cercano. Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, porque tenía la seguridad de que había escogidc el mejor lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó el destino a jugar en su contra. Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega an­tes de que comenzaran a transitar los caminos los habitua­les borrachos del día de Nochebuena. La madre de Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de lo poco que cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar a Mundito a la bodega para que comprara harina, bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquie­ra fuera comiendo frituras de bacalao. El caserío donde ellos vivían -del lado de los cerros, en el camino que dividía los cañaverales de las tierras in· cultas- tendría catorce o quince malas viviendas, la ma­yor parte techadas de yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento en medio del barro seco por donde en los días de zafra tran_ sitaban las carretas cargadas de caña. Era largo el trayec­to hasta la bodega. El cielo se veía claro, radiante de luz que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de caña; era grata la brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? Durante diez segundos Mundito pensó entrar al bohío ve-
  • 47. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 53 cino, donde seis semanas antes una perra negra había pa. rido seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado pinco, pero quedaba uno "para amamantar a la madre", y en él había puesto Mundito todo el interés que la falta de ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus nue­ve años cargados de precoz sabiduría, el niño era conscien­te de que si llevaba al cachorillo tendría que cargarlo casi todo el tiempo, porque no podría hacer tanta distancia por sí solo. Mundito sentía que esa idea casi le autorizaba a disponer del perrito. De súbito, sin pensarlo, corrió hacia la casucha gritando: -¡Doña Ofelia, empréstame a Azabache, que 10 voy a llevar allí! Oyéranle o no, ya él había pedido autorización, yeso bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a los lejos. Y así empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza. Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, el niño Mundito pasaba frente al tablón de caña donde es­taba escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie de indiferencia por 10 actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales peque­ños, Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Men­doza oyó la voz del niño ordenando al perrito que se de­tuviera. Durante un segundo temió que el muchacho fuera la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de prófugo, él podía ver hasta donde se lo permitía el barullo de tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada, no estaba el niño. Encarnación Mendoza no tenía pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban atis­bando era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dor­mido, dando la espalda al lado por don.de sentía el ruído. Para mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.
  • 48. 54 JUAN BOSCH El negro cachorrillo correteó, jugando con las hojas de caña,· pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando vió al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y gracio~ sos ladridos. Llamándolo a voces, y gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando de pronto quedó parali. zado: había visto al hombre. Pero para él no era simple~ mente un hombre sino algo imponente y terrible¡ era un cadáver. De otra manera no se explicaba su presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En el primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadá· ver no se diera cuenta· Pero le parecía un crimen dej ar a Azabache abandonado, expuesto al peligro de que el muer~ to se molestara con sus ladridos y lo reventara apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin inter­vención de su voluntad levantó una mano, fija la mirada en el difunto, temblando, mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que el cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendió adelantarse al muerto; pegó un salto sobre el cachorrillo, al cual agarró con nerviosa violencia por el pescuezo, ya seguidas, cabeceando contra las cañas, cortán­dose el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogán­dose, echó a correr hacia la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo y el pavor, gritó señalando: hacia el lejano lugar de su aventura: -¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto! A lo que un vozarrón áspero respondió gritando: -¿Qué tá diciendo ese muchacho? y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del Central, obtuvo el mayor interés de parte de los pre­sentes así como los datos que solicitó del muchacho. El día de Nochebuena no podía contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, pues debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones
  • 49. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 55 de fin de año. Pero el sargento era expeditivo: quince mi­nutos después de haber oído a Mundito el sargento Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio donde yacía el presunto cadáver. Eso no había entrado en los planes de Ericarnación Mendoza. El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la No­chebuena con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día y caminando de noche había recorrido leguas y leguas, des~ de lás primeras estribaciones de la Cordillera, en la pro­vincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando Pohíos, corrales y cortes de árboles o quema de tierras. En toda la región se sabía que él había dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado don­de se le encontrara. No debía dejarse ver de persona al­guna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día de San Juan cuando ocurrieron los hechos que costaron la vida al cabo Pomares. Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza cie­ga a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos, Encarnación Mendoza comprendía que con el deseo de abrazar a su mujer y de contarles un cuento a los niños iba confundida una sombra de celos. Pero además necesitaba ver la casucha, la luz de la lámpara iluminando la habitación donde se reunían cuando él volvía del trabajo y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír con sus ocurrencias. El euerpo le pedía ver hasta el sucio ca­mino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía que ir o se moriría de una pena 'tremenda. Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que deseaba; nunca deseaba nada malo y se respetaba a sí .miIsmo. Por respeto a sí mismo sucedió lo del día de San Juan, cuando el cabo Pomares le faltó pegándole en la cara, a él, que por no ofender no bebía y que no tenía más afán
  • 50. 56 JUAN BOSCH que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo hiciera oposición, Encarnación Mendoza pa­saría la Nochebuena en su bohío. Sólo imaginar que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía maldecir de dolor. Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de po­nerse a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría calla. do. Se había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encar­nación por la rapidez de los pasos, y tal vez pensó que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido prudente alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin em­bargo valía la pena pensarlo dos veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta, y le veía cruzando el camino y le reconocía, era hombre perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir, cami­nar con cautela orillando los cerros. y estaría en su casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que iba a hacer; llamaría por la ventana de la habitación en voz baja y le diría a Nina que abriera, que era él, su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído sobre las mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de la llegada era la ra­zóp. de ser de su vida; no podía arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar de tablón en pleno día era correr riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir. Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que de. cía: -Taba ahí, sargento. -¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá? -En ése -aseguró el niño. "En ése" podía significar que el muchacho estaba se­ñalando hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces
  • 51. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 57 y el sargento se hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones de caña. Dependía de hacia donde estaba señalando el niño euando decía "ése", La situación era realmente grave, porque de lo que no ha­bía duda era de que ya había gente localizando al fugiti· va. El momento, pues, no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la decisión, Encarnación Mendoza comenzó a ga­tear con suma cautela, cuidándose de que el ruido que pu_ diera hacer se confundiera con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había que salir de allí pronto, sin pero der un minuto. Oyó la áspera voz del sargento: -¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí! ¡US­té, Solito, quédese por aquí! Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que había varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban poniéndose feas. Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número Neme­sio Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían metido, maltratando los tallos más tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no vieron cadáver alguno, empeza­ron a creer que era broma 10 del hombre muerto en la Ca. lonia Adela. -¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? -preguntó el sargento. -Sí, aquí era -afirmó Mundito, bastante asustado ya. -Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie -terció el número Arroyo. El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalo­friante, que 10 llenó de pavor. -Mire, yo venía por aquí con Azabache ---empezó a explicar Mundito- y lo diba corriendo asina -lo cual dijo al tiempo que ponía el perrito en el suelo-, y él cogió y se metió ahí.
  • 52. JUAN BOSCH Pero el núméro Solito Ruiz interrumpió la escenifica­ción de Mundito preguntando: -¿Cómo era el muerto? -Yo no le vide la .cara ---dijo el niño, temblando de miedo-; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la cara. Taba asina, de lao ... -¿De qué color era el pantalón? -inquirió el sargen~ too -Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un som~ brero negro encima de la cara ... Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba atenorlzado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las cosas, el muerto se había ido de alli sólo para vengarse de su denuncia y hacerlo quedar como un mentiroso. Segura. mente en la noche le saldría en la casa y lo perseguiría to­da la vida. De todas maneras, supiéral0 o no Mundito, en ese ta­blón de cañas no darían con el cadáver. Encarnación Men­daza había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tablón, y después hacia otros más; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el niño, despa­chado por el sargento, pasaba corriendo, con el perrillo bao jo el brazo. Su miedo 10 paró en seco al ver el dorso y una pierna del difunto que entraban en el cañaveral. No podía ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la mañana. -iTa aquí, sargento; ta aquíf -gritó señalando hacia el punto por donde se había perdido el fugitivo-. ¡Dentró ahí! y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por el lío en que se había metido. El sargento, y con éllosso1­dados y curiosos que le acompañaban, se habían vuelto al oír la voz del chiquillo. -Cosa de muchacho ---dijo ca1mosamente Nemesio
  • 53. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 59 Arroyo. Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz: -Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón ni una ve! -gri-oo. y así empezó la cacería, sin que los cazadores supie­ran qué pieza perseguían~ Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos, cada militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando aquí y allá, corriendo por las trochas, todos un poco be­bidos y todos excitados. Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza sa­bía ya que estaba más o menos cercado. Sólo que a diferen­cia de sus perseguidores --que ignoraban a quien busca­ban-, él pensaba que el registro del cañaveral obedecía al propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día de San Juan. Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, el fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar; y se oCoITÍa de un tablón a otro, esquivando el encuentro con los soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese podido esperar has­ta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y seguía pasando de tablón a tablón. Al cru_ zar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó a todo pulmón: -¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a Encarnación Mendoza! ¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó paralizado. ¡Encarnación Mendoza! -¡Vengan! -demandó el sargento a gritos; ya segui­das echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde se­ñalaba el peón que había visto el prófugo. Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nu­barrones convertían en sofocante y caluroso el ambiente,
  • 54. 60 JUAN BOSCH los cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y co­rrían, pegando voces, zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad de una somo bra fugaz, y no dió tiempo al número Solito Ruiz para apuntarle su fusil. -¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden do número! -ordenó a gritos el sargento. Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratan­do de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los perse­guidores corrían de un lado a otro dándose voces entre sí, recomendándose prudencia cuando alguno amagaba meter_ se entre las cañas. Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números y como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos y la cacería se extendió a varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto un soldado y cuatro o cinco peo­nes, lo cual entorpecía los movimientos, pues era arriesga­do tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres y hasta alguna mujer; yen la bode­ga no quedó sino el dependiente, preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si "ya lo habían cogido". Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso de las tres, en el camino que dividía el cañaveral de los cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un tiro certe­ro le rompió la columna vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la maleza. Se revolcaba en la tierra, ma­nando sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los soldados iban disparándole a medida que se acercaban. Y justamente entonces empezaban a caer las primera gotas de la lluvia que había comenzado a insinuarse a media ma· ñana. Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las líneas del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un balazo de máuser. Era día de Nochebuena y él había
  • 55. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 61 salido de la Cordillera a pasar la Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, si bien por entonces no con fuerza. Y el sargento estaba pensando algo. Si él sacaba el cadáver a la carretera, que estaba ha­cia el poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís y entregarle ese regalo de Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger allí un tren del ingenio para ir a La Romana, y como el tren podría tardar mucho en sa­lir llegaría a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasia­do tarde para trasladarse a Macorís. En la carretera las ca. sas son distintas; pasan con frecuencia vehículos y él po­dría detener un automóvil, hacer bajar la gente y meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión. -¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese vagabundo a la carretera! -dijo dirigiéndose al que tenía más cerca. No apareció caballo sino burro; yeso, pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descan­so los sembrados de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios peones, estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el asno y lo amarra­ron como pudieron. Seguido por dos soldados y tres curio_ sos, a los que escogió para que arrearan el burro, el sar­gento ordenó la marcha bajo la lluvia. No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de llegar al primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgando bajo el vientre del asno. Este resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre el barro, que ya empezaba a formarse. Cubier· tos sólo con sus sombreros de reglamento al principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, de hojas gran­des arrancadas a los árboles, o se guarecían en el cañave­ral de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lú­gubre comitiva anduvo sin cesar, la mayor parte del tiempo en silencio aunque de momento la voz de un soldado co­mentaba:
  • 56. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 63 habitación, lanzándose a las faldas de la madre. Entonces se oyó .una voz infantil en la que se confun­dían llanto y horror: -¡Mama, mi mama! ... ¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!
  • 57. EL FUNERAL Cuando empezaron a caer las lluvias de mayo el agua fue tanta que se posó en los potreros formando lagunatos. Despeñándose por los flancos de la loma, chorros impe. tuosos arrastraban piedras y levantaban un estrépito que asustaba a las vacas. Las infelices mugían y se acercaban a las puertas del potrero, con las cabezas altas, como ro. gando que las sacaran de ese sitio. Los entendidos en ga­nado, que oían a las reses bramar, decían que pronto se les resblandecerían las pezuñas. Aconsejado por ellos, don Braulio dispuso que llevaran las vacas hacia las cercanías de la casa, pero se negó resueltamente a que Joquito bajara con ellas. Joquito, pues, se quedó solo en el potrero. Estuvo in­quieto toda la tarde y pasó la noche bajo un memizo, bra­mando de cuando en cuando. Bramó también unas cuantas veces al día siguiente; sin embargo no desesperó hasta el atardecer; a la hora de las dos luces, sin duda convencido de que sus compañeras no regresarían, lanzó bramidos tan dolorosos que hicieron ladrar de miedo a todos los perros de la comarca. Al iniciarse la noche se oyó el toro hacia el fun­do del potrero, pegado a las lomas; más tarde, cerca del ca­mino real, lo que indicaba que corría el campo sin cesar y de seguir así no tardaría en saltar sobre la alambrada. Poco antes del amanecer don Braulio oyó a los perros que ]a­draban en forma agitada muy cerca de la casa; a poco oyó 65
  • 58. 66 JUAN BOSCH un bramido corto y el sordo trote de la bestia, que sin duda correteaba alegremente por el camino real. Suelto en aquel lugarejo, donde no había más reses que las ventanitas de don Braulio, un toro como Joquito era una amenaza para todo el vecindario, de manera que había que encerrarlo en el potrero cuanto antes, y para eso salió don Braulio con sus peones y unos cuantos perros. Don Braulio montaba su potro bayo, verdadera joya ·entre caballos, y encabezaba el grupo. Llevaban media hora de marcha y los hombres iban charlando alegremente; de pronto una mujer gritó que el toro venía sobre ellos, noticia que produjo alguna confusión. Como en un frene­sí, los perros comenzaron a ladrar y a correr hacia el frente, como si hubieran olido a Joquito. Con efecto, Joquito no tardó en dejarse ver. Avanzaba en una carrera de paso parejo, ladeándose con gracia juvenil, y hacía retumbar la tierra bajo sus patas. Al tropezar con los perros se detuvo un momento y miró en semicírculo. Estudiaba la situación, que no le era favorable porque no había salida sino hacia atrás. J oquito no parecía dispuesto a volver por donde ha_ bía llegado. De súbito pateó la tierra, bajó la testuz y lanzó un bramido retumbante, que hizo huir«a los perros. Los hombres se habían quedado inmóviles. Pero don Braulio era un ~iejo duro, y diciendo algu­nas palabras bastantes puercas se adelantó hacia el animal. Joquito no dudó un segundo: con la cabeza baja, arremetió con todo su peso. Los peones vieron esa mole rojiza, de brillante pelamen, cuya nariz iba rozando el suelo, arreme­ter ciegamente con la cola erecta. Don Braulio ladeó su bayo Y eludió el encuentro. Joquito se detuvo en seco. Como los peones gritaban y le tiraban sogas al tiempo que los perros 10 atormentaban con sus ladridos, el toro se llenaba de ira y rascaba la tierra con sus patas delanteras. La cola parecía saltarle de un lado a otro, iueteándole las ancas. Don Braulio volvió a pasar frente al animal, y éste,
  • 59. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 67 fuera de sí, se lanzó con tanta fuerza sobre la sombra del caballo que fue a dar contra la palizada del conuco de Nando, y del golpe echó abajo un lienzo de tablas. Al ver ante sí un hueco abierto, Joquito pareció llenarse de una diabólica alegría; se metió en el conuco y en menos de un minuto tumbó dos troncos jóvenes de plátano. destrozó la yuca y malogró un paño de maíz tierno. Nando se la­mentaba a gritos y don Braulio pensaba cuanto iba a cos. tarle esa tropelía de su toro. Dos veces más se repitió el caso, en el término de me­dia hora: una en el arrozal del viejo Morillo, más allá del arroyo, donde Joquito batió la tierra y confundió las espi­gas con el lodo; otra en el bohío de Anastasia, en cuyo jar_ dín entró; haciendo llorar de miedo a los niños y asustando a las mujeres. Don Braulio pensó que tendría que matar al toro, y era un milagro que a medio día J oquito siguiera vi­vo. A las dos de la tarde, sudados, molidos, los peones pe· dían reposo para comer; Habían recorrido a paso largo to­do el sitio, desde la Cortadera hasta el Jagüey, desde la lo­ma hasta el fundo de Morillo. Algunos vecinos se habían unido a la persecución y los perros acezaban, cansados. Plantado en su caballo. don Braulio se sentía humillado. En eso, de un bohío cercano alguien gritó que Joquito lle­gaba. -¡Ahora veremos si somos hombres o qué! -gritó don Braulio. Apareció el toro, pero no con espíritu agresivo; ramo­neaba tranquilamente a lo largo del camino, moviéndose con la mayor naturalidad. Por lo visto Joquito no quería luchar; sólo pedía libertad para correr a su gusto y para comer lo que le pareciera. Pero los perros estaban de caza, y en viendo al toro comenzaron a ladrar de nuevo. Con graves ojos, Joquito se volvió a ellos, y en señal de que los menospreciaba, tor-
  • 60. 68 JUAN BOSCH nó a ramonear. Los perros se envalentonaron, y uno de ellos llevó su atrevimiento hasta morderle una pata. Joqui­to giró violentamente y en rápida embestida atacó a sus perseguidores. El animal había perdido otra vez la cabeza. Pero también don Braulio había perdido la suya. El cansancio, la idea de todos los daños que tendría que pagar, la vergüenza de haber fracasado, y quizá hasta el hambre, le encolerizaron a tal punto que espoleó al bayo sin tomar precauciones. Así, el choque fue inevitable. El golpe para. lizó a la peonada, que durante unos segundos interminables vió cómo J oquito mantenía en el aire al bayo, mientras don Braulio hacía esfuerzos por sujetarse al pescuezo de su ca­ballo. De súbito el caballo salió disparado y cayó sobre las espinosas mayas que orillaban el camino, y de su vientre salió un chorro de sangre que parecía negra. Desde el sue­lo, adonde había sido lanzado, don Braulio sacó su revólver y disparó. Entre los gritos de los peones resonaron cinco dispa. ros. Joquito caminó, con pasos cada vez más tardos; des­pués dobló las rodillas, pegó el pescuezo en tierra y pareo ció ver con indecible tristeza su propia sangre, que le sa­lía por la nariz y se confundía con el lodo del camino. Hasta los perros callaron, por lo menos durante un rato. Algunos peones corrieron para ayudar a don Braulio a ponerse de pie. Debió sufrir golpes, porque se sujetaba las caderas y tenía la cara descompuesta. Cuando lo con· ducían hacia la casa, dijo: -Desuéllenlo ahí mismo. Extrayendo los cuchillos de las cinturas, varios hom­bres se lanzaron sobre J oquito, y una hora más tarde la carne del toro, partida en grandes piezas, era llevada a la cocina pe don Braulio. Ahí pareció terminar todo. Tornó a lloviznar, y el agua borró el último rastro de la sangre de J oquito. Los perros se hartaron con los pe­dazos inservibles de la víctima, y cuando se acercaban las
  • 61. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 69 cuatro de la tarde nada parecía haber sucedido y nada in­dicaba que Joquito había sido muerto y descuartizado en el camino real. Pero de pronto resonó en la vuelta del camino un bra­mido lleno de tristeza y de ira a la vez. En alocada carrera, los niños llenaron los vanos de las puertas, porque les pareció que el propio Joquito bramaba desde más allá de la vida. Pero no era Joquito. Un toro negro, nunca visto en el lu· gar, apareció por el recodo, caminó con el pescuezo alarga­du, venteó, abriendo los hoyos de la nariz, y tornó a bramar como antes. Por los lados de la loma respondió otro bra­mido, y el toro volvió hacia allá sus desolados ojos. Parecía esperar algo; después caminó más, pegó el hocico en tierra, olió el lodo y revolvió el fango con patas pesadas. Allí, ol­fateando, buscando, estuvo un momento; al cabo alzó otra vez la cabeza, y con un grito angustioso, impreSlionante, cargó de pesadumbre los cuatro vientos. Los niños de la casa no se atrevían a moverse; apenas respiraban. De pronto vieron aparecer una vaca gris. Igual que el toro, era desconocida en el lugar e igual que él se acercó, olió y lanzó un doliente quejido. Juntas ya, las dos reses empezaron a patear. Daban vueltas y vueltas y vuelo tas, como ciegas, como forzadas, y tornaban a quejarse. Inesperadamente reventó cerca otro potente bramido, y de algún lugar no lejano salió otro. Entonces se arrimó a la puerta un viejo campesino y se puso a observar los ma­torrales. -Horita ta esto cundío de toros --dijo. Seguía cayendo fina y susurrante la llovizna. Una vaca pasó al trote y fue a juntarse con el toro y la vaca que da­ban vueltas en el lugar donde había caído Joquito. También ella gritó, oliendo el lodo. Y de pronto llegaron por ca­minos insospechados seis o siete reses más, que hicieron lo mismo que las otras tres. Juntando los cuernos parecían ha­cerse preguntas sobre lo que había ocurrido allí, y a poco
  • 62. '10 JUAN OOSCH empezaron todas a bramar a un tiempo, a agitarse, a cruzar los pescuezos entre sí, a mover las colas con apenada len­titud. En el aposento de don Braulio, donde las mujeres colo­caban cataplasmas en las caderas del amo, resonaban los an­gustiosos gemidos de las bestias. La gente se asomaba a la puerta a ver qué sucedía. ¿De dónde salían tantas reses? Ya había más de docena y media, y la lluvia, que engrosa­ba a medida que la tarde caía, no detenía la marcha de otras que se veían llegar a lo largo de los callejones. Aquel lugar no era sitio de ganadería, y con la excepción de las reses de don Braulio, no había vacas ni toros. ¿De dónde salían las que llegaban, pues? El viejo campesino explicó que cuanta res oyera aque­llos bramidos iría al sitio, aunque tuviera que caminar ho_ ras y horas. Era el velorio de un hermano, y ninguna fal­taría a la cita. --Son asina esos animales ---dijo. En electo, así eran. Media hora después, vacas, novi­llas, bueyes, toretes y becerros se amontonaban en el si­tio donde cayó Joquito. Olían la tierra, gemían y se restre­gaban los unos a los otros. Hollaban el lodo con sus pe­zuñas y parecían preguntar llenOlS de dolor, a los montes, a los cielos y al camino qué habían hecho de su hermano, de su vigoroso y bravo compañero. Los bramidos de los toros, los quejidos de las vacas, los balidos de los pequeños se confundían en una imponente música funeral, y reSo­naban bajo ella los roncos gemidos de los bueyes viejos. Asustados por aquel concierto lúgubre. los caballos de la vecindad erizaban las orejas y se quedaban temblando, y los perros buscaban abrigo en los rincones de los bohíos. Mientras crecía sin cesar, el grupo seguía mugiendo y cada vez se enardec1a y se desesperaba más. Se hacían mAs roncos sus gritos de dolor. Desde las vueltas distantes de los callejones seguían saliendo compañeros, que nadie sabía
  • 63. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO n para donde iban, y que debían recorrer grandes distancias para llegar a la cita. Atravesando arroyos, toros en.ornies que sin duda habían roto las alambradas de sus potreros, llegaban para llorar por aquel que no habían conocido. Con su pesado andar, desde las lomas descendían viej os y gra~ ves bueyes cargadores de pinos; finas novillas hendían las yerbas de los pastos y se dirigían al lugar de la tragedia. Había pasado ya más de una hora desde que llegó el toro negro, primero en comenzar el funeral de Joqulto. Eran, pues, más de las cinco y el día lluvioso iba a ser cor­to. Cansados de llorar, los toros empezaron a remover la tierra con sombría desesperación; la removían y la olían, como reclamando la sangre de Joquito que ella se había bebido. Iban y venían de una a otra orilla del camino, atro­pellándose con majestuosa lentitud, y parecían preguntar a la noche. que ya se insinuaba; dónde estaba su hermano, por qué le habían asesinado, qué justicia tan bárbara era la de los hombres. Pareció que la noche iba a hacerse de golpe, por un corte súbito de la escasa luz que todavía quedaba sobre el mundo. Inesperadamente, antes de que se produjera tal golpe, los animales, como si un maestro invisible los hubie­ra dirigido, rompieron en un impresionante, crescendo fi­nal, y el imponente lloro ascendió a los cielos y flotó allá arriba, en forma de nube sonora que oprimía los corazo­nes. El crescendo se mantuvo un rato; después fue debi­litándose; un minuto más tarde comenzaba a dispersarse todo aquel concierto acongojador, y al cabo de otfO minuto más s610 Se oía en la distancia el bramido de algún toro que abandonaba el lugar. Los quejidos fueron oyéndose cada vez más y más distantes; cada vez parecía ser menor el número de los que gritab~ y al ÍlD, cuando la oscurI­dad empezaba a adensarse, se oía uno que otro bramido perdido, más lejano a medida que transcu.nian los segun.. dos y a medida que la noche crecía.
  • 64. 72 JUAN BOSCH El VieJO campesino pensó que muchos de los bueyes que llegaron allí andarían toda esa noche sin descanso, y tendrían que trepar lomas, echando a rodar las piedr.as; que muchas vacas y novillas cruzarían arroyos y lodazales en busca de sus querencias; que algunas de esas reses se es­tropearían con las raíces y los tocones, otras se cortarían con las púas de los alambres, y quién sabía a cuántas les caerían gusanos en las heridas que recibirían esa noche. Pero no importaba lo que pudieran sufrir. Habían cum­plido su deber; habían ido al funeral de Joquito. Lo dijo así él. -¿Sin conocerlo? -preguntaron los niños. -Unjú, sin conocerlo. Las reses son asina. y el viejo campesino pensó con satisfacción en la ven­taja de ser hombre. Porque ni él, ni sus amigos, ni nadie en fin perdía su sueño a causa de que en un camino real cayera muerto un señor desconocido.
  • 65. RUMBO AL PUERTO DE ORIGEN Habiendo hecho sus cálculos con toda corrección, Juan de la Paz llegó a la altura de Punta del Este a las seis de la tarde, minutos más, minutos menos. El mar había sido un plato y probablemente seguiría siéndolo toda la noche. Así se explica que a Juan de la Paz le resultara fácil ver, a la pálida y agobiante luz de la hora, el aleteo de la paloma sobre el agua. Con la acostumbrada rapidez de toda su vida el solitario navegante pensó que estaría herida y que sería un buen regalo para Emilia; y sin demorar un segundo ma­niobró para acercarse al ave, favorecido por una suave pero sostenida brisa que soplaba desde el este. Gentilmen_ te, la balandra viró y enderezó hacia la paloma. Con efecto, la paloma debió haber recibido un golpe en el ala izquierda, pues sobre ese lado se debatía sin cesar moviendo con loco impulso la derecha y levantando la pe­queña cabeza. El terror de aquel animal de tierra y aire abandonado a su suerte en el mar era de tal naturaleza que cuando advirtió la proximidad de la balandra preten­dió saltar para alejarse. Pero Juan de la Paz no se pre­ocupó. Había dispuesto llevarle ese regalo a Emilia y ya nada podía evitar que lo hiciera. En su imaginación veía a la niña echándole los brazos al cuello en prenda de grati· tud, y tal vez dándole un beso. Así, visto que el ave logra­ba avanzar unos pasos hacia estribor, Juan de la Paz ma­niobró para girar en redondo y situarse de manera que él 73
  • 66. 74 JUAN BOSCH quedara a babor. La maniobra salió limpia, pero su resul­tado no pudo ser peor. Pues ocurrió que impulsada por la sostenida brisa del este la balandra se alejó unos palmos de la paloma precisamente en el momento en que Juan de la Paz abandonaba vela y timón para inclinarse sobre el agua en pos del ave; el movimiento de la balandra le llevó a sacar todo el cuerpo fuera del casco, en absoluto aje­no a la idea de que, aprovechada en toda su extensión por la brisa, la vela resultaría batida con inesperada fuerza. Eso pasó, y Juan de la Paz se vió súbitamente lanzado al agua. A Juan de la Paz le habían sucedido muchos y gra­ves contratiempos; y en la costa del Golfo y en la Isla de Pinos todo el mundo sabía que había estado veinte años en presidio. Pero jamás pensó él que en un atardecer tan plácido, estando solo a bordo, le ocurriría caer al mar a causa de estar persiguiendo una paloma, animal que nada tenía de marino. Aunque estaba hecho a pensar con la rapidez del rayo quedó aturdido durante algunos segundos; eso sí, clavó mano en el ave, si bien lo hizo maquinalmente; y fue después de tenerla sujeta cuando volvió atrás los pe_ queños y pardos ojos. En esos instantes se demudó, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Pues moviéndose a velocidad asombrosa, la balandra se alejaba al favor de la brisa, rumbo noroeste franco, firme y gallarda como si la tripulara el diablo. Un segundo después de haber visto tal cosa Juan de la Paz comprendió que no podría alcanzar su embarcación y que él y la paloma estaban solos en medio del mar, al iniciarse la noche, seis horas alejados de la tierra más cer­cana. El cambio de luces del atardecer daba al momento una omi:I;lOsa solemnidad de cementerio. En relampagueante fracción de tiempo el hombre sintió la muerte triturándole el alma y un tumulto de ideas le asaltó de improviso. Podía tratar de nadar hacia Isla de Pinos, en pos de Punta del
  • 67. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 75 Este; pero entonces se alejaría más de la balandra, y ésta era su único haber en el mundo. Podía dirigirse hacia la cayería, sin embargo eso significaba exponerse a los ti­burones, acaso a los caimanes, y desde luego llegar a las corrientes de los canales completamente agotado. Cuando pensó tomar una decisión se acordó de la paloma; entonces vió, con verdadera indiferencia, que la había apretado sin darse cuenta con dedos de hierro y que la pobre ave heri­da agonizaba entre temblores. Y esa fue su última sensa­ción consciente, pues a partir de tal momento comenzó a luchar como un loco para sobreponerse al miedo y para salvar la vida. El miedo, sobre todo, le abrumaba. Por ejemplo, temió que la ropa le estorbara; se la quitó y la fue abandonando tras sí; pero cuando se sintió desnudo le aterrorizó la idea de que en llegando a aguas bajas una barracuda lo dejara inútil como hombre. La luna, que estaba en el horizonte al caerse de la balandra, iluminaba ya la vasta extensión de agua, y pensó que gracias a su luz algún pescador solitario podía verlo y rescatarlo; sin embargo a la vez la luna lo llenaba de pavor porque se decía que la claridad favorecía la posibilidad de que los tiburones le vieran de lejos. He­cho al mar, Juan de la Paz nadaba con economía de esfuer. zas; pero no era joven ya, ni cosa parecida, y temía ago­tarse antes de tocar tierra. Poco a poco -y esto es lo cierto-, a medida que pa­saba el tiempo y comprobaba que ninguno de sus temores se cumplían, fué acostumbrándose a su nueva situación; acaso influyera en ello el ejercicio, tal vez la oscura idea de que mientras el mar se mantuviera tranquilo podría nadar sin alterar el lento pero seguro ritmo que había lo­grado imponerse a sí mismo. Mas a eso de las once, mien­tras al favor de la posición de la luna mantenía el rumbo hacia Cayo Largo -a sus cálculos, la tierra más cercana-, le pareció ver una luz en el horizonte. De improviso su es·
  • 68. 76 JUAN BOSCH tado de ánimo cambió. Una especie de oleada de locura, desatada dentro de su atormentada cabeza, le invadió por dentro y trastocó del todo sus ideas. Jadeante, ansioso, quiso levantarse sobre el agua. ¡Sí, allá, a la distancia, ha. bía una luz! Fuera de sí cambió el rumbo y empezó a nadar de prisa, cada vez más de prisa, cogido por un salvaje im­pulso de vida. En ese instante -cosa rara- sintió acumu· lados todos los miedos que había ido dejando según avan­zaba, y otros muchos que no sabía distinguir. De golpe co­menzó a gritar, a lanzar estentóreos "¡aquí, aquí, aquí!", con una voz que chillaba a efectos del terror y que cada vez iba siendo menos audible. Esforzándose a más no poder trataba de dar saltos para dominar más distancia. Pero le era imposible sobreponerse al horizonte y ver casco alguno de barco. Por momentos aquella luz fulgía lejos, tal vez a varias millas; y Juan de la Paz quería reconocerla a cada nueva aparición, distinguir si era de goleta, de vapor o de algún bote pescador. A ratos se acordaba de la paloma, abandonada, muerta ya, sobre el mar; y pensaba que acaso había derivado a favor de la corriente, sin acabar de hun­dirse. Y era curioso que en esa lucha por salvar la vida, en medio de brincos imposibles, de gritos que se perdían en la tremenda soledad líquida, de mezcla delirante entre es­peranza y pavor, surgiera de pronto, una vez y otra vez y otra más, la imagen de la paloma, flotando panza arriba bajo la luna, un ala rota y la otra extendida, las rojas patas encogidas y desordenadas las plumas de la cola. Pero he aquí que de súbito Juan de la Paz se dijo a sí mismo que estaba perdiendo el juicio, y cobr6 instantáneo reposo. No había tal barco; él estaba solo, del todo solo en la inmen­sidad del mar, y nadie más que él era responsable de su vida. Sentía el corazón golpeándole desusadamente y resol­vió flotar un rato bocarriba, los brazos y las piernas abier­tos, para descansar un poco y observar la luna; de esa ma. nera se recuperaría y a la vez recuperaría el rumbo. En
  • 69. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO la terrible lucha por salvar la vida su instinto animal era capaz de sobreponerse a todo. Así, un cuarto de hora des­pués Juan de la Paz reanudaba su marcha, nadando lenta pero firmemente hacia Cayo Largo. A medianoche alcanzó a ver rojizos y cárdenos refle­jos ante sí; a la vez un pesado olor de petróleo se imponía al yodado del mar. Hasta poco antes le había sido fácil ver, con bastante frecuencia, siluetas de peces que saltaban al­rededor suyo a cierta distancia; ahora eso había dejado de ocurrir desde hacía acaso media hora, de donde podía inferirse que había una prolongada mancha de aceite cru­do o de petróleo deslizándose en el mar; y de improviso Juan de la paz recordó que, en ruta hacia Cienfuegos. un barco había encallado días antes en los bajos del GoUo. Si el petróleo era de tal barco 10 mejor sería internarse en la extensión que él cubriera y ayudarse de la corriente que lo arrastraba, pues con seguridad esa corriente iba a dar a uno de los cayos que corren en hilera irregular des­de la Punta de Zapata hasta la altura de Punta del Este. Juan de la paz conocía uno por uno todos esos cayos, los canalizos que los separaban, el que tenía agua dúlce y el que no, el que era sólo diente de perro pelado o tema are­na y yerba, el que tenía mangles y cacería, el más frecuen­tado por los pescadores de Batabanó y el más alejado de las rutas usadas a diario. Como 10 pensó 10 hizo, lo cual tuvo buenos y malos re­sultados. Los buenos estuvieron patentes cuando a eso de las dos de la mañana vió a distancia de una milla, o cosa así, la negruzca mancha de una tierra atravesada en medio del mar, lo que le puso al borde de repetir la desenfrenada media hora que había padecido cuando creyó ver la luz de un barco; los malos habían de verse mucho más tarde, tan pronto el calor del sol pegara en el petróleo que se ha'bía incrustado en el nacimiento de cada uno de los pelos que le cubrían el cuerpo:
  • 70. 78 JUAN BOSCH Serían las tres, a juicio de Juan de Paz, cuando en un movimiento de natación sintió que su pie derecho tocaba algo blando. Poco a poco fue dejándose descender. Aque. llo podía ser lodo, podía ser vegetación marina, podía ser un pulpo o simplemente el revuelo del ag'..la que deja a su paso un pez mayor. Pero no tardó en darse cuenta de que era lodo. ¡Lodo! ¡Había llegado, por fin! Temeroso de algo inesperado fUe aplicando un pie, uno solo. Sí, había lle_ gado. Ahora bien, ¿adónde? Cuando pudo responderse a esta pregunta clareaba ya el sol. Había llegado, para su mal, a las marismas de Cayo Azul, y lo que tenía por de­lante era una marcha agotadora sobre suelo cenagoso y en medio del agua, él, que no teIÚa fuerzas para otra cosa que para dejarse caer en una sombra y dormir, o para beber, hasta rendirse, agua fresca. Sin embargo había que seguir; y Juan de la Paz siguió, maltratándose los pies con los tallos de los nacientes man­gles, cayéndose a ratos y levantándose con mil trabajos, na_ dando en los cortos canalizas, adoloridos los ojos a causa del esfuerzo hecho para ver si ante su paso pululaban los temibles piojos del mar que se guarecen en la uretra "y des­gracian al hombre; .buscando en la media luz del amane­cer el cornudo espinazo del cocodrilo, que a menudo se re­fugia en esas marismas. Cuando tocó tierra, por fin, a eso de las ocho, anduvo como un ciego algunos pasos y se dejó caer sobre un arenaza· Allí abusaron de él el sol y el pe­tróleo. Despertó varias veces, pero sin recuperar el domi­nio de sí mísmo; se movió cuanto pudo, porque compren­día que se quemaba. Mas no le fue posible sobreponerse al agotamiento. Al mediar la tarde, el cuello, la espalda. los muslos y los hombros estaban cargados de ampollas. En los labios hinchados y adoloridos. secos de sed, su propia respiración pegaba como fuego. Necesitaba agua dulce. Pen­só que escarbando en la arena podía hallar alguna. Pero de pronto su atención se volvió hacia la orilla de la marisma
  • 71. CUENTOS ESCRITOS EN EL Exn.IO 79 que había recorrido para llegar al arenazo, pues allí se veía un madero que flotaba. No; no era WlO; eran tres, cuatro, varios! Entonces se levantó y aguzó los pardos ojuelos. La providencia le mandaba esos maderos para que saliera de allí. Donde se hallaba no podía tener esperanza de resca­te; rodeado de marismas, y más allá de prolongados bajíos, el arenaza en que había tocado quedaba fuera de las rutas de los pescadores, y desde luego mucho más lejos aWl del paso habitual de los barcos. Sin pensarlo, actuando a im­pulsos de una fuerza ciega, Juan de la Paz echó a andar hacia afuera para recorrer, otra vez bajo la noche que se acercaba; el camino que había hecho entre el amanecer y el día. Cuando retornó al arenaza iba empujando los ma· deros y correteando de un lado a otro para no perder nin­guno. Casi anochecía ya; a la sed y al ardor de las ampo_ llas se sumaban las picadas de los jejenes, que con la lle­gada de la primeras sombras se hacían presentes en olea­das. Al borde del desfallecimiento y hostigado por el miedo a los jejenes, Juan de la Paz se echó a dormir con la mayor parte del cuerpo en el agua y la cabeza en la arena de la orilla. Antes de entregarse al sueño estuvo buen rato ma· durando un plan. Ese plan descansaba, sobre todo, en conservar los ma· deros ---,cuatro piezas aserradas, que serían de seis por ocho pulgadas y de cinco pies de largo---; después, en ha­llar algo cortante, aunque se tratara de una concha de ca­racol de la que pudiera sacar esquirlas con alguna pesada piedra; por último pensaba que metiéndose de nuevo en la marisma podría cortar ramas de mangle y sacar de ellas fL bra con que amarrar los maderos en forma de balsa. La sed no le preocupaba tanto, porque el aire húmedo lo re­frescaba. Desde la caída de la tarde habían empezado a fonnarse nubes hacia el nordeste y el viento estuvo enfrian­do, con ligera tendencia a soplar desde el norte. Ello quería decir que la lluvia no andaba lejos, y ya bebería cuando
  • 72. 80 roAN BOSCH cayera. Lo que le hacía sufrir eran las quemaduras y los jejenes, más numerosos y agresivos cada vez. Juan de la paz despertó, evidentemente con fiebre, bas-­tante pasada la media noche; y al levantarse se asustó,él, que apenas tenía ya fuerzas para sentir miedo. Pues era el caso que se oía el mar, cosa increíble horas antes, cuando la inmensa mole de agua se veía tranquila de un conf41 al otro; y además de oirse el mar según pudo él notar tan pronfo se puso de pie y dejó su húmedo lecho, se oía el viento. que soplaba frío y grueso. Debatiéndose en medio de grises y ventrudas nubes. la luna parecía medio moverse con gran trabajo allá arriba. Pequeño, rojo y negro de am­pollas y de petróleo, el reseco pelo pegado a la frente, ago­tado por el sol, pero también consumido por el sufrimien· to, desnudo en medio de la noche y del mar, Juan de la paz comprendió de pronto cuán inútil había sido todo su esfuerzo y qué duro castigo le había reservado Dios para el finaI de sus días, a pesar de que había sufrido ya la con­dena de los hombres. Del fondo de su ser empezó a crecer un amargo sentimiento de lástima consigo mismo, y a me. dida que tal estado de ánimo se definía metiéndose como una despaciosa invasión de agua por todos los antros de su cuerpo, en alguna oscura parte de su conciencia iban to­mando cuerpo la figura de la paloma, derivando corriente abajo, muerta pero no swnergida, y el rostro de Emilia, tan pálido y sin embargo tan sonreído. De súbito Juan de la paz se derrumbó; cayó de rodillas en la arena, clavó los ojos y las manos al cielo y pidió perdón: -¡Perdóname, Virgen de la Caridad., tú que todo lo puedes! -exclamó. y a seguidas se echó a llorar, con amargo llanto de infante desvalido, mientras iba doblándose sobre sí mismo hasta quedar con los codos clavados en la arena, como un musulmán en oración. Desnudo, solo bajo la oscurecida luna,· rodeado por un mar cuyas olas poco a poco se le-
  • 73. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILiO SI vantaban más y más, Juan de la paz era la imagen dolorosa y ridícula, a la vez, del desamparo. Temblando de fiebre y de frio, aguijoneado por los insectos, adolorida la llagada piel, el náufrago sólo acertaba a ver en su imaginación a la paloma y a la niña; y de súbito, llenándole de espanto, comprendió que de las redondas líneas que formaban la carita de Emilia surgía la de Rosalia, mustia y espantada. Nadie puede describir lo que pasó entonces por el a1w ma de Juan de la paz. Algo estalló en ella en tal momento, algo horrible y bárbaro, que le hizo ponerse de pie y CO" menzar a correr, con los brazos en alto y las manos crispa~ das allá arriba, mientras gritaba con un alarido espantoso. que más que el de un ser humano parecía el de una po­derosa bestia alanceada cerca del corazón. Loco, totahnen­te fuera de sí se lanzó otra vez hacia la marisma; pero cuan­do hubo dado unos veinte pasos dio vuelta, con tanta velo. cidad como si hubiera seguido una línea recta; se lanzó so-­bre los maderos y cogió dos, uno en cada mano. Era in­creíble que pudiera cargarlos, pues además del tamaño, el agua de que estaban saturados los haCÍa pesados. Pegando saltos, chapoteando, volviendo a ratos la cabeza con una impresionante mirada de terror, Juan de la paz se perdió en dirección al mar abierto, donde el viento norte hacía su­bir las olas a respetable altura. Cogido a los maderos se tiró sobre el agua. Y agarrado como un loco, con manos y pies, fue dejándose llevar por las dos piezas, sin saber adonde iba, interesado ahora oscuramente más en huir que en sal­varse. Juan de la paz fue recogido por un vivero de Batabs.w nó que acertó a dar con él, en medio del mal tiempo, a la altura de Cayo Avalas, según el patrón "por la divina gra. ciade Dias", entre cuatro y media y cinco de la tarde. El náufrago fue tendido en la cámara de la tripulación, que estaba bajo cubierta, a popa. Aunque mantenía los ojos abiertos se hallaba inconsciente y por tanto no podía hablar.
