El espejo humeante
Gabriel Cebrián




© STALKER, 2006.


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Foto de cubierta: Uxmal, Gabriel Cebrián




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El espejo humeante




Gabriel Cebrián




El espejo
humeante




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Gabriel Cebrián




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El espejo humeante




Los hombres blancos no saben de la tierra ni del mar
ni del viento de estos lugares. ¿Qué saben ellos si
noviembre es bueno para quebrar los maizales?
¿Qué saben si los peces ovan en octubre y las
tortugas en marzo? ¿Qué saben si en febrero hay que
librar a los hijos y a las cosas buenas de los vientos
del sur? Ellos gozan, sin embargo, de todo lo que
producen la tierra, el mar y el viento de estos
lugares. Ahora nos toca entender, cómo y en qué
tiempo debemos de librarnos de este mal.

                        Canek, leyenda Maya.




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Gabriel Cebrián




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                       Primera parte


        Una suerte de temblor a medio camino con lo
inmaterial, reflejo de sombras patinando al espejo
desde el anochecer arrabalero, palillo en boca, tagar-
nina entre los dedos, amargor de esputos a medio ca-
mino, como el temblor.
        Crescendo en el silbido de la pava que indica
que el agua para el mate ya llegó al indeseado hervor,
como siempre, como todo en la vida, a resultas de no
saber machacar la ocasión en caliente, como el fierro,
según aquella copla tan vetusta como sus recuerdos.
        Al borde del abismo, así se sentía; con la
muerte escudriñándolo desde cualquier sombrío rin-
cón del rústico cuarto, uno de los dos de la humilde
casa en el barrio porteño del Abasto. Esa muerte que
había ido acercándosele de a poco, como el animal te-
meroso que va tomando confianza y al que incluso
alentamos, estirándole la mano. No como lobos que
van estrechando el círculo, rezumando sus pupilas fi-
jezas asesinas, no. Su muerte se aproximaba lenta-
mente, procesando domesticidades, casi amanceban-
dosele. No era una idea angustiante, no lo era mucho
más que ese departamento sombrío, que esa vida de-
clinante y también cosida con puntos de oscuridad,
que esos recuerdos que afloraban una y otra vez como
miasmas mentales, detritus de fantasmas ahogados en
la incesante marea temporal.
        Pero aún debía dar unas cuantas brazadas en
aquella ominosa marea memorística, y hasta sumer-
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girse, cuando estrictas necesidades así lo demandasen,
para rastrear y bucear todos esos elementos que debía
dejar consignados, a modo de testamento público; y
que se referían a ciertos sucesos ocurridos no hace
tanto, cuyos trasfondos esenciales jamás habían sido
tomados con la seriedad que merecían. Y no pensaba
llevárselos a la tumba, por más que ingresara a ella
tomado románticamente del hombro de las parcas,
bailoteando rondas o jugueteando manitas. No quería
abandonar el mundo sin al menos hacer el intento de
dar forma al legado que su reporte podía constituir.
        Se incorporó de la dura banqueta sintiendo los
rigores de rigor -que así lo pensó, anticipando esas
incapacidades expresivas que, prurito tan pueril, eran
quizá la causa principal por la que había postergado
esta casi póstuma labor para sus diez de última-, dese-
chó un poco de agua hirviente -que se bifurcó, según
densidades, en vapores ascendentes y fluidos descen-
dentes-; agregó un poco de fría y arrimó pava y mate
ya cebado a la mesa, donde papeles y lapicera lo
aguardaban para comenzar una empresa que lo intimi-
daba casi tanto como los recuerdos. Agregó azúcar a
la infusión, que para amarga estaba la vida -y todas
esas cosas ya dichas, como los recuerdos, los resabios
de tabaco rancio en la saliva, etcétera-.
        Tembloroso de pulso y ánimo, puso manos a
una obra que le insumió casi la totalidad del tiempo
conciente de sus últimos días en este mundo.



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El espejo humeante


        Disculpen si no me expreso bien o no hallo las
palabras adecuadas, lo cierto es que jamás pensé que
algún día podía serme necesario contar con faculta-
des gramaticales. Haré mi mejor esfuerzo, pero sobre
todo en función de la claridad, que en este caso es
crucial. El resto es solo crepitar agónico de antiguas
vanidades, que se me han ido impregnando como la
propia miseria, como el barro de las oscuras compo-
nendas de un destino que jamás comprenderé, aunque
ya, a estas alturas, poco me importa. Sé que hay un
más allá, he podido comprobarlo; lo que no he podi-
do despejar es esa absurdidad que signa esta existen-
cia y la próxima, y las siguientes, si es que hay, cosa
que ya no me consta.
        Mi nombre, si bien poco importa, es Eliseo
Blanchard. Crecí en el barrio porteño del Abasto, y
poco original fue mi infancia, así como mi primera
juventud.
        Así es que los hechos que motivan al presente
reporte, comienzan cuando, al quedar imposibilitado
mi padre por un desafortunado accidente, me vi obli-
gado a buscar empleo; y lo hallé prontamente, lo que
me hizo pensar que grande había sido mi fortuna.
Nunca una presunción más inexacta, aunque el hecho
de que no haya sido afortunado a ultranza, se debe
pura y exclusivamente a mis incapacidades persona-
les. Mas no debo adelantarme, o me daré de bruces
contra los fantasmas que quiero exorcizar, haciendo
así fracasar esta catarsis in extremis, ya de por sí
funambulesca, tanto en modo como en intención. Es
menester que cada elemento haga su aparición tem-
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poráneamente, y no compulsado por cuestiones de
tensión dramática, veleidades estilísticas o pruritos
de estética; todo cuanto haga aquí su aparición sin
puntual meticulosidad, sin una muy merituada dosis
de oportunismo y ubicuidad, podría constituirse en el
elemento caótico capaz de derrumbar este incipiente
edificio hasta sus cimientos y dejarme sin siquiera la
posibilidad de comunicar el prodigio del que fui tes-
tigo una vez y que, agazapado en los vericuetos de u-
na realidad inestable al punto de la desesperación,
quizá pueda dar a otro la oportunidad que tan estúpi-
damente desperdicié cuando estuvo a mi alcance.
        Y en función de tales preceptivas, he aquí que
advierto que estoy dejando una puerta abierta a ese
elemento caótico tan temido, por cuanto su conjuro
exige una cierta aclaración previa, y es la de que
muchos, al momento de la eventual publicación del
presente, argüirán que es el producto de una mente
aberrada, e incluso podrían llegar a agregar cróni-
cas judiciales e historias clínicas que, presuntamente,
vendrían a demostrar la insania de Eliseo Blanchard
y su tendencia morbosa y paranoide respecto de cier-
tos tópicos, que lo arrojaron a un estado alucinatorio
casi irreversible. En respuesta a ello, básteme decir
que, cansado de predicar en el desierto de una huma-
nidad inconsciente y consiguiendo a cambio sólo re-
cetas represivas (cuando no lisa y llanamente anula-
tivas), decidí fingir la aceptación de mi delirio y la
consecuente sanación del ficticio enajenamiento.
Hasta hoy día, cuando con un pie ya en la tumba,
nada queda de mí más que la voluntad de mostrar, a
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quienes sean capaces de ver, la oportunidad que des-
de hace algunos años se esconde en algún rincón de
la selva misionera, o en un cenote yucateco, o en al-
gún lugar entre ambos pero situado en otra dimen-
sión; oportunidad que temo haber perdido para siem-
pre y a la que seguramente estoy alejando aún más
con el rumor de esta pluma, con la que no obstante
intentaré dejarla latente sobre estos papeles amari-
llentos.

        Conocí al Profesor Neftalí Szrebro una plo-
miza mañana de otoño, no recuerdo exactamente la
fecha. Apremiado por las circunstancias económicas
que afectaban a mi familia –compuesta por mis pa-
dres y una hermana menor-, leía los avisos de oferta
de trabajo en el diario que alguien había abandonado
en un banco de la Plaza Miserere, cuando un hombre
que entonces me pareció anciano, de escaso metro
sesenta de altura, cabello y barbas canos, algo en-
trado en kilos y enfundado en un traje gris, se plantó
frente a mí y me observó a través de los gruesos
cristales de sus gafas.
-Buenos días –saludé, algo incómodo. El hombre a-
quél fue directamente al grano:
-¿Estás buscando trabajo?
-Sí, señor. ¿Sabe de alguno?
-Claro que sí. Verás, necesito un asistente personal,
un muchacho despierto y obediente. ¿Sabes tú de al-
guno, que cumpla con esos requisitos?


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-Obediente soy, señor. Y no sé si seré muy despierto,
pero le prometo hacer mi mejor esfuerzo si me tiene
en cuenta.
-Es una buena respuesta, por cierto. Casi te diría que
estás contratado. La paga que pienso ofrecerte es
muy buena, seguramente estarás de acuerdo con ella.
Haríamos la prueba durante una semana, y si al cabo
ambos estamos conformes, pues bien, el puesto será
tuyo.
-Muchas gracias, señor.
-Si no tienes nada que hacer en lo inmediato, iremos
a mi estudio, así lo conoces y vas poniéndote al tanto
de tu tarea. Es acá nomás, a unas pocas cuadras.

        Caminamos en silencio, al ritmo del paso can-
sino de mi empleador -que no se compadecía en lo
más mínimo con mi estado de ansiedad, y me obliga-
ba a esforzarme para no dejarlo atrás-. No pude evi-
tar, en ese contexto, dar voz a una pregunta, que era
expresión de mi zozobra:
        -¿Podría decirme en qué consistirá mi labor
como asistente?
        -No te apresures. Tal vez sería bueno que an-
tes de ello nos presentáramos formalmente, ¿no cre-
es?
        Nos dijimos entonces nuestros respectivos
nombres, y eso fue todo. Hasta que ingresamos en un
edificio de oficinas, atravesamos un largo pasillo e
ingresamos en la número 21. Constaba de una pe-
queña sala de espera, dotada de mesa, silla y lám-
para. De la pared frente a la puerta de ingreso colga-
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ba una reproducción de El buey desollado, de Rem-
brandt. Junto a él, y al lado izquierdo de la silla, un
teléfono amurado. Más allá, la puerta hacia un am-
plio despacho central; el que además del consabido
escritorio -particularmente suntuoso-, contaba con u-
na especie de laboratorio químico, dispuesto de modo
que la luz que entraba por el amplio ventanal diera
de lleno sobre él. Todo ese gran ambiente estaba pre-
sidido por una voluminosa reproducción lujosamente
enmarcada de El alquimista, de Joseph Wright of
Derby, dato éste del que, obviamente, iba a enterar-
me más tarde.
        Apenas me permitió un soslayo de esa oficina
principal, tanto como para cumplir con una mínima
formalidad. Tampoco me explicó cosa alguna respec-
to de su actividad, o del propósito tanto de su bufete
como del laboratorio. Szrebro simplemente me indicó
que ocupara la mesa del antedespacho, en la que no
tendría mucho que hacer. Sólo apersonarme a sus
llamados -que efectuaría con una campanilla de ma-
no-, atender las esporádicas llamadas telefónicas y
consultar con él si serían o no tomadas, y hacer los
recados que me indicara. Fuera de ello, debería efec-
tuar cortos viajes en busca de elementos que nece-
sitaría para su trabajo. Me despreocupó en el sentido
que todos estos viajes serían a sitios cercanos, que
podían realizarse en el día. Agregó que como tendría
bastante tiempo ocioso, sería bueno que lo aprove-
chase estudiando cualquier cosa que me agradara.
        No voy a negar que en aquel momento, como
también durante los primeros tiempos de mi desempe-
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ño, estuve exultante. Y más aún lo estuve cuando
después de la primera semana de trabajo recibí una
paga de quinientos pesos, lo que indicaba que serían
alrededor de dos mil al mes. Sólo por permanecer
allí, leyendo novelas de aventuras, atendiendo espo-
rádicas llamadas telefónicas o yendo a hacer las
compras y trámites del simpático y generoso Profesor
Szrebro.

        Al cabo del primer mes todo había transcu-
rrido apaciblemente. Tenía suficiente dinero como
para aportar significativamente a las magras arcas
familiares, y aún me quedaba resto para darme algu-
nos pequeños gustos, los que con el correr del tiempo
y si lograba conservar ese interesante empleo, iban a
ser menos pequeños, ello en cuanto algunos déficits
históricos fueran siendo saldados. Así fue que mi le-
altad al profesor y mi contracción a las escuetas ta-
reas que me habían sido asignadas, fueron absolutas,
signadas por una especial gratitud. Tanto así que co-
mencé a experimentar cierta culpa por una incipiente
curiosidad que comenzaba a crecer en mi interior, y
que estaba dirigida al propósito de las actividades
que desarrollaba mi empleador en su laboratorio. Pe-
se a que trataba de reprimirla -diciéndome que no
era asunto de mi incumbencia, y que el profesor pro-
bablemente pagaba tan bien para asegurarse una dis-
creción tan tácita como absoluta-, inconcientemente
mi pensamiento recurría a especulaciones sin mayor
asidero, y que se disparaban sobre todo ante cada
llamada telefónica. Los interlocutores de Szrebro e-
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El espejo humeante


ran no más de cinco o seis, y todos hablaban español
con dificultad, o con marcados acentos, diferentes en-
tre sí. Podía reconocer a uno con acento alemán, otro
parecía de tipo árabe, y por supuesto, el infaltable
angloparlante. Otros dos o tres me resultaban incla-
sificables, de plano. No parecían en modo alguno a-
fricanos, nórdicos ni orientales. Más bien sonaban a
alguna lengua de nativos americanos; pero claro, era
ésta una presunción absolutamente infundada, al me-
nos por entonces. No es difícil colegir entonces que
semejante babel tirada al castellano se constituyese,
como de hecho lo hizo, en motivo más que suficiente
para azuzar la curiosidad de alguien que por sobre
todas las cosas, estaba interesado en conservar aquel
trabajo tan ventajoso. Ello, mas el aparente hermetis-
mo que parecía rodear a las actividades del Profesor,
me llevaban a barajar hipótesis que más que nada
tendían a establecer fundamentos sobre los cuales a-
poyar las seguridades de mi continuidad laboral.
Mas, como es evidente, no poseía los mínimos datos
que me permitieran articular teorías ciertas al res-
pecto. Así, todo lo que pude sacar en limpio fue que a
los únicos que atendía en cada oportunidad que lla-
maban era a los de acento aborigen. Y en orden de-
creciente, al germano, al árabe y luego al inglés, a
quien se dignaba a atender cíclicamente, y solamente
al cabo de numerosas negativas previas, más o menos
cada cuatro o cinco. Por lo poco que podía oír desde
el antedespacho, mantenía las conversaciones en el i-
dioma propio de sus interlocutores, lo que demostra-
ba que además de sus aparentes quilates como hom-
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bre de ciencia, también era políglota. Y todo ello co-
adyuvaba a excitar mi imaginación, aunque como ya
dije, experimentaba esas lucubraciones como estig-
matizadas de deslealtad, casi pecaminosamente.
        Ya llevaba dos meses de desempeño cuando el
Profesor me dijo que debía emprender mi primer via-
je. Así fue que me dirigí a San Ignacio, Provincia de
Misiones, con la indicación de esperar a alguien que
me contactaría en una especie de almacén-bar que
estaba situado cerca de la entrada a las ruinas de las
antiguas misiones jesuíticas.
        Me apeé del ómnibus, luego de casi trece ho-
ras de viaje, y me maravillé frente a esos caminos de
tierra color sangre que se internaban entre el verde
profundo de la selva. Hacía mucho calor, pero la e-
moción frente a semejante marco natural, adunado a
la circunstancia de que nunca antes había emprendi-
do un viaje más lejos de Buenos Aires que alguna in-
cursión por la costa atlántica, hicieron que tanto el
clima como el largo viaje fueran detalles nimios, irre-
levantes de frente a la novedosa experiencia. Como el
encuentro con el misterioso contacto estaba progra-
mado para algo así como tres horas después de mi a-
rribo, tuve tiempo para asegurarme el boleto de vuel-
ta a Buenos Aires y de recorrer la pintoresca locali-
dad, deteniéndome especialmente en la casa-museo
donde vivió Horacio Quiroga. Y por supuesto, visité
las históricas ruinas durante un crepúsculo particu-
larmente bello. Sí, aquel trabajo había sido una espe-
cie de regalo de Dios. Eso era lo que pensaba enton-
ces; y tal vez haya sido así, de cualquier modo.
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El espejo humeante


         De camino al lugar del encuentro me sucedió
algo extraño, que aunque en el momento no le conferí
importancia, con el devenir de los acontecimientos,
llegó a adquirir singular importancia. El hecho fue
que camino al bar pasé por un puesto de venta de ar-
tesanías cuyo fuerte parecían ser las ocarinas -esa
especie de instrumentos aerófonos de barro a los que
los guaraníes, entre otras etnias, eran tan afectos-.
Todos eran de forma ovoide, como aplastados longi-
tudinalmente, y la mayoría pintados con motivos zoo-
lógicos, representando insectos y reptiles, además de
otros decorados con signos de tipo tribal, de caracte-
rísticas aborígenes. Pero había una diferente, con
forma de pájaro, con las alas extendidas hacia atrás
y cogote y pico estirados hacia delante. Era puro ba-
rro cocido, sin pintura alguna, sólo relieves que in-
sinuaban el plumaje. Nada tenía de especial más que
su morfología diferente, que debe haber sido lo que
llamó mi atención. La tomé para observarla mejor –
cosa que no suelo hacer, debido a mi timidez consti-
tutiva-, ante la mirada curiosa del anciano de ojos
claros y biotipo europeo que estaba detrás del impro-
visado mostrador.
        -¿Cuánto cuesta?
        -Buena pregunta. –Me respondió, y añadió e-
nigmáticamente: -Aunque hubiera sido mejor pregun-
tar cuánto vale. Vale muchísimo, sí señor. Tiene un
valor superlativo. Pero no te costará nada, al menos
en dinero.
        -¿Cómo dice?
        -Que puedes llevarla, nomás. Es un obsequio.
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        -No, pero...
        -Mira, mozo, el artesano que me la dio lo hizo
con la indicación que el primero que la tocase sería
su dueño, porque era la persona que eventualmente
iba a necesitarla. Y esa persona has sido tú.
        -No, pero no puedo aceptarla –casi balbuceé,
no entendiendo del todo lo que estaba sucediendo,
aunque una parte de mí se mostraba oportunista y
codiciosa frente a una pieza que parecía ostentar una
suerte de valor agregado de tipo espiritual -¿Y por
qué se supone que podría llegar yo a necesitarla?
        -Me haces preguntas cuya respuesta desco-
nozco.
        -Tal vez pudiera hablar con el artesano que la
hizo, entonces.
        -Es un mago poderoso. No tiene tratos con la
gente, quienquiera que sea. Yo sólo recojo el material
y a cambio le dejo mercaderías. Ni siquiera yo puedo
verlo. Y si te digo adónde hallarlo, probablemente
sería tu fin, y ciertamente el mío. Así que no tienes
alternativas, la tomas o la dejas.
        -Usted está burlándose de mí –le espeté, en u-
na actitud casi inédita a tenor de las características
anímicas que ya señalé; pero ello a cuento de que la
situación, por alguna razón, me había alarmado bas-
tante.
        -Como broma, se trataría de una bastante es-
túpida, ¿no crees? No solamente no le encuentro mu-
cha gracia, sino que además comporta una pérdida
para mí. Podría habértela vendido por unos pocos
pesos, los que, por otra parte, buena falta me hacen.
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El espejo humeante


        -Claro, y yo me quedaría más tranquilo si se
la pago.
        -Pues así sería, sí. Pero no se trata de eso. Te
repito, la tomas o la dejas. Y si me permites un conse-
jo, simplemente te diré que será mejor en todo caso
que la tengas y no la necesites, que llegues a nece-
sitarla y no la tengas.
        -¿Y para qué se supone que podría yo necesi-
tarla?
        -Eso no lo sé, y tampoco es asunto mío. Lo ú-
nico que puedo informarte es que se trata de un “lla-
mador”.
        -¿Un llamador? ¿Para llamar qué cosa?
        -Originalmente, los llamadores se utilizaban
para imitar el canto de determinadas aves con el pro-
pósito de darles caza. Pero luego los chamanes desa-
rrollaron otros, que se supone que llaman espíritus, o
entidades que no son de este mundo.
        -Entonces éste, sería uno de esos, ¿verdad?
        -Hombre, supongo que sí, pero no es cuestión
mía averiguarlo.
        -Y yo supongo que tampoco es cuestión mía.
        -Sin embargo, tú has sido el primero en tocar-
lo. Y por lo que yo sé, este hechicero jamás se equivo-
ca. Por eso te digo, tómalo o déjalo. Es tu decisión y
tu responsabilidad.
        Lo tomé, esperando fervorosamente que todas
esas habladurías fueran sólo eso, habladurías. El
sentido común y cualquier pauta de cordura estaban
a favor de esa hipótesis. De todos modos, no me ani-

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Gabriel Cebrián


mé a extraer el menor sonido de aquel extraño ins-
trumento.


        Ya estaba anocheciendo cuando ingresé al al-
macén. Solo estaban el dueño -o encargado, quizás- y
tres parroquianos que bebían vino acodados sobre el
mostrador. Ocupé una de las escasas mesitas y pedí
un sándwich de jamón y una cerveza. Pese a la an-
siedad que me causó el episodio con el vendedor de
ocarinas, y a la expectativa por el encuentro que so-
brevendría, tenía bastante apetito. Ya había termina-
do de comer cuando hizo su llegada mi contacto, de
quien no sabía yo ni su nombre de pila. Vino directo
hacia mi mesa y se sentó sin pedir autorización, sin
siquiera saludar.
        -Usted viene de parte del Profesor Neftalí –a-
firmó. Se trataba de un individuo de rasgos amerin-
dios, aunque vestía un traje gris de neto corte occi-
dental, camisa blanca y corbata oscura. Era enjuto,
tenía pelo largo y renegrido al igual que sus ojos,
sesgados, que sostenían una dura mirada que se cla-
vó en los míos y allí permaneció.
        -Sí -contesté, algo apabullado por la fijeza
con la que me miraba, que le daba un aire casi alo-
cado.
        -Entonces estará al tanto de que el asunto que
nos traemos en muy delicado.
        Su actitud comenzó a molestarme. Y todos sa-
bemos que las personalidades apocadas tienen una

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El espejo humeante


fuerte tendencia a devenir en su contrario, estallido
mediante. Conteniéndome, le respondí:
        -No estoy al tanto de nada; solamente de que
usted debe darme algo para el Profesor Szrebro, y ya.
        -No es tan fácil, jovencito.
        -Mire, el profesor me indicó que viniera acá y
esperara a alguien que me daría un recado para él.
Nada más que eso. Y no encuentro por qué debería
ser complicado.
        -Porque por ejemplo, debería yo estar seguro
de que usted es lo suficientemente confiable antes de
entregarle un material sumamente valioso.
        -No he venido hasta aquí para dar pruebas de
confiabilidad. Vengo de parte del Profesor Szrebro, y
eso debería ser suficiente, mi amigo.
        -No soy su amigo, ni lo quiero ser.
        -Es una forma de decir, nada más. Y tenga
por cierto que de acuerdo a su actitud, yo tampoco
tengo el más mínimo interés en su amistad.
        -Ya lo creo. Usted es blanco, de la Capital, y
yo solamente soy un indio infeliz que vive en las afue-
ras de un pueblo de mala muerte.
        -Oiga, no salga con eso... ¿de dónde saca se-
mejante ocurrencia? En ningún momento pensé...
        -Ése es otro de los problemas, ¿ve? –Me inte-
rrumpió. –Que no piensa lo que piensa.
        -¿Cómo dice?
        -Digo que yo puedo ver lo que piensa, en un
nivel profundo, y usted no. Y más allá de eso, no pa-
rece ser un sujeto que piense mucho, o al menos, co-
rrectamente.
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Gabriel Cebrián


        -Oiga, está prejuzgando, y de una manera
muy insolente. Terminemos con este asunto.
        -Por eso le dije, no es tan fácil.
        -Pero es usted quien...
        -Claro, claro. Los indios tenemos la culpa de
todo. Somos complicados, salvajes, incultos...
        -¡Deje de poner en mi boca cosas que nunca
dije! –Lo interrumpí ahora yo, realmente ofuscado.
        -...y cuando las cosas no marchan a su modo,
según los códigos establecidos por los europeos o sus
descendientes, adquieren ese tono autoritario con el
que acaba de increparme.
        -Mire, amigo...
        -Ya le dije que no soy su amigo.
        -...indio, o lo que sea, con usted no se puede
hablar. No entiende razones.
        -Déle, nomás, siga discriminando.
        -Yo no discrimino. Es usted quien me ha enre-
dado en todo este asunto en el que no tengo arte ni
parte.
        -Conozco ese argumento: “Yo no tengo la cul-
pa si estos indios de mierda se discriminan solos”.
        En ningún momento había dejado de taladrar-
me con su mirada, pero ya no me incomodaba tanto.
Llamé al encargado y le pedí una ginebra con hielo,
sin siquiera preguntar a mi contacto si deseaba tomar
algo.
        -Bueno –le dije, copa en mano-, creo que no
me interesa continuar hablando con usted. ¿Va a dar-
me o no lo que sea que tiene para el Profesor Szre-
bro?
22
El espejo humeante


        -Primero tendrá que demostrarme que es con-
fiable. Ya se lo dije.
        -Szrebro no me habló respecto de ninguna
prueba que yo debiera dar.
        -Eso a mí no me importa. Ésta es una cuestión
entre usted y yo.
        -Ve, está muy equivocado. Es una cuestión en-
tre Szrebro y usted. Yo solamente soy el encargado de
recoger lo que sea que usted traiga, y llevárselo. Eso
es todo.
        -No, jovencito. Eso no es todo. Si eso fuera to-
do, ya le habría dado el asunto y adiós. ¿O a poco
cree que me hace feliz estar perdiendo mi tiempo con
un porteño arrogante y racista?
        Finalmente, el estallido anímico por fin se
produjo, tal vez catalizado por el par de impetuosos
tragos de ginebra que me había echado sobre el litro
de cerveza:
        -Mire, tal vez lo que voy a decirle sustente su
idea de que soy racista, pero si sigue en esa vena, me
veré obligado a patearle su sucio culo aborigen.
        El moreno sonrió ampliamente, por primera
vez en nuestra entrevista. A continuación, y sin dejar
de mirarme a los ojos, dijo:
        -Está bien, jovencito. Ha pasado la prueba.
Tal vez sea un poco pusilánime, pero tiene garras que
mostrar si las circunstancias lo requieren. –Estiró un
objeto con forma de botella, o algo así, envuelto en
papel madera y lo depositó frente a mí. –Ésta es una
sustancia muy valiosa como para dejarla en manos
de un flojo –añadió.
                                                     23
Gabriel Cebrián




        Y se retiró, y eso fue todo. Allí quedé, algo
conmocionado por tan singular personaje, con el mis-
terioso paquete sobre la mesa, frente a mí. Tomé un
par de ginebras más, y pregunté al bolichero por al-
gún albergue para pasar la noche. No tenía ómnibus
sino hasta el mediodía siguiente. Iba de camino, se-
gún su indicación, por una callejuela bastante oscura
y solitaria, cuando oí pasos detrás de mí. Me volví,
ligeramente alarmado, pero no vi a nadie. Tal vez
había entrado en alguna de las antiguas casas de la
cuadra. Continué, y volví a oírlos. Esta vez me volví
raudamente, en pleno escalofrío, y tampoco vi a na-
die. Y como en la anterior oportunidad, el sonido de
pasos cesó de inmediato. Quienquiera que fuese, no
habría tenido tiempo de ingresar en ninguna vivien-
da. Me agité, me quedé parado allí unos segundos,
expectante, y luego emprendí nuevamente la marcha,
agudizados mis sentidos por la alarma. Llegué al
albergue canturreando, para evitar oír nuevamente el
ominoso sonido del caminante fantasma; y debo ha-
berlo conseguido, o quizá fue que había cesado, o a-
caso todo había sido solamente producto de mi ima-
ginación, just my imagination runnin’ away with me,
-precisamente fue ese clásico del rock & roll que en-
toné casi como un conjuro-. Renté un cuarto rústico
pero que contaba con una cama muy cómoda y un
pequeño escritorio de estilo campestre muy antiguo,
sobre el cual deposité el objeto que me había dado el
misterioso indígena. Estaba cansado, un poco por el
viaje y sobre todo por las últimas dos horas, que ha-
24
El espejo humeante


bían sido tensas, así que me arrojé de espaldas sobre
la cama y creo que me quedé dormido con todo y za-
patos. Y con la boca abierta, en orden a lo que su-
cedió luego, y que vino a hilvanarse en lo que sería u-
na retahíla de sucesos angustiosos. En la frontera en-
tre sueño y vigilia tuve la pavorosa sensación de que
alguien estaba soplando dentro de mi boca. La cerré
tan fuerte que mis dientes se entrechocaron, y me do-
lió bastante. Me incorporé agitado, pero en la pe-
numbra del cuarto no parecía haber nadie, igual que
había sucedido en la callejuela rato antes. Me dije
que aquella sensación había sido producto de un sue-
ño, al menos de una ensoñación, pero había sido tan
vívida que tal argumentación no conseguía afirmarse
en mi conciencia. Es más, un regusto amargo muy
fuerte e inexplicable crecía en mi boca. Encendí la
luz y traté de convencerme de que todo aquello era
sólo producto de sugestión, trampas de una mente
estimulada por la novedad del viaje y los sucesos que
habían tenido lugar desde mi arribo a San Ignacio.
        Me conminé a tranquilizarme, toda vez que el
nerviosismo bien podía inducirme a otras experien-
cias alucinatorias, arrojándome así a una vorágine
que podía desembocar en pánico. De hecho jadeaba,
mi ritmo cardíaco estaba por demás acelerado y ade-
más sudaba frío. Así que respiré profundo e intenté
volver a la normalidad, aunque más no fuera mis
procesos fisiológicos. Pero ese intento duró apenas u-
nos instantes, sólo hasta que oí las voces y me quedé
tieso como una estaca:

                                                    25
Gabriel Cebrián


         <He’s got the stuff. ¿May I kill him, now? >
         <No, not yet. We`ve wait for a while. >
         <We can kill the boy and take his money, to
simulate a robbery… >
         <Shure, but I told you, is not the time. Be pa-
tient. >
         <Okay, as you said. You’re in charge.>

        Si bien pude oírlos con total claridad, mi de-
ficiente inglés me permitió interpretar lo que acabo
de transcribir, palabra más, palabra menos. No creo
necesario consignar la zozobra que tales voces me
provocaron, aunque sí quiero destacar la circunstan-
cia de que no supe entonces desde dónde provenían.
Sonaban claras y distintas, pero no por ello pude
distinguir a ciencia cierta si me llegaban desde el
pasillo, o estaban en mi cabeza, o dentro del cuarto.
Ésta última posibilidad era desquiciante, pero pare-
cía ser la más probable, a tenor de la claridad e in-
mediatez con la que las había percibido. Y además tal
posibilidad se compadecía con el extraño soplido en
mi boca. Para colmo habían hablado de liquidarme,
por lo que el asunto tomaba un cariz desesperante.
Examiné cada rincón del cuarto, esperando ver algún
agujero en la mampostería, o cualquier otra cosa que
permitiese inferir recovecos acústicos que eventual-
mente causaran esa escucha tan fidedigna de voces
que por fuerza no debían haberse oído del modo que
lo hice. No hallé nada anormal. Así que fui al baño a
lavarme la cara y beber un poco de agua, más que
nada para tranquilizarme. Mientras bebía, traté de
26
El espejo humeante


volver mentalmente sobre la hipótesis de la sugestión,
y casi había logrado convencerme de que mi sistema
nervioso excitado estaba jugándome una mala pasa-
da, cuando me enderecé y tuve una visión que casi me
mata del susto: en el espejo, justo detrás de mi hom-
bro derecho, vi un rostro en sombras; un rostro cuya
expresión, a pesar de lo sombrío, ostentaba una ma-
lignidad evidente, una especie de odio, locura y de-
terminación asesina conjugados en un rictus pavoro-
so. Se desvaneció de inmediato, pero no así el sobre-
salto que me produjo y que casi me hace orinar en los
pantalones. ¿Estaba volviéndome loco, así, de repen-
te, y sin una razón definida? ¿O era acaso que el
Profesor Szrebro me había metido en un atolladero
de alcances insospechables? Ya no me parecía aquel
viejo bonachón y generoso, y tampoco mi trabajo lu-
cía, de buenas a primeras, como la bendición que ha-
bía supuesto. Ahora parecía encajar todo: las reser-
vas del viejo respecto de la índole de su trabajo, la
generosa paga, la confidencialidad... al parecer era
yo un agente tan inconciente como descartable. El te-
mor cedió su espacio a la ira, y deseé fervorosamente
ir a encararme con el viejo, exigirle precisiones acer-
ca de lo que estaba ocurriendo y de paso, cantarle
cuatro frescas.
        De nuevo en el cuarto vi los dos extraños pa-
quetes que había depositado sobre el pequeño escri-
torio. El desarrollo de los acontecimientos parecía
darle la razón al individuo que me había obsequiado
el supuesto llamador de entidades espirituales. Nun-
ca, hasta ese momento, había sido yo proclive a to-
                                                    27
Gabriel Cebrián


mar en cuenta seriamente asuntos de esa índole, así
que contaba al menos con una disposición de ánimo
que tendía a minimizar las posibilidades esotéricas, y
eso me inducía a parapetarme detrás de pautas racio-
nalistas que, gracias a la falta de nuevos avatares,
ganaban terreno en mi mente. Al cabo de unos minu-
tos me estaba fustigando a mí mismo, reprochándome
por ser tan sugestionable y abandonarme sin más a
supercherías pueriles, llegando al punto de alucinar
de puro cobarde. Al día siguiente estaría de nuevo en
Buenos Aires, entregaría el paquete a Szrebro y le
contaría si no todo, buena parte de lo que había ex-
perimentado, tratando de ese modo de averiguar si
había o no algo anormal en sus investigaciones. Pero
aún así, me cuidaría mucho de poner en riesgo mi
continuidad laboral en función de albures tan trucu-
lentos.
        Bastante más tranquilo, y casi definitivamente
convencido de haber reaccionado desmesuradamente
a estímulos imaginarios, producidos por una extraña
concatenación de experiencias novedosas y circuns-
tancias atípicas, volví a arrojarme sobre la cama; eso
sí, dejando la lámpara encendida, recostado sobre el
flanco y con la boca bien cerrada. Luego de un rato
de rumiar los eventos del día, por fin el agotamiento
me indujo al sueño. Un sueño plagado de fantasma-
gorías tan profusas como difusas, tanto más inquie-
tantes cuanto indefinidas.



28
El espejo humeante


        Arribé a la Estación Retiro ya pasada la me-
dianoche, y me dirigí directamente hacia el domicilio
particular de Szrebro. Sabía adónde vivía por haber
visto su dirección innumerables veces en las facturas
de bienes y servicios cuyo pago estaba a mi cargo, y
no era lejos, tanto de la Estación como de sus ofi-
cinas. El impacto de los sucesos de San Ignacio había
sido mayor durante el viaje de regreso, cuando tuve
oportunidad de analizarlos con más tiempo y mayor
tranquilidad. No podía ni quería aguardar hasta el
día siguiente para hablar con el Profesor. Toqué a la
puerta de una casa de estilo colonial, de aspecto se-
ñorial pero sobrio. A poco descorrió la mirilla y lue-
go abrió la puerta; no parecía haber estado durmien-
do, puesto que estaba vestido y visiblemente despabi-
lado. No se sorprendió de verme, sino que, por el
contrario, pareció alegrarse. Me hizo pasar a la sala
-también austera pero amueblada con muy buen gus-
to y decorada con reproducciones de pinturas tan a-
gradables como las de su estudio-, y me ofreció café.
Acepté, ciertamente me hacía falta uno.
        -Disculpe que me haya tomado el atrevimiento
de venir a su casa, y más aún a estas horas de la no-
che –comencé a explicarme.
        -Has hecho muy bien, Eliseo. No hay ningún
inconveniente. Es más, esperaba ansiosamente volver
a tomar contacto contigo. ¿Cómo te ha ido en tu via-
je? ¿Ha salido todo bien? –No pudo evitar que sus
preguntas denotaran cierta urgencia.
        -Sí, creo que sí –respondí, dejando un resqui-
cio por el cual infiltrar las cuestiones que atosigaban
                                                     29
Gabriel Cebrián


mi mente. –Aquí tengo lo que el extraño individuo ése
me dio para usted –le informé, mientras abría mi mo-
chila y buscaba el recipiente.
        -Ah, qué bien. ¿Un individuo extraño, dices?
        -¿Acaso no lo conoce?
        -No demasiado; pero tanto personalmente, co-
mo por teléfono o por correspondencia, me ha pare-
cido una persona de lo más común.
        -Pues créame que no lo es. El poco tiempo
que estuve con él se comportó de modo muy extraño –
dije, mientras estiraba hacia él el paquete, que tomó
con sumo cuidado, como temiendo que fuera a caér-
sele o quién sabe qué cosa. Mientras iba a depositar-
lo sobre un escritorio junto a la ventana, preguntó:
        -Ah, ¿sí? ¿Qué hizo?
        -Fustigarme, insolentarse, acusarme de imbé-
cil, racista y toda suerte de cosas que no tenían más
asidero que su imaginación, febril por cierto. Incluso
pretendió someterme a prueba.
        -¿Dudó que hayas ido de mi parte?
        -No, o al menos no dijo eso. En realidad, puso
en duda mi capacidad para ocuparme de una sub-
stancia extraordinaria como parece ser esa que le
traje. No fue sino hasta que me hizo estallar que dejó
de recaer en sus comentarios denigrantes.
        -Lamento que eso haya ocurrido. En ningún
momento pensé que fuera capaz de una actitud seme-
jante.
        -No lo lamente, Profesor, no es para tanto. Se
lo comento simplemente para que esté al tanto, no me
estoy quejando ni mucho menos.
30
El espejo humeante


        -No, claro, claro, eres un muchacho muy com-
prensivo.
        -Y sin embargo, hay cosas que no comprendo.
        Szrebro me clavó sus ojillos azules durante u-
nos instantes, como sopesando los alcances de mi in-
sinuación. Luego me preguntó:
        -¿A qué te refieres?
        -Mire, Profesor, voy a ser muy franco con us-
ted. Le aseguro que soy una persona leal y que valoro
mucho el trabajo que me ha dado; no quisiera que
por ventura vaya a tomar a mal lo que me gustaría
decirle. No se trata de curiosidad, ni de intromisión.
Es sólo que...
        -Te entiendo perfectamente –me interrumpió.
–Y seguramente vas a ser tú quien deba perdonarme.
Verás, necesitaba de tus servicios, y por eso me atreví
a contratarte, pero mi intención fue y aún es mante-
nerte al margen de ciertas cuestiones, pero veo que
gracias al imbécil ése de Albarracín, tal vez ya sea
demasiado tarde.

        Está de más que consigne aquí la profunda
impresión que me causó aquella especie de exordio,
formulado desde el más sensible abatimiento. Quise
pedirle que dijera de una buena vez en qué demonios
me había involucrado, pero no hallé mi voz, turbado
como estaba. Sin embargo Szrebro, tal vez consciente
de mi atormentado interior, sirvió los cafés y prosi-
guió con una serie de explicaciones, las que cierta-
mente me debía:

                                                    31
Gabriel Cebrián


        -No puedo decirte cómo y cuándo comenzó to-
do este asunto; quizás, o mejor dicho seguramente,
hace miles de años. Lo cierto es que para nosotros
comienza hace alrededor de cuatrocientos cincuen-
ta...
        -¿Tiene alguna bebida fuerte?
        -Sí, brandy.
        -Sírvame un buen tanto, si no es molestia.
        -Está bien, también tomaré un poco. Me ayu-
dará a dar orden y sentido a un relato tan extraño
que si no fuera por las evidencias, lo asimilaría a una
fantasía aberrada.
        -Mire, después de lo que me ocurrió en San
Ignacio, creo que podré prestar mejores oídos a esa
historia.
        -Tal vez será mejor, entonces, que me cuentes
tú primero qué fue lo que te ocurrió.
        -Temo que así condicionaré su reporte, y sien-
to necesidad de que sea usted absolutamente franco
con lo que tiene que decirme.
        -Supongo que a contrario, porque de ese mo-
do tal vez tenga menos reservas, aún inconscientes,
para trasmitirte el asunto tal y como es, al menos
desde mi perspectiva.

