CREÍ, POR TANTO HABLÉ
Por Jonathan Bravo
Escritura: 2 Corintios 4:13
“Teniendo el mismo espíritu de fe, conforme a lo que está escrito:
Creí, por lo cual hablé, nosotros también creemos,
por lo cual también hablamos.”
El apóstol Pablo cita aquí el Salmo 116:10. El salmista, en medio de dolor y
hasta de la amenaza de muerte, pudo decir: “Creí, por tanto hablé.”
La fe auténtica no se guarda en silencio. Lo que se cree de corazón, tarde o
temprano se expresa en palabras y en hechos. La fe verdadera produce
testimonio.
Ahora bien, necesitamos distinguir algo esencial: no toda fe es la misma. El
ser humano, por naturaleza, tiene cierta capacidad de confiar, de creer. A eso
llamamos fe natural. Confiamos en que una silla soportará nuestro peso, creemos
en las palabras de un amigo, confiamos en que el sol saldrá mañana. Pero esa fe
natural no alcanza para las realidades eternas.
La Escritura es clara, pues afirma: “Aun los demonios creen, y tiemblan”
(Santiago 2:19). Esa fe no salva, no transforma, no sostiene en la hora de la
prueba.
El hombre puede tener fe en sí mismo, en sus fuerzas, en sus proyectos, en
su justicia, pero esa fe está limitada a lo visible, a lo razonable, a lo humano.
Como Pedro sobre las aguas, podemos dar un paso, pero al ver el viento y las olas
nos hundimos (Mateo 14:30).
En cambio, la fe de Dios es un regalo soberano. La Palabra dice: “Porque
por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don
de Dios” (Efesios 2:8-9). Esta fe no nace en el corazón natural, sino que es
sembrada por El Espíritu Santo. Ella nos abre los ojos a lo invisible, nos une a
Cristo, nos da certeza en medio de la incertidumbre.
La fe verdadera en Dios consiste en confiar no en nuestros caminos, sino
en su método perfecto para llevar al cielo a los que creen en Él: Jesucristo, su Hijo,
quien murió por nuestros pecados y resucitó para darnos vida eterna. Creer en
Dios implica actuar en consecuencia, y eso significa arrepentirnos del pecado,
reconocer que nuestro “sistema operativo” humano es bajo, egoísta y corrupto,
incapaz de alcanzar la justicia divina. Como Job, después de enfrentarse con la
grandeza de Dios, exclamamos: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te
ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5-6).
Allí empieza la verdadera fe: cuando dejamos de confiar en nosotros
mismos y nos rendimos al método de salvación que Dios ha provisto en Cristo,
único camino al Padre y única puerta al cielo.
No es el tamaño de la fe lo que salva, sino el objeto de esa fe: Jesucristo, el
Hijo de Dios, que murió y resucitó.
Y esta fe nos da valentía para hablar lo que hemos creido. Aquí también
debemos contrastar lo humano y lo divino. La valentía humana se apoya en el
orgullo, en el deseo de sobresalir o en la fuerza de voluntad. Pero esa valentía se
derrumba fácilmente cuando llegan el miedo, la presión social o el poder del
pecado. Recordemos a Pedro antes de la cruz: juró que nunca negaría a Cristo,
pero ante la pregunta de una criada, negó tres veces (Mateo 26:69-75).
En contraste, la valentía en el poder de Dios no depende de nosotros, sino
del Espíritu Santo. En Hechos 4:13 vemos cómo Pedro y Juan, aquellos hombres
que antes huyeron y se escondieron, ahora hablaban con denuedo frente a las
autoridades. ¿Qué había cambiado? Que Cristo resucitado les había llenado con
su Espíritu. Esa valentía no busca aplauso humano, sino la aprobación de Dios.
Como dijo Spurgeon:
“El león más débil de la manada de Cristo
es más fuerte que el mundo entero, si Dios está con él.”
Aquí debemos reconocer otra gran verdad: el fracaso humano es total. El
hombre fracasa en su sabiduría, porque la sabiduría del mundo es insensatez
para con Dios (1 Corintios 1:20). Fracasa en su justicia, porque “todas
nuestras justicias son como trapo de inmundicia” (Isaías 64:6). Fracasa en su
poder, porque “el rey no se salva por la multitud del ejército, ni escapa el
valiente por la mucha fuerza” (Salmo 33:16). Desde Adán hasta hoy, la historia
humana es una historia de fracaso cuando el hombre confía en sí mismo.