  • 74. 82 JUAN BOSCH A las nueve de la noche se le oyó murmurar algo así como "agua", y se la sirvieron a cucharadas. A las once se le dió un poco de ron y a media noche se le sirvió sopa caliente de pescado. Rodeado de marineros, todos los cuales le co­nocían bien, Juan de la paz tomó su sopa con gran esfuer­zo, pues tenía los labios destrozados; después suspiró y se quedó mirando hacia el patrón. -Esto es cosa rara, Juan -dijo el patrón-, porque ayer vimos tu balandra navegando con viento de amura. -Iba sola -explicó Juan de la Paz con voz apenas perceptible. Y después, mientras los circunstantes se mi­raban entre sí, asombrados, agregó; -Me caí. Era imposible pedirle que contara detalles. Se le veía estragado, destruído; sólo los rápidos y desconfiados ojue­los parecían vivir en él, yeso, a ratos. Estaba tendido en el camastro, moviéndose entre quejidos para rehuir el con­tacto del duro colchón con la quemada piel. Además, por dentro estaba confundido. Hacía esfuerzos por recordar a Emilia, y no podía; ni siquiera su nombre surgía a la me­moria, si bien sabía que tenía una hijita y que trataba de pensar en ella. En cambio ahí estaban, como si se halla­ran presentes, la paloma y Rosalía. La paloma y Rosalía habían muerto. Ninguna de las dos vivía. Y sin embargo no se iban, aunque nada tenían que ver con lo que estaba pa­sando. Nada le recordaban, nada le decían. Entonces oyó la voz del patrón: -¿Y cómo te caíste, Juan de la Paz? Si le oían o no, eso no importaba. El caso es que él contestó: -Por coger una paloma. Los que le rodeaban oyeron y les pareció extraño que un pescador se cayera de su barco por coger una paloma. Pero quién sabe. Tal vez eso ocurrió en un canalizo; acaso la paloma volaba de cayo a cayo y tropezó con el barco. De
  • 75. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 83 todas maneras quizá valía la pena aclarar las cosas, porque cierta vez, muchos años atrás, Juan de la Paz había come· tido un crimen espantoso; y aunque lo pagó con veinte años en Isla de Pinos, a nadie le constaba que no fuera capaz de cometer otro. Así, el patrón insistió: -¿Por coger una paloma? ¿Y pa qué querías tú esa paloma, Juan de la Paz? Juan de la Paz parecía dormitar, acaso a resultas del bien que le produjo la sopa de pescado. Sin embargo se le oyó contestar, con despaciosa y clara voz: -Pa llevársela de regalo a Rosalía. Un silencio total siguió a estas palabras. El patrón mi­ró a los circunstantes, uno por uno, con impresionante len­titud; después se puso de pie y tomó la escalerilla para salir a cubierta. Sin hablar, los demás le siguieron. Afuera soplaba el norte, cada vez con más vigor. -¿Oí malo dijo Rosalía, Gallego? -preguntó el pa­trón a uno de sus hombres. -Sí, dijo Rosalía, y bien claro -aseguró el interpelado. -Eso quiere decir que Juan de la Paz está volviendo al puerto de origen -explicó el patrón. Y nadie más habló. Pues todos conocían bien la his­toria de Juan de la Paz. Todos ellos sabían que había cum­plido veinte años, de una condena de treinta, por haber asesinado, para violarla, a una niña de nueve años llamada Rosalía. Más exactamente, Rosalía de la Paz.
  • 76. LA DESGRACIA El viejo Nicasio no a~baba de hallarse a gusto con el aspecto de la mañana. Mala cosa era coger el camino a pie y que le cayera arriba el aguacero y se botara el río y se llenara de lodo la vereda del conuco. Con aspecto de hambrientas, las pocas gallinas del vie­jo se metían al bohío, persiguiendo cucarachas, o irrumpían en la cocina, aleteando para treparse en las barbacoas en busca de granitos de arroz. Nicasio cogió una mazorca de maíz y se puso a desgranarla. Revoloteando y nerviosas, las gallinas se lanzaban a sus pies. Desde el patio vecino una voz de mujer gritó los buenos días; después asomó su rostro de cuatro líneas y el paño negro sobre la cabeza. Nicasio se fue acercando a la paliza~ da. -¿No le jalla algo raro al día? -preguntó la mujer. Nicasio tardó en responder. Fumaba, mascaba un gra­nO de maíz, y seguía atendiendo a las gallinas, todo a un tiempo. -Ello sí, Magma. Pa mí como que se va a poner un tiempo de agua. -Unq unq -negó ella-o Yo hablo de otra cosa. Me da el corazón que algo malo va a pasar. Anoche sentí un perro llorando. Nicasio espantó las gallinas. que saltaban sobre su ma­no. Tornó a ver el cielo. El camino del Tireo, rojo como la 85
  • 77. 86 JUAN BOSCH huella de un golpe, flaqueaba los cerros y se perdía en la distancia; encimase veían nubes cargadas. -Vea Magma -dijo NIcasio al rato-, no ande creyen­do zanganá. Lo peor que pué pass.r es que llueva. La mujer no entendía bien a Nicasio. Cuando se que­dan solos, los viejos se ponen raros y caprichosos. -¿Que llueva? -preguntó ella intrigada. -Sí, que llueva, porque el frijol no se pué secar y se malogra la cosechita. Tengo mucho bejuco cortao. Magina hubiera querido contestar que el bohío de Inés no quedaba muy lejos del conuco de su padre, y que bien podía éste llevar allí los frijoles para que no los dañara la nuvia; pero se quedó callada porque Nicasio parecía. no ponerle atención. Estaba empezando el "'Sol a subir; sobre los firmes de la loma la luz se debatía con el peso de las nubes, y Nicasio observaba hacia allá. Magina lo veía con placer. Había algo simpático y viril en aquel hombre, acaso los negros ojillos llenos de vigor o el blanco bigote hirsuto. Años antes, cuando vivía la mujer de Nicasio, ella se diá cuenta de que le gustaba su vecino; pero él nunca le dijo nada, tal vez porque la difunta andaba muy enferma... Ya no podfa ser. Había pasado el tiempo y los dos se ha­bían ido gastando poco a poco... Alzó la voz: -~eve el bejuco al bohío de su hija. El se volvió repentinamente a la mujer. -¿Cómo voy a trepar esa loma cargao, Magina1 Eso dijo; pero en realidad no era por la loma por lo que no llevaba el bejuco a casa de Inés. L•o cierto es que a Nicasio no le gustaba visitar a nadie. Iba a ver a la hija 8610 cuando le quedaba en camino de alguna diligen­cia. Le agradaba ver a los nietos; pero no se ~ba bien en casa ajena. -Ahora le traigo café ---oyó decir a Magina. Observando cómo el sol despejaba por eompleto las nubes, 8$perÓ un rato. Llegó la mujer con el café; se 10
  • 78. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 87 tomó en dos sorbos; después dijo adiós, y de paso por el bohío cogió el machete y un macuto. Magina le vi6 tomar el callejón y salir a la sabana con paso rápido, Ypensó que el viejo estaba fuerte todavía, a pesar de su pelo cano y de sus dientes gastados y negros. Cuando Nicasio desapa­reció entre los matorrales frente al pinar, Magina volvió a sucocina. "Ojalá y no llueva". pensó con cierta ternura. Después se puso a hervir leche y no se acordó más de su vecino,; Nicasio empezó a senm el sol en la subida del Porte. zuela. Se dijo que ese sol tan picante era de agua, y lamen­tó haber salido. Pero era tarde para volver atrás. Chorrea­ba sudor cuando llegó al conuco. Comenzó a trabajar in~ mediatamente, porque sabía que iba a llover;...podía apostar pesos contra piedras a que llovería, y deseaba tener cortado todo el bejuco de frijol antes de que cayera el agua. No lo logró, sin embargo. Cayeron unas gotas pesadas, gruesas, a seguidas se desató un chaparrón. Nicasio reco­gió los bejucos que tenía cortados, los llevó. a un rincón y pensó buscar hojas de plátanos para cubrirlos; pero no ba· bía tiempo. El chaparrón degeneró en aguacero violento, que azotaba árboles y tierra. Nicasio tuvo que meterse bajo un árbol. Vió el agua descender en avenidas, rojiza y más abun­dante cada vez· En diez minutos toda la loma estaba abo­gada entre la lluvia, y no era posible ver a cinco pasos. -Tendré que dirme pa onde Inés ---dijo Nlcasio en voz alta. Con esas t>aJabras pareció conjurar a los elementos. Se desató el viento; comenzó a oscurecer, como si atardeciera. En un momento el conuco parecía un río. Nicasio cruzó los brazos y echó a andar. Trepar la loma era difícil Resbalaba, a:fi.n,caba el machete en tierra, se agarraba a los arbustos. Inés vivía arriba, totalmente arriba. A.Nicaslo le parecía una locura de Manuel hacer el
  • 79. ss JUAN BOSCH bohío en lugar tan extraviado. En tiempos de agua, sólo así, p9ra buscar abrigo, podía nadie·ir a casa de Manuel Había pasado la hora de comer cuando el viejo alcan­ro el bohío. La puerta que daba al camino estaba cerrada. Del lado del patio comenzó a ladrar un perro. Nicasio se fue corriendo bajo el alero, pues la lluvia seguía cayendo con todo su vigorJ y cuando pasó por el aposento que daba al lado del patio sintió ruido y voces, palabras dichas en tono bajo. La. puerta de la cocina si estaba abierta, y el viejo sahxdó antes de entrar. Junto al fogón se hallaba el nieto. que le pidió la bendición de rodillas, Nicasio le miró. Era triste el niño. Tendría seis años. Se le veía el vientre crecido, el color casi traslúcido, los ojos dolientes. -Dios lo bendiga -dijo el abuelo. Detrás del fogón estaba la niña. Era más pequeña, y con su trenza oscura repartida a ambos lados del cuello y su expresión inteligente parecía una mujerAue no hu­biera crecido. Nicasio sonrió al verla. -¿Y tu mama? ¿Y Manuel? -preguntó. -Taita no ta -dijo el niño. A Nicasio le resultó sorprendente la respuesta del ni· ño porque había oído voz de hombre en el aposento. -¿Que no? -preguntó. El nieto le miró con mayor tristeza. Siempre que ha~ blabaparecia que iba a llorar. ~No. El salió pa La Vega dende ayer. Entonces Nicasio se volvió violentamente hacia el ha­hío, como si pretendiera ver a través de las tablas del seto. -¿Y tu mama"? ¿No ta aquí tu mama'? -Se había doblado sobre el niño y esperaba ans:iosamen~ te la respuesta. Deseaba que dijera que no. Le ardía el pecho, le temblaban las manos; lQS ojos quemaban. No se atrevía. a seguir pensando en lo que temía. Afuera caía la lluvia a chorros. Con un dedito en. la boca. la niña mira~ ba atentamente al abuelo.
  • 80. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 89 -Mama sí ta -dijo la niña con voz fina y alegre. -Ella ta mala y Ezequiel vino a curarla -explk:ó Li-quito. La sospeclla y el temor de Nicasio se aclararon de goL pe. Llevaba todavía el machete en la mano, y con él cruzó el patio lleno de agua. El perro gruñó al ver al viejo. Con andar ligero, Nicasio entró en el bohío, caminó derecha­mente hacia el aposento y golpeó en la puerta con el cabo del machete. Oyó pasos adentro. -¡Abran! ---ordenó. Oyó a la hija decir algo y le pareció que alguien abría una ventana. -¡Que no se vaya ese sinvergüenza! -gritó el viéjo. Un impulso irresistible le impedía esperar. Cargó con el cuerpo sobre la puerta y oyó la aldaba caer al piso. Eze­quiel, pálido, aturdido, pretendía saltar por la ventana, pe~ ro Nicasio corrió hacia allá y le cerró el camino. El viejo sentía la ira arderle en la cabeza, y precisamente por eso no quería precipitarse. Miró a su hija; miró al hombre. Los dos estaban demacrados, con los labios exangüesj los dos miraban hacia abajo. Nicasio se dirigió a Inés, y al hablar le parecía que estaba comiéndose sus propios dientes. -¡Perra! -dij()-. ¡En el catre de tu maría, perra! Ezequiel -un garabato en vez de un hombre-- se fué corriendo pegado a la pared, hasta que llegó a la puerta; de pronto la cruzó y salió a saltos. Nicasio no se movió. Daba asco ese desgraciado, y a Nicasio le parecía un gusa­no comparado con Manuel Inés empezó a llorar. -iNo llore, sinvergüenza! ----gritó el viejo--... ¡Si la veo llorar, la mato! La veía y veía a la difunta. Su mayor dolor era que una hija de la difunta hiciera tal cosa. Le tentaba el deseo de levantar el machete y abrirle la cabeza. Sacudió el ma­chete, casi al borde de usarlo. La hija se recogió hacia un rincón, con los ojos llenos de pavor.
  • 81. JUAN BOSCH -¡Váyase antes que la mate! No quiero verla otra vé. No vuelva a ponerse ante mi vista. ¡Váyase! --decía Nlcasio. Pegada a la pared, ella iba moviéndose lentamente, en direcci6n a la puerta. Miraba siempre al padre; le miraba con expresión de miedo. ¡Y era bonita la condenada, con su piel amarilla y su cabello castaño! Como Nicasio avanzaba sobre ella, Inés pensó que el camino más corto era hacia el patio. Pero el padre ~ cono­ció la intención. -iPor esa puerta no! --dijo. Le parecía inconcebible que la hija viera a sus hijos. Era indigna de verlos después de lo que había hecho. Inés comenzó a temblar y a llorar. -Taita... Perdón, taita -musitaba. El viejo la tomó por un brazo y la condujo hacia la puerta que daba al camino; con la punta del machete le­vantó la aldaba y al mismo tiempo obligaba a Inés a avan­zar. Cuando la hija estuvo en el vano de la puerta, la em­pujó y la maldijo. -¡Que ni en la muerte tenga reposo tu alma! -gritó. Vió á su hija lanzarse al agua, que corría arrastrando lodo, y a la lluvia que caía a torrentes, y sintió deseos de echarse sobre una silla a descansar, tal vez a dormir. Si hubiera sabido llorar lo hubiera hecho, aunque hubiera si­do sólo con una lágrima. Pero se rehizo pronto, cruzó el bohío y salió hacia la cocina. -¡Liquito! -llamó-. Busque el burro y póngase UD pantalón. que se van pa casa conmigo Inesita y usté. Salieron bajo la lluvia. Nicasio iba detrás, arreando el asno y esforzándose en no pensar. Silenciosos, los niños se dejaban llevar sin preguntar a qué se debía el viaje. Fue al otro día por la mañana, al decir Magina que a pesar de sus prevenciones nada malo había ocurrido, cuan­do Nicasio se dió cuenta de que había habido desgracia en la familia.
  • 82. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 91 -Sí pasó -e~ mientras echaba maíz a las galli~ nas-. Se murió Inés ayer. -¿Cómo? -preguntó Magina llena de asombro--. ¿Y los muchachos! ¿Y Manuel! -Los muchachos vinieron conmigo anoche. Manuel ta pal pueblo en el entierro. La vieja parecía aturdida. Se cogía la cabeza con am· has manos. -¿Pero de qué murió? ¿Usté ha visto qué desgracia? Entonces Nicasio levantó la cara. -Vea Magina -dijo mientras miraba fijamente a la vieja-o morirse no es desgracia. Hay cosas peores que mo­rirse. y alejó la mirada hacia las nubes que salían por detrás de las lomas, aquellas malditas nubes por las cuales ha­bía él llegado a la casa de Inés. -¿Peor que morirse? -preguntó Uagina-. Que yo sepa, ninguna. --Sí -respondió lentamente Nicasio-. Saber es peor. Magina no entendió. Nicasio la miró un instante, con extraños ojos de loco, y ella pensó que los viejos, cuando se quedan solos en el mundo, se vuelven raros y difíciles de comprender.
  • 83. EL HOMBRE QUE LLORO A la escasa luz del tablero el teniente Ontiveros vió las lágrimas cayendo por el rostro del distinguido Juvenal Gómez, y se asombró de verlas. El distinguido Juvenal Gó­mez iba supuestamente destinado a San Cristóbal, y el te­niente Ontiveros sabía que hasta unas horas antes Juvenal Gómez había sido, según afirmaba su cédula, el ciudadano Alirio Rodríguez, comerciante y natural de Maracaibo, y sabía además que Juvenal Gómez y Alirio Rodríguez eran en verdad Régulo Llamozas, un hombre de corazón firme y nervios duros, de quien nadie podía esperar reacción tan insólita. El teniente Ontiveros no hizo el menor comenta­rio. Las lágrimas corrían por el rostro cetrino, de pómulos anchos, con tanta abundancia y en forma tan impetuosa que sin duda el distinguido Juvenal Gómez no se daba cuenta de que estaba atravesando Maracay. Las lágrimas, en realidad, habían empezado a acumu­larse ese día a las cuatro de la tarde, pero ni el propio Ré gulo Llamozas pudo sospecharlo entonces. A las cuatro de la tarde Régulo Llamozas se había asomado a la veneciana, levantando una de las hojillas metálicas, para distraerse mi­rando hacia el pedazo de calle en que se hallaba. Esto su· cedía en Caracas, Urbanización los Chaguaramos, a dos cuadras del sudeste de la Avenida Facultad. La quinta es­taba sola a esa hora· Se oían afuera el canto metálico de algunas chicharras y adentro el discurrir del agua que se 93
  • 84. 94 JUAN BOSCH escapaba en la taza del servicio. Y ningún otro ntido. La calle. corta, era tranquila como si se· hallara en un pueblo abandonado de Los LIamos. Mediaba julio y no llovía. Tampoco había llovido el año anterior. Los araguaneyes, las acacias. los caobas de calles y paseos se veían mustios. velados y sucios por el polvo que la brisa levantaba en los cerros desmontados por urbanizadores y en los tramos de avenidas que iban r~ viendo cuadrillas de trabajadores. El calor era insufrible; un sol de fuego caía sobre Caracas, tostándola desde Petare hasta Catia. Régulo Llamozas había entreabierto la hojilla de la veneciana a tiempo que de la quinta de enfrente salía un niño en bicicleta; tras él, dando saltos. visiblemente alegre, correteaba un cachorro pardo, sin duda con mezcla de pe­rro pastor alemán. Régulo miró al niño y le sorprendió su expresión de vitalidad. Sus pequeños ojos aindiados, negrí­simos y vivaces, brillaban con apasionada alegría cuando oomenzó a maniobrar en su bicicleta. huyendo al cachorro que se lanzaba sobre él ladrando. La quinta de la que ha­bía salido el niño no era nada del otro mundo; estaba pin.. tada de azul claro y tenía bien destacado en letras metá­licas el nombre de Mercedes. "Mercedes". se dijo Régulo. "La mamá debe llamarse Mercedes". De pronto cayó en la cuenta de que en toda su familia no había una mujer con ese nombre. Laura sí, y Julia, su propia mujer se .lIa.. maba Aurora; la abuela había tenido un nombre muy bo­njto: Adela. Todo el mundo la llamaba Misia Adela. Pron­to no habría quien dijera umísias" .a las señoras. por lo menos en Caracas. Caracas crecía 'por horas; había tra&­puesto ya el millón de habitantes. se llenaba de ediflcios altos, tipo Miami, Y también de italianos. portugueses, ca· narloa.
  • 85. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 95 Una criada salió de la quinta Mercedes. Por el color y por la estampa debía ser de Barlovento. Gritó, dirigiéndose al niño: -¡Pon cuidao a lo carro, que horita llega el dotó pa ve a tu agüelo! Pero el niño ni siquiera levantó la cabeza para oírla. Estaba disfrutando de manera tan intensa su bicicleta y su juego con el cachorro, que no podía haber nada impor_ tante para él en ese momento. Pedaleaba con sorprendente rapidez; se inclinaba, giraba en forma vertiginosa. "Ese va a ser un campeón". Pensó Régulo. La muchacha gritó más: -¡Muchacho el carrizo, atiende a lo que te digo! ¡Ten cuiado con el carro el dotó! El pequeño ciclista pasó como una exhalación frente a la ventana de Régulo, pegado a la acera de su lado. Ré­gulo le vió el perfil, un perfil naciente pero expresivo, co­ronado con un mechón de negro pelo lacio que le caía so­bre las cejas. Aun de lado se le notaba la sonrisa que lle­vaba. Era la estampa de la alegría. Para Régulo Llamozas, un hombre que se jugaba la vida a conciencia, ver el espectáculo de ese niño entregado con tal pasión a su juego era un deslumbramiento. Por pri­mera vez en tres meses tenía una emoción desligada de su tarea. A través del niño la vida se le presentaba en su aspecto más común y constante, tal como era ella para la generalidad de las gentes; yeso le producía sensaciones ex­trañas, un tanto perturbadoras. Todavía, sin embargo, no se daba cuenta de la fuerza con que esa imagen iba a re­mover su alma. La barloventeña volvió a entrar en la Quinta Mercedes. Estaba ella cerrando la puerta tras sí cuando a las espaldas de Régulo sonó el teléfono. No esperaba llamada alguna. Se sorprendió, pues, desagradablemente, pero acudió al telé­fono.
  • 86. 96 JUAN BOSCH -¿Es ahí donde alquilan una habitación? -dijo una voz de hombre tan pronto Régulo había descolgado. -Sí- respondió. En el acto comprendió que ase simple "sí", tan breve y tan fácil de decir, había sido tembloroso. El era un hom~ bre duro, y además con idea clara de su función y de los peligros que se desprendían de ella. Nadie sabía eso mejor que él mismo: Pero ahora estaba frente a la realidadj ha­bía llegado al punto que había estado esperando desde ha­cía tres meses. -Entonces voy a verla dentro de una hora -dijo la voz. -Está bien; lo espero -contestó Régulo, tratando de dominarse. Colgó, yen ese momento sintió que le faltaba aire. Lue­go, habían dado con su escondite. Probablemente cuando sus compañeros llegaran ya habrían estado allí los hom~ bres de la Seguridad Nacional. Durante una fracción de minuto hizo esfuerzos por serenarse; después, con movi. mientos rápidos, se dirigió a la habitación y del cajón de la mesa de noche sacó su pistola. Era una Lüger que le había regalado en Panamá un amigo dominicano. Se metió en el bolsillo izquierdo del pantalón dos peines cargados y se colo­có el arma en la cintura, sobre la parte derecha del vientre, sujetándola con el cinturón. A esa altura tuvo la impresión de que su energía se había duplicado; todo su cuerpo se hallaba ,tenso y la conciencia del peligro lo hacía más re­ceptivo. Oyó con mayor claridad el ruido del agua que caía en la taza del servicio, las chicharras de la calle, los ladri­dos juguetones del cach<>rro, que debía estar correteando todavía tras el pequeño ciclista. Pero su atención estaba puesta en los automóviles. Esperaba oír de momento la mar­cha veloz y el frenazo potente de un auto de la Seguridad Nacional. Si eso sucedía y el niño se hallaba todavía en la calle, correría peligro, porque él, Régulo Llamozas, no se
  • 87. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 97 dejaría coger fácilmente. La sola idea de que el niño pu­diera ser herido le atormentó fieramente y le produjo cóle­ra. Se sintió encolerizado con la negra, que no se llevaba al muchacho, y con la señora Mercedes, sin saber quién era ella. De la cintura arriba le subió un golpe de sangre cálida; llegaba en sustitución de la que había huído a los ignorados antros del cuerpo cuando oyó a través del te­léfono la pregunta sobre la habitación que se alquilaba. En escasos minutos su organismo había sido sacudido y nevado a extremos opuestos. A causa del niño estaba olvidando cosas importantes. "Guá, las bichas", se dijo de pronto; y se dirigió al doset; lo abrió y de la tabla de abajo sacó una gran cartera negra. Haló el zíper. Allí estaban "las bichas" -tres granadas de piña, pintadas de amarillo-, los papeles y su única remuda de interiores y medias, todas piezas de nylón. Colocó la cartera sobre la cama, descolgó su paltó y fue a coger su corbata, que estaba en el espaldar de una silla; sin embargo no la cogió, porque alguna fuerza oscura le llevó a sacar de la cartera una granada, que sopesó cuidadosamente en la mano mientras clavaba la mirada con creciente intensidad en el peligroso artefacto. De ese amarillo y pesado huevo metálico, cuya cáscara estaba formada por cuadros, fue ema­nando una sensación de seguridad que en escaso tiempo de­volvió a Régulo Llamozas el dominio de sus nervios. "Esos vergajos van a saber lo que es un hombre", pensó. A se­guidas volvió a colocar la granada en la cartera; después se puso la corbata y el paltó. Sin duda alguna se sentía mejor. Faltaba casi toda la hora para que llegaran sus ami­gos, pero nadie podía saber cuánto faltaba para que llegara la Seguridad Nacional. Desconfiado de sus propios oídos, Régulo entreabió de nuevo una hojilla de la veneciana, pues muy bien podía haber gente a pie vigilándole ya. Enfrente sólo se veía al muchacho, felizmente entregado a su incan-
  • 88. 98 JUAN BOSCH sable pedalear. El cachorro se había rendido, por lo visto; estaba sentado en la acera de la Quinta Mercedes, muy er­guido, mirando a su amigo con ojos alegres y húmedos de ternura, la lengua colgándole por un lado de la boca, una oreja enhiesta y la otra caída. Régulo abandonó el sitio y se fué a la sala. La quinta en que se hallaba tenía sólo dos dormitorios. Los inquilinos eran un matrimonio sin hijos, ella maestra y él vendedor de licores; salían temprano y no volvían has­ta las siete y media o las ocho de la noche. Régulo había ha­blado poco con ellos, entre otras razones porque hacía sólo dos días que lo habían llevado a esa nueva "concha". En la sala había muebles pesados, algunos retratos familiares, un Corazón de Jesús de buen tamaño, un florero con rosas de papel sobre la mesita del centro y dos grupos de loza imi­tación de porcelana en dos rinconeras. Régulo halló que esa sala se parecía a muchas. "A Aurora le gustarían estos mue­bles", se dijo. "Si tengo que defenderme aquí, estos coro­tos van a quedar inservibles", pensó. De inmediato se halló recordando otra vez a su mujer. Si lo mataban o si lograba huir, la Seguridad iría a su casa, detendría a Aurora, tal vez la torturarían, y Aurora no podría decir una palabra porque él no había querido ni siquiera enviarle un recado. "La primera sorprendida sería ella si le dijeran que yo estoy en Venezuela", se dijo. De inmediato, sin saber por qué, recordó que en la casa del pequeño ciclista estabán espe­rando al doctor para ver al abuelo. "Esos doctores se tar­dan a veces cuatro y cinco horas", pensó. Ahora sí sonaba un auto en la calle. Otra vez, de ma­nera súbita, sintió la paralización total de su ser. La im­presión fué clara: que t()AQ laque bullía en su cuerpo se. había detenido de golpe....~eaccionó con toda el alma, im· poniéndose a sí mismo valor. "'La bicha, primero la bicha", dijo; y en un instante se halló en el dormitorio, con una granada de nuevo en la mano derecha· Cautamente tornó
  • 89. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 99 a entreabrir la persiana. Un Buick verde venía pegándose a su acera. Había dos hombres dentro; uno al timón, otro atrás. En una fracción de segundo Régulo reconoció al de atrás. A seguidas metió la granada en la cartera, sujetó ésta, co­rrió a la sala, salió a la calle, cerró la puerta tras sí y en dos pasos estuvo en el automóvil. -Qué hay, compañero -dijo. El que hacía de chófeT puso el carro en movimiento, tal vez un poco más de prisa de lo que convenía. Régulo volvió el rostro. No se veía otro auto en la calle. La negra salía corriendo en pos del niño y el perro saltaba tras ella. -Cayeron Muñoz y Guaramato -dijo el de atrás. -¿Muñoz y Guaramato? -preguntó Régulo. Mala cosa. Los dos habían estado con él en una reunión, tres noches atrás. -Yo creo que es mejor ir por las Colinas de Bello Mon­te -opinó el que manejaba. -Sí -aseguró el otro. Régulo Llamozas no pudo opinar. Iban <:on él y por él, pero él no podía decir qué vía le parecía más segura. Du­r, ante tres meses no había podido decir una sola vez que quería ir a tal sitio; otros le llevaban y le traían. Tres meses, desde mediados de abril hasta ese día de julio, había semivi­vido en Caracas, saliendo sólo de noche; tres meses en las tinieblas metido en elcor,azón de una ciudad que ya no era su Caracas, una ciudad que estaba dejando de ser 10 que había sido sin que nadie supiera deeir qué sería en el porve. nir; tres meses jugándose la vida, viendo compañeros de pa­so en reuniones subrepticias, cambiando impresiones a me­dia voz, transmitiendo órdenes que había recibido en Costa Rica, instruyendo a hombres y mujeres de la resistencia. No había podido ver el Avila a la luz del sol ni había podido salir a comerse unas caraotas en el restorán criollo. Todo el mundo podía hacerlo, millones de venezolanos podían ha­cerlo; él no. "Colinas de Bello Monte", pensó. De pronto re-
  • 90. 100 JUAN BOSCH cardó que había estado en esa urbanización dos semanas atrás, en la casa de un ingeniero, y que desde una ventana había estado mirando a sus pies las luces vivas y ordenadas de la Autopista del Este y de la Avenida Miranda, que se perdían hacia Petare, y los huecos iluminados de docenas de altos edificios, que se levantaban en dirección de Saba­na Grande y de Chacao con apariencia de cerros cargados de fogatas en cuadro. -Entra por la calle Edison y trata de pegarte al cerre' -digo el de atrás hablando con el que guiaba. -¿Habrán hablado Muñoz y Guaramato? -preguntó Régulo. -Esos compañeros no hablan, vale. Pero ya tú sabes: el tigre come por lo ligero. Esta misma noche estás raspan­do Lo que venga que te coja afuera. -¿Por dónde: me voy? -Por ColombIa, vale. Ya no está ahí Rojas Finilla. Ese camino está ahora despejado. Por Colombia ... Rojas Pinilla había caído haCÍa dos meses. . . Desde luego, para ir a Colombia había que pasar por Valencia, y de paso, ¿sería una locura ver a Aurora? Pero claro que sería una locura. Si la Seguridad Nacional sabía que él estaba en Venezuela, la casa de su familia te­nía vigilancia día y noche. -Oye, vale, el camino de aquí a la frontera es largo --dijo. -Bueno, pero eso está arregla.do. Tú vas a viajar segu-ro. Figúrate que vas a ser soldado, el distinguido Juvenal Gómez, y que te va a llevar un teniente en su propio auto. Hay que trasladar el retrato de tu cédula a otro papel, nada más. Un automóvil negro pasó rozando el Buickj de los cua. tro hombres que iban en él, uno se quedó hrirando a Régulo. Durante un instante Régulo temió que el auto negro se atraVesarla. delante del Buick y que los cuatro hombres
  • 91. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 101 saltarían a tierra armados de ametralladoras. No pasó nada, sin embargo. Su compañero comentó: -Pavoso el hombre. Régulo sonrió. De manera que el otro se había dado cuenta... Era gente muy alerta la que le rodeaba. -¿Un teniente? -preguntó, llevando la conversación al punto en que había quedado-. ¿Pero de verdad o como yo? -De verdad vale ... El teniente Ontiveros. El teniente Ontiveros llegó manejando una ranchera justo a la hora acordada, y habló poco pero actuó con se­guridad. Régulo Llamozas, convertido ahora en el distin­guido Juvenal Gómez -con todo y uniforme-- comenzó a sentirse más confiado cuando dejó atrás la alcabala de Los Teques; en la de La Victoria, ni él ni el teniente tuvie­ron siquiera que bajar del vehículo. Camino hacia Maracay, silenciosos él y el compañero, Régulo Llamozas se dejaba ganar por la extraña sensación de que ahora, en medio de la oscuridad de la carretera, iba consustanciándose con su tierra, volviendo a su ser real, que no terminaba en su piel porque se integraba con Vene­zuela. Mientras la ranchera rodaba en la noche, él sabo­reaba lentamente una emoción a la vez intensa y amar,ga. Esos campos, ese aire, eran Venezuela, y él sabía que erán Venezuela aunque no pudiera verlos. Sin embargo tenia conciencia de otra sensación; la de una grieta que se abría lentamente en su ahna, como si la rajara, y la de gotas amargas que destilaban a lo largo de la grieta. En verdad, solo ahora, cuando se encaminaba de nue­vo al destierro, encontraba a su Venezuela. ¿Quién puede dar un corte seco, que separe al hombre de su pasado? Esa patria por, la cual estaba jugándose la vida no era un mero. hecho g~ográfico, simple tierra con casas, calles y autopis­tas encima. Había algo que brotaba de ella, algo que siem­pre había envuelto a Régulo, antes del exilio yen el·exi1io
  • 92. 102 JUAN BQSCH :mismo; una especie de ~teintensa; cierto tono, un so­nido especial que comnovía el corazón. -Vamos a parar en Turmero -dijo de pronto el tenien­te-. Va a subir ahí un compañero. Creo que usted lo ce­nace. pero no se haga el enterado mientras no salgamos de Turmero. Cruzaban los valles de Aragua. Serían las once de la noche, más o menos, y la brisa disipaba el calor que el sol sembraba durante doce horas en una tierra sedienta de agua. Regulo no respondió palabra. Cada vez se concentra· ha más en sí mismo; cada vez más parecía clavado, no en el asiento, siDo en las duras sombras que cubrían loo cam.~ pos. Iba pensando que habia estado tres meses viviendo en un estado de tensión, con toda el ahna puesta en su tarea; que en ese tiempo habia sido un extraño para sí mismo, y que solo al final, esa misma tarde, minutos antes de que sonara el teléfono, había dado con una emoción que era personaimente suya, que no procedía de nada líg3do a su misión, sino a la simple imagen de un niño que jugaba en bicicleta al sol de la tarde. -Tunnero ---dijo el teniente cuando las luces del po­blado parpadearon por entre ramas de árboles. En Ul movimiento rápido, el teirle~te Ontiveros guió la ranchera hacia el centro de la especíe de plazoleta que sepa­ra a los dos comercios más importantes del lugar. Había a los lados maquinaria de la empleada en la construcci6n de la autopista, camiones de carga y numerosos hombres cha­chareando afuera mientras otros se movian dentro de los botiquines. -Quédese aquí. El compañero viene conmigo dentro de un momento -explic6 Ontiveros. -Está bien -aceptó Régulo. Trató de no llamar la. atención. No debía hacerse el misterioso. Lo mejor era mirar a todos lados. "Hasta Ttir­mero cambia", pensó. Vió al teniente que bebía algo frente
  • 93. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 103 al mostrador y que volvía la cabeza a un sitio ya otro, sin duda tratando de dar con el compañero que viajaría con ellos. "El teniente éste está jugándose la vida por mí. No, por mí no; por Venezuela", se dijo. En realidad, éso no le causaba asombro; él sabía que había muchos militares dis­puestos a sacrificarse. La brisa movía las hojas de un árbol que quedaba cer­ca, a su izquierda, y de alguna llave que él no podía ver caía agua. Agua, agua como la que sonaba sin cesar en la taza del servicio. allá en Caracas; sí, en Caracas, en el pe­dazo de .calle de Los Chaguaramos, solitario como la calle de un pueblo abandonado; allí donde el pequeño ciclista pe­daleaba sin cesar. seguido por el cachorro. No estando el teniente con él, se sentía intranquilo; de manera que lo mejor era tener una granada en la mano, por lo que pudiera suceder. La sacó de la cartera y empezó a palparla. En ese instante oyó pasos. Alguien se acercaba a la ranchera. Miró de refilón, tratando de no dar el rostro: eran el teniente y el compañero. Hablaban con toda natura_ lidad, y en una de las voces reconoció a UD amigo. Pero se hizo el desinteresado. -Podemos ir los tres delante ---dijo el teniente Onüve­ros- Córrase un poco, distinguido Gómez. El distinguido Gómez, todavía con la granada en la mano se corrió hacia el centro; el teniente dió la vuelta y entró por el lado izquierdo al tiempo que el otro tomaba asiento en el extremo derecho. Súbitamente liberado de su reciente inquietud, Régulo Llamozas sentía necesidad de decir un chiste, de saludar con efusión al amigo que le había salido al camino en momento tan difícil. El teniente Ontiveros en~ cendió el motor, puso la luz y la ranchera echó a andar. En un 'instante Turnero quedó atrás. Régulo Llamozas se volvió al recién llegado y le echó un brazo por el hombro. -¡Vale Luis, qué alegria! Nunca pensé que te vena en este viaje.