        Le conté todo con lujo de detalles, y escuchó
atentamente, mostrando claros signos de preocupa-
ción en los tramos más álgidos. Cuando hube con-
cluido, meneó la cabeza, y ese gesto me confirmó que
había ingresado yo en un terreno de difícil, sino im-
posible, retorno.
32
El espejo humeante


        -¿Estoy en problemas? –Pregunté, verdadera-
mente alarmado.
        -No sé qué decirte. Puede que sí, puede que
no sea para tanto. El hecho es que no sé a ciencia
cierta si la cuestión comporta un peligro mortal, o
queda en la superficie de una vieja superchería neo-
lítica. Mas de algún modo, todo en la vida parece a-
justarse a problemáticas análogas. Esta misma copa
de brandy puede ser sólo un trago inocente, o un estí-
mulo para el ánimo decaído, o para infundir coraje;
pero también puede ser el primer peldaño de una es-
cala descendente hacia el alcoholismo, la decadencia
y la cirrosis.
        -Claro, profesor, pero ésos son enemigos mu-
cho más concretos y manejables que fuerzas espiri-
tuales desconocidas, ¿no lo cree? –Relativicé su ar-
gumento, desde la nueva posición menos dependiente
y sumisa a la que el derrotero de los acontecimientos
me había elevado.
        -Puede ser como tú dices, pero el hecho de
haber vivido en peligro durante mucho tiempo me ha
llevado a tomar las cosas de otro modo. Uno se acos-
tumbra a todo. Pero voy a ir poniéndote en tema,
aunque sea un poco, para que consideres por ti mis-
mo si el asunto es tan grave o no lo es. Verás, hace
muchos años, en la misión cuyas ruinas acabas de
visitar, uno de los sacerdotes jesuitas que cumplía
con su labor evangelizadora entre los guaraníes, ca-
minaba por la selva en busca de setas cuando oyó u-
nos quejidos en la espesura. Se dirigió hacia el lugar
desde el que provenían y halló un aborigen que en
                                                    33
Gabriel Cebrián


modo alguno era del tipo étnico de los de por allí. Te-
nía el cuerpo lleno de magulladuras y quemaduras, y
ardía en fiebre. Sin dudarlo ni un instante, y en fun-
ción de los valores morales de su orden, lo cargó y lo
llevó a la misión. Fue nomás ingresar que toda la in-
diada dejó de lado los quehaceres propios de la hora
y se arracimó en torno a ellos. Ninguno, ni siquiera
los ancianos, había visto jamás a individuos como a-
quél, un moreno de pequeña estatura y ojos más ses-
gados aún que los de los guaraníes. Tampoco habían
visto jamás ropas coloridas como las que cubrían el
maltratado cuerpo. El hombrecillo, a pesar de los do-
lores y la fiebre, los escudriñaba con especial deteni-
miento. El sacerdote lo llevó hasta sus aposentos, lo
depositó sobre su propia cama y le dio de beber agua
con una cucharilla, con muchísimo cuidado y esmero.
Temía que el extranjero fuera a morirse deshidrata-
do. Luego, descorrió los ropajes y vio que la piel es-
taba estragada varios lugares, y que el dibujo que
formaban las heridas sugería que había sido víctima
de quemaduras realizadas intencionalmente; daba la
impresión de que el pobre diablo había sido sometido
a torturas inhumanas. Lo lavó con aplicación, tratan-
do de evitar que la infección ya declarada continuara
agravándose. A poco advirtió que sus escasas medi-
cinas y su limitado conocimiento de las artes curati-
vas probablemente no alcanzarían para salvarlo, así
que dejó al pequeño enfermo temblando y convulsio-
nando en su cama, y fue a pedir ayuda al médico bru-
jo de la tribu. Grande fue su sorpresa al recibir de
éste una negativa total e irreductible, formulada de
34
El espejo humeante


mala manera y sin mediar explicación alguna, ni aún
ante los reclamos y las argumentaciones del piadoso
hombre de fe. Ante tal situación, pidió ayuda al caci-
que, pero tampoco halló resultados, aunque sí ciertas
explicaciones, que no resultaron nada tranquilizado-
ras. El cacique le dijo que el hombrecillo era un bru-
jo poderoso, y que había llegado allí desde el lugar
de donde nadie retorna.
        “¿Qué lugar es ése?” Preguntó el sacerdote.
        “Nunca estuve allí”, respondió el cacique,
“pero creo que es el lugar al que ustedes llaman in-
fierno”.
        -Tras lo cual, y a pesar del esfuerzo, no pudo
el piadoso hombre de fe precisar nada más. Cons-
piraban contra ello las diferencias radicales de sus
cosmovisiones y, por supuesto, las barreras idiomáti-
cas. Ni siquiera pudo aclarar cómo había sabido el
cacique lo que creía saber, aunque consideró que se
trataba de meras suposiciones, propias del pensa-
miento supersticioso de aquellas gentes.
        Por tres días el buen jesuita cuidó del miste-
rioso hombrecillo, desatendiendo toda otra cuestión
que no fuese ésa, a la que consideraba una obliga-
ción insoslayable de caridad. Y en las pocas ocasio-
nes que salió de sus aposentos advirtió que los indios
del asentamiento lo miraban con recelo, sin preocu-
parse en lo mínimo por disimularlo. Luego de esos
tres días, la fiebre había cedido, el paciente lucía mu-
cho mejor y hasta era capaz de ingerir caldo de car-
ne. Pero la situación lo obligó a varios conciliábulos
con sus superiores –ya fuera el Corregidor, los miem-
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Gabriel Cebrián


bros de Consejo de Indias o los demás religiosos-, y
apenas si pudo mantener al moribundo bajo sus cui-
dados, a base de argumentaciones humanitarias casi
imposibles de contrariar sin entrar en contradicción
con los principios fundamentales de su Orden.
        Al anochecer del tercer día, cuando el sacer-
dote tomaba la cena frugal de costumbre, oyó que el
hombrecillo a sus espaldas decía:
        “Gracias, buen hombre.”
        -Dio un respingo y trató de domeñar el galope
cardíaco que la frase, dicha en perfecto español, le
había provocado.
        “¿Acaso... hablas español?” preguntó anona-
dado.
        “Sí, lo he aprendido de los hombres de metal
que llegaron desde el mar, allí, en mi tierra, muy al
norte de aquí.”
        “Veo que estás mucho mejor...”
        “Tal vez, desde tu punto de vista.”
        “¿Qué quieres decir?”
        “Que seguramente estaría mejor si pudiera
morir de una vez, y ya.”
        “¿Cómo puedes hablar de tal suerte?”
        “Tal vez lo entenderías luego de vivir más de
dos milenios, como yo lo he hecho.”

       -Entonces el sacerdote pensó que la fiebre y el
sufrimiento habían sido demasiado para aquel pobre
hombre anciano y enclenque.


36
El espejo humeante


        “Tal vez, tal vez...” concedió, con conniven-
cia, respetando el desvarío febril, o senil, o ambos a
la vez.
        “No me tengas la cuerda” observó el anciano,
con rudeza. “Lamentablemente para mí, estoy en ple-
no uso de mis facultades.”

        -Entonces el jesuita recordó todos los prodi-
gios y leyendas que había visto y oído en esas nuevas
y extrañísimas tierras, y por un momento cruzó por su
mente la alocada idea de que el viejo podía estar di-
ciendo la verdad. Dios se mueve en modos misterio-
sos, se recordó a sí mismo, abriendo su corazón al
extraño con una inocencia que no dejó de sentir como
sagrada.
        “Parece que tienes mucho que contar” dijo al
fin, habilitándole tal posibilidad.
        -El pequeño anciano levantó su torso, dejó sus
pies colgando al borde del camastro, se estiró como
quien acaba de gozar de un descanso reparador, y
respondió:
        “Tal vez tenga mucho que contar, sí; pero
quien oiga mi historia puede verse inmerso en un
drama de proporciones universales. Y justo tú, hom-
bre benévolo y piadoso, pareces ser quien debe oír
algo de lo que cualquier mortal, por cabal o valeroso
que sea, huiría como de la peste. Déjame verte” dijo,
mientras concentraba sus ojos semicerrados en la
persona del Jesuita. “Sí, pues. Has cargado poca ba-
sura en tu vida, y la poca que llevas apenas si con-
siste teniendo en cuenta la grandeza de tu alma. No
                                                    37
Gabriel Cebrián


en vano he sido devuelto aquí, y has sido tú quien me
ha hallado. Espero que tengas bastante aceite en tu
lámpara. Lo que tengo para contarte puede llevar un
buen rato.”

       -Y a continuación, el anciano comenzó a
contar su historia.

        “Casi he olvidado ya mi nombre, perdido en
las brumas de una extensa memoria. Soy Tezcatlipo-
ca1, fundador de la estirpe de los Toltecas. Tal vez e-
so no te diga nada, pero ha sido mi linaje el que ha
llevado la llama del conocimiento a lo largo de más
de dos mil años, y ha sido también depositario de la
llave que sella la puerta del mundo de los demonios.”

        -El jesuita pensó entonces que el hombrecillo
o bien desvariaba, o bien era una suerte de Jesucristo
americano. Se dispuso a seguir escuchándolo con a-
tención plena, a fin de dilucidar cuál de los supuestos
era el correcto. Si bien era un hombre cuya fe se ha-
bía cimentado según los cánones más ortodoxos, el
trato con las culturas americanas había conferido a
sus estructuras mentales una elasticidad impensable
años atrás, en su tierra natal.
      “Nací entre los Olmecas, en el centro ceremo-
nial de Tres Zapotes. Mi padre, Ometeotl, era un
hombre poderoso, y sobre sus espaldas pesaba la res-
ponsabilidad del bienestar material de nuestra gente.

1
    Espejo humeante.
38
El espejo humeante


No era un hombre de talante espiritual, era un hom-
bre práctico; y yo hubiera seguido sus pasos si no hu-
biese sucedido lo que sucedió. Cierto día, cuando yo
contaba con cinco años, más o menos, mi padre de-
cidió llevarme en un viaje de negocios hacia el orien-
te, en busca de sal, la que obtenía a cambio de frijo-
les, cacao y estatuillas de jade. La sal de esa zona era
la mejor, y mucho muy apropiada para fijar las tintu-
ras de las fibras vegetales con las cuales teñíamos
nuestros ropajes. Mientras mi padre estaba ocupado
entre protocolos y regateos, un ave portentosa llamó
mi atención. Me miraba, mientras se contoneaba co-
mo voluptuosamente, provocando iridiscencias hip-
notizadoras sobre su plumaje negro brillante. Fue de-
masiado para mí. No pude menos que seguirla cuan-
do se escabulló entre la maleza, siempre perdiéndola
de vista y volviéndola a ver unos pasos más allá, co-
mo si desapareciese y volviera a aparecer, cada vez
más bella, cada vez más mágica, onírica, irreal. No
sé cuánto tiempo perseguí, embelesado, a la portento-
sa ave; lo cierto es que cuando de alguna manera
conseguí romper el embrujo, temí haberme alejado
demasiado de mi padre y sus ayudantes, por lo que
me volví y grande fue mi sorpresa cuando no pude
ver el pueblo, ni referencia alguna del lugar en el
cual había estado sólo unos cuantos segundos antes.
Estaba solo, en medio de un chaparral que se exten-
día hasta el horizonte en cualquier dirección que mi-
rase. La sorpresa dio lugar al miedo, de modo que
rompí en llanto y comencé a llamar a mi padre.”

                                                     39
Gabriel Cebrián


       “No sé cuánto tiempo estuve allí plañendo, lla-
mando a mi padre a gritos, desesperando. Hasta que
oí unas risillas y volví a espantarme. Parecían risas
de niños, pero no podía ver a nadie por allí. Luego se
sumaron escarceos en el matorral, a mi derredor, al
parecer provocados por remolinos de aire. Presa del
pánico, ahora sólo sollozaba quedamente, mientras
los remolinos y las risas arreciaban. Sentí un impacto
en la espalda. Alguien me había aventado una piedra.
Me volví y vi a un individuo de mi misma estatura,
vestido como los campesinos de la zona. Era de mi
tamaño, pero adulto. Pero eso no era lo más extraño,
lo más extraño era su rostro. Estaba cubierto por un
pelaje corto, tupido y grisáceo, y sus ojos muy redon-
dos y puro iris, junto a una especie de hocico, le da-
ban expresión gatuna. Hubo otros remolinos, y a po-
co varios de aquellos duendes me rodearon. Me escu-
driñaban, con grandes sonrisas dibujadas en esos
rostros que yo hallaba antinaturales, monstruosos. El
que apareció primero me tomó de la mano y me con-
dujo hasta un cerro, en el que había varias cavernas
que eran sus hogares. Fue entonces que me di cuenta
que siguiendo a la portentosa ave había ingresado en
otro cemanahuatl2, ya que momentos antes, cuando
había mirado en derredor tratando de hallar el lugar
adonde había dejado a mi padre, aquel cerro no ha-
bía estado allí. Sólo había visto planicie y chapa-
rral.”


2
    Mundo.
40
El espejo humeante


       “Esas fantásticas criaturas se llamaban a sí
mismas Aluxes, y yo fui el primer hombre de este ci-
clo en recibir su enseñanza. Pasé mucho tiempo con
ellos, aunque no podría decir cuánto, porque mi exis-
tencia en ese plano se parecía mucho a un sueño. No
obstante fui instruido en varias artes y ciencias, al-
gunas de ellas vedadas a los hombres comunes por
más esfuerzo o voluntad que pongan, tanto ellos co-
mo quienes pretendan instruirlos. Luego fue tiempo
de volver a vivir entre los hombres, y llevarles los te-
soros de conocimiento que aprendí entre los Aluxes.
Créeme si te digo que cada persona que traté luego
de este maravilloso e iniciático entrenamiento, me
pareció inconsistente, vana, pueril, en comparación
con los maravillosos hombrecillos de aquellos para-
jes de ensueño. Todo eran egoísmos, pasiones, bruta-
lidad, avaricia, en fin... sin embargo pude fundar y
establecer un linaje de sabios, a quienes llamé Tolte-
cas, y en cuya compañía este mundo parecía menos
salvaje y horrendo. Fui adorado y temido por mi gen-
te, tanto así que me dieron el nombre que aún llevo
por cuanto mi mera presencia les arrojaba el reflejo
de su imperfección, instando a los mejores a superar-
se y emprender la senda del conocimiento, pero arro-
jando a la mayoría a verdaderas simas de desespe-
ranza.”
       “Mi linaje creció, en número y calidad, y pron-
to no hubo pueblo de la gran comarca que no tuviera
como guía a uno o varios de los nuestros. Emprendi-
mos viajes por reinos de conciencia desconocidos y
tomamos contacto con seres tan extraños que ni si-
                                                     41
Gabriel Cebrián


quiera imaginar podrías. Por un tiempo conseguimos
que todo floreciera y que los dioses de la luz tuvieran
sus veneraciones apropiadas, tanto así que erigimos
una esplendorosa ciudad en su honor en el que luego
se llamaría Valle de Teotihuacán, en un todo de a-
cuerdo con las instrucciones que nos habían sido
impartidas por las jerarquías más altas en nuestro
peregrinar por los confines del infinito. Y todo conti-
nuó de esa suerte, los videntes atestiguaban la volun-
tad de lo Alto y las gentes, piadosa y benévolamente,
evolucionaban y mejoraban día a día su relación con
la tierra.”
       “Hasta que un buen día, luego de oficiar sacri-
ficio a Tláloc, me dirigía a descansar cuando el aire
comenzó a arremolinarse a mi paso. Mi corazón brin-
có de júbilo, ya que pude ver a Huitzilin, el Alux que
me había abierto las puertas del conocimiento. Pero
la alegría del reencuentro duró muy poco, por cuanto
traía consigo malas noticias.”
        El Señor Tláloc ha sido magnánimo conmigo,
le dije, ya que luego de elevarle ofrenda me permite
ver a mi buen amigo Huitzilin.
        Pequeño habitante de Olman, ahora llamado
Tezcatlipoca, igualmente feliz estaría yo de verte, si
no me trajeran hasta ti vientos de muerte.
        ¿De qué hablas? Nunca los hombres han esta-
do mejor, y rinden cuidadosamente los debidos hono-
res a los dioses. Mira la ciudad que hemos construido
en su nombre. ¿Por qué habrían ellos de castigarnos?
        Éste vuestro mundo es muy grande, pequeño
habitante de Olman, y no en todos los sitios los hom-
42
El espejo humeante


bres son tan justos como aquí. Allende el agua salada
grande las cosas son muy distintas. Son tantas sus
blasfemias y sus maldades que los demonios del in-
framundo están a punto de violentar el Miquiztli Ca-
lacoayan3.
        ¿Qué cosa dices?
        Digo que luego de observar toda clase de ma-
sacres, pestes y guerras de codicia, el Dios de Dioses
Hunab-Ku les envió en carne y sangre a Itzám-Ná, su
hijo, para intentar enderezar las cosas, y estos impíos
no tuvieron mejor idea que someterlo a torturas y
luego acabar con su cuerpo terrenal. Entonces los vi-
dentes de mi raza se reunieron y concentraron su e-
sencia, hasta que consiguieron comunicarse con Hun
Ahau, el Príncipe de los demonios del Mictlán4. Lue-
go de beber ceremonialmente licores de texometl y
fumar apipiltzin cuidadosamente preparados por
nuestros maestros yerberos, Hun Ahau se dignó a in-
formar a las proyecciones astrales de nuestros sabios
videntes, así que les dijo:

    ‘Pequeños guardianes de la milpa humana, creo a-
    divinar por qué han emprendido un viaje tan inde-
    seado por vosotros, y ciertamente azaroso. Vienen
    a pedir por los tlacameh5. Sólo una cosa puedo de-
    ciros: mientras que el nagual iquizayo6 crece y se
3
  Portal de la muerte.
4
  Infierno.
5
  hombres.
6
  Nagual oriental. El nagual sería -entre otras muchas funciones
y atributos- el componente universal que se asimila a la bestia
                                                             43
Gabriel Cebrián


     hace uno con sus cuerpos superiores, el nagual ica-
     laquini7 a punto está de desaparecer. Y casi ni pue-
     do controlar a mis Tzitzimine8, que arden en dese-
     os de conquistar los últimos vestigios de voluntad
     que les resta a vuestros tlacameh.’

        Eso dijo Hun Ahau a los videntes Aluxes, pe-
queño habitante de Olman. Y ellos llegaron a la con-
clusión que la pérdida del nagual de nuestro pueblo se
debe a las enseñanzas que te encomendamos difundir.
Como has dicho muy bien, las gentes son piadosas,
serviciales a los dioses y justas, pero se están que-
dando sin voluntad. En tiempos como éstos el nagual
cordero será fácilmente borrado de la faz de la tierra.
Y con él, se irá el conocimiento. Y con él, los Tzitzi-
mine y todos los monstruos del Mictlán devorarán la
milpa humana y abonarán con las heces todo su mun-
do de pesadilla.
        Mi querido Huitzilin, le dije entonces, mucho
me perturban tus noticias, y mucho más la responsa-
bilidad de haber contribuido a la pérdida del nagual
de mi gente.
        No es tu responsabilidad, es consecuencia del
extravío del juicio de nuestros videntes, que te envia-
ron a difundir la cultura tolteca en el momento menos
adecuado para ello. Tan desolados estaban nuestros

depositaria de todas las pasiones bajas e instintivas, a la vez que
de la voluntad que motoriza toda obra.
7
  Occidental.
8
  Monstruos infernales con forma de esqueletos que causarán el
fin de este ciclo.
44
El espejo humeante


videntes que llegaron, como te conté, a aventurar sus
energías a la propia guarida de Hun Ahau. Pudieron
traer de nuevo sus cuerpos de luz, eso sí, pero ello fue
después de que les fuera requerida una prenda. Una
prenda muy dolorosa, a la que primero se negaron,
pero luego la dejaron a tu criterio, pequeño habitante
de Olman, hoy llamado Tezcatlipoca.
        ¿A mi criterio? Le pregunté, sorprendido.
¿Qué podría sugerir yo a los videntes Aluxes, que han
sido precisamente quienes me han enseñado lo poco
que sé?
        Tú eres esa prenda, Tezcatlipoca. Hun Ahau te
reclama. Caso contrario, vendrá por las conciencias
de nuestros videntes. En caso que aceptes ofrendarte,
deberás volver a mi tierra a prepararte para el aciago
viaje, que tendrá lugar en el día fuera del tiempo de
nuestro Tzolkin9, cuando podrás alcanzar la octava
que te elevará a las dimensiones superiores.
        ¿Qué me esperará entonces, mi buen Huitzi-
lin? Inquirí, ahora abatido.
        Ojalá lo supiera, aunque sospecho que el mali-
cioso Hun Ahau nada bueno debe traerse.
        No puedo negarme, tú lo sabes.
        Tu destino, pequeño habitante de Olman, hoy
llamado Tezcatlipoca, es destino de grandeza, Eso sí
lo sé, y lo saben nuestros videntes. Pero también sa-
bemos que un destino como el tuyo sólo se realiza
con sacrificios dignos de un verdadero Dios.


9
    Calendario Sagrado Maya.
                                                     45
Gabriel Cebrián


        “Así fue que volví a la tierra de los Aluxes,
donde fui recibido con todos los honores. Pero no hu-
bo mucho tiempo para ello. Los sabios videntes, a-
provechando el impulso que mi energía cobraba en a-
quellos parajes de ensueño, me dieron de fumar api-
piltzin y me mostraron mi nagual, que resultó ser te-
colote10 y ello explicó una de las razones por las cua-
les el Maligno Hun Ahau me reclamaba. Mientras
aprendía a manejar mejor mis cuerpos superiores, re-
cibí las enseñanzas y la información que necesitaba
para cumplir con mi destino. Supe que mi nagual ha-
bía mermado tanto o más que el de las gentes a las
que había brindado enseñanza, así que tuve que re-
constituirlo alocadamente, sin pausa, entre viajes que
aún hoy, depués de milenios de visión, casi ni puedo
imaginarlos, mucho menos recordarlos. Y supe tam-
bién que los seres oscuros que incitan al nagual de
los hombres muy pronto avivarían la flama egoísta de
varios de mis sacerdotes, que iniciarían guerras tan
sólo para apropiarse de mi legado espiritual; tal exa-
cerbación funcionaría como las hierbas que en prin-
cipio te envenenan para más luego curarte. Y aprendí
además que los hombres nos creemos dueños absolu-
tos de nuestra conciencia y decisiones, cuando en re-
alidad somos meros instrumentos en manos de Quet-



10
  Búho, mensajero del mundo tenebroso. Quien lo tiene por
nagual muestra especial facilidad para hechicería y nigromancia.

46
El espejo humeante


zalcóatl, o Kukulcan, y Hun Ahau; simples piezas de
un patolli11 cósmico.”
        “Entre vorágines y adiestramientos vislumbré
el futuro de los hombres de la comarca. Orgías de
sangre se desatarían en los sacrificios, propios de los
cultos naguálicos violentamente renacidos; miles y
miles de desdichados serían abiertos por las hojas de
obsidiana y arrancados sus corazones palpitantes,
otros morirían ahogados o arrojados al fuego, algu-
nos más víctimas de flechamientos o despellejados. Se
iniciarían guerras con el sólo fin de alimentar de san-
gre y entrañas a los dioses desbocados. Y supe tam-
bién que todo aquel desvarío sería el resultado de mis
acciones futuras. Y aunque fuesen necesarias para
preservar un equilibrio superior, no dejaban de ator-
mentar una conciencia espiritual que mi nagual aún
no había conseguido extinguir totalmente. Sería yo
quien iniciaría el ciclo de bestialización del pueblo de
la gran comarca, quien desharía lo que durante mu-
chos años había luchado por conseguir, de una ma-
nera drástica y completa. Aunque aún no sabía cómo
iba a hacerlo.”
        “Pero pronto llegó el momento de saberlo. Me
vestí ritualmente con ropajes tejidos por las mujeres
Aluxes, tan magnificentes que me veía como un dios,
comí todos los frutos sagrados y bebí y fumé carne y
sangre de los dioses. Luego fui al pilar central del

11
  Especie de juego de la oca, en el que se utilizaban un tablero
en forma de cruz, piedras de colores y frijoles pintados a modo
de dados.
                                                             47
Gabriel Cebrián


templo que los Aluxes habían levantado para la oca-
sión, me senté y encontré mi grado máximo de con-
centración, mientras los videntes, dispuestos en torno
a mí, me prestaban su energía para guiarme en el
viaje al Mictlán. De pronto todo se oscureció, y volé
en mis alas de tecolote a través de un inmenso y ser-
penteante tun zaat12 de cuevas tenebrosas, tapizadas
con las sombras más dolientes que imaginar se pue-
da. Llegué hasta el cenote más sombrío que existe,
nadé a través de él, y también de ríos de pus y sangre,
salí indemne de la casa de los murciélagos, y así,
cegado de oscuridades que sin embargo resultaban
gratas a mi excitado nagual, de pronto me hallé fren-
te a Hun Ahau, el Maligno. Sus ojos amarillos de ser-
piente eran tan feroces que ningún humano sería ca-
paz de resistir su poder, pero yo no era ya un huma-
no, o quizá mi humanidad se hallara entonces a cui-
dado de los Aluxes, no lo sé. Tampoco me afectaban
los vapores sulfúricos que emanaban de sus babean-
tes fauces, ni las brumas de los huesos que pulveri-
zaba todo el tiempo con sus colosales garras. Todo a-
llí rezumaba oscuridades miasmáticas, y si algo pude
ver fue gracias a mis enormes y sensibles ojos de te-
colote. Entonces, el Príncipe de la Oscuridad me ha-
bló de esta suerte:"

       Bienvenido al Mictlán, tlacatecolotl13. Veo
que eres valeroso, has llegado hasta aquí casi sin pes-

12
     Laberinto.
13
     Hombre búho. También cierta especie de demonio.
48
El espejo humeante


tanear tus ojotes. Es un placer para mí ver la resolu-
ción e ímpetu que ha tomado el fundador del linaje de
los Toltecas, en tan poco tiempo.
        No he llegado hasta aquí para ser objeto de tus
burlas, oh Señor de la noche y de la muerte, respondí
con inesperado orgullo y altivez naguálicos, sino a li-
berar a los videntes Aluxes de tu dominio. Dime qué
debo hacer, y ya.
        Podría devorarte ya mismo, y antes que te die-
ras cuenta tu tetonalli14 pasaría a adornar el cojín de
mi trono, osado tlacatecolotl. Sin embargo, haré todo
lo contrario: dispondré que tu energía jamás pueda u-
nirse a la energía de la muerte. Tal vez me lo agradez-
cas, tal vez me odies por el resto de los tiempos, pero
eso solamente dependerá de ti.
        Sólo dime cómo tengo que hacer para desper-
tar el nagual de mi gente y a la vez salvar los cuerpos
superiores de los videntes Aluxes. Sólo dímelo, y lo
haré. Lo que pase después, será un asunto entre tú y
yo, le espeté, presa de un desbordado temperamento
que me llevaba a ignorar la diferencia esencial que
había entre el dios de la muerte y un simple hombre,
ciertamente esclarecido, pero con el nagual en llamas
y en absoluto control. Entonces Hun Ahau rió, y de
sus fauces surgieron tal calor y hediondez que a pun-
to estuve de terminar mis días allí, víctima de aque-
llos horribles efluvios.
        Está bien, tlacatecolotl, será como tú digas, re-
plicó con sorna, luego de aquella incuestionable de-

14
     Alma.
                                                      49
Gabriel Cebrián


mostración de poder. Y comenzó a explicarme que: e-
se flojo de Quetzalcóatl yace tranquilo con su sacer-
dotisa Quetzalpétlatl, desde que tú y toda esa inmun-
dicia alux de toltecatl y pendejadas le hicieron todo el
trabajo, en tanto nos dejaban sin nuestro merecido tri-
buto de sangre. Poco le importa a él, que se hace lla-
mar padre de los hombres, que éstos pierdan su na-
gual y queden alelados, sin voluntad, a merced de
quienquiera que venga a avasallarlos. Pues bien, tla-
catecolotl, si quieres que tu pueblo recupere su na-
gual, y los videntes Aluxes sus cuerpos superiores,
irás a verlo y pondrás las cosas en su lugar. La ser-
piente emplumada, señor de Tollan, debe abandonar
su reino con humillación, y verse condenado a una
larga estancia aquí, en el Mictlán.
        Si debo hacerlo, oh Señor de la noche y de la
muerte, lo intentaré, pero... ¿cómo podría yo engañar
a un dios tan poderoso?
        Mictlántecuhtli, el heraldo de la muerte, ya no
puede tocarte, y ello así por mi designio. Eso sólo ya
casi te convierte en dios. Veremos si tienes el coraje y
el ingenio suficiente para ser uno cabal.

       “Así me habló Hun Ahau, el Maligno. Enton-
ces mi nagual, alentado por los Aluxes, por mí mismo
y sobre todo por el Señor de la noche y de la muerte
que me había elevado casi al rango de un dios, tomó
abiertamente las riendas de mi ser total y se lanzó a
la elaboración de una estrategia para engañar al
buen dios Quetzalcóatl, a quien había dedicado toda
mi devoción hasta hacía muy poco. Y mi oscuro y
50
El espejo humeante


agudo ingenio de tecolote urdió un plan impecable.
Llegué a Tollan, con la apariencia de un anciano an-
drajoso y desvalido para que el buen dios no fuese a
reconocer a quien supo ser el más fiel y ferviente de
sus sacerdotes -aunque todo el tiempo mi tecolote an-
cestral me repetía que en verdad la vieja serpiente se
había reblandecido, y merecía y necesitaba volver a
foguearse un poco en la fragua del Mictlán-. Así que
sin dudarlo me presenté ante él, dispuesto a abusar
de su misericordia.”

        ¿Qué deseas, buen anciano? Me preguntó, y
desprecié su tono melifluo.
        Honrarte, oh Señor de Señores, con el elixir
más noble que ha sido destilado en tu honor, respondí
con malicia. Desde muy lejos he venido, desafiando
los peligros del camino, sólo para agasajarte como lo
mereces, y después poder morir en paz.
        Puede que te conceda larga vida, oh viajero,
solamente por tu devoción. Y si tu elixir es tal y como
dices, tal vez hasta te integre a mi consejo de sabios.
        Sólo que me dirijas tu santa palabra es un ho-
nor mayor a cualquiera que pudiera haber soñado, in-
signe señor.
        ¿Y de qué se trata ese prodigio, buen anciano?
        Se trata del octli, zumo de la sagrada planta
mayahuel, el que convenientemente preparado se
transforma en esta bebida que creo, sin temor a ofen-
derte, que es digna de un dios como tú.
        Veamos si es cierto, dijo, y bebió el primer
cántaro. Su paladar, adormilado como lo estaba de
                                                    51
Gabriel Cebrián


frugales alimentos, estalló en un gozo inédito, y de e-
llo me valí para seguir sirviéndole un cántaro tras o-
tro. Al cabo de varios, el dios, ebrio ya, me indicó be-
ber con él, a lo que mi nagual accedió con beneplá-
cito. Cuando ya la serpiente lucía desplumada por los
efectos del pulque, y mi nagual se había entonado lo
suficiente, lo dejé abrazado al recipiente e irrumpí en
sus aposentos, donde hallé a la sorprendida Quetzal-
pétlatl y la poseí por la fuerza. Eso al principio, cla-
ro, por cuanto del mismo modo que había ocurrido
con Quetzalcóatl, a poco su nagual tomó el gusto del
mío y despertó de una manera que, si no hubiera es-
tado dominado yo por un salvajismo primario, proba-
blemente me hubiese visto abrumado. Entonces, sin
perder un instante, cegado de vicio y del poder que
me confería haber derrotado al propio Quetzalcóatl,
hice honor al nombre que me habían dado los hom-
bres. Tomé mi espejo humeante, que me fue alcan-
zado por uno de los demonios que había venido a
asistirme, y enfrenté al dios con la denigrante imagen
de su absoluta beodez. No acababa de reaccionar del
espanto que le causaba la visión su debilidad, cuando
con cruel malevolencia dirigí el espejo para mostrar-
le la imagen de Quetzalpétlatl en violenta unión car-
nal con otro de los demonios que Hun Ahau había
enviado en mi apoyo. Eso fue demasiado, el golpe de
gracia. Los vi arder a ambos en un fuego que el pro-
pio dios encendió, para ir a precipitarse voluntaria-
mente con su sufrimiento y su oprobio al Mictlán, en
donde los esperaba un exultante Hun Ahau, para en-
tregarlos sin más a Mictlántecuhtli, el descarnado
52
El espejo humeante


señor de los muertos. Así fue como me apoderé del
Tollan, y que la gran comarca se convirtió en un in-
menso caldero de sangre y fuego.

        “Pero ésta es sólo una parte de mi larga his-
toria, buen sacerdote que te has ocupado de mi mal-
trecho cuerpo planetario. Sé que piensas que soy sólo
un viejo loco y enfermo; y tal vez lo sea, pero recuer-
da que una cosa no quita la otra. Antes de demos-
trarte que todo cuanto digo realmente ocurrió, me
gustaría que supieras qué fue de mí desde entonces,
bajo el influjo de mi nagual y el dominio del Maligno
Hun Ahau.”
        “Mucho me conmueve tu historia, venerable
anciano” dijo el buen jesuita, “pero deberás conce-
der que no se trata de una que puede asumirse como
verdadera sin gran esfuerzo.”
        “Por supuesto, noble misionero. Pero ten en
cuenta que si no fuese por la desinteresada ayuda que
me has brindado, ya mi nagual hubiese puesto patas
arriba todas tus ideas acerca de lo que es o no real.”
        “Sin embargo, creo que mi buen juicio res-
ponde a la inspiración del único Dios, Amo del uni-
verso.”
        “Y todo lo demás son aberraciones produci-
das por el demonio, ¿no es eso lo que crees?”
        “Probablemente, gran parte de ese ‘todo lo
demás’ lo sea. Pero el saber humano no es suficiente
para afirmarlo rotundamente.”
        “El saber humano con el que intentas con-
frontar es solamente una parte, casi ínfima, de lo que
                                                     53
Gabriel Cebrián


puede llegar a ser la totalidad del saber que puede
alcanzarse.”
        “No me interesa el conocimiento que puede
alcanzarse contrariando la Sagrada Ley de Dios.”
        “Finalmente vas a lograr impacientarme...
¿qué puedes saber tú de las leyes sagradas, si estás
frente a un dios y ni siquiera te atreves a reconocer lo
que tu esencia ya sabe?”
        “Mi esencia sabe que estoy frente a un ancia-
no sabio, y probablemente entrenado en muchas artes
y ciencias espirituales cuyos secretos desconozco. Pe-
ro no me dice en lo mínimo que esté yo frente a un
dios, como afirmas.”
        “Eso lo único que demuestra es que has perdi-
do gran parte del contacto con tu esencia, sino todo.
Pero demos tiempo al tiempo, ya volveremos sobre
esto. Ahora es tiempo de contarte, como ya dije, qué
fue de mí bajo el influjo de mi nagual y el dominio del
Maligno Hun Ahau.”
        “Cuando Quetzalcóatl y Quetzalpétlatl estu-
vieron en poder del Dios de la muerte y su energía se
hizo una con él, mi sabio nagual me dijo que me espe-
raba una trampa. El Maligno, ciego de un poder tan
grande como nunca había tenido, no soltaría ninguna
de las presas que había cobrado. Supe que tanto mi
conciencia como la de los videntes Aluxes serían las
próximas gemas de su corona, así que eché mano a
mi temple guerrero e intenté volver al Mictlán, para
morir luchando por mi libertad y la de mis amigos.
Pero el trayecto que casi sin el menor esfuerzo había
recorrido aquella primera vez se transformó en la
54
El espejo humeante


peor pesadilla que la mente más febril imaginar pu-
diera. No sé cuánto tiempo perdí en los serpenteantes
e intrincados senderos del Tun Zaat, los ríos de san-
gre putrefacta me envenenaron, no hallé referencia
alguna en la encrucijada de los cuatro caminos, por
lo que logré tomar el correcto recién después de
recorrer tres de ellos; los murciélagos fueron tantos y
tan agresivos que atravesé su cueva a costa de jiro-
nes de mi carne, y así, debilitado y enfermo, tuve que
enfrentarme con Xochitonal, el dios caimán que pro-
tege la morada del Maligno, en su propio y pestilente
pantano. Conseguí derrotarlo, pero ello fue a costa
de mis últimas energías. Llegué al palacio de Hun A-
hau desfalleciente, tanto que creo que hubiese muerto
de no haber sido porque el Maligno había sellado esa
puerta, dado que tenía otros planes para mí. Y gran-
de fue mi desazón cuando lo hallé sonriente, su es-
pantoso rostro reluciendo de gozo, y dos nuevas y ru-
tilantes gemas sobre su frente, y lo peor, tras de él,
agrupadas en perfecto orden de combate, las tropas
de Zotzilaha Chimalman, el general de las tropas de
la oscuridad. La visión acabó con las escasas ener-
gías que me quedaban, de modo que no pude hacer
otra cosa que acatar los designios del maldito Hun
Ahau, que habló de esta suerte:”

       Bienvenido otra vez, valeroso tlacatecolotl.
Has cumplido muy exitosamente el cometido que te
convertirá en un dios, pero... ¿qué es esta actitud de
venir a mis dominios, ultimar a mis criaturas y pre-
tender hacer lo mismo conmigo, amo de tu vida y de
                                                    55
Gabriel Cebrián


tu muerte? ¿Es que tu renacido nagual jamás tendrá
suficiente?
        Eres el amo de mi vida y de mi muerte, como
bien dices, respondí entre estertores de fatiga pero
con belicosidad, pero también eres el amo de la trai-
ción y la mentira.
        Puede que lo sea, valeroso tlacatecolotl, y pen-
sándolo bien, seguramente lo soy. Sin embargo, vien-
do cómo te has comportado con tu dios Quetzalcóatl,
tales artes no parecen serte ajenas en modo alguno,
respondió con sorna.
        Bien sabes que lo hice porque necesitaba pro-
teger a mi pueblo y a mis amigos Aluxes.
        Sí, por cierto. Como también es cierto que
cuando la bestia se desata y toma el gusto de la san-
gre, resulta muy difícil, sino imposible, ponerle coto
de nuevo, ¿no es así?
          Parece que así es, oh Hun Ahau, como el pa-
dre celestial y dios de dioses, el grandioso puro de
esencia Téotl, dispuso las cosas, luego de separar la
naturaleza en macho y hembra, bien y mal, nagual y
espíritu, dejándonos a los hombres a mitad de camino
para que al final de los tiempos, y luego de grandes
esfuerzos y purificaciones, volvamos a ser uno con él.
        Bonita reflexión, valeroso tlacatecolotl, pero
has dado voz a una grosera equivocación. Como ya te
lo dije, ya no eres un hombre. Los hombres mueren,
tú ya no podrás hacerlo. Y tu nagual, inspirado por la
energía de la muerte, ha ultimado a más de un dios,
por lo que con total legitimidad, puede decirse que
compartes con creces esa condición divina.
56
El espejo humeante


        No me interesa ser dios. Solamente pretendo
que dejes en paz a mi gente, a los Aluxes y a mí.
        O sea, pretendes que la existencia en el Nahui-
Ollin15 continúe apaciblemente su evolución hasta
volver a integrarse con el Supremo Téotl... dijo enton-
ces el Maligno, con aire de estar rumiando algo.
        No parece una pretensión desmesurada pedirte
que me ayudes en tal sentido, ya que acabo de pres-
tarte un gran servicio al entregarte al buen Quetzal-
cóatl y a su hembra.
        No me has prestado servicio alguno, simple-
mente has saldado la deuda que contrajeron conmigo
los videntes Aluxes.
        No quiero manifestar dudas sobre la veracidad
de tu palabra, oh Señor de las Tinieblas, pero bien sa-
bes que esa deuda es solamente el resultado de tus
malas artes y tu prepotencia.
        No sé si eres temerario o estúpido, tlacateco-
lotl, pero en todo caso tu coraje o tu estupidez pare-
cen ser tan grandes como tu amor por los hombres...
        Y por los Aluxes, claro.
        ...eso iba a decir. En ese caso... sopló su hálito
pestífero directamente hacia mi boca, y sentí cómo se
asimilaba a mi ser de modo permanente... voy a en-
cadenarte al Miquiztli Calacoayan, la puerta entre tu
mundo y éste, y serás tú quien determinará cuántos de
mis demonios son necesarios para mantener con vida
y despiertos a tus miserables tlacameh y a tus enanos
y peludos amigos.

15
     Mundo actual, dominado por Tonatiuh (Dios del sol).
                                                           57
Gabriel Cebrián




        En este punto interrumpí al Prof. Szrebro, an-
te la imposibilidad de contener una pregunta, o más
bien una observación, relativa a la analogía entre e-
sos efluvios del Maligno hacia las fauces del supuesto
dios y el extraño soplido en el interior de mi boca en
el hotel de San Ignacio.
        -Yo también lo pensé cuando me contaste lo
que te había ocurrido, pero no quise hablar de ello.
Básicamente porque quizás vayas a pedirme respues-
tas que no tengo.
        -Hábleme lo que sepa, con total franqueza, y
no escatime, que a mi vez sabré entender cuando no
pueda responderme.
        -Pero así puede que el orden de mi exposición
se vea alterado, Eliseo.
        -Mire, profesor, no quiero que se ofenda, pero
el disparate que me está contando no parece tener
mucho orden que digamos. Quiero decir, como fábu-
la, todo bien, pero no me va a decir que algo como
eso puede haber ocurrido...
        -¿Entonces por qué te inquieta tanto la analo-
gía con el soplido en tu boca? Está bien, tómalo co-
mo sandeces, que tal vez la razón te asista. Yo, a es-
tas alturas, no estoy muy seguro de que lo sean. En
cualquier caso, lamento haberte involucrado, sande-
ces o no.
        -Yo no dije que fueran sandeces.
        -Dijiste disparate. ¿o no?
58
El espejo humeante


         -Bueno, pero no es lo mismo. De veras que me
interesa oír su historia, sobre todo lo que tiene que
ver con esos “soplidos”.
         -Lo único que puedo decirte es que algunos
hechiceros lo llaman Camapotoniliztli, que significa
mal hálito. Dicen que ocurre cuando un demonio del
inframundo reclama a la persona a la cual sopla pa-
ra una tarea determinada.
         -Oiga, no estará inventando todo esto para
luego reírse de mi credulidad, ¿verdad?
         -Ojalá fuera eso. Estaría mal, pero en el con-
texto tal vez no sería lo peor, ¿no lo crees?
         -No sé qué creer. Y toda esa cuestión de dio-
ses, y naguales... usted porque sabe y está acostum-
brado a ese tipo de cosas, pero póngase en mi lugar...
usted me explica, y todo, pero tiene que darse cuenta
que esas cosas son nuevas para mí.
         -Claro que me doy cuenta, y celebro que seas
un muchacho inteligente y despierto como para oírme
sin perder los estribos. Pero también debes creerme
cuando te digo que estoy siendo absolutamente serio
mientras hablo esto contigo. Bien dices que son temas
y cuestiones que estudio desde muchísimo antes de
que nacieras, y te aseguro que no son paparruchada
sino que son verdaderamente peligrosos; y como te
dije, no pensé que te arrastraría hacia ninguna clase
de conflicto. Lo menos que puedo hacer, a partir de
allí, es ser honesto contigo. Y ayudarte en lo que esté
a mi alcance. Ahora quiero que conozcas el resto de
la historia, para bien o para mal, y después sólo nos
restará esperar a ver qué sucede.
                                                     59
Gabriel Cebrián


       -Tiene que ver con el frasco ése que le traje,
¿no?
        -Todo tiene que ver con todo, pero si quieres
entender algo, déjame tratar de ser claro, que ya bas-
tante me cuesta transmitirte una historia semejante.
Había llegado a contarte que el malvado Hun Ahau,
mediante un poderoso sortilegio, encadenó a Tezca-
tlipoca al Miquiztli Calacoayan, uno de los portales
dimensionales que separan nuestro mundo del Mic-
tlán, encomendándole la tarea de regular el flujo de
demonios necesarios para mantener despierto el na-
gual de la gente de la gran comarca. Y le concedió la
gracia de contar con el buen Alux Huitzilin para que
lo mantuviese informado acerca del desarrollo de los
acontecimientos en el mundo de los hombres, lugar
en el que ya era reverenciado como el dios malévolo
y tramposo que había conducido a la ruina al buen
Quetzalcóatl, tanto así que hasta habían desarrollado
rituales de sacrificio aberrantes para granjearse sus
favores, o al menos para aquietar su ira.