Pero aquí es donde resplandece El Evangelio: la gloria está en la
aprobación de Dios. Lo que define al cristiano no es su éxito humano, ni su
reconocimiento social, ni sus obras. Lo que lo define es que ha sido aceptado en
Cristo Jesús y está completo en Él, que vive por Gracia, y que camina en fidelidad
a su Señor. El Apostol Pablo pudo decir: “Por La Gracia de Dios soy lo que soy”
(1 Corintios 15:10).
Hablar lo que hemos creído no significa llenar el aire con cuentos,
anécdotas personales o palabras vacías; significa proclamar El Evangelio
auténtico, la verdad eterna de que Cristo murió por nuestros pecados y resucitó
para nuestra justificación. Este mensaje no es un mito ni una emoción pasajera,
sino un anuncio racional, histórico y poderoso, que debe ser dado con palabras
claras y argumentos firmes, porque la fe viene por el oír la Palabra de Dios
(Romanos 10:17). Y, aunque entra por el oído y por la razón, El Evangelio
atraviesa más allá de la mente y llega al corazón, quebrantando el orgullo
humano y produciendo convicción de pecado, arrepentimiento y fe viva en
Jesucristo.
Por eso hablamos con intensidad y certeza: lo que hemos creído, eso mismo
anunciamos, con convicción firme e inquebrantable.
El Evangelio no es un mito, Es El Mensaje de la intervención de Dios en la
historia del hombre basado en un hecho histórico. No hablamos fábulas,
hablamos la verdad de Dios. Cristo murió por nuestros pecados y resucitó al
tercer día: En su Nombre se predica arrepentimiento, perdón de pecados, un
nuevo nacimiento, la salvación y la seguridad eterna. Eso es El Evangelio.
No predicamos emociones, predicamos convicciones. La fe verdadera no
nace de cuentos humanos, nace de La Palabra de Dios. La razón recibe El
Mensaje, pero El Espíritu lo lleva al corazón. El Evangelio no es nuestra historia,
es la historia de Cristo en favor nuestro. No buscamos entretener, buscamos
salvar. Lo que hemos creído, eso mismo hablamos, con certeza inquebrantable. El
Evangelio no solo informa, transforma.
Cuando el mundo nos rechace, recordemos que la aprobación que cuenta
es la de Dios: “Bien, buen siervo y fiel” (Mateo 25:21). El verdadero éxito no es
la fama, sino la fidelidad. La gloria del cristiano no está en su nombre, sino en
que Cristo sea glorificado en él. Como dijo Juan Calvino:
“El honor más excelso del cristiano es ser hallado fiel en su vocación,
aunque el mundo lo desprecie.”
Amados, esta es la realidad que define al creyente: cree con la fe que Dios
da, y por tanto habla con la valentía que Dios concede. La fe natural se agota; la fe
que viene de Dios permanece. La valentía humana falla; la valentía en El Espíritu
sostiene. El fracaso humano es inevitable; la gloria de Dios es eterna.
Hermanos, reciban esta exhortación con amor firme: Si usted no ha creído,
cállese; no hable de lo que no sabe, no suponga ni repita rumores piadosos. Vaya
primero a Dios, póngase de rodillas y pídale que produzca en usted el fruto de la
fe; oiga su Palabra, porque la fe viene por el oír (Romanos 10:17).
Pero si ha creído, hable: ¿Quién dio la boca al hombre? (Éxodo 4:11). No
como una cacatúa que repite eslóganes, sino con razón. Glorifique a Cristo
como Señor en su corazón y esté siempre preparado para dar razón de su
esperanza, 1 Pedro 3:15), con paciencia (2 Timoteo 2:24–25), con amor (1
Corintios 13), y con doctrina sana (Tito 2:1).
Hable El Evangelio auténtico con claridad y sobriedad, sin adornarlo ni
diluirlo; no haga de su anécdota el centro, haga de Cristo crucificado y resucitado
El Mensaje. Recuerde: “Creí, por tanto hablé” (2 Corintios 4:13); El Rey lo ha
constituido embajador (2 Corintios 5:20) y le autoriza para ser su boca.
Que sus palabras no sean gritos para vencer discusiones, sino verdad con
mansedumbre que convence conciencias; no espuma emocional, sino Gracia
sazonada con sal (Colosenses 4:6) que edifica y llama al arrepentimiento.
Estudie La Escritura, ore por denuedo (Confianza para controlar su nerviosismo),
viva de manera coherente y entonces hable en Su Nombre: Corto o largo, en
público o en privado, con uno o con multitudes, pero hable lo que ha creído.