  • 94. 104 JUAN BOSCH -Pues ya lo ves, Régulo. Aquí estoy, siempre en la línea. Me dijeron que debía acompañarte hasta BarquisinJ.e. to y he venido a hacerlo; de Barquisimeto en adelante te acompañará otro. Hablaron un poco más, de las tareas clandestinas, de los desterrados, de los caídos. -Yo tenía reunión con Leonardo la noche de su muerte -dijo Luis. El teniente mencionó a Omaña, contó cosas suyas. Los faros iban destacando uno por uno los árboles d~ la carre­tera; y de pronto hubo silencio, porque estaban llegando a la alcabala de Maracay. Fue después que les dieron paso cuando Luis inició un tema nuevo. Movió el cuerpo hacia su izquierda, como para ver mejor a Régulo, y preguntó de pronto: -¿Cómo está Aurora? ¿Hallaste grande a Regulito? -No los he visto -explicó Régulo--. Yo entré por Puel'o to la Cruz y todavía no he estado en Valencia. Estoy pen­sando que si pasamos por Valencia después de la una podría llegar un momento a la casa, pero tengo sospechas de que la Seguridad esté vigilando los alrededores. -¿En Valencia? -preguntó Luis, con acento de sorpre­sa-. Pero si Aurora no vive en V:lieDCia. Vive en Caracas. Régulo Llamozas sintió que le daban un latigazo en el centro del alma. -¿Cómo en Caracas? ¿Desde cuándo? -inquirió casi a gritos. -Desde que su papá se puso grave. Régulo no pudo hacer otra pregunta. Se sentía castigado por olas de calor que le quemaban el rostro. Comenzó a pa~ sarse una mano por la barbilla y sus negros ojos se endu­recían por momentos. -¿Pero tú no lo sabías? -preguntó el amigo. Régulo trató de dominar SU voz, temeroso de hacer un papel ridículo.
  • 95. CUENTOS ESCRITOs EN EL EXILIO 105 -No, vale -dijo--. Tengo tres meses aquí y hace cuatro que salí de Costa Rica· -Pués sí --explicó Luis-... Ella vive en la calle Ma· dariaga, en Los Chaguaramos, en una quinta que se llama Mercedes. No se oyeron más palabras. Ya estaban en Maracay. De­bía ser media noche, y la brisa de las calles llegaba fresca después de su paso por los samanes de la llanura. El tenien­te Ontiveros volvió el rostro y a la luz del tablero vió con asombro las lágrimas cayendo por las mejillas del distinguido Juvenal Gómez.
  • 96. VICTORIANO SEGURA Tooa lo malo que se había pensado de Victoriano Se­gura estaba síil duda justificado, pues a las pocas semanas de hallarse viviendo allí se presentaron en su puerta dos policías y se lo llevaron por delante. Aquella vez era bas4 tante avanzada la tarde. Pero en otra ocasión los agentes del orden público llegaron muy de mañana y al parecer con mala sangre, porque cuando -al tomar la esquina- Victo­riano Segura se detuvo como para hablar, uno de ellos le empujó, lo amenazó con sU palo y le grit6 algunas malas pa­labras. En la primera ocasión su mujer salió a la puerta y estuvo mirando a su marido y a los policías hasta que d~ blaron; en la segunda ni eso pudieron ver los vecin08, pues él le dijo a voces que no le diera gusto a la gente, que se'que­dara' adentro y no le abriera la puerta a nadie. Victoriano era alto, probablemente de más de seis pies, muy flaco, muy callado, de ojos saltones y manchados de sangre; tenía la piel cobriza, el pelo áspero y la nariz muy fina; y tenía sobre todo un aire extraño, una expresión que no podía definirse. El contraste entre su silencio y su voz producía malísima impresión; pues sólo hablaba de tarde en tarde para llamar a la mujer y pedirle café, y entonces su voz grave y dura se expandía por gran parte de aquella pequeña calle dejando la convicción de que Victoriano era un hombre autoritario y violento. Esa sensación se agravaba debido a que Victoriano Segura jamás se dirigía a nadie en 107
  • 97. 108 JUAN BOSCH la calle; no sonreía ni contestaba saludos. Además, su pro~ pia llegada al lugar tuvo algo de misteriosa. El lugar era una calle todavía en esbozo, en la que tal vez no habría más de veinte casas, y de esas sólo tres podían considerarse de algún valor. Por de pronto, nada más esas tres tenían aceras; las restantes daban directamente a la hierba o al polvo, si no llovía -porque cuando llovía la calle se volvía un lodazal-o Ahora bien, según afirmaba con su graciosa tartamudez el anciano Tancredo Rojas, la gente que viVÍa allí era "de...cente, de...cente". Con lo cual aludía a los viajes de Victoriano Segura seguido de esas escoltas po­liciales. La casa que alquiló Victoriano tenía hacia el este un solar cubierto de matorrales y arbustos, donde el vecinda­rio tiraba latas viejas, papeles y hasta basura; hacia el oeste vivían dos hermanas viejecitas, una de ellas sorda como una tapia y la otra casi ciega. Cuando se corrió la voz de que las dos veces Victoriano había sido llevado a la policía por ro­bo, la gente comenzó a temer que de momento asaltaría a las viejag, de quienes se decía que guardaban algún dinero. En poco tiempo el miedo a ese asalto y la posibilidad de que se produjera -tal vez con asesinato y otros agravantes--­dominó en todos los hogares, y en consecuencia, de la alta y seca figura de Victoriano comenzó a emerger un prestigio siniestro, que ponía pavor en el corazón de las mujeres y bastante preocupación en la mente de los hombres. Una noche, a eso de las nueve, se oyeron desgarradores gritos femeninos que salían de la casa de las dos ancianas. Armado de machete, el hijo de don Tancredo corrió para volver a poco diciendo que allí nada ocurría. Interrogada por él, la vieja medio ciega dijo que había oído grit.os, pero hacia la casa de Victoriano Segura. La gente comentó durante varios días el valor del hijo de don Tancredo y acabó asegurando que los gritos eran de la mujer de Victorlan9, a quien ese malvado maltrataba.
  • 98. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 109 Eso, en una calleja tan pequeña, donde todos se conocían y todos Ee llevaban bien y se trataban con cariño, aumentó la sensación de malestar que producía el hombre. El era carretero; guardaba la carreta en el patio y soltaba el mu­lo en el solar vecino, donde otro mulo descansaba día por medio; salia muy temprano a trabajar y a eso de media tar­de se sentaba a la puerta de ]a calle, con la silla arrimada en el seto de tablas. Alguna que otra tarde se oía su voz; era cuando llamaba a su mujer para pedirle café. Sólo en esas ocasiones, y cuando iba a comprar algo, se veía a la muo jer, que E'ra una criatura callada, más oscura que el marido pero muy bonita, de pocas carnes, más bien baja, de cabellos crespos, bellos ojos negros y boca muy bien dibujada. -Pobrecita ---comentaban las mujeres cuando la veían-, tener que vivir con un hombre así ... La casa en que vivían había estado vacía muchos me­ses; y natlie vió a Victoriano Segura llegar a verla, a nadie preguntó quién era el dueño ni cuánto cobraban por al­quilarla. De buenas a primeras amaneció un día allí. Sin duda se había mudado a medianoche, usando su propia ca­rreta. Ese solo hecho dió lugar a muchas conjeturas; agré­guese a él el comportamiento del hombre, sus ~os detencio­nes acusado de robo, según se decía en la calleja, y los gri­tos nocturnos bajo su techo. Todo lo malo imaginable podía pensarse de Victoriano Segura. Por eso resultó tan sorprendente la conducta del extra­ño sujeto cuando la desgracia se hizo presente por vez pri­mera en aquel naciente pedazo de calle. La noche de San Silvestre, después que las sirenas de los aserraderos, las campanas de las dos iglesias y millares de cohetes dieron la señal de que había comenzado un año nuevo, se oyeron gritos de socorro. Inmediatamente la gente pensó: "Es José Abud". y era José Abud. Su acentó .libanés no podía con­fundirse.
  • 99. 110 JUAN BOSCH El viejo Abud no era tan viejo; seguro que no tenía se­senta años. Su casa era la mejor del vecindario. y hablando con toda propiedad., la única de dos plantas. Abajo estaba el comercio y arriba vivía la familia; abajo era de ladrillo. arriba de madera. José Abud se había casado pocos años antes con la hija de un compatriota; tenía tres niños pre­ciosos y, además, a su madre. La vieja Adelina Abud, que había emigrado de su lejana tierra ya de años, apenas ha~­bIaba con claridad. Anciana ya. quedó paralítica, según de­clan en el barrio, debido a castigo de Dios porque no era católica. En medía de la noche se oyeron golpes de puertas que se abrían y voces que resonaban preguntando qué_pasaba. De primera intención todo el mundo creyó que había muer­to la madre de José Abud. Pero con incontenible estupor la gente que se asomaba a las puertas y a las ventanas vió pe­netrar en sus casas una extraña claridad rojiza. Entonces de todas las bocas surgió el grito: -¡Fuego! ¡Es fuego en la casa de José Abud! Atropelladamente, vestidos a medias. hombres, mujeres y muchachos comenzaron a corretear por la calleja. Súbitas y violentas llamaradas salían con pasmosa y siniestra agili­dad, por debajo del balcón de la gran casa; se oían el chas-­quido del fuego y el trepidar de las puertas. Agudos larnen~ tos de mujeres y voces de hombres íbanle dando al terrible espectáculo el tono de pavor que merecía. Allá arriba, co-­friendo por el balcón de un extremo a otro, como enloqueci.. dos, se veía a José, con dos hijos bajo los brazos. y a la mu­jer con otro en alto. -¡Que bajen por la escalera antes de que se queme; que bajen por la escalera! ¡Baja, José; bajen! -gritaban desde la calle. Pero se notaba que el aturdido libanés y su mujer no entendían. A 10 mejor ignoraban que el comerclo era pasto del fuego, y por eso creían que la escalera se conservaba to-
  • 100. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 111 davía en buen estado. Después se supo que efectivamente era eso lo que pensaban José Abud y su mujer. No podía ser de otra manera, pues cuando la familia se dió cuenta del siniestro fue cuando vieron las llamas reventando, como gigantesca flor viva, por la pared de atrás de la casa, y ya había trepado y consumido en un momento parte de los altos, hacia el fondo; así que ellos ignoraban que el comercio ardía. -¡Hay que abrir esa puerta pronto! -gritó alguien, refiriéndose a la puerta de la escalera. En un instante apareció un hombre con un pico y otro con una barreta; golpearon la puerta e hicieron saltar los cierres. Cálido, picante, con agrio olor, el humo salió por allí. Pero la gente no perdió tiempo, y se vió a varios hom­bres meterse a toda prisa escaleras arriba. Cuando retorna­ron llevaban a los niños en brazos y empujaban a José y a su mujer, que estaban aterrorizados. A seguidas se vió el impetuoso río de fuego abrir brecha en el lienzo de mane· ra que dividía la escalera del comercio; se oyó el crepitar de las tables, y tras el crepitar entraron las múltiples lla­mas ensanchándose y despidiendo chispas. Victoriano Segura se había levantado. Debió vestirse muy de prisa, porque tenía la camisa abierta. Esa noche ­¡ por finj- no se mantuvo apartado, si bien tampoco se mez­cló con la gente. Se paró en la acera de la casa de don Julio Sánchez, que pegaba con la de José Abud y era también de ladrillos, aunque de una sola planta. Allí, los brazos cruza­dos sobre el pecho, atento al siniestro, callado, podía vérsele enrojeciendo y brillando, como un alto y flaco e inmóvil muñeco de cobre que resultara a ratos iluminado por el ale­teo de las llamas. Al parecer no atendía más que al súbito e incesante crecer y decrecer de las llamaradas, cuando oyó a José Abud exclamar, con voz que parecía llegada de otro mundo:
  • 101. 112 JUAN BOSCH -¡Mamá, mamá está arriba! ¡Mamá se quema! Entonces,braceando como si nadara, Victoriano Segura avanzó. La gente sintió su presencia. Aquella extraña mi_ rada se convirtió de pronto en la de una fiera, un brillo imponente le alumbró los ojos, y su voz de piedra, esa VOZ que aterrorizaba al vecindario, baja, fuerte, dura, se impuro al tumulto, a los gritos ya las quejas'- -¿Dónde está la vieja? ¡Dígame dónde está la vieja! -demaJidó más que preguntó. La gente se quedó muda. "Este quiere entrar para ro~ bar", pensaron muchos. Pero la mujer de José Abud, que era joven y estaba desesperada por la tragedia, no pensó así, y gritó que estaba en su habitación. -¡La última de allá, de allá! -----explicaba entre llanto a la vez que indicaba con la mano que el sitio estaba hacia el fondo y hacia el oriente, esto es, donde más fuerte debía ser el fuego en tal momento. Victoriano Segura la miró a fondo durante diez o doce segundos. Las llamas iluminaban su rostro cobrizo y su pelo áspero; y era fácil advertir que los músculos de la cara es-taban contrayéndosele. .. -¡No, no; usté no! -gritó José Abud al tiempo que tra­taba de agarrarlo para que na fuera, tal vez porqUe alguien acertó a decirle que ese hombre pretendía aprovechar el des­concierto para ir a robar. Mas ya era tarde para que Victoriano Segura pudiera oírlo. Se metió de un salto por la puerta de la escalera; se le vió saltar todavía más, como un enorme gato flaco y ágil, que podía moverse sin hacer ruido y sin mostrar esfuerzo. -¡Se va a matar ese hombre! -gritó de pronto una mujer. -¡Sí, se va a matar, se va a asfixiar! ¡Salga de ahí Vic­toriano! -gri.iaron varias voces a un tiempo. A esa hora la multitud era ya grande. Gentes de las calles cercanas y hasta del centro del pueblo habían llegado
  • 102. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 113 de todas direcdones, atraídos por el resplandor y por el escándalo. Llegaron policías que comenzaron a dar órdenes y a apartar a la multitud. Las señoras del vecindario CO­rrían de nuevo hacia sus casas, recordando que habían de~ jada las puertas abiertas y que las circunstancias eran pro­picias para que se metieran por ellas los rateros. Por fin, en grupos dispersos comenzaron a llegar los bomberos, a pesar de que no podrian hacer nada allí debido a que no había de dónde sacar agua. Los policías, los bomberos y todos los re­cién llegados hacían la misma pregunta: -¿Cómo empezó? y todos oían las atropelladas noticias de que allá arriba había una vieja paralítica y un hombre que se había metido a salvarla. Por eso los que llegaban se ponían a mirar hacia "allá arriba" con tanta angustia como los vecinos de la ca~ lleja. Las conversaciones eran como un mar; un mar en el que de pronto se levanta una ola y a poco vuelve a caer. So· bre el constante abejoneo se alzaba de improviso un cla· mor, un comentario quejumbroso o una observación que salía del corazón mismo de la multitud. Cinco minutos no Son nada; y nadie !puede en cinco mi­nutos, por muy de prisa que Jo haga todo, subir a una casa, sacar de su lecho a una anciana paralítica y conducirla a la calle, aunque la casa no esté. ardiendo. Ahora bien el fuego es un elemento muy veloz; es inclemente, salvaje, y su en­traña maligna está fuera del tiempo. De manera que una ca­rrera entre el hombre y el fuego es muy desigual para el hombre; y así, cinco minutos, que no• son nada para salvar una vida, resultan un largo tiempo para perderla. Tal vez nadie pensó eso aquella noche de San Silvestre, mientras la casa de JOSé Abud ardía; pero es indudable que todos lo Sin­tieron. Para el expectante vecindario, una vez transcurridos cinco minutos podían darse por muertos a·Victoriano Segu­ra y a la vieja AdeJina. Abud. Es probable, sin embargo, que
  • 103. 114 JUAN BOSCH todavía hubiera. alguien pensando que Victoriano no estaba tratando de sacal' a la enferma, sino buscando el sitio don­de José Abud guardaba su dinero; y para las personas que tenían esa sospecha, de momento aparecería Victoriano en el balcón y daría un salto o haría algo diabólico; desapare­cería a los ojos de todos con la fortuna de Abud. Por el extremo este, el balcón comenzó a arder. Una lla­marada surgió, con inteligente y demoníaca maldad, sobre el seto del alto, hacia el lado de allá; envolvió y pareció aca­riciar la balaustrada; la lamió y en un instante la hizo arder. Si el balcón cogía fuego, ¿qué iba a ser de Victoriano y de la vieja? Las voces comenzaron a hacerse más altas, los ayes de las mujeres, más frecuentes. Había llegado ya el momento .en que la gente lanzaba maldiciones por la lenti­tud del hombre en salir, 10 cual indicaba que su probable muerte -la horrible muerte por el fuego- comenzaba a ganarle simpatías. AunQue no había dudas de que todos pensaban en la vieja paralítica, podía advertirse que sobre ese pensamiento iba superponiéndose, con rasgos cada vez más fuertes, la imagen de Victoriano Segura. Aquel hom­bre parecía llamado a promover en torno suyo una atmós­fera dramática. Instintivamente la gente volvía la cabeza hacia la casa de Victoriano, en cuya puerta, tal vez muy angustiada pero de todas maneras muy dueña de sí misma, sin gritar y sin moverse, se veía a su mujer, pequeña, boni­ta, de grandes ojos negros y de cutis oscuro que el fuego en­rojecía. Los vecinos de la calleja sentían deseos de acercar­se a ella y hablarle sobre su marido. De súbito se la vió abrir la boca. -¡Victoriano! --dijo y corrió hacia el fuego. El hombre había salido al balcón. Lo hizo durante un instante; asomó hacia la multitud su rostro duro, y entró de nuevo a toda prisa. Ese movimiento acentuó las sospechas de los que las tenían. El hombre había hallado el dinero y andaba buscando por dónde escapar. A seguidas volvió a sa-
  • 104. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 115 Ur, armado de un palo que seguramente había sido la pata de una mesa; y brutalmente, con una seguridad y una fie­reza impresionantes, comenzó a golpear la balaustrada del balcón por el extremo que daba al techo de la casa de don Julio Sánchez. Entre el piso del balcón y ese techo podía ha­ber una diferencia de vara y media, que se convertían en dos varas y media desde el pasamanos; además, podía haber una vara de espacio vacío de una casa a la otra. La multitud comprendió de inmediato que el plan de Victoriano consistía en romper la balaustrada para sacar por ahí a la vieja. -jQue suban algunos al techo de don Julio! -comenzó a pedir la gente, una voz por aquí, dos por allá, otra más lejos. Fue admirable la prontitud con que apareció una escalera. Tal vez era de los bomberos. Pero nadie ponía atención en los bomberos ni en los policías. Es el caso que apareció una escalera, y tres o cuatro hombres la agarraron al tiempo que otros trepaban hacia el techo. Mientras tanto, allá arri­ba, indiferente al fuego del balcón que avanzaba hacia sus espaldas, Victoriano Segura iba destrozando la balaustra­da. Logró romper el pasamanos y se prendió de él con te­rrible fuerza; lo haló, lo removió. Cuando lo hizo saltar se detuvo un poco para quitarse la camisa. Al favor de las lla­mas se vió entonces que a pesar de su delgadez era muscu­loso y fuerte como un animal joven. Seis o siete hombres que se movían tropezando y estor­bándose Lograron ganar el techo de la casa de don Julio; alguien les gritó que subieran la escalera para ayudar a Vic­toriano. A ese tiempo éste había hecho saltar todos los ba­laustres y había entrado de nuevo en la casa. El humo iba saliendo por las puertas, en violentas bocanadas gris negras que avanzaban como impetuosos remolinos. Parecía imposi­ble librarse de su efecto. La anciana no podía salvarse, cosa que todos aseguraban en voz baja. También estaban seguros, a tal altura, de que Victoriano iba en busca de la vieja.
  • 105. 116 JUAN OOSCH Ya había sido eliminada totalmente la 6ltima sospecha. En medio de la angustia los sentirnientDs iban desplazándo­se. Mucha gente pensó que la anciana no podría salvarse, pero que el hombre sí, si no seguía arriesgándose. No se daban cuenta de que Victoriano habia pasado a ser el ob­jeto de la preocupación general. Inconscientemente, la mul­titud empezó a moverse hacia el sitio donde se hallaba su 'mujer. Despues de haber gritado el l'lPmbre de su marido, ella se había quedado inmóvil, con la boca cubierta por una mano y los ojos fijos en el balcón. A poco un enorme clamoreo subió de todas las bocas y hubo muchos que aplaudieron, aunque de manera dispersa, como con miedo: Victoriano Segura hahía aparecido en el balcón con la anciana en los brazos. Pero parecía muy tar­de, porque, favorecida por una ligera brisa, las llamas avan­zaban y cubrían todo el sitio. El espacio QUe el hombre te­nía que recorrer sería de tres varas solamente; mas en esas tres varas dominaba ya el fuego; y además, no era cosa de salir corriendo y dejar caer a AdeUna. Colocarse de espaldas al fuego, con la anciana en brazos, para bajar la escalera, o aún entregársela a alguien de los que estaban sobre el techo de la casa de don Julio, requería mucho esfuerzo y un gasto de tiempo qUe ya no podía hacerse. La menor dilación, yel balcón podía caerse. Por cierto una parte cayó, precisamen­te cuando Victoriano se acercaba al extremo que él mismo había roto poco antes. La gente bramó cuando vió ese peda­zo de balcón, consumido por el fuego, caer entre chispas y estruendo. Pero Victoriano no volvió la cabeza. Habia llegado al bor­de del balcón y durante un segundo se le vi6 dudar. Tal vez pensaba lanzarse con la anciana en brazos, lo cual hubiera sido una locura. Gesticulando y gritando, los seis o siete hombres que estaban en el techo de don Julio le invitaban a algo. Tranquilamente, dándoles la espalda, Victoriano se sent6; despuéS empezó a dar una vuelta, de manera que
  • 106. CUENTOS EsCRITOS EN EL EXILIO 117 quedó sentado con las piernas al aire y la vieja Adelina en ellas; luego tomó a la vieja por las axilas Y comenzó a ba­jarla. La enferma se movía igual que un péndulo, inerte, más como una gran muñeca de madera que como un ser vi~ vo. Los de abajo tendían las manos y daban gritos. Por m~ mentas salían huyendo, porque las llamas avanzaban SIObre ellos. Era impresionante ver que esas llamas casi envolvían a la paralítica y sin embargo no la conmovían. -¡Déjela caer, déjela caer! -gritaban los hombres agru­pados bajo los pies de la anciana. Como todo el mundo, ellos no pensaban tanto en Adelina como en Victoriano, a quien una corta dilación convertiría en víctima. Se concebía ya hasta que la vieja muriera, pero nadie podía aceptar a esa altura la idea de que muriera Victoriano. Ahora bien, era evidente que a aquel hombre no le impor­taban gran cosa los demás. Las opiniones pueden cambiar en un minuto, y con ellas los sentimientos a que han dado origen; mas la naturaleza humana no varia tan de prisa. Ese VlC1:oriano Segura que estaba jugándose la vida en el balcón era el mismo que dejaba sin contestar los saludos de sus ve­cinos. Ec;taba tan aislado allá arriba como se mantenía en su casa. Por un momento su mujer perdió la serenidad; co­rrió hacia el fuego y gritó: -¡Victoriano, suéltala y tírate! Yen medio del tumulto, qel continuo estallido de las ma­deras que ardían, de aquel mar de voces, el marido oyó a SU mujer. La oyó porque se le vio buscarla con los ojos. Ella dijo entonces: -¡Acuérdate, Victoriano; acuérdate! ¿Que se acordara de qué? ¿Qué significaban esas pala­bras? ¿Había algtUla razón por la cual él no debía dejarse matar o inutilizar por el fuego? La gente se miró entre sí. El misterio seguia rodeando a ese hombre flaco y alto, a ese ser impenetrable, duro y callado. Debía ser muy im-
  • 107. 118 JUAN BaSCH portante lo que decía la mujer, porque Victoriano se volvió a los h~bres que se agrupaban bajo él, en el techo vecino, y dejó oir, por segunda vez en esa doliente noche, su voz me~ tál.ica e impresionante. -Allá va! -dijo estentóreamente. y soltó a la anciana, a quien los otros recibie:oon en tu­multo. Un segundo después, con la agilidad de un enonne gato, Victoriano se tiró. A seguidas crujió el resto del bal­cón, Y levantando sordo estrépito cayó a la calle envuelto en chorros de fulgurantes chispas. La gente se distrajo viendo esa caída y esas chispas, razón por la cual muy pocos se dieron cuenta de que Victoriano Segura había corrido por el techo de la casa de don Julio y había saltado después a la calle. Ya allí, imponiéndose con su dura mirada y su gran tamaño, pidió paso Y se 10 dieron. Cuando algunos quisieron buscarlo para hablar con él, era tarde. Confusamente, se ha­bía oido el golpe de su puerta. Durante todo el día de Año Nuevo estuvieron hwneando los escombros de la que que había sido la mejor constroe­ción en la pequeña calle. Hombres y muchachos, y hasta al­guna mujer, hacían grupos frente al lugar del siniestro y cambiaban impresiones. De rato en rato un muchacho ~ ñalaba hacia la casa de Victoriano Segura y decía: -Mire, él vive ahí-. Pero nadie vio a Victoriano ese día. Y como tampoco se le vio saIir al siguiente, unos cuantos vecinos, eneabezados por José Abud, fueron a visitarlo. A las llamadas en la opuer­ta salió la mujer, pero no abrió del todo, sino sólo un poco. -¿Qué desean? -preguntó. Con su graciosa tartamudez, don Tancredo Rojas comen­zó a tratar de decir que todos ellos querlan saludar al uhé .. ­roe, hé...roe, hé ... roe de, de, de... ti Pero la mujer no deseaba Oirmás. Se babia puesto ner­viosa y se agarraba a la hoja de la puerta como si temiera que algún espíritu miiligno pudiera abrirla del todo.
  • 108. CUENTOS ESCRI1'OS EN EL EXILIO 119 -Ay, señores ... Miren, él no está aquí -dijo-. Mejor váyanse. El no quiere que venga gente a la casa. Perdónen­me señores ... Pero váyanse. El grupo cambió miradas. -Pero. . . pero... pero... -comeDZÓa decir don Tan­credo, mientras hacía moverse de un lado a otro la empuña­dura de su bastón, cuya puntera habia clavado en tierra. Evidentemente la mujer no sabia que hacer. Entonces in­tervino don Julio, cuya voz era muy aguda -Muy bien, señora, muy bien -dijo-. Pero le dice que vinimos a verlo. Queriamos saber si estaba bien y si necesi­taba algo. Adiós, señora. El pobre José Abud, abrumado por la desgracia. no abría la boca. Caminaba junto a sus compañeros de comisión ~ mo quien marcha tras el entierro de un ser querido. Los dias fueron transcurriendo sin que volviera a verse a Victoriano Segura sentado a la puerta de su casa. La gente muy madrugadora alcanzaba a oír el ruido de su carreta. Volvía a media tarde, pero no salla más. Esa conducta, des­de h1ego, llenaba de confusión a todo el mundo, si bien ya no causaba mala impresión. A juicio del vecindario Victo­riano era un hombre extraño, en cuya vida habia algún misterio. Muy pocos aludían a sus prisiones; la mayoria re­cordaba los gritos de mujer aquella noche; en cuanto al re­petido "¡acuérdate!" que le lanzó la suya la noche del fuego, se pensaba que tenía relación con ese misterio que le rodea­ba; por 10 demás, debía ser muy celoso, a juzgar por la re­cepción se les hizo a los señores que estuvieron en su casa después del incendio. Pero el miedo de que pudiera asaltar a las ancianas de11ado se habia disipado del todo.SóIo per­sistía esa atmósfera de misterio en torno suyo. Algún día se sabría la verdad. Todavía hoy, al cabo de los años, aquellos a quienes tanto intrigaba su conducta ignoran esa verdad; sólo ahora la saM brán, si es que alguno de ellos lee esta historia.
  • 109. 120 JUAN l30SCH Pues Victoriano Segura se esfumó tan extrañamente ro­mo había lJegado, si bien de manera mucho más dramática. Ocurrió que una tarde llegó a la calleja con su carreta car­gada de tablas. Muchos de los vecinos le vieron rneter esas tablas en la casa, y como en los días siguientes se le oyó martillar, se pensó que estaba haciendo arreglos en la vi­vienda; tal vez hacía una mesa para comer o remendaba una. ventana rota. Por entonces el mes de febrero iba muy avanzado, lo cual quiere decir que había brisas cuaresmales y el cielo estaba brillante. El aire iba y venía cargado con los presagios del carnaval y la Semana Santa. Una adorable paz ganaba el corazón de la gente; yen aquella pequeña calle que ,estaba surgiendo a la orilla misma de los campos, el frecuente canto de los pájaros y el murmullo de los árboles hacían más sen­sibles esos rasgos de profunda esencia musical con que se embellecen los días sin importancia. En medio de tal ambiente, dulce y limpio, ocuITiq la par­tida de Victoriano Segura. Fue a eso de las nueve de la ma­ñana. Algunas mujeres parloteaban desde sus puertas con las vecinas; algunos muchachos jugaban dando carreras o empinaban papalotes; algunas gallinas picoteaban las man­chas de yerba que se veía aquí y allá. Inesperadamente se abrió el portón que daba al patio donde Victoriano guardaba la carreta y se oyó su dura voz arreando al mulo. Hábil­mente conducida, la carreta quedó parada junto a la 'puerta de la casa. Cachazudamente, Victoriano puso dos piedras junto a una. de las ruedas, una para impedir que se moviera hacia adelante, la otra para impedir que se moviera hacia atrás. Después de eso entró en la casa. ¿Quién podía prever lo que sucedió inmediatamente? Al­gunos minutos más tarde la puerta se abrió de par en par y Victorlano Segura salió de espaldas, cargando con un ex­tremo de ataúd; al otro extremo apareció luego la mujer. Usando toda su fuerza, que debía ser mucha, el hombre ce-
  • 110. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 121 locó la punta del féretro en el borde de la carreta; después tomó la que cargaba la mujer y comenzó a empujar. Se le veía endurecido por la tensión. No era fácil hacer rodar el ataúd. Victoriano lo removia de un lado a otro, y la lúgubre carga iba entrando lentamente en la carreta. Secándose los ojos con la mano, la mujer no cesaba de llorar. Ni siquiera movia la cabeza. Bajo aquel sol límpido era una estampa dura la de esa mujer llorando en silencio mientras su mari­do luchaba con el impresionante cargamento. El hombre logró al fin llevar el ataúd a donde quería; se le vio entrar en la casa con su mujer, salir a poco, tocado de sombrero negro, y cerrar la puerta. Ella llevaba en la mano una vela encendida y al parecel' había comenzado a rezar. Sin subirse en la carreta, dominando el mulo desde afue­ra, Victoriano Segura dio tres "¡arres!" en voz alta. Tamba­leante y despaciosa, la carreta se perdió en la esquina, sin duda camino del cementerio. Tras ella, la cabeza baja, con la mano de la vela mecánicamente alzada; se perdió la mu­jer. Nunca más volvió la gente de la pequeña calle a verlos. Se presumió que él había vuelto de noche para llevarse los enseres y el otro mulo. Pero yo· vi a Victoriano Segura muchos años más tarde. Le reconocí inmediatamente, no sólo porque había cambiado muy poco -si bien algo de su rostro denunciaba el paso del tiempo--, sino porque su estancia en la calleja me había causado mucha impresión y por tanto no lo olvidé. Cuando ocurrieron los sucesos en que él fue protagonista yo era un muchacho; uno de los que oían hablar de él y de la miste­riosa atmósfera que le rodeaba, uno de los que desperta~ ron sobresaltados la noche del siniestro en la casa' de José Abud. Yo estaba junto a mi madre, viéndole luchar con el ataúd, la mañana en que él se fue. VolvílllílS a encontrarnos en la cárcel, adonde me habían llevado mis ideas políticas. Estaba en una gran -celda, junto con otros presos; labraba un pedazo de madera con una pequeña cuchilla y parecía
  • 111. JUAN BOSCH aislado en medio de sus compañeros. Cuando se puso de pie para ir a su camastro los demás le abrieron paso en silencio. -Usté es Victoriano Segura -le dije atravesándome·en su carnino. --Si, ¿por qué? -contestó. Era su misma voz dura de otros tiempos, era su misma mirada metálica, impresionante y reservada. Tenía canas y algunas arrugas, y nada más. -Yo lo conocí a usté -dije-. Vivíamos casi enfrente. Fue cuando se quemó la casa de José Abud. A mí me pareció que algo veló el brillo de su mirada. Pero no dijo una palabra. Se fue a su camastro, y alli estuvo lar­gas horas labrando su pedazo de madera. Retornó a su so~ Jedad, a esa áspera soledad en que viviera siempre. Fue una semana más tarde cuando yo.me atreví a preguntarle por su mujer. Estuvo largo rato mirándose las manos, dándoles vueltas de las palmas a los dorsos, tocándoselas una con otra. Al fin dijo: -En el lazareto. A poco recomendó: -Que no 10 sepa nadie. Entonces yo tuve un vislumbre, así, relampagueante, de que su antigua soledad se había debido ... -Ahora me explico -empecé a decir, mientras él me cla­vaba su imperiosa mirada-... Aquel ataúd era ... -Su mamá -dijo-; la mamá de mi mujer. que murió lázara. Al parecer halló que había hablado dema~iado, porque se puso de pie y se fue a un rincón. Se sentó allí y se dedicó a conte1Ilplar el patio, donde algunos reclusos charlaban y se movían sin cesar. Ya no volví a dirigirle la palabra sino cuando un mes después se me avisó que recogiera mis per­tenencias 1X)rque iban a dejarme en libertad ese mismo día. Me le acerqué para preguntarle si quería que visitara a su
  • 112. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 123 mujer en elleprocomio. Y he aqtú lo que me dijo entonces Victoriano Segura mirándome a los ojoS: -No vaya. Su mamá perdió la nariz y tal vez ella la piel'" da también. Usté la conoció cuando era bonita. Si usté la ve ahora con mi consentimiento, es como si la viera yo. y me dio la espalda, que a mí me pareció de mármol, ca­mo la de una estatua.