        “Así permanecí durante un tiempo que me pa-
reció espantosamente largo” continuó relatando Tez-
catlipoca al buen jesuita, “aunque en el tenebroso
portal no había referencias para poder determinar
cuánto, recibiendo los reportes periódicos del buen
Huitzilin, y dejando pasar las energías maléficas que
consideraba necesarias para mantener activo el fue-
go animal de nuestros guerreros. Sabíamos que el pe-
ligro venía desde el oriente, por lo que había dejado
traslucir Hun Ahau a los videntes Aluxes en su fatí-
60
El espejo humeante


dica entrevista, pero no sabíamos bien cómo o cuán-
do la amenaza iba a materializarse. Huitzilin me dijo
que los videntes toltecas anunciaban que el propio
Quetzalcóatl retornaría desde esa dirección, pero a
contrario, él y yo coincidíamos en que ya no había
posibilidades para la buena serpiente en este ciclo”
         “Dediqué toda aquella anodina existencia a
calcular exactamente cuánta energía oscura necesita-
ban los hombres para mantener ese salvajismo na-
guálico que les permitiera defenderse, a la vez que
resignando la menor cota de espiritualidad posible. A
pesar de lo que puede interpretarse como brutalidad
lisa y llana, o incluso crueldad injustificada e injusti-
ficable, los hombres de la gran comarca mantuvieron
celosamente su actitud reverente para con los dioses
y la naturaleza; y pese al caudaloso tributo de sangre
que las deidades del inframundo exigían como tribu-
to a cambio de mantenerlos con sus defensas en alto,
jamás perdieron de vista la necesidad de elevarse,
fueran o no agradables los modos y la forma en que
creían que debían hacerlo. No digo que estaba orgu-
lloso de mi labor en este sentido, pero realmente sentí
que estaba haciéndolo del mejor modo posible, dadas
las circunstancias. Mas cometí un error, un error
grave, como por otra parte mal podría ser de otra
manera tratándose de cuestiones tan serias y de equi-
librios tan sutiles. Y ese error consistió en tomar co-
mo cierta la palabra del gran falsario, Hun Ahau. El
Maligno me utilizó para cebar el inmenso animal de
sacrificio que terminó siendo mi gente.”

                                                      61
Gabriel Cebrián


        “Y aquí debo ingresar en un terreno que quizá
pueda zaherir tu espiritualidad, oh buen sacerdote
que te has apiadado del viejo Tezcatlipoca. Mas debo
hacerlo, pues, ya que de otra manera falsearía el
mensaje que tengo para ti. Seguramente conocerás
mejor que yo las aberraciones que han cometido y si-
guen cometiendo los tuyos en nombre del buen Té-
otl.”
        “¿A qué se refiere?” inquirió con expresión
de desagrado el jesuita, intuyendo ciertamente por
dónde venía la crítica.
        “Sabes muy bien a lo que me refiero. Mi gente
puede haber cometido sacrificios atroces, pero, equi-
vocada o no, siempre los ha ejecutado en función de
una demanda espiritual. Los tuyos, en cambio, conti-
núan aún hoy día desatando verdaderas masacres a
partir de cuestiones relacionadas con la avidez y la
dominación política, anteponiendo sin embargo el sa-
grado nombre de Téotl para justificar su infamia, su
lascivia y su avaricia, que nada tienen que ver con él.
Han llevado a la máxima expresión de la carnalidad
lo que en un momento les fue conferido como una
bendición desde lo Alto. Y eso, claro, hizo que Hun A-
hau los encontrara mucho más adecuados para eje-
cutar su obra de corrupción. Así que mientras yo cus-
todiaba celosamente el Miquiztli Calacoayan, como
te he dicho, intentando regular el flujo de energías
oscuras para que los tlacameh no perdieran ni su a-
nimal ni su espíritu, el Maligno dejó que sus demo-
nios actuaran con entera libertad en el campo fértil
que la venalidad de los de tu raza ofrecía.”
62
El espejo humeante


        “Satán no tiene más poder que el que el pro-
pio Dios todopoderoso le confiere”, señaló el jesuita
muy molesto, sobre todo porque sentía que en su es-
tancia en el nuevo mundo muchas veces no había
conseguido dejar de establecer comparaciones entre
la humilde espiritualidad de los aborígenes y la arro-
gancia inflexible de sus cofrades.
        “Bien sabes que existen jerarquías, no te ha-
gas el tonto. El grandioso Téotl no va a estar todo el
tiempo ocupándose de asuntos que definió en el mo-
mento mismo de la creación. Y dispuso las cosas de
modo tal que sus criaturas tuviesen oportunidad de e-
legir, pues de otro modo no habría posibilidad algu-
na de evolución. E hizo cargo a Quetzalcóatl del espí-
ritu, en tanto encargó la bestia a Hun Ahau. Y los tla-
cameh llevan en sí el germen de ambos, por lo que se
constituyen en el campo de batalla entre estos dos
extremos. Pero mi visión me dice que no estoy ha-
ciendo otra cosa que afirmar ideas que en tu fuero
interno conoces perfectamente, aunque tu fe y tu for-
mación te impidan asumir tales conocimientos. Lo
cierto es que los seres oscuros azuzaron la codicia de
los hombres blancos del oriente hasta el punto de lle-
varlos a atravesar el agua salada grande en busca de
poder y riquezas. Y para servir a los designios de
Hun Ahau, exterminando la simiente de espirituali-
dad que, aún a pesar de todas las asechanzas del Ma-
ligno, continuaba floreciendo.”
        “Fue entonces que se presentó ante mí el buen
Alux Huitzilin, agitado y presa del pánico, a anoti-
ciarme que se veían naves en la costa occidental, con
                                                    63
Gabriel Cebrián


enormes telas desplegadas al viento que lucían gran-
des cruces. En un momento comprendí, gracias a mi
entendimiento fogueado en tantos años de ejercita-
ción mística durante aquel encadenamiento al portal
de la oscuridad, que el destino había dado un vuelco.
Huitzilin me informó que los videntes toltecas creían
que era el propio Quetzalcóatl que regresaba de su
periplo por el inframundo, en tanto que los videntes
Aluxes no acordaban con ello, por cuanto estaban se-
guros de que se trataba de hombres comunes, aunque
esencialmente perversos y sanguinarios. Al punto ad-
vertí que eran los Aluxes quienes estaban en lo cierto.
Y luego, a sabiendas de las atrocidades que los hom-
bres barbudos de allende el agua salada grande co-
menzaban a ejecutar contra mi gente, intuí la nueva
traición de Hun Ahau, que se hizo patente cuando a-
brí de par en par las compuertas del Miquiztli Cala-
coayan, esperando que los seres oscuros acudieran
en tropel para dotar a los tlacameh del salvajismo
necesario para su defensa; pero grande fue mi sor-
presa al ver que la nefasta energía iba a aunarse con
la de los hombres blancos, y no con la de mi desdi-
chado pueblo. Ante tal situación, me apresuré a ce-
rrar la puerta maldita, pero no pude. De entre la le-
gión de demonios surgió Mictlántecuhtli, el descarna-
do señor de los muertos, y me lo impidió, para que
luego, entre vapores sulfurosos y hediondez de ultra-
tumba, hiciera su aparición el Propio Hun Ahau.”

        Volvemos a encontrarnos, tlacatecolotl, me di-
jo, entre alientos infernales y con esa típica expresión
64
El espejo humeante


de sorna en su monstruoso semblante. Puedo ver que
no has fogueado lo suficiente a tus pobres tlacameh,
ya que se han desmoronado ante apenas un puñado de
hombres blancos.
        Un puñado de demonios, dirás, especialmente
cebados en tu miserable veneno, le espeté, a sabien-
das de que bien podía estarme granjeando terribles
sufrimientos.
        Sigues desconcertándome, tecolote piojoso, ya
te dije una vez que no sabía si eras temerario o estú-
pido, y créeme si te digo que aún no he podido dilu-
cidarlo. Pero ya es hora que empieces a pagar el pre-
cio de tu arrogancia. Si tanto quieres a tus enclenques
tlacameh, muy bien, volverás a ser uno de ellos. Claro
que no voy a devolverte tu mortalidad, porque un cas-
tigo que se precie de tal no debe durar un suspiro. An-
da, pues, y trata de enfrentar a los orientales, ya que
tu pueblo es incapaz de hacerlo. Muéstrate ante ellos
y diles que es inútil que imploren a su serpiente, por-
que su piel tapiza mi trono, gracias a tu traición. Ve y
enfréntate con el oprobio de reconocer ante ellos que
has sido tú quien los ha dejado tan indefensos que un
puñado de guerreros está dando fin a su mundo.
        Un puñado de demonios, como te dije, alimen-
tados por el fuego de tu pestilente averno.
        Tal vez sea como tú digas, pero a quienes de-
bes convencer de tal cosa es a ellos. No creo que es-
tén dispuestos a aceptar que quien entregó a su dios
bondadoso es inocente y nada tiene que ver con su
desgracia.

                                                     65
Gabriel Cebrián


        Sé muy bien cuál es mi responsabilidad, y a-
ceptaré gustoso cualquier reproche que los buenos tla-
cameh tengan que formularme. Nada me hace más fe-
liz que dejar de servir a tus designios, de manera con-
ciente o inconsciente. Tarde o temprano, el misericor-
dioso Téotl, el esencialmente puro, pondrá las cosas
en su lugar.
        ¿Y qué es lo que te hace pensar, presuntuoso
tlacatecolotl, que eso y no otra cosa es lo que Él está
haciendo? ¿Acaso supones que con tu escasa ciencia
puedes desentrañar los asuntos de Téotl? ¿Acaso cre-
es que eres mejor que yo, el Señor del Mictlán, para
interpretar su voluntad?
        No me atrevería a afirmar tal cosa, pero sí sé
que estoy más cerca de Él que tú y toda tu cohorte de
seres miserables.

        “Mi argumento fue tan incuestionable que de-
jó al Maligno sin otra respuesta que la de su ira. Su
rostro se contrajo en una espantosa mueca de odio, y
sopló hacia mí con tal violencia que me vi transpor-
tado por un huracán de pestilencia y fui a dar con
mis adoloridos huesos a la formidable ciudad que los
Mexicas habían construido sobre un gran lago y a la
que habían llamado Tenochtitlán, sólo para ver cómo
se convertía en ruinas humeantes, y ríos de sangre
corrían por sus calles. Caminé entre el humo, la
muerte y la desolación, como ebrio, viendo a los
blancos y barbudos demonios enfundados en trajes de
metal, montados sobre bestias y diseminando muerte
con el fuego del Mictlán. Y lo peor, asistidos por mu-
66
El espejo humeante


chos tlacameh que, convencidos de que se trataba de
dioses por toda aquella parafernalia que el Miserable
les había proporcionado, se habían aliado a ellos pa-
ra ayudarlos a desatar aquella orgía de muerte y des-
trucción. Ya que no podía morir, me senté y traté de
elevar mi conciencia para comunicarme con los vi-
dentes Aluxes, para que me ayudaran a decidir qué
acciones debía tomar en medio de aquel holocausto.
A poco lo conseguí, y así fue que me enteré que el
Güey Tlatoani16 Moctezuma estaba ya en poder de los
invasores, y probablemente ya había muerto. Y que
un sobrino suyo, un guerrero llamado Cuauhtémoc,
al comprobar -luego de ultimar a unos cuantos- que
se trataba de hombres y no de dioses, continuaba
dándoles dolores de cabeza; pero ello sería por poco
tiempo, porque algunos demonios invisibles que los
orientales habían traído consigo envenenarían su
sangre y lo matarían de una enfermedad contra la
cual nada podrían los más poderosos tepatl17. Y así,
el imperio más poderoso de la Gran Comarca llega-
ría a su fin. Ya ves que nada puedes hacer, pequeño
habitante de Olman, me dijeron finalmente. Lamenta-
mos haberte arrojado a un destino tan cruel, pero así
ha sido dispuesto desde lo Alto. Sólo te resta preser-
var la sabiduría Tolteca para que en tiempos futuros
los tlacameh puedan abrevar de tal conocimiento y
desarrollarlo cabalmente, cuando los astros y los dio-
ses abonen la milpa humana de gérmenes propicios.”

16
     Gran Orador, el emperador Azteca.
17
     Sanadores.
                                                   67
Gabriel Cebrián


        “Ni bien hube terminado de comunicarme es-
piritualmente con los videntes Aluxes sentí que mi
cuerpo planetario, recientemente recobrado, era le-
vantado en vilo. Las fieras humanas me habían apre-
sado, y a puros golpes fui conducido hasta el palacio
real, adonde un demonio barbado impartía febril-
mente órdenes de muerte y saqueo. Su vileza era tal
que poco tenía que envidiar al Maligno Hun Ahau en
tal sentido.”

        Dicen que eres un brujo poderoso, me dijo por
intermedio de una mujer mexica que hablaba también
su lengua, tan poderoso que hasta se dice que eres un
dios.
        No soy un dios, soy sólo un hombre. Pero es
cierto que he visto demasiadas cosas de este mundo y
de otros, oh tlacataztalli18. Y mi sabiduría me permite
decirte que tus acciones en contra de mi gente están
inspiradas por el Señor de la Oscuridad, Hun Ahau.
        No sólo reconoces que eres un hechicero, me-
recedor del peor de los tormentos, sino que además te
arrogas el derecho de afirmar qué cosa es de Dios y
cuál del diablo. Viejo demente, un salvaje como tú ja-
más conocerá el Reino de los Cielos. Venimos en
nombre del buen Dios de los Ejércitos, a limpiar esta
tierra de los demonios y de sus sacerdotes. Así que,
como evidentemente eres uno de ellos, primero serás
sometido a tormento, hasta que abjures del poder de


18
     Hombre blanco.
68
El espejo humeante


Satán, y luego te favoreceremos dejando que tu alma
se purifique en la hoguera.

         “Durante el tiempo que siguió fui torturado
con hierros candentes y sometido a todo tipo de inte-
rrogatorios. Aprendí a mitigar el sufrimiento elevan-
do mi conciencia, y sólo di voz a lo que creí adecuado
para menguar el daño que esos desenfrenados hom-
bres infligían a mi pueblo. Entonces fue cuando a-
prendí tu lengua, oh misionero que te has apiadado
del viejo Tezcatlipoca. Allí me encontraba, mi cuerpo
flagelado y humillado cotidianamente, hasta que en
medio de mis sueños atormentados apareció Huitzi-
lin, el buen Alux, y me habló de esta suerte:”

        Pequeño habitante de Olman, ¿no crees que ya
has sufrido bastante?
        Mi buen Huitzilin, tal vez ningún sufrimiento
sea suficiente para redimir mi alma del mal que he
provocado con mis acciones.
        Tal vez el sufrimiento ha turbado tu juicio, ya
que bien sabes que no es así, y que has dado lo mejor
de ti para la bienaventuranza de los tlacameh y los
Aluxes.
        Como sea, estoy dispuesto a pagar cualquier
precio para que esta pesadilla termine al fin.
        ¿Acaso no recuerdas lo que te indicaron nues-
tros videntes? Eres el depositario de la mayor sabidu-
ría a la que puede accederse en este plano, y debes
preservarla para el futuro.

                                                    69
Gabriel Cebrián


        No te apures, recuerda que por designio de
Hun Ahau no puedo morir.
        Cuando arrojen tu cuerpo a la hoguera y sal-
gas vivo de allí, serás conducido al otro lado del agua
salada grande para ser exhibido como una rareza más
de sus ferias, seguramente serás la atracción mayor.
¿Es así como la grandeza de tu espíritu merece termi-
nar?
        Si así es, será lo que el buen Téotl habrá dis-
puesto.
        Sin embargo, parece que el Puro en Su Esen-
cia tiene otros planes para ti. Por eso he venido.
        ¿Cuáles son esos planes?
        Existe un sitio al cual el Maligno y sus demo-
nios no pueden llegar, que los videntes conocen como
el Chapalli19, y que los tlacameh de por allí conocen
como I Guaçú20. Es una cascada de agua cristalina, y
su caída es tan poderosa que le confiere una energía
imposible de resistir para los seres de la oscuridad.
Debes ir allí y esperar a que los tiempos sean propi-
cios para devolver a los hombres la ciencia que nues-
tros videntes te dieron para que les sea transmitida.
        ¿Y cómo llego allí?
        Beberás este elixir, preparado por nuestros vi-
dentes, y despertarás cerca de ese extraordinario lu-
gar, claro que después de sumergirte en un sueño pro-
fundo, tan profundo que es el más cercano a la muerte
que un cuerpo planetario puede experimentar; luego

19
     Agua golpeada
20
     Agua grande
70
El espejo humeante


del cual serás hallado por un sacerdote blanco. A él
deberás relatar tu historia, y él te ayudará a mantener
encendida la llama del conocimiento tolteca.
       ¿Acaso un tlacataztalli va a ayudarme?
       No es un tlacataztalli como éstos de por aquí.
Y no me preguntes más, pues nada sé. Es lo que me
han dicho nuestros videntes. El resto deberás resol-
verlo por ti mismo. Anda, bebe, antes de que el Ma-
ligno advierta la maniobra.


       “Así fue que bebí el elixir preparado por los
videntes Aluxes, entré en una ensueño extraordinario,
y me encontré en miles de lugares a un tiempo y en
ninguno a la vez. En aquellos parajes brumosos tuve
ocasión de atestiguar el desconcierto y terror que
causó mi desaparición entre los tlacataztalli que me
habían apresado, y también la ira de Hun Ahau,
quien imposibilitado de seguir mi pista se la tomó con
los Aluxes, causándoles los más terribles estragos
que tales bondadosos seres han registrado en su ex-
tensa historia, a través de los mayores daños que su
magia y la providencia de Téotl le permitieron.”
       “Así que finalmente, y luego de un largo va-
gabundeo por los parajes de la eternidad, por los
mundos más lejanos que un hombre ungido puede al-
canzar, regresé a mi cuerpo aquí, con los efectos del
largo tormento que me infligieron tus coterráneos. Y
tú, buen sacerdote, serás quien me ayude a mantener
encendida la llama del conocimiento.”

                                                    71
Gabriel Cebrián


        “Yo sólo piso los caminos del Buen Dios
Nuestro Señor”, replicó el jesuita.
        “Eso y no otra cosa es lo que te pido que ha-
gas, ya que tu Señor es mi Señor, más allá del nom-
bre que quiera darle cada uno. ¿Acaso no lo entien-
des? He regresado del Mictlán, he viajado a cuantos
mundos es posible para un hombre atestiguar, y he
llegado aquí para encontrar al heredero de la tradi-
ción. ¿Quién más que Téotl, el Uno en su esencia, po-
dría haber dispuesto las cosas de este modo? ¿Por
ventura piensas que Él pudo haberse equivocado? E-
res el tlacataztalli más puro que ha llegado a estas
tierras, basta con verte para saber que los seres de la
oscuridad apenas han hecho mella en tu espíritu. Es-
tás sirviendo a los amos equivocados, y si no quieres
perder tu espíritu, es tiempo de cambiar.”
        “Mi fe es grande, buen anciano, y creo fervo-
rosamente en la Palabra de Dios tal y como nos ha
sido transmitida por las Sagradas Escrituras. Necesi-
taría mucho más que unas cuantas historias mágicas
para siquiera considerar que algo como lo que cuen-
tas pueda tener lugar en la Divina Providencia.”
        “Necesitas algo más, eh... bueno, será como
tú prefieras. Mira ya está por clarear el alba, y sería
bueno que no nos vieran salir juntos de tu aldea. Há-
la, vámonos, y tendrás oportunidad de atestiguar pro-
digios que pondrán de cabeza lo que crees acerca de
lo que es posible y lo que no.”

       -Así que el misionero –prosiguió relatando
Szrebro-, alarmado en su fuero interno, pero deseoso
72
El espejo humeante


de comprobar los fantásticos extremos que el anciano
aborigen prometía demostrarle, salió tras él. Se diri-
gieron a la selva. Luego de caminar un trecho no muy
largo entre la espesura, el anciano trepó a un lapa-
cho excepcionalmente alto con una destreza y agili-
dad increíbles para su edad y condición, y le indicó
al jesuita que hiciera lo mismo, cosa que consiguió
luego de penosos esfuerzos. Una vez arriba, el ancia-
no le mostró que desde allí se veía perfectamente la
misión que acababan de abandonar, especialmente
las propias habitaciones del jesuita.

        “No habrá que esperar mucho” dijo el ancia-
no. “Pronto verás lo que tus compañeros tenían pre-
parado para ti.”
        “¿De qué hablas?”
        “Hablo de que mientras te contaba mi histo-
ria, tus jefes y tus pares estaban decidiendo ajusti-
ciarnos por considerar que estamos en componendas
con el demonio.”
        “¿Qué dices? Jamás harían algo como eso.”
        “Tal vez yo esté equivocado, pero mira, sólo
espera un momento y lo sabremos de cierto.”

        -Así fue que esperaron sólo un par de minu-
tos, y cuando el alba comenzaba a clarear, unas si-
luetas de fuego salieron del templo mayor y se diri-
gieron raudamente hacia los aposentos del buen sa-
cerdote. A poco pudieron oírse los gritos y verse los
movimientos frenéticos de las llamas diseminándose

                                                   73
Gabriel Cebrián


en todas direcciones, cuando al parecer habían des-
cubierto su huida.

        “Creo que tu buen corazón te impide ver la
malicia y la perversión en los demás, mi querido
monje. Es hora de que despiertes aunque sea un poco
a tu nagual, de otro modo caerás en las garras de
cualquier predador que quiera alimentarse de tu e-
nergía.”
        “Tal vez se trate de otra cosa” aventuró el
misionero, no queriendo creer lo que sus ojos le mos-
traban.
        “¿Por qué no vas y se lo preguntas?” Replicó
con sorna el anciano, y luego permanecieron calla-
dos, turbado uno, guardando un silencio respetuoso
el otro, a sabiendas del profundo dolor y la decepción
que el primero padecía. Luego de unos momentos de
zozobra interior, el jesuita dijo:
        “He perdido mi lugar en el mundo. Tal vez se-
a el castigo de Dios por prestar oídos a tus blasfe-
mias.”
        “Sé cómo te sientes, y puedes ser conmigo to-
do lo injusto que quieras, que nada de eso puede a-
fectarme. Pero ten cuidado, buen sacerdote, de no o-
fender al propio Dios que invocas, acusándolo de
castigarte cuando en realidad está poniendo ante ti la
oportunidad de salirte de toda la falsedad, abyección
y avaricia que esos supuestos monjes representan.”
        “Esos hombres cumplen, o si prefieres, inten-
tan cumplir la voluntad de Dios.”

74
El espejo humeante


        “Tal vez tú intentaras eso, y tal vez algunos de
tus cofrades lo hagan, algunos más ingenuamente que
otros. Lo cierto es que la mayor parte de ellos, sobre
todo los más encumbrados, sólo intentan cumplir la
voluntad de reyes y señores tanto o más envilecidos
que ellos mismos. Y se valen de la buena voluntad de
hombres como tú, pero al primer atisbo de conciencia
que demuestren, no trepidan en enviarlos al tormento
y a la muerte. No digo que te debo la vida, porque no
puedo perderla, pero sí te debo tus atenciones, y so-
bre todo, lo que harás en el futuro por el conocimien-
to de los tlacameh. No eches en saco roto la oportu-
nidad que el buen Téotl pone en tu camino, la de a-
brirte el paso hacia instancias de conciencia que tu
formación para servicio de los seres de la oscuridad
ni siquiera te permite considerarlas como posibles.”

        -El buen jesuita aceptó su destino, encomen-
dándose a Dios con todo el fervor de su espirituali-
dad, y suponiendo que por algo su Señor lo había me-
tido en semejante embrollo. Decidió que recorrería
hasta el fin aquel extraño camino que la providencia
le había deparado; aunque por otra parte, no parecía
haberle quedado ningún otro que no fuera ir a morir
a manos de quienes hasta hacía muy poco habían si-
do sus compañeros. Así las cosas, siguió al sacerdote
en una larga caminata hacia el norte, a través de la
selva, en cuyo transcurso tuvo oportunidad de ver có-
mo la naturaleza respondía casi mágicamente a la
voluntad del extraño Tezcatlipoca, proporcionándole
agua, alimentos o lo que fuere que necesitara a cada
                                                     75
Gabriel Cebrián


instancia del viaje, y comenzó a pensar que tal vez
había algo de cierto en la extrañísima historia que le
había contado. Hasta que llegaron a una aldea de los
Carios, a quienes los españoles llamaban Guaraníes,
y cuya lengua había aprendido el jesuita de los abo-
rígenes de la misión.

        “Nada bueno ocurrirá si nos presentamos an-
te ellos” advirtió el sacerdote, en la presunción que
la llegada de un viejo extranjero con aspecto de he-
chicero y de un sacerdote blanco constituiría el pasa-
porte a una segura muerte ritual de ambos.
        “Sin embargo, yo pienso lo contrario”, repli-
có el anciano. “Sígueme, y no temas.”


        -Ingresaron en el claro adonde se erigían las
chozas y a poco fueron rodeados por la indiada hos-
til, provista de arcos, flechas y pesadas macanas. De
nada le valió al buen jesuita asegurarles que eran
gente de paz, y mientras eran conducidos hacia el es-
pacio abierto ubicado en el centro de la aldea, pensó
que si el anciano no era el poderoso brujo que decía
que era, sus minutos sobre esta tierra estaban conta-
dos. Comenzó a recitar mentalmente una oración.
Cuando estuvieron ya en la plaza central, el cacique
mandó a buscar al chamán, y entonces vio venir a un
anciano con un ojo muerto, una piel de jaguar sobre
hombros y cabeza y un báculo de piedra con forma de
serpiente. Caminaba rápidamente, como compelido
por alguna determinada urgencia, y al llegar frente a
76
El espejo humeante


ellos, miró al anciano, abrió desmesuradamente el o-
jo bueno y también la boca, como presa de un asom-
bro extraordinario, para luego caer de rodillas en ac-
titud reverencial. A continuación, todos los demás ca-
rios se sumaron a la genuflexión, y con sorpresa el
sacerdote comprobó que el anciano y él eran los úni-
cos que permanecían de pie, entre un centenar de
guerreros hincados. Sorprendido, se volvió hacia
Tezcatlipoca, quien le devolvía una sonrisa radiante,
tanto así que le pareció observar un destello antina-
tural en sus ojos. Los prodigios prometidos estaban
comenzando a ocurrir. Pasada esta primera conmo-
ción, el jesuita oyó al chamán decir a su cacique que
era éste el Dios del norte que en sus sueños le había
anunciado su llegada.
        Conducidos con reverencia hasta la mayor de
las chozas comunales, el cacique invitó al anciano a
ocupar su estera, pero éste rehusó tal honor. Con el
jesuita traduciendo del aba ñe’é21 al español y vice-
versa, mantuvieron el siguiente diálogo:

        “Estamos honrados de recibirte en nuestra al-
dea, oh Señor del Espejo Humeante” dijo el chamán.
        “El honor es nuestro, hombre sagrado. Pero
no creas que soy un dios, soy solamente un hombre
que se ha esforzado por superarse y ha recibido la i-
nestimable ayuda de maestros espirituales que no son
de este mundo.”


21
     Habla del hombre
                                                   77
Gabriel Cebrián


        “Si me permites, y ello no ofende a tu gran
espíritu, ¿qué es lo que haces con este mombiry-
guá22? Ellos han venido aquí a robarnos nuestra tie-
rra y nuestras almas, y además pretenden que seamos
sus esclavos. Quieren obligarnos a desconocer a
Ñande Ru23, e imponernos a sus dioses.”
        “Entiendo tu sentimiento, oh Maestro, y en
mucho lo comparto. Pero este mombiryguá no es en
modo alguno como los demás. Ha vivido toda su vida
entre truhanes y falsarios y sin embargo su esencia
permanece quizá más pura que la de muchos de los
hombres de este lado del agua grande.”
        “Sin embargo, luce la vestimenta de los hechi-
ceros blancos, que quieren imponernos sus dioses a
sangre y fuego.”
        “Los dioses son los mismos para todos los
hombres, lo que cambia es el juicio que tienen acerca
de ellos, y éste depende del grado en que estén afec-
tados por los seres de la oscuridad.”

       -En esta instancia el jesuita dijo al anciano
que no estaba de acuerdo con muchas de las afirma-
ciones que formulaba a su respecto, a lo que éste res-
pondió, lacónica y autoritariamente, que se limitara a
traducir con exactitud lo que él decía, que toda otra
cuestión sería discutida cuando fuera pertinente.



22
     Extranjero.
23
     Nuestro Padre.
78
El espejo humeante


         “Hace muchísimas lunas que estamos vinien-
do desde el norte”, comenzó a explicar el jefe de la
aldea, “para guardar distancia de estos mombiryguá,
pero ahora nos encontramos que están también al
sur. No se conforman con robarnos nuestra tierra,
también pretenden robarnos el ánga24. Pero nuestros
guerreros ya están hartos de esta situación, y dis-
puestos a quedarse aquí y morir luchando.”
         “No es sólo el alma de tu gente, oh mburuvi-
cha 25, es el espíritu de toda la tierra el que está sien-
do exterminado. Y estos mombiryguá no son demo-
nios, son solamente instrumentos del malvado Añá,
conocido al norte como Hun Ahau. No podremos re-
sistir, el Añá retá, o Mictlán, está soltando a todos
sus demonios para que tomen el control de la gente.”
         “¿Entonces no podemos hacer nada? ¿Acaso
tenemos que permanecer aquí esperando que vengan
a esclavizarnos y a violar a nuestras mujeres y ni-
ños?”
         “Lo único que podemos hacer es elevar nues-
tro espíritu y aguardar que la paciencia de Ñande Ru
se colme, que su ira limpie este mundo para dar o-
portunidad a una nueva clase de gente.”
         “Eso es lo que siempre dice nuestro Pa’i, aquí
presente, que es lo mismo que decía el padre de su
padre, y el abuelo del padre de su padre. Parece que
al fin el tiempo de este ivy se está acabando...”


24
     Alma.
25
     Gran Jefe.
                                                       79
Gabriel Cebrián


        “Tu hombre sagrado sabe de cierto muchas
cosas, oh mburuvicha. Pero nuestra misión es luchar
por mantener limpio el espíritu, practicar sin desma-
yo el tekojoja26 e intentar que cada hombre justo no
sea invadido por los pomberos27, como asimismo lim-
piar a tantos como esté a nuestro alcance. Esta noble
tierra será la reserva espiritual para los hombres del
futuro, y está en nosotros mantener encendido ese
fuego. He venido aquí porque el Maligno Añá no pue-
de hallarme, gracias al poder del I Guaçú, a sentar
las bases espirituales de los hombres que vendrán
luego de la purga que los videntes han dicho que ocu-
rrirá cuando los hombres ya no sirvan a los designios
de lo Alto, cuando la codicia, la carnalidad y el vicio
no dejen espacio a las emociones superiores, que son
alimento del Creador y sus cohortes.”
        “Oiremos tu palabra, oh Señor del Espejo
Humeante, y haremos cuanto esté a nuestro alcance
para favorecer los designios del poderoso Ñande Ru.
Pero hay algo que debo decirte, aunque sospecho que
en tu gran ciencia debes saberlo sin que te lo diga, y
es que los nuestros guerreros no se entregarán man-
samente, sino que lucharán contra el invasor hasta la
última gota de su sangre.”
        “Lo sé, oh mburuvicha, y por ello te digo que
cuando tus guerreros tengan que entregarse a matar
o morir, hay que procurar que lo hagan en el verda-
dero espíritu que corresponde, esto es, encomendan-

26
     Sentido de justicia e igualdad fraterna.
27
     Espíritus de la oscuridad.
80
El espejo humeante


do al buen Ñande Ru tanto su alma como la de los
hombres blancos que ultimarán, porque como te dije,
son iguales a nosotros, aunque su historia y su tempe-
ramento los hayan hecho más débiles para rechazar
la influencia del Maligno.”
        “Me gustaría preguntarte, oh Señor del Espe-
jo Humeante, ¿por qué el buen Ñande Ru permite al
Maligno Añá someter a la gente del modo en que lo
está haciendo? ¿Cuál ha sido el angaipá28 tan grande
que nos ha echado encima estas calamidades?”
        “No es Ñande Ru el que se lo ha permitido, oh
mburuvicha, sino nosotros mismos. No hemos dome-
ñado al animal que nos es dado al momento de nacer
y que nos conecta con la tierra, para así poder brin-
dar nuestro tributo de conciencia a los dioses del ivá-
ga29. En lugar de valernos de él para glorificar los
sentidos en pos de esa primordial función, nos hemos
dejado acechar y por él y muy pronto nos converti-
mos en su presa. Una vez que la bestia comenzó a to-
mar el control, ya no hubo manera de sojuzgarla. Y
las cosas llegaron a un punto en el que la única solu-
ción, drástica si las hay, está únicamente en la volun-
tad de Ñande Ru, en los tiempos y formas que su in-
sondable conciencia así lo disponga.”
        “Grande es tu sabiduría, oh Señor del Espejo
Humeante; te reitero que es un honor para nosotros
darte cobijo y absorber tus enseñanzas. Ordenaré a

28
  Pecado, dolencia espiritual (espíritu podrido).
29
  Cielo, paraíso pleno de árboles frutales y excepcionales cotos
de caza.
                                                             81
Gabriel Cebrián


mis hombres que levanten una choza para ti y tu
mombiryguá. Y por favor, pídele que se vista como un
Cario. Nos causa una muy fea impresión su ropaje,
no sólo nos recuerda a los sacerdotes enemigos de
Ñande Ru, sino que además parece un iryvú30.

        -Así fue que el buen jesuita, a partir de enton-
ces llamado Iryvú, dejó sus hábitos para primero ves-
tirse como un Cario, y luego comenzar a comportarse
y a pensar como tal, tanto así que a poco fue convir-
tiéndose en uno más de ellos. Y los Carios, especial-
mente el hechicero Peteínte Tesa31, absorbieron como
esponjas la enseñanza tolteca, como no podía ser de
otro modo debido a la pureza de sus espíritus. Peteín-
te Tesa cedió de muy buen grado a Tezcatlipoca su
rol de intérprete de la palabra de los dioses, por lo
que el olmeca se convirtió en el nuevo ñe-êngatu de
la aldea.
        Tal era el poder del Señor del Espejo Hume-
ante que a poco casi todos los guerreros lograron
alcanzar el tekokatu32, como había sucedido unas po-
cas centurias antes en Teotihuacán. Aunque en las
conversaciones nocturnas que mantenía con el buen
jesuita, ahora llamado Iryvú, manifestaba su preocu-
pación respecto de una eventual pérdida del nagual
de los Carios, que traería aparejada una total inde-
fensión frente a la amenaza siempre latente de los de-

30
   Cuervo.
31
   Único ojo.
32
   Plenitud de vida, realización espiritual.
82
El espejo humeante


monizados hombres blancos. Iryvú, por su parte, y ya
imbuido completamente de la espiritualidad que el
hierofante reflejaba, intentaba argumentar que tal
prurito se debía a la nefasta experiencia que había a-
travesado a causa de las pérfidas artes del Maligno
Hun Ahau. Pero tales afirmaciones perdían impulso
al encontrarse con la mirada de Tezcatlipoca, hundi-
da en el mare mágnum del infinito. Su fe había sufri-
do a la vez un vuelco y un incremento. El hombre que
meditaba junto a él cotidianamente era, sin sombra
de duda, un enviado del Señor. Y él era solamente un
hombre cuya fe le había abierto las puertas a la posi-
bilidad de recibir su mensaje en forma directa y per-
sonal. Así las cosas, no pudo dejar de prever el rol a-
postólico al que las circunstancias parecían estar a-
rrojándolo, aunque prefirió no ahondar en tales pro-
yecciones por cuanto los seres oscuros bien podrían
insuflársele, a través de las sensaciones de orgullo o
vanidad que dichas funciones suelen suscitar.
        Aprovechando la portentosa energía de su
maestro, aprendió a montar y dominar su yolilitzli33
en sueños, y así practicar el cochitleua34, llegando a
conocer de este modo a varios habitantes de las esfe-
ras superiores, entre ellos a los Aluxes –trabó espe-
cial amistad con el buen Huitzilín, y también recibió
consejo de los videntes que habían mantenido su con-
ciencia luego de las devastadoras represalias de Hun
Ahau-, y aprendiendo a evitar a los emisarios del Ma-

33
     Espíritu
34
     Ver en sueños, oniromancia.
                                                    83
Gabriel Cebrián


ligno, que pululaban los diversos mundos accesibles
al yolilitzli en busca de pistas que pudieran llevarlos
a dar con el paradero del cuerpo planetario de Tez-
catlipoca. Pero fue precisamente esa apertura pro-
porcionada por el cochitlehua la que le confirmó las
sospechas que le había sugerido su maestro: los días
de la aldea de los Carios estaban contados. Sus dio-
ses, su espíritu y su lengua permanecerían, sí, pero
deberían sortear centurias de oscurantismo. Así era
el sino de los tiempos en este lugar del universo.
        Y fue debido a esa nueva capacidad que no lo
sorprendió en lo más mínimo cuando Tezcatlipoca y
el hechicero Peteínte Tesa le informaron que pronto
celebrarían un gran Yero-qui -ritual de iniciación de
los Carios- en su honor, tras el cual se integraría en
cuerpo y alma a la gente de la aldea.

        Llegado que hubo el día del gran Yero-qui,
permaneció recostado en su hamaca, en estado de
meditación y ayuno hasta el atarceder, cuando fue
vestido a la manera de los guerreros carios, adorna-
do con vistosas plumas y pintado para la ceremonia.
Acompañado de Tezcatlipoca y de Peteínte Tesa, a-
bandonó la choza para dirigirse hacia la plaza cen-
tral, en la que lo esperaban Tezcatlipoca, el hechice-
ro Peteínte Tesa y el mburuvicha. Se sintió orgulloso
de participar de ese ritual iniciático, acompañado
por maestros espirituales portentosos como eran a-
quellos que la suerte o el destino habían puesto a su
lado. Lo saludaron ritualmente; luego emprendieron
la marcha hacia el I Guaçú, al que llegaron ya entra-
84
El espejo humeante


da la noche, y se detuvieron a la vera de un salto
extraordinario, cuya visión en la claridad del plenilu-
nio cortaba el aliento. Encendieron una fogata y co-
menzaron los cánticos, en náhuatl y aba ñe’é. Como
por milagro, todos los sonidos de los animales noc-
turnos cesó por completo, generando una atmósfera
tal que por primera vez el buen jesuita, ahora a punto
de asumir por completo la identidad que el nombre
de Iryvú traía consigo, se sintió algo inquieto. Sin de-
jar de canturrear, y al compás de un pequeño tambor
que tocaba el mburuvicha, los hombres sagrados co-
locaron sobre el fuego un pequeño caldero con agua
del río, pletórica de energía, y comenzaron a agregar
hierbas de aquella selva, de la gran comarca mexi-
cana y del onírico terruño de los Aluxes. Una vez pre-
parada aquella poción, que concentraba milenios de
conocimiento en herboristería, los cuatro se incorpo-
raron e Iryvú fue estrechado en fuertes abrazos; pri-
mero lo hizo el mburuvicha, quien le dio la bienveni-
da como nuevo hijo cario, luego Peteínte Tesa, que le
encomendó suplirlo en sus funciones chamánicas
cuando llegara el caso, y por último Tezcatlipoca,
quien le aseguró que su Dios, el de antes, el de ahora
y el de siempre, estaba en un todo de acuerdo con la
evolución espiritual que su siervo había emprendido
con tanto ahínco, y que se tranquilizara, porque muy
pronto comprobaría personalmente tal afirmación.
Volvieron a sentarse sobre la tierra, e Iryvú, pleno de
emoción y expectativa, bebió la pócima. Los cánticos
y el tambor volvieron a irrumpir en el mágico silen-
cio, amalgamados por el profundo rumor de la caída
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Gabriel Cebrián


de agua, y generaron un flujo luminoso en el cual el
espíritu del iniciado, ahora también resplandeciente,
fue deslizándose cual jangada de conciencia a la vez
personal y cósmica. Entonces supo, sin sombra de du-
da, que el anciano Tezcatlipoca le había dicho la ver-
dad: sintió de manera incontestable que su Señor lo
había distinguido con el afecto especial que otorga a
sus mejores siervos, cosa que nunca había podido
sentir en largos años de sacerdocio cristiano. Y lo a-
saltó la certeza de que la eucaristía había devenido
en un remedo de la verdadera práctica de ingestión
del cuerpo divino, adulterada por los espurios intere-
ses de un clero demasiado sujeto a las componendas
políticas y económicas de una sociedad degradada.
         Acorde con su temperamento, el trance resul-
tó rico en emociones de orden místico, pero como to-
do tiene su contraparte, y el excepcional brebaje no i-
ba a descuidar ninguna instancia ni ningún atributo
que coadyuvara para convertirlo en un hombre com-
pleto, finalmente llegó el tiempo del nagual. Y lo hizo
de la mano de Arapoty, la hermosa hija del mburuvi-
cha, quien envuelta en un halo de primaveras en flor,
pronto halló lugar entre las desplegadas alas del
cuervo, fundiéndose en un solo ser. Entre los esterto-
res de la intensa pasión sexual que sentía por vez pri-
mera, Iryvú comprendió por qué el mburuvicha lo ha-
bía categorizado como “hijo”. Y supo también, por e-
sa tenaz tiranía que la carne promueve a través de
sus sentimientos y sensaciones, que moriría sin hesi-
tar por la bella princesa guaraní, por su futura prole
y por cualquier persona de la aldea.
86
El espejo humeante


        Aún conmocionado por todas las novedades
espirituales y carnales que su iniciación le había sus-
citado, despertó en su hamaca. La hermosa Arapoty
dormitaba, feliz, entre sus brazos.