Cuando la fe es real, la boca no se calla y el cielo respalda ese testimonio.
JBravo

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preeclampsia + eclampsia, sindrome de HeLLP

CREÍ, POR TANTO HABLÉ. Por Jonathan Bravo

  • 1. CREÍ, POR TANTO HABLÉ Por Jonathan Bravo Escritura: 2 Corintios 4:13 “Teniendo el mismo espíritu de fe, conforme a lo que está escrito: Creí, por lo cual hablé, nosotros también creemos, por lo cual también hablamos.” El apóstol Pablo cita aquí el Salmo 116:10. El salmista, en medio de dolor y hasta de la amenaza de muerte, pudo decir: “Creí, por tanto hablé.” La fe auténtica no se guarda en silencio. Lo que se cree de corazón, tarde o temprano se expresa en palabras y en hechos. La fe verdadera produce testimonio. Ahora bien, necesitamos distinguir algo esencial: no toda fe es la misma. El ser humano, por naturaleza, tiene cierta capacidad de confiar, de creer. A eso llamamos fe natural. Confiamos en que una silla soportará nuestro peso, creemos en las palabras de un amigo, confiamos en que el sol saldrá mañana. Pero esa fe natural no alcanza para las realidades eternas. La Escritura es clara, pues afirma: “Aun los demonios creen, y tiemblan” (Santiago 2:19). Esa fe no salva, no transforma, no sostiene en la hora de la prueba. El hombre puede tener fe en sí mismo, en sus fuerzas, en sus proyectos, en su justicia, pero esa fe está limitada a lo visible, a lo razonable, a lo humano. Como Pedro sobre las aguas, podemos dar un paso, pero al ver el viento y las olas nos hundimos (Mateo 14:30). En cambio, la fe de Dios es un regalo soberano. La Palabra dice: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8-9). Esta fe no nace en el corazón natural, sino que es sembrada por El Espíritu Santo. Ella nos abre los ojos a lo invisible, nos une a Cristo, nos da certeza en medio de la incertidumbre. La fe verdadera en Dios consiste en confiar no en nuestros caminos, sino en su método perfecto para llevar al cielo a los que creen en Él: Jesucristo, su Hijo, quien murió por nuestros pecados y resucitó para darnos vida eterna. Creer en Dios implica actuar en consecuencia, y eso significa arrepentirnos del pecado, reconocer que nuestro “sistema operativo” humano es bajo, egoísta y corrupto, incapaz de alcanzar la justicia divina. Como Job, después de enfrentarse con la grandeza de Dios, exclamamos: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5-6).
  • 2. Allí empieza la verdadera fe: cuando dejamos de confiar en nosotros mismos y nos rendimos al método de salvación que Dios ha provisto en Cristo, único camino al Padre y única puerta al cielo. No es el tamaño de la fe lo que salva, sino el objeto de esa fe: Jesucristo, el Hijo de Dios, que murió y resucitó. Y esta fe nos da valentía para hablar lo que hemos creido. Aquí también debemos contrastar lo humano y lo divino. La valentía humana se apoya en el orgullo, en el deseo de sobresalir o en la fuerza de voluntad. Pero esa valentía se derrumba fácilmente cuando llegan el miedo, la presión social o el poder del pecado. Recordemos a Pedro antes de la cruz: juró que nunca negaría a Cristo, pero ante la pregunta de una criada, negó tres veces (Mateo 26:69-75). En contraste, la valentía en el poder de Dios no depende de nosotros, sino del Espíritu Santo. En Hechos 4:13 vemos cómo Pedro y Juan, aquellos hombres que antes huyeron y se escondieron, ahora hablaban con denuedo frente a las autoridades. ¿Qué había cambiado? Que Cristo resucitado les había llenado con su Espíritu. Esa valentía no busca aplauso humano, sino la aprobación de Dios. Como dijo Spurgeon: “El león más débil de la manada de Cristo es más fuerte que el mundo entero, si Dios está con él.” Aquí debemos reconocer otra gran verdad: el fracaso humano es total. El hombre fracasa en su sabiduría, porque la sabiduría del mundo es insensatez para con Dios (1 Corintios 1:20). Fracasa en su justicia, porque “todas nuestras justicias son como trapo de inmundicia” (Isaías 64:6). Fracasa en su poder, porque “el rey no se salva por la multitud del ejército, ni escapa el valiente por la mucha fuerza” (Salmo 33:16). Desde Adán hasta hoy, la historia humana es una historia de fracaso cuando el hombre confía en sí