  • 113. LA MANCHA INDELEBLE Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo ha· bían entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire con­taminado, pues las cabezas se conservaban en forma admira­ble, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flu­jo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto tiem­po me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y pa­ra actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra ex­periencia. La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había dejado atrás, del. otro lado de la puerta, y la que iba a ini· ciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros, tal vez ~e cuatro. Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía medirse en términos humanos. -Entregue su cabeza -dijo una voz suave. -¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras pe-nas me oía a mí mismo. -Claro. .. ¿Cuál va a ser? A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes, que se cubrían con lujo- 125
  • 114. 126 JUAN BOSCH sos tapices. Yo no podía saber de dónde salia. Tenía la im­presión de que todo laque veía estaba hablando a un tiem­po; el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfom­bra similar que cruzaba a todo 10 largo por el centro; las grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dora­dos, las dos enormes lámparas colgantes de cristal de Bohe­mia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna delas innume­rables cabezas de las vitrinas había emitido el menor so­nido. Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pre­gunté: -¿Y cómo me la quito? -Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de las quijadas; tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa. Si se hubiera tratado de una pesadilla me hubiera expli­cado la orden y mi situación. Pero no era una pesadilla. Eso estaba sueediéndome en pleno estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al frio mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme a algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa. -¿No ha oídoco no ha comprendido? -dijo la voz. Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador oír la or­den de quitarse la cabem dicha con tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor importancia a 10 que decía. Al fin logré hablar. -Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así como así. Déme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas,
  • 115. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 127 de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sIn ella, ¿con qué voy a pensar? La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos ve­ces tuve que parar para tomar aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona. -Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a necesitarlos. más: va a em­pezar una vida nueva. -¿Vida sin relación conmigo mismo, sin mis ideas, sin emociones propias? -pregunté. Instintivamente miré hacia la puerta por donde había en­trado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos extremos del gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta. El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentir­me tan desamparado como un niño perdido en una gran ciu­dad. No había la menor señal de vida. Solo yo me hallaba en ese salón imponente. Peor aún: estábamos la voz y yo. Pe­ro la voz no era humana: no podía relacionarse con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de qUe mi­les de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome desde las paredes, y de que millones de seres mirlúsculos e invisibles acechaban mi pensamiento. -Por favor, no nos haga perder tiempo, queQay otros en turno -dijo la voz. No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el borde de la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se adver­tía que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indeci­sa entre el día que muere y la noche que todavía no ha ce­rrado.
  • 116. 128 JUAN BOSCH En medio de mi terror actúe como un autómata. Me lan~ cé impetuosamente hacia la puerta, empujé al que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alar~ mó al verme correr; tal vez pensaron que había robado o que había sido sorprendido en el momento de robar. Com~ prendía que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, me importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco. Durante una semana no me atreví a salir de la casa. Oía día y noche la voz y veía en todas partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A poco, dos hombres se sentaron a ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al otro: -Ese fue el que huyó después que ya estaba ... Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me tembla­ron las manos con tanta violencia que un poco de la bebida se me derramó en la camisa. Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. He usa­do jabón, cepillo y un producto químico especial para el ca­so que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, in­deleble. Al contrario, me parece que a cada esfuerzo por bo~ rrarla se destaca más. Mi f!lal es que no tengo otra camisa ni manera de adqui­rir una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos sombríos: ~ - ...Después que ya estaba inscrito ... El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librar~ me de este miedo; que lo sentiré ante cualquier desconoci­do. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.
  • 117. EL INDIO MANUEL SICURI Manuel Sicuri, indio aimará, era de corazón ingenuo co­mo un niño; y de no haber sido así no se habrían dado los hechos que le llevamn a la cárcel en La Paz. Pero además Manuel Sicuri podía seguir las huellas de un hombre hasta en las pétreas vertientes de los Andes y esa noche hubo lu­na llena, cosas ambas que contribuyeron al desarrollo de esos hechos. El factor más importante, desde luego, fue que el cholo Jacinto Muñiz tuviera que huir del Perú y entrara en Bolivia por el Desaguadero, lo cual le llevó a irse corrien­do, como un animal asustado, por el confín del altiplano, ob­sedido por la visión de un paisaje que le daba la impresión de no avanzar jamás. El cholo Jacinto Muñiz fue perseguidó de manera implacable, primero en el Perú, desde más allá del Cuzco, y después por los carabinems de Bolivia que reci­bían de tarde en tardenoticías de su paso por las desoladas aldeas de la puna. Jacinto Muñiz no podía liberarse de esa persecución, pues había robado las joyas de una iglesia, y eso no se 10 perdonarían ni en el Perú ni en Bolivia; y para fatalidad suya era fácil de identificar porque tenía una cica­triz en la frente, desde el pelo hasta el ojo derecho. Cuando llegó a la choza del indio Manuel Sicuri el cholo Jacinto Mu­ñiz contó que ésa era la huella de una caída, lo cual desde luego era mentira. Manuel Sicuri cuidaba de un rebaño de ovejas y de nueve llamas; las ovejas llevaban prendidas en la lana, a medio 10- 129
  • 118. 130 JUAN BOSCH mo, cintas de color azul, lo que servia para identificarlas co­mo de su propiedad. Esa medida sobraba, porque no era fá­cil que en aquella zona sus ovejas se mezclaran con otras, ya que no había más en millas a la redonda; pero era la costum­bre de los aimarás del altiplano y Manuel Sicuri seguía la costumbre. De seguir la costumbre en todo su rigor, sin em­bargo, quien debía cuidar de los animales era María Sisa, la mujer de Manuel, y además debía sembrar la papa y la qui­nua y la cañahua -los cereales de la puna-, pues el hom­bre debía irse a trabajar a La Paz o tal vez a las minas. Pe­ro resultaba que no sucedía así porque Manuel era huérfano de padre y madre y tenía tres hermanitos -dos de ellos hembras- y él quería a esos niños con toda la fuerza de su alma. Además María estaba embarazada. Propiamente, Ma­ría tenía siete meses de embarazo. A medida que se extiende hacia el sudoeste, en dirección a las altas cumbres de la Cordillera Occidental, el altiplano va haciéndose menos fértil. Es una vasta extensión llana como una mesa. El aire transparente y frío es limpio y seco, sin gota de humedad. Cada vez más, son escasas las viviendas, y cada vez más va acentuándose en la tierra el cambio de color; pues hacia el norte es gris y en ocasiones amarilla y verde, mientras que hacia el sur va tornándose pardusca. El grandioso paisaje es de una impresionante hermosura y de aplanadora soledad. Cuando comienzan las primeras estriba­ciones de la Cordillera hacia el sudoeste ~que son sucedidas más tarde por otras eminencias peladas de nevadas cumbres, y después por otras y otras más- comienzan también las enormes arrugas en el lomo de la montaña, sin dUda los ca­nales por donde en épocas lejanas corrieron aguas despe­ñadas. Pero eso es ya cayendo hacia el lado de Chile; y Manuel Sicuri tenía su choza en tierras de Bolivia. El indio podía tender la vista en redondo y durante leguas y leguas no
  • 119. CUENTOS ESCRITOS EN" EL EXILIO 131 veía vivíenda alguna. Su casa estaba hecha de tierra, y su propia madre había ayudado a levantarla. No había venta­na para que no entrara el viento helado de la Cordillera, y sólo tenía una puerta que daba al este. De noche se quema­ba la boñiga de las llamas y hasta de las ovejas, que Manuel iba recogiendo sistemáticamente día tras día; y su fuego era la única luz y el único calor de la vívienda. No había habi­tación alguna, sino que todo el cuadro encerrado en las pa­redes de la choza era usado en común. Los tres niños y el indio Manuel Sicuri y su mujer embarazada dormían juntos, sobre pieles de oveja, en el piso de tierra. En un rincón ha­bía un viejo arcón en que se guardaban ropas que habían si­do del padre y de la madre de Manuel, cortos calzones de lana y faldas y chales de colores, los zarcillos de oro de Ma­ría y los trajes de boda de la pareja, alguna loza de desco­nocido origen y un pequeño sombrerito negro de fieltro que usó María en la peregrinación a Copacabana, a orillas del Titicaca. Encima del arcón se amontonaban las pieles de las ovejas que habían muerto o habían sido sacrificadas el últi­mo año. El arcón quedaba en el rincón más lejano de la iz­quierda, según se entraba; en el primero del mismo lado es­taba amontonado el chuño, y entre el chuño y el arcón, la lana, la lana que pacientemente iba hilando María Sisa, la mayor parte de las veces mientras se hallaba sentada a la puerta de la choza. Junto a la lana dormían los perros, dos perrts flacos, con los costillares a flor de piel, que no tenían función alguna y se pasaban los días recostados o caminando sin rumbo fijo por el altiplano, a veces corriendo tras las ovejas. En el primer rincón de la derecha, con el hierro con~ tra el piso, estaba el hacha. , Esa hacha, en realidad, no tení~ uso ni nadie en la fami­lia sabía por qué estaba allí. Tal vez el padre de Manuel Si­curi, que vivió hacia el norte, había sido leñador, aunque no era posible saber dónde ya que en la zona no había bos­ques; tal vez se la vendió, a cambio de una o dos parejas de
  • 120. 132 JUAN BOSCH llamas, algún cholo que pasó por la región" Pero el hacha era reverentemente guardada porque cierta vez, estando Manuel recién nacido, hupo un invierno muy crudo y los pumas ba­jaron de la Cordillera en pos de ovejas; y en esa ocasión el hacha fue útil, pues con ella mató el padre a un puma que llegó hasta la puerta misma de su choza. Eso había sucedido, desde luego, más hacia el nordeste; una vez muerto el padre, al mudarse hacia el sur, Manuel Sicuri se llevó el hacha. A menudo Manuel jugaba con ella. Ocurría que en las tardes de buen tiempo él les contaba a los yokallas y a María cómo había sido el combate entre la fiera y su tata; entonces él mismo hacía el papel de puma, y se acercaba rugiendo, en cuatro pies, dando brincos, hasta la misma puerta. Los niños reían alegremente, y Manuel también. De pronto él salía co­rriendo, cogía el hacha y hacía el papel de su padre; se plan­taba en la puerta, daba gritos de cólera, blandía el arma y la dejaba caer sobre el cráneo del animal; a esa altura, Manuel volVÍa a hacer el papel del plUma, y caía de lado, rugiendo de impotencia, agitando las manos y simulando que eran ga­rras. Cuando el puma estaba ya muerto, tornaba Manuel a ser el padre, sin perjuicio de que hiciera también de oveja y balara y corriera dando los saltos de los corderos, imitando el miedo de los tímidos animales. Toda la familia reía a car­cajadas, y Manuel reía más que todos. En realídad, Manuel reía síempre y a toda hora estaba dispuesto a jugar como un niño. Uno de esos atardeceres, cuando la luz de julio en el alti­plano era limpia y el aire cortante, los perros comenzaron a ladrar. Ladraban insistentemente, pero no a la manera en que lo hacían cuando corrían tras una oveja o cuando -lo que pasaba muy pocas veces- algún cóndor volaba sobre el lugar dejando su sombra en la tierra, sino que sus ladridos eran a la vez de sorpresa y de cólera. Entonces Manuel fue a ver lo que pasaba. Dio la vuelta a la casa y al corral, que quedaba al oeste de la vivienda y era también de tierra. Allá,
  • 121. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 133 a la .distancia, hacia la caída del sol, se veía avanzar un hombre. Ese hombre era el cholo Jacinto Muñiz. Cuando se acerca­ba, una hora después, casi al comenzar la noche, Manuel, la mujer y los pequeños se reunieron tras el corral. Por prime­ra vez en mucho tiempo aparecía por allí un ser humano. Evidentemente el hombre hacía grandes esfuerzos para ca­minar, lo cual comentaban Manuel y su mujer. Los niños ca· lIaban, asustados. De haber sido un conocido, o siquiera un indio como ellos, que usara sus ropas y tuviera su aspecto, Manuel hubiera corrido a darle encuentro y tal vez a ayu­darle. Pero era un extraño y nadie sabía qué le llevaba a tan desolado sitio a esa hora. Lo mejor sería esperar. Cuando estuvo a cincuenta pasos, el hombre saludó en ai­mará, si bien se notaba que no era su lengua. Manuel se le acercó poco a poco. María espantó los perros con pedruscos y pudo oír a los dos hombres hablar; hablaban a distancia, casi a gritos. El forastero explicó que se había perdido y que se sentía muy enfermo; dijo que tenía sed y hambre y que quería dormir. Su ropa estaba cubierta de polvo y su escasa barba muy crecida. Pidió que le dejaran descansar esa no­che, y antes de que su marido respondiera María dijo, tam­bién a gritos, que en la vivienda no había donde. Aunque ha­blaba aimará se apreciaba a simple vista que ese hombre no era de su raza ni tenía nada en común con ellos; pero ade­más su instinto de mujer le decía que había algo siniestro y perverso en ese duro rostro que se acercaba. Ella era muy joven y Manuel no llegaba a los veinte años, y ante el extra· ño, que tenía figura de hombre maduro, ella sentía que ellos eran unos yokallas, unos niños desamparados. Pero Manuel no era como su mujer; Manuel Sicuri era confiado, de cora­zón ingenuo, y por otra parte sabía que muchas veces Nues­tro Señor se disfrazaba de caminante y salía a pedir posada; eso había ocurrido siempre, desde que tata Dios había resu­citado, y debido a ello era un gran pecado negar hospitalidad
  • 122. 134 JUAN BOSCH a quien la pidiera. En suma, aquella noche el cholo peruano Jacinto Muñiz, prófugo de la justicia en dos países, durmió sobre pieles de oveja en la choza de Manuel Sicuri. María Si­sa se pasó la noche inquieta, sin poder pegar ojo, atenta al menor ruido que proviniera del sitio donde se había echado Jacinto Muñiz. Pero Jacinto Muñiz durmió, y lo hizo pesadamente, con los huesos agobiados de cansancio. Había bebido pito e in­fusión de coca, que la propia María le había preparado. Ni siquiera ,se quitó la chaqueta. Estaba durmiendo todavía cuando Manuel Sicuri salió de la vivienda. Al despertar vio a María Sisa agachada ante una vasija de barro que colgaba de tres hierros colocados en trípode, hacia el último rin­cón derecho de la casucha; abajo de la vasija había fuego de boñiga de llamas. María cocinaba chuño con carne seca de carnero. Los tres niños estaban sentados junto a la puer­ta, charlando animadamente. María se levantó y se dobló otra vez hacia el fuego, de manera que se le vieron las cor­vas. Jacinto Muñiz se sentó de golpe y se pasó la mano por la cara. María Sisa se volvió, tropezó con la cicatriz sobre el ojo y sintió miedo. El párpado estaba encogido a mítad del ojo, yeso le hacía formar un ángulo; la parte interior del párpado resaltaba en el ángulo, rojiza, sanguinolenta, y de­bajo se veía el blanco del ojo casi hasta donde la órbita se dirigía hacia atrás. Aquello por sí solo impresionaba de ma­nera increíble, pero resultaba además que en medio de ese ojo desnaturalizado había una pupila dura, siniestra, fija y de un brillo perverso. María Sísa se quedó como hechizada. Entonces fue cuando el extraño explicó que se había hecho esa herida al caerse, muchos años atrás. María esperó que el hombre se pusiera de pie, se despidiera y siguiera su ca­mino. Pero él no lo hizo, sino que se quedó sentado y mi­rándola con una fijeza que helaba la sangre de la mujer en las venas. Ella estaba acostumbrada a los ojos honrados de su marido y a los tímidos y tristes de las ovejas y las lla~
  • 123. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 135 maso a los humildes y suplicantes de sus perros. Para disi­mular su miedo se dirigió a los niños diciéndoles trivialida· des y su sonora lengua aimará no daba la menor señal de su terror. Pero por dentro el pavor la mataba. En cambio Manuel Sicuri no sintió miedo. Ese día volvió más temprano que otras veces, y al ruido de las ovejas y al ladrido de los perros salió su mujer a decirle, con visible in· quietud, que el hombre seguía en la casa y que no había ha· blado de irse. Manuel Sicuri dijo que ya se iría; entró, charló con Jacinto Muñiz como si se tratara de un viejo conocido y le ofreció coca. Después, sentado en cuclillas, oyó la historia que quiso contarle el peruano. -Vengo huyendo de más allá del Desaguadero, del Perú -explicó señalando vagamente hacia el noroeste- porque el gobierno quería matarme. Un gamonal me quitó la mujer y las tierras y yo protesté y por eso quieren matarme. Eso podía entenderlo muy bien Manuel Sicuri; también en Bolivia, durante siglos, a ellos les habían quitado las tierras y las mujeres, y su padre le había contado que cierta vez, cuando todavía no soñaba casarse con su madre, miles de in­dios corrieron por la puna, en medio de la noche, armados de piedras y palos, en busca de un Presidente que huía hacia el Perú después de haber estado durante años quitándoles las tierras para dárselas a los ricos de La Paz y Cochabamba. -Si saben que estoy aquí me buscan y me matan. Yo me voy a ir tan pronto me sienta bien otra vez. Además, yo voy a pagarte -dijo el peruano. Manuel Sicuri no respondió palabra. No le gustó oír ha­blar de que le pagaría, pero se lo calló. ¿Y si resultaba que ese hombre, con su terrible aspecto, era el propio Nuestro Se­ñor que estaba probando si él cumplía los mandatos de Dios? De manera que se puso a hablar de otras cosas; dijo que esa noche seguramente habría helada, porque habia cambio de luna, de creciente a llena, y la luna llevaba siempre frío.
  • 124. 136 JUAN BOSCH Con efecto, así ocurrió. Manuel oyó varias veces a las ovejas balar y se imaginaba la puna iluminada en toda su extensión mientras el helado viento la barria. Muy tarde se quejó uno de los yokallas; Manuel se levantó a abrigar al grupo y el peruano preguntó, en las sombras, qué ocurría. A Manuel le inquietó largo rato la idea de que el peruano no estuviera dormido. Pero se abandonó al sueño y ya no despertó hasta el amanecer. El frio era duro, y hasta el ho­rizonte se perdían los reflejos de la escarcha. Había que es­perar que el sol estuviera alto para salir; y como se veía que el día iba a ser brumoso, tal vez de poco o ningún sol fuer­te, Manuel empezó a llevar afuera las papas de la última co­secha para convertirlas en chuño deshidratándolas en el hielo. En ese trabajo estaba, a eso de las siete de la mañana, cuando los perros comenzaron a ladrar mirando hacia el norte. También Manuel miró; un hombre se veía avanzar, un hombre como él, de su raza. Manuel entró en su casa. -Viene gente -dijo, dirigiéndose más al cholo peruano que a su mujer. Entonces Manuel Sicuri vio a Jacinto Muñiz perder la ca­beza. Su miedo fue súbito; se levantó de golpe, apoyándose en una mano, y sus negr:os ojos se volvieron, como los de una llama asustada, a todos los rincones de la choza. -¡Tengo que esconderme -dijo--, tengo que esconder­me, porque si me cogen me matan! -Aquí no -respondió calmadamente, pero asombrado, Manuel Sicuri-; aquí no es Perú. -jSi, yo 10 sé, pero es que yo herí al gamonal y parece que murió! ¡Si me cogen me matan! Manuel Sicuri y María Sisa se miraron como interrogán­dose. A partir de ese momento, María sabía que sus temores eran fundados; y también a ella le dio miedo, tanto miedo como al extraño. Manuel dudó todavía, sin embargo. Con in­descriptible rapidez pensó lo que debía hacerse; corrió hacia
  • 125. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 137 el arcón, tiró las pieles de ovejas en tierra y separó el arcón de la pared en forma tal que entre el mueble y el rincón po­día caber un hombre. -Ven aquí -dijo. El cholo corrió y de un salto se metió allí; con toda pre­mura Manuel fue tirando las pieles sobre él y el arcón. Na­die podía sospechar que allí había un hombre. Luego, vol­viéndose a los niños, que habían visto todo aquello en silen­cio, les ordenó que se callaran y que a nadie dijeran nada; a seguidas volvió a su trabajo afuera, como si no hubiera visto al indio que avanzaba por la alta pampa. Resultó que el hombre era un chasquis, esto es, un correo enviado a recorrer las distantes y perdidas viviendas de esa zona para informar que se buscaba a un cholo peruano con una cicatriz en la frente; a juicio del mallcu, es decir del je­fe indígena que había mandado al chasquis a ese recorrido, el prófugo buscaba cruzar hacia Chile, pero en vez de diri­girse hacia el sudoeste desde el último sitio en que se le ha­bía visto, caminaba en derechura al sur, lo que indicaba que debía pasar por allí. -No, no ha pasado por aquí --explicó Manuel. El chasquis se había sentado en cuclillas y bebía chicha que se guardaba en una vasija de barro. María no hallaba donde poner los ojos, pero Manuel Sicuri se había vuelto im­penetrable. Estaba él también en cuclillas y preguntó al vi­sitante de donde venía y cuánto hacía que se hallaba en ca­mino y cómo estaban en su casa. Hablaba lentamente. Se re­firió a la helada y dijo que el invierno iba a ser muy duro. Demoró mucho en esa charla antes de abordar el asunto; pero al fin lo hizo. -¿Por qué buscan a ese peruano? -preguntó. -Robó una iglesia allá en su tierra -dijo el chasquis-; robó la corona de la Virgen y el cáliz y el manto de tatica Jesús Nazareno, que tenía oro y piedras finas.
  • 126. 138 JUAN BOSCH Manuel estuvo a punto de venderse. Vio a su mujer mi­rarle con una fijeza de loca y él mismo sintió que la cabeza le daba vueltas. Tuvo que apoyarse en tierra con una mano. ¡De manera que el cholo Jacinto Muñiz había robado a ma­mita la Virgen! Pero ya él había dicho que no había pasado por ahí, y decir lo contrario era probablemente buscarse un lío con las autoridades. Con el pretexto de seguir regando las papas en la escarcha, María salió. Manuel pensaba: "Si digo ahora que está aquí van a llevarme preso por esconder­lo; si no digo nada, tata Dios va a castigarme, se me mori­rán las ovejas y las llamas y tal vez ni nazca mi hijo". No descubría su emoción, no denunciaba su pensamiento, pues seguía con su rostro hermético, sus ojos brillantes, sus ras­gos inmóviles, cerrada la boca que era tan propensa a la ri­sa; pero por dentro estaba sufriendo lo indecible. Entonces sucedió lo que más deseaba en tal momento: el chasquis se levantó y dijo que iba a seguir su camino. Y he aquí que sin saber por qué, aunque sin duda llevado a ello por el miedo, Manuel Sicuri se levantó también y explicó que iba a acom­pañarle, que iría con él hasta una pequeña comunidad de cuatro chozas que quedaba casi en las faldas de la Cordille­ra Real, cuyas nevadas cumbres se veían en sucesión hacia el este y el sur. Tendría que caminar tres horas de ida y tres de vuelta. Pero Manuel Sicuri lo haría porque necesita­ba saber qué pensaba el chasquis. A lo mejor el chasquis ha­bía visto algo, sorprendido una huella, un movimiento sos­pechoso bajo las pieles de oveja, y se iría sín dar señales de que sabía que el cholo Jacinto Muñiz se hallaba escondido en la casa de Manuel Sicuri. Así, pues, dijo que iría con él; Y después de haber caminado unos cinco minutos dejó al chas­quis solo y volvió al trote -Cuando estemos lejos, a mediodía, sacas de ahí al pe­ruano y que se vaya. Dile que ande de prisa y derecho hacia la caída del sol; por ahí no hay casas ni va a encontrar gente.
  • 127. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 139 Esto fue lo que habló con su mujer, pero como el chas­quis podía estar mirando, quiso despistarlo y entró a su cho­za. Después explicó que había vuelto a la vivienda para co­ger coca. Y sin más demora emprendió la marcha por la he­lada puna en cuya amplitud rodaba sin cesar un viento duro y frío. Así fue como actuó Manuel Sicuri durante esa angustiosa mañana. De manera muy distinta sintió y actuó el cholo pe­ruano Jacinto Muñiz. En el primer momento, cuando supo que llegaba un hombre, el miedo le heló las venas y le impi­dió hasta pensar. En verdad, sólo se le había ocurrido es­aonderse, sin que atinara a saber donde; y cuando Manuel Sicuri eligió el escondite y le llevó allí, él le dejó hacer sin saber claramente lo que estaba ocurriendo. Las pieles le aho­gaban, aunque de todas maneras hubiera sentido que se aho­gaba aún estando a campo abierto. El oyó al chasquis llegar y en ese momento su miedo aumentó a extremos indescrip­tibles; le oyó hablar de él mismo y entonces empezó a olvi­dar su terror y a poner toda su vida en sus oídos. Cuánto tiempo transcurrió así, sintiéndose presa de un pa­vor que casi le hacía temblar, era algo que él no podía decir. Pero es el caso que cuando Manuel Sicuri dijo que no había pasado por allí sintió que empezaba a entrar en calor y cin­co minutos después estaba sereno, otra vez dueño de sí y dispuesto a acometer y a luchar si alguien pretendía co­gerle. La conversación entre Manuel y el chasquis debió durar media hora, y antes de Que hubiera transcurrido la mitad de ese tiempo el cholo Jacinto Muñiz se sentía seguro. Mu­chas palabras se le perdían, puesto que él no hablaba aima­rá como un indio, sino lo necesario para entenderse con ellos; y mientras los dos hombres hablaban y él seguía a saltos la charla, comenzó a pensar en otra cosa; sería más propio decir que comenzó a sentir otra cosa. De súbito, y tal vez como reacción contra su pavor, Jacinto Muñiz recor-
  • 128. 140 JUAN BOSCH dó a la mujer de Manuel Sicuri tal como la había visto el día anterior, agachada frente al fuego. Ella le daba la espalda y su posición era tal que la ropa se le subía por detrás hasta mostrar las corvas. Jacinto Muñiz había pensado: "Tiene buenas piernas esa india", idea que le estuvo rondando todo el día y toda la noche, al extremo de que 10 tenía despierto cuando Manuel Sicuri se levantó para abrigar a los niños. Ahí, en su escondite, Jacinto Muñiz veía de nuevo las pier­nas de la mujer e incontenibles oleadas de calor le subían a la cabeza. Al final ya no tenía más que eso en la mente y en el cuerpo. Pero Jacinto Muñiz no pensaba atacar a la mujer. En el fondo de sí mismo 10 que le preocupaba era huir, salvarse, alejarse de allí tan pronto como pudiera, sobre todo después de saber que ya la mujer y su marido estaban enterados de cuál había sido su crimen. La idea de atacarla le vino más tarde, cuando, a poco de haberse ido Manuel Sicuri con el chasquis, la mujer retiró las pieles que 10 cubrían y le dijo que saliera. Ella le explicó que debía irse, y por donde y a qué hora, y cuando él preguntó por Manuel ella cometió el error de decirle que estaba acompañando al chasquis. Con su repelente ojo de párpado cosido, Jacinto Muñiz mi­ró fijamente a María. María tenía el negro pelo partido al medio y anudado en moño sobre la nuca; era de piel cobriza, tirando a rojo, de delgadas cejas rectas y de ojos :oscuros y almendrados, de altos pómulos, de nariz arqueada, dura pe­ro fina, y de gran boca saliente. Era una india aimará como tantas otras, como millares de indias aimarás, bajita y ro­busta, pero tenía la piel limpia en los brazos y las piernas y era joven; estaba embarazada, ¿pero qué le impor­taba eso a él, un hombre acosado, un hombre en peligro que estaba huyendo hacía casi un mes? Sintiéndose fuera de sí y a punto de perder la razón, Jacinto Muñiz dijo que sí, que se iría, pero que le diera charqui o quinua o cañahua, algo en fin con que comer en el camino.
  • 129. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 111 María Sisa también tenía miedo, como lo había tenido Ja­cinto Muñíz y como lo había tenido Manuel Sicurí. Pero ade­más María sentía asco de ese hombre. ¡Por la Virgen de Co­pacabana, ese bandído había robado una íglesia y estaba en su casa! Lo que ella quería era que se fuera inmedíatamente. -No hay charqui y tenemos muy poca quinua y muy poca cañahua -dijo secamente mientras vigilaba los mo_ vimientos del cholo. -Dame chuño entonces -pidió él. María quería decírle que no. Tata Dios iba a castigarla si le daba comida a su enemigo. Pero tal vez si le negaba el chuño, que estaba a la vista en el rincón, el hombre diría que no se iba. Llena de repulsión se encaminó al rincón y se agachó para recoger el chuño. Para fatalidad suya los niños estaban afuera, regando papas sobre la escarcha. El ataque fue tan súbito y los hechos se produjeron tan de prisa que María no pudo describirlos más tarde. Cuando se agachaba el hombre se lanzó sobre ella y la agarró fuer­temente por los hombros, forzando éstos de tal manera, ha­cía un lado, que María cayó de espaldas. Como era una mu­jer joven y fuerte se defendió con las piernas, pero al pare­cer aquello enfureció al peruano o sin duda lo excitó más. María levantó los brazos y no lo dejaba acercarse. No gritó propiamente, porque en ese momento perdió del todo su mie­do y se sintió colérica, pero comenzó a decirle al atacante cosas en voz tan alta que los niños corrieron y uno de ellos, el mayor, agarró al hombre por la ropa. Jacinto Muñiz pegó al niño con un codo y 10 lanzó a tierra. Había ocurrido que la vasija ('on la chicha había sido dejada en el suelo, cerca de la puerta, donde la había puesto Manuel Sicurí después de haberle servido al chasquis; el atacante la vio y la tomó en una mano. María quiso evitar el golpe porque pensó: "Va a matar a mi niñito". "Mi niñito" era, desde luego, el que lle­vaba en el vientre. Y ese pensamiento la turbó. No tuvo, pues, serenidad bastante para defenderse, y la vasija golpeó sobre su frente, rompiéndose en innúmeros pedazos. María
  • 130. 142 JUAN BOSCH sintió el deslumbramiento del golpe y algo cálido que le co­rría a los ojos. Debió perder el conocimiento, puesto que a poco comprendió que el peruano estaba violándola. Pero su indignación y su asco eran tan grandes que ellos le dieron fuerzas, y logró, doblando la quijada del hombre, quitárselo de encima. Entonces se puso en pie de un salto y corrió co­rno despavorida a través de la puna, volviendo el rostro ca­da quince segundos para asegurarse de que él no la seguía. El hombre salió a la puerta y comenzó a correr tras ella. Pe­ro sucedió que el llanto de los niños, las voces de María y el ruido de la lucha excitaron a los perros, y ambos se lanzaron tras Jacinto Muñiz. Este se agachó varias veces para coger piedras y tirárselas a los animales. Estaba como loco, y el rojizo párpado levantado se le veía como una brasa en me­dio de la noche. Comprendió al fin que no podría alcanzar a María Sisa; volvió entonces a la choza, recogió su sombrero, se llenó los bolsillos de chuño, sacó de las vasijas en que se guardaban coca y lejía y salió de nuevo. Desde lejos Ma­ría le vio salir y le vio irse huyendo por detrás del corral; hacia el oeste, a toda carrera, como espantado por algún enemigo invisible. En el día sin sol, pero sin niebla, su figura se fue alejando, tornándose cada vez más pequeña, mientras la mujer lloraba de miedo y de vergüenza sin atreverse a volver a su choza. Todavía le quedaban a María Sisa -y sin duda también a los niños, si bien tal vez ellos no comprendían 10 sucedido a pesar de que veían a María sangrando por la frente- unas cinco horas de angustia antes de que volviera Manuel Sicuri. Pero ocurrió que Manuel retornó antes. Llevaba dos horas de marcha junto al chasquis y estaba ya seguro de que éste no tenía sospechas de que el peruano se encontraba en su casa, cuando le dio al propio chasquis por decir que quizás sería bueno que él volviera a su vivienda. -Tu mujer y los niños están solos, y ese mal hombre pue­de llegar allá. Estuvo preso en su tierra por una muerte, me
  • 131. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 143 dijo el mallcu, y a eso se debe que tenga una cicatriz sobre el ojo. ¿Si? Manuel Sicuri se quedó mirando al chasquis. Este no era capaz de adivinar lo que estaba pasando en tal momento por la cabeza de Manuel Sicuri. Jacinto Muniz estaba en su casa y seguramente había oído desde su escondite cuanto ellos hablaron. Tal vez le diera miedo a Jacinto Muñiz y por miedo de que le denunciaran matara a María y a los yoka­llas. Era un hijo del demonio el hombre que había robado la corona de Mamita. ¿Qué no sería capaz de hacer? -Sí -dijo Manuel Sicuri-. Hablas bien, chasquis. Yo me devuelvo. Se devolvió, pero no podía caminar a su paso normal; al­go le hacía correr a trote corto, algo que él no quería defi­nir. Podía ser temor a tata Dios; quizá tata Dios iba a po­nerse bravo con él por haber dado auxilio al cholo. Podía ser un oscuro sentimiento con respecto a María; no le había gustado el extranjero y se 10 había dicho. ¿Qué hacía J acin­to Muñiz despierto a medianoche? Por momentos el indio Manuel Sicuri aumentaba la velo­cidad de su trote. Iba siguiendo sus propias huellas y las del chasquis, a veces desaparecidas donde había muchas piedras, esas menudas y abundantes piedras del altiplano, y a trechos grabadas en el polvo o en las plantitas rastreras que queda­ban aplastadas durante largo tiempo después de haber sido pisadas. El día iba aclarando lentamente, de manera que de vez en cuando él podía ver su sombra, una sombra vaga, y calcular la hora. Era bastante más allá del mediodía. El viento seguía fuerte y frío, pero el trote le producía calor. Poco a poco, a fuerza de atender a la regularidad de su paso, Manuel Sicuri fue dejando de pensar. Pasada la pri­mera hora de marcha alcanzó a ver su casa; se veía como de humo, perdida en el horizonte y muy pequeña. No había na­die cerca; no se distinguían ni las llamas ni las ovejas ni a María. Tal vez nada había sucedido. Mantuvo su paso. Len-
  • 132. 144 JUAN BOSCH tamente la choza fue destacándose y creciendo y la puna am­pliándose, a la vez que la luz iba aumentando y los nacien­tes colores de la tierra, muy débiles de por sí, iban cobrando seguridad. Oyó los perros ladrar y después los vio correr ha­cia él. Cuando llegó a la puerta iba a reírse contento, pues nada había ocurrido; María estaba en cuclillas, de espaldas, y los niños, silenciosos, se agrupaban en un rincón. Pero entonces María volvió el rostro y Manuel Sicuri vio la herida en su frente. -¿Cómo fue? -preguntó. Su mujer empezó a llorar sin hacer gesto alguno. -¿El peruano, fue el peruano? Ella dijo que sí con la cabeza; después, secándose las lágri­mas, se puso a relatar el atropello. Los niños la oían sin mo­verse de su rincón. Al principio Manuel oyó a María sin decir palabra, pero el aspecto que iba cobrando su rostro denunciaba fácilmente laque sucedía en su interior. Comenzó como si un golpe 10 hubiera atontado, después los ojos se le fueron transforman­do y cobrando un brillo metálico que nunca antes habían te­nido; la boca se le endurecía segundo a segundo. María Sisa contaba y contaba, con sus rutilantes y cortantes palabras aimarás, sin alzar la voz, gesticulando a veces, señalando de pronto el rincón de los chuños donde había sido atacada. Lle­vaba todavía la palabra cuando Manuel Sicuri vio el hacha, aquella hacha con que su padre había dado muerte al puma; y dejó a Maria Sisa con la palabra en la boca antes de que se acercara al final del relato. De un salto Manuel Sicuri co­rrió al rincón y cogió el hacha. -¿Por dónde se fue, por dónde se fue? -preguntaba el indio, con la ansiedad del perro de caza que ha olfateado en el aire la presencia de la pieza. Entonces el mayor de los yokallas, que había estado silen­cioso, intervino para señalar con su bracito mientras decía
  • 133. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 145 que hacia allá, hacia la Cordillera Occidental. Manuel se echó el hacha al hombro y corrió; dió la vuelta a la vivien­da, pasó tras el corral, se detuvo un momento para recono­cer .las huellas y emprendió de nuevo el trote. Ya no perde­ría las huellas ni durante un minuto. De nada valió que Ma­ría Sisa corriera tras él y le llamara a voces. Animados como si se tratara de un juego, los perros corrieron también, soltando ladridos, pero no tardaron en regresar. Por la alta planicie, a esa hora iluminada en toda su extensión por el sol del invierno, se perdió Manuel Sicuri tras las huellas de Ja­cinto Muñiz. A la caída de la tarde alcanzó a ver una figura moviéndo­se en la lejanía. Pronto iba a oscurecer, pero sin duda que ya estaba subiendo, tras las faldas de la Cordillera, la enorme luna llena, la clara, la casi blanca luna llena invernal. Así, aquel hombre que marchaba penosamente hacia el oeste no se le perdería en las sombras. No tenía hacia dónde ir que él no le viera. No había una casa, no había un árbol, no ha­bía una cañada en toda la extensión, ní a derecha ni a iz­quierda, ni hacia atrás ni hacia adelante; no había repliegue de terreno que pudiera ocultarlo; no había piedras grandes ni colinas y ni siquiera pajonales en la dilatada llanura; no había gente que le diera amparo ni animales entre los que ocultarse. Podía huir si le veía; pero acabaría cansándose, y él, Manuel Sicuri, no se cansaría. Un indio aimará no se cansa a la hora de hacerse justicia; puede esperar días y días, meses y meses, años y años, y no se apresura, no cam­bia su naturaleza, no da siquiera señales de su cólera. No descansa y no se cansa. Aquel hombre era el cholo Jacinto Muñiz, aquel hijo del demonio había muerto a otros hombres y había robado a mamita la Virgen y a tatica Dios el Naza­reno; aquel salvaje había atropellado a María Sisa, su mu­jer, que esperaba un niño suyo, un varoncito como él. Nadie podría salvar a Jacinto Muñiz. Y a fin de evitar que mien­tras la luna subía y aclaraba la llanura el cholo peruano