        El jesuita devenido cuervo halló así su huma-
nidad completa; comprendió que su ingenuidad -la
que bien podía haberlo conducido a la muerte, a tra-
vés de su ánimo siempre bienintencionado-, había to-
cado zonas que le sobreimponían una nueva malicia,
mas no obstante continuaba hallando noble esa acti-
tud. La fe y la devoción, en su anterior vida, habían
idealizado la realidad al punto que no se había per-
catado de que estaba viviendo en una isla mental, en
un sueño mucho más ilusorio que los que había a-
prendido a sostener de la mano de Tezcatlipoca, y
desde el cual toda proyección, de fe o de lo que fuera,
valía un comino. Sentía haber estado jugando el rol
de hombre santo para ir a esconderse en la inacción,
cosa que hasta podía sonar a cobardía embozada,
desde sus nuevas perspectivas. Ahora las fuerzas de
la vida lo habían envuelto en sus redes inextricables,
y su contexto físico, mental y espiritual era nuevo, y
demasiado fuerte. Siempre había predicado que Dios
estaba en todas partes, mas recién ahora esa frase
parecía no obedecer a esa recóndita intuición de me-
táfora. Y Arapoty, de manera tan natural como es-
pontánea, se transformó en el templo viviente de la
madonna esencial.
        Tezcatlipoca, el hombre formado en tierras
sobrenaturales y devuelto al mundo de los hombres
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Gabriel Cebrián


para espejar, era el responsable de su cambio. Su in-
flujo era tan poderoso que cualquier persona que se
le acercase con el alma relativamente limpia, no po-
día sino asumir su sitio específico en la realidad, cla-
ro que ese sitio se enclavaba en una realidad infini-
tamente más amplia. El señor del Espejo Humeante
representaba en cada uno de sus actos a la bestia es-
piritualizada, a la propia serpiente emplumada cuyas
miserias le habían endilgado tras aquel episodio de
extorsión diabólica.
        Todo aquello lo pensaba tendido en su hama-
ca, velando el sueño de le hermosa Arapoty. Sintió el
calor de su sangre como sagrado, y se durmió con un
pensamiento agradecido hacia Tezcatlipoca.

        -Disculpe, Profesor, se posesiona tanto con e-
sa historia que parece que la cree a pie juntillas. No
sé por qué, pero eso me perturba bastante.
        -¿O será acaso que temes estar hablando con
un viejo demente, tal y como sintió el jesuita frente al
viejo hechicero?
        -Dígame, ¿está pontificando? Está todo bien,
pero no tengo pensado ingresar en ninguna secta. Si
es eso, no perdamos tiempo. No quiero ser insolente,
profesor, discúlpeme, pero es cierto que nunca me in-
teresó mucho ese tipo de cosas. Y la historia es atra-
pante, pero usted ya sabe…
        -Claro, te entiendo; historias de niños secues-
trados por duendes, entrevistas con Satanás, y cosas
como ésas. Sí que suena para la mierda. Pero quiero
aclararte bien una cosa: no estoy pontificando nada,
88
El espejo humeante


no me interesa en qué crees o dejas de creer, mas no
obstante ello estaré siempre para tratar de ayudarte
cuando lo necesites, si lo necesitas. Tal vez esté inter-
pretando las cosas mal, y tienes razón tú; en ese caso
esta noche será nada más que una tertulia extrava-
gante. Yo puedo haberme equivocado al no tener en
cuenta que podías quedar involucrado. Pero el que
no creo que se haya equivocado es el que coció la o-
carina ésa que tienes allí. Es un mago muy poderoso,
no quieras conocerlo.
        -De hecho no quiero, y por lo que dijo el ven-
dedor, no creo que él quiera conocerme a mí. De to-
dos modos, no creo en otros magos que no sean los
de circo.
        -Claro, claro. Pero ésa es una limitación tuya,
puedes apostar por ello.
        -¿Acaso puede mostrarme un verdadero ma-
go?
        -Como van las cosas, me temo que no hará
falta. Ellos no necesitan presentador.




                                                      89
Gabriel Cebrián




90
El espejo humeante


                       Segunda parte


        Cuando Szrebro terminó su historia estaba
por amanecer. Mas a pesar de esta circunstancia
temporal, que venía a reforzar una vez más la analo-
gía que continuaba planteándose con el primer diálo-
go entre el tal Tezcatlipoca y el jesuita, nadie apare-
ció por allí con antorchas para quemarnos. Yo no sa-
bía qué pensar, y mis últimas preocupaciones, antes
de quedarme dormido en el sofá, estuvieron dirigidas
a la certitud de estar perdiendo un ventajoso empleo.
Aunque estaba dispuesto a seguirle la cuerda, sobre
todo si las nuevas circunstancias podían llegar a tra-
er aparejado un sustancioso aumento de salario.
        El final de aquella historia, como era previsi-
ble, estuvo dado por lo que todos los videntes habían
anticipado; la aldea de los Carios fue arrasada, y
quienes no murieron fueron reducidos a esclavitud. Y
desde entonces no hay noticias de ninguno de ellos, al
menos en lo que hace a la información que manejaba
Szerebro… o quizá debiera decir a lo que dijo Szre-
bro, porque me pareció advertir que había un buen
tramo de la historia, ficticia o no, que se había guar-
dado.

        Pasado el mediodía desperté, y luego de un
frugal desayuno con el Profesor, éste me sugirió que
tomáramos el día para descansar, cosa que hallé muy
satisfactoria, por cuanto no me había terminado de
reponer del viaje a Misiones y de las cosas que en él
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Gabriel Cebrián


me habían pasado. Ello además de la sugestiva histo-
ria que había oído, plagada de insinuaciones y harto
desconcertante para provenir de boca de una persona
que lucía como parámetro de ecuanimidad.
        Así que fui a casa y dormí hasta las cinco de
la tarde un sueño profundo y reparador, tras el cual
desperté de mejor ánimo; y gracias a él pude reducir
la cuestión espiritualista que había planteado Szebro
a lo que entonces me pareció su justa medida, esto es,
una fantasía romántica en pleno concenso con la mo-
da aborigenista, tan enarbolada últimamente como
síntesis de justicia y conocimiento trascendental.
        Salí a la calle a dar unas vueltas, comprar li-
bros o acaso ir al cine, todas ellas actividades de una
persona normal y conforme al statu quo argentino
contemporáneo, intentando reafirmar esas pautas
culturales usuales para refrenar cualquier intento so-
brenatural al que los mundos sutiles, o mi propia pa-
ranoia, pudiesen conferir pertinencia y/o entidad. A
través de estos pensamientos, y con alarma, creí ad-
vertir que una parte de mí podía estar dando fe al
descalabrado asunto del espejo humeante.
        Caminé por Corrientes, revolviendo los exhi-
bidores de todas las librerías de ofertas, en busca de
cualquier cosa que sirviese para distraerme un poco
y retornar a la medianía de una vida que no andaba
necesitada de sobresaltos, y mucho menos de folklo-
res extravagantes o delirios de orden místico. Final-
mente adquirí a precio de saldo dos libros usados, El
Hombre demolido, de Alfred Bester y un ejemplar a-
jado y amarillento de La señal de los cuatro, de Co-
92
El espejo humeante


nan Doyle, editado por La Nación en 1904. Muy con-
tento con las adquisiciones –sobre todo la última, a la
que consideraba poco menos que un incunable-, em-
prendí el regreso a casa; pero como ya había ano-
checido y estaba algo cansado aún por el viaje -y so-
bre todo por las emociones que me había deparado,
agitadas más aún por el extraño relato de Szrebro-,
decidí tomar el subte. Bajé las escalinatas repletas de
gente que entraba y salía, compré el cospel, atravesé
el molinete y advertí que ya estaba el convoy presto
para la partida. Apenas tuve tiempo de entrar y col-
garme del pasamanos antes de que las puertas neu-
máticas se cerraran. Cuando el vehículo comenzaba
a moverse, miré hacia fuera y quedé congelado: pa-
rado en el andén estaba el hombre aindiado que me
había dado el misterioso recipiente en San Ignacio -a
quien Szrebro había llamado Albarracín-, mirándome
con una sonrisa que se me antojó diabólica. No dejó
de mirarme hasta que el vagón ingresó al túnel. ¿Qué
estaba haciendo allí? ¿Acaso me estaba siguiendo?
Si así era, ¿cuáles serían las razones por las cuales
lo hacía? ¿Representaba ello una amenaza concreta
contra mi seguridad personal? Presa del nerviosis-
mo, bajé en la primera estación e hice la combina-
ción pertinente para ir directamente a lo del Profesor
Szrebro. No estaba en casa cuando llegué, así que me
senté en el umbral a esperarlo. Casi media hora des-
pués se detuvo un taxi, y vi que el Profesor venía en
él. No se sorprendió de verme, simplemente me salu-
dó con la mano mientras pagaba y esperaba el cam-
bio.
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Gabriel Cebrián


         -¿Qué tal, Eliseo? ¿Qué andas haciendo por
aquí, a estas horas? –Me preguntó, mientras extraía
su llavero, que colgaba de una cuerda de oro de esas
que solían usarse unos cuantos años atrás.
         -Vine a comentarle que ese tal Albarracín está
acá, en Buenos Aires. Me pareció que debía saberlo.
         -¿Qué cosa dices? ¿No acabas de estar con
él, en San Ignacio?
         -Claro, pero como llegué yo, él también lo hi-
zo. Le digo que acabo de verlo, en el subte.
         Ya en la sala me ofreció un trago, que acepté,
y me dijo:
         -Seguramente has visto a alguien parecido. Su
tipo racial es muy común por aquí; sobre todo hoy dí-
a, con la afluencia de inmigrantes que llegan de los
países limítrofes. Tal vez el haber tomado contacto
con esta cuestión te ha alterado un poco los nervios.
         -No sea condescendiente, Profesor, le digo
que lo ví, y bien de cerca. Era él, y si me hubiese que-
dado alguna duda, la forma en que me miró y la son-
risa que esbozaba la despejaron por completo.
         -Bueno, si estás tan seguro, saquémonos la
duda –propuso, y tomó el teléfono. Luego de unos
momentos, al parecer, se estableció la comunicación:
         <Hola... sí, ¿Albarracín? Szrebro, le habla...
sí, me llegó... pero el joven que le envié se ha queja-
do... sí... sí... bueno, creo que no hacía falta que hi-
ciera eso... sí, está bien, no es para tanto, pero no e-
ra... está bien, está bien... ahá, dígame... (el rostro de
Szrebro adquirió de pronto un tinte de preocupación)
¿sí? ¿Eso dice?... ahá... ahá... ahá... bueno, veremos
94
El espejo humeante


qué... está bien... está bien, okay... saludos al Venera-
ble... sí, espero que lo antes posible. Hasta pronto, y
buena suerte.>
         Cortó la comunicación y se quedó mirándo-
me. Presa de la ansiedad, acabé de un trago la copa
de brandy.
         -Como te dije, está en San Ignacio.
         -¿Llamó a un teléfono de línea, o a un celu-
lar?
         -Llamé a un teléfono de línea, obviamente –a-
firmó, con fastidio. –Te guste o no, lo aceptes o no,
está a cientos de kilómetros de aquí.
         -Entonces tiene un hermano gemelo, o un so-
sia, que está al tanto de sus asuntos. De otro modo no
se explica la forma en que me miró.
         -Sin embargo, creo que hay al menos dos po-
sibilidades que no tienes en cuenta. La primera es
que hayas alucinado, a tenor de tu estado de ánimo.
         -Contra esa hipótesis, le aclaro que estaba
perfectamente tranquilo cuando lo vi. Y dígame,
¿cuál es la otra posibilidad?
         -Que hayas visto a su proyección astral.
         -¿Qué cosa dice?
         -No te hagas el tonto, sabes perfectamente de
lo que estoy hablando. Cuerpo astral, doble etérico,
proyección plasmática, o como se te antoje llamarlo.
         -¡Pero eso es un disparate!
         -Ya estoy un poco cansado de oír tus descalifi-
caciones. Vienes a decirme disparates tales como que
un individuo que está en San Ignacio se te apareció
aquí, en Buenos Aires, y cuando te presento argumen-
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Gabriel Cebrián


tos que no son, mal que te pese, aberraciones de la
mente, sino fenómenos perfectamente comprobables,
me acusas de ser yo quien está desquiciado... en fin,
si no fuera porque me siento responsable por haberte
involucrado en este asunto, hace rato que te hubiera
mandado de paseo.
        -Oiga, tranquilicémonos un poco, ¿quiere?
        -No estoy nervioso, sino fastidiado. He dedi-
cado toda mi vida a estudiar este tipo de cuestiones,
he tratado con verdaderos maestros espirituales y vi-
dentes, he accedido a crónicas y testimonios vedados
a la mayoría de los eruditos en la materia, para que
vengas tú, sin otro arma que un sentido común lin-
dante con la imbecilidad, a decirme qué cosa es dis-
paratada y cuál no. Realmente, no sé que ha visto en
ti el Venerable para haberte insuflado.
        -¿Quién es ese Venerable? ¿Qué quiere decir
con eso de que me ha “insuflado”?
        -Ya basta de preguntas cuya respuesta cono-
ces. El Venerable es quien hechizó la ocarina que
fuiste a tocar –hecho que, dicho sea de paso, me rele-
va de gran parte del sentido de responsabilidad
respecto de ti que estoy asumiendo-, y luego sopló en
el interior de tu boca. Y quién es, cuál es su verda-
dero nombre, o dónde se encuentra, sólo Dios lo sa-
be. Yo no. Yo sólo he atestiguado los efectos de algu-
nas de sus actividades.
        -¿Puede hablarme de ellas?
        -No, no puedo. Las cosas que atestigué, esta-
ban dirigidas a mí. Y si tienes tú algo que atestiguar,

96
El espejo humeante


él se encargará. Así son las cosas, y no hay otra po-
sibilidad.
        -No tengo interés en atestiguar nada de eso,
la verdad.
        -¿Entonces para qué preguntas?
        -Bueno, veo que he conseguido enfadarlo.
Más vale que me retire, y lo deje en paz.
        -No hace falta. Me conformo con que dejes de
hacerte el positivista y abras la mente, al menos lo
suficiente como para dimensionar un poco el asunto
en el que te has visto involucrado.
        -Ya le digo, usted debería ponerse en mi lu-
gar. De buenas a primeras me encuentro en una si-
tuación completamente ajena a mi temperamento, y
como bien acaba de señalar, a mis escasas entende-
deras.
        -Yo puedo entenderlo, e incluso ponerme en tu
lugar, como me pides. Pero también puedo decirte
que no tienes ya diez, ni quince años. Eres un hom-
bre, y te guste o no, en lo sucesivo deberás compor-
tarte como tal. No sé que irá a ocurrirte, pero temo
que serán muchas cosas. Y tal vez no esté yo aquí pa-
ra que vengas corriendo a contarme lo que te pasó.
        -¿Acaso va a dejarme solo en este atolladero?
        -No lo haría, si dependiera de mí. Pero en
cualquier momento puede surgir algo. Además, y por
otra parte, nadie tiene la vida comprada.
        -Oiga, me está alarmando.
        -Ni falta que hace.
        -Bueno, Profesor, lo dejo en paz por hoy. Nos
vemos mañana en la oficina, ¿verdad?
                                                   97
Gabriel Cebrián


       -Si Dios quiere.

        Me retiré de la casa del Profesor Neftalí Szre-
bro con una mezcla de amargura e incertidumbre, la
cual hubiera sido de absoluto pesar de haber sabido
entonces que aquella había sido la última vez que lo
vería, al menos por aquí. Al otro día, cuando llegué a
la oficina, la encontré cerrada, y nadie atendió a mis
llamados. Era raro, porque el Profesor siempre había
estado allí antes de mi horario de llegada. Lo esperé
más de dos horas, y fue en vano. Fui hasta un telé-
fono público, llamé a su casa y tampoco obtuve res-
puesta. Pasé el resto de la mañana y buena parte de
la tarde yendo de la casa a la oficina, y gastándome
varias monedas en teléfonos públicos. No quise pen-
sar en la posibilidad de que algo malo pudiera haber-
le sucedido, así que aposté a que hubiese tenido que
viajar de improviso, o algo como eso. A la noche vol-
ví a llamarlo desde el semipúblico del kiosco en la es-
quina de mi casa, dado que no tenía teléfono -por lo
que tampoco podìa esperar una llamada de Szrebro-;
nadie atendió, lo mismo que al día siguiente, y al o-
tro. De buenas a primeras mi ventajoso empleo se ha-
bía enrarecido, para luego esfumarse. Lo lamenté
bastante, pero me ayudó a asimilar el golpe el hecho
de suponer que me había librado de una eventual psi-
cosis, dado el cariz que todo había tomado de pronto.
        Mas el trabajo, como dije, desapareció, pero
la psicosis no. Una noche soñé que iba a una entre-
vista de trabajo, y cuando me hacían pasar al despa-
cho de mi presunto empleador, allí estaba Albarra-
98
El espejo humeante


cín, muy ufano en su traje de alta costura y fumando
un habano. "Vaya, vaya. Miren lo que trajo el vien-
to…" dijo, exhalando bocanadas densas. "¿Qué haces
aquí? ¿Cómo no estás cuidando al viejo Szrebro?" Y
siguió con un discurso que entendí extravagante: "No
importa el sacrificio que te cueste, nunca será sufi-
ciente. Crees tanto en tu encarnadura que serías feliz
si pudieras permanecer el resto de tu vida sobándote
la verga, ¿verdad? Pero hay más cosas en el mundo,
mocito, la eternidad está cada vez más sucia. Andan
por ahí ingenieros neonazis diseñando virus letales
que atacarán solamente determinados linajes genéti-
cos, ¿qué te parece eso? ¿Qué te parece ver a Orien-
te y a Occidente afilando las garras para enfrentarse
mortalmente en defensa de un mismo dios, rebajado a
variables del mercado? ¿Qué te parecen los funcio-
narios de los organismos internacionales que predi-
can como dogma primario la igualdad y la fraterni-
dad, y abandonan los recintos en automóviles cuyo
valor paliaría el hambre de aldeas enteras durante
mucho tiempo? ¿Crees que Dios va a perdonarte que
sigas preocupado por tu inserción, minúscula pero no
menos oprobiosa, en este círculo de miseria humana?
Eliseo, vas a pudrirte en el infierno, vas a hervir en el
caldero del que el pobre Neftalí quiso sacarte. Pero
claro, tal vez no eres más que otro hueso flaco para
el gran puchero."
        Me desperté muy angustiado, porque mi men-
te, o lo que sea que haya estado allí presenciando tal
discurso –fuera éste producto de mi inconciente o
proviniera de un agente externo-, parecía estar de a-
                                                      99
Gabriel Cebrián


cuerdo con él. Imaginé otra clase de virus, una espe-
cie de virus de la locura, el que parecía haber contra-
ído en mi contacto con Szrebro y el tal Albarracín.
        Estaba demasiado nervioso como para inten-
tar volver a dormirme, así que, casi como obedecien-
do a un impulso, me levanté y me vestí; y a pesar de
que eran las 3.30 a.m. salí a caminar. Los tiempos no
eran seguros, como tampoco lo era mi barrio, pero
suponía que a lo que menos debía temerle era a asal-
tantes nocturnos, al menos humanos. Caminé algunas
cuadras por la Jean Jaurés, pensando en el mensaje
que había recibido en sueños, y aunque la interpreta-
ción era bastante obvia, el foco de mi atención estaba
puesto en discernir si se había tratado de una elabo-
ración de mi inconciente o ese tal Albarracín, o quizá
su proyección astral, era capaz de aparecer en mis
sueños como lo había hecho en la estación del subte.
        Llegué a la altura de Bartolomé Mitre, donde
la calzada desciende para pasar por debajo de las ví-
as del ferrocarril, formando un túnel sombrío y deso-
lado, sobre todo a aquellas horas. Y tal ominosidad
se veía reforzada por la ocurrencia de algún muralis-
ta anónimo, a quien se le ocurrió pintar sobre una de
las paredes unas siluetas amenazantes, armadas con
pistolas, que en la oscuridad reinante adquirían un
gran realismo. Más de un transeúnte desavisado ha-
brá obtenido allí su segundo de pánico al observar-
las, antes de que la percepción ajustara el cuadro lo
suficiente para advertir la engañifa. había caminado
unos cuantos pasos en el interior del túnel cuando al-
go como un guijarro impactó contra mi omóplato de-
100
El espejo humeante


recho. Me volví de golpe, y sólo vi la claridad en la
boca del túnel. Mi corazón latía con violencia, y sentí
cómo todos los vellos de mi cuerpo se erizaban.
“¿Quién anda ahí?”, pregunté, sin poder evitar un
quiebre en mi voz, producto del espanto. Obviamente,
no obtuve respuesta, pero un extraño viento comenzó
a soplar como si hubiera sido despertado por mi voz.
Recibí otro impacto, esta vez en la rodilla izquierda.
No eran lo suficientemente duros como para causar-
me dolor, pero en lo anímico resultaban devastado-
res. Quise salir corriendo de allí, pero me hallé para-
lizado. En ese estado, frenético pero inmóvil, el pen-
samiento, a contrario de mis músculos, comenzó a
discurrir febrilmente, y muy pronto se me hizo paten-
te el paralelismo que existía entre aquella experien-
cia y la manifestación de los Aluxes a Tezcatlipoca,
según me había contado Szrebro. Nuevamente, como
a instancias de mi pensamiento, unas voces y risillas
como de niños se hicieron audibles en el silencio noc-
turno. Sentí un vacío en la boca del estómago, y co-
mencé a jadear, aunque esa suerte de respiración
compulsiva se vio detenida de repente cuando una fi-
gura pequeña, antropomórfica, pareció surgir de en-
tre las siluetas negras pintadas en la pared y se acer-
có a mí, caminando como al acaso. A contraluz de la
entrada al túnel, no pude percibir sus rasgos hasta
que estuvo a un metro frente a mí, y todo el breve lap-
so que transcurrió durante su caminata, me esforcé
por distinguir los rastros zoomórficos que Szrebro
había conferido en su historia a los Aluxes, con la
sensación plena de estar perdiendo la razón irreme-
                                                   101
Gabriel Cebrián


diablemente, la que se hizo más patente cuando al fin
pude discernir los ojos gatunos, la pelambre corta y
espesa y el morro en forma de hocico. Comencé a so-
llozar, mientras me estremecía entre temblores de pá-
nico.
        -¿Qué te ocurre, gringo? – Me preguntó la ex-
traña criatura. -¿De veras me encuentras tan aterra-
dor? –No supe, o no pude responder. –Mira -con-
tinuó-, para serte franco, lo mismo me sucedió a mí la
primera vez que mis mayores me mostraron a uno de
ustedes, pues. Pero yo apenas si era un crío, o sea
que lo que quiero decirte es que ya estás un poco vie-
jo pa’ tanto aspaviento.
        Yo sentía burbujear la sangre en mis venas,
como si de pronto se hubiese convertido en soda. La
mente se me iba, quizá como efecto de un mecanismo
defensivo; no podía concentrarme en lo que estaba o-
curriendo, tal vez porque la imposibilidad del evento
resultaba indigerible para mi noción de realidad, que
incluía solamente tres dimensiones espaciales y una
temporal. De pronto una tranquilizadora hipótesis
ganó espacio en mi conciencia, pero la criatura no
me dio tiempo de comprobarla, como si hubiera esta-
do leyendo mi mente:
        -No estás en tu cama soñando cosas extrañas,
Eliseo. O tal vez sí, pero en esta encrucijada sólo vale
el aquí y el ahora. No hay pellizco, pinchazo, o salpi-
cadura de agua en la cara que puedan llevarte de
nuevo a tu cálido capullo.
        -Esto no está sucediendo –dije, más para con-
vencerme a mí mismo que otra cosa.
102
El espejo humeante


       -¿Acaso no sentiste los piedrazos?
       -He sentido cosas mucho más fuertes en sue-
ños.
        -No lo dudo, pero eso es porque lo que siente,
no es el cuerpo.
        -No me interesa estar aquí hablando contigo,
sabes.
        -Puedo darme cuenta, ya que acabo de darte
una información crucial para cualquier entidad con-
ciente que se precie de tal, y sólo tienes eso a mano
para responder...
        -¿De qué información crucial estás hablando?
–Pregunté, en tanto algo dentro me decía que estaba
cometiendo un grave error, al prestarme al diálogo
con un ente que no podía ser otra cosa que una pro-
yección alucinatoria.
        -Yo, existo; ahora viene la pregunta: ¿Existes
tú? –Respondió, pero lo hizo más a mis pensamientos
no formulados que a la pregunta puntual. –Te acabo
de decir que lo que siente no es el cuerpo. Has a-
prendido a creer que existe sólo lo que puedes ver y
tocar, y eso es, precisamente, lo que no existe... aun-
que sería más acertado decir que existe de un modo
más grotesco, y mucho menos sensitivo y conciente.
Tú le das preponderancia a ese amasijo de materia
muerta que alimenta de información a lo sutil, a lo
que existe de una manera más cabal. No eres tu cuer-
po, eres lo que insufla de vida y conciencia a ese con-
glomerado de materia que pronto vuelve a lo que es,
luego de procesar todas tus canalladas, purgándolas
en pestilentes efluvios.
                                                    103
Gabriel Cebrián


        -Sólo falta que un humanoide híbrido de ma-
míferos inferiores venga a darme clases de metafísi-
ca...
        -Sólo falta eso, sí, para que puedas considerar
esto un delirio y correr a revolcarte entre la mierda,
¿es eso?
        -Es eso, sí. Ya terminé contigo –dije, mientras
me disponía a retomar mi camino.
        -Entonces -oí que decía a mis espaldas-, vas
por el camino equivocado. Si sigues adelante, conti-
nuarás tratando conmigo. Sólo te dejaré en paz si
vuelves tras tus pasos.
        -No importa adónde vaya. He terminado con-
tigo, y ya.
        -Si observas bien, podrás advertir que adelan-
te es un día claro y luminoso.
        Comprobé con pánico que decía la verdad: la
boca del túnel se veía soleada, y ello me conmocionó,
ya que según mis cálculos no podían ser mucho más
de las 4.15 a.m., y faltaban entre dos y tres horas aún
para el amanecer. Me volví instintivamente, sólo para
comprobar que al otro lado continuaba siendo de no-
che. Casi empezaba a sollozar de nuevo cuando el ex-
traño ser me dijo:
        -Ésta es tu encrucijada, Eliseo; si quieres vol-
ver al cuerpo que irremediablemente va a morir, y e-
so es todo lo que pretendes de tu experiencia en este
mundo, sólo tienes que regresar y ya nada sabrás de
nosotros. Ahora bien, si estás dispuesto a atestiguar
el costado mágico de la existencia, al que tienen op-

104
El espejo humeante


ción todos los hombres pero muy pocos llegan a sa-
berlo, sigue adelante.
        Caí sentado, y apoyé la espalda contra el mu-
ro del túnel. A mi derecha, la noche de la materia; a
mi izquierda, la luz del espíritu. El extraño híbrido
entre humano y marsupial me miraba fijamente, y yo
no era capaz de encontrar ninguna señal que me indi-
cara que estaba en un sueño, aparte de lo descabella-
do de la situación. Miré hacia los lados una y otra
vez, cotejando la incongruencia de aquella percep-
ción, mas a pesar de mi esfuerzo por descartarla, allí
continuaba. Estaba envuelto en la maraña, estaba in-
merso en aquel juego, me gustase o no. Tuve un ímpe-
tu casi rabioso, me incorporé, y eché a andar hacia la
luz. Si así estaba planteado, iba a jugarlo hasta el fi-
nal. El hombrecillo corrió unos cuantos metros hasta
alcanzarme y luego continuó caminando esforzada-
mente, ya que daba casi tres pasos por cada uno de
los míos.
        -Órale, eso es lo que yo llamo tomar una deci-
sión, pues –dijo. –Puedes dejar el dramatismo, por
ahora no te hace falta. Y esas emociones desborda-
das, son más propias del excremento llamado cuerpo
que del espíritu, así que en primer término, y antes de
alcanzar la luz, deberías sosegarte un poco.
        -No necesito sosiego. Terminemos con esto de
una vez.
        -Puedes tener problemas si persistes en esa
actitud.
        -¿Con qué actitud?

                                                    105
Gabriel Cebrián


        -Esa especie de arrogancia digna de una
quinceañera consentida que estás adoptando, y que
no se condice en nada con la humildad del hombre
que está dispuesto a sacrificar su vida material.
        -Yo no estoy dispuesto a eso –aclaré, mientras
me paraba en seco.
        -Dispuesto o no, es lo que estás haciendo,
aunque pretendas que se trata de un berrinche. Apar-
te, ¿qué tienes que perder?
        -Según lo que dices, mi vida, ni más ni menos.
        -Dije tu “vida material”, y te expliqué que ésa
no es la verdadera vida.
        -Estás hablando como un evangelista...
        -Puede ser, pero... ¿quieres que te diga cuál
es esa vida que estás a punto de abandonar?
        -¿Acaso eres advino?
        -No hace falta mucha videncia para prever el
derrotero de una vida humana crasa y común como
la tuya, y no te ofendas. Finalmente conseguirás tu
bendito trabajo, el que poco a poco se irá transfor-
mando en una suerte de esclavitud consentida. Ten-
drás unos pocos amigos, taciturnos y con un senti-
miento de frustración que no sabrán bien de dónde
les viene, pero que tiene que ver con esa parte irrea-
lizada de su conciencia, que en última instancia es lo
único que cuenta. Y en ese contexto, el elemento caó-
tico estará dado por una disyuntiva, resultante de tu
relación con las mujeres: o conseguirás una, y con e-
lla vendrán los hijos, y así el yugo será acabado y
completo, o te volverás un vejestorio huraño y resen-
tido. Y para terminar con esta sinopsis, te diré que en
106
El espejo humeante


el caso de que consigas una mujer, se tratará de una
de esas sufrientes, sumisas y calladas; con lo que, a
través de tal actitud, alimentará de modo permanente
tus sentimientos de culpa.
        -¿Qué te hace pensar que solamente puedo as-
pirar a alguien así? ¿Por qué no podría yo conseguir
una mujer pujante, divertida y exitosa?
        -Porque no es el tipo de mujer que se vería a-
traída por alguien como tú, puedes estar seguro de e-
llo. No es tu culpa, ni siquiera una falencia. Es sim-
plemente una cuestión astrológica, que no es momen-
to ni lugar para que te la explique. Y eso determina
todo, incluso tu nagual, el que solamente es capaz de
atraer hembras sombrías y melancólicas.
        -Eres Huitzilin, ¿verdad?
        -Hombre, ¿acaso olvidas que soy una fantasía
de tu mente?
        -Primero Szrebro, y luego tú, han acabado
con mi criterio acerca de lo que es real y lo que no lo
es.
        -No, pero no hemos sido ninguno de ambos.
Ha sido el propio Tezcatlipoca.
        -¿Qué dices?
         -Fue él quien te sopló allá en las tierras del
Chapalli, la gran cascada. Él te señaló, y en lo que a
mí conierne, no comprendo por qué te escogió a ti,
remiso como eres para abrirte al espíritu, y tan de-
sesperado por volver a llenarte las tripas de pudri-
ción y a sobar lascivamente a la primer muchacha
que se te cruce, aunque en ello te vaya la verdadera
vida.
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Gabriel Cebrián


       Durante un momento cavilé que tal vez el ani-
malejo tenía razón. Y no sé si habrá sido a causa de
mi nagual -o como quiera que se le llame- que, con
un dejo de angustia, consideré a ese túnel como una
verdadera encrucijada: de un lado, una ilusión que a-
menazaba con ser más real que todo cuanto hubiera
yo conocido hasta entonces; del otro, la gris cotidia-
neidad que muy plausiblemente seguiría un derrotero
no muy distinto del que había adelantado aquella
criatura. No había opción posible, así que comencé a
caminar hacia la luz, esta vez decidido pero con aplo-
mo. De alguna manera supe, sin sombra de duda, que
el pequeño Alux, o lo que fuese que emprendía la
marcha a mi lado, estaba sonriendo.

        Salimos a un extenso chaparral, que no fui ca-
paz de ver claramente sino hasta después de parpa-
dear mucho para que mis ojos se acostumbrasen a la
intensa luminosidad. Cuando ello ocurrió, y ante la
desquiciante certeza de haber ingresado a un túnel en
medio de la urbe capitalina para luego haber salido
allí, me volví y pude comprobar que no había ni ras-
tros del túnel, ni de la ciudad. Sólo la boca de una ca-
verna baja que parecía hundirse bajo la tierra.
        -No hay forma de que esto esté ocurriendo en
realidad. –Dije, meneando la cabeza, y añadí: -No
puede ser otra cosa que un sueño.
        -No, ¿verdad? Claro que primero tendríamos
que ponernos de acuerdo en qué significa soñar, y a-
demás averiguar si hay una sola manera en la que tal
cosa puede hacerse. Pero hagamos una cosa, ¿quie-
108
El espejo humeante


res? Primero hablemos de cuestiones más de fondo, y
tal vez de ese modo llegaremos al punto en el que va-
rios de esos asuntos, si se quiere secundarios, halla-
rán respuesta sin que siquiera tengamos que referir-
nos a ellos.
        -¿De qué quieres hablar?
        -Sería mejor que preguntaras de qué “debo”
hablarte; lo que yo quiera o deje de querer vale ma-
dre. Ya te lo dijo Neftalí, nosotros, los Aluxes, somos
los guardianes de la milpa humana. Y como todo a-
gricultor que se precie de tal, hay veces que tenemos
que reservar algunas semillas para futuras siembras,
sobre todo en épocas de plaga o sequía.
        -Yo vendría a ser entonces una de esas semi-
llas...
        -Sí, pero por ello no vayas a envanecerte ni a
creerte que eres alguien especial.
        -Estoy muy lejos de creer algo como eso.
        -Tal vez por eso mismo hayas sido selecciona-
do. Pero vamos hasta aquí cerca, a un cenote en el
cual podremos beber y mojarnos las cabezas; sueño o
realidad, este sol puede matarnos. Aparte, necesito
presentarte a alguien.
        -Oye, me basta contigo. De veras que no tengo
interés en conocer a nadie más.
        -Ándale, haz el favor de seguirme y de no pre-
ocuparte de antemano. Todo lo que debe ser será, y
lo que no, pues no.

      Caminamos un par de kilómetros bajo un sol
impiadoso; ciertamente podía haber acabado conmi-
                                              109
Gabriel Cebrián


go, fuese o no material (y, dicho sea de paso, me
costaba mucho considerar como oníricas aquellas
sensaciones de calor agobiante y de sed abrasadora).
Finalmente llegamos al pozo de agua, de unos cua-
renta metros cuadrados de superficie, ubicado en me-
dio de un espeso matorral. Huitzilin se quitó el som-
brero, ató la cuerda que le servía para asegurarlo a
su mandíbula inferior a otro cordel más largo, y lue-
go lo arrojó al agua verdosa, a dos o tres metros
debajo del borde. Tiró del cordel hasta que se hun-
dió, y a continuación, con una pericia lindante con el
asombro, lo izó, para luego beber con verdadero ím-
petu, de modo tal que el agua se le escurrió por entre
las fauces. Al cabo me miró sonriente, y dijo:
        -A poco esperabas que bebiera con la lengua,
¿verdad? –Y se rió con deleite. Luego repitió la ope-
ración varias veces, hasta que nos saciamos y nos
mojamos cabeza, cuello y buena parte del torso. Ha-
llé un placer inmenso en esas actividades, era como
un día de campo en un mundo de fantasía. Hasta me
olvidé del personaje que supuestamente iba a serme
presentado allí.
        Nos sentamos debajo de un arbusto lo sufi-
cientemente alto como para ofrecernos una agrada-
ble y necesaria sombra; entonces, el Alux comenzó a
hablar:
        -El viejo Neftalí te puso al tanto de muchas
cosas, pero lo hizo como quien cuenta una historia
fantástica, y eso abonó tus intenciones de conside-
rarla como tal. Cuanto te ha dicho es rigurosamente
cierto, pero se trata del testimonio de alguien que só-
110
El espejo humeante


lo ha vivido unos cuantos años más que tú, tal vez
cuarenta, o algo así. Yo en cambio, quizá te lleve mil;
y eso según su tiempo, que no discurre del mismo mo-
do que aquí. Y por supuesto, el Profesor corría con u-
na desventaja esencial: no podía mostrarte nada en
términos prácticos, como lo estoy haciendo yo ahora.
De cualquier modo, hizo su mejor esfuerzo, y vaya
que te preparó para un viaje como el que has comen-
zado. Tal vez no seas tan tonto como te empeñas en
hacer creer a los demás, e incluso a ti mismo. Y con
seguridad es así, porque lo contrario sería como afir-
mar que Tezcatlipoca erró el tiro, cosa harto impro-
bable.
        Ahorita debemos hablar de los hombres. Y pa-
ra hablar de ellos del modo que vamos a hacerlo, es
menester estar fuera del criterio humano. Por eso ha
sido necesario traerte aquí, a nuestro mundo. Ya de-
bes haberte dado cuenta por ti mismo, y por lo que te
dijo Neftalí, que el espíritu humano flaquea, y a punto
está de alcanzar los niveles mínimos que estableció el
Supremo Téotl para destruirlo y encargar a sus inge-
nieros celestes la creación de otro. Nada nuevo para
nuestros videntes, que ya lo predijeron hace mucho
tiempo y se lo hicieron saber a los tlacameh de por a-
cá, esperando con ello agitar corrientes de concien-
cia que conspiraran contra un final tan oprobioso.
Pero –y esto ya lo sabes-, intervino el Maligno Hun
Ahau, y se encargó primero de quitar de en medio al
buen Quetzalcóatl para luego abarrotar de demonios
al espíritu humano. Y para ello se valió de algunas
características propias de los tlacameh. Para habitar
                                                    111
Gabriel Cebrián


este mundo, les fue asignada una bestia, la que les
permitiría practicar la fornicación y dar muerte a o-
tras criaturas, ambas actividades necesarias para
preservar su existencia. Esa bestia, como bien te ade-
lantara Neftalí, es el nagual. Y como buena bestia
salvaje, es muy difícil de mantener bajo control. Por
ello se convirtió en la puerta de entrada más apropia-
da para los espectros de Hun Ahau, aunque cierta-
mente, no es la única.
         -Debes disculparme, Huitzilin, pero voy a de-
cirte lo mismo que le dije a Szrebro en su momento:
todas esas cuestiones de Hun Ahau, Quetzalcóatl y
Tezcatlipoca, me suenan a mitología; y mitología vie-
ne de mito, o sea, de algo idealizado, que no tiene e-
xistencia en la realidad...
         A medida que daba voz a mis dudas raciona-
les, fui perdiendo el impulso. Allí estaba yo, en un pa-
raje tal vez onírico, habiendo salido a ese chaparral
desde un túnel en el barrio porteño del Abasto, con-
versando con una especie de duende, y no obstante
argumentando acerca de qué es o no real. Como al
tanto de mis vaivenes mentales, Huitzilin retomó la
palabra:
         -Eso no tiene nada de raro. Sucede simple-
mente que tu visión del mundo se ha acotado al mapa
que trazaron los tlacameh para determinar el marco
de su existencia.
         -¿Perdón?
         -Digo que ustedes mismos, a lo largo de mile-
nios, no solamente decidieron cuáles partes de la rea-
lidad percibir, sino que con este criterio discrimina-
112
El espejo humeante


torio fueron capaces de configurar una realidad -a la
que podría llamarse humana-, y luego, mediante la
reiteración, sellaron las puertas a otras modalidades
de percepción, a otros mundos que son este mismo
pero que quedan fuera de esa rígida cápsula que tan
trabajosamente consolidaron. Pero como todo res-
ponde a mecánicas de densidades, siempre algo es lo
suficientemente sutil como para ingresar y egresar de
un estamento a otro. El detritus de esas realidades in-
vasoras es lo que los tlacameh elaboran como mitos,
y allí, amasados con ese aglutinante implacable que
resultó ser su lenguaje, desvirtuaron todo de modo tal
que cualquier interpretación deviene en fantasías tan
arrevesadas que nadie en su sano juicio podría tomar
por válidas. Reconocen, claro, un sustrato último de
realidad en tales artificios, como referencia simbóli-
ca a intuiciones primarias, pero cualquier eventual
acceso a la realidad de otras instancias cósmicas es
descalificado liminarmente como delirio, o alucina-
ción. Allí sólo encuentran caos, y es natural que así
sea, por cuanto jamás se tomaron el trabajo de de-
sentrañar seriamente los códigos de cualquier expe-
riencia que tenga lugar por fuera de su burbuja. Pero
para que entiendas mejor lo que estoy tratando de
explicarte, será necesario hacer una especie de histo-
ria de los tlacameh, su origen, función y destino.
        De la primer emanación de Téotl, el águila
primordial, que vuela en lo más alto del ser y cuyo a-
leteo origina las primeras vibraciones, nacieron ma-
cho y hembra; y de esta primera dualidad devino to-
do lo múltiple, en una cadena cuyas ramificaciones
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Gabriel Cebrián


ganan densidad a medida que se alejan del centro
cósmico. Cada vibración que emana de ese centro
tiene, por esencia, el germen divino. Cada partícula
de conciencia, se encuentre donde se encuentre, es el
ser mismo de Téotl en constante fluir desde y hacia sí
mismo. Pero todo lo que emana de él, queda sujeto a
las reglas que corresponden al nivel de vibración al
que es arrojado, ello mediante una mecánica simple
pero a la vez tan inconmensurable que ni el más lúci-
do de nuestros videntes ha podido desentrañar en su
totalidad, siquiera intuitivamente. Ahora bien, sucede
que en este juego de equilibrio cósmico existen reglas
que ni siquiera el propio Téotl puede quebrantar. U-
na de ellas es la de la voracidad de la conciencia.
Cuanto más conciente es una entidad, más hambre de
conciencia tiene. Y el apetito de la Conciencia Supre-
ma, en ese sentido, es inefable, sólo podemos figurár-
noslo en una escala máxima, incomprensible para no-
sotros. Ese prurito divino es el motor de la creación.
Las partículas de conciencia inician su largo viaje
tan sólo para engrandecerse y volver a su creador
con sus redes repletas de tesoros sapienciales. En
función de ello, y para servir cabalmente a la gran-
deza del Supremo, las Jerarquías Divinas manipula-
ron la creación para elaborar organismos más y más
capaces de sutilizar la conciencia. Hasta que una de
ellas, como jugando una broma de mal gusto a las
demás, comenzó a tironear desde abajo, haciéndose
fuerte en el nagual asignado a los tlacameh -el que a
manera de vejiga natatoria los mantenía en un deter-
minado nivel vibracional-; pero lo que comenzó casi
114
El espejo humeante


lúdicamente no tardó en infectar a aquella Alta Je-
rarquía (que ya habrás colegido que se trata de Hun
Ahau), agitando su ambición y su egoísmo al punto
de llevarlo a enseñorearse del inframundo y desde
allí plantear su desafío a lo Alto. Todas las religiones
tienen noticias de esto, y no obstante ustedes se empe-
ñan en considerarlo “mitología”, con lo que tranqui-
lizan su parte pensante en tanto aflojan el lazo a su a-
nimal interior, ya desbocado hasta límites terminales.
        Así fue que el Maligno, cegado de poder y en-
tusiasmado por la facilidad con la que el nagual de
los tlacameh acataba los comandos de los seres oscu-
ros, planteó la confrontación directa en este terreno
con sus antiguos hermanos, pretendiendo hacerlos
fracasar en la cuarta instancia de creación que ha-
bían intentado, y que suponían definitiva: este mun-
do, el Nahui-Ollin. Y para eso se valió de varias ar-
gucias, como por ejemplo aprovechar la decadencia
del espíritu de los occidentales, o la traición al buen
Quetzalcóatl a partir de aquella artera maniobra que
involucró a nuestros videntes y al propio Tezcatlipo-
ca. Pero eso ya te lo contó Neftalí. El asunto es... que
a Téotl no le interesan mucho los desaguisados que
ocurren por aquí, él sólo encuentra que su alimento
resulta cada vez más magro, y eso comporta una sola
vía de resolución.
        -No hace falta que me la digas, puedo adivi-
narla.
        -Sí, aparte, está escrito en todos los idiomas y
alrededor de todo el mundo.