mismo. Pero aquí es donde resplandece El Evangelio: la gloria está en la aprobación de Dios. Lo que define al cristiano no es su éxito humano, ni su reconocimiento social, ni sus obras. Lo que lo define es que ha sido aceptado en Cristo Jesús y está completo en Él, que vive por Gracia, y que camina en fidelidad a su Señor. El Apostol Pablo pudo decir: “Por La Gracia de Dios soy lo que soy” (1 Corintios 15:10). Hablar lo que hemos creído no significa llenar el aire con cuentos, anécdotas personales o palabras vacías; significa proclamar El Evangelio auténtico, la verdad eterna de que Cristo murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Este mensaje no es un mito ni una emoción pasajera, sino un anuncio racional, histórico y poderoso, que debe ser dado con palabras claras y argumentos firmes, porque la fe viene por el oír la Palabra de Dios (Romanos 10:17). Y, aunque entra por el oído y por la razón, El Evangelio
  • 3. atraviesa más allá de la mente y llega al corazón, quebrantando el orgullo humano y produciendo convicción de pecado, arrepentimiento y fe viva en Jesucristo. Por eso hablamos con intensidad y certeza: lo que hemos creído, eso mismo anunciamos, con convicción firme e inquebrantable. El Evangelio no es un mito, Es El Mensaje de la intervención de Dios en la historia del hombre basado en un hecho histórico. No hablamos fábulas, hablamos la verdad de Dios. Cristo murió por nuestros pecados y resucitó al tercer día: En su Nombre se predica arrepentimiento, perdón de pecados, un nuevo nacimiento, la salvación y la seguridad eterna. Eso es El Evangelio. No predicamos emociones, predicamos convicciones. La fe verdadera no nace de cuentos humanos, nace de La Palabra de Dios. La razón recibe El Mensaje, pero El Espíritu lo lleva al corazón. El Evangelio no es nuestra historia, es la historia de Cristo en favor nuestro. No buscamos entretener, buscamos salvar. Lo que hemos creído, eso mismo hablamos, con certeza inquebrantable. El Evangelio no solo informa, transforma. Cuando el mundo nos rechace, recordemos que la aprobación que cuenta es la de Dios: “Bien, buen siervo y fiel” (Mateo 25:21). El verdadero éxito no es la fama, sino la fidelidad. La gloria del cristiano no está en su nombre, sino en que Cristo sea glorificado en él. Como dijo Juan Calvino: “El honor más excelso del cristiano es ser hallado fiel en su vocación, aunque el mundo lo desprecie.” Amados, esta es la realidad que define al creyente: cree con la fe que Dios da, y por tanto habla con la valentía que Dios concede. La fe natural se agota; la fe que viene de Dios permanece. La valentía humana falla; la valentía en El Espíritu sostiene. El fracaso humano es inevitable; la gloria de Dios es eterna. Hermanos, reciban esta exhortación con amor firme: Si usted no ha creído, cállese; no hable de lo que no sabe, no suponga ni repita rumores piadosos. Vaya primero a Dios, póngase de rodillas y pídale que produzca en usted el fruto de la fe; oiga su Palabra, porque la fe viene por el oír (Romanos 10:17). Pero si ha creído, hable: ¿Quién dio la boca al hombre? (Éxodo 4:11). No como una cacatúa que repite eslóganes, sino con razón. Glorifique a Cristo como Señor en su corazón y esté siempre preparado para dar razón de su esperanza, 1 Pedro 3:15), con paciencia (2 Timoteo 2:24–25), con amor (1 Corintios 13), y con doctrina sana (Tito 2:1). Hable El Evangelio auténtico con claridad y sobriedad, sin adornarlo ni diluirlo; no haga de su anécdota el centro, haga de Cristo crucificado y resucitado
  • 4. El Mensaje. Recuerde: “Creí, por tanto hablé” (2 Corintios 4:13); El Rey lo ha constituido embajador (2 Corintios 5:20) y le autoriza para ser su boca. Que sus palabras no sean gritos para vencer discusiones, sino verdad con mansedumbre que convence conciencias; no espuma emocional, sino Gracia sazonada con sal (Colosenses 4:6) que edifica y llama al arrepentimiento. Estudie La Escritura, ore por denuedo (Confianza para controlar su nerviosismo), viva de manera coherente y entonces hable en Su Nombre: Corto o largo, en público o en privado, con uno o con multitudes, pero hable lo que ha creído. Cuando la fe es real, la boca no se calla y el cielo respalda ese testimonio. JBravo