  • 134. 146 JUAN BOSCH aprovechara la oscuridad para cambiar de dirección, Manuel Sicuri apresuró el paso con el propósito de alcanzarle pronto. En verdad, Jacinto Muñiz se sentía ya a salvo. Su plan era caminar toda esa noche. No se cansaría, porque llevaba buena provisión de coca para mascar, y la coca le evitaría el cansancio. Aprovecharia la luna y marcharía derecho hacia la cordillera. Allí podría haber casas, tal vez algunas comu­nidades aimarás, y sin duda habrían enviado a ellas tam­bién chasquis anunciando su probable llegada; y ahora tenía encima dos delitos: uno en el Perú, el otro en Bolivia. Fue afortunado, porque Maria Sisa no había muerto; sin embar· go la había atacado y ya debía saberlo su marido y proba­blemente también el chasquis, si había vuelto con él. De ha­ber casas en las cercanías de la cordillera él las alcanzaría a ver con tiempo, antes del amanecer, puesto que la luna alum­braría toda la noche; en ese caso su plan era torcer rumbo al sur, lo más al sur que pudiera, hasta alcanzar un paso hacia Chile. Jacinto Muñiz ignoraba que para bajar a Chile hubiera debido tomar rumbo sudoeste desde el primer mo­mento, y que aún así no era fácil que lograra salir de Boli· via sin ser apresado. No importaba; tenía coca y chuño, lue­go, podía resistir mucho todavía. Tan seguro estaba de su soledad que no volvía la vista. Tal vez de haberla vuelto otro hubiera sido su destino. Oscureció del todo y la luna no salía. Durante media ho­ra Manuel Sicuri trotó derecho hacia el poniente. Sabía que esa era la dirección que llevaba el peruano y que no iba a cambiarla; se lo decía su instinto, se lo decía el corazón. Arreció el frío; comenzó a arreciar en el momento mismo en que el sol desapareció tras la mole de las montañas, y Manuel Sicuri se dijo que esa noche habria helada otra vez. El frío le quemaba las desnudas piernas, pero él apenas lo sentía; estaba acostumbrado y, además, esa noche no le afectaría nada. Mientras trotaba volvía la mirada hacia la Cordillera Real, que le quedaba a la espalda; sabía que la
  • 135. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 147 luna no tardaría en iluminar sus altos picos. Poco a poco la luna fue mostrando su radiante y dulce faz; fue elevándose como una gran ave de luz, apagando en sus cercanías las rutilantes estrellas que habían comenzado a aparecer. En diez minutos más la enorme llanura, la fría, la solitaria puna estaba llena de luz de un confín a otro. Con gran sorpresa, Manuel Sicuri notó que había acortado la mitad, por lo me­nos, de la distancia entre él y Jacinto Muñiz. Un indio del al­tiplano como él podía distinguir al otro claramente, con su traje negro destacándose sobre el fondo de la puna. Enton­ces Manuel apresuró su trote, exigió de sus duras piernas mayor velocidad. De rato en rato iba pasándose el hacha del hombro derecho al izquierdo o del izquierdo al derecho. En el mango y en el hierro del hacha destellaba la luna. Manuel Sicuri no habría podido calcular la distancia en términos nuestros, porque no los conocía, pero a eso de las siete y media entre él y el peruano no había dos kilómetros de distancia. La solitaria cacería se aproximaba, pues, a su fin. El lo sentía; él veía ya el final, y sin embargo su cora­zón no se apresuraba. Iba natural y resueltamente a conver­tir su resolución en hechos, yeso no le excitaba porque él sabía que así debía suceder y así tenía que suceder. Pero cuando la distancia se aoortó más aún -lo cual era posible porque Jacinto Muñiz iba a paso normal mientras Manuel Sicuri corría al trote- el prófugo oyó las pisadas de su perseguidor; o quizá no las oyó sino que intuyó el peligro. El caso es que se detuvo y miró hacia atrás. Por el momento no debió ver nada, porque estuvo quieto, sin duda recorrien­do con la vista la llanura durante algunos minutos. Pero al cabo de rato algo columbró; una mancha, de la cual salían brillos, marchaba hacia él. ¿Qué era? ¿Se trataba de algu­na llama que pastaba a esa hora en la puna? El no era prác­tioo, no conocía la vida del altiplano. Podía ser una llama o un hombre; podía ser incluso un animal feroz, un perro per-
  • 136. 148 JUAN BOSCH dido O un puma. Lo que se movia avanzaba rápidamente y él 10 veía sin distinguirlo. Sintió miedo. -¿Quién es? -gritó en castellano; y al rato preguntó a voces en aimará quién era. Pero no le contestó nadie. Su voz se perdió, desolada, trági· eamente sola, en aquel desierto enorme. La hermosa luz lu­nar hacía más patética esa voz angustiada. -¿Quién es, quién es? -gritó de nuevo. Manuel Sicuri avanzaba, avanzaba sin tregua. El mons­truo estaba am, parado, sin moverse; estaba esperando. Ta­tica Dios lo tenía esperando, clavado a la tierra. Nadie sal­varía a ese animal que había robado a la Virgen y que ha­bía atropellado a María Sisa, a su mujer María Sisa, que iba a tener un niñito suyo. Ya estaba a quinientos metros, tal vez a menos. Y Manuel Sicuri, que se sentía seguro de que la presa no se le iría, gritó entonces, sin dejar de correr: -¡Soy yo, Manuel Sicuri, asesino: soy yo que vengo a matarte! Claro, a esa distancia no era posible ver el rostro de Ja­cinto Muñiz, pero Manuel Sicuri podía adivinar cómo se ha­bía descompuesto; pues para que sufriera le había dicho él quién era, para que padeciera sabiendo que le había llegado su hora. Jacinto Muñiz quedó confundido. Pensó que lo que llevaba el indio sobre el hombro era un fusil, y en ese caso, ¿de qué le valía echar a correr? Pero vio que el indio seguía en su trote; distinguía ya su figura, un ente casi fantasmal, azul gracias a la luz de la luna, azul y negro; un ser terrible, una especie de demonio seguro de sí, cuyas piernas brillaban; al­go indescriptible y sin embargo espantoso, de marcha igual, inexorable, mortal. -¡No, no me mates, hermano; hermanito, no me mates! Jacinto Muñiz dijo esto en español, ya seguidas se tiró de rodillas, las manos juntas, temblando, empavorecido. Toda esa noche era pavorosa, toda aquella inmensidad solitaria
  • 137. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 149 aterrorizaba, toda la dulce luz de la luna era un espanto. El mismo oyó su voz como saliendo de otra parte. -No me mates, hermanito! ¡Te doy la corona, hermani­to; toma la corona! Así, de rodillas como estaba, y con Manuel Sicuri ya a veinte metros de distancia, metió la mano en el pecho y sa­có de él algo brillante, rutilante. Era la corona de la Virgen, la que había robado. La joya destelló, y cuando Jacinto Mu­ñiz la lanzó fue como un pedazo de luna cayendo, rodando, saltando por la puna. Pero Manuel Sicuri no se detuvo a co­gerla. Entonces el peruano se puso de pie y echó a correr. Trazando círculos, unas veces hacia el norte y otras hacia el este, yendo ya al sur, ya de nuevo al poniente, ahogándo­se, loco de terror, Jacinto Muñiz huía. Pero he aquí: que a medida que huía aumentaba su pavor; su propia sombra mo­viéndose ante él cuando se dirigía al oeste, le llenaba de es­panto. El helado viento zumbándole en los oídos contribuí:a a su miedo. Por encima de ese zumbido oía claramente las regulares y veloces pisadas de Manuel Sicuri, cuyo tremendo silencio era el de una fiera. -¡Hermanito, no· me mates! -clamaba él, volviendo el rostro sin dejar de correr, más aterrorizado al percatarse de que el indio no llevaba un fusil, sino una hacha. Pero Manuel Sicuri no contestaba, no decía nada; sólo le seguía, le seguía infatigablemente, convertido por las som­bras y la luz de luna en un fantasma tenebroso. Jacinto Muñiz tropezó con algunos pedruscos, resbaló y se cayó. Manuel Sicuri se acercó a diez pasos, tal vez a ocho. Jacinto Muñiz logró incorporarse, y se lanzó hacia el sur, de­recho hacia el sur. El delante y Manuel Sicuri atrás, corrie­ron en línea recta diez minutos, quince minutos, veinte minu­tos; y cada vez el indio estaba más cerca, cada vez sus pi­sadas eran más fuertes. La gran llanura esplendía cargada de luz y de silencio. Manuel Sicuri no tenía por qué preocu­parse; esto es, no se sentía preocupado. Era una actitud
  • 138. 150 JUAN BOSCH muy aimará la suya, aunque no sea fácil de comprender. El indio Manuel Sicuri iba a hacer justicia; estaba seguro de que no tardaría en hacerla. No había, pues, razón para que se excitara. Ese hombre que corría no podría salvarse; hui­ría cuanto quisiera, tal vez horas y horas, pero ellos dos es­taban solos en la solitaria puna, y él, Manuel Sicuri, no se cansaría, no tropezaría con los khu1as de la pampa, no cae­ría; y poco a poco iba acercándose al monstruo; pie a pie, pulgada a pulgada, iba llegando a su meta. Jacinto Muñiz podía seguir huyendo. Eso no encolerizaba a Manuel Sicuri. Lo único que tenía él que hacer era mantener su paso, su trote seguro y constante, y no perder de vista al cholo. El cholo volvió a tmpezar y cayó de nuevo. Eso le ocu­rría porque volvía la cara para ver a su perseguidor; le su­cedía porque había sido perverso y tenía miedo. Manuel Si­curi se le acercó a tres pasos. De no haber sido él un indio aimará, dueño de sí mismo, le hubiera tirado el hacha y tal vez le hubiera herido. Pero podía también no herirle y en­tonces el otro ganaría tiempo mientras él volvía a recoger el arma. No; no había por qué adelantarse. Jacinto Muñiz cae­ría en sus manos. Todavía podía esperar; es más, podía espe­rar toda esa noche y todo el día siguiente y toda una sema­na, y un mes y un año y una vida; lo que no podía hacer era actuar sin tino y perder su oportunidad. Pero el minuto fatal se acercaba de prisa. Jacinto Muñiz empezaba a sentir que se ahogaba, que perdía fuerzas. ¿Cuánto tiempo llevaba huyendo a locas por el iluminado altiplano? No lo sabía, y sin embargo a él le parecía una eternidad. Por momentos perdía la vista y toda aquella lla­nura le resultaba pequeña. Siguiendo círculos, dando vuel­tas, doblando de improviso, volvía a pasar por donde ya ha­bía pasado. Alcanzó a ver algo brillante ante sí y reconoció la corona. Pensó agacharse para cogerla, pero si se agacha­ba el indio iba a alcanzarle. Gritó entonces:
  • 139. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 151 -¡La corona, mira la corona; te regalo la corona! y la señalaba con la mano, en un afán ridículo por dis­traer a Manuel Sicuri. Manuel Sicuri sí la vio; podía hacer eso, podía distínguir la comna y seguir su carrera con los ojos puestos en ella sin importarle si era una joya o no, pro­piamente sin pensar en ella. Porque Manuel Sicuri no pensa­ba en nada, ni siquiera en María; ya había pensado cuando cogió el hacha al salir de su casa. Lo que tenía que hacer ahora no era pensar, sino actuar. De manera ínapreciable la luna había ido ascendiendo por un cielo brillante que el aire frío iba limpiando. Subía y su­bía mientras abajo los dos hombres corrían. Al fin, a eso de las diez, Manuel Sicuri se hallaba a un paso de Jacinto Mu­ñiz. Pero ni aún en tal momento pensó estirar Los brazos y usar su hacha. Todavía no. Era necesario estar seguro, golpear firme. Pero como el momento de actuar se acerca­ba se quitó el hacha del hombro y la sujetó por el hierro con la mano izquierda y por el cabo con la derecha. J acínto Muñiz volvió una vez más la cabeza, y en ese ínstante com­prendió que no había salvación para él. Entonces retornó a ser, de súbito, el hombre audaz y duro que habia causado muertes y robado una iglesia. Lo pensó con toda rapidez, o quizá ni llegó a pensarlo porque lo llevaba en la sangre; se dijo: "Sólo luchar puede salvarme". Y de golpe paró .en se­co y dio media vuelta. Pero Manuel Sicuri había pensado que eso podía suceder, o tal vez, como Jacínto Muñiz, no lo había pensado si no que lo llevaba por dentro. Es el caso que cuando el otro se detu­vo él saltó de lado, con un brinco dado a dos pies, rápido co­mo el de un bailarín. A tiempo que daba ese brinco blandió el hacha, la revolvió por debajo y la alzó. En tal momento Jacínto Muñiz se lanzó sobre él, y a la luz de la luna Manuel Sicuri vio algo que brillaba en su mano. Como un relámpago le cruzó por la cabeza la idea de que se trataba de un cu­chillo, y como un relámpago también saltó hacia atrás y de-
  • 140. 152 JUAN BOSCH jó caer el hacha. El golpe fue seco, en el hueso del antebra­zo, y Jacinto Muñiz cayó sobre su costado derecho, aunque no del todo sino doblado, casi de rodillas. A seguidas el pe­ruano avanzó a gatas y con la mano izquierda se agarró al pie derecho de Manuel Sicuri; se sujetó allí con la fuerza de un animal salvaje. Manuel Sicuri temió que iba a caerse, y para librarse de ese peligro volvió a blandir el hacha y la de­jó caer en el brazo izquierdo del cholo. Lo hizo con tal fuer­za que oyó el chasquido del hueso. -¡Asesino! -gritó Jacinto Muñiz levantando la cabeza. Manuel Sicuri le vio esforzarse por ponerse de pie, apo­yándose en los codos. Estaba ahí pegado a él, con los brazos inutilizados, y todavía su siniestro ojo resplandecía y en todo su rostro, iluminado por la luna, podían apreciarse el odio y la maldad. Entonces Manuel Sicuri levantó de nuevo el ha­cha y golpeó. Esta vez lo hizo más seguro de sí; golpeó en el cuello, cerca de la cabeza, inclinando el hacha con el propósito de que por lo menos una punta penetrara algo en el pescuezo del cholo. La cabeza de Jacinto Muñiz se dobló como la de un muñeco y golpeó la tierra. Manuel Sicuri se retiró un poco y se puso a oír la sonora respiración del heri­do, los débiles gemidos con que iba saliendo poco a poco de la vida, el barbotar de la sangre en su lento fluir. Tres o cua­tro veces el cuerpo de aquel hombre se agitó de arriba abajo; al fin extendió los brazos y se quedó quieto, levemente sa­cudido por los estertores de la muerte. Al cabo de un cuarto de hora, cuando comprendió que no había peligro de que Jacinto se levantara a luchar de nuevo, Manuel Sicuri se sentó cerca de su cabeza y se puso a oír la cada vez más apagada respiración del moribundo. Puesto que iba a morir ya, Manuel Sicuri no volvería a golpearle, pero no se movería de allí mientras no estuviera seguro de que había expirado. La gran puna se dilataba bajo la luna y el viento frío sacudía la ropa del caído. Pero Manuel Sicuri
  • 141. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 153 no se movía; no se movería sino cuando supiera a ciencia cierta que su justicia estaba hecha. Casi a medianoche el ruido de respiración cesó del todo, el cuerpo se movió ligeramente y sus piernas temblaron. Ma­nuel Sicuri puso su mano sobre la parte del rostro de Jacin­to Muñiz que daba arriba y advirtió que ese rostro estaba fria como la escarcha. Entonces, a un mismo tiempo, Ma­nuel comenzó a preparar su aculioo de coca y ceniza y a pen­sar en María. En toda esa noche no había pensado en ella. Manuel Sicuri esperó todavía cosa de un cuarto de hora más, al cabo del cual, convencido de que el cholo Jacinto Mu­ñiz jamás volvería a la vida, se levantó, se puso su hacha en el hombro y salió en busca de la corona. "Hay que devol­vérsela a Mamita", pensó. Y con la luna ya casi a medio cie­lo, el indio emprendió el retorno. Su mal estuvo en que no trotó a la vuelta, porque pensaba que llegaría a su casa a la salida del sol. Cuando fue a cru­zar la puerta ya eran las siete y más, y allí estaba acuclilla­do, tomando pito, el chasquis del día anterior. El chasquis habia caminado de noche para aprovechar la luna y arribó a la casa de Manuel Sicuri antes que él. El chasquis vio el ha­cha ensangrentada y Manuel Sicuri sabía que a un indio ai­mará de cuarenta años se le podía engañar una vez, pero no dos. Tuvo que contarlo todo, pues; y al terminar sacó del se­no la corona. -Hay que llevársela a Mamita -dijo-. Quiero llevársela yo mismo, yo y María. Pero no pudo llevársela, porque así como él no podía en­gañar al chasquis, el chasquis no podía engañar a su mallcu ni su mallcu a los carabineros ni éstos al juez. El juez, a cau­sa de que la ley lo ordenaba, dijo que Manuel Sicuri debía ir a la cárcel. En la cárcel de La Paz, un dia, Manuel contaba a sus com­pañeros cómo su padre había muerto un puma a hachazos. El mismo hacía el papel de puma, y después el de su padre, y
  • 142. 154 JUAN BOSCH los indios presos reían a carcajadas. Viéndoles reír, Manuel Sicuri se puso de pronto serio. Ocurrió que en su cabeza esta­lló una pregunta, como de una tormenta estalla un rayo; una pregunta para la cual él no hallaba respuesta. Pues sucedía que su padre había muerto un puma a hachazos y nadie le habia dicho nada y todo el mundo halló muy bien que 10 hu­biera hecho y no lo separaron a causa de ello de su yokalla, de él, Manuel Sicuri, que entonces estaba recién nacido. Con la misma hacha él habia dado muerte a una fiera peor que aquel puma, y he aquí que el juez lo habia hallado mal y lo había separado de su yokalla, tan pequeñito y tan desvalido. ¿Por qué, tatica Dios, sucedían cosas así? Pero Manuel Sicuri no hizo la pregunta en voz alta. Se ha­bía quedado súbitamente mudo; se encaminó a una ventana, se sentó allí, junto a las rejas, extrajo de su bolsillo coca y lejía y se puso a preparar su aculico. Sobre los techos de La Paz comenzaba a caer en tal mo­mento una lluvia fina.
  • 144. CAPITULO UNO MAS ARRmA del cielo que ven los hombres había otro cielo; su piso era de nubes, y después, por encima y por los lados, todo era luz, una luz resplandeciente que se perdía en lo infiníto. Allí vivía el Señor Dios. El Señor Dios debía estar disgustado, porque se paseaba de un extremo al otro extremo del cielo. Cada zancada su­ya era como de cincuenta millas, y a sus pisadas temblaba el gran piso de nubes y se oían ruidos como truenos. El Se­ñor Dios llevaba las manos a la espalda; unas veces doblaba la cabeza y otras la erguía, y su gran cabeza pareCÍ'a un sol deslumbrante. Por lo visto, algo preocupaba al Señor Dios. Era que las cosas no iban como El había pensado. Bajo sus pies tenía la Tierra, uno de los más pequeños de todos los mundos que El había creado; y en la Tierra los hombres se comportaban de manera absurda; guerreaban, se mata­ban entre sí, se robaban, incendiaban ciudades; los que te­nían poder y riquezas y odiaban a los vecinos ricos y podero­sos, formaban ejércitos y solían atacarlos. Unos se declara­ban reyes, y mediante el engaño y la fuerza tomaban las tierras y los ganados ajenos; apresaban a sus enemigos y los vendían como bestias. Las guerras, las invasiones, los in­cendios y los crímenes comenzaban sin que nadie supiera có­mo ni debido a qué causa, y todos los que iniciaban esas atrocidades decían que el Señor Dios les mandaba hacerlas; y sucedía que las víctimas de tantas desgracias le pedían 157
  • 145. 158 JUAN BOSCH ayuda a El, que nada tenía que ver con esas locuras. El Se­ñor Dios se quedaba asombrado. El Señor Dios había hecho los mundos para otra cosa; y especialmente habia hecho la Tierra y la había poblado de hombres para que éstos vivieran en paz, como si fueran her­manos, disfrutando entre todos de las riquezas y las hermo­suras que El había puesto en las montañas y en los valles, en los ríos y en los bosques. El Señor Dios había dispuesto que todos trabajaran, a fin de que ocuparan su tiempo en algo útil y a fin de que cada quien tuviera lo necesario para vivir; y con la claridad del Sol hizo el día para que se vieran entre sí y vieran sus animales y sus sembrados y sus casas, y vieran a sus hijos y a sus padres y comprendieran que los otros tenían también sembrados y animales y casas, hijos y padres a quienes querer y cuidar. Pero los hombres no se atuvieron a los deseos del Señor Dios; nadie se conformaba con lo suyo y cada quien quería lo de su vecino, las tierras, las bestias, las casas, los vestidos, y hasta los hijos y los pa­dres para hacerlos esclavos. Ocurría que el Señor Dios había hecho la noche con las tinieblas y su idea era que los hom­bres usaran el tiempo de la oscuridad para dormir. Pero ellos usaron esas horas de oscuridad para acecharse unos a otros, para matarse y robarse, para llevarse los animales e incendiar las viviendas de sus enemigos y destruir sus siembras. Aunque en los cielos había siempre luz, la lejana luz de las estrellas y la que despedía de sí el propio Señor Dios, se hizo necesario crear algo que disipara de vez en cuando las tinieblas de la Tierra, y el Señor Dios creó la Luna. La Lu­na iluminó entonces toda la inmensidad. Su dulce luz verde amarilla llenaba de claridad los espacios, y el Señor Dios podía ver lo que hacían los hombres cuando se ponía el Sol. Con sus manos gigantescas, El hacía un agujero en las nu­bes, se acostaba de pechos en el gran piso gris, veía bacia abajo y distinguía nítidamente a los grupos que iban en son
  • 146. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 159 de guerra y de pillaje. El Señor Dios se cansó de tanta mal­dad, acabó disgustándose y un buen día dijo: -Ya no es posible sufrir a los hombres. Y desató el diluvio, esto es, ordenó a las aguas de los cie­los que cayeran en la Tierra y ahogaran a todo bicho vi­viente, con la excepción de un anciano llamado Noé, que no tomaba parte en los robos, ni en los crímenes ni en los in­cendios y que predicaba la paz en vez de la guerra. Además de Noé, el Señor Dios pensó que debían salvarse su mujer, sus hijos, las mujeres de sus hijos y todos los animales que el viejo Noé y su familia metieran dentro de un arca de ma­dera que debía flotar sobre las aguas. Pero eso había sucedido muchos millares de años atrás. Los hijos de Noé tuvieron hijos, y los nietos a su vez tuvie­ron hijos, y después los bisnietos y los tataranietos. Termi­nado el diluvio, cuando estuvo seguro que Noé Y los suyos se hallaban a salvo, el Señor Dios se echó a dormir. Siempre habia sido El dormilón, y un sueño del Señor Dios duraba fá­cilmente varios siglos. Se echaba entre las nubes, se acomo­daba un poco, ponía su gran cabeza sobre un brazo y comen­zaba a roncar. En la Tierra se oían sus ronquidos y los hom­bres creían que eran truenos. El sueño que disfrutó el Señor Dios a raíz del diluvio fue largo, más largo quizá de lo que El mismo había pensado to­marlo. Cuando despertó y miró hacia la Tierra quedó sor­prendido. Aquel pequeño gLobo que rodaba por los espacios estaba otra vez lleno de gente, de enorme cantidad de gente, unos que vivían en grandes ciudades, otros en pequeñas al­deas, muchos en chozas perdidas por los bosques y los de­siertos. Y lo mismo que antes, se mataban entre sí, se roba­ban, se hacían la guerra. Por eso se veía al Señor Dios preocupado y disgustado; por eso iba de un sitio a otro, dando zancadas de cincuenta millas. El Señor Dios estaba en ese momento pensando qué cosa debía hacer para que los hombres aprendieran a que-
  • 147. 160 JUAN BOSCH rerse entre sí, a vivir en paz. El diluvio había probado que era inútil castigarlos. Por lo demás, el Señor Dios no que­ría acabar otra vez con ellos; al fin y al cabo eran sus hi­jos, El los había creado, y no iba El a exterminarlos porque se portaran mal. Si ellos no habían comprendido sus propó­sitos, tal vez la culpa no era de ellos, sino del propio Señor Dios, que nunca se los habia explicado. -'Tengo que buscar un maestro que les enseñe a condu­cirse -dijo el Señor Dios para sí. y como el Señor pios no pierde su tiempo, ni comete la tontería de mantenerse colérico sin buscarles solución a los problemas, dejó de dar zancadas, se quedó tranquilo y se pu­so a pensar. Pues ni aún El mismo, que lo creó todo de la nada, hace algo sin antes pensar en el asunto. Una vez ha­bía habido un Noé, anciano bondadoso, a quien el Señor Dios quiso salvar del diluvio para que su descendencia aprendie­ra a vivir en paz, y resultó que esos descendientes del buen viejo comenzaron a armar trifulcas peores que las de antes del tremendo castigo. Había sido mala idea la de esperar que la gente cambiara por miedo o gracias al ejemplo de Noé; por tanto, el Señor Dios no perdería su tiempo escogiendo castigos ejemplares ni buscando entre los habitantes de la Tierra alguien a quien confiarle la regeneración del género humano. Pero entonces, ¿quién podría hacerse cargo de ese trabajo? El Señor Dios pensó un rato, un rato que podía ser un día, un año o un siglo, pues para El el tiempo no tiene valor por­que El mismo es el tiempo, lo cual explica que no tenga prin­cipio ni fin. Pensó, y de pronto halló la solución: -El mejor maestro para esos locos sería un hijo mío. ¡Un hijo del Señor Dios! Bueno, eso era fácil de decir pero muy difícil de lograr. ¿Pues qué mujer podía ser la madre del mjo de Dios? Sólo una Señora Diosa como El; y resulta que no la había ni podía haberla. El era solo, el gran solita­rio; y sin duda si hubiera estado casado nunca habría podi-
  • 148. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 161 do hacer los mundos, y todo lo que hay en ellos, en la forma en que los hizo, porque la mujer del Señor Dios, cualquiera que hubiera sido -aun la más dulce e inteligente- habría intervenido alguna que otra vez en su trabajo, y debido a su intervención las cosas habrían sido distintas; por ejemplo, la mujer hubiera dicho: "¿Pero por qué le pones esa trompa tan fea al pobrecito elefante, cuando le quedaría mejor un ramo de flores?" O quizá habría opinado que la jirafa fue ra de patas larguísimas y pescuezo de seis pulgadas. Ocurrió siempre que cualquier mujer convence a. su marido de que haga algo en esta forma y no en aquella; y así es y tiene que ser porque ella es la compañera que sufre con el marido sus horas malas, y el marido no puede ignorar su derecho a opinar y a intervenir en cuanto él haga. Pero el Señor Dios era solitario, y tal vez por eso puso ma­yor atención en 10s animales machos que en las hembras, razón por la cual el león resultó más fuerte que la leona, el gallo más inquieto y con más color que la gallina, el palomo más grande y ruidoso que la paloma. Y la verdad es que co­mo El no tenía necesidades como la gente, ni sentra la falta de alguien con quien cambiar ideas, no se dio cuenta de que­debía casarse. No se casó, y sólo en aquel momento, cuando comprendió que debía tener un hijo, pensó en su eterna soltería. -Caramba, debería casarme -dijo. Pero a seguidas se rió de sus palabras. ¿Con quién podía contraer matrimonio? Además, aunque hubiese con quien, :El estaba hecho a sus manías, que no iba a dejar fácilmen­te; entre otras debilidades le gustaba dormir de un tirón montones de siglos, y a las mujeres no les agradan los ma­ridos dormilones. La situación era seria y había que hallarle una solución. Eso que sucedía en la Tierra no 'Podía seguír así. El Señor Dios necesitaba un hijo que predicara en este mundo de lo­cos la ley del amor, la del perdón, la de la paz.
  • 149. 162 JUAN BOSCH -¡Ya está! -dijo el Señor Dios; pero lo dijo con tal ale­gría, tan vivamente, que su vozarrón estalló y llenó los es­pacios, haciendo temblar las estrellas distantes y llenando de miedo a los hombres en la Tierra. Hubo miedo porque los hombres, que van a la guerra co­mo a una fiesta, son, sin embargo, temerosos de lo que no comprenden ni conocen. Y la alegría del Señor Dios fue ful­gurante y produjo un resplandor que ilumínó los cieLos, a la vez que su tremenda voz recorrió los espacios y los puso a ondular. El señor Dios se había puesto tan contento porque de pronto comprendió que el maestro de ese hatajo de idiotas que andaban matándose en un mundo lleno de riquezas y de hermosuras tenía que ser en apariencia igual a ellos, es de­cir, un hombre, y que por tanto la madre de ese maestro debía ser una mujer. Así fue como el Señor Dios decidió que Su Hijo nacería como los hij:os de todos los hombres; nace­ría en la Tierra y su madre sería una mujer. Alegre con su idea, el Señor Dios decidió escoger a la que debía llevar a Su Hijo en el vientre. Durante largo rato miró hacia la Tierra; observó las grandes ciudades, una que se llamaba Roma, otra que se llamaba Alejandría, otra Jerusa­lén, y muchas más que eran pequeñas. Su mirada, que todo lo ve, penetró por los techos de los palacios y recorrió las chozas de los pobres. Vio infinito número de mujeres; muje­res de gran belleza y ricamente ataviadas, o humildes en el vestir; emperatrices, hijas de comerciantes y funcionarios, compañeras de soldados y de pescadores, hermanas de la­briegos y esclavas. Ninguna le agradó. Pues lo que el Señor Dios buscaba era un corazón puro, un alma en la que ja­más se hubiera albergado un mal sentimiento, una mujer tan llena de bondad y de dulzura que Su Hijo pudiera cre­cer viendo la belleza y la ternura reflejada en los ojos de la madre. El Señor Dios no hallaba mujer así; y de no hallar­la toda la humanidad estaría perdida, nadie podría salvar a los hombres. De una mujer dependia entonces el género hu-
  • 150. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 163 mano; y sucede que de la mujer depende siempre, porque la mujer está llamada a ser madre, la madre buena da hijos buenos, y son los buenos los que hermosean la vida y la ha­cen llevadera. Iba el Señor Dios cansándose de su posición, ya que esta­ba tendido de pechos mirando por el agujero que había abierto en las nubes, cuando acertó a ver, en un camino que llevaba a una aldea llamada Nazaret, a una mujer que arrea­ba un asno cargado de botijos de agua. Era muy joven y acababa de casarse con un carpintero llamado José. Su voz era dulce y sus movimientos armoniosos. Llevaba sobre la cabeza un paño morado y vestía de azul. El Señor Dios tenia la costumbre de regañar consigo mismo, de manera que en ese momento dijo: -Debo ser tonto, ¿pues por qué he estado buscando muje­res en las grandes ciudades y en los palacios, si yo sabía que Maria estaba en Nazaret? Ocurre que el Señor Dios prefería admitir que era tonto antes que aceptar que de tarde en tarde su memoria le falla­ba. Ya estaba algo viejo, si bien es lo cierto que El había nacido viejo porque desde el primer momento de su vida había sido como era entonces, y desde ese primer momento lo sabía todo y tuvo sobre sí la responsabilidad de la vida, es decir, la de dar la vida, la de poblar los espacios de mundos y los mundos de seres, de plantas y de piedras, de montañas y de mares y de ríos. Con tantas preocupadones encima, ¿a quién ha de extrañarle que se olvidara de la existencia de María? La había olvidado, y esa era la verdad aunque El no quisiera admitirlo. Pero he aqur que acertó a verla y de in­mediato la reconoció; en el instante supo que ella debía ser la madre de Su Hijo. Gran descanso tuvo el Señor Dios en ese momento. Los hombres seguían en sus trifulcas, sus gue­rras y sus rapiñas, y desde allá arriba el Señor Dios oía sus gritos, el tropel de sus caballerías atacándose unas a otras; veía a los reyes ordenando matanzas y celebrando grandes
  • 151. 164 JUAN BOSCH fiestas, a los mercaderes discutiendo a voces y a los sacerdo­tes de las más variadas religiones dirigiendo Los cultos, a los navíos cruzando los mares y a los pastores peleando a pe­dradas con los leones de los desiertos para defender sus ovejas. Y pensaba El: "Pronto esos locos van a oír la voz de Mi Hijo". Para el Señor Dios decir "pronto" era como para nosotros decir "dentro de un momento", sólo que el tiempo es para El muy distinto de lo que es para nosotros. Todavía Su Hijo tenía que nacer, crecer y llegar a hombre. Pero si el Señor Dios había sufrido miles de años las locuras del género hu­mano, ¿qué le importaba esperar unos años más? Ahora bien, si se quiere que algo esté hecho dentro de un siglo, lo mejor es empezar a hacerlo ahora mismo; y así es como pensaba y piensa el Señor Dios. Además, El no tiene la mala costumbre de soñar las cosas y dejarlas en sueño. Las mejores ideas son malas si no se convierten en hechos, y el Señor Dios sabía que es preferible equivocarse haciendo algo a quedarse sin hacer nada por miedo a cometer errores. De manera que El no debía perder tiempo, como no lo ha­bía perdido jamás cuando tenía algún quehacer por delante. y ahora tenla uno muy importante: el de dar un hijo suyo a los hombres para que Éstos oyeran por la boca de ese hi­jo la palabra de Dios. Sucedía que María estaba casada desde hacia poco. Por otra parte, aunque se hallara soltera, el Señor Dios no podía bajar a la Tierra para casarse con ella. El no era un hombre sino un ser de luz, que ni había nacido como nosotros ni mo­riría jamás, a pesar de lo cual vivía y sentía y sufría. Era, como si dijéramos, una idea viva. Lo que Su Hijo traería a la vida no sería su rostro; no serían sus ojos ni su nariz, si­no parte de su luz, de su propio ser, de su esencia. Pero pa­ra que la gente lo viera y lo oyera debería tener figura hu­mana, y para tener figura humana debía nacer de una mu­jer. Visto todo eso, no hacia falta que El se casara con Ma-
  • 152. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 165 ría; sólo era necesario que el hijo de María tuviera el espí­ritu del Señor Dios. Yeso había que hacerlo inmediatamente. De vez en cuando el Señor Dios tiene buen humor; le gus­ta hacer travesuras allá arriba. Esa vez hizo una. El pudo haber soplado sobre sus manos y decir: -Soplo, hazte un pajarillo y vé donde está María, la mu­jer del carpintero José, en la aldea de Nazaret, y dile que va a tener un hijo mío. Pero sucede que ese día El estaba de buen humor; y suce­de además que El conocía el corazón humano y sabía que nadie iba a creer a un pajarilLo. Por eso se arrancó un pelo de su gran barba, se lo puso en la palma de la mano y dijo: -Tú vas a convertirte ahora en un ángel y te llamarás Arcángel San Gabriel. ¡Pero pronto, que no estoy por perder tiempo! Aquello pareció cuento de hadas. En un segundo el blan­co pelo se transformó; creció, le salieron alas, se le formó una hermosa cabeza cubierta de rubios cabellos. Al abrir los azules ojos el Arcángel se llevó el gran susto. -Buenos días, Señor ... --empezó a decir, temblando de arriba abajo. -Señor Dios es mi nombre, joven -aclaró el Señor Dios-, y para lo sucesivo sepa que soy su jefe, de manera que vaya acostumbrándose a obedecerme. -Sí, Señor Dios; se hará como Usted manda. -Empezando por el principio, como en todas las cosas, aprenda buenos modales, salude con cortesía a sus mayores y tenga buena voluntad para cumplir mis órdenes. Atienda bien, porque ustedes los ángeles andan siempre distraídos y olvidan pronto lo que se les dice. No ponga esa cara seria. Es muy importante saber sonreír, sobre todo, en su caso, pues usted va a tener una función bastante delicada, como si dijéramos, una misión diplomática. -No sé qué es eso, Señor Dios; pem en vista de que Usted lo dice, debe ser así.
  • 153. 166 JUAN BOSCH -Me parece muy inteligente esa respuesta, Gabriel. Creo que vas a ser un arcángel bastante bueno. Ahora, fijate en esa bola pequeña que va rodando allá abajo. Obsérvala bien; es la Tierra, y allá vas a ir sin perder tiempo. El Arcángel San Gabriel miró hacia abajo y vio un tropel de mundos que pasaba a gran velocidad, y como él acababa de abrir los ojos, más aún, acababa de nacer, no estuvo ati­nado cuando señaló a uno de esos mundos mientras pregun­taba: -¿Es aquella de color rojizo que va allá? Eso no le gustó al Señor Dios, pues El nunca había tenido paciencia para enseñar. De haberla tenido no habría pensa­do en un hijo para que sirviera de maestro a los hombres. -Jovenzuelo -dijo-, haga el favor de 'Poner atención cuando se le habla, y no tendrá que oír las cosas dos veces. Le he señalado la otra bola, la que está a la izquierda. El Arcángel Gabriel era tímido. En verdad, no había te­nido tiempo de formarse carácter. Le confundió sobremane­ra que el Señor Dios le tratara unas veces de "tú" y otras de "usted", y se puso a temblar de miedo. -jEso sí que no- tronó el Señor Dios-. Estás lleno de miedo, y nadie que lo tenga puede hacer obra de importan­cia. Tampoco hay que tener más valor de la cuenta, como les ocurre a algunos de esos locos que pueblan la Tierra y creen que el valor les ha sido concedido para hacer el mal y abusar de los débiles. Pero te advierto, hijo mío, que la se­renidad y la confianza en sí mismo son indispensables para vivir conmigo; no quiero ni a los tímidos, porque todo lo echan a perder por falta de dominio, ni a los agresivos, que van por ahí causando averías, sino a los que son serenos, porque la serenidad es un aspecto de la bondad, y la bondad es una parte de mí mismo. ¿Entiendes? El Arcángel dijo que sí, pero la verdad es que no entendió palabra; se sentía confundido, sorprendido de lo que le esta­ba ocurriendo minutos después de haber salido de un pelo
  • 154. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 167 de barba. Sólo atinaba a ver el desfile de mundos a lo lejos y a oír el vozarrón del Señor Dios. -Bueno -prosiguió el Señor Dios-, pues si entendiste ya sabes que ésa que te señalo es la Tierra. Vas a irte allá sin perder tiempo; te dirigirás a una aldea llamada Nazaret, que está cerca de un lago al cual los hombres llaman de Gene· zaret. Apr;ende bien el nombre para que no cometas errores. En esa aldea de Nazaret vive una mujer llamada María. Ha­ce un momento la vi llevando agua a su casa y tal vez no haya llegado todavía; vestía de azul claro, llevaba un paño morado sobre la cabeza y arreaba un asno cargado de boti­jos de agua. Te doy todos esos detalles para que no te con­fundas. Podrás conocerla además por la voz, pues su voz es melodiosa como ninguna otra. Si sucede que al llegar tú ya ella se ha metido en su choza, pregunta a cualquiera que veas por María, la mujer del carpintero José; es seguro que te dirán donde vive, porque la gente de la Tierra es curiosa y amiga de novedades, razón por la cual te ayudarán para después pasarse un mes charlando sobre tu visita a la joven señora. ¿Me vas entendiendo? -Sí, Señor Dios. -Entonces queda poco que decirte. Al llegar allá te dirl· girás a María, con mucha urbanidad, y le dices que Yo he dispuesto tener un hijo y que ella será la madre; que se pre­pare, por tanto, a ser la madre del Hijo de Dios. Eso es too do. Vete en el acto, que tengo un poco de sueño y antes de dormir quiero saber cómo te irá en tu embajada. San Gabriel iba a salir cuando se le ocurrió preguntar: -¿y si me pregunta cómo va a ser Su Hijo, qué nombre habrá de ponerle, qué oficio tendrá? -Le dirás que será como todos los hijos de hombres y mujeres y que sólo ha de distinguh'se de los demás por la grandeza y la luminosidad de su espíritu; que será humilde, bondadoso y puro; que le llame Jesús y que su oficio será mostrar a la humanidad el camino del amor y del perdón. Le
  • 155. 168 JUAN BOSCH dirás también que está llamado a sufrir para que los demás puedan medir el dolor que hay en la Tierra comparándolo con el que El padecerá y porque sólo sufriendo mucho en­señará a perdonar también mucho. El Arcángel no esperó más. Sentía que las palabras del Señor Dios henchían su alma, la llenaban con fuerza musi­cal, con algo cálido y hermoso. Se le olvidó despedirse, cosa que el Señor Dios no le tomó en cuenta, porque pensó que no podía aprenderlo todo de golpe. Un instante después, San Gabriel veía la Tierra tan cerca que casi podía tocarla.