                                                    115
Gabriel Cebrián


        -Lo que me sorprende es que he sido capaz de
seguirte en toda esta larga y extravagante explica-
ción. Y más aún me sorprende el hecho de que la en-
cuentre razonable...
        -Nunca menosprecies el valor del agua de un
cenote sagrado. Y mucho menos en estos parajes.
        -¿Acaso el agua...?
        -Oye, déjate de niñerías, ¿quieres? Tal vez ha-
ga falta el agua de varios de estos pozos para lavar
de tu cabeza toda la mugre que tus congéneres y los
seres oscuros le han implantado. En tu mundo, toda
estupidez rigurosamente repetida se transforma en un
axioma, por descabellado que sea. Y ello es debido a
la característica cercenatoria en la que han adiestra-
do a sus mentes. ¿Serás capaz de salirte de tus trece y
cumplir la tarea que desde lo Alto se te encomienda,
o irás a licuarte con toda la mugre en los trapiches
de Hun Ahau, cuando el destino se cierna? ¿Serás u-
na conciencia pionera en el mundo que se avecina, o
te revolcarás en el estercolero del inframundo por to-
da la eternidad? Ya no te queda tiempo para remilgos
ni vacilaciones.
        -¿Qué se supone que debo hacer? Ni siquiera
sé en qué mundo estoy, ni si estoy soñando o no.
        -Bueno, si lo piensas bien, nunca lo supiste a
ciencia cierta. ¿O acaso sabes algo que yo no sé, co-
mo por ejemplo qué mundo es el que dejaste al otro
lado del túnel? No, mi querido pendejo, tampoco sa-
bes nada de ese otro mundo; sólo crees saber lo que
todos los demás te dijeron acerca de él, y eso, por
supuesto, es especulación de la peor clase.
116
El espejo humeante


        -Más a mi favor, entonces. No puedo darme
cuenta qué es lo que pretendes que haga.
        -Yo no pretendo que hagas nada. Yo solamen-
te te conduje hasta aquí, adonde probablemente va-
yas a encontrarte de nuevo con Neftalí, que tiene mu-
cha más paciencia que yo, y eso que yo soy muy pa-
ciente. Sólo me resta presentarte a tu nagual, y con
ello daré por terminado mi trabajo.
        -¿Presentarme a mi nagual? ¿Qué diablos
significa eso?
        -Sólo eso, no es para tanto. Es algo que mu-
chos mexicanos hacen hasta hoy día, claro que lo ha-
cen con los escuincles, y no con grandulones como tú
–aclaró entre risillas. –Ahorita mismo voy a hacerlo
–continuó-; sólo debes concentrar tu pensamiento,
respirar profundo y relajarte.
        Contrariamente a lo que me indicaba, me agi-
té casi hasta el paroxismo.
        -Oye, oye, oye, oye... ¿vas a hacerte el pende-
jo hasta que me encabrone contigo? ¿Qué es lo que te
pasa? Aquí no está tu mamita pa’cuidarte, así que es-
poléate y enfréntate contigo mismo. ¿Tanto es el mie-
do que te tienes?
        -No tengo miedo de mí, sino de todas estas co-
sas que de buenas a primeras comenzaron a ocurrir-
me. Contigo, a cada momento tengo la sensación de
que algo colosal está a punto de sucederme.
        Mira, no es jactancia, pero claro que a mi al-
rededor siempre algo colosal está sucediendo. Al
principio me asustaba igualito que lo haces tú, y aun-
que no quiero volver a un argumento que puede herir
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Gabriel Cebrián


tu orgullo, te aclaro que era casi un niño de pecho.
Además, ¿qué podría ser más sorprendente que el he-
cho de que te encuentres aquí, en tierra de Aluxes?
Déjate de boberías y concéntrate, o tu nagual se hará
cargo de ti de la peor manera.
        -Lejos de tranquilizarme, me inquietas aún
más con eso que dices.
        -Necesitas otro trago –dijo, y comenzó a ma-
nipular de nuevo su sombrero-cántaro. Me dio nueva-
mente de beber. El agua sabía dulce, aunque tenía un
regusto fuerte; preferí no especular acerca de los
contenidos que podían causar tal sabor, y como tenía
bastante sed, acabé con toda la ración que Huitzilin
había extraído. “Ándale, así se hace, mano” oí que
me decía, con tono risueño. Tal vez haya sido el efec-
to placebo, o el hecho de que Huitzilin continuaba
hablándome, la cosa es que casi inmediatamente en-
tré en un estado de concentración inédito; claro que
no hacía falta mucho para ello, por cuanto jamás ha-
bía practicado esa clase de ensimismamientos. Esta-
ba atardeciendo, y una brisa fresca comenzó a agitar
el matorral en derredor y a promover pequeñas on-
das en la verdeoscura superficie del agua. Huitzilin
hablaba algo acerca de lo que ha dado en llamarse
“globalización”, asegurando que se trataba de una
pandemia tan dañina como no ha habido otra en la
historia del mundo. Las huestes del Maligno siempre
habían hallado en los diversos lenguajes humanos el
mejor vehículo de infección, y ello debido a que su
propia estructura autorreflexiva apartaba al hombre
cada vez más del contacto con el fenómeno “real”,
118
El espejo humeante


reduciéndolo a una ínfima cadena de interpretaciones
y generando de este modo un espacio virtual alterna-
tivo, en el que su vida se consumía encerrada en una
tumba con apariencia de oasis. Algunos pueblos del
lejano oriente habían estado muy concientes de esa
trampa, pero cada vez quedaban menos individuos
capaces de evitarla. Los Mayas y los Mexicas tam-
bién habían estado concientes de ella, pero el violen-
to choque con la cultura europea –y sobre todo con
los demonios que traían adheridos a su esencia- ha-
bía desviado cada vez más el espíritu de aquellas
gentes hacia el mercantilismo y la avaricia, así que lo
que en un principio era considerado como un don de
lo Alto fue transformándose en mercancía de curan-
deros y hechiceros, ello hasta el punto que casi nadie
ya era merecedor de semejantes favores. Sólo lo eran
unos pocos, los que por ser cada vez menos, eran más
poderosos, a resultas de una simple razón de equili-
brio. De pronto su tono cambió, o tal vez fue que per-
cibí la energía que confería a sus palabras, casi como
de animosidad, cuando me dijo:
        -Tú tienes la oportunidad de ingresar en ese
grupo privilegiado, so cabrón. Y sin embargo andas
haciéndote el pendejo todo el tiempo. ¡Eres feroz! ¡E-
res serio! ¡Tu mirada es capaz de intimidar a los dio-
ses! ¡La tierra tiembla a tu comando! ¡Eres la bestia
que habita en la base de todos los impulsos! ¡Eres la
encarnadura terrestre del propio Cóatl! Eliseo Blan-
chard, pequeño bastardo, sólo ten en cuenta lo que
voy a decirte: no temas a tu nagual, o él mismo se

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Gabriel Cebrián


encargará de aniquilarte. Está ahicito nomás, a tu iz-
quierda, como corresponde.
        Me volví lentamente y pude ver, a escaso me-
dio metro de donde me hallaba sentado, una serpien-
te de cascabel de excepcional porte. Me sorprendí de
no quedar congelado por el espanto, sólo sentí aque-
lla genuina sorpresa por la ausencia de temor. Unos
momentos después pensé que tal aplomo se debía al
hecho de que sentía una gran identificación con aquel
ofidio, que me devolvía una mirada plena de ances-
tral potencia. Su crótalo estaba enhiesto pero quieto,
y por ende silencioso. Siguiendo un impulso, y a con-
trario de cualquier pauta racional que me hubiese
sustentado hasta ese momento de mi vida, estiré el
brazo y la acaricié. Se deslizó un poco, como ofre-
ciéndome mejor la superficie escamada de su piel, y
luego comenzó a enrollarse en mi brazo. Durante un
momento tuve un reflejo de temor, si se quiere atávi-
co. Fue cuando me mordió. Sentí la punzante lace-
ración de sus colmillos en el pliegue de mi codo, y no
tuve reflejos ni voluntad que me apartaran de sus fau-
ces. Todo discurría como si hubiese estado sucedién-
dole a otra persona. Mi visión cambió de repente, y
supuse que el veneno comenzaba a surtir su efecto.
La oscuridad creciente no desdibujaba detalle alguno
del contorno, era capaz de ver hasta mínimos detalles
que unos cuantos segundos antes no había podido.
Quise volverme hacia Huitzilin para comentarle lo
que estaba experimentando, pero sólo fui capaz de
ejecutar un movimiento deslizante, que parecía ge-
nerado por mi zona ventral. Sentí un cosquilleo en mi
120
El espejo humeante


coxis, y la reacción correspondiente produjo el ine-
quívoco sonido de los crotálidos. Mi mente seguía
siendo la misma, pero mi cuerpo era el de una ser-
piente; o quizá deba decir que era el de la propia
serpiente que acababa de morderme, porque no ha-
bían quedado por allí vestigios de ella, como tampo-
co de mi humanidad. El pequeño Huitzilin lucía aho-
ra muy alto, desde mi nueva perspectiva. Y sonreía, lo
que de alguna forma me tranquilizó. Podía sentir el
calor de su cuerpo en alguna parte de mi rostro, fue-
ra éste humano u ofídico. Una urgencia repentina me
llevó a internarme en el chaparral. Hallé exquisita la
sensación de la tierra deslizándose debajo de mi vien-
tre, y sentí también que desde siempre había estado
allí, serpenteando por esos exuberantes chaparrales y
selvas. Un ansia tremenda me compelía a seguir rep-
tando, a seguir ejecutando aquel modo de traslación
que, paradójicamente, me resultaba a la vez tan iné-
dito como inherente a mi esencia.
         Finalmente fui capaz de reconocer la urgencia
que me apremiaba, que no era otra cosa que hambre,
ese móvil tan primario y determinante de la vida or-
gánica de este lado de la eternidad. Otro vaho cálido
llegó desde mi izquierda; lo percibí sinestésicamente,
porque si bien se trataba de una sensación táctil, la
procesé de un modo que incluía elementos olfativos y
visuales, en una especie de gestalt que me resulta im-
posible traducir a palabras. Reduje mi velocidad y a
poco vi un ratón, a su vez afanado por la propia ne-
cesidad de alimento. Me acerqué lentamente, sentí la
poderosa fijeza del acechador, el tenso sigilo del ca-
                                                  121
Gabriel Cebrián


zador implacable, y caí en la cuenta de que jamás me
había sentido tan vivo, tan intensamente vivo. Como
accionado por un resorte, me abalancé, de fauces a-
biertas, sobre el desavisado roedor; hundí mis colmi-
llos en su blando cuerpo, sentí su piel en mi boca, y
también mi profusa eyaculación de ponzoña. Luego lo
solté, y apenas si fue capaz de dar unos cuantos pa-
sos dubitativos antes de comenzar a sacudirse en es-
tertores de muerte. Estaba aún con vida cuando lo
engullí con verdadero deleite. A continuación me en-
rollé debajo de un arbusto, y me quedé dormido.

        Mis penurias comenzaron al despertar. No
desperté en casa, como cualquier noción de continui-
dad hubiera exigido para interpretar de una manera
razonable la extraña serie de eventos que había expe-
rimentado, sino que lo hice en el chaparral, boca a-
bajo. Y eso no era lo peor; lo peor era esa angustiosa
sensación de tener atascado un denso bolo alimenti-
cio en el esófago. Sentí tanto asco que grité, mientras
me incorporaba. Tragué y tragué saliva, esperando
aliviar en algo la repulsiva sensación, pero fue en va-
no, o incluso peor. Llamé en voz alta a Huitzilin, pero
al parecer no estaba por allí. Eché a andar, sin saber
hacia dónde, tropezando una y otra vez con los ar-
bustos, experimentando terribles náuseas a las que no
quería dar curso por cuanto lo peor que podía figu-
rarme era regurgitar o vomitar un ratón apenas co-
menzado a digerir. Tampoco me hacía feliz tenerlo
ahí dentro, con la perspectiva de una digestión tan
penosa como nunca había atravesado en mi vida; o
122
El espejo humeante


pensar en el eventual daño que los huesos podían lle-
gar a infligir a un aparato digestivo no apto para tal
tipo de degradaciones y asimilaciones. Presa de una
angustia feroz, comencé a sentir lástima de mí mismo
y a llorar profusamente, sin cuidado de los ruidosos
gemidos y arcadas más que ostensibles en el silencio
nocturno.
        Me preguntaba una y otra vez qué diablos era
lo que me estaba sucediendo, y la única respuesta que
acudía a mi mente era que probablemente me había
involucrado con hechiceros malignos, capaces de
manipular la psiquis humana con resultados tan ca-
tastróficos como los que estaba padeciendo.
        Continué caminando a los tumbos, hasta que
percibí en la lejanía, al nivel del suelo, un par de lu-
ces blancas en movimiento. Parecía tratarse de los
faros de un automóvil, tal vez pasase una carretera
por allí. Caminé en esa dirección, pensando en que
me resultaba cada vez más insostenible la hipótesis
de que todo aquello fuera una pesadilla; si lo era, se
trataba de una muy singular, puesto que me hallaba
allí inmerso en mi corporeidad habitual más plena, y
tanto la horrible sensación en mi esófago como la sed
abrasadora que experimentaba, habrían sido más que
suficientes para despertarme, en el caso que mi cuer-
po hubiese estado en otra parte.
        Finalmente llegué hasta un camino pavimen-
tado y continué andando por la banquina, ahora sin
todos los obstáculos que ofrecía el chaparral. A al-
gún lugar debía conducir, aunque no tenía la menor
idea de dónde estaba ni qué haría en caso de hallar
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Gabriel Cebrián


algún poblado. Lo primero era conseguir agua pota-
ble, la necesitaba. Después, todo dependería de las
circunstancias, si es que conseguía clarificar alguna.
        Vi algunos reflejos a mi frente, y me volví pa-
ra divisar los faros de un vehículo que venía en mi
dirección. Me puse de frente a las luces que se iban
agrandando, mas no fui capaz siquiera de hacer se-
ñas al conductor. No obstante se detuvo. Era un hom-
bre joven, de pelo corto y rizado y una barba oscura
y espesa. Bajó la ventanilla y me escudriñó.
        -¿Necesitas ayuda?
        No pude responder. Sentí que temblaba de
pies a cabeza, y a punto estuve de desmayarme.
        -Ándale, súbete al carro. De veras que estás
malo –me dijo, mientras abría la puerta. Al parecer,
estaba en algún lugar de México. Me subí, y el joven
aquél, luego de observarme durante algunos instan-
tes, puso primera y arrancó. Yo inspiré profundamen-
te, tratando de sobrellevar el mal momento físico que
atravesaba, a lo que el piadoso conductor señaló:
        -Oye, no vayas a vomitar aquí dentro, pos.
Nomás me avisas y me detengo, ¿okay?
        -Necesito agua –articulé con gran esfuerzo, en
tanto expelía un eructo cuyos efluvios casi dan total
confirmación a sus presunciones.
        -Sólo tengo refresco de lima, ¿es igual?
        -Si, sí, lo que sea.
        Se detuvo en la banquina, abrió lo que creo
que era una conservadora de frío de telgopor y me
tendió una lata. La tomé, tiré de la anilla y bebí con
avidez. Casi instantáneamente, me sentí mejor.
124
El espejo humeante


       Iniciando nuevamente la marcha, me pregun-
tó:
        -¿De dónde vienes?
        -Eso es algo muy difícil de decir. Ante todo,
muchas gracias.
        -Pos de nada, güey, ya habrá ocasión en que
puedas hacer algo por mí, y entonces quedaremos pa-
rejos.
        -Mi nombre es Eliseo. Vengo de Argentina,
pero que me lleve el diablo si sé cómo mierda vine a
dar por aquí.
        -Pues bien, “che”, yo soy Juan Carlos, encan-
tado de conocerte. Y por la confusión, no te preocu-
pes. Esa mierda del peyote, o los hongos, o lo que sea
que has comido, es pura chingadera, pero al rato no-
más se pasa, pues.
        -No he comido nada de eso. Sólo bebí agua de
un cenote.
        -Ah, bueno, pos entonces capaz te cagas en los
calzones, “che boludo”. Te repito, sólo tienes que a-
visar y me detengo, pa´lo que sea.
        -Gracias, Juan Carlos, ya me siento un poco
mejor.
        -¿Y pa´donde vas?
        -Como te dije, no sé de donde vengo, y mucho
menos adónde tendría que ir, a no ser mi casa en
Buenos Aires.
        -Vaya jaleo. ¿Cómo es eso que no sabes de
dónde vienes?


                                                  125
Gabriel Cebrián


        -¿Me creerías si te digo que estaba durmiendo
en casa y desperté aquí? Porque algo como eso pare-
ce haber sucedido.
        -Hombre, que me lleva la chingada. ¿De veras
que no estás tomándome el pelo?
        -Amigo, jamás haría algo como eso. Te juro
que es la verdad.
        -No sé qué decirte, che querido. De chamaco
que vengo oyendo historias de brujos, y cosas como
ésa, pero nunca fueron más que historias. Ahorita
vienes tú y me sales con esto... ¿estás seguro que no
anduviste zampándote unos cactus por ahí?
        -Ya te dije, y sé lo duro que resulta creerlo. Yo
mismo no acabo de hacerlo. Acá estoy, sin dinero, ni
documentación, ni nada, en... ¿dónde es que esta-
mos?
        -Estamos yendo hacia Mérida. Más o menos
en una hora estaremos por ahí. ¿Te cae de pasada?
        -No lo sé, parece que da igual, dadas las cir-
cunstancias. Al menos en Mérida debe haber un con-
sulado argentino, o algún lugar en el cual pedir que
me regresen a Buenos Aires.
        -¿Y qué vas a decirles? ¿Qué te dormiste en
casa y apareciste acá? En tu lugar, yo me inventaría
algo distinto, pues de no, van a sospechar algo raro y
te las harán pasar de colores, güey. Mira, puedes sin-
cerarte conmigo, no soy policía ni nada de eso... lo
que quiero decir es que si hay algo atrás de esa histo-
ria rara que cuentas, puedes platicar tranquilo.
        -Lo que hay detrás, me imagino que va a so-
narte más raro aún.
126
El espejo humeante


        -Pruébame, che querido, a ver...
        -¿Has oído hablar de los Aluxes?
        -¡Órale, cabrón, ésas sí que son pendejadas!
Algunos viejos se la pasan hablando historias d’esas,
pero siempre son locos perdidos por la tequila, o
peyoteros que la van de brujos. ¿A poco crees que ha
sido algo de eso lo que te ha pasado?
        -Pasaba bajo un puente en Buenos Aires y se
me apareció una especie de duende, mitad hombre,
mitad animal; me dijo que era un Alux y unas cuantas
cosas más, y luego, aparecí aquí.
        -¡Pero que me lleva...! Oye, espero que no es-
tés tomándome por menso, che.
        -Por favor, te estoy muy agradecido por todo
lo que haces por mí, y en función de eso es que te
digo que nunca me atrevería a gastarte una broma.
¿Tengo aspecto de estar de broma, acaso.
        -Pos eso sí que no, güey...
        Se quedó meneando la cabeza, como incrédu-
lo, pero no agregó nada. Pensé que se había arrepen-
tido por haberse detenido a prestarme socorro, luego
de oír una historia que apenas si le había esbozado.
Pero no. Estaba cavilando una posible línea de ac-
ción.
        -Pos mira, che... si me juras por tu madrecita
que no me estás faltando a la verdad, creo que podría
ayudarte.
        -Ya me estás ayudando, y en cuanto a lo otro,
te lo juro por lo que quieras. Si te desconcierta mi
historia, imagínate cuánto más desconcertado estoy
yo.
                                                  127
Gabriel Cebrián


        -Conozco un indio viejo, aquí en Mérida, que
se la pasa hablando pendejadas de los naguales y de
toda esa mierda de brujería. Tal vez te convenga más
hablar con él que con los de migraciones, cabrón.
        -Sí, creo que sería bueno. Tal vez así llegue a
entender algo.
        -Pero una cosa: yo sólo te marcaré la casa.
No voy a quedarme a presentarte, y te pido que ni se
te ocurra mencionarme. Pos no quiero tener nada
que ver con asuntos de brujería ni cosas raras, pue-
des estar seguro, che.
        -¿Puedo hacerte una pregunta?
        -Sí, pues.
        -Si no crees en ninguna de esas cosas, ¿por
qué esa actitud tan cauta?
        -Mira, mano, si tú fueras mexicano te hinca-
rías ante la Virgencita de Guadalupe y le jurarías
que sólo crees en ella y en el buen Jesús, pero igual
te cuidarías muy mucho de todos esos diableros que
andan chingando a la gente por ahí. Ésas no son co-
sas que un cristiano tenga que andar revolviendo, tú
me entiendes.
        -Creo que sí.
        -Claro que a ti ya te chingaron, pues. Ahorita
es cuestión de ver cómo te sales, mano.

         Cuando llegamos a Mérida eran poco más de
las 3 a.m., según el reloj de Juan Carlos. Me encon-
tré observando una ciudad baja, de casas antiguas y
muchas de ellas de un estilo que se me antojó colo-
nial, si bien no conozco nada de cuestiones arquitec-
128
El espejo humeante


tónicas. Me sentía mucho mejor, ya no sufría del
escatológico atragantamiento, solo quedaba la sensa-
ción, aunque tan leve que sospeché que se trataba de
mera sugestión residual.
        -Oye, che amigo –comenzó a decir Juan Car-
los-, de veras que está del carajo que vayas a golpear
la puerta del hechicero a estas horas, ¿no lo crees? –
Y añadió, con tono socarrón: -Capaz te convierte en
ajolote, o en algo peor.
        -No lo creo –respondí, dispuesto a devolver la
pulla. –Parece que tengo más facilidad para conver-
tirme en serpiente de cascabel.
        -Órale, güey, ves que algo te traes... cada vez
me convenzo más que no es casualidad que andes
buscando esa clase de vejestorios atontados por el
peyote. Hasta hablas igualito que ellos. ¿Qué chinga-
dera es ésa?
        -El Alux que me trajo aquí me mostró a mi
nagual, y era una serpiente de cascabel.
        -De veras estás loco. Y es una lástima, porque
parece que eres un buen chamaco.
        -No crees que nada de eso pueda ocurrir en la
realidad, ¿no?
        -Pos ni modo, güey. Ésos son asuntos de bru-
jos y diableros. Capaz no es buena idea que te lleve
donde el brujo, capaz debería dejarte en una iglesia
pa’que te curen de toda esa mierda y te devuelvan a
tu país. Ya me estás dando miedo, cabrón. Mi vieja
siempre me dizque no ande llevando gente desconoci-
da.

                                                   129
Gabriel Cebrián


        -Todas las madres suelen dar consejos como
ése, y generalmente tienen razón.
        -Pero no, che cabrón, no mi madre, mi mujer,
que por aquí les llamamos vieja, pues.
        -Bueno, es lo mismo.
        -¿Dices que es lo mismo la vieja que la ma-
dre? Estás más loco de lo que creía, pues.
        -Sólo en ese sentido; pero está bien, igual, no
tiene importancia.
        -Me ha dado tantito de hambre, che. Capaz
voy a hacerte compañía un rato, hasta que sea hora
prudente pa’ver al brujo. Ándale, te invito a comer
algo.
        -No tengo hambre, pero aceptaría una bebida.
        -Vamos, cabrón, que quién sabe cuándo vas a
tener otra oportunidad de echar algo a tus tripas.
        -Eso es cierto, pero no creo que pueda comer
nada por el momento. Con sólo pensar en comida, me
vuelven las náuseas.
        -Bueno, pos en ese caso, deberás mirarme
mientras me tomo un atolito y algunas tortillas.
        Llegamos a lo que parecía la plaza central,
rodeada de edificios antiguos, muy vistosos y con
muchas arcadas en fila que se me antojaron como de
estilo árabe. Una monumental catedral de piedra de
un color tipo arenisco con altas torres laterales pre-
sidía el centro cívico. Sobre una de las calles latera-
les de la plaza, debajo de una especie de vereda te-
chada sostenida por artísticos pilares –que formaban
las arquerías referidas-, había un café abierto. La no-
che era cálida, así que nos sentamos a una mesita ex-
130
El espejo humeante


terior, desde la que se podía ver la plaza, muy verde y
arbolada, y parte de la catedral. Juan Carlos pidió
sus vituallas, y yo otro refresco de lima, porque el
que había bebido en el auto me había sentado muy
bien, o al menos eso era lo que me había parecido.
        -Ahorita vas a decirme la verdad –dijo de
pronto Juan Carlos, entre bocados. –Esa aparición
tuya, en medio de la nada, totalmente malo, no puede
ser otra cosa que una excursión de mezcal, o algo por
el estilo, che amigo. No pienses que voy a juzgarte,
eres dueño de ver y experimentar lo que te dé la ga-
na, pero creo que te he tratado lo suficientemente
bien como para que te dejes de pendejadas y me di-
gas la verdad.
        Me quedé viéndole un momento, y el impacto
de todo lo que me estaba sucediendo pareció haber
hecho eclosión allí, en ese momento, y se me llenaron
los ojos de lágrimas. A punto estuve de echarme a
llorar a gritos.
        -No hace falta que te apenes tanto, güey. Si no
quieres, no me digas nada, no tienes obligación. Es
sólo que...
        -Ojalá pudiera decirte otra cosa, por horrible
que fuera. Ojalá todo esto fuera una mentira, un mal
sueño, una alucinación. Pero lamentablemente, no te
he dicho nada más que la verdad. Para mí es tan difí-
cil de creer como lo es para ti, con la diferencia que
tú puedes irte a tu casa y olvidarlo todo. Yo no puedo
hacer eso, aunque es lo que más querría hacer en es-
te momento. Créeme, amigo. Hasta hace sólo unos
cuantos días el mundo era para mí lo que es para ti,
                                                   131
Gabriel Cebrián


mi familia, mi trabajo y las cosas propias de un mu-
chacho de mi edad. Ahora todo se ha transformado
en una pesadilla sin pies ni cabeza, en la que nunca
acaban de pasarme cosas extrañas.
        -Órale, pues, entonces sí que tengo una histo-
ria para contar a mis nietos. La noche que traje en mi
carro a un chamaco que viajó de Argentina a Yuca-
tán en un parpadeo... me gustaría conocer el final de
tu historia, che amigo, pero me da como que voy a
quedarme sin conocerla. Acabo mi atole y me voy, no
vaya a ser cosa que los Aluxes o los brujos vengan a
buscarte. O hasta puede que te conviertas en víbora
ahorita mismo, no sé.
        -No hace falta que me chancees, tampoco.
        -No estoy bromeando; de veras que te creo, o
al menos creo que crees lo que dices, aunque me
cueste creerlo. ¿Se entiende lo que quiero decir?
        -Sí, se entiende. Y también se entiende que
quieras desaparecer. Yo en tu lugar hubiera sido me-
nos paciente, cosa que por supuesto, también te agra-
dezco.
        -Eres un buen chamaco, che amigo. Es una
lástima que te anden dando tantas chingaderas. Si
hasta te diría adónde encontrarme más luego, si no
estuviera temiendo que se me vaya a llenar la casa de
espíritus, naguales y yerberos... y ahorita sí estoy de
guasa, pero sólo lo hago pa’cortar tu pena. No sé,
pero me da como que tendrías que tomarte las cosas
como vienen, güey, solucionar los problemas y dejar
todo atrás. Eso es lo que haría yo en tu lugar.

132
El espejo humeante


        -Ten por seguro que es lo que haré en cuanto
pueda. O en cuanto me dejen, mejor dicho.
        -¿Cuándo te deje quién? ¿Los Aluxes?
        -Sí, y algunos otros individuos.
        -Entonces hay una parte que no me has con-
táo, pues.
        -Sí, tal vez más de una. Pero no creo sirva pa-
ra algo que te las cuente.
        -Quién sabe, che amigo, quien sabe...
        -La cosa es que todo comenzó cuando conse-
guí trabajo.
        -¡Ah, pero eres el más cabrón de los cabrones,
güey! ¡Eres capaz de hacer milagros antes de echar
mano al yugo, pues! –No pude menos que reír ante
tamaña acusación, plena de histrionismo.
        -No, se trata de otra cosa. Me dio trabajo un
tipo extraño, que me mandó a hacer un recado a la
Provincia de Misiones, y allí comenzaron las cosas
raras.
        -¿Acaso ese “tipo” extraño es brujo?
        -No lo creí en el momento. Ahora no lo sé. La
cosa que ya en Misiones comencé a oír voces, y a vi-
vir experiencias extrañas. Luego, el viejo desapare-
ció, y después pasó lo que ya te conté.
        -¿Y cómo dices que se llama, ese viejo?
        Una luz de alarma se activó en mi cerebro.
Tal vez el Juan Carlos ése no era tan inocente como
se mostraba, y me estaba haciendo el cuento. No ha-
bía mayor indicio de que así fuese, pero la pregunta
me pareció fuera de lugar.
        -¿Por qué te interesa saberlo?
                                                   133
Gabriel Cebrián


        -Oye, no te pongas a la defensiva. Tienes ra-
zón, no es mi asunto, y tal vez me convenga no saber
más nada de él. Yo decía nomás porque si apareciste
acá, tal vez el viejo ése también ha estado; y tú sabes,
he vivido toda mi vida en Mérida, conozco a mucha
gente, y a muchos extranjeros también.
        -Tiene un nombre raro. Se llama Neftalí –ten-
té.
        -Neftalí, eh... –su rostro adquirió una expre-
sión grave. Entrecerró sus ojos, como si hubiera esta-
do hurgando en su memoria, y luego añadió: -¿Es a-
caso un viejo chaparro, de ojos claros y barba blan-
ca?
        La intensidad con la que le clavé la vista le
dio la respuesta, así que dijo, meneando la cabeza:
        -Ya sabía yo que no debía meter mi hocico en
semejante chingadera, claro que lo conozco.
        Esta vez no pude contener un sollozo.
        -Bueno ándale, sécate los mocos y déjate de
pendejadas, que la gente va a pensar que somos un
par de gays peleándose, pues. Voy a decirte todito lo
que sé, pero antes deberás prometerme algo.
        -Lo que sea.
        -Que nunca dirás a nadie que hablaste conmi-
go... o mejor todavía, que te olvidarás de que existo.
¿Puedes hacerlo?
        -Claro, dalo por hecho.
        -No sé quién me manda a abrir la boca...
        -Ya te dije, no te apures. Jamás diré que te he
visto.

134
El espejo humeante


        -Más te vale, güey. Yo no ando con yerbas ni
hechizos, pero tengo una buena escopeta. Y si el za-
nate grita lo desplumo a perdigones.
        -Ya te dije, no te preocupes.
        -Ése viejo suele hospedarse en un hotel de la
calle 60, que casualmente se llama “Los Aluxes”...
        -Muy apropiado. No es casualidad, me pare-
ce.
        -Bueno, como sea. Igual, no le hace. La cosa
es que a veces me contrata pa’que lo lleve con mi ca-
rro a lugares medio raros, por eso me acuerdo.
        -¿A qué lugares?
        -A lugares donde nadie se apea, puedes cre-
erlo. Me hacía detenerme en la mitad de la nada, en-
tre acá y Quintana Roo, en lugares como el que tú a-
pareciste... y se quedaba allí, yo no tenía que espe-
rarlo. ¡Mierda, ahorita que lo pienso, siempre había
algún cenote cerca!
        -Se trata de él, sin duda.
        -Yo pensaba que era un antropólogo, o alguno
que quería ir por ahí a hablar con los campesinos, a
hacer tarea social, que le dicen. Ahorita entiendo,
pues. Ese viejo es brujo. Es él quien te ha traído acá,
mano, vaya a saber mediante qué brujería. No vayas
a mencionarme ante él, cabrón. Y te aseguro que no
lo conduciré más a ningún sitio, de eso puedes estar
seguro.
        -Lo bien que haces. Trabajar para él puede a-
rrojarte a situaciones tan azarosas como la que estoy
atravesando yo ahora.

                                                   135
Gabriel Cebrián




         No sé qué cosa fue la que me indujo primero
al pánico, si la voz a mis espaldas o la mirada aterro-
rizada que hacia allí dirigió Juan Carlos, “¿Trabajar
para quién?”, preguntó la voz, y se trataba, inequívo-
camente, de la del Profesor Neftalí Szrebro. Pasado
el flash adrenalínico, me volví, pasmado, para ver al
viejo desgraciado que mostraba todos los dientes en
una amplia sonrisa. Juan Carlos y yo quedamos de-
mudados por la sorpresa, así que Szrebro tomó una
silla, la acercó y se sentó a la mesa.
         -Dígame, por favor, de qué se trata todo esto
–casi balbuceé, presa del estupor.
         -Yo ya me iba –dijo Juan Carlos, mientras se
incorporaba y hurgueteaba en sus bolsillos, proba-
blemente en busca de dinero para pagar la cuenta.
         -Tú no vas a ningún lado –lo conminó el Pro-
fesor, con mirada feroz y un tono autoritario como
nunca antes había utilizado en mi presencia. Tal se-
veridad provocó los efectos deseados, ya que el pobre
Juan Carlos extrajo la mano de su bolsillo y volvió a
sentarse, sin decir palabra y visiblemente turbado. –
No era mi intención involucrarte, pero quién iba a
decir que este “cuate” tuyo era tan bocafloja como
para decirte todo lo que te dijo, incluyendo mi nom-
bre. Ahora es tarde para salirte.
         -Oiga, espere –protestó Juan Carlos, con cier-
tas ínfulas recién recobradas, y ello ante la senten-
ciosa observación de Szrebro-, yo no estoy ni quiero
estar involucrado en ninguno de sus asuntos. Yo no vi

136
El espejo humeante


ni oí nada, ¿entiende? Y, aclarado el tema, me largo
de aquí, y ni usted ni nadie va a impedírmelo.
        -Ciertamente, no voy a ser yo quien te lo impi-
da. Pero todos aquí sabemos que los actores princi-
pales de este drama aún están entre bambalinas, y tal
vez sean ellos quienes vayan a darte un dolor de ca-
beza si es que sales huyendo como rata por tirante.
        -¿Acaso está amenazándome?
        -No, sólo estoy previniéndote. Y no te la tomes
conmigo, yo sólo soy otro títere.
        Juan Carlos se incorporó, ahora bien decidi-
do a marcharse, y le espetó, señalándolo con el índi-
ce:
        -Esto es pura mierda, viejo. Yo me largo, y ni
se le ocurra hacer ninguna brujería en mi contra. Se
lo advierto, señor, soy pacífico, pero si se pone ca-
brón, pues lo convertiré en alimento para buitres.
        Dicho lo cual, dio media vuelta y se marchó.
Szrebro me miraba sin dejar de sonreír.
        -Bueno – dijo al cabo-, parece que voy a tener
que hacerme cargo de la cuenta. Porque tú no trajiste
dinero, ¿verdad?
        -No me gusta nada el tono que está adoptan-
do, Profesor. Me ha hecho pasar por el infierno, y a-
parece por aquí muy ufano, haciéndose el gracioso y
jugando al enigmático. Necesito explicaciones, y las
necesito ya.
        -¿Quieres que te explique, por ejemplo, cómo
fue que estabas debajo de un puente de ferrocarril en
Buenos Aires y luego te encontraste aquí?
        -Sí, por ejemplo.
                                                    137
Gabriel Cebrián


        -Bueno, que me cuelguen si lo sé –dijo, y rió
estentóreamente.
        -¿Y cómo es que sabe que sucedió, entonces?
        -Ah, pues eso sí puedo responderte. Huitzilin
me dijo que iba atraerte de esa forma.
        -Todo esto no tiene ningún sentido.
        -No lo tiene, ¿verdad? Entonces no te vuelvas
más loco tratando de explicarlo. Más vale preocúpate
por lo que vendrá, que quizá sea más arrevesado aún.
        -¿Cómo pretende que pase por una situación
como esa y no trate de explicármela? Mi mundo ente-
ro, mi propia cordura depende de ello.
        -Puede ser que tu mundo, o el mundo, depen-
da de varias cosas, que incluso pueden parecer ínfi-
mas; seguramente has oído hablar del efecto maripo-
sa, ¿sí? Bueno, eso. Y en lo que hace a tu cordura, no
te apures, porque jamás podrás perder lo que nunca
has tenido.
        -No puede decir una cosa así tan livianamen-
te...
        -No, pero sin embargo sé muy bien lo que te
estoy diciendo. Lo que luchas por mantener en pie es
el consenso articulado por una humanidad deficiente,
atormentada por los seres oscuros del inframundo.
Cordura, en cambio, es poder ver esa zancadilla y e-
vitarla. Pero tal vez aún no estés preparado para dar-
te cuenta de los alcances de lo que acabo de decir.
        -Puede decir cuanto quiera, Profesor. Yo sólo
pretendo volver a casa y dormir durante un mes se-
guido, para luego recordar todo esto como una horri-
ble pesadilla.
138
El espejo humeante


        -Te entiendo, pero no te justifico. Te entiendo
porque fue algo muy parecido lo que le dije a Huitzi-
lin hace ya muchos años, cuando vino por mí. Pero
no te justifico por cuanto ambos, él y yo, nos hemos
esforzado por hacerte entender que no es momento de
comportarse como un niño llorón, sino de plantarse
ante el mayor desafío que puede enfrentar un hom-
bre, al menos que yo sepa. Y ni él ni yo te hemos me-
tido en esto, así que estás empezando a agotar nues-
tra paciencia.
        -Ah, ¿no? ¿Y entonces quién fue el que me me-
tió en esto, a ver?
        -Ya te lo dijo Huitzilin, ha sido el propio Tez-
catlipoca, que sopló tu boca en San Ignacio. Aunque
sospecho que hay alguien más detrás de él, pero cla-
ro, eso queda en una esfera tan lejana que ni siquiera
me atrevo a especular. Por eso te digo, agárrate los
calzones y hazte cargo de tu misión, porque no hay
manera de esquivarle el bulto. Igual que le sucede a
tu amigo Juan Carlos, que ahí vuelve –dijo, señalan-
do hacia mi derecha con un movimiento de su cabeza.
Me volví y lo vi regresar, con el pánico reflejado en
su expresión.
        -Me lleva la chingada –dijo, y se sentó. Luego,
mirando con fiereza a Szrebro, añadió: -Pero yo so-
lamente soy el chofer; queda claro, ¿no es así?
        Szrebro no le respondió, sino que se dirigió al
camarero:
        -Por favor, tráiganos tres Palomas de Jima-
dor. Parece que los muchachos necesitan un trago.

                                                    139
Gabriel Cebrián




         Nunca supe qué fue lo que le ocurrió a Juan
Carlos en el breve lapso que medió entre el destem-
plado abandono que hizo de nuestra mesa y su regre-
so; lo que sí me pareció evidente es que debía haber
sido forzado a reunirse con nosotros por alguien o al-
go sin duda terrible, tanto como para anular la deter-
minación que había mostrado de mantenerse lo más
lejos posible de Szrebro y sus “brujerías”. Luego de
beber unas copas, éste le indicó que podía marchar-
se, porque no necesitaba saber más de lo que yo im-
prudentemente ya le había comentado, y agregó que
él lo contactaría cuando fuera tiempo, y que se que-
dara tranquilo, que solamente iba a oficiar de chofer,
tal como reclamaba.
         Luego caminamos hasta el hotel, que quedaba
a unas pocas cuadras de allí. Entramos a un hall muy
amplio, Szrebro pidió la llave de una habitación en el
segundo piso y allí fuimos. Se trataba de un cuarto
pequeño, con una cama de dos plazas y otra simple.
Junto a la ventana había un voluminoso escritorio de
madera oscura, casi fuera de lugar para un cuarto de
hotel, cubierto por libros y papeles del Profesor. Me
arrojé en la cama simple, verdaderamente exhausto,
y le dije:
         -Me convertí en una serpiente de cascabel.
         -No te convertiste en nada que ya no fueras.
         -¿Acaso insinúa que siempre he sido una ser-
piente?
         -En cierta forma, sí. Y quiero aclararte algo:
estamos en una carrera en la que el tiempo reviste
140
El espejo humeante


una importancia enorme, lo que no nos da margen
para discutir lo que ya sabes pero te niegas a asumir.
        -¿Cómo puede pensar que sé cosas que supe-
ran mis fantasías más febriles?
        -Primero, tu fantasía no es un punto muy alto
para matar, mi amiguito. Segundo, por más estúpido
que seas o que quieras parecer, ya Huitzilin te expli-
có todo en el cenote. Tu nagual es serpiente, ¡qué ex-
traordinario! Es hora de que olvides cuanto te hayan
dicho tus padres, maestros y profesores, y te pongas a
la altura de cualquiera de los niños mayas de por a-
quí, a quienes cuando les es presentado su nagual, no
se les ocurre ponerse a pensar que no puede ser real
porque no está incluido en la currícula de su escuela.
        -Si fuera tan fácil, todo el mundo sería con-
ciente de cosas como esa, y sin embargo, la mayoría
no lo es.
        -Claro, pero lo que no tienes en cuenta es que
eso se debe a los seres del inframundo, que han con-
taminado el juicio de los hombres hasta este nivel ya
casi terminal. Si no fuera por ellos, muchas de esas
cosas serían así de fáciles. Y ésa es nuestra lucha: re-
cuperar la conciencia de nuestro género para que al-
cance los fines para los que fue creado.
        -Ese discurso no sólo me suena delirante, sino
también mesiánico.
        -Respecto de eso, sólo puedo decirte lo si-
guiente: un mesías legítimo jamás se siente tal. Es na-
da más que un simple individuo, pero con una tre-
menda misión que cumplir. No se jacta, pero tampoco
se lamenta. No pide ni da tregua. Su vida y su muerte
                                                    141
Gabriel Cebrián


no le importan en lo absoluto, ni siquiera le importa
su misión, lo único que le importa es su lucha. Así
instruye Krsna al guerrero Arjuna en el Gita. Noso-
tros debemos luchar por la causa de Dios, que es la
causa de la conciencia. Los resultados de nuestra lu-
cha nos exorbitan desmesuradamente, y serán elabo-
rados luego en las esferas que corresponda. Querer
ver más allá de esto no solamente confunde, sino que
incluso paraliza. En este momento está abriéndose el
segmento más importante de tu existencia, así que no
sigas confundiéndote y pelea, que es lo único que allá
arriba están esperando que hagas.
        -¿Y qué se supone que debo hacer?
        -Bueno, esa es la pregunta que debías haber
hecho, en lugar de todos esos prolegómenos con los
que tratas de convencerte a ti mismo que eres un pu-
silánime, cuando no lo eres. Para explicarte qué tene-
mos que hacer, es necesario que previamente te dé al-
gunas precisiones. Mi nagual personal es el quetzal.
Tendremos que ir al Miquiztli Calacoayan (el portal
del inframmundo, ¿recuerdas?) y fusionar allí nues-
tros cuerpos energéticos para generar una figura ilu-
soria, pero de gran poder, que sea capaz de engañar
al Maligno Hun Ahau, haciéndole creer que el buen
Quetzalcóatl ha roto su hechizo. Entonces Tezcatlipo-
ca aprovechará la distracción del Maligno para libe-
rar al verdadero.
        -Si por ventura llegase yo a pensar que algo
como eso es posible, tenga por seguro que jamás me
embarcaría en una empresa semejante.