  • 156. CAPITULO n Viendo las ciudades de la Tierra, los ricos palacios en lo alto de las colinas y a orillas de los mares; admirando el es­plendor con que vivían los reyes y sus favoritos, los grandes mercaderes y los jefes de tropas, San Gabriel se preguntó por qué el Señor Dios había resuelto tener un hijo con una mujer pobre, que moraba en choza de barro y arreaba as· nos cargados de agua por caminos polvorientos. ¿No era el Señor Dios el verdadero rey de los mundos, el dueño del universo, el padre de todo lo creado? ¿No debía ser Su Hi· jo, pues, otro rey? Si tenía que nacer de mujer, ¿por qué El no había escogido para madre suya a una reina, a la hija de un emperador, a la heredera de un príncipe poderoso? A juicio de San Gabriel el Hijo de Dios debía nacer en lecho adornado con cortinas de terciopelo y seda, entre oro y per­las, rodeado por grandes dignatarios y damas deslumbran­tes, y a su alrededor debía haber un ejército de esclavos lis­tos a servirle; así, todos los pueblos le rendirían homenaje y veneración desde su nacimiento, y los grandes y los pequeños le obedecerían porque estaban acostumbrados de hacía mu­chos siglos a respetar y honrar a quienes nacían en cunas de reyes. ¿Había dicho el señor Dios que Su Hijo estaba llama­do a mostrar al género humano el camino de la paz, del amor y del perdón, ,Q había él oído mal? De ser así, ¿no le sería más fácil imponer la paz si nacía hijo de rey y por lo 169
  • 157. 170 JUAN BOSCH mismo obedecido por millares de soldados que harían lo que El les ordenara? El Arcángel San Gabriel se detuvo un momento a medi­tar. Pensó que tal vez él estaba equivocado; a lo mejor se había confundido y el Señor Dios no le había hablado de choza ni de mujer pobre ni de asno ni de botijos de agua. Volveria allá arriba a preguntarle al Señor Dios, y hasta de ser posible discutiría con El el asunto. Pero el hermoso ángel ignoraba que el Señor Dios estaba mirándole; e ignoraba también que el Señor Dios sabía qué cosa estaba pensando él en tal momento. Podemos imagi­nar, pues, el susto que se llevó cuando oyó la enorme voz del Señor Dios llamándole. He aquf lo que le dijo el Señor Dios: -Gabriel, estás pensando mal. Te dije lo que te dije, no lo que tú crees ahora que debí decirte. Mi Hijo nacerá en casa pobre, porque si no es así, ¿cómo habrá de conocer la miseria y el padecimiento de los que nada tienen, que son más que los poderosos? ¿Cómo quieres tú que Mi Hijo conoz­ca el dolor de los niños con hambre si El crece harto? Mi Hi­jo va a ofrecer a la humanidad el ejemplo de su sufrimiento, ¿y quieres tú que se lo ofrezca desde el lujo de los palacios? Gabriel, ¡no me hagas perder la paciencia, caramba! No te metas a enmendar mis ideas. Cumple tu misión y hazlo pron­to, que estoy cayéndome de sueño y no me hallo dispuesto a perdonarte si me desvelo por tu culpa. ¡Ya lo sabes! ¿Qué más debía decirse? El pobre Arcángel estuvo a pun­to de caer de bruces en pleno lago de Genezaret, pues del susto se le olvidó usar las alas. En un segundo se dirigió a la choza del carpintero José; y tan asustado iba que pegó un cabezazo contra la pared. En el acto se le formó un chi­chón. Para suerte suya la choza no era uno de esos palacLos de mármol donde él creyó que debía nacer el Hijo de Dios, pues de haber sido uno de ellos, el hermoso Arcángel se ha­bria roto un hueso.
  • 158. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 171 Frente a la choza había un hombre barbudo, de cara bon­dadosa, que aserraba un madero. "Este debe ser el carpin­tero José", pensó San Gabriel. Y era José sin duda, pues cer­ca de él había un rústico banco de carpintero y sobre éste, madera cortada e instrumentos del oficio. -¿Qué desea usted? -le preguntó el carpintero, a quien le pareció muy raro que el visitante, en vez de tocar a la puerta como 10 hace todo el mundo, llamara golpeando con la cabeza en la pared. -Deseo saber dónde vive el carpintero José -explicó el Arcángel. -Aquí mismo, joven; yo soy José. Le advierto que sí vie­ne a buscarme para algún trabajo, me halla con muchos compromisos. Esa era una manera de estimular el interés del visitante, pues la verdad es que José estaba por esos días sin trabajo. De ahí que le desconsolara mucho oír al recién llegado, que decía: -No, señor; se trata de otra CiOsa. Yo vengo a hablar con María, su mujer. -¿María? -dijo José, como un eco-. Fue a la fuente en busca de agua. Tendrá que esperarla un poco. ¿Desea sen­tarse? -No, prefiero esperarla aquí. José no perdió del todo la esperanza, y se puso a hablar­le al visitante de su oficio. -A mi siempre me están buscando para trabajos de car­pintería -afirmaba-, porque nadie hace mesas y reclina­torios tan buenos ni tan baratos como yo. Por eso me man­tengo ocupado todo el año. José hablaba y San Gabriel pensaba en la rapidez con que se habían producido los hechos desde su aparíción al conju­ro del soplo del Señor Dios. Todo había sucedido tan de pri­sa que todavía María no había vuelto de la fuente. El Señor Dios la había visto arreando el asno, y antes de que ella re-
  • 159. 172 JUAN BOSCH tornara a su casa había nacido el arcángel, había ioído las recomendaciones del Señor Dios, había viajado a la Tierra, había pensado disparates, se había casi descabezado contra la pared de la cnoza y había cambiado frases con José. -Caramba -se dijo él lleno de asombro-, la verdad es que mi jefe actúa sin perder tiempo. ¿Sin perder tiempo? ¿Y qué es el tiempo para el Señor Dios, si ocurre que a la vez El es el tiempo y está más allá del tiempo? El tiempo es algo así como la respiración de los mundos, y el Señor Dios es la vida misma de los mundos, de manera que el tiempo viene a ser la respiración del Señor Dios; ideas muy complicadas, desde luego, para San Gabriel. Desde allá arriba el Señor Dios veía esas ideas en la cabeza de su embajador, y pensaba: "A este Gabriel le valdrá más recordar mis instrucciones y no meterse en honduras, por­que ya va llegando María". Así sucedía, en verdad. Con su alegre y linda cara de mu­chacha, María iba acercándose a la choza. De sólo verla, el Arcángel la conoció; 10 cual no tuvo buenos resultados, por­que como estaba pensando ,en aquello del tiempo, se turbó y olvidó que el Señor le había recomendado usar modales uro banas para dirigirse a la joven señora. También es verdad que él nunca antes había hablado a una mujer; que en un instante había pasado de la nada a la vida y había viajado de los cielos a la Tierra; en fin, que había tenido muchas emociones y muchas experiencias en corto rato, 10 cual tal vez podría explicar su turbación. Es el caso que cuando Ma­ría llegó se le puso delante y sólo atinó a decir esto: -Si no me equivoco usted es María, la mujer de ese se· ñor que está ahí aserrando madera. Bueno, yo tengo que ha­blar con usted algo muy importante. Se lo voy a decir en presencia de su marido, porque según me dijo el Señor Dios la gente de esta Tierra es muy dada a charlar sobre todas las ~osas, y es mejor que haya testigos. Lo que tengo que de­cirle es que el Señor Dios va a tener un hijo y usted va a ser
  • 160. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 173 la mamá. Con que ya 10 sabe. Si tiene algo que preguntar hágalo ahora mismo porque el Señor Dios se siente con sue­ño y no quiere que yo pierda el tiempo hablando tonterías con usted. La joven María se quedó boquiabierta, más propiamente, muda del asombro. Pero el que se asustó más fue su marido. Tan pronto oyó lo que había dicho San Gabriel soltó la sie­rra y salió detrás del Arcángel, que ya se iba. -¡Oiga, amigo! ¿Usted sabe lo que ha dicho? ¿No sabe usted que el Hijo de Dios va a tener que sufrir mucho, según dicen las Escrituras, y que van a matarlo en una cruz? San Gabriel atajó aquel torrente de palabras explicando: -Todo lo que usted quiera, señor; pero yo he venido a cumplir una misión que me encomendó el Señor Dios. Yo lo siento mucho, pero lo que suceda al Hijo de Dios no es asunto mío. Lo único que puedo decirle es que su papá quie­re que le pongan el nombre de Jesús. Dicho lo cual pegó un salto, extendió las alas y se perdió en el cielo, a tal velocidad que ningún ojo humano podía se­guirlo. El bueno de José cayó de rodillas, se agarró una mano con la otra, elevó las dos a lo alto y después se dobló hasta pegar la cabeza con el polvo del camino. -¡Ay María, María- -exclamó-o ¿Cómo se te ocurre tener un hijo de Dios? ¿No sabes que todos los profetas han dicho que el Hijo de Dios tendrá que sufrir mucho entre los hombres, que será escarnecido, torturado y muerto en una cruz, como el peor de los criminales? ¿Qué va a ser de nos­otros, María? ¿Por qué te has metido en tal compromiso sin hablar antes conmigo? La pobre María oía a su marido sin lograr comprender por qué hablaba así. ¿Pues qué tenía ella que ver con lo que disponía el Señor Dios; qué sabía ella de laque había habla­do San Gabriel, a quien nunca antes había visto y cuyo nom­bre ignoraba?
  • 161. 174 JUAN BOSCH El Señor Dios veía a la joven señora confundida, a José con el rostro desfigurado por el sufrimiento, y sólo atinó a intervenir diciendo: -¡No seas tonto, José, que María no ha tenido parte en la decisión mía, y el nacimiento de Mi Hijo no es cosa suya ni tuya, sino mía! Lo cual era verdad, pero también es verdad que desde que los hombres comenzaron a poblar la Tierra habían adquirido la costumbre de echar sobre sus mujeres la culpa de cuanto pasaba. El Señor Dios ignoraba esto porque El nunca había visto de cerca cómo se comportan los matrimonios; debido a que lo ignoraba le habló así a José. De haber estado al tan­to de pequeñeces como ésa habría pasado por alto las pala­bras del marido de María, pues es lo cierto que tenía sueño y quería echar una siesta. Una siesta del Señor Dios puede tSer de días, de meses o de años. Pero la de esa ocasión no iba a ser muy larga. PIOr­que he aquí que El estaba en lo mejor del sueño cuando de pronto despertó diciendo: -Caramba, si ya va a nacer :LVIi Hijo. Por poco lo olvido. Desde hacía millares de siglos nacían niños en la Tierra. Nadan hijos de reyes, de labriegos, de pastores, de guerre­ros; nacían niños blancos, amarillos, negros; nacían hembras y varones, unos robustos, otros débiles; unos chillones y otros casi callados, unos ricos y otros pobres, unos de ojos azules y otros de ojos castaños y de ojos negros; niños de to­das clases, de todas las figuras; niños que nacían en medio de las guerras, en los campamentos, entre lanzas y sables y caballos, y niños que nacían en los bosques, rodeados de ár­boles, de pajarillos y de mariposas; niños que nacían en los caminos, mientras sus padres viajaban, y niños que nacían en las barcas, sobre los ríos y los mares; niños que nacían en grandes casas llenas de alfombras y niños que nacían en las cuevas de Los pastores, al pie de las montañas. Lo que jamás se había visto era el nacimiento de un niño que fuera
  • 162. 176 JUAN BOSCH Con gran trabajo llegaron María y José a Belén y hallaron el poblado lleno de forasteros, visitantes de las aldeas veci­nas que iban allí a inscribirse y aprovechaban el viaje para vender lo poco que tenían. Las pequeñas calles eran muy es­trechas y torcidas, de manera que el borrico, cargado con María, apenas podía pasar por entre los montones de que­sos, de pieles de carneros, de higos y de botijos que los ven­dedores extendían sobre las piedras. Mientras pasaba, José iba gritando que pagaría bien a quien le ofreciera una habi­tación para él y para su mujer, que llegaban de lejos y ne­cesitaban albergue. Pero nadie pudo ofrecerles techo, ni aún por una noche. Las casas, en su mayoría pobres, estaban lle­nas desde hacía días con los visitantes de los contornos. Na­die ponía atención en los gritos de José, que estaba angus­tiado porque sabía que su mujer iba a dar a luz y quería que lo hiciera como todas las mujeres, en una habitación. José no sabía que el Señor había dispuesto que Su Hijo debía na­cer pobremente, tan pobremente como podría nacer un ter­nero o un potriquilIo. Siguieron, pues, María y José cruzando las callejuelas. Veían pasar ante ellos jóvenes con corderos cruzados sobre los hombros, muchachos que llevaban palomas enjauladas o racimos de perdices muertas; pasaban ancianas con telas que ellas mismas habían tejido; de vez en cuando cruzaban gru­pos de asnos cargados con botijos de vino y de aceite. Todo el mundo gritaba ofreciendo algo en venta. Belén estaba lle· no de mercaderes. No habiendo hallado albergue para él y para María, José fue a dar a un establo, hacia el camino del sur. En el esta­blo descansaban las bestias de labor de los campesinos que iban a Belén, y Se veían allí mulas, bueyes, jumentos y caba­llos, cabras y ovejas. Como José y María llegaron tarde, ca­si todas las bestias dormían ya. El sitio era pobre, con el te­cho en ruinas, las paredes a medio caer, el piso lleno de ex­cremento de los animales. Pero había calor, el calor que des-
  • 163. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 177 pedían las bestias, y un olor fuerte, que resultaba a la vez grato, parecía llenar el aire del lugar. Cuando el Señor Dios oespertó, ya estaba naciendo Su Hi­jo. Nació sin causar trastornos, muy tranquilamente; pero igual que todo niño, gritó al sentir el aire en la piel. Gritó, y un viejo buey que estaba cerca volvió los ojos para mirarle; mugió, acaso queriendo decir algo en su lengua, y su mugi­do hizo que una mula que estaba a su lado se volviera tam­bién para ver al recién nacido. En ese momento fue cuando el Señor Dios abrió allá arriba las nubes y dijo: -¡Pero si ya nació Mi Hijo! De momento el Señor Dios pareció desconcertado. Nunca había El pasado por un caso igual, pues aunque los mundos y todo lo que en ellos hay habían sido creados por El, jamás habia tenido un hijo directo, nacido de su propia esencia. Lo primero que hizo fue preguntarse qué debía El hacer para que la gente supiera que Su Hijo había llegado a la Tierra. El punto no er,a para ser resuelto a la ligera. Pues sucedía que el Señor Dios quería que se supiera que Su Hijo había nacido, pero que sólo lo supieran aquellos escasos seres ca­paces de comprender lo que ello significaba; más aún, los muy contados que podían conmoverse por el nacimiento de un niño sin tener que estar enterados de que ese niño era el Hijo de Dios. Al Señor Dios le hubiera sido fácil crear de un soplo diez docenas de ángeles y enviarlos a la Tierra arma­dos de trompetas para que fueran por todas partes prego­nando que había nacido Su Hijo, que acababa de nacer en el estabLo de Belén y que el Señor iba a proclamarlo como su heredero. En ese caso grandes multitudes habrran corrido, atropellándose y hasta dándose muerte, cada quien empeña­do en llegar antes que los otros, unos cargados de oro, otros de mirra y de perfumes, o llevando rebaños de corderos y de vacas, pajarillos y plantas raras. Porque sucede que el gé­nero humano es así, y acostumbra rendir homenaje a los poderosos y a sus hijos, a aquellos de quienes puede esperar
  • 164. 178 JUAN BOSCH algún bien o de quienes teme un castigo. ¿Y quién es más poderoso que el Señor Dios? O pudo El anunciarlo con anticipación, mediante un cata­clismo, secando un gran río o mudando de lugar una monta­ña, pues que todo eso y mucho más podía hacer. Pudo in­cluso haberlo dicho con su gran vozarrón, gritando desde allá arriba: -jHombres locos, ahora está naciendo Mi Hijo, que va a predicar en mi nombre entre ustr:nes! y pueblos enteros, con sus gam..dos y sus esclavos, habrían salido apresuradamente hacia Belén. Podemos imaginarnos a grandes multitudes trasladándose a través de los desier­tos y los lugares poblados, cocinando bajo el sol, durmiendo a campo raso, enfermándose, muriendo, naciendo, dejando los pozos y los estanques sin agua y dando muerte, para ali­mentarse, a toda cIase de animales. El Señor Dios no aspira a tal movilización. Todo 10 que El quería era que unos cuantos hombres, muy pocos -los que tUVÍeran el alma limpia y generosa- supieran que ya había nacido Su Hijo. Quería decirlo y que sólo lo entendieran al­gunos habitantes de la Tierra. Como hacía siempre que se veía en aprietos, el Señor Dios meditó; nunca hizo El cosa alguna sin antes pensarlo dos ve­ces, y en algunos casos hasta tres veces. Sentado en medi.o del enorme piso de nubes, el Señor Dios veía los cielos llenos de estrellas que iluminaban la inmensi­dad. Todas esas estrellas eran soles que El había hecho mi­llones de años antes. Era de noche ya, pero nunca es de no­che allá arriba, donde El está, porque los espacios están ba­ñados por un resplandor indescriptible. En medio de ese res­plandor estaba el Señor Dios, sentado como un rey, cogién­dose las rodillas con las manos y contemplando las estrellas.
  • 165. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 179 De pronto llamó a una, un hermoso lucero de color azul cla­ro, casi más blanco que azul. Le dijo: -iVen acá, tú! y aunque el lucero estaba a una distancia fantástica, se le vió salir de golpe, a gran carrera, si bien era difícil apre­ciar que se movía; se le vio acercarse, con su luz cegadora y espléndida, y correr y correr por los cielos en derechura hacia el Señor Dios. -Vete a la Tierra -le dijo El cuando lo tuvo cerca- y p6sate sobre un establo que hay en un pueblo llamado Belén. Hay tres establos allí, uno a la salida del camino que va a Jerusalén, que queda al norte: otro a la salida del camino del oeste y otro a la salida del camino de Hebrón, que queda al sur. En este último acaba de nacer Mi Hijo, y es sobre ese establo donde debes colocarte. Atiende bien, que no quiero equivocaciones. Ustedes los luceros son bastante alocados y no ponen la debida atención en lo que se les dice, de donde provienen luego grandes errores. Lo primero es atender para poder entender. Así es que ya lo sabes: te posas sobre el es­tablo que está hacia el sur. En un instante se vio al lucero alejarse; iba hacia la tie­rra a tal velocidad que en pocos segundos su tamaño pasó a ser el de una naranja, y después el de una moneda, y después el de un anil1o. En un salto se hallaba sobre el establo, aunque bastante alto desde luego. Cuando se situó allí dirigió un rayo hacia el establo. No era muy tarde, y mucha gente estaba despierta; buen número se hallaba en las pequeñas calles; algunos charlaban y en muchos sitios las gentes encendían hogueras para amor­tiguar el frío, que era fuerte aquella noche.
  • 166. 180 JUAN BOSCH Pues bien, de toda esa gente que todavía estaba despier­ta en Belén, ninguna vio el lucero. Es costumbre de los hombres no ver aquellas cosas que antes no se les han anunciado, sobre todo si esas cosas son de apariencia humil­de o se confunden con las que nos rodean. A pesar de su sig­nificación especial, el lucero parecía uno más, una de las tan­tas estrellas que llenan los cielos, y la gente que había en Belén no se detuvo a verlo.
  • 167. CAPITULO 111 Pero cuatro personas vieron el lucero y se sintieron atraídas por él, cada una, desde luego, según su manera de ser, pues no todo el mundo es igual. Una de ellas se hallaba a gran distancia, a distancia tan enorme que sólo se explica que viera el lucero porque veía con ojos de bondad, capaces de penetrar hasta lo in­creíble, y con alma sencilla que adivinaba lo extraordina­rio por muy oculto que estuviera. Esa persona er,a un vie­jito rechoncho,alegre, de constante buen humor, que tenía su vivienda en un lejano país donde en invierno los campos se cubrían de nieve y los árboles se quedaban sin hojas y los pajarillos tenían que huir a otros climas para no morir de frío. El viejo señor acostumbraba vestir de rojo para que los niños de las cabañas que había por allí le recono­cieran en medio de la nieve cuando él iba a visitarlos; usa­ba adornos blancos en las mangas y en la chaqueta, gran cinturón negro y altas botas también negras; tenía copio­sa barba blanca y llevaba gorro rojo con adornos blancos. Era el anciano más simpático que nadie podía ver jamás. Se reía siempre, y tanto, que la risa le había arrugado la cara. El frío del invierno le enrojecía la nariz y el viento le azotaba la barba, pero a él no le importaba. Iba de choza en choza para entretener con sus cuentos a los niños; les llevaba regalos, y todo el mundo lo quería, todos lo reci­bían con alegría y alborozo, todos se llenaban de animación 181
  • 168. 182 JUAN BOSCH cuando veían su estampa rechoncha y roja luchando con la ventisca y con la nieve. Tenía varios nombres el buen viejo; unos le llamaban Nicolás y los niños muy pequeños, que no sabían pronunciar su nombre, le llamaban Colás o Claus, pero había otros que le decían Papá Noel. Pues bien, el simpático don Nicolás fue uno de los que vio el lucero. Iba él con un saquito de juguetes de madera, que él mismo hacia en sus ratos de ocio para regalar a los niños, cuando vio a la distancia aquella luz. A don Nicolás todo le parecía hermoso; nada le desagradaba porque pen­saba que cuanto hay en la Tierra tiene algún fin, y que la gente que sólo ve el lado feo de las cosas afea la vida de los demás y se amarga la suya. Por eso le agradó ver aque­lla luz y se quedó con la vista fija en ella. -Me gustaría saber qué quiere decir ese lucero -dijo en voz alta-, pues por alguna razón está alumbrando tanto. Nunca se ha visto que un luc'ero r.lé tal cantidad de luz y eso significa algo bUeno. Lo que no se imaginaba el viejo era que el Señor Dios estaba allá arriba mirándole a él, y que el Señor Dios oye a las gentes hasta cuando sólo piensan, razón por la cual El sabe lo que hay en el corazón y en la cabeza de cada quien. Don Nicolás contemplaba la luz y apreciaba la distan­cia a que se hallaba. -Está muy lejos -se dijo-, pero yo voy a ir allá Es verdad que no tengo animal que me lleve, mas no impor­ta; iré a pie. El Señor Dios oyó aquello y pensó: "¡Caramba con el viejo! Si sale a pie, cuando llegue Mi Hijo tendrá barbas. Debo ayudarle a hacer ese viaje con la mayor rapidez po­sible". Y como a la hora de ayudar el Señor Dios no anda dudando, sino que actúa inmediatamente, se arrancó un pelo de la ceja derecha y le gritó:
  • 169. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 183 -¡Conviértete en reno ahora mismo, y además en tri­neo, y vete a buscar a don Nicolás, un viejo que está allá, en medio de esa llanura blanca que se ve por el norte! Te vas sin perder tiempo y le dices que suba en el trineo, que tú lo vas a nevar a donde se halla el lucero. Fíjate bien en lo que oyes, porque ustedes los renos son muy dados a estar pensando sólo en el pasto de las primaveras y no po­nen la debida atención en lo que se les dice. Recoges al viejo don Nicolás y lo llevas hasta donde está el lucero, y ahí lo dejas, a }a puerta del establo de Belén, y esperas que él salga para que lo transportes otra vez a su tierra. No quie­ro eqUiVrCaciones; observa que en Belén hay tres establos, uno a la salida de... -Sl-le interrumpió el reno, un hermoso animal todo blanco, con la cornamenta como dos ramas nevadas-, ya oí cuando se lo decías al lucero: uno a la salida para Jeru­salén, otro hacia el oeste y otro hacia el sur. El Señor se quedó mudo de asombro. ¿Cómo podía ex­plicarse que ese animal hubiera oído lo que El le decía al lucero, si no había nacido todavía cuando El hablaba con el lucero? Por primera vez el Señor Dios tenía un misterio que resolver. -Es que tú olvidas que yo era ceja tuya hasta hace poco, y por eso oí lo que hablaste con la estrella -explicó el reno como si supiera lo que el Señor Dios se preguntaba en silencio. -¿Qué es esos de tratarme de "tú", atrevido? El Señor Dios estaba simulando una indignación que en verdad no sentía. Buscaba confundir al reno para que éste no Se diera cuenta de la turbación en que lo había de­jado la inteligente observación del animal. Pero no con­siguió su propósito, .porque el reno seguía mirándole con la mayor frescura. Entonces el Señor Dios le gritó que no per­diera el tiempo y que se marchara en seguida, a lo que el precioso animal respondió pegando un brinco de más de
  • 170. 184 JUAN BOSCH cien millas, seguido del blanco trineo que llevaba atado por blancas correas. En cosa de segundos se perdió en la inmQn­sidad. Mientras el reno se lanzaba a los espacios, :res per­sonas discutían sobre el lucero. Se trataba de UllOS reyes del desierto, cada uno de los cuales reinaba en un oasis, los lugares donde hay agua en medio de las arenas, allí donde crecen las palmeras de dátiles y los pastores se reúnen de noche junto con los peregrinos y los mercaderes y los gue­rreros para descansar de los trabajos del día. Los tres oasis eran vecinos, yeso explica que los reyes pasaran muchas horas juntos. Acostumbraban cor¡tarse his­torias entre sí, re1atarse los acontecimientos de calla uno de los pequeños reinos, explicar cómo cobraban los impuestos y cómo administraban justicia; se entretenían jugando aje­drez, a lo que eran muy aficionados, y mientras jugaban iban comiendo dátiles, que colocaban en una gran bandeja de plata, y discutían durante horas enteras el movimienta de algunas piezas. Entre ellos había uno de muchos años, rostro flaco y barba blanca, llamado Gaspar. Era todo un rey por el por­te, la mirada de sus ojos, negros como el carpón y la her­mosa nariz aguileña. Se ponía Un brillante manto azul lle­no de piedras preciosas y un turbante de tela de oro y pa­recía más que un rey. Pero tenía mal humor y era muy taca­ño, casi avaro. Nunca hubo rey que hablara menos que él, ni ninguno que amara más las monedas de oro. Le gustaba contar él mismo sus tesoros y a nadie perdonaba una dila­ción en pagar los impuestos, por pequeña que fuera la suma que debía pagar. Gastaba lo menos posible, y por eso era flac'O, pues hasta para comer era económico. Su gran preo­cupación era tener más camellos que nadie, y más ovejas y más oro y piedras preciosas. A pesar de lo cual en el fon­do era un buen hombre, y huía de los que sufrían porque si veía a alguien sufriendo acababa ablandándose y dándo-
  • 171. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 185 le algunoo dátiles o un pedazo de queso. Se contaba que cierta vez ordenó que le dieran a un mendigo un vaso de leche, y a una vieja que ya no podía trabajar le regaló una moneda de plata. Aquello fUe un acontecimiento de gran significación, y el propio rey Gaspar se disgustó por su de­bilidad, al e,xtremo de que prohibió que se hablara de ello en su presencia, tan mal se sentía cada vez que recordaba que por su causa en su tesoro había una moneda menos. Pero eso sí, el rey Gaspar era justo; no admitía que se cometiera ninguna crueldad con sus súbditos, no acep­taba que a nadie se le cobrara de más ni Un pelo de came­llo, y cuando sabía que alguien había procedido mal mon­taba en cólera y mandaba darle veinte azotes, o cincuenta, o cien, de acuerdo con el delito que hubiera cometido. Otro de los reyes era Melchor, muy distinto de Gas­par en su figura, puesto que no tenía tanta estatura pero sí más carnes, ni tanta edad aunqúe también llevaba bar­ba negra muy bonita, muy bien arreglada y de no más de una pulgada de largo. Melchor era de rostro redondo y de nariz también redonda; y no tenía la mirada altanera, pues sus ojos castaños eran dulces y bondadosos; el pelo, menos oscuro que la barba, le caía sobre los hombros. Ese pelo tan largo no le quedaba tan bien como el suyo blanco al rey Gaspar, hay que reconocerlo, pero él se lo mantenía limpio y perfumado con los mejores aceites. El rey Melchor se parecía a Gaspar en una cosa: en que hablaba poco. Pero jamás tenía mal humor. No era parlanchín porque acostumbraba decir sólo aquello que le parecía que era necesario y verdadero, razón por la cual antes de hablar se medía mucho y meditaba una por una las palabras que iba a usar. Era un rey observador y disci­plinado, que se levantaba siempre a la misma hora, hacía cada día lo que había hecho el día anterior y estudiaba cuidadosamente todo problema nuevo. No había maner:a de que entrara en guerra con otros reyes. El vivía en paz con
  • 172. 186 JUAN BOSCH todo el mundo y afirmaba que respetando los derechos de los demás reyes jamás tendría que ir a la guerra. Eso no quiere decir que era tímido o cobarde; de ninguna manera. Cierta vez que unos guerreros atacaron a gente de su tribu y les quitaron unas cuantas ovejas y dos camellos, el rey Melctlor montó a caballo -un hermoso caballo blanco que era su favorito- y se fue solo a enfrentarse con los asal­tantes. Cuando éstos le vieron llegar sin compañía alguna pensaron que el rey Melchor había dejado sus guerreros ocultos en algún sitio para después exterminarlos por sor­presa, y resolvieron devolverle las ovejas y los camellos.· Pero la verdad es que Melchor no se había hecho acompa­ñar de nadie. Desde ese día todas las tribus del desierto le cobraron gran respeto. Como su amigo Gaspar, Melchor era rico, pero no tenía mucha estima por sus riquezas; más que el oro amaba la paz, y más placer que llevar encima pie­dras preciosas le producía ver a su pueblo alegre y saluda­ble, Cuando el rey Gaspar y el rey Melchor estaban solos resultaba divertido oirles hablar, y sobre todo oirles dis­cutir sobre las jugadas de ajedrez. Pues en sus discusiones no decían más de tres palabras cada uno, y pasaba tanto tiempo entre lo que uno decía y lo que le respondí:a el otro, que a veces los que estaban cerca no se acordaban de lo que había dicho Gaspar cuando oían lo que contestaba Mel­chor, o viceversa. Pero esas discusiones se animaban mucho si estaba presente el rey Baltasar. Ese sí que hablaba, y se divertía él solo, y él solo se decía y se respondía, se reía y se ponía serio. Se trataba de un personaje animado, lleno de vitalidad y alegría, que muy difícilmente dejaba a nadie terminar de hablar sin que le interrumpiera para contestar­le o hacer un chiste, A un mismo tiempo jugaba ajedrez, comía dátiles y contaba una historia. Era el rey más raro del mundo, porque a la vez que se movía mucho y hablaba más, tenía majestad, sobre todo cuando quería tenerla.
  • 173. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 187 Entonces erguía la cabeza, le brillaban los ojos y abría las aletas de la nariz; se ponía altivo y hermoso y parecía crecer. Baltasar era negro. Pero no un negro tosco, como mu­cha gente imagina que son todos los negros, sino más bien de DelIa presencia, muy bien proporcionado, más alto que Da¡v, más delgado que grueso. No tenía el color brillante; su piel era de un negro apagado. Tenía la frente pequeña, las cejas muy dibujadas, los ojos muy grandes, la nariz rec­ta; no achatada como la de muchos negros, ni aguileña co­mo la del rey Gaspar, ni redonda como la del rey Melchor. Sus labios eran gruesos y largos y sus dientes fuertes y blancos. Tenía la cara bien cortada, el cuello poderoso, los hombros llenos de músculos, y también los brazos. Habla­a grandes voces, se reía por nada, y por nada se ponía bra­vo, y entonces imponía temor, porque era agresivo y muy astuto. Probablemente no había en toda la Tierra rey me­jor que Baltasar. Si oía llorar a un niño mandaba sus guaro dias a preguntar qué ocurría; si un anciano se sentía en­fermo, él núsmo iba a darle las medicinas; si alguien no podía pagar sus impuestos, decía: -No importa, otro día será. Se contaba que una vez que fue a la guerra venció a Sl1 enemigo, el rey que había atacado su oasis, y que sus guerreros le llevaron un niño prisionero y le dijeron: -Mira, rey Baltasar, éste es el hijo de tu enemigo y su heredero. Mátalo para que te quedes con su reino y repartas sus riquezas entre nosotros. Esa era la costumbre de la época; así actuaban todús los reyes y por tanto nadie hubiera tomado a mal que Bal­tasar decapitara al niño. Pero Baltasar se indignó, dijo que lo que le pedían era un crimen, y tomando su cimitarra gritó a sus guerreros que el primero que volviera a darle consejo parecido iba a quedarse sin cabeza en el acto. -¡En el acto! -gritaba, con los grandes ojos enrojeci­dos de cólera.
  • 174. 188 JUAN BOScH Baltasar vestía con lujo; le gustaba usar un blanco turbante que prendía con Un rubí del tamaño de un huevo de paloma; se ponía en las muñecas y en los tobillos ajor­cas de oro, se colgaba al cuello un gran collar lleno de mo­nedas y se ponía un cinturón cuajado de piedras preciosas. Pero no usaba manto. -El manto no les queda bien a los negros -decía rién­dose. Era un hermoso grupo el de los tres reyes; Gaspar con su manto azul tachonado de piedras y su turbante do­rado, Meldhor con su turbante rojo y su manto amarillo, si bien este último no llevaba piedras u otro, porque al rey no le agradaba el lujo; BaItasar con su turbante blanco y su traje verde, su collar, sus ajorcas y su cinturón. Como los tres eran muy limpios, llevaban todo el tiem­po pantalones blancos, de seda brillante, muy pegados a las piernas, y los tres usaban roja,s babuchas, que Son za­patos de tela de punta larga y hacia arriba. Daba gusto ver­los en las noches claras, cuando Se sentaban sobre una gran alfombra bajo las palmeras a jugar ajedrez. Como reyes de Oriente, no usaban sillas ni sillones, sino cojines y las pro­pias piernas cruzadas bajo ellos. Una de esas noches fue cuando apareció el lucero. Ju­gaban Gaspar y Baltasar; junto a ellos, comiendo dátiles en silencio, estaba Melchor. Baltasar iba a mover una pieza, pero 'se distrajo mirando algo a través de las palmeras. Estuvo un momento deslumbrado, un momento nada más, y de pronto exclamó: -¡Majestades, algo raro está sucediendo en el mun­do! ¡Miren ese lucero, vean esa luz! ¡Nunca se ha visto un lucero como ese! Melchor se volvió para ver, pero Gaspar no. Gaspar sólo atendía al tablero y estudiaba la posible jugada de su contrincante.
  • 175. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 189 -Juega, Baltasar -dijo. Pero Baltasar no tenía intención de jugar, pues se­guía mirando hacia el lucero. -Sí, algo pasa -comentó muy calmadamente Mel­chor. -y a nosotros, ¿qué nos importa lo que pase? -pre­guntó con su habitual aspereza Gaspar-. Lo que tenemos que hacer es seguir jugando. El rey negro no hizo caso; peor aún, se puso de pie y abandonó su puesto frente al tablero. -¡No señor! -dijo-. Tú estás equivocado, rey Gas­par. Lo que anuncia ese lucero debe ser algo muy gran­de, y yo no me 10 pierdo. ¡Hay que ir ahora mismo para allá a ver qué está sucediendo! -¿Ir? Esa pregunta de una sola palabra sonó como un re­lincho, y quien la hizo fue Gaspar. Del disgusto que le causó la proposición del rey Baltasar tiró el tablero a diez varas de distancia; inmediatamente, como le sucedía cada vez que montaba en cólera, se pUlSO a masticar el aire y la blanca barba iba y venía como el rabo de una paloma. -Espérate, Gaspar; cálmate y atiende. Creo que vale la pena saber qué pasa. Ese que habló fue el rey Melchor, lo cual indignó más a Gaspar, ¿pues cómo se explica que un hombre sen­sato, un rey tranquilo y metódico como Melchor hablara de ir a ver qué ocurría? -¿Te has vuelto loco? -respondió Gaspar-. Ve tú, si quieres, y acompaña a este curioso entrometido. Yo no me muevo de aquí. -Pues vas a moverte, sí señor -terció Baltasar ges­ticulando a diestra y siniestra-o Tienes que ir, porque si se trata de algo 'bueno nosotros queremos compartirlo con­tigo.
  • 176. 190 JUAN BOSCH --¿Qué bueno ha de ser? ¿Cuándo has visto tú que ocurra nada bueno en el mundo? Además, yo no voy a dejar mi reino abandonado. ¿Qué sería de mis tesoros? El calmoso rey Melchor puso una mano en el hombro de Gaspar, y habló: -Algo me dice que conviene que vayamos, Gaspar. En cuanto a tus tesoros, l1évatelos contigo. Yo voy a ir de todas maneras y me llevaré los míos, porque no sé qué tiempo gastaré en el viaje. -¡No hay más que hablar! ¡Pronto, traigan dos came­llos! -gritaba ya Baltasar; y casi antes de terminar, decía: -Te quedarás aquí solo, rey Gaspar. Si te ataca algu­na tribu guerrera perderás la vida y los tesoros, porque Melchor y yo vamos a ver qué significa ese lucero. A regañadientes, sin ningún entusiasmo, el rey Gaspar admitió ir él también. Pidió un camello más, el mejor de los suyos; hizo que le colocaran sus tesoros en dos co­fres y vigiló atentamente esa operación. Viéndole actuax:, Baltasar y Melchor mandaron a bw;car sus tesoros y en poco tiempo los tres reyes se hallaban sobre ricos arne­ses. Los guardias reales quisieron acompañarles, pero ellos dijeron que no, que irían solos. Ya al salir, Baltasar dijo: -Melchor, tú que eres el más juicioso, di hacia dónde alumbra el lucero. -Es hacia Belén. -Bien, ¡pues ya estamos andando hacia Belén! -gri-tó Baltasar. Y así fue. Sus súbditos se agolparon para verlos par­tir en la clara noche, y les gritaban adioses. Los reyes notaron que se alejaban muy de prisa, y después obser­varon que los camellos no trotaban, sino que parecían saltar, y cada vez eran más grandes los saltos, mayores las distancias que recorrían en el aire. Apenas podía afirmarse
  • 177. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 191 que ponían las patas en tierra. Aquello era la cosa más rara que jamás le había sucedido a un grupo de reYe5. Es oportuno consignar aquí que hasta el propio rey Gaspar se impresionó, y a tal punto que se vio en el caso de confesar: -En verdad, parece que el lucero anuncia algo extra-ño. Palabras a las que ei rey negro respondió con una gran risotada, la cual le hizo tragar mucho aire porque a esa altura volaban a tremenda velocidad.
  • 178. CAPITULO IV Había sucedido que el Señor Dios también s,e enteró a tiempo de que los tres reyes iban camino de Belén. El Señor Dios 'estaba esa noche lleno de curiosidad, cosa que no debe causar asombro porque se trataba de que Su Hijo acababa de nacer, y quería saber quiénes estaban dispues­tos a honrar a ese niño. El Señor Dios era de esta opinión: "Los hombres son locos y por leso parecen malos, pero uno solo, o dos o tres capaces de ser cuerdos, buenos y puros, justifican todo mi trabajo, y con que haya dos o tres en la Tierra me basta para pensar que mi obra no ha sido un fracaso". Esa noche del nacimiento de Su Hijo halló que había cuatro, esto es, ~l simpático don Nicolás y los tres reyes. A los cuatro los veía El con gran ternura; y de la misma manera que pensó que don Nicolás no iba a poder hacer el viaje desde sus lejanas tierras nevadas hasta Be­lén a pie, y le envió el blanco reno y el trineo, asimismo pensó que si los reyes se at'enían únicamente al trote de sus camellos llegarían con algunos días de retraso, tras­nochados y bastante estropeados. Por eso desde allá am­ba El dijo: -Vamos, camellitos, apuren el paso y vuelen Un poco. Ni que decir que los propios camellos no sabían lo que les pasaba, porque a poco ya ni ponían las patas en tierra. Sobre ellos, sus jinetes se llenaban de asombro, tal vez con 193
  • 179. 194 JUAN BOSCH la excepción de Baltasar, a quienes los sucesos extraños le producían alegría. De esa manera, volando en vez de trotar, las hermo­sas bestias del desierto llegaron como exhalaciones a Be­lén; ya un tiempo, como si supieran qué hacían, doblaron sus rodillas en la puerta del establo. El primero de los tres reyes que se tiró de su camello fué Baltasar. Al aso­marse a la puerta vió a una hermosa y joven mujer que envolvía a un recién nacido en blancas telas, a un hombre de negra barba que le ayudaba en su tarea, a un calmoso buey echado, que rumiaba y parecía reflexionar sobre lo que estaba a su vista, y a una mula que mordisqueaba pas­to s'eco. Por el roto techo del establo entraba la vivÍs'ima luz del lucero, llenaba de resplandor al grupo de la mujer, el hombre y el niño, y daba tal transparencia al cuerpo del niño que éste parecia hecho en el más fino de los cristal'es. El rey Baltasar, el alegre y bondadoso rey del desier­to, tenía un corazón puro, un corazón de ,esos que recono­cen la verdad y no la niegan. En un segundo había obser­vado que a pesar de estar recién nacido, aquel niño tenía los ojos abiertos e iluminados, ojos a la vez daros y pro. fundos, como los de los ser,es que han visto cuanto hay que ver en la vida. Entonces Baltasar gritó, volviéndose a Gaspar y a Melchor, que todavía estaban sentados sobre sus camellos: -¡Majestades, aquí hay un niño que debe ser el Hijo de Dios! Esas palabras sorprendieron a José, quien no pudo menos que preguntar: -¿Tan pronto le llegó la noticia, señor? Melchor se asomó a la puerta antes que Gaspar. Tam­bién él miró, sólo que lo hizo con su acostumbrada calma, estudiando la escena con mucho detenimiento. Ya se sabe que Melchor no se aventuraba a dar opiniones si no estaba muy seguro de lo que diría.
  • 180. cUE'N'TOS ESCRITOS EN EL EXILIO 195 -¿Es o no es ese niño el Hijo de Dios? -le preguntó, lleno de entus'iasmo, el rey Baltasar. Pero Melchor meditó todavía un poco más; alzó los ojos para cerciorarse de que la luz que alumbraba al her­moso grupo era la del lucero; contempló con verdadero in­terés al niño, y terminó admitiendo: -Sí, ese niño es el Hijo de Dios. Al oír al sereno y juicioso Melchor hablar así, el co­razón del rey Baltasar se desbordó de alegría. En verdad, parecía haberse vuelto loco. Corrió hacia la puerta excla­mando: -¡Es el Hijo de Dios, rey Gaspar! ¡Tenemos que dar­le nuestros tesoros! ¡Ha sido una su~erte traer los tesoros para que podamos ofrendárselos ahora al niño! Oír Gaspar tales exclamaciones y saltar como si lo hubiese picado un animal venenoso, fue obra de un segun­do. -¿Qué dislates son esos, rey Baltasar? ¿Te has vuel­to loco? ¿Crees tú que yo vaya darle mis tesoros al pri­mer niño que encuentre? ¡Señor -agregó, elevando los brazos al cielo y levantando su cabeza, lo cual era un es­pectáculo bastante cómico, visto que todavía estaba sobre el camello y éste se hallaba arrodillado-, este desdichado rey negro ha perdido el juicio y quiere que lo pierda yo también! Pero el rey Baltasar no ponía atención en las quejas de su amigo y compañero. Se dirigió a su camello y comen­zó a descargar los tesoros. Viéndole actuar,el r,ey Gaspar casi enloquecía. -¡Melchor, rey Melchor! -gritaba, apelando al buen juicio de su amigo y colega-o ¡Este loco va a darle sus tesoros a ese niño porque dice que es el Hijo de Dios! Con su gran paciencia, Melchor le contestó: -Sí señor, es el Hijo de Dios, y yo también voy a¡ po­ner mis tesoros a sus pies.
  • 181. 196 JUAN BOSCH A poco más pierde la razón el rey Gaspar. Estaba lí­vido. Era, en verdad, un rey de mal humor, que necesita­ba de muy poca cosa para sentirse colérico, y cuando se ponía así la barba le subía y le bajaba sin cesar, del cuello a la nariz y de la nariz al cuello. Preguntaba ahogándo­se: -¿Pero cómo es posib}e que le den a ese niño todos sus tesoros? ¿No comprenden que van a quedarse en la miseria? ¿Y yo, qué va a ser de mí? ¿Creen ustedes que yo voy a arruinarme porque ustedes se empeñen en creer que ese recién nacido es el Hijo de Dios? ¿Quién me lo asegu­ra? -No charles tanto, rey Gaspar -dijo Baltasar-; nos lo asegura el corazón, que nunca se equivoca. Ve tú a verlo y después di lo que quieras. -jClaro que iré, y ya verán ustedes que ése no es el Hijo de Dios! Ocupado en descargar sus tesoros, Melchor no habla· bao El rey GaspM" se lanzó de su camello, y tanta ira lleva­ba que se 'enredó los pies y cayó de narices ,en el polvo. Pero se levantó de prisa y entró al establo dispuesto a pro­bar que sus dos amigos estaban 'equivocados. Sin embargo, he aquí que al cruzar lá puerta quedó alelado; allí estaba el grupo. El hombre y la mujer se veían en actitud de ado­ración; el niño sonreía al viejo rey malhumo~ado; el buey y la mula parecían observarlo, como si dijeran; "Vamos a ver cual es ,ahora tu opinión". Algo sintió el rey en su corazón; como una música, co­mo, una In z, como un calor suave y bienhechor. Elevó los ojos hacia el techo y creyó que hasta el lucero esperaba sus palabras. Poco a poco fue acercándose al grupo; cayó de rodillas, tomó una mano del niño y dijo: -El Señor te bendiga, preciosa criatura.
  • 182. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 197 y entonces se puso de pie y caminó hacia su camello. El rey Baltasar y el rey Melchor iban entrando ya con sus tesoros; el primero sonrió con bastante indiscreción, casi burlándose del viejo rey Gaspar. Pues el rey negro del de­sierto era más franco de lo necesario y con sus ribetes de burlón. Pero Melchor ni siquiera alzó los ojos. Ya afuera, Gaspar sacó de uno de los cofres dos monedas de oro y se las guardó en su cinturón. -El Señor Dios me perdonará si me quedo con éstas ~dijo-, pero yo no quiero exponerme a estar completa­mente arruinádo como este par de locos. A lo mejor más tarde hacen falta estas monedas para que ellos mismos no se mueran de hambre. Después cogió sus tesoros y los llevó hasta los pies del niño. Muy silenciosamente, los tres reyes abrieron sus co­fres, y la luz del lucero sacaba brillo de los rubíes, las es­meraldas, los brillantes y el oro que había en ellos. Tanto era el brillo que el buey volvió sus pesados ojos hacia la mula, como queriendo decirle: "Fíjate cuántas cosas her­mosas han traído estos tres reyes". Con lo cual pareció es­tar de acuerdo la mula, porque también ella miró al buey y después fijó la vista en los abiertos cofres. No sólo el buey y la mula, sin embargo, contemplaban aquel montón de riquezas; también el Señor Dios las veía desde arriba. Las veía y sonreía moviendo de un lado a otro la gran cabeza. Se sentía feliz el Señor Dios, no 'Por los tesoros, sino porque su ofrenda significaba un homenaje a Su Hijo. Y como de vez en cuando al Señor Dios le gustan las travesuras, se reía de que el cólerico y viejo Gaspar hubiera guardado dos monedas de oro. -Ese reyes un gran tipo -decía; y por la blanca bar­ba de Gaspar le llegó a la memoria la de don Nicolás, ra­zón por la cual se preguntó:- ¿Pero qué será de ese otro viejo? ¿Por qué no habrá llegado todavía? ¡De seguro que
  • 183. 198 JUAN BOSCH el tonto del reno se ha distraído! Los renos sólo piensan en el pasto. ¿Dónde estará ahora? Buscando con la mirada alcanzó a verlo: volaba a ve­locidad increíble. El brioso animal partía los aires, con las patas de atrás juntas y extendidas, las delanteras dobladas por las rodillas y también juntas, el poderoso cuello ergui­do, la linda cabeza derecha y abiertas las ventanas de la nariz. Atrás, en el trineo, muy sonreído y muy tranquilo, iba don Nicolás. Llevaba sobre las piernas el saquito lleno de juguetes de madera, con el cual, echado al hombro, iba de choza en choza cuando cayó del cielo, a su lado, el reno con el trineo. El reno habló para decir: -Me parece que tú eres don Nicolás, ¿no? -Sí, s'OY yo -oyó que le respondieron. A lo que, sin perder tiempo, replicó el reno: -Entonces súbete aquí, porque el Señor Dios dice que si haces el viaje a pie hasta donde ves la luz, llegarás un poco cansado. Don Nicolás no era hombre de formular muchas pre­guntas, ni andaba buscándoles dificultades a las cosas, de manera que le pareció lo más natural del mundo aprove­char la oportunidad que le ofrecían, y ni corto ni perezoso se acomodó en el trineo. A poco notó que iban volando, co­sa que no le sorprendió porque tampoco tenía él la costumbre de sorprenderse: en esta vida todo puede suce­der, hasta 10 más inesperado. Pero creyó del caso hacer algún comentario; así 'es que le preguntó al blanco animal. -¿Tú eres un reno o un avión? A pesar del ruido del aire, que era mucho, el reno le oyó porque volvió la cabeza para responderle: -No hagas preguntas, porque no puedo perder tiem­po. El Señor Dios es muy estricto cuando da órdenes y yo recibí la de llevarte cuanto antes a Belén. Por esa razón vamos volando, no porque yo sea avión ni cosa pa­recida.
  • 184. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 199 -Bueno, bueno -explicó don Nicolás-, no es mi in­tención causarte enojos. Si lo de avión te ha molestado, dalo por no dicho. Lo que sí desearía que me explicaras es eso de Belén. ¿Qué es Belén? -Siento no poder decírtelo, pero ni yo mismo lo sé. Agárrate, no vayas a caerte, porque dentro de poco vamos a llegar y en Belén no hay nieve. Si te caes te rompes por lo menos una costilla. -¿De manera que me traes volando tan lejos para que me rompa una costilla? No lesperaba eso. Pero en fin, hágase la voluntad de Dios -comentó Nicolás. -Eso mismo digo yo yeso es lo que estoy haciendo -afirmó 'el reno. Fue exactamente cuando terminó de decir esas pala­bras cuando el Señor Dios acertó a verlos desde su altura. Cuando el reno y su pasajero se acercaban, el lucero parecía despedir mayor luz. E,ra una fuente de resplandor, una creciente semilla de claridad, el más espléndido es­pectáculo que podía disfrutarse en la Tierra. Hasta el reno quedó deslumbrado. -¡Qué luz tan limpia! -dijo. Don Nicolás opinó en alta voz que mejor que Vler al lucero en ese momento era ver la tierra para saber donde iban a bajar. Estaba preocupado por la integridad de sus costillas. -Ese es un problema mío que resolveré por mí mis­mo. y no me distraigas, que ya estamos llegando -explicó el reno. Así era. Un instante después el hermoso animal ponía sus cuatro patas a la puerta del establo, yel trineo, que había descendido con tanta suavidad como si se hallara so­bre montones de algodón, chirriaba ligeramente al sentirse frenado por el suelo. -¿Aquí 'es? -preguntó doh Nicolás. -Aquí -respondió el reno.
  • 185. 200 JUAN BOSCH Don Nicolás descendió, con alguna dificultad porque era grueso y de bastantes años. Súbitamente 'el reno se des­hizo en el aire, con todo y trineo. Don Nicolás 10 vió des­hacerse, pero tampoco eso le resultó extraño. E,ra costum­bre suya no asombrars'e de nada. Con su saco al hombro, se dispuso a entrar en el establo. Pero en ese momento salían de allí tres hombres ves­tidos lujosamente, con trajes que él jamás había visto ni imaginado. El primero en salir fue un negro de arrogante estampa, vestido de verde con turbante blanco; le seguía Un anciano flaco, muy altivo, de manto azul y turbante do­rado, en cuyo rostro destacaba una barba blanca; por úl­timo, iba un señor de talla mediana, también mediana­mente grueso, de barba négra y corta y manto amarillo y turbante rojo. Los tres salían COn expresión feliz. -¿Quiénes serán estos señores? -se preguntó don Ni­colás, y se quedó mirándoles, a la vez que los tres le mira­ban a él, tal vez sorprendidos por su figura, su ropa tan desusada en esos parajes, su barriga saliente y su semblan­te alegre. Los reyes comenzaron a hablar entre sí. El negro avanzó hacia su camello y de pronto se puso a gritar: -¡Majestades, vengan a ver; aquí ha sucedido algo raro! ¡Los camellos están cargados de tesoros! Melchor y Gaspar corrieron a comprobar lo que de­cía su compañero Baltasar, y los dos se quedaron mudos de asombro ante aquellas riquezas. Allí había muchas veces más tesoros de lo que ellos habían dejado a los pies del niño. No podían comprenderlo. Melchor, si,empre sensato, estudió la situación en silencio y después dijo: -Aquí debe haber un error, majestades. Propongo que averigüemos quiénes son las personas que olvidaron estas riquezas, y que se las devolvamos cuanto antes. Es posible que haya habido un cambio de camellos y que és­tos no sean los nuestros, sino otros.
  • 186. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 201 ¿Para qué dijo tal cosa? El rey Gaspar por poco lo ful­mina. Saltó con la agilidad de un mono y quería meterle los puños por los ojos. -¿Estás loco? -decía-o ¿Cómo se te ocurre decir eso? ¿Qué persona con dos dedos de frente va a dejar aban­donados tres camellos cargados de riquezas? ¿No ves, ade­más, que éstos son nuestros camellos? ¿Estas tan ciego que no los reconoces? Baltasar terció para decir: -Majestades, puede ser que sea un regalo del Señor D:os en vista de que le hemos dado a Su Hijo cuanto tenía­mo~. El rey Gaspar no necesitaba explicación tan 'estimu­lante para estar de acuerdo con sU amigo, y olvidando las muchas veces que él había criticado a Baltasar por ligero, afirmó: -Así es, sin duda alguna. Baltasar siembre acierta por­que este negro es muy inteligente. Además, ya es tarde, nosotros estamos cansados, y yo opino que lo más pruden­te es que volvamos a nuestros reinos y allá hagamos las ave­riguaciones del caso. Yo, por lo menos, me voy ahora mis­mo. Dicho y hecho: se trepó en su camello yen el acto sa­lió al trote. Baltasar dijo: -No lo dejemos ir solo, Melchor, porque podría suce­der que un grupo de bandoleros le asaltara en el camino. y como Melchor estuviera de acuerdo, con la salveda-d de que al llegar debían investigar ,el origen de los tesoros, montaron y se fueron. Tuvieron que hacer trotar a las bes­tias para alcanzar a Gaspar, que iba ya bastante lejos, siem­pre murmurando: -¡Pero qué cambio el de Melchor! ¡Ha perdido el buen juicio ese pobre rey! ¡Proponer que hiciéramos ave­riguaciones a esta hora!
  • 187. 202 JUAN BOSCH Mientras ellos se alejaban, el bueno de don Nicolás los veía desde la puerta del establo y el Señor Dios desde su agujero en las nubes. Don Nicolás pensaba: "Son raros, pero simpáticos". Y el Señor Dios: "La verdad es que Mi Híjo ha sido honrado debidamente por esos reyes". En su satisfacción, El no sabía a cuál prefería. Le ha bían gustado el entusiasmo del negro y la tranquilidad! de Melchor, pero le habían hecho sonreír las inquietudes y la picardía de Gaspar. Estaba sonriéndose todavía el Señor Dios cuando don Nicolás decidió entrar al establo. Quería ver qué había en aquel destartalado caserón en cuyo interior entraba a raudales la luz del lucero. Se oían adentro balidos de ove­jas y ruidos de animales que se movían. Don Nicolás se asomó a la puerta, ¡y qué conmovedora escena la que vie­ron sus ojos! Del lucero caía un rayo de luz sobre el niño; éste dormía de la manera más plácida imaginable sobre un montón de heno seco; a su lado, contemplándole con arro­bo, estaba una joven y bella mujer en cuyo rostro se adi­vinaba la dicha maternal; cerca de ambos, un señor de ne­gra barba preparaba pedazos de madera para encender una hoguera, porque la noche era fría. Sin embargo no era en el grupo humano, y en sU honda paz, donde estaba la parte conmovedora de la escena; era en su fondo. Pues tras la mujer, el hombre y el niño se hallaban varios de los ani­males del establo ---el buey, una vaca, un asno y una ove­ja-, y todos miraban fija y dulcemente hacia el niño, con ojos casi humanos, como si comprendieran que esa criatu­ra que dormía sobre el montón de heno no era igual que todos los niños del mundo. En su candor de viejo bonda­doso, a don Nicolás no se le escapó la extraña atención de los animales. Pensó: "Los animales sólo se sienten atraí­dos por las almas puras, yeso quiere decir que este niño
  • 188. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 203 ha nacido con un alma excepcional". Pero no dijo eso ni nada parecido; sólo dijo: -Buenas noches, señores. José levantó la cabeza y dejó de atender a su hoguera. La figura de don Nicolás le causó verdadera sorpresa ¿De dónde llegaba ,ese viejo gordo y bonachón? Jamás había visto él a nadie que vistiera así ni que tuviera ese aspecto, pse cutis tan rojizo, esos ojos tan azules, esas cejas tan lar­gas y tan blancas. El rostro del recién llegado tenía un aire fuera de lo común. Por Id demás, hablaba con voz pausada y alegre. -Bienvenido a este lugar -dijo José. -Creo que esto es Belén; por lo menos, eso explicó el reno ---expuso don Nicolás por decir algo para 'empezali la conversación. José pensó: "¿De qué reno hablará? ¿Qué será un reno?" Pero se tranquilizó con la idea de que tal vez "re­no" era el nombre de alguna persona a quien él no conocía. -Sí, esto es Belén -explicó- y ,esta casa es el esta­blo, mejor dicho, uno de los establos de Belén. -Yo he venido aquí sin saber cómo ni por qué, señor, -dijo don Nicolás-, pero lo cierto es que me alegro de ha-ber venido porque en mi vida había visto niño tan bello, tan sano y tan tranquilo. Me parece que si Dios tiene un hijo deberá ser así: José miró entonces a María y ambos sonrieron. -Señor -dijo José--, usted no anda errado, por que ese niño que duerme ahí es 'el Hijo de Dios. -Ah, claro. Tenía que ser. Eso es lo que me ha traído hasta aquí, 'el sentimiento de que algo grande había suce­dido por estos lados -explicó don Nicolás como si hablara consigo mismo y como si no hubiera más gente allí. José se puso de pie y se a,cercó a don Nicolás; luego, mostrándole los cofres abiertos, dijo: -Mire lo que le han traído los reyes del desierto.
  • 189. 204 JUAN BOSCH Don Nicolás contempló las joyas, las piedras preciosas, el marfil, las monedas; pero lo miró todo sin mayor interés. -Sí, muy hermoso. También yo le traigo algo. No son tesoros porque soy pobre. Se trata de juguetes de madera que yo mismo hago, ovejas y patos y caballitos tallados en pedazos de árbol. . Con movimientos muy naturales don Nicolás se descol­gó el saco del hombro, lo abrió y comenzó a sacar sus jugue­tes. María tomó uno de ellos y se lo llevó a la cara. -¡Qué lindos son, señor! -dijo. -Gracias, señora, pero yo sé que no son lindos ni ri-cos; sólo que se los ofrezco al niño de todo corazón. -¿No quiere calentarse y tomar -algo? -preguntó José, que se sentía ,conmovido Y'l10 hallaba qué decir ni que hacel". -No, porque el reno me espera y tenemos que hacer Un viaje muy largo. -Pero .debería descansar un rato aquí con nosotros, señor -opinó María. -No, no puedo. Debo irme. Quisiera darle un lencargo, señor; quisiera que le dijera al Señor Dios de mi parte que tiene el hijo más bello y más sano del mundo, que me ha dado mucha alegría conocerlo y que si ese niño va alguna vez por mis tierras yo le guardaré muchos juguetes. Y bue­nas noches, señores. Muy buena suerte para usted, señora. En diciendo esto, don Nicolás dió la espalda y salió. Se sentía feliz; había visto un niño hermoso y una escena de­licada, y a él lo bello le hacía dichoso. Además siempre re­cordaría esa extraordinaria luz que bañaba el establo y ha­cía transparente el cuerpo del Hijo de Dios. Al salir vió que del aire mismo se formaba el reno. -Vámonos, que se hace tarde y no quiero líos. Por aquí jamás han visto un reno y la gente podría asustarse si me ve -dijo el animal.
  • 190. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 205 Don Nicolás trepó en el trineo, con la misma tranquilidad de antes a pesar del mal rato que pasó cuando se acerca­ban al establo. Instantes después iban volando a centena­res de millas por minuto y a alturas que daban vértigo. En medio de su vuelo, ,el reno pensaba: "Me dan ganas de pa­sar cerca del Señor Dios para que nos vea y sepa que ya está hecho todo lo que me pidió". Lo cual era gran tontería del reno, porque pasara lejos o cerca, ,el Señor Dios esta­ba mirándole: le seguía a través de los espacios, desde su agujero en las nubes. Al paso del animal, el Señor Dios se puso a pensar así: "Dentro de un momento don Nicolás se hallará de nuevo en sus tierras y quizás piense que ha soñado. Pero no ha soñado. Ha ofrendado a Mi Hijo sus ju­guetes, le ha dado el cariño de su corazón. De acuerdo con su carácter y sus medios, ha ,estado a la altura de los tres reyes. Mi Hijo ha sido debidamente honrado". En eso bostezó. Tenía sueño el Señor Dios. El Señor Dios era un consumado dormilón, y hay personas que pien­san que con ello El ha dado mal ej<emplo a algunos hom­bres, lo cual es señal de gran ignorancia. Pues sucede.que antes, millares de siglos antes,el Señor Dios estuvo millo­nes de años sin dormir un segundo, trabajando día y no­che. Fue cuando hizo los mundos. Hay miles de millones de mundos, y El los hizo uno a uno. El soplaba y decía: ¡¡Tú, soplo, hazte un mundo". Y ya estaba. Primero hacía un sol, después varios mundos para que rodaran alrededor de ese sol. Creó millones de soles y miles de millones de mun­dos. Cada vez que hacía uno de éstos lo lanzaba bien le­jos, y le decía "Tú girarás en esa dirección y de ahí no te saldrás nunca. Ten cuidado, porque ustedes los mundos son dados a no atender cuando se les habla y después se ponen a hacer disparates, y si tú haces alguno te convierto en co­meta para que viajes sin cesar de un extremo a otro del firmamento. O te hago reventar". Y de sus manos saHeron soles, mundos y mundos, todas esas estrellas que se ven
  • 191. 206 JUAN BOSCH de noche e infinito número que no pueden verse. Jamás descansaba. Cada uno de ellos le consumía por lo menos un día y una noche de trabajo, de manera que el Señor Dios estuvo millares de millones de días y de noches sin descan­sar y sin dormir, lo cual explica que después sintiera sueño constantemente. Era, pues, una gran tontería de al­gunos hombres echarle en cara que fuera dormilón. Pero además de todas esas razones, el Señor Dios no tenía por que estar despierto siempre. Pues ocurre que después de haber hecho tantos mundos El escogió la Tierra y en ella creó los animales, las aves y los peces, los insec­tos y los microbios, creó las plantas, desde los grandes árbo­les hasta las rosas y las yerbas, hizo los mares, los lagos y los ríos; y al fin creó al hombre y a la mujer. Cuando éstos estuvieron creados, el Señor les dijo: "Ahí tienen la Tierra para que la pueblen". Y les dió inteligencia a fin de que la usaran en conquistar la felicidad. Hecho todo eso, ¿de qué más tenía que ocuparse? La verdad es que de nada más, y como se aburría mucho sin compañía alguna allá arriba, lo mejor que podía hacer era dormir. Esa noche del ,nacimi'ento de Su Hijo, sin embargo, no se durmió inmediatamente porque estaba pensando en los tres reyes y en don Nicolás. Pensaba El que algo debía ha­cerse para que 'ellos le recordaran siempre a la humanidad el nacimiento de Su Hijo. Y de pronto halló la solución; la halló y la dijo en voz alta, a pesar de que era innecesario puesto que nadie le oía. He aquí lo que dijo: -A partir de este momento los cuatro serán inmorta­les y cada año irán de casa en casa repartiendo juguetes entre los niños. Acabando de hablar, empezó a acomodarse para dor­mir. Mas resultó que alguna idea le bulló en la gran cabe­za. Pensó: "Pero los pobres reyes van a resfriarse si reco­rr, en las tierras de las nieves, y el buen viejo don Nicolás
  • 192. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 207 se ahogará de calor si tiene que visitar a los niños de los países cálidos". Y ese pensamiento le desveló un poco. Tornó a dar vueltas, se arropó con una nube, bostezó de nuevo. -Ah, caramba -dijo de pronto, golpeándose la fren­te con una mano, y de nuevo en alta voz-, si la solución es tan fácil. Lo mejor es que don Nicolás visite las casas de niños que viven en los países de niev;es y los reyes las de los que viven en las tierras calurosas. Así se les evitan a los cuatro enfermedades y contvatiempos. El Señor Dios, sin embargo, olvidó que don Nicolás viajaría en trineo y llevado por un reno veloz, mientras los reyes cabalgarían camellos, animales más lentos, razón por la cual el primero podría llegar siempre el día de la Navidad mientras que los s,egundos perderían tiempo y llegarían más tarde, quizá dos semanas después. Pero ese era un detalle casi sin importancia. El S'eñor Dios tenía demasiado sueño para detenerse en detalles. Se dispuso, pues, a dormir, y en el acto estaba roncando. Allá abajo, en Belén, se oyeron ruidos que procedían del cielo. -¡Va a llover, va a haber tormenta! -decía la gente mientras se apresuraba a recoger sus cosas y buscar abrt­go-. ¡Ya está tronando! Pero no había tales truenos. Lo que ellos oían eran los ronquidos del Señor Dios, que duraron toda esa noche. A la salida del sol dejaron de oirse, 10 cual no significaba, en manera alguna, que el Señor Dios había despertado; al contrario, dormía más profundamente. Ese sueño dur6, por cierto, varios años.
  • 193. CAPITULO V Mientras el Señor Dios dormía Su Hijo crecía en la Tierra, se hacía hombre y salía a predicar la palabra de Su Padre. -Amaos los uno,s a los otros -decía a las multitu­des-, no hagas a tu prójimo lo que no quieres que te ha­gan a ti, y recuerda que serás medido con la vara ¡con que midas a los demás. El Hijo del Señor vestía con humildad, andaba des­calzo por los caminos polvorientos de Galilea, visitaba a 10,5 pobres y a los enfermos, curaba a los paralíticos y ha­cía hablar a los mudos; los ciegos recobraban la vista con sólo tocar sus vestiduras. -¡Jesús cura a los enfermos y devuelve la paz a los ,espíritus, Jesús predica el perdón de los pecadores y la vi­da eterna! -decían los hpm1)res, las mujeres y los niños, llenos de asombro- ¡Jesús multiplica los panes y los pe­ces; Jesús el Cristo es el Hijo de Dios! Cubierto con sus vestiduras humildes, descalzo y que­mado por el sol, el Hijo de Dios parecía, sin embargo, un rey. Pues tenía el porte digno, la mirada benevolente y señorial, los gestos tranquilos, la voz dulce. Predicaba bajo los árboles, rodeado de gente, o a orillas del lago; dormía en las barcas o en las chozas de los pescadores. Les decía a los hombres que abandonaran la crueldad, que no vie­ran sólo lo feo y malo de los demás, sino lo bello y limpio; 209
  • 194. 210 JUAN BOSCH que no despojaran a nadie de lo suyo; que todos eran crea­ción de Dios que había hecho la· Tierra para la felicidad de todos. J'esús, el niño que había nacido en el establo de Belén aquella noche en que el lucero alumbró la ruta de don Nicolás y de los reyes, hablaba para que los hombres supieran cuál era el deseo del Señor Dios. El era el maes­tro que el Señor Dios había elegido para que enseñara a la humanidad a vivir en la paz yen el amor. -En verdad de verdad os digo que aquellos que sean buenos y puros de corazón se sentarán conmigo a la diestra de Mi Padre -aseguraba Jesús. En los atardeceres llegaba de las montañas una brisa que se refrescaba cuando pasaba sobre las aguas del lago; las estrellas comenzaban a parpadear a los lejos, los paja­rillos volaban torpemente, aturdidos por el sueño, hacia los nidos donde sus polluelos los esperaban, y Jesús se apartaba entonces de las multitudes, se retiraba un poco, entre las grandes piedras o entre los escasos árboles que de vez en cuando se veían cerca de los caminos, y allí ora­ba pidiendo a Dios que le diera fuerzas para convencer a los hombres de que cambiaran la cólera por la dulzura, la codicia por la generosidad, la crueldad por la justicia. Pero el Señor Dios sabía que deberían pasar miles de años antes de que los hombres se dejaran guiar por las pa­labras de Jesús. Muchos las oirían y las seguirían, pero otros muchos lucharían para que nadie las oyera. Pues en la Tierra había gentes que vivían lujosamente gracias a que eran crueles y atemorizaban a los demás para despo­jarlos de sus bienes, a que er.an codiciosos y querían las riquezas del mundo para ellas solas. Esas gentes tuvieron miedo de las prédicas de Jesús, le hideron preso y le acu­saron de faltar a la ley de Dios. Así como los reyes y don Nicolás, cuando El nació, creyeron que era el Hijo de Dios sin que necesitaran oírselo decir a nadie -porque ellos eran puros de corazón y no temían a la llegada del Hijo
  • 195. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 211 de Dios a la Tierra-, y así como cuando El fue hombre mucha gente humilde y buena creyó en El y le siguió por los caminos y le daba albergue y pan; así los grandes se­ñores, que eran coléricos, codiciosos y crueles, le odiaron porque El predicaba el perdón, la bondad y la justicia, y eso era lo contrario de lo que ellos llevaban en sus almasl Rodeados de hombres con 'espaldas y lanzas, fueron una noche al huerto donde El oraba y le hicieron preso. Esa noche le abofetearon; al otro día le vistieron de blanco, que era el traje de los locos; le pusieron en la cabeza una corona de espinas y en el hombro una pesada cruz de ma­dera, y a latigazos y pedradas le hicieron subir un cerro. Desfallecido de hambre y agotado por el maltrato, Jesús caía a menudo bajo la cruz, pero a golpes le obligaban a, levantarse de nuevo. Cuando llegaron a la cima lo clava­ron sobre la cruz, por las manos y los pies, y después metieron la cruz en un hoyo. A ambos lados pusieron en dos cruces a dos ladrones, como para que Ja gente creyera que Jesús era también un ladrón. En el extremo de una caña de bambú colocaron una esponja llena de hiel y vinagre, y cada vez que J'esús se desmayaba a causa del dolor le hacían beber esa mezcla. Muchos dlesdichados que ignoraban por qué lo hacían daban gritos de contento al pie de la cruz; otros, asustados, se escondían en las faldas del cerro; otros lloraban en silenCÍ'o. Al final le dieron una' lanzada a Jesús en un costado, y entonces El dijo, con voz de moribundo: -Padre, padre, ¿por qué me has abandonado? La queja de Su Hijo subió velozmente a los cielos y despertó al Señor Dios. De inmediato mi:r:ó hacia la Tierra y vió allá abajo, sobre un cerro pelado, a Su Hijo que pen­día de una cruz. La indignación le sacudió. ¡Los locos de la Tierra habían crucificado a Su Hijo mientras El dor­mía, le habían martirizado, le habían escarnecido y tor-
  • 196. 212 JUAN BOSCH turado sólo porque predicaba la palabm de Dios! Se in­dignó tanto que hizo temblar aquel cerro; saltaban las pie­dras por los aires, cruzaban el aire los relámpagos y en medio del día las tinieblas de la noche descendieron sobre las cabezas de los que habían crucificado a Jesús. En ese momento, Jesús expiraba. El dolor del Señor Dios era in­descriptible. Y entonces se le oyó decir: -jDentro de tres días resucitarás y vendrás a estar aquí conmigo; y desde aquí juzgarás a hombres y mujeres por los siglos de los siglos! Eso dijo, y a partir de tal momento el llanto o la queja de cualquier niño de la Tierra removerían sus entrañas. Con ellas removidas se hallaba, y en vista de que su indig­nación era tan grande que de haber seguido despierto ha­bría acabado con el género humano, prefi,rió dormir de nuevo dos días más. En el tercero estaría despierto para recibir a Su Hijo. Llegó Jesús allá arriba, y le tocó entonces atender a los hombr,es, juzgar cual de ellos había procedido mal y cual bien, cual cumplía la palabra de Dios y cual no. El Señor Dios no tenía en qué ocuparse. A veces se ponía a recorrer los cielos, fijaba sus ojos en uno de los mundos, lo observaba, seguía su ruta; otras veces volvía la mirada a la Tierra y tomaba cuenta de cómo iban cambiando las cosas allá abajo. Modan los reyes, los imperios desapa­recían, se formaban nuevos pueblos. Poco a poco mucha gente iba sumándose al número de los que creían en las prédicas de Jesús, y ,en lugares distantes se invocaba el nombre del niño que había nacido en Belén y se le llama­ba Hijo de Dios. Año tras año Gaspar, Melchor y Baltasar recorrían los países cálidos dejandn-.juguetes en las casas donde había niños, y don Nicolás iba a los países fríos para hacer lo mismo. De cuando en cuando, digamos cada dos­cientos o cada trescientos años, el Señor Dios se sentía cansado y se dedicaba a dormir.