142
El espejo humeante


        -Tal vez necesites que te convenza como a
Juan Carlos, ¿es eso?
        -Oiga, ni se le ocurra.
        -Entonces, déjate de lloriqueos, ya te lo dije.
Eso es lo que están esperando que hagamos, y eso es
lo que vamos a hacer.
        -¿Y cómo se supone que llevaremos a cabo al-
go así?
        -¿Recuerdas la poción que fuiste a buscar a
San Ignacio?

       Nomás oí su pregunta, sentí como que un a-
bismo se abría bajo mis pies. No era una rareza en sí
misma, y menos teniendo en cuenta el contexto del
discurso del Profesor; pero por alguna razón desco-
nocida, tuvo un efecto devastador en mi psiquis. Tal
vez haya sido porque, al margen de lo disparatado, el
asunto parecía tener una coherencia interna que una
parte de mí no solamente lo comprendía, sino que de
alguna extraña manera lo hallaba plausible. Casi in-
voluntariamente, dije:
       -Esa mierda lo lleva a uno tan cerca de la
muerte que es capaz de ver al señor del inframundo,
¿no es así?
       -¡Bravo, amiguito! Existe algo en tu interior
que está comenzando a hacerse fuerte, y eso es lo que
te permitirá llevar a cabo tu lucha con éxito. Eso,
exactamente, es lo que sucederá. Y si resulta, como
seguramente lo hará, habremos ganado una batalla
decisiva para el mundo humano. La luz de la vieja
serpiente emplumada volverá a brillar y despejará
                                                  143
Gabriel Cebrián


los ojos de millones de personas. Puede que así este
mundo cambie lo suficiente como para no ser dese-
chado al basurero cósmico.
        -Espere un poquito. Aunque llegue yo a conce-
der que algo así puede suceder, le aseguro que no es-
toy a la altura de lo que se pretende que haga.
        -¿Acaso te atreves confrontar tu limitadísimo
juicio con el de Tezcatlipoca, que te ha señalado?
        -No sé qué decirle, porque ni siquiera sé quién
o qué es ese tal Tezcatlipoca, a no ser por lo que us-
ted me ha dicho.
        -Es más que suficiente, y si todo resulta como
debe resultar, lo conocerás personalmente, y puede
que te lleves una gran sorpresa.
        -Eso sí que es fácil de conceder.
        -Permanece tranquilo, trata de ponerte en paz
contigo mismo y aguarda, que si hay algo que se
cumple por sí mismo, e inexorablemente, es el desti-
no.

       Ya era de día cuando me dormí. Tuve algunos
sueños extraños, pero creo que más que nada se de-
bieron a mi estado de profunda sugestión. Desperté
sobresaltado a instancias del Profesor, que me decía
con tono urgido que debíamos marcharnos de inme-
diato, ello mientras preparaba apresuradamente su
mochila.
       -¿Qué pasa?
       -Están aquí – dijo.
       -¿Quiénes?

144
El espejo humeante


        -Un par de demonios que se hacen pasar por
turistas americanos. Andan detrás de nuestra pista, y
ten por seguro que nos aniquilarán si les damos o-
portunidad.
        Salimos raudamente de la habitación y nos di-
rigimos al vestíbulo. El aire huidizo que asumía el
Profesor elevó mi ansiedad hasta niveles de pánico.
Me indicó que lo esperase afuera, en tanto él iba a
retirar el frasco con la poción de la caja de seguridad
que había reservado al efecto. Luego de un par de
minutos -que me parecieron siglos-, lo vi salir y nos
fuimos de prisa, calle abajo.
        -Esto precipita nuestros planes. No creo que
sepan exactamente qué es lo que vamos a hacer, y
tampoco que vayan siquiera a figurarse que iremos a
meternos en la boca del lobo. Al menos cuento con e-
so, de otro modo estamos fregados.
        -¿Quiénes son esos hombres?
        -No son hombres, ya te dije, aunque lo parez-
can. Son dos de los más terribles demonios del Mic-
tlán, que andan desde hace siglos detrás de la pista
de Tezcatlipoca por orden del propio Hun Ahau. No
sé cómo, pero se enteraron de nuestra existencia des-
de tu viaje a Misiones. Por eso tuve que desaparecer
repentinamente de Buenos Aires y luego traerte hasta
aquí de la manera en que lo hice, y que te resultó tan
dramática. Pero ya ves que están aquí, y eso no nos
da tiempo a madurar nada. Debemos actuar rápida y
decididamente.
        -Profesor...

                                                   145
Gabriel Cebrián


        -No hay tiempo para eso, Eliseo –me inte-
rrumpió, a sabiendas que iba yo a dar nuevamente
voz a mis dudas. –Estamos metidos en medio del bai-
le, sólo nos resta bailar.
        Continuamos caminando a paso vivo. De tan-
to en tanto el Profesor se volvía para ver si nos se-
guían, y yo hacía lo propio, con el corazón en la bo-
ca. Pero afortunadamente nada sucedió. Llegamos
hasta un establecimiento llamado Café La Habana, a
poca distancia de la plaza central, y ocupamos una
mesa bien al fondo, para ofrecernos menos a la vista
de transeúntes y clientes del café. Estábamos desayu-
nando en silencio, sumidos en graves pensamientos,
cuando llegó Juan Carlos, quien al parecer había si-
do convocado telefónicamente por Szrebro desde el
hotel antes de salir.
        -Bueno, cuates, díganme adónde los tengo que
conducir y luego nos despedimos sin rencores ni re-
cuerdos, ¿okay?
        -No tan rápido, mi amigo –le respondió el
Profesor. –Debemos actuar con rapidez pero sin per-
der el aplomo. Y respecto a tu rol (el de conductor,
digo, que parece caerte tan pesado), si no fueras tan
necio quizás tendrías oportunidad de enorgullecerte
de la tarea que estás por llevar a cabo.
        -Más que orgullo, me caerían bien unos cuan-
tos dólares americanos, pues. Con el orgullo no le
pongo gasolina a mi carro, señor.
        -Ves, así está el mundo hoy día –me dijo Szre-
bro.

146
El espejo humeante


         -El mundo está como está –señaló Juan Car-
los, airado-, y no hay una pinche cosa que uno pueda
hacer para cambiarlo. Toda esa cuestión de la bruje-
ría me tiene tantito cansado; por mi parte, no veo la
hora de despedirme de ustedes y dejarlos pa’que se
los chinguen los diablos que les da por ir a fastidiar.
         -Lo que es nosotros, vamos a luchar contra e-
sos diablos que en realidad es a ti a quien fastidian,
haciéndote creer que la sal de la vida es un carro lu-
joso, un par de botas texanas y un sombrero de va-
quero que te ayuden a parecerte a esos gringos que
se aprovechan de ti y de tu gente. No tienes historia,
no tienes honor ni dignidad, pero bueno, no es tu cul-
pa.
         -Todo eso que dice vale madre. El honor, la
dignidad, y eso, son palabras, o en todo caso, son co-
sas que dependen de que uno pueda comprarlas, co-
mo todo lo demás.
         -No tenemos tiempo para discutir eso ahora.
Tal vez en otro momento, quién sabe.
         -No, señor Profesor. No necesito ni quiero que
me enseñe nada. Si hubiera querido ser brujo me hu-
biera buscado un maestro indio, no un gringo que to-
ca de oído.
         Szrebro sonrió, y no acotó nada. Juan Carlos
quedó un poco turbado por lo que había sonado co-
mo un exabrupto, y -creo que más que nada para cor-
tar el silencio que se produjo-, preguntó si tenía tiem-
po para tomar un café, el que le fue concedido.
         -Sabe qué pasa, don Neftalí –comenzó a expli-
carse-, la cosa es que siento miedo de que me ocurra
                                                     147
Gabriel Cebrián


tantito de lo que le ha andado pasando a este chama-
co, por andar metiéndose en sus jaleos.
        -¿Qué pasa con la joven generación? ¿Acaso
ya no hay más ideales, ni coraje, ni pasión? ¿Sólo
miedo y avaricia?
        -Es fácil ser corajudo cuando uno tiene la vi-
da hecha, como usted. Dicen que cuanto más viejo es
uno menos le teme a la muerte.
        -Como soy viejo, estoy en condición de decirte
que es preferible mil veces la muerte a estar muerto
en vida.
        -Ya ve, esas cosas de poeta que dice suenan
muy lindas, fíjese, pero no son pa’andar atendiendo
cuando uno tiene que procurar el maíz y el frijol pa’
la familia, pues.
        -Para eso estamos luchando. Para que la vida
no pase por las tripas sino por el espíritu.
         -Hasta donde yo sé, sin tripas no hay espíritu,
señor.
        -Hasta donde tú sabes, claro. Puede que des-
pués de este viaje sepas un poco más, y la cosa te re-
sulte diferente.
        -Ve, dice otra cosa como ésa y me voy a casa
aunque venga a buscarme el mismísimo Satanás.
        -Él ya te ha encontrado, a ti y a la mayoría de
los que ves por acá. Lo que estamos intentando hacer
es ayudar a la gente a tomar conciencia de ello. Ésa
es nuestra lucha, y como te dije, deberías estar orgu-
lloso de participar de ella, aunque sea en una función
secundaria. Quiero que lo sepas, para que algún día
puedas enorgullecerte sanamente de lo que estás por
148
El espejo humeante


hacer. Eso es todo cuanto es necesario que sepas. A-
hora vámonos, antes de que sea demasiado tarde.

        Anduvimos tres o cuatro horas por una ruta
en pésimas condiciones, atravesando de tanto en tan-
to pequeños poblados en los cuales vendían artículos
regionales, telas estampadas con motivos aborígenes,
alfarería y cosas como esas. Hacía mucho calor, así
que nos detuvimos en uno de ellos a tomar un refres-
co. Fue entonces que Szrebro dijo que debíamos sa-
lirnos de la ruta, tomado una huella de tierra hacia el
sur.
        -Nunca tomé por ese camino, hombre –protes-
tó Juan Carlos-, pero se me hace que debe terminar
por ahicito, nomás. Mire lo que es... si así empieza,
no quiero pensar cómo sigue. Puede que rompa los e-
lásticos del carro, pues.
        -Voy a darte lo suficiente para comprar un ca-
rro nuevo, así que déjate de tonterías y toma por don-
de yo te diga.
        -Ahorita sí que está hablando de modo que lo
entiendo, jefe. Estoy pa’lo que guste mandar, pues.
¿Y qué pasa contigo, che? ¿Te han comido la lengua
los lagartos?
        -Yo sólo quiero terminar con esto y volver a
casa -respondí, fastidiado.
        -Pues entonces estamos parejos, güey. Sigá-
mosle la corriente otro rato al buen hombre y ya.
Claro que me temo que si se la seguimos tantito, nos
puede arrastrar quién sabe a qué tormenta, pues.

                                                   149
Gabriel Cebrián


       -La tempestad ya se cierne. –Señaló Szrebro
con gravedad, y añadió: -Yo solamente estoy tratando
que no arrase con todo.

        La huella de tierra en medio del chaparral era
realmente precaria, lo que nos obligó a viajar casi a
paso de hombre durante muchos tramos. El calor se
hizo insoportable, pero por suerte a eso de las cinco
de la tarde comenzó a oscurecer, cosa que me sor-
prendió, hasta que me explicaron que era lo normal
en aquellas latitudes y en esa época del año.
        -Órale, cabrones, ¿y cómo voy a hacer a la
vuelta, pa’ ver el camino mierdoso éste en la oscuri-
dad?
        -Bueno, puedes esperarnos en el carro hasta
que amanezca y luego conducirnos de nuevo a Méri-
da –propuso el Profesor.
        -Ni se lo sueñe, que voy a pasar la noche cer-
ca de donde ustedes se van a poner a fastidiar a los
demonios del inframundo.
        -Anda, entonces, ve y cáete en medio del cha-
parral, así no sólo seguirás estando cerca sino que a-
demás tendrás que regresar caminando; y eso, si los
demonios te dejan.
        -Yó solo me meto en estas chingaderas. Ya te
lo dije anoche, güey, mi vieja tiene razón cuando me
dizque no deje entrar a cualquiera en mi carro.
        -Ya estamos llegando. Deténte por aquí.
        -Estamos en medio de la nada, jefecito.


150
El espejo humeante


        -Estamos adonde tenemos que estar. Bueno,
haz lo que quieras, entonces. Eliseo y yo tenemos que
hacer nuestro trabajo.
        -¿No se está olvidando de algo?
        -Claro, por supuesto –Hurgó en su mochila,
sacó una billetera de cuero bastante abultada y se la
tendió. -¿Crees que esto es suficiente?
        Juan Carlos fue separando los billetes con sus
dedos, contándolos sin mayor precisión; no obstante
resultaron ser tantos como para que respondiera:
        -Ándele, jefecito, que casi me dan ganas de
quedarme aquí a esperarlos, pues.
        -Haz lo que te dicte tu conciencia, si es que a-
ún tienes una.
        -Buena suerte, che querido. Y cuídamelo al a-
buelo, que no se lo anden chingando los diablos del
chaparral.
        Entonces echamos a andar hacia el oeste, ha-
cia la trémula luz del poniente.
        -¿Cómo te sientes? –Me preguntó el Profesor.
        -Mire, para serle franco, no me entra ni un al-
filer por el culo.
        -Sin embargo, no te has quejado ni has exte-
riorizado tus temores. Es más, como bien dijo el orate
ese de Juan Carlos, casi ni has abierto la boca en to-
do el día.
        -Eso es porque tengo la sensación de que na-
da puedo hacer contra las fuerzas que se han apode-
rado de mi destino. De nada me ha valido quejarme,
gritar o llorar.

                                                    151
Gabriel Cebrián


        -Pasa que estás comenzando a ser el que se
supone que eres. Tezcatlipoca tuvo razón al señalar-
te. Claro que las circunstancias no nos dieron tiempo
para ponerte en forma acabadamente, pero igual es-
tás demostrando estar hecho de buena madera. Ya
falta poco, haremos nuestra representación ante Hun
Ahau y luego todo será mejor. Y sobre todo, más des-
cansado. No es grato a mi edad andar emprendiendo
tareas como ésta.
        -Está muy seguro de lo que dice, ¿verdad?
        -¿Con respecto a qué cosa?
        -A que vamos a enfrentarnos con ese tal Hun
Ahau...
        -Por cierto que lo haremos. Ya lo verás por ti
mismo.
        -Vuelvo a reiterarle que quizá no vaya a estar
a la altura de lo que se espera de mí.
        -Bueno, tal vez haya sido un error de mi parte
el haberte inducido a hablar. Ya va de nuevo la mula
al trigo... ahora manténte calmo, espera la acción pa-
ra encabritarte, ¿vale?
        -Según dice, vamos a enfrentarnos con el Se-
ñor del Inframundo; ¿cómo espera que mantenga la
calma? Lo único que tengo para contrarrestar el pá-
nico es una gran resignación. Es como si supiera que
voy a morir, y a partir de eso nada queda para ganar
o perder.
        -Ésa es la actitud que corresponde al guerre-
ro. Si sobrevives, como creo que va a suceder, jamás
la olvides. Esa actitud es la que abre las puertas de la
eternidad.
152
El espejo humeante


        -Todo muy lindo, Profesor, pero casi estoy
tentado a parafrasear a Juan Carlos, cuando dice
que usted poetiza.
        -Los dioses hablan poéticamente. Este mundo
es una maravillosa teofanía, y si no lo has advertido
hasta ahora, es porque jamás te diste o te dieron la o-
portunidad. Es hora de que lo veas, sobre todo antes
de un eventual encuentro con la muerte. Desde esta
posición, el prodigio se hace aún más evidente.
        Tuve una súbita certeza, más que nada de tipo
emocional, que me indujo a percibir la maravilla de
la existencia, y en medio de aquel chaparral volví a
sentirme tan vivo como lo había hecho en ocasión de
tomar contacto con mi nagual. Tuve, además, la sen-
sación patente de que podía volver a mi ser ofídico
con tan sólo proponérmelo. Mientras caminábamos
con mayor dificultad a cada paso –debido a la luz
menguante y a que el chaparral poco a poco iba ad-
quiriendo características selváticas-, Szrebro conti-
nuaba hablándome:
        -En este extraordinario lugar, donde otrora
floreció la cultura más trascendente en cuanto al ma-
nejo de la conciencia, hay varios portales hacia dife-
rentes modalidades del ser. Muchos de ellos son co-
nocidos solamente por algunos pocos iniciados, y con
toda seguridad existen otros completamente descono-
cidos. Por aquí está la entrada al mundo de los Alu-
xes y a otros reinos de conciencia, entre ellos uno al
cual se retiraron los sabios Mayas cuando los demo-
nios encarnados en los europeos hicieron tambalear
su mundo. También está la vía de acceso al Mictlán,
                                                   153
Gabriel Cebrián


el inframundo gobernado por el Maligno Hun Ahau,
como ya te dije. Esta planicie yucateca es como un
queso gruyére, hay agujeros de entrada y salida a
montones de realidades paralelas, muchas de ellas
indescriptibles.
        -A tenor de las cosas que he estado experi-
mentando últimamente, poco y nada me cuesta creer
en lo que está diciendo. Lo que sí, la empresa que es-
tamos planeando llevar a cabo me sigue pareciendo
desmesurada. ¿Qué le hace pensar que un par de in-
dividuos como nosotros, sobre todo como yo, pode-
mos ser capaces de engañar al señor del averno, al
más grandioso de los embaucadores?
        -Si fuésemos nosotros dos solamente, estaría
en un todo de acuerdo contigo, y jamás intentaría al-
go como esto. Pero no olvides que Tezcatlipoca está
con nosotros, él es quien ha urdido el plan, y quien
nos asistirá en cada faceta de la representación. Y
realmente se trata de un asunto muy grave, dado que
si fracasamos no habrá más oportunidades para el
mundo humano. Téotl sacudirá la tierra de cabo a ra-
bo para no dejar huellas de la simiente infectada por
los seres oscuros.
        -Y si tenemos éxito, seremos los héroes de una
humanidad nuevamente encarrilada en las vías de la
evolución, ¿es eso?
        -No, no lo seremos. Los héroes de esta gesta
son los mismos desde hace milenios. El máximo ho-
nor al que podemos aspirar nosotros, en caso de que
actuemos impecablemente, es ingresar en las cohor-
tes de esos míticos pastores de la humanidad.
154
El espejo humeante


        -No es poca cosa, ¿verdad?
        -Ni que lo digas. Hoy por hoy es el pináculo
de lo que puede alcanzar un hombre. Pero si bien es-
tamos cerca, también es cierto que estamos demasia-
do lejos. Entre tales honores y el abismo, media nues-
tra capacidad de sacrificio y de asumir una entereza
inédita para ambos. Ves, en eso estamos iguales.
Tanto tú como yo debemos echar mano a toda nues-
tra energía y coraje, para afrontar algo que exorbita
las más febriles fantasías.
        -No creo estar preparado para semejante en-
cuentro, Profesor, usted lo sabe.
        -Yo tampoco, pero es lo que debemos hacer,
nos guste o no. Mira, figúrate que estás encerrado
con un loco furioso en una habitación pequeña. Es él
o tú, y en esas circunstancias, si te detienes a pensar
si estás o no a la altura de lo que sea, te mueres. La
situación que vamos a afrontar es idéntica. Acá esta-
mos, a suerte o verdad, a matar o morir, y eso es lo ú-
nico que cuenta. Así que te invito a que acalles tus
pensamientos y te prepares para una contienda en la
que lo mejor de ti garantiza apenas una mínima po-
sibilidad de triunfo. Para salir airoso, es menester
que te espolees incluso más allá de tus fuerzas. Cosa
que seguramente ocurrirá, porque cuanto más límite
es una situación, cuanto más en juego está el propio
pellejo, mayores son las capacidades inconcientes
que se despiertan. Pero basta de cháchara. Mira a-
quel montecito, ¿lo ves? Allí, debajo de esos árboles
y arbustos, está la caverna fatídica, el Miquiztli Cala-
coayan al cual estuvo encadenado Tezcatlipoca antes
                                                    155
Gabriel Cebrián


de romper el yugo al que Hun Ahau lo había encade-
nado.
        Llegamos a la formación vegetal que el Profe-
sor había señalado, y a continuación atravesamos
con gran dificultad una maleza tan tupida que pare-
cía haberse cerrado allí a efectos de mantener apar-
tado a quienquiera que desease aventurarse al inte-
rior de la tétrica caverna, cuya boca resultó ser la
negrura misma. Szrebro me indicó por señas que
guardara silencio, e ingresó, tanteando en la oscuri-
dad. Lo tomé del cinturón y seguí sus pasos, con la
certeza interior de que mi vida no volvería a ser la
misma luego de atravesar ese fatídico portal.
        Luego de unos cuantos pasos ya en el interior,
se detuvo y se sentó, apoyando la espalda en la pared
de la cueva. Hice otro tanto, y entonces me dijo, en
un susurro casi imperceptible:
        -En este lugar se respira maldad, ya lo habrás
advertido. Por más que nos esforcemos, no tardare-
mos en resultar tan evidentes como anuncios lumino-
sos, así que no hay tiempo que perder. –Noté que hur-
gaba en su mochila y luego manipulaba algo. A con-
tinuación me indicó: –Bebe esto, y déjame suficiente -
mientras tanteaba con sumo cuidado en la oscuridad
para asegurarse que el recipiente pasara de su mano
a la mía sin riesgos. Lo llevé cuidadosamente a mi
boca, y bebí. Aquel brebaje tenía un sabor por demás
extraño, fue como si una energía eléctrica con regus-
to dulzón impregnara de pronto mis mucosas, incluso
las de la nariz. Szrebro no esperó que le devolviese el
frasco sino que lo tomó decididamente, toda vez que
156
El espejo humeante


había seguido con meticulosidad mis movimientos pa-
ra evitar que el milagroso fluido fuera a derramarse.
Lo oí beber a su vez, y luego me dijo:
        -Nos vemos del otro lado.
        No alcancé a preguntar al otro lado de dónde,
ya que sentí como si un rayo hubiese impactado en mi
cabeza, como si mi cerebro hubiese sido el electrodo
que atrajo sobre sí una descarga cuyas proporciones
me veo imposibilitado de describir con palabras. Ante
semejante estallido energético, mi yo se vio diluido de
una manera también harto difícil de graficar, de mo-
do tal que experimenté como una fuga de partículas
luminosas que se iban diseminando por la oscura ca-
verna, y cada una de ellas era yo mismo pero desper-
digado en infinidad de situaciones, pasadas y por ve-
nir. El tiempo y el espacio tal como lo había experi-
mentado hasta entonces había cedido su lugar a esa
profusión de experiencias que se volvían concientes
en forma simultánea, y tuve la genuina impresión de
que jamás iba a poder aglutinarme nuevamente en un
solo cuerpo.
        Hombres, bestias e híbridos poblaban aque-
llos múltiples ensueños en los que mi conciencia se
desdoblaba. Mas no tenía tiempo de impresionarme u
horrorizarme con elementos externos, por cuanto me
hallara donde me hallase, mi cerebro, o el punto en el
que se asentaban mis percepciones, restallaba en per-
manentes descargas energéticas, que me mantenían
como al borde de la disolución final, en un maremág-
num de algo así como cuerdas o redes que parecían
ser la estructura de los diferentes mundos que estaba
                                                   157
Gabriel Cebrián


atestiguando. Creí interpretar entonces qué era lo
que Szrebro intentaba expresar cuando decía que la
poción aquella lo llevaba a uno a la posición más
cercana a la muerte que podía alcanzarse.
        De pronto uno de aquellos episodios simultá-
neos ganó mi atención total. Del cráter de un volcán
vi emerger una presencia majestuosa, de un poder
tan irresistible que el más valeroso de los guerreros
habría caído postrado ante su magnificencia. Lucía
una máscara negra y brillante, supuse que de obsi-
diana, que le confería una expresión de gran feroci-
dad, y un peto igualmente oscuro y pulido, en el que
se veía reflejado todo el valle, y en cuyo centro pude
ver mi imagen, absolutamente insignificante con rela-
ción al marco natural y a la portentosa figura que lo
espejaba. Permanecí inmóvil, aturullado, mientras la
colosal figura comenzaba a descender por la ladera
del volcán, haciendo temblar el piso a cada paso y
generando un sonido como de truenos. No tuve dudas
de que se trataba de un dios, y pensé que se trataba
del propio Hun Ahau que venía a destruirme por mi
osadía de hollar sus dominios. Cuando estuvo a unos
veinte metros frente a mí -distancia desde la cual po-
día ya pisarme como a un insecto y que me obligaba
a flexionar al máximo mi cuello hacia atrás para ver-
lo-, me ordenó con voz grave y de una profundidad
tal que pareció golpear en el medio de mi pecho:
        -Híncate ante tu Señor, hombre serpiente.
        Bajé la cabeza y caí sobre mis rodillas, sollo-
zando, y esperando la muerte de un instante a otro.

158
El espejo humeante


        -Crees que llegó tu fin, ¿no es así? No soy
Hun Ahau, sino su más acérrimo enemigo. Soy el Se-
ñor del Espejo Humeante, Tezcatlipoca, el Negro. Ya
has visto tu reflejo proyectado en mí, lo que implica
que nunca más volverás a ser el mismo. Estoy aquí
para templarte, para que no te deshagas como lodo
ante la presencia del Maligno. Dentro de unos mo-
mentos todo dependerá de ti y del viejo quetzal, que
en este momento está preparándose con otro de mis a-
vatares, Tezcatlipoca el Rojo. Pero antes, y aprove-
chando que ahora eres capaz de ver tu vida en la tota-
lidad de los planos en los que tiene verdaderamente
lugar, te invito a que vuelvas a echar un vistazo a mi
espejo.
        Así lo hice, y vi la totalidad de mi vida terre-
na, y lo que pude ver de mi porvenir no me agradó en
lo más mínimo. Mientras veía mi desgarrador futuro,
oí que Tezcatlipoca continuaba diciendo:
        -Huitzilin estaba en lo cierto, ¿verdad? Más
vale que te comportes como un guerrero en la con-
tienda que se avecina, de lo contrario volverás a tu
miserable destino humano y no habrá fuerza en la e-
ternidad que pueda redimirte. Ahora vamos –dijo, me
tomó con sus inmensas manos y me depositó sobre su
nuca, en tanto abría majestuosas alas de búho. Me a-
sí de un par de sus cabellos, gruesos como cuerdas en
mi escala, y remontamos el vuelo. Todo volvía a verse
como un sueño, o alucinación, por lo que me incliné a
pensar que cuanto venía experimentando se debía
más que nada a agentes psicotrópicos contenidos en
las sustancias que me daban a ingerir. De cualquier
                                                    159
Gabriel Cebrián


modo gocé mucho de aquel vuelo portentoso, en alas
de un antiguo dios tolteca.
        Sobrevolábamos el volcán cuando pude ver u-
na formación equivalente, pero de color carmesí, que
venía hacia nosotros, frontalmente. La velocidad de
ambas se acrecentó, y me aterré al pensar que la co-
lisión resultaría inminente. Antes del impacto, sentí
un vacío en el estómago y a continuación un estallido
tremendo, devastador. Pensé que había muerto, pero
no. Al cabo de unos instantes de estupor sentí un peso
en mis espaldas y la voz de Szrebro que desde allí me
decía:
        -Ahora estamos por las nuestras. Dirígete ha-
cia el cenote adonde están nuestros cuerpos.
        Intenté preguntarle cómo diablos se suponía
que hiciera algo como eso, pero sólo conseguí emitir
unos silbidos pifiados. Entonces comprendí que me
hallaba otra vez en mi ser ofídico, con el quetzal so-
bre mi dorso, y comencé a reptar siguiendo mi instin-
to. Enseguida llegamos a la caverna, y en medio de a-
quella oscuridad cerrada advertí que una luz ambari-
na emanaba de nuestros cuerpos metamorfoseados. Y
ella nos permitió ver cómo de la superficie del agua
en el interior de la caverna comenzaban a fluir unas
miasmas pestilentes, como si provinieran de licores
quintaesenciales de las podredumbres más infectas.
Luego emergieron alimañas tan repulsivas como ja-
más pudiera haber imaginado, que parecían obser-
varnos expectantes. Poco a poco todo aquello se iba
convirtiendo en una horrible pesadilla.

160
El espejo humeante


        -No te agites –Me dijo el quetzal que se supo-
nía era Szrebro. Quise responderle, pero de nuevo só-
lo pude proferir silbidos. -No intentes hablar, so estú-
pido. Simplemente piensa lo que quieres decir. Y re-
cuerda en todo momento que somos Quetzalcóatl, de
lo contrario Hun Ahau descubrirá el ardid en un ins-
tante.
        Entonces se hizo presente una calavera, sus
huesos rielaban en la oscuridad. Se desconcertó al
vernos, tan así que dio un respingo, para luego su-
mergirse con premura en las profundidades del ceno-
te.
        -¿Ha huído? –Pensé. ¿O tal vez advirtió la
trampa?
        -Ése no era Hun Ahau, sino su secuaz Mic-
tlántecuhtli, el descarnado señor de los muertos. Ni
se te ocurra pensar que huirán de nuestra presencia,
por más que el propio Tezcatlipoca nos esté asistien-
do. Mictlántecuhtli ha ido a buscar a su jefe. La fun-
ción central está por comenzar, es ahora cuando de-
bes mantenerte en tus trece a como dé lugar.
        Entonces todo se agitó, se formó un torbellino
en las aguas pútridas y de su centro brotó la espeluz-
nante imagen de Hun Ahau. Sus ojos amarillentos pa-
recían concentrar toda la maldad del universo, sus
fauces pobladas de enormes e irregulares colmillos
chorreaban un líquido viscoso cuya pestilencia dañó
severamente mi olfato. Roía y devastaba cráneos hu-
manos con sus colosales garras como al acaso. De-
trás de él, Mictlántecuhtli y una miríada de entidades
fantasmales parecían a punto de abalanzarse sobre
                                                    161
Gabriel Cebrián


nosotros. Me encontré presa de un horror tan grande
que involuntariamente mi crótalo comenzó a sonar,
mientras sentía la presión de las patas del quetzal en
mi dorso, que parecían querer conminarme a conser-
var la calma.
         -¿Qué haces aquí, bastardo? –Preguntó Hun
Ahau, con voz atronadora. -¿Cómo te atreves a de-
safiar mi comando, para luego temblar como mujer a-
sustada? ¿Acaso no estabas a gusto tapizando el trono
del Mictlán? ¿O es que ya no me agradeces el haberte
dejado lucir como la joya principal de mi corona? ¿A-
dónde debo arrojarte, para que dejes de hacerme per-
der el tiempo?
         Tuve un arrebato de pánico tal que no me dejó
mantener la fijeza en mi identidad divina, y no pude
evitar la idea de que el ardid estaba funcionando.
Sentí la furia del pensamiento del quetzal recriminán-
dome con desesperación: “¡Eres Quetzalcóatl, estú-
pido!”, repetía, y allí la mascarada se vino al suelo.
Pude ver la conciencia de Hun Ahau encenderse en el
aberrante tono amarillento de sus ojos, y lo oí gritar:
         -¡Ocúpense de este par de bribones!
         Y se retiró con premura, seguramente a pre-
servar el cautiverio del auténtico Quetzalcóatl. Mic-
tlántecuhtli y los espectros vinieron hacia nosotros.
“Buena la has hecho, idiota. Ahora pelea, aunque
más no sea para morir dignamente”, me decía aira-
damente Szrebro. Pero no pude. Mientras el bello e i-
nofensivo quetzal arremetía hacia una confrontación
sin esperanza alguna, y presa de una angustia termi-
nal, repté hacia la salida de la caverna y me perdí en-
162
El espejo humeante


tre el follaje. No fui capaz de morir luchando; y una
flaqueza tal, para colmo en semejantes circunstan-
cias, no es algo que pueda quedar impune. De un mo-
do u otro supe que la decepción que entonces infligí a
quienes confiaron en mí, e incluso a mí mismo, ya de
por sí serían suficiente castigo.
        Pero en rigor, mi especulación no estuvo ni si-
quiera cerca de las calamidades que me esperaban, y
ello con un grado de inmediatez imprevisible. Como
emergiendo de una pesadilla atroz, sentí que alguien
me asía de la nuca y me levantaba en vilo, brutalmen-
te. Me sentía muy débil, y resoplaba desde el esófago
tratando de apaciguar las náuseas.
        -Hey, man, take a look at this… the human
serpent, such an asshole.
        -¿May I kill him, now?
        -No, I’ve got something better for this little
piece of shit...

         Me llevaron uno de cada brazo y a los golpes,
desandando el camino que había recorrido quizá u-
nas cuantas horas antes con el desdichado Szrebro.
Al vernos llegar, Juan Carlos se apeó del carro y se
dirigió hacia nosotros, desavisado del peligro al que
se estaba exponiendo. Y yo no tenía fuerzas para a-
lertarlo.
        -¿Pero qué es lo que ha sucedido, pues? –Pre-
guntó, y fueron sus últimas palabras, por cuanto uno
de los hombres que me traían a la rastra le descerra-
jó un disparo en pleno rostro. El estampido resonó en
el chaparral nocturno. Luego me arrojaron al suelo y
                                                  163
Gabriel Cebrián


pusieron el arma homicida en mi mano. A continua-
ción sentí un pinchazo en la pierna. Víctima de una
tremenda angustia, perdí el conocimiento.

        Allí comenzó la verdadera pesadilla, de la que
aún no he podido despertar. Fui incriminado por ho-
micidio, por intento de secuestro de dos honorables
ciudadanos norteamericanos, por consumo de estupe-
facientes… además de mi condición de inmigrante i-
legal. Desde esa posición, cuanto pudiera alegar en
mi defensa no tendría peso alguno frente a las decla-
raciones de dos importantes empresarios americanos
que pasaban sus vacaciones familiares en México. E-
llo, sin contar que mis argumentos sonaban tan deli-
rantes que ni yo mismo podía a veces dar crédito.

        Pasé un buen tiempo en la Cárcel Municipal
de Mérida, supongo que mientras decidían qué hacer
conmigo, o si estaba loco o no; luego fui trasladado a
una prisión del interior, en la cual me enteré del fa-
llecimiento de mi padre, enfermo y agotado de deam-
bular los pasillos de la burocracia argentina para
conseguir que al menos me devolvieran a mi país. Mi
depresión entonces adquirió proporciones macabras.
Todo cuanto tenía para afrontar las penalidades del
encierro eran recuerdos al cuál más doloroso, o aca-
so vergonzante. Pensé en quitarme la vida, mas evi-
dentemente si de algo carecía era de coraje, eso sí
que estaba demostrado con creces.
        Ante todo interrogatorio me atuve a mi histo-
ria, aún a sabiendas que era insostenible, y hasta lle-
164
El espejo humeante


gando a admitir la posibilidad de haber alucinado al-
gunos sucesos por probable ingesta de elementos psi-
cotrópicos. Insistí en mi inocencia respecto del brutal
crimen del pobre Juan Carlos, pero claro, quién po-
día creer algo a quien invocaba como inspiradores de
sus actos a deidades del antiguo México… les hice
saber que comprendía que podía resultar conveniente
para mí aceptar que estaba loco, pero en mi fuero in-
terno estaba seguro de que realmente había ocurrido
algo trascendental, aunque ciertamente no era capaz
de determinar sus alcances.
        Pasado cierto tiempo la tesis de inimputabili-
dad fue creciendo al punto que las autoridades yuca-
tecas encontraron razonable que sus pares argentinos
se hicieran cargo del orate, así que me deportaron y
fui a parar a la Penitenciaría de Loreto, Provincia de
Misiones, vaya una casualidad. Mi estancia allí fue
un poco menos terrible, pude ver alguna que otra vez
a mi madre y a mi hermana menor -quien había te-
nido que deslomarse trabajando para compensar la
magra pensión que les había dejado el viejo-, y ello
gracias a la sensibilidad de algún funcionario de
bienestar social que les consiguió los pasajes. Estan-
do todavía allí me enteré de la muerte de mi madre, y
recién volví a ver a mi hermana cuando me traslada-
ron al pabellón de inimputables del Neuropsiquiátri-
co Borda. Fue ella quien me convenció de adoptar o-
tra tesitura, la de reconocer -aunque más no fuese de
la boca para afuera- la demencia que me había im-
pulsado a los actos criminales del pasado. Me esforcé
por mostrarme lo más ecuánime posible, hablando de
                                                   165
Gabriel Cebrián


mi pasado como si fuera un enfermo mental que de
pronto había recobrado la cordura. Y lo hice más por
mi hermana que por mí mismo, por cuanto ella había
resignado su vida para trabajar hasta el agotamiento
y así mantener el techo que la cobijaba, la casa de
nuestros padres. Sentí que al fin tenía un objetivo,
que era el de salir de allí y ayudarla a llevar su pesa-
da carga. En el Borda hice un curso de encuaderna-
ción, y cuando por fin decidieron que ya estaba sano
y había pagado mis deudas por el crimen de un igno-
to yucateco -que a estas alturas a nadie le importaba
ya un comino-, me dejaron libre, así que conseguí
trabajo en una empresa gráfica e intenté dejar todo
atrás, inclusive los recuerdos. Pero podrán colegir
que hay cosas que por más que uno se empeñe, no
son pasibles de balsámicos olvidos.
        Poco después mi hermana, aliviada por mi
contribución, tuvo algo de tiempo para sí y gracias a
ello consiguió establecer por fin su propia familia,
dejándome la casa paterna y un montón de recomen-
daciones. Y no queda mucho más que contar, salvo
que me he vuelto huraño y grave, tal como me había
dicho Huitzilin que iba a suceder, y como fui capaz
de atisbar en el peto de obsidiana que me mostró Tez-
catlipoca. Sólo me quedan un puñado de certezas, y
unas pocas evidencias, como por ejemplo la falta de
continuidad absoluta que dio lugar a mi aparición
corporal en Yucatán. Eso me da la pauta de que algo
realmente significativo ocurrió, de que tuve una opor-
tunidad más que trascendental y fallé, huí como el co-
barde que soy. No creo que pueda perdonármelo al-
166
El espejo humeante


guna vez, pero es tarde para lamentos. Aunque nunca
es tarde para las culpas. Por las mañanas, cuando le-
o el diario y me entero del rumbo que está tomando
la humanidad, no puedo dejar de pensar que las co-
sas quizá podrían haber sido distintas, y entonces mi
ánimo oscila entre la culpa y el absurdo de un cierto
mesianismo que a pesar de todo sigue contando al
momento de sopesar las eventualidades. Eventualida-
des que por su propia esencia sólo son capaces de su-
mar más y más incertidumbre.
        La batalla ancestral del bien contra el mal de-
be continuar en algún sustrato de lo real, que es mu-
cho más abarcativo de lo que casi todos creen. Y lo
peor del caso es que el mal está triunfando, sólo hay
que mirar en derredor. Mi vida va languideciendo
por pesares, frustraciones y oprobios, así que, luego
de algunos años de hipocresía, he decidido dejar este
testimonio como el sinceramiento final de un cobarde
que teme incluso a las consecuencias de su inacción,
esta mínima expresión de un aporte que pudo ser
magnífico y terminó siendo poco menos que una cró-
nica endeble e inconsistente, indigna de la menor cre-
dibilidad.
        Apelo a que alguien con atributos anímicos
mejores que los míos pueda encontrar el camino para
hacer algo allí donde yo fracasé miserablemente. Es-
ta esperanza y no otra cosa es la que me ha impulsa-
do a verter mi experiencia en este texto, que hallará
su camino si las fuerzas de lo Alto así lo disponen. A
estas fuerzas les dedico mi vida miserable y mi pro-
saica muerte. No falta ya mucho para que vuelva a
                                                   167
Gabriel Cebrián


enfrentarme con el horrible rostro de Mictlántecuhtli,
el descarnado señor de los muertos. Y esta vez no po-
dré salir huyendo como el maldito collón que me ha
tocado en suerte ser.