  • 197. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 213 Así fueron pasando los siglos. Pasaron quinientos años, pasaron mil, mil quinientos, mil novecientos. Ya estaban pobladas casi todas las tierras; hombres de diversas razas cruzaban los mares len barcos; algunos habían in­ventado máquinas con las cuales se montaban fábricas de numerosos objetos y era grande el número de ciudades que se veían aquí y allá. Pero los hombres no dejaban de ma­tarse ,entre sí; construían armas para dar muerte, forma­ban ejércitos para hacerse la guerra, algunos señores se creían dueños del destino, sometían los pueblos al teNor y se hacían adorar como jefes insustituíbles. De tarde en tarde -es decir, de siglo en siglo- el Señor Dios desper­taba, veía a esos desdichados y sentía pena por ellos, ¿pues a qué conducía que alguien se hiciera emperador o amo de los demás, si lo que debe procura'r el hombre no es hacerse poderoso, sino bueno? El poder se acaba cuando se acaba la vida, pero la bondad perdura porque produce felicidad ,en los demás. Algunas veces los hombres paI'ecían volverse juicio­sos; usaban la inteligencia en hacer buenas cosas; corta­ban las montañas para ir de una mar a otro, unían las ciudades con caminos de tierra y cemento o por medio de ferrocarriles, levantaban hospitales para curar a los en­f, ermos, inventaban medicinas, hablaban de paz entre los pueblos, de bienestar y feli~idad para todos, pero a veces retornaban a sus locuras. En una ocasión el Señor Dios los vió navegando por debajo del agua y en otra oyó ruidos raros, quiso ver y le pareció que pasaban grandes pájaros de metal. Los hombres habían creado el submarino y 'el avión. Tras una guerra en que murieron millones de hombres el Señor Dios observó, muy complacido, que en todos los países celebraban la paz con grandes muestras de alegría. Pero veinte años después se oyó un gran estruendo; el Se­ñor Dios hizo su aguj<ero en las nubes y se asomó. Su dis-
  • 198. 214 JUAN BOSCH gusto no tuvo límites, porque la humanidad estaba matán­dose de nuevo. Las ciudades quedaban destruídas al paso de los aviones, el fondo de los mares se llenaba de barcos hundidos. Gobernantes, filósofos y oradores de uno de lo~ bandos afirmaban que los seres humanos de unos pueblos eran superiores a los restantes habitantes del siglo, que había razas con todos los derechos y otras destinadas a la esclavitud. El señor Dios no cabía en sí de la indigna­ción. ¿Cómo era posible que olvidaran que todas las razas eran obra suya, creación del Senor Dios, único rey verda­dero del universo? Su Hijo, su propio Hijo, ¿no había na­cido del vientre de una mujer que pertenecía a una de las razas que esos locos llamaban inferiores? Aquella guerra llevaba años cuando se produjo un ruido inconcebible, que llamó la atención del Señor Dios. Fue una explosión que El sólo había oído cuando algún mundo estallaba. A seguidas de la explosión se alzó a las alturas una columna de humo resplandeciente, que pare­cía un hongo gigantesco. -Ya hicieron esos locos explotar el átomo -dijo el Señor Dios. Eso le preocupó mucho, pues si los hombres no s'.! apresuraban a dominar el átomo para ponerlo al servicio del bien, podían hacer volar la Tierra entera. A seguidas c.yó otra explosión. En'tonces se llenó de cólera. -jPaz!- gritó a toda voz-o ¡Paz en la Tierra o los hago desaparecer a todos ahora mismo! ¿Oyeron esas terribles palabras los que dirigían ~a ma­tanza en la Tierra, o sin oirlas sintieron que una hec:1tom­be amenazaba al género humano? No se sabe. El caso es que se hizo la paz. De los frentes de guer,ra volvieron lns buques llenos de soldados; las madres abrazaron a sus hi­jos, las hermanas a sus hermanos, las mujeres a sus mari­dos. Muchos millones de jóvenes quedaron enterrados en
  • 199. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 215 países lejanos; otros desaparecieron en las arenas de los mares. Pero ,los cañones ya no tronaban ni se oía el es­truendo de las bombas. Ese mismo año, cuando en todas partes se celebraba la Navidad yen los templos se oían los cánticos de Nochebuena, el Señor Dios oyó un llanto. Era el llanto de un niño; subía desde la Tierra y sonaba en el si­lencio de los cielos en forma desgarradora. "Ese niño su­fre", pensó el Señor Dios lleno de amargura. Recordó el día que su Hijo moría en la cruz, sintió que el corazón se le llenaba de dolor; miró hacia abajo, y he aquí lo que vió: Había en la Tierra un río, y al norte de ese !río un país que los hombres llamaban los ~stados Unidos de America; y allí caía la nieve. Al sur había otro país; se llamaba México y estaba entre los paises cálidos. El Señor Dios nunca se ha­bía preguntado por qué los hombres se agrupaban en paí­ses, los bautizaban con nombres, ,establecían fronteras en­tre ellos Esas costumbres pertenecían a lo que El llamaba "pequeñeces humanas" que ningún interés tenían para El. Ahora bien, como en muchas otras partes del globo donde sucedían cosas parecidas, en esos dos países que estaba~ juntos los habitantes eran distintos y hablaban lenguas di­ferentes. El niño que lloraba era de México; no tenía madre y vivía con su abuela y su padr~ en una choza de barro, cer­ca de la frontera. Era una criatura de pelo negro, de negros ojos, de linda piel quemada y blancos dientes. Lloraba por­que no tenía juguetes con que celebrar la Navidad de Je­sús. ¿Cómo y por qué era posible que un niño sufriera por falta de juguetes en un mundo de gentes que habían des­truído en la guerra dentas de ciudades y millones de vidas? ¿Cómo podía explicarse que los hombres fabricaran caño­nes y bombas en vez de juguetes para los niños? ¿Por qué sufría él; qué le impedia ser feliz esa noche, a él, pequeño
  • 200. 216 JUAN BOSCH retoño de vida, ignorante de las maldades humanas? El Señor Dios no podía comprenderlo y se sentía abrumado por aquel llanto. -¡Nicolás, por ahí hay un niño que llora a causa de que no tiene juguetes esta noche! -gritó El con su gran vozarrón. Don Nicolás, a quien la gente llamaba Santa Claus o Papá Noel, oyó al Señor Dios y juntó las manos sobre la boca para responder, lo más alto que pudo: -¡Lo sé, Señor, pero no está en mis tierras, sino en las de los Reyes! -¿Y a mí qué me importa que esté en üerras de los Reyes? ¡Yo no fijé fronteras como han hecho los hombres, y ese niño está cerca de donde tú te hallas! ¡Ponle remedio a eso ant,es de que me enoje! Jamás había oído el bueno de Santa Claus lenguaje tan impresionante. Pero comprendió que el Señor Dios te­nía razón, puesto que él se hallaba en Tejas, cerca de la frontera con México, y los Reyes Magos andaban lejos, ha­cia el sur. La conclusión a que llegó Santa Claus fue ésta: "El Señor Dios está de mal humor, y vale más complacer­le". Y como él estaba acostumbrado a hacer las cosas de la mejor manera posible, se metió en una casa donde entendió, por las antenas, que había estación de radioaficionados, y coménzó a llamar a los tres reyes. Al cabo de mucho rato oyó una voz que decía: -QRX, QRX... Baltasar contestando, Baltasar contes­tando a don Nicolás. Por favor, hagan cadena. ¡Por fin! Parecía que la situación iba a mejorar. Santa Claus no perdió tiempo en informar: -Hay un niño llorando cerca de aquí, rey Baltasar, en la front,era Con México, y el Señor Dios dice que es por­que no tiene juguetes. Me pidió qUe arreglara eso y parece estar de mal humor. A mí se me acabaron ya los juguetes.
  • 201. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 217 ¿Crees tú que podríamos hacer algo para complacer al Se­ñor Dios? La voz de Baltasar cruzó en el acto los aires para ex­plicar que también ellos, los Reyes Magos, habían oído al Señor Dios cuando se dirigía a Santa Claus, pero que no podían hacer nada por el momento en favor del niño por­que carecían de juguetes suficientes para toda la población infantil y por eso habían dejado a ese niño fuera de las listas. -Tuvimos que radonar las entregas este año a causa de la guerra última -decía Baltasar. El Señor Dios estaba oyendo desde allá arriba, y sin pedir permiso se metió en la conversación. -¡No quiero explicaciones, quiero soluciones! ¡Si ese niño sigue llorando voy a hacer un escarmiento ejemplar con todos ustedes, con los Reyes y con don Nicolás! ¡Ya IQ saben! -tronó. Es inútil hablar del mal rato que pasaron Santa Claus y el rey Baltasar. Los dos se quedaron mudos; y al fin se oyó la voz de Santa Claus diciendo: -¿Ya oíste? El Señor Dios pierde la cabeza cuando oy·e a un niño llorando. Piensen ustedes en alguna manera de resolver el caso, que por mi parte yo haré algo. Para Santa Claus la situación no era fácil. Pues pasaba ya de medianoche y él había repartido todos los juguetes que había tenido. Volvía de retorno a su hogar cuando oyó hablar al Señor Dios; y he aquí que al oír aquel vo­zarrón el hermoso reno se había asustado. Hacía más de mil novecientos años que no lo oía. A partir de eSe momen­to se puso nervioso, y cuando Santa Claus tomó su trineo, después de haber localizado por radio a Baltasar, estaba también en estado de nervios a causa de que no tenía prác­tica en el manejo de la estación de radio y la electricidad le asustaba. No ha de producir asombro, pues, que, nervio-
  • 202. 218 JUAN BOSCH so el que le guiaba y nervioso el reno, éste se asustara en un momento dado y cayera en una zanja. En ese incidente el hermoso animal se dislocó una pata. De manera que a la hora de tener que resolver el problema del niño mexicano Santa Claus se encontraba con que no tenía juguetes y con que no podía trasladarse a otros sitios para buscarlos, por­que su reno se había inutilizado. Hay momentos muy difíciles en toda vida, aun en la vida de un inmo~tal como Santa Claus; y uno de ellos es cuando debe escogerse entre la forma de hacer algo y el fin con que se hace. Por ejemplo, esa noche, ¿había de pen­sar en la manera o en el fin? Todas las tiendas estaban ce­rradas; era inútil, pues, tratar de ,comprar algo para el ni­ñito mexicano. Sin embargo, algún juguete tenía que apa­recer. El fín que perseguía era bueno, sin duda, ¿pero po­día él lograrlo con métodos malos? Baltasar le había di­cho que los reyes habían dejado al niño fuera de sus listas; además, todo indicaba que estaban muy lejos de la fronte­ra, y por otra parte el Señor Dios había sido muy cate­górico. "Ponle remedio a eso antes de que me eno}e", había dicho. Ese "ponle" quería decir que le pusiera remedio él, Santa Claus, y nadie más. En verdad, el momento no 'era agradable. Santa Claus pensaba, con razón: "Yo no puedo meterme a escondidas en la casa de un niño para llevarme alguno de sus ju­guetes; eso seria robo". Yen cuanto a solicitarlo 'Como re­galo, ¿qué diría un señor a quien Santa Claus llamara, a esa hora de la noche, para decirle que le quitara a uno de sus hijos cualquier juguete y se lo diera a él para llevár­selo a un niño mexicano? Santa Claus se exponía a que ese señor no le creyera, a que ,llamaría en ,su auxilio a la policía pensando que se trataba de un farsante que preten­día entrar en su hogar quien sabe con que propósitos, o en último término que llamara a un manicomio para que caro
  • 203. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 219 garan con él. En tantos siglos conviviendo con ellos Santa Claus había aprendido a conocer a los hombres y sabía que muchos no creen en la existencia ni de Santa Claus ni de los Reyes Magos. La única solución que le pareció hacedera fue la de meterse directamente en la habitación de un niño, de uno cualquiera, pues la mayoría de 'ellos es de alma pura yadi­vinan la verdad donde la oyen; llegar y decirle: "Vengo a que me des uno de esos juguetes que yo te traje hoy, por­que del lado mexicano, cerca de la frontera, hay un niño que no tiene con qué jugar esta noche". Esa le pareció la solución correcta. Pero he aquí que tratando de ponerla en práctica pasó el risueño Santa Claus malos momentos. Uno de ellos fUe 'en la primera ca­sa donde entró, porque el padre del niño oyó que alguien abría la ventana y comenzó a dar grandes voces. -¡Ladrones, ladrones, socorro! -gritaba. Los gritos eran tan desaforados que Santa Claus tuvo que desistir y buscar otro lugar. Escogió un barrio apartado; y ya estaba abriendo la verja de una de esas graciosas casi­tas norteamericanas de dos pisos, cuando de buenas a pri­meras sintió un rugido, oyó a su espalda algo como una ex­halación, y se halló a seguidas con tamaño perrazo pega­do a sus pantalones. No fue fácil desprenderse de aquel feroz animal. Santa Claus no pudo explicarse nunca, des­pués del episodio, como se las arregló él para saltar la ver­ja con todo y perro. Este, muy persistente, creyó que su de­ber era seguir prendido, por varias cuadras, de los fondi­llos de Santa Claus. Pero alguna vez tenían que terminar las tribulaciones del bondadoso anciano. Un cuarto de hora después de ese mal rato vió una casa abierta y a un matrimonio de me­diana edad charlando adentro.
  • 204. 220 JUAN BoseR -Buenas noches, señores -dijo Santa Claus con su mejor voz-. Vengo en busca del algún juguete, aunque sea usado, para Un niño que se ha quedado sin ellos. La señora fue muy gentil y atendió a Santa Claus grao CIOsamente. -Aquí hay algunos de un sobrino nuestro que no ha venido a buscarlos -dijo-o Están bajo el árbol de Na­vídad. Escoja usted mismo el que le guste. Santa Clausescogió un pequeño automóvil. Se despidó de prisa y salió más de prisa aún. Debía tratar de llegar a la frontera antes de que se hiciera tarde, y además tenía que dejar al reno en lugar seguro. Puesto que la noche no había sido afortunada, esperaba nuevos contratiempos an­tes de dar fin a su misión.
  • 205. CAPITULO VI Pero no sólo el viejo Santa Claus pasó apuros esa noche. También los estaban pasando los Reyes Magos, y no hay que tener mucha imaginación para sospechar que las tribulaciones de los Reyes Magos eran mayores que las de Santa Claus, pues el hecho de que fueran tres per­sonas de caracteres tan distintos complicaba siempre los problemas. Los reyes iban saliendo ya de México, en camino hacia La Habana, cuando Balta1sar, que estaba dejando un ju­guete en la casa de un niño cuyo padre tenía estación de radioaficionados, acertó a recibir la llamada de Santa Claus. Salió a saltos en busca de sus compañerps, y dió con Mel­chor, que disfrutaba, sobre su camello, de Un corto sueño. Baltasar le contó en el acto lo que sucedía, a lo que res­pondió Melchor diciendo: -Mal se presenta la situación, Baltasar. Yo entregué ya el último de miis juguetes, a ti sólo te quedaba ese que dejaste en la casa de donde vienes; en cuanto a Gas­par, tenía tres niños a quienes visitar. Ojalá demos con él antes de que haya ido donde el último. Baltasar no era rey que se quedara callado; echaba afuera cuanto pensaba y sentía. Por esa causa comenzó a protestar de la costumbre que habían adoptado en los años recientes, la de almacenar con anticipacón en cada país los juguetes que iban a repartir en él. 221
  • 206. 222 JUAN BOSCH --Eso se llama organizaclOn, Baltasar -explicaba Melchor-. No podemos ir contra los tiempos. Es absurdo quedarse atrasado. -Por no quedarnos atrasados ahora nos vemos en apuros. Propongo que nos metamos en una tienda y nos llevemos cualquier juguete para ese niño. -Sería Un hermoso ejemplo para los niños del mun­do que el rey Baltasar amaneciera preso por robo con fractura. -Que yo amanezca preso no importa; lo importante es que ese niño no siga llorando. ·-A los ojos de alguna gente, puede que tengas razón. Pero hay mucha que vería el asunto por otro lado. ¿Por qué otro lado? -Dirían: "Claro, tenía que ser el negro el que come­tiera ese robo". Baltasar no tardó un segundo en responder: -Es verdad, pero eso tiene solución: métete tú en la tienda y' así no dirán que fue el rey negro. Melchor miró C'almadamente a su compañero al tiem­po que decía: -Ni el negro ni Melchor, rey Baltasar. Nosotros tene­mos que actuar en forma correcta. Hablemos con Gaspar y veamos entre los tres cómo resolvemos el caso. -¡Allá lo veo!- exclamó Baltasar señalando hacia una hermosa avenida. y en efecto, allá se veía al rey Gaspar, iluminado por las farolas eléctricas, con su barba blanca agitada por el aire, cabalgando su camello, casi flotando tras él su bri­llante manto azul. Rey Gaspar, acércate, que tenemos que hablar -gritó Baltasar. -No es hora de hablar, sino de apresurarnos. Se hace tarde y nos esperan en Cuba -respondió Gaspar.
  • 207. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 223 -¿De qué se ríe este loco'? -preguntó dirigiéndose a Melchor. -De que tenemos que hacer un viaje a la frontera del norte, donde hay un niño que llora porque lo dejamos sin juguetes -explicó Melchor. -¿Cómo? ¿A esta hora y ·sin tener qué llevarle? -Sí, compañero, a esta hora, y hay que buscar algo que llevarle. Es orden del Señor Dios -d~jo, con muchos movimientos de brazos y manos, el rey Baltasar, -¡Esto es un desorden, un verdadero desorden! -cla­mó el rey Gaspar-. Al Señor Dios le era muy fácil re­solver ese asunto sin nuestra intervención. Entonces se oyó el vozarrón del Señor Dios, que venía desde la altura: -¡Son ustedes los que tienen que resolverlo, mente· catos, para que otra vez se guarden mucho de sacar de la lista a un niño, por pobre y olvidado que sea! Al oir esas palabras, hasta los camellos se echaron a temblar. Ni siquiera el rey Gaspar se atrevió a insinuar una protesta. Durante buen rato los tres se quedaron mu­dos, mirando hacia arriba, donde sólo rutilantes estrellas se veían. Una brisa bastante fría pasaba meciendo larscopas de los árboles y limpiando el cielo de nubecillas, y se oía, como un zumbido, el rumor de la ciudad. -Majestades, ya lo han oído. Hay que buscar un ju­guete, por lo menos uno, y salir en el acto hacia la fron­tera -afirmó Baltasar. Pero no era fácil hallar el juguete y no era fácil lle· gar hasta la frontera a tiempo usando los viejos camellos, puntos ambos que fueron materia de dilscusión entre los reyes. Al fin Baltasar propuso algo práctico: alquilar un avión que los dejara lo más cerca posible del lugar donde vivía el niño que lloraba. -¿y cómo alquilarlo? ¿Dónde está el dinero? ¿No gastaron ustedes todos los tesoros que nos dió el Señor
  • 208. 224 JUAN BOSCH Dios comprando juguetes? ¿No me hicieron gastar también los míos? Ahora ha llegado el momento de lamentar esas locuras. Como es claro, esto lo dijo el rey Gaspar, por cierto con voz bastante agria. --La única solución es vender los camellos -apuntó calmosamente el rey Melchor. -¿Qué hals dicho, rey Melchor? ¿Estás perdiendo la razón? ¿Qué se ha hecho de tu antigua cordura? ¿Vender yo mi camello? Era otra vez el rey Gaspar quien hablaba. La verdad es que al rey Gaspar le ponía fuera de sí oír alguna pro­posición que significara pérdida. Pero no le sucedió lo mis­mo al rey Baltasar. Este era expeditivo; lo que le interesa­ba era resolver el problema del momento y no se detenía en consideraciones sobre lo que sucedería mañana. Bal­tasar se agarró a la idea de Melchor como uno que va ca­yéndose al mar se agarraría a un clavo ardiendo; y tanto arguyó, opinó, habló y gritó que un cuarto de hora después salía con los tres camellos en busca de un circo que había visto poco antes. Quería proponerle al dueño que le com­prara los tres animales. Ya iba lejos Baltasar, y todavía oía las protestas del viejo rey Gaspar. No se sabe cómo se las arregló el rey negro, pero es el caso que en poco tiempo volvió diciendo que ya estaba todo arreglado y que el avión esperaba por ellos. Sólo una cosa no había podido obtener, el juguete para el niño; pero según le dijeron en el circo, al llegar al aeropuerto de des­tino podrían hallarlo. En suma, antes de que Gaspar pu­siera fin a sus protestas, los tres amigos iban volando, ca­mino de la frontera del norte. Nunca pensaron los tres reyes del desierto, en más de mil novecientos años que tenían repartiendo juguetes, que algún día usarían Un pájaro de metal para ir a dar un poco de felicidad a un niño que vivía en choza de barro,
  • 209. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 225 a centenares de millas de distancia. Pero las sorpresas que ofrece la vida son muchas y eran incontables las vueltas que había dado el mundo desde la noche en que fueron a Belén; todo había cambiado, todo era distinto. Sólo el Se­ñor Dios seguía Isiendo igual, y El velaba por la dicha de los pequeños porque también El había tenido un hijo y nada agradaba más a su corazón que ver felices a los niños. Los cambios habían sido grandes y los reyes del de­sierto lo sabían mejor que nadie, porque recorrían año tras año parte de la Tierra y veían cada vez más novedades. El hombre era audaz; usaba su inteligencia en inventar las cosas más raras. No sólo fabricó el avión, el teléfono, la radio, la televisión, máquinas que servían para todos los usos y medicinas que curaban casi todas las enfermedades, sino que además estudiaba los cielos y se preparaba a ir de su planeta a los otros. Todo lo que hacía falta para la comodidad del ser humano se inventaba y se fabricaba y se vendía. Poco a poco, además, iba extendiéndose la idea de que la verdadera comodidad no se lograba nunca si el alma del hombre se mantenía inquieta, y la manera de tranqui­lizar el alma no era dando al cuerpo los mejores alimentos; la manera más adecuada era buscando la paz por medio de la bondad. Los hombres iban aprendiendo que no era te­niendo más poder o más conocimientos solamente como lo­grarían la felicidad, sino refinando sus sentimientos y ha· ciéndolos cada vez más firmes y pu.$s. Con la ambición se conquista e,l poder, con el estudio se conquistan las cien­cias; pero sólo con la bondad se conquista la dicha. El Señor Dios persi,stía en un punto; y ha aquí como El lo deCÍa para sí: "Los hombres tienen que aprender a quererse, porque el amor los hará bondadosos y los salvará de ser codiciosos, crueles e injustos". El Señor Dios ponía toda su ternura en los niños porque ellos saben querer naturalmente, y se llenaba de ira cada vez que oía a un padre decir a sus hijos que para ganar buen éxito en la
  • 210. 226 JUAN BOSCH vida hay que ser duros de corazón, egoístas y fríos. Pero esos padres, por suerte, eran cada vez menos. El Señor Dios veía con placer que cada día la humanidad avanzaba hacia el amor, que cada día era mayor el número de los que deseaban ser bondadosos. Por ejemplo, el dueño del circo que compró los camellos de los Reyes Magos no necesitaba para nada de esos pobres animales, pero le hizo creer a Baltasar que le hacían falta a fin de que el rey negro y sus compañeros tuvieran dinero para el viaje. El viaje fue rápido, pel10 no tanto que llegaran a tiempo para hallar gente en el aeropuerto. Era muy poca la que se veía y ya estaban cerradas las pequeñas tiendas. De manera que cuando Baltasar preguntó dónde podría comprar un juguete para un niño que lloraba porque no tenía ninguno, le dijeron que ya no había comercios abier­tos. En ese momento se le acercó un hombre hum'ilde, ves­tido con ropa sencilla de algodón y una especie de cobertor que le cubría los hombros y el pecho. Tenía los pies cal­zados con pedazos de goma de automóvil. Era pálido, del­gado, de pelo muy negro que le caía sobre la frente. Su estampa iba pregonando su pobreza, pero a la vez su rostro reflejaba bondad. Con mucha dulzura en la voz explicó: -Yo fabrico juguetes de madera para venderlos en estos días. ¿Me permite ofrecerle el único que me queda? Es rústico, hecho a cuchillo, y deseo regalárselo. Al terminar de hablar echó al suelo un saco que lle­vaba a la espalda, y de él extrajo ropa sucia, frutas, un paquete de maíz y algunas otras cosas que llevaba a su casa. Revuelto con todo eso estaba el juguete, un precio­so caballito de madera que arrastraba tras sí una diminuta carreta. -Amigo, esto es una belleza. Dios ha de pagarle a usted su bondad -dijo efusivamente el rey Baltasar. Melchor se acercó, miró con su habitual calma el ju­guete, y comentó:
  • 211. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 227 -Está muy bien hecho. Gracias. Pero Gas,par no dijo nada; esto es, no dijo nada acerca del regalo que acababan de recibir, porque habló de otra cosa. Preguntó: -¿y el niño? ¿Dónde vive el niño ese? El malhumoIjado rey ,sabía que el niño VlVla en la frontera del norte, pero hacía la pregunta porque deseaba que sus dos amigos terminaran cuanto antes de hablar con el hombre que les había obsequiado el juguete. La acción del desconocido le conmovió como pocas veces, desde que vió al Hijo de Dios en el establo de Belén, se había sentido conmovido. Y al rey Gaspar no le gustaba que le sucediera eso. Recordaba con toda nitidez que por haber experimen­tado una emoción parecida, casi dos mil años antes, había regalado a una vieja enferma una moneda de plata, y, ¡ca­ramba!, jamás se perdonaría él esa debilidad, aunque vivu~­ra mil siglos. Baltasar, que a todo esto se hallaba hablan­do con otra persona, había oído la pregunta de Gaspar y no tardó en contestarle. -Este señor está explicándome que la frontera que­da lejos. Parece que tendremos que alquilar un automóvil para ir allá. Por lo visto, era la noche peor en la vida de Gaspar. No acababan de darle disgustos. -¿Alquilar un automóvil? -preguntó- ¿Y con que dinero, rey Baltasar? y he aquí que de pronto se oyó una gran voz que c'aía de lo alto y decía: -¡Con las dos monedas de oro que te guardaste la noche en que nació Mi Hijo, rey Gaspar, avaro del de­monio! Desde luego, es inútil tratar de describrir la escena que se produjo allí. De los presentes, sólo los tres reyes oyeron la voz. Nunca jamás se vió un grupo real más con­fundido que ése. El primero en reaccionar fue Baltasar.
  • 212. 228 JUAN BOSCH -Conque dos monedas de oro, ¿eh? Tenía un tonillo que era a la vez burlón y colérico. Dejándolo a un lado, se dirigió a Melchor, como un gene­ral en jefe que da órdenes en medio de la batalla. -¡Melchor, busca un automóvil, el primero que pase, y contrátalo sin discutir el precio, que Gaspar tiene dine­ro! En verdad, Gaspar estaba tan apenado que tuvieron que empujarlo para que entrara al automóvil. Tar:dó mu­cho en hablar. A su lado, mirándole en silencio, con expre­sión severa, iba Melchor. Probablemente llevaban ya me­dia hora de camino cuando el rey Gaspar dijo: -¡Ha sido una injusticia lo que el Señor Dios ha he­cho conmigo, y ha sido además una tontería obligarme a gastar el último dinero! ¡Yo guardaba esas monedas para un caso de necesidad! -Sí, claro, las guardaste casi veinte siglos -comentó Baltasar. Durante todo el viaje, cada diez, a veces cada ocho y hasta cada c'inco minutos, se oía a Gaspar murmurar: -¡Es una injusticia quitarme lo último que me que­daba! Tanto lo dijo y tanto lo repitió, que oyéndole el rey Melchor acabó por dormirse como si lo arrullara una can­ción de cuna. Mientras tanto, el automóvil iba a toda mar­cha hacia la frontera y Baltasar, el rey negro, que no usaba manto, se frotaba los brazos con ambas manos por­que la noche era fría. El alegre rey echaba de menos el cli­ma de su oasis, cálido en el día y fresco en la noche. Las temperaturas heladas no se habían hecho para él. Sin embargo había, una persona que estaba pasando más frío que Baltasar, a pesar de que se hallaba acostumbra­da a las nieves. Era Santa Claus. Pues el buen viejo, de­seoso de llegar lo más pronto posible a la choza del niño mexicano, e imposibilitado de usar su reno, se fue a pie y
  • 213. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 229 decidió lanzarse al río y cruzarlo a nado. Mala idea fue ésa, porque el risueño Santa Claus no tenía edad para an­darse dando chapuzones en agua helada, y menos a las dos de la mañana. Y como su ropa era de lana, conservó la humedad y no se calentó a pesar de la caminata que tuvo que hacer entre breñales y cerros pelados. Caminó a cam­po traviesa, orientándose por el llanto del niño, oyendo a ratos ladridos de perros, buscando afanosamente con la mi­rada, en medio de la oscuridad, la choza adonde' se dirigía. A menudo tropezaba, volvía a levantarse, se caía y gateaba como los niños. Debido a todo ello iba ensuciándose la ropa en forma lamentable. Y no cesaba de sentir frío. En una ocasión estornudó. -Creo que me he resfriado -dijo el buen viejo en alta voz. y así era. Pero resfriado o no, siguió su marcha. Co­lumbró al fin la choza. Había una ventana mal cerrada, y por ella entró Santa Claus. La vivienda era pobre, aun­que limpia; su piso era de tierra y sólo tenía dos habita­ciones, una que debía ser la de recibir a la gente, que hacía a la vez el papel de sala, depósito y comedor, y otra en la que estaban el niño que lloraba y su abuela. La an­ciana, ya muy gastada por los años, dormía sobre una es­tera de paja. Al oir el ruido, el niño preguntó: -¿Quiés es? ¿Son los Reyes Magos? No tenía miedo, sino esperanza, la esperanza de que a esa hora los Reyes Magos llegaran hasta el apartado lugar donde él vivía y embellecieran su soledad con el juguete que él les había pedido. Por primera vez desde que recorría la Tierra en su oficio de Santa Claus, don Nicolás sintió que el corazón se le contraía. Una lágrima le tembló en cada párpado, se secó la derecha con la manga, pero la izquierda cayó, rodó hasta el blanco bigote y allí se perdió. Y por primera vez también dijo una mentira.
  • 214. 230 JUAN BOSCH -Sí, somos los Reyes Mayos -aseguró con voz que casi no se oía. La habitación estaba oscura, pero él adivinó una son­risa en los labios del niño. -Gracias, Reyes queridos -respondió el niño en tono conmovedor. A seguidas se oyeron conversaciones afuera, algo co­mo una discusión, una voz que murmuraba: -¡Me han hecho gastar mis últimas monedas y ahora no tengo ni Con qué pagar el viaje de retorno! Santa Claus recordó eSa voz; le pareció la de ud viejo barbudo, de manto azul, que subía a un camello frente al establo de Belén en el momento en que él llegaba allí casi dos mil años atrás. Era el mismo tono inconfundible de hombre de mal humor. Santa Claus se asomó a la ven­tana y en tal momento volvió a estornudar. Oyó a alguien decir: -No discutas más, rey Gaspar, que en la choza están despiertos. ¿No oíste el estornudo? En esa le paIleció reconocer la voz del hombre que llevaba manto amarillo, aquel que le decía al rey malhu­morado que debía averiguar a quién pertenecían los teso­ros que hallaron en sus camellos. Sí, estaba en lo cierto, no cabía duda de que los que hablaban eran los Reyes Magos. Pero podía estar equivocado. Después de todo, ha­bían transcurrido casi veinte siglos. De todas maneras, San­ta Claus tenía que irse ya; y cuando iba a saltar de la· ven­tana se dio de manos a bocas con el rey negro. Este le miró en esa posición inesperada, trepado en la ventana, y en el acto gritó: -¡Majestades, déjense de discutir y vean quien está allí! ¡Es Santa Claus, el viejo que estuvo en Belén aquella noche! ¿No se acuerdan de él? -¿Qué me importa a mí quien sea? Lo que yo digo es que el Señor Dios me ha hecho gastar mis únicas dos
  • 215. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 231 moneda;;; y ahora estamos en este hoyo sin que sepamos cómo vamos a salir de él. Está de más decir que fue el rey Gaspar quien habló. En cambio, Melchor inclinó la cabeza con mucha cortesía y se dirigió a Santa Claus con estas palabras: -Aunque la, oC'asión resulte desusada, me complace saludarlo, don Nicolás. El rey negro lo dijo en otra forma. Fue así: -¡Venga un abrazo, compañero, porque a pesar de que hemos estado cerca de dos mil años ,sin vernos, usted es nuestro compañero! De esa manera, y en tan lejano lugar" volvieron a encontrarse, veinte siglos después, los que la nnche je1 nacimiento de Jesús le rindieron homenaje en su pobre cuna de heno. Mientras Baltasar entraba a la choza para d.ejar el caballito de madera y la carretita a los pies del niño -que ya en ese momento dormía como un bendito--, Melcl1nr y Santa C1aus se fueron andando por una senda llena de piedras. Con los brazos cruzados, sin moverse de allí, Gaspar rezongaba sin descanso: --jHa sido una injusticia del Señor Dios; ha sido una injusticia! Así lo halló Baltasar, que prácticamente lo arrastró tras sí. Poco después los tres reyes y Santa Claus iban ba­jando y trepando cerros, cayéndose, levantándose, en una marcha solo amenizada por los estornudos de Santa Claus y las quejas de Gaspar. Desde arriba, el Señor Dios los contemplaba. Los veía irse juntos, apoyándose entre sí, buscando orientación en medio de la oscuridad. -Voy a mandar un lucero para que les señale el cami­no -dijo. y a seguidas, como casi dos mil años atrás, llamó a una estrella, una deslumbrante estrella que surcó el firmamen·
  • 216. 232 JUAN BOSCH to a velocidad increíble para acercarse al Señor Dios, de cuya boca oyó esta orden: -Vete allá abajo, a la Tierra. Allí hay un sitio que es la frontera entre dos países llamados Estados Unidos y México; cerca de eSa frontera van buscando rumbo cuatro tunantes amigos míos. Alúmbrales el camino. Pero atiende bien, panque ustedes las estrellas son tontas, no oyen 10 que se les dice y después ... No quiso seguir hablando; sacudió una mano, como indicando que ya estaba dicho todo lo que tenía que decir, y volvió a colocarse de pechos sobre el piso de nubes, la cara en el agujero desde el cual veía hacia la Tierra. Más he aquí que se durmió un instante nada más. Y al abrir los ojos vio esta escena: Por las llanuras de Tejas, tirando de dos cuerdas ama­rradas a un trineo, iban el rey Baltasar y el rey Melchor; tras el trineo, empujando, uno alegremente, el otro con ca­ra de disgusto, iban Santa Claus y el rey Gaspar. Echado en el trineo se veía el hermoso reno, una de cuyas patas delanteras estaba hinchada. La luz de un naciente sol de invierno iluminaba con pálidos reflejos el curioso grupo. En toda la extensión, las gentes dor¡mían. -Vaya, vaya, de manera que ahí tenemos juntos a los reyes y a don Nicolás. Se reunieron para hacer feliz a un niño indio y ahora van sudando para aliviar a un reno co­jo. No está mal el ejemplo. Ojalá loS hombres aprendan la lección y se unan para cosa§lparecidas. Eso dijo el Señor Dios. Quería hacerse el humorista porque se sentía conmovido y se daba cuenta de que si no tomaba el asunto a chanza iba a llorar de emoción. Y es el caso que si lloraba sus lágrimas iban a inundar la Tie­rra, caerían en ella como si se desfondaran las fuentes de los cielos, porque las lágrimas del Señor Dios, que jamás había llorado, debían ser infinitas. Si se permitía llorar, hombres y animales, valles y montañas se ahogarían, co-
  • 217. CUENTOS ESCRITOS EN EL EXILIO 233 mo en los tiempos del diluvio. No; el Señor Dios no llora­ría. Pero como estaba emocionado debía hacer algo. Y se pu­so a silbar. Silbando se incorporó y comenzó a caminar po­co a poco. Sin darse cuenta empezó a danzar. Lo que silba­ba era una música celestial, de una finura inconcebible; y su danza era jubilosa y tieI'?a, la danza misma de la felici­dad. Abajo, en la Tierra, se oyó aquella música. La oyeron los pajarillos, que entonces despertaban y comenzaron a vo­lar a su ritmo; la oyeron la:g flores, que en los países fríos se hallaban todavía sin nacer, cubiertas por la nieve, y en los países cálidos estaban mustias. Y las flores no nacidas, y las mustias, comenzaron a cobrar vida y color, a perfu­marel aire, que también danzaba y las hacía danzar. La oyeron Santa Claus y los Reyes Magos, que alzaI10n sUs ros­tros al cielo, sonr;ieron y dijeron, los cuatro a un tiempo: -Parece que el Señor Dios está contento. y la oyó aquel hombre humilde que había regalado a los reyes su caballito y su carretita de madera. El había hallado despierta a la anciana madre, una mujer enveje­cida por los años y por la miseria, de cuerpo mínimo, lige­ramente encorvada, cuyos tristes ojos irradiaban bondad. -Buenos días, mamacita -dijo el hombre. -Dios me lo bendiga, mi hijo. ¿Cómo te fue? -Vendí todos los juguetes, menos uno que regalé, y compré maíz y medicinas. -Falta hacen las dos cosas en esta casa. Dios es bue­no. Acuéstate. -Ahora no. Quiero que le dé la medicina al niño. ¿Có­mo sigue? -Ha estado más tranquilo que anoche. Debe haber de­lirado algo, porque le oí bablando anoche. Tal vez estaba soñando con los Reyes Mag~, el pobrecito. Clareaba ya, y el hombre entró en la habitación donde dormía su hijo enfermo. Por el tierno rostro moreno se di­f:.. mdía una sonrisa inocente que embellecía en forma in-
  • 218. 234 JUAN·BOSCH descriptible la miSerable co-vacha de barro. El padre sintió que su corazón aleteaba y se inclinó para besar la pequeña frente. Pero de pronto vio algo junto al niño; algo que le pa­ralizó. Lo veía y no podía creerlo. Allí había un autito, un l1egalo de reyes para su hijo, y junto al autito la misma carretita que él había dado horas antes a tres hombres estrafalariamente vestidos, de túnicas y turbantes. Sólo que ahora el caballito y la carretita fulguraban, despidiendo re­flejos a la naciente luz del día. Asustado, tomó la carretita en sus manos y se enca­minó hacia la anciana, que desde la otra habitación le mi­raba con la serenidad soberana de sus años. Quiso llamar la atención de la madre, decir algo, explicarle que aquel era el juguete que él mismo había hecho, pero que ahora era distinto, macizo, pesado, de un metal que él conocía pero cuyo nombre no se atrevía a pronunciar en ese momento, y que brillaba porque estaba recubierto de piedras de valor incalculable. Pero no se dirigió a la madre, sino que dijo: -¿Qué es esto, Señor? Alzó los ojos a la altura, como esperando una respues­ta. No hubo respuesta. Lo único que oyó fUe una música que bajaba de los cielos, una música que iba envolviéndolo todo, como si las nubes hubieran estado cargadas de jilgue­ros y éstos cantaran celebrando el nacimiento del sol. Santa María del Rosario La Habana, Febrero de 1956
  • 219. INDICE l"ág. Apuntes sobre el arte de escribir cuentos o • 7 Los Amos....................................... 33 En un Bohío. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 37 Luis Pie " o......... 43 La Noche Buena de Encarnación Mendoza o o' • 51 El Funeral o ••••••••••••••••••••••••••• " 65 Rumbo al Puerto de Origen. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 73 La Desgracia 85 El Hombre que Lloró............................ 93 Victoriano Segura 107 La Mancha Indeleble o • • • • • • •• 125 El Indio Manuel Sicuri. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 129 Cuento de Navidad ... 0 •• 0 •••••• o ••••••••••••••••• !55
  • 220. Se terminó de imprimir esta segunda edición de Cuentos es­critos en el Exilio, en los tao lleres de la Editora del Cari­be, C. por A., el 18 de Julio de 1968. Santo Domingo, R. D.