        Eliseo Blanchard dejó la lapicera sobre la me-
sa y estiró los fatigados músculos. Luego trató de
concentrarse para determinar si había omitido alguna
cuestión de peso en su escrito, pero advirtió que esta-
ba demasiado cansado para ello. Eran cerca de las 2
a.m., así que se dijo a sí mismo que tal vez lo haría
por la mañana.
        Puso la pava al fuego, para cebar esos mates
que poco a poco habían devenido en magro sucedá-
neo de una alimentación ya deficiente; y resignado,
como decíamos al principio, comenzó a asumir en el
cuerpo la voluntad de muerte. Tal vez Hun Ahau, en
su alto grado de conciencia, fuera a reconocerlo como
el idiota que pretendió engañarlo, y quizá también de-
bido a ello su estancia en el inframundo prolongaría
indefinidamente el escarnio. O tal vez hasta sería per-
donado, quién sabe, por tantas ingenuidades y flaque-
zas, acaso pasibles de desdeñosas piedades. Mas toda
especulación siempre lo conducía al mismo punto: el
inframundo no podía ser mucho peor que éste, en el
que los seres de la oscuridad trabajan cada vez más a
sus anchas. Sintió que era sólo otro pez atrapado en la
red del exterminio, sólo que conciente de ello. Pero e-
so no parecía constituir mucha ventaja que digamos.
168
El espejo humeante


        Y después, cuando le sobrevino la cotidiana
crisis de escepticismo, se puso a analizar -con la meti-
culosidad adquirida en miles de horas de encierro me-
ditabundo- la tesis del muchacho drogado fraudulen-
tamente por un par de locos y que alucinó mitologías
paganas. Eso lo arrojaba al absurdo de una insania i-
rredimible, por cuanto en todo caso ya se había lleva-
do lo que pudo haber sido su vida real. Y lo que aca-
baba de escribir, por ende, no era más que el testimo-
nio de una psicosis, tal vez algo atípica y con cierto
residuo ético -respondiente a imperativos de concien-
cia que desde cualquier punto de vista seguía hallando
incontrastables-. Sí, iría con ese hato de papeles a ver
a cualquier editor de revistas o de lo que fuere, para
entregarle la "verdadera" historia de alguien que fue
inculpado por un asesinato que no cometió y luego te-
nido por loco, para que los lectores puedan evaluar si
acaso un demente puede dar forma a una historia co-
mo aquella.
        Tomó unos mates, con la mirada fija en los re-
cuerdos, y luego miró el manuscrito. La primera hoja
se movía a causa de la corriente de aire que entraba
por la ventana. Había trabajado bastante, no fuera co-
sa que se volaran y luego tuviera que perder tiempo
órdenándolos. Tal vez en el cuarto de su hermana ha-
bía quedado algún sobre de papel madera, o bandas e-
lásticas, o algo con qué sujetarlas.
        Ingresó y encendió la luz. El cuarto estaba tal
y como ella lo había dejado años atrás. Eliseo sólo lo
desempolvaba de tanto en tanto, para que cuando vi-
niese a visitarlo pudiera quedarse, si quería. Abrió el
                                                    169
Gabriel Cebrián


cajoncito del escritorio y no halló nada. Fue hasta el
clóset, y cuando revisaba entre unos viejos pulóveres
y otras prendas, sus manos tocaron un objeto duro. Lo
extrajo. Era un envoltorio, que creyó reconocer y el
corazón le dio un vuelco. Rompió los papeles con fre-
nesí y allí estaba, la ocarina con forma de ave que le
habían regalado de parte de un poderoso brujo. Presa
de la emoción, con el objeto en sus manos y mirándo-
lo estupefacto, retrocedió hasta la cama y se dejó caer
sentado sobre ella. ¿Por qué su hermana nunca se la
había dado? Claro, debía haber sentido temor de agi-
tar lo que consideraba fantasías malsanas, así que la
había escondido allí, y con el tiempo lo había olvida-
do.
        Volvió al comedor con aquel objeto que por
algún motivo le traía algo parecido a una esperanza,
sensación que hacía años no tenía, y que en rigor de
verdad nunca había tenido mucho. Se sentó a la mesa,
y lo depositó a su frente. Cebó otro mate dulce y lo
tomó, sin dejar de mirar la ocarina e intentando con-
vencerse de la futilidad de albergar la menor expecta-
tiva por una simple flauta de barro, para luego no te-
ner que decepcionarse.
        Pero la ansiedad fue más fuerte; tomó la ocari-
na y -con la boca húmeda aún por la verde infusión-,
procuró tocarla, mas sólo pudo extraerle unos cuantos
sonidos soplados e inarmónicos. Ya ves, nada maravi-
lloso ha pasado, se dijo con amargura. No obstante
insistió, y al cabo de unos intentos la flauta comenzó
a prodigarle sonidos más agradables. Al menos tenía

170
El espejo humeante


algo con lo que divertirse, y quizá en el futuro hasta
podría intentar hacer algo parecido a música.
        Mientras sus dedos jugaban sobre los orificios
en el dorso y vientre del ave de barro, se dio cuenta
de que sus dolores, tanto mentales como físicos, ha-
bían cedido por completo, y eso sí que ya podía con-
siderarse un prodigio. Redobló sus esfuerzos para ha-
cer justicia musical a tales mejorías, y de veras halló
resultados, traducidos en frases inspiradas y reitera-
ciones adornadas de sugestivas síncopas, que recaían
sobre motivos que eran capaces de traslucir una extra-
ña resonancia espiritual. Entonces se dijo que tal peri-
cia no podía ser suya, que debía ser propia del fantás-
tico instrumento. Continuó canalizando de ese modo
el magnífico arte musical que le era dado ejecutar,
hasta que sintió que volvían a él las fuerzas de la ju-
ventud, más plenas aún de lo que habían sido antaño.
Era suficiente. Se incorporó, guardó la ocarina en el
bolsillo de su overol y se dirigió al espejo del baño.
Se miró sin encender la luz, al reflejo de la que llega-
ba desde el comedor, y vio que sus ojos habían recu-
perado el brillo, y las facciones firmeza. Sonrió, y se
maravilló con la blancura de sus dientes en la penum-
bra; recordó lo que le había dicho Tezcatlipoca en a-
quel volcán acaso onírico, y supo que era mucho más
que un hombre. Había visto lo que había visto, y ha-
bía estado con quienes había estado, para bien o para
mal, y eso ya nadie podía quitárselo.
        Volvió al comedor, tomó su sombrero y se lo
colocó, alardeando frente a sí mismo con cierto garbo

                                                    171
Gabriel Cebrián


intimista. Salió a la calle, y caminó decidido por la Je-
an Jaurés hacia el puente del ferrocarril.
        Al llegar, saludó con la mano a Huitzilin, que
lo estaba esperando.
        -Era hora, cabrón.
        -Más vale tarde que nunca.
        -¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?
¿Leyendo refraneros, o qué?
        -Estuve esperando que viniera a verme alguno
de los viejos amigos que me dejaron solo en la esta-
queada.
        -¡Pero si has sido tú quien dejó solo al pobre
pajarraco para que se lo chinguen los demonios! De-
berías ver cómo ha quedado, todo desplumado, pues.
Te está esperando pa’ darte las gracias personalmente.
        -La he pasado mal durante todo este tiempo,
Huitzilin…
        -Lo sé, pero es que todavía no se ha inventado
otra forma de purgar a la gente, para que pueda venir
con nosotros. Y hablando de eso, ¿nos vamos?
        -Ánda, pásale tú primero –lo remedó, e ingre-
saron al túnel. Del otro lado podía verse un resplandor
extraordinario, pero esta vez Eliseo no se sorprendió.
Su alegría, en cambio, era tan inmensa que gruesas lá-
grimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
        -Sabes lo que pasa, mano, –dijo Huitzilin, en
tanto se afanaba por seguir el paso de Eliseo, -lo malo
que tienen los reptiles es que uno siempre tiene que
andar esperándolos. Y pa’ colmo, cuando llegan, sa-
len como locos y se ponen a llorar como viejas.

172
El espejo humeante




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El espejo humeante

  • 2. Gabriel Cebrián © STALKER, 2006. [email protected] www.editorialstalker.com.ar Foto de cubierta: Uxmal, Gabriel Cebrián 2
  • 3. El espejo humeante Gabriel Cebrián El espejo humeante 3
  • 5. El espejo humeante Los hombres blancos no saben de la tierra ni del mar ni del viento de estos lugares. ¿Qué saben ellos si noviembre es bueno para quebrar los maizales? ¿Qué saben si los peces ovan en octubre y las tortugas en marzo? ¿Qué saben si en febrero hay que librar a los hijos y a las cosas buenas de los vientos del sur? Ellos gozan, sin embargo, de todo lo que producen la tierra, el mar y el viento de estos lugares. Ahora nos toca entender, cómo y en qué tiempo debemos de librarnos de este mal. Canek, leyenda Maya. 5
  • 7. El espejo humeante Primera parte Una suerte de temblor a medio camino con lo inmaterial, reflejo de sombras patinando al espejo desde el anochecer arrabalero, palillo en boca, tagar- nina entre los dedos, amargor de esputos a medio ca- mino, como el temblor. Crescendo en el silbido de la pava que indica que el agua para el mate ya llegó al indeseado hervor, como siempre, como todo en la vida, a resultas de no saber machacar la ocasión en caliente, como el fierro, según aquella copla tan vetusta como sus recuerdos. Al borde del abismo, así se sentía; con la muerte escudriñándolo desde cualquier sombrío rin- cón del rústico cuarto, uno de los dos de la humilde casa en el barrio porteño del Abasto. Esa muerte que había ido acercándosele de a poco, como el animal te- meroso que va tomando confianza y al que incluso alentamos, estirándole la mano. No como lobos que van estrechando el círculo, rezumando sus pupilas fi- jezas asesinas, no. Su muerte se aproximaba lenta- mente, procesando domesticidades, casi amanceban- dosele. No era una idea angustiante, no lo era mucho más que ese departamento sombrío, que esa vida de- clinante y también cosida con puntos de oscuridad, que esos recuerdos que afloraban una y otra vez como miasmas mentales, detritus de fantasmas ahogados en la incesante marea temporal. Pero aún debía dar unas cuantas brazadas en aquella ominosa marea memorística, y hasta sumer- 7
  • 8. Gabriel Cebrián girse, cuando estrictas necesidades así lo demandasen, para rastrear y bucear todos esos elementos que debía dejar consignados, a modo de testamento público; y que se referían a ciertos sucesos ocurridos no hace tanto, cuyos trasfondos esenciales jamás habían sido tomados con la seriedad que merecían. Y no pensaba llevárselos a la tumba, por más que ingresara a ella tomado románticamente del hombro de las parcas, bailoteando rondas o jugueteando manitas. No quería abandonar el mundo sin al menos hacer el intento de dar forma al legado que su reporte podía constituir. Se incorporó de la dura banqueta sintiendo los rigores de rigor -que así lo pensó, anticipando esas incapacidades expresivas que, prurito tan pueril, eran quizá la causa principal por la que había postergado esta casi póstuma labor para sus diez de última-, dese- chó un poco de agua hirviente -que se bifurcó, según densidades, en vapores ascendentes y fluidos descen- dentes-; agregó un poco de fría y arrimó pava y mate ya cebado a la mesa, donde papeles y lapicera lo aguardaban para comenzar una empresa que lo intimi- daba casi tanto como los recuerdos. Agregó azúcar a la infusión, que para amarga estaba la vida -y todas esas cosas ya dichas, como los recuerdos, los resabios de tabaco rancio en la saliva, etcétera-. Tembloroso de pulso y ánimo, puso manos a una obra que le insumió casi la totalidad del tiempo conciente de sus últimos días en este mundo. 8
  • 9. El espejo humeante Disculpen si no me expreso bien o no hallo las palabras adecuadas, lo cierto es que jamás pensé que algún día podía serme necesario contar con faculta- des gramaticales. Haré mi mejor esfuerzo, pero sobre todo en función de la claridad, que en este caso es crucial. El resto es solo crepitar agónico de antiguas vanidades, que se me han ido impregnando como la propia miseria, como el barro de las oscuras compo- nendas de un destino que jamás comprenderé, aunque ya, a estas alturas, poco me importa. Sé que hay un más allá, he podido comprobarlo; lo que no he podi- do despejar es esa absurdidad que signa esta existen- cia y la próxima, y las siguientes, si es que hay, cosa que ya no me consta. Mi nombre, si bien poco importa, es Eliseo Blanchard. Crecí en el barrio porteño del Abasto, y poco original fue mi infancia, así como mi primera juventud. Así es que los hechos que motivan al presente reporte, comienzan cuando, al quedar imposibilitado mi padre por un desafortunado accidente, me vi obli- gado a buscar empleo; y lo hallé prontamente, lo que me hizo pensar que grande había sido mi fortuna. Nunca una presunción más inexacta, aunque el hecho de que no haya sido afortunado a ultranza, se debe pura y exclusivamente a mis incapacidades persona- les. Mas no debo adelantarme, o me daré de bruces contra los fantasmas que quiero exorcizar, haciendo así fracasar esta catarsis in extremis, ya de por sí funambulesca, tanto en modo como en intención. Es menester que cada elemento haga su aparición tem- 9
  • 10. Gabriel Cebrián poráneamente, y no compulsado por cuestiones de tensión dramática, veleidades estilísticas o pruritos de estética; todo cuanto haga aquí su aparición sin puntual meticulosidad, sin una muy merituada dosis de oportunismo y ubicuidad, podría constituirse en el elemento caótico capaz de derrumbar este incipiente edificio hasta sus cimientos y dejarme sin siquiera la posibilidad de comunicar el prodigio del que fui tes- tigo una vez y que, agazapado en los vericuetos de u- na realidad inestable al punto de la desesperación, quizá pueda dar a otro la oportunidad que tan estúpi- damente desperdicié cuando estuvo a mi alcance. Y en función de tales preceptivas, he aquí que advierto que estoy dejando una puerta abierta a ese elemento caótico tan temido, por cuanto su conjuro exige una cierta aclaración previa, y es la de que muchos, al momento de la eventual publicación del presente, argüirán que es el producto de una mente aberrada, e incluso podrían llegar a agregar cróni- cas judiciales e historias clínicas que, presuntamente, vendrían a demostrar la insania de Eliseo Blanchard y su tendencia morbosa y paranoide respecto de cier- tos tópicos, que lo arrojaron a un estado alucinatorio casi irreversible. En respuesta a ello, básteme decir que, cansado de predicar en el desierto de una huma- nidad inconsciente y consiguiendo a cambio sólo re- cetas represivas (cuando no lisa y llanamente anula- tivas), decidí fingir la aceptación de mi delirio y la consecuente sanación del ficticio enajenamiento. Hasta hoy día, cuando con un pie ya en la tumba, nada queda de mí más que la voluntad de mostrar, a 10
  • 11. El espejo humeante quienes sean capaces de ver, la oportunidad que des- de hace algunos años se esconde en algún rincón de la selva misionera, o en un cenote yucateco, o en al- gún lugar entre ambos pero situado en otra dimen- sión; oportunidad que temo haber perdido para siem- pre y a la que seguramente estoy alejando aún más con el rumor de esta pluma, con la que no obstante intentaré dejarla latente sobre estos papeles amari- llentos. Conocí al Profesor Neftalí Szrebro una plo- miza mañana de otoño, no recuerdo exactamente la fecha. Apremiado por las circunstancias económicas que afectaban a mi familia –compuesta por mis pa- dres y una hermana menor-, leía los avisos de oferta de trabajo en el diario que alguien había abandonado en un banco de la Plaza Miserere, cuando un hombre que entonces me pareció anciano, de escaso metro sesenta de altura, cabello y barbas canos, algo en- trado en kilos y enfundado en un traje gris, se plantó frente a mí y me observó a través de los gruesos cristales de sus gafas. -Buenos días –saludé, algo incómodo. El hombre a- quél fue directamente al grano: -¿Estás buscando trabajo? -Sí, señor. ¿Sabe de alguno? -Claro que sí. Verás, necesito un asistente personal, un muchacho despierto y obediente. ¿Sabes tú de al- guno, que cumpla con esos requisitos? 11
  • 12. Gabriel Cebrián -Obediente soy, señor. Y no sé si seré muy despierto, pero le prometo hacer mi mejor esfuerzo si me tiene en cuenta. -Es una buena respuesta, por cierto. Casi te diría que estás contratado. La paga que pienso ofrecerte es muy buena, seguramente estarás de acuerdo con ella. Haríamos la prueba durante una semana, y si al cabo ambos estamos conformes, pues bien, el puesto será tuyo. -Muchas gracias, señor. -Si no tienes nada que hacer en lo inmediato, iremos a mi estudio, así lo conoces y vas poniéndote al tanto de tu tarea. Es acá nomás, a unas pocas cuadras. Caminamos en silencio, al ritmo del paso can- sino de mi empleador -que no se compadecía en lo más mínimo con mi estado de ansiedad, y me obliga- ba a esforzarme para no dejarlo atrás-. No pude evi- tar, en ese contexto, dar voz a una pregunta, que era expresión de mi zozobra: -¿Podría decirme en qué consistirá mi labor como asistente? -No te apresures. Tal vez sería bueno que an- tes de ello nos presentáramos formalmente, ¿no cre- es? Nos dijimos entonces nuestros respectivos nombres, y eso fue todo. Hasta que ingresamos en un edificio de oficinas, atravesamos un largo pasillo e ingresamos en la número 21. Constaba de una pe- queña sala de espera, dotada de mesa, silla y lám- para. De la pared frente a la puerta de ingreso colga- 12
  • 13. El espejo humeante ba una reproducción de El buey desollado, de Rem- brandt. Junto a él, y al lado izquierdo de la silla, un teléfono amurado. Más allá, la puerta hacia un am- plio despacho central; el que además del consabido escritorio -particularmente suntuoso-, contaba con u- na especie de laboratorio químico, dispuesto de modo que la luz que entraba por el amplio ventanal diera de lleno sobre él. Todo ese gran ambiente estaba pre- sidido por una voluminosa reproducción lujosamente enmarcada de El alquimista, de Joseph Wright of Derby, dato éste del que, obviamente, iba a enterar- me más tarde. Apenas me permitió un soslayo de esa oficina principal, tanto como para cumplir con una mínima formalidad. Tampoco me explicó cosa alguna respec- to de su actividad, o del propósito tanto de su bufete como del laboratorio. Szrebro simplemente me indicó que ocupara la mesa del antedespacho, en la que no tendría mucho que hacer. Sólo apersonarme a sus llamados -que efectuaría con una campanilla de ma- no-, atender las esporádicas llamadas telefónicas y consultar con él si serían o no tomadas, y hacer los recados que me indicara. Fuera de ello, debería efec- tuar cortos viajes en busca de elementos que nece- sitaría para su trabajo. Me despreocupó en el sentido que todos estos viajes serían a sitios cercanos, que podían realizarse en el día. Agregó que como tendría bastante tiempo ocioso, sería bueno que lo aprove- chase estudiando cualquier cosa que me agradara. No voy a negar que en aquel momento, como también durante los primeros tiempos de mi desempe- 13
  • 14. Gabriel Cebrián ño, estuve exultante. Y más aún lo estuve cuando después de la primera semana de trabajo recibí una paga de quinientos pesos, lo que indicaba que serían alrededor de dos mil al mes. Sólo por permanecer allí, leyendo novelas de aventuras, atendiendo espo- rádicas llamadas telefónicas o yendo a hacer las compras y trámites del simpático y generoso Profesor Szrebro. Al cabo del primer mes todo había transcu- rrido apaciblemente. Tenía suficiente dinero como para aportar significativamente a las magras arcas familiares, y aún me quedaba resto para darme algu- nos pequeños gustos, los que con el correr del tiempo y si lograba conservar ese interesante empleo, iban a ser menos pequeños, ello en cuanto algunos déficits históricos fueran siendo saldados. Así fue que mi le- altad al profesor y mi contracción a las escuetas ta- reas que me habían sido asignadas, fueron absolutas, signadas por una especial gratitud. Tanto así que co- mencé a experimentar cierta culpa por una incipiente curiosidad que comenzaba a crecer en mi interior, y que estaba dirigida al propósito de las actividades que desarrollaba mi empleador en su laboratorio. Pe- se a que trataba de reprimirla -diciéndome que no era asunto de mi incumbencia, y que el profesor pro- bablemente pagaba tan bien para asegurarse una dis- creción tan tácita como absoluta-, inconcientemente mi pensamiento recurría a especulaciones sin mayor asidero, y que se disparaban sobre todo ante cada llamada telefónica. Los interlocutores de Szrebro e- 14
  • 15. El espejo humeante ran no más de cinco o seis, y todos hablaban español con dificultad, o con marcados acentos, diferentes en- tre sí. Podía reconocer a uno con acento alemán, otro parecía de tipo árabe, y por supuesto, el infaltable angloparlante. Otros dos o tres me resultaban incla- sificables, de plano. No parecían en modo alguno a- fricanos, nórdicos ni orientales. Más bien sonaban a alguna lengua de nativos americanos; pero claro, era ésta una presunción absolutamente infundada, al me- nos por entonces. No es difícil colegir entonces que semejante babel tirada al castellano se constituyese, como de hecho lo hizo, en motivo más que suficiente para azuzar la curiosidad de alguien que por sobre todas las cosas, estaba interesado en conservar aquel trabajo tan ventajoso. Ello, mas el aparente hermetis- mo que parecía rodear a las actividades del Profesor, me llevaban a barajar hipótesis que más que nada tendían a establecer fundamentos sobre los cuales a- poyar las seguridades de mi continuidad laboral. Mas, como es evidente, no poseía los mínimos datos que me permitieran articular teorías ciertas al res- pecto. Así, todo lo que pude sacar en limpio fue que a los únicos que atendía en cada oportunidad que lla- maban era a los de acento aborigen. Y en orden de- creciente, al germano, al árabe y luego al inglés, a quien se dignaba a atender cíclicamente, y solamente al cabo de numerosas negativas previas, más o menos cada cuatro o cinco. Por lo poco que podía oír desde el antedespacho, mantenía las conversaciones en el i- dioma propio de sus interlocutores, lo que demostra- ba que además de sus aparentes quilates como hom- 15
  • 16. Gabriel Cebrián bre de ciencia, también era políglota. Y todo ello co- adyuvaba a excitar mi imaginación, aunque como ya dije, experimentaba esas lucubraciones como estig- matizadas de deslealtad, casi pecaminosamente. Ya llevaba dos meses de desempeño cuando el Profesor me dijo que debía emprender mi primer via- je. Así fue que me dirigí a San Ignacio, Provincia de Misiones, con la indicación de esperar a alguien que me contactaría en una especie de almacén-bar que estaba situado cerca de la entrada a las ruinas de las antiguas misiones jesuíticas. Me apeé del ómnibus, luego de casi trece ho- ras de viaje, y me maravillé frente a esos caminos de tierra color sangre que se internaban entre el verde profundo de la selva. Hacía mucho calor, pero la e- moción frente a semejante marco natural, adunado a la circunstancia de que nunca antes había emprendi- do un viaje más lejos de Buenos Aires que alguna in- cursión por la costa atlántica, hicieron que tanto el clima como el largo viaje fueran detalles nimios, irre- levantes de frente a la novedosa experiencia. Como el encuentro con el misterioso contacto estaba progra- mado para algo así como tres horas después de mi a- rribo, tuve tiempo para asegurarme el boleto de vuel- ta a Buenos Aires y de recorrer la pintoresca locali- dad, deteniéndome especialmente en la casa-museo donde vivió Horacio Quiroga. Y por supuesto, visité las históricas ruinas durante un crepúsculo particu- larmente bello. Sí, aquel trabajo había sido una espe- cie de regalo de Dios. Eso era lo que pensaba enton- ces; y tal vez haya sido así, de cualquier modo. 16
  • 17. El espejo humeante De camino al lugar del encuentro me sucedió algo extraño, que aunque en el momento no le conferí importancia, con el devenir de los acontecimientos, llegó a adquirir singular importancia. El hecho fue que camino al bar pasé por un puesto de venta de ar- tesanías cuyo fuerte parecían ser las ocarinas -esa especie de instrumentos aerófonos de barro a los que los guaraníes, entre otras etnias, eran tan afectos-. Todos eran de forma ovoide, como aplastados longi- tudinalmente, y la mayoría pintados con motivos zoo- lógicos, representando insectos y reptiles, además de otros decorados con signos de tipo tribal, de caracte- rísticas aborígenes. Pero había una diferente, con forma de pájaro, con las alas extendidas hacia atrás y cogote y pico estirados hacia delante. Era puro ba- rro cocido, sin pintura alguna, sólo relieves que in- sinuaban el plumaje. Nada tenía de especial más que su morfología diferente, que debe haber sido lo que llamó mi atención. La tomé para observarla mejor – cosa que no suelo hacer, debido a mi timidez consti- tutiva-, ante la mirada curiosa del anciano de ojos claros y biotipo europeo que estaba detrás del impro- visado mostrador. -¿Cuánto cuesta? -Buena pregunta. –Me respondió, y añadió e- nigmáticamente: -Aunque hubiera sido mejor pregun- tar cuánto vale. Vale muchísimo, sí señor. Tiene un valor superlativo. Pero no te costará nada, al menos en dinero. -¿Cómo dice? -Que puedes llevarla, nomás. Es un obsequio. 17
  • 18. Gabriel Cebrián -No, pero... -Mira, mozo, el artesano que me la dio lo hizo con la indicación que el primero que la tocase sería su dueño, porque era la persona que eventualmente iba a necesitarla. Y esa persona has sido tú. -No, pero no puedo aceptarla –casi balbuceé, no entendiendo del todo lo que estaba sucediendo, aunque una parte de mí se mostraba oportunista y codiciosa frente a una pieza que parecía ostentar una suerte de valor agregado de tipo espiritual -¿Y por qué se supone que podría llegar yo a necesitarla? -Me haces preguntas cuya respuesta desco- nozco. -Tal vez pudiera hablar con el artesano que la hizo, entonces. -Es un mago poderoso. No tiene tratos con la gente, quienquiera que sea. Yo sólo recojo el material y a cambio le dejo mercaderías. Ni siquiera yo puedo verlo. Y si te digo adónde hallarlo, probablemente sería tu fin, y ciertamente el mío. Así que no tienes alternativas, la tomas o la dejas. -Usted está burlándose de mí –le espeté, en u- na actitud casi inédita a tenor de las características anímicas que ya señalé; pero ello a cuento de que la situación, por alguna razón, me había alarmado bas- tante. -Como broma, se trataría de una bastante es- túpida, ¿no crees? No solamente no le encuentro mu- cha gracia, sino que además comporta una pérdida para mí. Podría habértela vendido por unos pocos pesos, los que, por otra parte, buena falta me hacen. 18
  • 19. El espejo humeante -Claro, y yo me quedaría más tranquilo si se la pago. -Pues así sería, sí. Pero no se trata de eso. Te repito, la tomas o la dejas. Y si me permites un conse- jo, simplemente te diré que será mejor en todo caso que la tengas y no la necesites, que llegues a nece- sitarla y no la tengas. -¿Y para qué se supone que podría yo necesi- tarla? -Eso no lo sé, y tampoco es asunto mío. Lo ú- nico que puedo informarte es que se trata de un “lla- mador”. -¿Un llamador? ¿Para llamar qué cosa? -Originalmente, los llamadores se utilizaban para imitar el canto de determinadas aves con el pro- pósito de darles caza. Pero luego los chamanes desa- rrollaron otros, que se supone que llaman espíritus, o entidades que no son de este mundo. -Entonces éste, sería uno de esos, ¿verdad? -Hombre, supongo que sí, pero no es cuestión mía averiguarlo. -Y yo supongo que tampoco es cuestión mía. -Sin embargo, tú has sido el primero en tocar- lo. Y por lo que yo sé, este hechicero jamás se equivo- ca. Por eso te digo, tómalo o déjalo. Es tu decisión y tu responsabilidad. Lo tomé, esperando fervorosamente que todas esas habladurías fueran sólo eso, habladurías. El sentido común y cualquier pauta de cordura estaban a favor de esa hipótesis. De todos modos, no me ani- 19
  • 20. Gabriel Cebrián mé a extraer el menor sonido de aquel extraño ins- trumento. Ya estaba anocheciendo cuando ingresé al al- macén. Solo estaban el dueño -o encargado, quizás- y tres parroquianos que bebían vino acodados sobre el mostrador. Ocupé una de las escasas mesitas y pedí un sándwich de jamón y una cerveza. Pese a la an- siedad que me causó el episodio con el vendedor de ocarinas, y a la expectativa por el encuentro que so- brevendría, tenía bastante apetito. Ya había termina- do de comer cuando hizo su llegada mi contacto, de quien no sabía yo ni su nombre de pila. Vino directo hacia mi mesa y se sentó sin pedir autorización, sin siquiera saludar. -Usted viene de parte del Profesor Neftalí –a- firmó. Se trataba de un individuo de rasgos amerin- dios, aunque vestía un traje gris de neto corte occi- dental, camisa blanca y corbata oscura. Era enjuto, tenía pelo largo y renegrido al igual que sus ojos, sesgados, que sostenían una dura mirada que se cla- vó en los míos y allí permaneció. -Sí -contesté, algo apabullado por la fijeza con la que me miraba, que le daba un aire casi alo- cado. -Entonces estará al tanto de que el asunto que nos traemos en muy delicado. Su actitud comenzó a molestarme. Y todos sa- bemos que las personalidades apocadas tienen una 20
  • 21. El espejo humeante fuerte tendencia a devenir en su contrario, estallido mediante. Conteniéndome, le respondí: -No estoy al tanto de nada; solamente de que usted debe darme algo para el Profesor Szrebro, y ya. -No es tan fácil, jovencito. -Mire, el profesor me indicó que viniera acá y esperara a alguien que me daría un recado para él. Nada más que eso. Y no encuentro por qué debería ser complicado. -Porque por ejemplo, debería yo estar seguro de que usted es lo suficientemente confiable antes de entregarle un material sumamente valioso. -No he venido hasta aquí para dar pruebas de confiabilidad. Vengo de parte del Profesor Szrebro, y eso debería ser suficiente, mi amigo. -No soy su amigo, ni lo quiero ser. -Es una forma de decir, nada más. Y tenga por cierto que de acuerdo a su actitud, yo tampoco tengo el más mínimo interés en su amistad. -Ya lo creo. Usted es blanco, de la Capital, y yo solamente soy un indio infeliz que vive en las afue- ras de un pueblo de mala muerte. -Oiga, no salga con eso... ¿de dónde saca se- mejante ocurrencia? En ningún momento pensé... -Ése es otro de los problemas, ¿ve? –Me inte- rrumpió. –Que no piensa lo que piensa. -¿Cómo dice? -Digo que yo puedo ver lo que piensa, en un nivel profundo, y usted no. Y más allá de eso, no pa- rece ser un sujeto que piense mucho, o al menos, co- rrectamente. 21
  • 22. Gabriel Cebrián -Oiga, está prejuzgando, y de una manera muy insolente. Terminemos con este asunto. -Por eso le dije, no es tan fácil. -Pero es usted quien... -Claro, claro. Los indios tenemos la culpa de todo. Somos complicados, salvajes, incultos... -¡Deje de poner en mi boca cosas que nunca dije! –Lo interrumpí ahora yo, realmente ofuscado. -...y cuando las cosas no marchan a su modo, según los códigos establecidos por los europeos o sus descendientes, adquieren ese tono autoritario con el que acaba de increparme. -Mire, amigo... -Ya le dije que no soy su amigo. -...indio, o lo que sea, con usted no se puede hablar. No entiende razones. -Déle, nomás, siga discriminando. -Yo no discrimino. Es usted quien me ha enre- dado en todo este asunto en el que no tengo arte ni parte. -Conozco ese argumento: “Yo no tengo la cul- pa si estos indios de mierda se discriminan solos”. En ningún momento había dejado de taladrar- me con su mirada, pero ya no me incomodaba tanto. Llamé al encargado y le pedí una ginebra con hielo, sin siquiera preguntar a mi contacto si deseaba tomar algo. -Bueno –le dije, copa en mano-, creo que no me interesa continuar hablando con usted. ¿Va a dar- me o no lo que sea que tiene para el Profesor Szre- bro? 22
  • 23. El espejo humeante -Primero tendrá que demostrarme que es con- fiable. Ya se lo dije. -Szrebro no me habló respecto de ninguna prueba que yo debiera dar. -Eso a mí no me importa. Ésta es una cuestión entre usted y yo. -Ve, está muy equivocado. Es una cuestión en- tre Szrebro y usted. Yo solamente soy el encargado de recoger lo que sea que usted traiga, y llevárselo. Eso es todo. -No, jovencito. Eso no es todo. Si eso fuera to- do, ya le habría dado el asunto y adiós. ¿O a poco cree que me hace feliz estar perdiendo mi tiempo con un porteño arrogante y racista? Finalmente, el estallido anímico por fin se produjo, tal vez catalizado por el par de impetuosos tragos de ginebra que me había echado sobre el litro de cerveza: -Mire, tal vez lo que voy a decirle sustente su idea de que soy racista, pero si sigue en esa vena, me veré obligado a patearle su sucio culo aborigen. El moreno sonrió ampliamente, por primera vez en nuestra entrevista. A continuación, y sin dejar de mirarme a los ojos, dijo: -Está bien, jovencito. Ha pasado la prueba. Tal vez sea un poco pusilánime, pero tiene garras que mostrar si las circunstancias lo requieren. –Estiró un objeto con forma de botella, o algo así, envuelto en papel madera y lo depositó frente a mí. –Ésta es una sustancia muy valiosa como para dejarla en manos de un flojo –añadió. 23
  • 24. Gabriel Cebrián Y se retiró, y eso fue todo. Allí quedé, algo conmocionado por tan singular personaje, con el mis- terioso paquete sobre la mesa, frente a mí. Tomé un par de ginebras más, y pregunté al bolichero por al- gún albergue para pasar la noche. No tenía ómnibus sino hasta el mediodía siguiente. Iba de camino, se- gún su indicación, por una callejuela bastante oscura y solitaria, cuando oí pasos detrás de mí. Me volví, ligeramente alarmado, pero no vi a nadie. Tal vez había entrado en alguna de las antiguas casas de la cuadra. Continué, y volví a oírlos. Esta vez me volví raudamente, en pleno escalofrío, y tampoco vi a na- die. Y como en la anterior oportunidad, el sonido de pasos cesó de inmediato. Quienquiera que fuese, no habría tenido tiempo de ingresar en ninguna vivien- da. Me agité, me quedé parado allí unos segundos, expectante, y luego emprendí nuevamente la marcha, agudizados mis sentidos por la alarma. Llegué al albergue canturreando, para evitar oír nuevamente el ominoso sonido del caminante fantasma; y debo ha- berlo conseguido, o quizá fue que había cesado, o a- caso todo había sido solamente producto de mi ima- ginación, just my imagination runnin’ away with me, -precisamente fue ese clásico del rock & roll que en- toné casi como un conjuro-. Renté un cuarto rústico pero que contaba con una cama muy cómoda y un pequeño escritorio de estilo campestre muy antiguo, sobre el cual deposité el objeto que me había dado el misterioso indígena. Estaba cansado, un poco por el viaje y sobre todo por las últimas dos horas, que ha- 24
  • 25. El espejo humeante bían sido tensas, así que me arrojé de espaldas sobre la cama y creo que me quedé dormido con todo y za- patos. Y con la boca abierta, en orden a lo que su- cedió luego, y que vino a hilvanarse en lo que sería u- na retahíla de sucesos angustiosos. En la frontera en- tre sueño y vigilia tuve la pavorosa sensación de que alguien estaba soplando dentro de mi boca. La cerré tan fuerte que mis dientes se entrechocaron, y me do- lió bastante. Me incorporé agitado, pero en la pe- numbra del cuarto no parecía haber nadie, igual que había sucedido en la callejuela rato antes. Me dije que aquella sensación había sido producto de un sue- ño, al menos de una ensoñación, pero había sido tan vívida que tal argumentación no conseguía afirmarse en mi conciencia. Es más, un regusto amargo muy fuerte e inexplicable crecía en mi boca. Encendí la luz y traté de convencerme de que todo aquello era sólo producto de sugestión, trampas de una mente estimulada por la novedad del viaje y los sucesos que habían tenido lugar desde mi arribo a San Ignacio. Me conminé a tranquilizarme, toda vez que el nerviosismo bien podía inducirme a otras experien- cias alucinatorias, arrojándome así a una vorágine que podía desembocar en pánico. De hecho jadeaba, mi ritmo cardíaco estaba por demás acelerado y ade- más sudaba frío. Así que respiré profundo e intenté volver a la normalidad, aunque más no fuera mis procesos fisiológicos. Pero ese intento duró apenas u- nos instantes, sólo hasta que oí las voces y me quedé tieso como una estaca: 25
  • 26. Gabriel Cebrián <He’s got the stuff. ¿May I kill him, now? > <No, not yet. We`ve wait for a while. > <We can kill the boy and take his money, to simulate a robbery… > <Shure, but I told you, is not the time. Be pa- tient. > <Okay, as you said. You’re in charge.> Si bien pude oírlos con total claridad, mi de- ficiente inglés me permitió interpretar lo que acabo de transcribir, palabra más, palabra menos. No creo necesario consignar la zozobra que tales voces me provocaron, aunque sí quiero destacar la circunstan- cia de que no supe entonces desde dónde provenían. Sonaban claras y distintas, pero no por ello pude distinguir a ciencia cierta si me llegaban desde el pasillo, o estaban en mi cabeza, o dentro del cuarto. Ésta última posibilidad era desquiciante, pero pare- cía ser la más probable, a tenor de la claridad e in- mediatez con la que las había percibido. Y además tal posibilidad se compadecía con el extraño soplido en mi boca. Para colmo habían hablado de liquidarme, por lo que el asunto tomaba un cariz desesperante. Examiné cada rincón del cuarto, esperando ver algún agujero en la mampostería, o cualquier otra cosa que permitiese inferir recovecos acústicos que eventual- mente causaran esa escucha tan fidedigna de voces que por fuerza no debían haberse oído del modo que lo hice. No hallé nada anormal. Así que fui al baño a lavarme la cara y beber un poco de agua, más que nada para tranquilizarme. Mientras bebía, traté de 26
  • 27. El espejo humeante volver mentalmente sobre la hipótesis de la sugestión, y casi había logrado convencerme de que mi sistema nervioso excitado estaba jugándome una mala pasa- da, cuando me enderecé y tuve una visión que casi me mata del susto: en el espejo, justo detrás de mi hom- bro derecho, vi un rostro en sombras; un rostro cuya expresión, a pesar de lo sombrío, ostentaba una ma- lignidad evidente, una especie de odio, locura y de- terminación asesina conjugados en un rictus pavoro- so. Se desvaneció de inmediato, pero no así el sobre- salto que me produjo y que casi me hace orinar en los pantalones. ¿Estaba volviéndome loco, así, de repen- te, y sin una razón definida? ¿O era acaso que el Profesor Szrebro me había metido en un atolladero de alcances insospechables? Ya no me parecía aquel viejo bonachón y generoso, y tampoco mi trabajo lu- cía, de buenas a primeras, como la bendición que ha- bía supuesto. Ahora parecía encajar todo: las reser- vas del viejo respecto de la índole de su trabajo, la generosa paga, la confidencialidad... al parecer era yo un agente tan inconciente como descartable. El te- mor cedió su espacio a la ira, y deseé fervorosamente ir a encararme con el viejo, exigirle precisiones acer- ca de lo que estaba ocurriendo y de paso, cantarle cuatro frescas. De nuevo en el cuarto vi los dos extraños pa- quetes que había depositado sobre el pequeño escri- torio. El desarrollo de los acontecimientos parecía darle la razón al individuo que me había obsequiado el supuesto llamador de entidades espirituales. Nun- ca, hasta ese momento, había sido yo proclive a to- 27
  • 28. Gabriel Cebrián mar en cuenta seriamente asuntos de esa índole, así que contaba al menos con una disposición de ánimo que tendía a minimizar las posibilidades esotéricas, y eso me inducía a parapetarme detrás de pautas racio- nalistas que, gracias a la falta de nuevos avatares, ganaban terreno en mi mente. Al cabo de unos minu- tos me estaba fustigando a mí mismo, reprochándome por ser tan sugestionable y abandonarme sin más a supercherías pueriles, llegando al punto de alucinar de puro cobarde. Al día siguiente estaría de nuevo en Buenos Aires, entregaría el paquete a Szrebro y le contaría si no todo, buena parte de lo que había ex- perimentado, tratando de ese modo de averiguar si había o no algo anormal en sus investigaciones. Pero aún así, me cuidaría mucho de poner en riesgo mi continuidad laboral en función de albures tan trucu- lentos. Bastante más tranquilo, y casi definitivamente convencido de haber reaccionado desmesuradamente a estímulos imaginarios, producidos por una extraña concatenación de experiencias novedosas y circuns- tancias atípicas, volví a arrojarme sobre la cama; eso sí, dejando la lámpara encendida, recostado sobre el flanco y con la boca bien cerrada. Luego de un rato de rumiar los eventos del día, por fin el agotamiento me indujo al sueño. Un sueño plagado de fantasma- gorías tan profusas como difusas, tanto más inquie- tantes cuanto indefinidas. 28
  • 29. El espejo humeante Arribé a la Estación Retiro ya pasada la me- dianoche, y me dirigí directamente hacia el domicilio particular de Szrebro. Sabía adónde vivía por haber visto su dirección innumerables veces en las facturas de bienes y servicios cuyo pago estaba a mi cargo, y no era lejos, tanto de la Estación como de sus ofi- cinas. El impacto de los sucesos de San Ignacio había sido mayor durante el viaje de regreso, cuando tuve oportunidad de analizarlos con más tiempo y mayor tranquilidad. No podía ni quería aguardar hasta el día siguiente para hablar con el Profesor. Toqué a la puerta de una casa de estilo colonial, de aspecto se- ñorial pero sobrio. A poco descorrió la mirilla y lue- go abrió la puerta; no parecía haber estado durmien- do, puesto que estaba vestido y visiblemente despabi- lado. No se sorprendió de verme, sino que, por el contrario, pareció alegrarse. Me hizo pasar a la sala -también austera pero amueblada con muy buen gus- to y decorada con reproducciones de pinturas tan a- gradables como las de su estudio-, y me ofreció café. Acepté, ciertamente me hacía falta uno. -Disculpe que me haya tomado el atrevimiento de venir a su casa, y más aún a estas horas de la no- che –comencé a explicarme. -Has hecho muy bien, Eliseo. No hay ningún inconveniente. Es más, esperaba ansiosamente volver a tomar contacto contigo. ¿Cómo te ha ido en tu via- je? ¿Ha salido todo bien? –No pudo evitar que sus preguntas denotaran cierta urgencia. -Sí, creo que sí –respondí, dejando un resqui- cio por el cual infiltrar las cuestiones que atosigaban 29
  • 30. Gabriel Cebrián mi mente. –Aquí tengo lo que el extraño individuo ése me dio para usted –le informé, mientras abría mi mo- chila y buscaba el recipiente. -Ah, qué bien. ¿Un individuo extraño, dices? -¿Acaso no lo conoce? -No demasiado; pero tanto personalmente, co- mo por teléfono o por correspondencia, me ha pare- cido una persona de lo más común. -Pues créame que no lo es. El poco tiempo que estuve con él se comportó de modo muy extraño – dije, mientras estiraba hacia él el paquete, que tomó con sumo cuidado, como temiendo que fuera a caér- sele o quién sabe qué cosa. Mientras iba a depositar- lo sobre un escritorio junto a la ventana, preguntó: -Ah, ¿sí? ¿Qué hizo? -Fustigarme, insolentarse, acusarme de imbé- cil, racista y toda suerte de cosas que no tenían más asidero que su imaginación, febril por cierto. Incluso pretendió someterme a prueba. -¿Dudó que hayas ido de mi parte? -No, o al menos no dijo eso. En realidad, puso en duda mi capacidad para ocuparme de una sub- stancia extraordinaria como parece ser esa que le traje. No fue sino hasta que me hizo estallar que dejó de recaer en sus comentarios denigrantes. -Lamento que eso haya ocurrido. En ningún momento pensé que fuera capaz de una actitud seme- jante. -No lo lamente, Profesor, no es para tanto. Se lo comento simplemente para que esté al tanto, no me estoy quejando ni mucho menos. 30
  • 31. El espejo humeante -No, claro, claro, eres un muchacho muy com- prensivo. -Y sin embargo, hay cosas que no comprendo. Szrebro me clavó sus ojillos azules durante u- nos instantes, como sopesando los alcances de mi in- sinuación. Luego me preguntó: -¿A qué te refieres? -Mire, Profesor, voy a ser muy franco con us- ted. Le aseguro que soy una persona leal y que valoro mucho el trabajo que me ha dado; no quisiera que por ventura vaya a tomar a mal lo que me gustaría decirle. No se trata de curiosidad, ni de intromisión. Es sólo que... -Te entiendo perfectamente –me interrumpió. –Y seguramente vas a ser tú quien deba perdonarme. Verás, necesitaba de tus servicios, y por eso me atreví a contratarte, pero mi intención fue y aún es mante- nerte al margen de ciertas cuestiones, pero veo que gracias al imbécil ése de Albarracín, tal vez ya sea demasiado tarde. Está de más que consigne aquí la profunda impresión que me causó aquella especie de exordio, formulado desde el más sensible abatimiento. Quise pedirle que dijera de una buena vez en qué demonios me había involucrado, pero no hallé mi voz, turbado como estaba. Sin embargo Szrebro, tal vez consciente de mi atormentado interior, sirvió los cafés y prosi- guió con una serie de explicaciones, las que cierta- mente me debía: 31
  • 32. Gabriel Cebrián -No puedo decirte cómo y cuándo comenzó to- do este asunto; quizás, o mejor dicho seguramente, hace miles de años. Lo cierto es que para nosotros comienza hace alrededor de cuatrocientos cincuen- ta... -¿Tiene alguna bebida fuerte? -Sí, brandy. -Sírvame un buen tanto, si no es molestia. -Está bien, también tomaré un poco. Me ayu- dará a dar orden y sentido a un relato tan extraño que si no fuera por las evidencias, lo asimilaría a una fantasía aberrada. -Mire, después de lo que me ocurrió en San Ignacio, creo que podré prestar mejores oídos a esa historia. -Tal vez será mejor, entonces, que me cuentes tú primero qué fue lo que te ocurrió. -Temo que así condicionaré su reporte, y sien- to necesidad de que sea usted absolutamente franco con lo que tiene que decirme. -Supongo que a contrario, porque de ese mo- do tal vez tenga menos reservas, aún inconscientes, para trasmitirte el asunto tal y como es, al menos desde mi perspectiva. Le conté todo con lujo de detalles, y escuchó atentamente, mostrando claros signos de preocupa- ción en los tramos más álgidos. Cuando hube con- cluido, meneó la cabeza, y ese gesto me confirmó que había ingresado yo en un terreno de difícil, sino im- posible, retorno. 32
  • 33. El espejo humeante -¿Estoy en problemas? –Pregunté, verdadera- mente alarmado. -No sé qué decirte. Puede que sí, puede que no sea para tanto. El hecho es que no sé a ciencia cierta si la cuestión comporta un peligro mortal, o queda en la superficie de una vieja superchería neo- lítica. Mas de algún modo, todo en la vida parece a- justarse a problemáticas análogas. Esta misma copa de brandy puede ser sólo un trago inocente, o un estí- mulo para el ánimo decaído, o para infundir coraje; pero también puede ser el primer peldaño de una es- cala descendente hacia el alcoholismo, la decadencia y la cirrosis. -Claro, profesor, pero ésos son enemigos mu- cho más concretos y manejables que fuerzas espiri- tuales desconocidas, ¿no lo cree? –Relativicé su ar- gumento, desde la nueva posición menos dependiente y sumisa a la que el derrotero de los acontecimientos me había elevado. -Puede ser como tú dices, pero el hecho de haber vivido en peligro durante mucho tiempo me ha llevado a tomar las cosas de otro modo. Uno se acos- tumbra a todo. Pero voy a ir poniéndote en tema, aunque sea un poco, para que consideres por ti mis- mo si el asunto es tan grave o no lo es. Verás, hace muchos años, en la misión cuyas ruinas acabas de visitar, uno de los sacerdotes jesuitas que cumplía con su labor evangelizadora entre los guaraníes, ca- minaba por la selva en busca de setas cuando oyó u- nos quejidos en la espesura. Se dirigió hacia el lugar desde el que provenían y halló un aborigen que en 33
  • 34. Gabriel Cebrián modo alguno era del tipo étnico de los de por allí. Te- nía el cuerpo lleno de magulladuras y quemaduras, y ardía en fiebre. Sin dudarlo ni un instante, y en fun- ción de los valores morales de su orden, lo cargó y lo llevó a la misión. Fue nomás ingresar que toda la in- diada dejó de lado los quehaceres propios de la hora y se arracimó en torno a ellos. Ninguno, ni siquiera los ancianos, había visto jamás a individuos como a- quél, un moreno de pequeña estatura y ojos más ses- gados aún que los de los guaraníes. Tampoco habían visto jamás ropas coloridas como las que cubrían el maltratado cuerpo. El hombrecillo, a pesar de los do- lores y la fiebre, los escudriñaba con especial deteni- miento. El sacerdote lo llevó hasta sus aposentos, lo depositó sobre su propia cama y le dio de beber agua con una cucharilla, con muchísimo cuidado y esmero. Temía que el extranjero fuera a morirse deshidrata- do. Luego, descorrió los ropajes y vio que la piel es- taba estragada varios lugares, y que el dibujo que formaban las heridas sugería que había sido víctima de quemaduras realizadas intencionalmente; daba la impresión de que el pobre diablo había sido sometido a torturas inhumanas. Lo lavó con aplicación, tratan- do de evitar que la infección ya declarada continuara agravándose. A poco advirtió que sus escasas medi- cinas y su limitado conocimiento de las artes curati- vas probablemente no alcanzarían para salvarlo, así que dejó al pequeño enfermo temblando y convulsio- nando en su cama, y fue a pedir ayuda al médico bru- jo de la tribu. Grande fue su sorpresa al recibir de éste una negativa total e irreductible, formulada de 34
  • 35. El espejo humeante mala manera y sin mediar explicación alguna, ni aún ante los reclamos y las argumentaciones del piadoso hombre de fe. Ante tal situación, pidió ayuda al caci- que, pero tampoco halló resultados, aunque sí ciertas explicaciones, que no resultaron nada tranquilizado- ras. El cacique le dijo que el hombrecillo era un bru- jo poderoso, y que había llegado allí desde el lugar de donde nadie retorna. “¿Qué lugar es ése?” Preguntó el sacerdote. “Nunca estuve allí”, respondió el cacique, “pero creo que es el lugar al que ustedes llaman in- fierno”. -Tras lo cual, y a pesar del esfuerzo, no pudo el piadoso hombre de fe precisar nada más. Cons- piraban contra ello las diferencias radicales de sus cosmovisiones y, por supuesto, las barreras idiomáti- cas. Ni siquiera pudo aclarar cómo había sabido el cacique lo que creía saber, aunque consideró que se trataba de meras suposiciones, propias del pensa- miento supersticioso de aquellas gentes. Por tres días el buen jesuita cuidó del miste- rioso hombrecillo, desatendiendo toda otra cuestión que no fuese ésa, a la que consideraba una obliga- ción insoslayable de caridad. Y en las pocas ocasio- nes que salió de sus aposentos advirtió que los indios del asentamiento lo miraban con recelo, sin preocu- parse en lo mínimo por disimularlo. Luego de esos tres días, la fiebre había cedido, el paciente lucía mu- cho mejor y hasta era capaz de ingerir caldo de car- ne. Pero la situación lo obligó a varios conciliábulos con sus superiores –ya fuera el Corregidor, los miem- 35
  • 36. Gabriel Cebrián bros de Consejo de Indias o los demás religiosos-, y apenas si pudo mantener al moribundo bajo sus cui- dados, a base de argumentaciones humanitarias casi imposibles de contrariar sin entrar en contradicción con los principios fundamentales de su Orden. Al anochecer del tercer día, cuando el sacer- dote tomaba la cena frugal de costumbre, oyó que el hombrecillo a sus espaldas decía: “Gracias, buen hombre.” -Dio un respingo y trató de domeñar el galope cardíaco que la frase, dicha en perfecto español, le había provocado. “¿Acaso... hablas español?” preguntó anona- dado. “Sí, lo he aprendido de los hombres de metal que llegaron desde el mar, allí, en mi tierra, muy al norte de aquí.” “Veo que estás mucho mejor...” “Tal vez, desde tu punto de vista.” “¿Qué quieres decir?” “Que seguramente estaría mejor si pudiera morir de una vez, y ya.” “¿Cómo puedes hablar de tal suerte?” “Tal vez lo entenderías luego de vivir más de dos milenios, como yo lo he hecho.” -Entonces el sacerdote pensó que la fiebre y el sufrimiento habían sido demasiado para aquel pobre hombre anciano y enclenque. 36
  • 37. El espejo humeante “Tal vez, tal vez...” concedió, con conniven- cia, respetando el desvarío febril, o senil, o ambos a la vez. “No me tengas la cuerda” observó el anciano, con rudeza. “Lamentablemente para mí, estoy en ple- no uso de mis facultades.” -Entonces el jesuita recordó todos los prodi- gios y leyendas que había visto y oído en esas nuevas y extrañísimas tierras, y por un momento cruzó por su mente la alocada idea de que el viejo podía estar di- ciendo la verdad. Dios se mueve en modos misterio- sos, se recordó a sí mismo, abriendo su corazón al extraño con una inocencia que no dejó de sentir como sagrada. “Parece que tienes mucho que contar” dijo al fin, habilitándole tal posibilidad. -El pequeño anciano levantó su torso, dejó sus pies colgando al borde del camastro, se estiró como quien acaba de gozar de un descanso reparador, y respondió: “Tal vez tenga mucho que contar, sí; pero quien oiga mi historia puede verse inmerso en un drama de proporciones universales. Y justo tú, hom- bre benévolo y piadoso, pareces ser quien debe oír algo de lo que cualquier mortal, por cabal o valeroso que sea, huiría como de la peste. Déjame verte” dijo, mientras concentraba sus ojos semicerrados en la persona del Jesuita. “Sí, pues. Has cargado poca ba- sura en tu vida, y la poca que llevas apenas si con- siste teniendo en cuenta la grandeza de tu alma. No 37
  • 38. Gabriel Cebrián en vano he sido devuelto aquí, y has sido tú quien me ha hallado. Espero que tengas bastante aceite en tu lámpara. Lo que tengo para contarte puede llevar un buen rato.” -Y a continuación, el anciano comenzó a contar su historia. “Casi he olvidado ya mi nombre, perdido en las brumas de una extensa memoria. Soy Tezcatlipo- ca1, fundador de la estirpe de los Toltecas. Tal vez e- so no te diga nada, pero ha sido mi linaje el que ha llevado la llama del conocimiento a lo largo de más de dos mil años, y ha sido también depositario de la llave que sella la puerta del mundo de los demonios.” -El jesuita pensó entonces que el hombrecillo o bien desvariaba, o bien era una suerte de Jesucristo americano. Se dispuso a seguir escuchándolo con a- tención plena, a fin de dilucidar cuál de los supuestos era el correcto. Si bien era un hombre cuya fe se ha- bía cimentado según los cánones más ortodoxos, el trato con las culturas americanas había conferido a sus estructuras mentales una elasticidad impensable años atrás, en su tierra natal. “Nací entre los Olmecas, en el centro ceremo- nial de Tres Zapotes. Mi padre, Ometeotl, era un hombre poderoso, y sobre sus espaldas pesaba la res- ponsabilidad del bienestar material de nuestra gente. 1 Espejo humeante. 38
  • 39. El espejo humeante No era un hombre de talante espiritual, era un hom- bre práctico; y yo hubiera seguido sus pasos si no hu- biese sucedido lo que sucedió. Cierto día, cuando yo contaba con cinco años, más o menos, mi padre de- cidió llevarme en un viaje de negocios hacia el orien- te, en busca de sal, la que obtenía a cambio de frijo- les, cacao y estatuillas de jade. La sal de esa zona era la mejor, y mucho muy apropiada para fijar las tintu- ras de las fibras vegetales con las cuales teñíamos nuestros ropajes. Mientras mi padre estaba ocupado entre protocolos y regateos, un ave portentosa llamó mi atención. Me miraba, mientras se contoneaba co- mo voluptuosamente, provocando iridiscencias hip- notizadoras sobre su plumaje negro brillante. Fue de- masiado para mí. No pude menos que seguirla cuan- do se escabulló entre la maleza, siempre perdiéndola de vista y volviéndola a ver unos pasos más allá, co- mo si desapareciese y volviera a aparecer, cada vez más bella, cada vez más mágica, onírica, irreal. No sé cuánto tiempo perseguí, embelesado, a la portento- sa ave; lo cierto es que cuando de alguna manera conseguí romper el embrujo, temí haberme alejado demasiado de mi padre y sus ayudantes, por lo que me volví y grande fue mi sorpresa cuando no pude ver el pueblo, ni referencia alguna del lugar en el cual había estado sólo unos cuantos segundos antes. Estaba solo, en medio de un chaparral que se exten- día hasta el horizonte en cualquier dirección que mi- rase. La sorpresa dio lugar al miedo, de modo que rompí en llanto y comencé a llamar a mi padre.” 39
  • 40. Gabriel Cebrián “No sé cuánto tiempo estuve allí plañendo, lla- mando a mi padre a gritos, desesperando. Hasta que oí unas risillas y volví a espantarme. Parecían risas de niños, pero no podía ver a nadie por allí. Luego se sumaron escarceos en el matorral, a mi derredor, al parecer provocados por remolinos de aire. Presa del pánico, ahora sólo sollozaba quedamente, mientras los remolinos y las risas arreciaban. Sentí un impacto en la espalda. Alguien me había aventado una piedra. Me volví y vi a un individuo de mi misma estatura, vestido como los campesinos de la zona. Era de mi tamaño, pero adulto. Pero eso no era lo más extraño, lo más extraño era su rostro. Estaba cubierto por un pelaje corto, tupido y grisáceo, y sus ojos muy redon- dos y puro iris, junto a una especie de hocico, le da- ban expresión gatuna. Hubo otros remolinos, y a po- co varios de aquellos duendes me rodearon. Me escu- driñaban, con grandes sonrisas dibujadas en esos rostros que yo hallaba antinaturales, monstruosos. El que apareció primero me tomó de la mano y me con- dujo hasta un cerro, en el que había varias cavernas que eran sus hogares. Fue entonces que me di cuenta que siguiendo a la portentosa ave había ingresado en otro cemanahuatl2, ya que momentos antes, cuando había mirado en derredor tratando de hallar el lugar adonde había dejado a mi padre, aquel cerro no ha- bía estado allí. Sólo había visto planicie y chapa- rral.” 2 Mundo. 40
  • 41. El espejo humeante “Esas fantásticas criaturas se llamaban a sí mismas Aluxes, y yo fui el primer hombre de este ci- clo en recibir su enseñanza. Pasé mucho tiempo con ellos, aunque no podría decir cuánto, porque mi exis- tencia en ese plano se parecía mucho a un sueño. No obstante fui instruido en varias artes y ciencias, al- gunas de ellas vedadas a los hombres comunes por más esfuerzo o voluntad que pongan, tanto ellos co- mo quienes pretendan instruirlos. Luego fue tiempo de volver a vivir entre los hombres, y llevarles los te- soros de conocimiento que aprendí entre los Aluxes. Créeme si te digo que cada persona que traté luego de este maravilloso e iniciático entrenamiento, me pareció inconsistente, vana, pueril, en comparación con los maravillosos hombrecillos de aquellos para- jes de ensueño. Todo eran egoísmos, pasiones, bruta- lidad, avaricia, en fin... sin embargo pude fundar y establecer un linaje de sabios, a quienes llamé Tolte- cas, y en cuya compañía este mundo parecía menos salvaje y horrendo. Fui adorado y temido por mi gen- te, tanto así que me dieron el nombre que aún llevo por cuanto mi mera presencia les arrojaba el reflejo de su imperfección, instando a los mejores a superar- se y emprender la senda del conocimiento, pero arro- jando a la mayoría a verdaderas simas de desespe- ranza.” “Mi linaje creció, en número y calidad, y pron- to no hubo pueblo de la gran comarca que no tuviera como guía a uno o varios de los nuestros. Emprendi- mos viajes por reinos de conciencia desconocidos y tomamos contacto con seres tan extraños que ni si- 41
  • 42. Gabriel Cebrián quiera imaginar podrías. Por un tiempo conseguimos que todo floreciera y que los dioses de la luz tuvieran sus veneraciones apropiadas, tanto así que erigimos una esplendorosa ciudad en su honor en el que luego se llamaría Valle de Teotihuacán, en un todo de a- cuerdo con las instrucciones que nos habían sido impartidas por las jerarquías más altas en nuestro peregrinar por los confines del infinito. Y todo conti- nuó de esa suerte, los videntes atestiguaban la volun- tad de lo Alto y las gentes, piadosa y benévolamente, evolucionaban y mejoraban día a día su relación con la tierra.” “Hasta que un buen día, luego de oficiar sacri- ficio a Tláloc, me dirigía a descansar cuando el aire comenzó a arremolinarse a mi paso. Mi corazón brin- có de júbilo, ya que pude ver a Huitzilin, el Alux que me había abierto las puertas del conocimiento. Pero la alegría del reencuentro duró muy poco, por cuanto traía consigo malas noticias.” El Señor Tláloc ha sido magnánimo conmigo, le dije, ya que luego de elevarle ofrenda me permite ver a mi buen amigo Huitzilin. Pequeño habitante de Olman, ahora llamado Tezcatlipoca, igualmente feliz estaría yo de verte, si no me trajeran hasta ti vientos de muerte. ¿De qué hablas? Nunca los hombres han esta- do mejor, y rinden cuidadosamente los debidos hono- res a los dioses. Mira la ciudad que hemos construido en su nombre. ¿Por qué habrían ellos de castigarnos? Éste vuestro mundo es muy grande, pequeño habitante de Olman, y no en todos los sitios los hom- 42
  • 43. El espejo humeante bres son tan justos como aquí. Allende el agua salada grande las cosas son muy distintas. Son tantas sus blasfemias y sus maldades que los demonios del in- framundo están a punto de violentar el Miquiztli Ca- lacoayan3. ¿Qué cosa dices? Digo que luego de observar toda clase de ma- sacres, pestes y guerras de codicia, el Dios de Dioses Hunab-Ku les envió en carne y sangre a Itzám-Ná, su hijo, para intentar enderezar las cosas, y estos impíos no tuvieron mejor idea que someterlo a torturas y luego acabar con su cuerpo terrenal. Entonces los vi- dentes de mi raza se reunieron y concentraron su e- sencia, hasta que consiguieron comunicarse con Hun Ahau, el Príncipe de los demonios del Mictlán4. Lue- go de beber ceremonialmente licores de texometl y fumar apipiltzin cuidadosamente preparados por nuestros maestros yerberos, Hun Ahau se dignó a in- formar a las proyecciones astrales de nuestros sabios videntes, así que les dijo: ‘Pequeños guardianes de la milpa humana, creo a- divinar por qué han emprendido un viaje tan inde- seado por vosotros, y ciertamente azaroso. Vienen a pedir por los tlacameh5. Sólo una cosa puedo de- ciros: mientras que el nagual iquizayo6 crece y se 3 Portal de la muerte. 4 Infierno. 5 hombres. 6 Nagual oriental. El nagual sería -entre otras muchas funciones y atributos- el componente universal que se asimila a la bestia 43
  • 44. Gabriel Cebrián hace uno con sus cuerpos superiores, el nagual ica- laquini7 a punto está de desaparecer. Y casi ni pue- do controlar a mis Tzitzimine8, que arden en dese- os de conquistar los últimos vestigios de voluntad que les resta a vuestros tlacameh.’ Eso dijo Hun Ahau a los videntes Aluxes, pe- queño habitante de Olman. Y ellos llegaron a la con- clusión que la pérdida del nagual de nuestro pueblo se debe a las enseñanzas que te encomendamos difundir. Como has dicho muy bien, las gentes son piadosas, serviciales a los dioses y justas, pero se están que- dando sin voluntad. En tiempos como éstos el nagual cordero será fácilmente borrado de la faz de la tierra. Y con él, se irá el conocimiento. Y con él, los Tzitzi- mine y todos los monstruos del Mictlán devorarán la milpa humana y abonarán con las heces todo su mun- do de pesadilla. Mi querido Huitzilin, le dije entonces, mucho me perturban tus noticias, y mucho más la responsa- bilidad de haber contribuido a la pérdida del nagual de mi gente. No es tu responsabilidad, es consecuencia del extravío del juicio de nuestros videntes, que te envia- ron a difundir la cultura tolteca en el momento menos adecuado para ello. Tan desolados estaban nuestros depositaria de todas las pasiones bajas e instintivas, a la vez que de la voluntad que motoriza toda obra. 7 Occidental. 8 Monstruos infernales con forma de esqueletos que causarán el fin de este ciclo. 44
  • 45. El espejo humeante videntes que llegaron, como te conté, a aventurar sus energías a la propia guarida de Hun Ahau. Pudieron traer de nuevo sus cuerpos de luz, eso sí, pero ello fue después de que les fuera requerida una prenda. Una prenda muy dolorosa, a la que primero se negaron, pero luego la dejaron a tu criterio, pequeño habitante de Olman, hoy llamado Tezcatlipoca. ¿A mi criterio? Le pregunté, sorprendido. ¿Qué podría sugerir yo a los videntes Aluxes, que han sido precisamente quienes me han enseñado lo poco que sé? Tú eres esa prenda, Tezcatlipoca. Hun Ahau te reclama. Caso contrario, vendrá por las conciencias de nuestros videntes. En caso que aceptes ofrendarte, deberás volver a mi tierra a prepararte para el aciago viaje, que tendrá lugar en el día fuera del tiempo de nuestro Tzolkin9, cuando podrás alcanzar la octava que te elevará a las dimensiones superiores. ¿Qué me esperará entonces, mi buen Huitzi- lin? Inquirí, ahora abatido. Ojalá lo supiera, aunque sospecho que el mali- cioso Hun Ahau nada bueno debe traerse. No puedo negarme, tú lo sabes. Tu destino, pequeño habitante de Olman, hoy llamado Tezcatlipoca, es destino de grandeza, Eso sí lo sé, y lo saben nuestros videntes. Pero también sa- bemos que un destino como el tuyo sólo se realiza con sacrificios dignos de un verdadero Dios. 9 Calendario Sagrado Maya. 45
  • 46. Gabriel Cebrián “Así fue que volví a la tierra de los Aluxes, donde fui recibido con todos los honores. Pero no hu- bo mucho tiempo para ello. Los sabios videntes, a- provechando el impulso que mi energía cobraba en a- quellos parajes de ensueño, me dieron de fumar api- piltzin y me mostraron mi nagual, que resultó ser te- colote10 y ello explicó una de las razones por las cua- les el Maligno Hun Ahau me reclamaba. Mientras aprendía a manejar mejor mis cuerpos superiores, re- cibí las enseñanzas y la información que necesitaba para cumplir con mi destino. Supe que mi nagual ha- bía mermado tanto o más que el de las gentes a las que había brindado enseñanza, así que tuve que re- constituirlo alocadamente, sin pausa, entre viajes que aún hoy, depués de milenios de visión, casi ni puedo imaginarlos, mucho menos recordarlos. Y supe tam- bién que los seres oscuros que incitan al nagual de los hombres muy pronto avivarían la flama egoísta de varios de mis sacerdotes, que iniciarían guerras tan sólo para apropiarse de mi legado espiritual; tal exa- cerbación funcionaría como las hierbas que en prin- cipio te envenenan para más luego curarte. Y aprendí además que los hombres nos creemos dueños absolu- tos de nuestra conciencia y decisiones, cuando en re- alidad somos meros instrumentos en manos de Quet- 10 Búho, mensajero del mundo tenebroso. Quien lo tiene por nagual muestra especial facilidad para hechicería y nigromancia. 46
  • 47. El espejo humeante zalcóatl, o Kukulcan, y Hun Ahau; simples piezas de un patolli11 cósmico.” “Entre vorágines y adiestramientos vislumbré el futuro de los hombres de la comarca. Orgías de sangre se desatarían en los sacrificios, propios de los cultos naguálicos violentamente renacidos; miles y miles de desdichados serían abiertos por las hojas de obsidiana y arrancados sus corazones palpitantes, otros morirían ahogados o arrojados al fuego, algu- nos más víctimas de flechamientos o despellejados. Se iniciarían guerras con el sólo fin de alimentar de san- gre y entrañas a los dioses desbocados. Y supe tam- bién que todo aquel desvarío sería el resultado de mis acciones futuras. Y aunque fuesen necesarias para preservar un equilibrio superior, no dejaban de ator- mentar una conciencia espiritual que mi nagual aún no había conseguido extinguir totalmente. Sería yo quien iniciaría el ciclo de bestialización del pueblo de la gran comarca, quien desharía lo que durante mu- chos años había luchado por conseguir, de una ma- nera drástica y completa. Aunque aún no sabía cómo iba a hacerlo.” “Pero pronto llegó el momento de saberlo. Me vestí ritualmente con ropajes tejidos por las mujeres Aluxes, tan magnificentes que me veía como un dios, comí todos los frutos sagrados y bebí y fumé carne y sangre de los dioses. Luego fui al pilar central del 11 Especie de juego de la oca, en el que se utilizaban un tablero en forma de cruz, piedras de colores y frijoles pintados a modo de dados. 47
  • 48. Gabriel Cebrián templo que los Aluxes habían levantado para la oca- sión, me senté y encontré mi grado máximo de con- centración, mientras los videntes, dispuestos en torno a mí, me prestaban su energía para guiarme en el viaje al Mictlán. De pronto todo se oscureció, y volé en mis alas de tecolote a través de un inmenso y ser- penteante tun zaat12 de cuevas tenebrosas, tapizadas con las sombras más dolientes que imaginar se pue- da. Llegué hasta el cenote más sombrío que existe, nadé a través de él, y también de ríos de pus y sangre, salí indemne de la casa de los murciélagos, y así, cegado de oscuridades que sin embargo resultaban gratas a mi excitado nagual, de pronto me hallé fren- te a Hun Ahau, el Maligno. Sus ojos amarillos de ser- piente eran tan feroces que ningún humano sería ca- paz de resistir su poder, pero yo no era ya un huma- no, o quizá mi humanidad se hallara entonces a cui- dado de los Aluxes, no lo sé. Tampoco me afectaban los vapores sulfúricos que emanaban de sus babean- tes fauces, ni las brumas de los huesos que pulveri- zaba todo el tiempo con sus colosales garras. Todo a- llí rezumaba oscuridades miasmáticas, y si algo pude ver fue gracias a mis enormes y sensibles ojos de te- colote. Entonces, el Príncipe de la Oscuridad me ha- bló de esta suerte:" Bienvenido al Mictlán, tlacatecolotl13. Veo que eres valeroso, has llegado hasta aquí casi sin pes- 12 Laberinto. 13 Hombre búho. También cierta especie de demonio. 48
  • 49. El espejo humeante tanear tus ojotes. Es un placer para mí ver la resolu- ción e ímpetu que ha tomado el fundador del linaje de los Toltecas, en tan poco tiempo. No he llegado hasta aquí para ser objeto de tus burlas, oh Señor de la noche y de la muerte, respondí con inesperado orgullo y altivez naguálicos, sino a li- berar a los videntes Aluxes de tu dominio. Dime qué debo hacer, y ya. Podría devorarte ya mismo, y antes que te die- ras cuenta tu tetonalli14 pasaría a adornar el cojín de mi trono, osado tlacatecolotl. Sin embargo, haré todo lo contrario: dispondré que tu energía jamás pueda u- nirse a la energía de la muerte. Tal vez me lo agradez- cas, tal vez me odies por el resto de los tiempos, pero eso solamente dependerá de ti. Sólo dime cómo tengo que hacer para desper- tar el nagual de mi gente y a la vez salvar los cuerpos superiores de los videntes Aluxes. Sólo dímelo, y lo haré. Lo que pase después, será un asunto entre tú y yo, le espeté, presa de un desbordado temperamento que me llevaba a ignorar la diferencia esencial que había entre el dios de la muerte y un simple hombre, ciertamente esclarecido, pero con el nagual en llamas y en absoluto control. Entonces Hun Ahau rió, y de sus fauces surgieron tal calor y hediondez que a pun- to estuve de terminar mis días allí, víctima de aque- llos horribles efluvios. Está bien, tlacatecolotl, será como tú digas, re- plicó con sorna, luego de aquella incuestionable de- 14 Alma. 49
  • 50. Gabriel Cebrián mostración de poder. Y comenzó a explicarme que: e- se flojo de Quetzalcóatl yace tranquilo con su sacer- dotisa Quetzalpétlatl, desde que tú y toda esa inmun- dicia alux de toltecatl y pendejadas le hicieron todo el trabajo, en tanto nos dejaban sin nuestro merecido tri- buto de sangre. Poco le importa a él, que se hace lla- mar padre de los hombres, que éstos pierdan su na- gual y queden alelados, sin voluntad, a merced de quienquiera que venga a avasallarlos. Pues bien, tla- catecolotl, si quieres que tu pueblo recupere su na- gual, y los videntes Aluxes sus cuerpos superiores, irás a verlo y pondrás las cosas en su lugar. La ser- piente emplumada, señor de Tollan, debe abandonar su reino con humillación, y verse condenado a una larga estancia aquí, en el Mictlán. Si debo hacerlo, oh Señor de la noche y de la muerte, lo intentaré, pero... ¿cómo podría yo engañar a un dios tan poderoso? Mictlántecuhtli, el heraldo de la muerte, ya no puede tocarte, y ello así por mi designio. Eso sólo ya casi te convierte en dios. Veremos si tienes el coraje y el ingenio suficiente para ser uno cabal. “Así me habló Hun Ahau, el Maligno. Enton- ces mi nagual, alentado por los Aluxes, por mí mismo y sobre todo por el Señor de la noche y de la muerte que me había elevado casi al rango de un dios, tomó abiertamente las riendas de mi ser total y se lanzó a la elaboración de una estrategia para engañar al buen dios Quetzalcóatl, a quien había dedicado toda mi devoción hasta hacía muy poco. Y mi oscuro y 50
  • 51. El espejo humeante agudo ingenio de tecolote urdió un plan impecable. Llegué a Tollan, con la apariencia de un anciano an- drajoso y desvalido para que el buen dios no fuese a reconocer a quien supo ser el más fiel y ferviente de sus sacerdotes -aunque todo el tiempo mi tecolote an- cestral me repetía que en verdad la vieja serpiente se había reblandecido, y merecía y necesitaba volver a foguearse un poco en la fragua del Mictlán-. Así que sin dudarlo me presenté ante él, dispuesto a abusar de su misericordia.” ¿Qué deseas, buen anciano? Me preguntó, y desprecié su tono melifluo. Honrarte, oh Señor de Señores, con el elixir más noble que ha sido destilado en tu honor, respondí con malicia. Desde muy lejos he venido, desafiando los peligros del camino, sólo para agasajarte como lo mereces, y después poder morir en paz. Puede que te conceda larga vida, oh viajero, solamente por tu devoción. Y si tu elixir es tal y como dices, tal vez hasta te integre a mi consejo de sabios. Sólo que me dirijas tu santa palabra es un ho- nor mayor a cualquiera que pudiera haber soñado, in- signe señor. ¿Y de qué se trata ese prodigio, buen anciano? Se trata del octli, zumo de la sagrada planta mayahuel, el que convenientemente preparado se transforma en esta bebida que creo, sin temor a ofen- derte, que es digna de un dios como tú. Veamos si es cierto, dijo, y bebió el primer cántaro. Su paladar, adormilado como lo estaba de 51
  • 52. Gabriel Cebrián frugales alimentos, estalló en un gozo inédito, y de e- llo me valí para seguir sirviéndole un cántaro tras o- tro. Al cabo de varios, el dios, ebrio ya, me indicó be- ber con él, a lo que mi nagual accedió con beneplá- cito. Cuando ya la serpiente lucía desplumada por los efectos del pulque, y mi nagual se había entonado lo suficiente, lo dejé abrazado al recipiente e irrumpí en sus aposentos, donde hallé a la sorprendida Quetzal- pétlatl y la poseí por la fuerza. Eso al principio, cla- ro, por cuanto del mismo modo que había ocurrido con Quetzalcóatl, a poco su nagual tomó el gusto del mío y despertó de una manera que, si no hubiera es- tado dominado yo por un salvajismo primario, proba- blemente me hubiese visto abrumado. Entonces, sin perder un instante, cegado de vicio y del poder que me confería haber derrotado al propio Quetzalcóatl, hice honor al nombre que me habían dado los hom- bres. Tomé mi espejo humeante, que me fue alcan- zado por uno de los demonios que había venido a asistirme, y enfrenté al dios con la denigrante imagen de su absoluta beodez. No acababa de reaccionar del espanto que le causaba la visión su debilidad, cuando con cruel malevolencia dirigí el espejo para mostrar- le la imagen de Quetzalpétlatl en violenta unión car- nal con otro de los demonios que Hun Ahau había enviado en mi apoyo. Eso fue demasiado, el golpe de gracia. Los vi arder a ambos en un fuego que el pro- pio dios encendió, para ir a precipitarse voluntaria- mente con su sufrimiento y su oprobio al Mictlán, en donde los esperaba un exultante Hun Ahau, para en- tregarlos sin más a Mictlántecuhtli, el descarnado 52
  • 53. El espejo humeante señor de los muertos. Así fue como me apoderé del Tollan, y que la gran comarca se convirtió en un in- menso caldero de sangre y fuego. “Pero ésta es sólo una parte de mi larga his- toria, buen sacerdote que te has ocupado de mi mal- trecho cuerpo planetario. Sé que piensas que soy sólo un viejo loco y enfermo; y tal vez lo sea, pero recuer- da que una cosa no quita la otra. Antes de demos- trarte que todo cuanto digo realmente ocurrió, me gustaría que supieras qué fue de mí desde entonces, bajo el influjo de mi nagual y el dominio del Maligno Hun Ahau.” “Mucho me conmueve tu historia, venerable anciano” dijo el buen jesuita, “pero deberás conce- der que no se trata de una que puede asumirse como verdadera sin gran esfuerzo.” “Por supuesto, noble misionero. Pero ten en cuenta que si no fuese por la desinteresada ayuda que me has brindado, ya mi nagual hubiese puesto patas arriba todas tus ideas acerca de lo que es o no real.” “Sin embargo, creo que mi buen juicio res- ponde a la inspiración del único Dios, Amo del uni- verso.” “Y todo lo demás son aberraciones produci- das por el demonio, ¿no es eso lo que crees?” “Probablemente, gran parte de ese ‘todo lo demás’ lo sea. Pero el saber humano no es suficiente para afirmarlo rotundamente.” “El saber humano con el que intentas con- frontar es solamente una parte, casi ínfima, de lo que 53
  • 54. Gabriel Cebrián puede llegar a ser la totalidad del saber que puede alcanzarse.” “No me interesa el conocimiento que puede alcanzarse contrariando la Sagrada Ley de Dios.” “Finalmente vas a lograr impacientarme... ¿qué puedes saber tú de las leyes sagradas, si estás frente a un dios y ni siquiera te atreves a reconocer lo que tu esencia ya sabe?” “Mi esencia sabe que estoy frente a un ancia- no sabio, y probablemente entrenado en muchas artes y ciencias espirituales cuyos secretos desconozco. Pe- ro no me dice en lo mínimo que esté yo frente a un dios, como afirmas.” “Eso lo único que demuestra es que has perdi- do gran parte del contacto con tu esencia, sino todo. Pero demos tiempo al tiempo, ya volveremos sobre esto. Ahora es tiempo de contarte, como ya dije, qué fue de mí bajo el influjo de mi nagual y el dominio del Maligno Hun Ahau.” “Cuando Quetzalcóatl y Quetzalpétlatl estu- vieron en poder del Dios de la muerte y su energía se hizo una con él, mi sabio nagual me dijo que me espe- raba una trampa. El Maligno, ciego de un poder tan grande como nunca había tenido, no soltaría ninguna de las presas que había cobrado. Supe que tanto mi conciencia como la de los videntes Aluxes serían las próximas gemas de su corona, así que eché mano a mi temple guerrero e intenté volver al Mictlán, para morir luchando por mi libertad y la de mis amigos. Pero el trayecto que casi sin el menor esfuerzo había recorrido aquella primera vez se transformó en la 54
  • 55. El espejo humeante peor pesadilla que la mente más febril imaginar pu- diera. No sé cuánto tiempo perdí en los serpenteantes e intrincados senderos del Tun Zaat, los ríos de san- gre putrefacta me envenenaron, no hallé referencia alguna en la encrucijada de los cuatro caminos, por lo que logré tomar el correcto recién después de recorrer tres de ellos; los murciélagos fueron tantos y tan agresivos que atravesé su cueva a costa de jiro- nes de mi carne, y así, debilitado y enfermo, tuve que enfrentarme con Xochitonal, el dios caimán que pro- tege la morada del Maligno, en su propio y pestilente pantano. Conseguí derrotarlo, pero ello fue a costa de mis últimas energías. Llegué al palacio de Hun A- hau desfalleciente, tanto que creo que hubiese muerto de no haber sido porque el Maligno había sellado esa puerta, dado que tenía otros planes para mí. Y gran- de fue mi desazón cuando lo hallé sonriente, su es- pantoso rostro reluciendo de gozo, y dos nuevas y ru- tilantes gemas sobre su frente, y lo peor, tras de él, agrupadas en perfecto orden de combate, las tropas de Zotzilaha Chimalman, el general de las tropas de la oscuridad. La visión acabó con las escasas ener- gías que me quedaban, de modo que no pude hacer otra cosa que acatar los designios del maldito Hun Ahau, que habló de esta suerte:” Bienvenido otra vez, valeroso tlacatecolotl. Has cumplido muy exitosamente el cometido que te convertirá en un dios, pero... ¿qué es esta actitud de venir a mis dominios, ultimar a mis criaturas y pre- tender hacer lo mismo conmigo, amo de tu vida y de 55
  • 56. Gabriel Cebrián tu muerte? ¿Es que tu renacido nagual jamás tendrá suficiente? Eres el amo de mi vida y de mi muerte, como bien dices, respondí entre estertores de fatiga pero con belicosidad, pero también eres el amo de la trai- ción y la mentira. Puede que lo sea, valeroso tlacatecolotl, y pen- sándolo bien, seguramente lo soy. Sin embargo, vien- do cómo te has comportado con tu dios Quetzalcóatl, tales artes no parecen serte ajenas en modo alguno, respondió con sorna. Bien sabes que lo hice porque necesitaba pro- teger a mi pueblo y a mis amigos Aluxes. Sí, por cierto. Como también es cierto que cuando la bestia se desata y toma el gusto de la san- gre, resulta muy difícil, sino imposible, ponerle coto de nuevo, ¿no es así? Parece que así es, oh Hun Ahau, como el pa- dre celestial y dios de dioses, el grandioso puro de esencia Téotl, dispuso las cosas, luego de separar la naturaleza en macho y hembra, bien y mal, nagual y espíritu, dejándonos a los hombres a mitad de camino para que al final de los tiempos, y luego de grandes esfuerzos y purificaciones, volvamos a ser uno con él. Bonita reflexión, valeroso tlacatecolotl, pero has dado voz a una grosera equivocación. Como ya te lo dije, ya no eres un hombre. Los hombres mueren, tú ya no podrás hacerlo. Y tu nagual, inspirado por la energía de la muerte, ha ultimado a más de un dios, por lo que con total legitimidad, puede decirse que compartes con creces esa condición divina. 56
  • 57. El espejo humeante No me interesa ser dios. Solamente pretendo que dejes en paz a mi gente, a los Aluxes y a mí. O sea, pretendes que la existencia en el Nahui- Ollin15 continúe apaciblemente su evolución hasta volver a integrarse con el Supremo Téotl... dijo enton- ces el Maligno, con aire de estar rumiando algo. No parece una pretensión desmesurada pedirte que me ayudes en tal sentido, ya que acabo de pres- tarte un gran servicio al entregarte al buen Quetzal- cóatl y a su hembra. No me has prestado servicio alguno, simple- mente has saldado la deuda que contrajeron conmigo los videntes Aluxes. No quiero manifestar dudas sobre la veracidad de tu palabra, oh Señor de las Tinieblas, pero bien sa- bes que esa deuda es solamente el resultado de tus malas artes y tu prepotencia. No sé si eres temerario o estúpido, tlacateco- lotl, pero en todo caso tu coraje o tu estupidez pare- cen ser tan grandes como tu amor por los hombres... Y por los Aluxes, claro. ...eso iba a decir. En ese caso... sopló su hálito pestífero directamente hacia mi boca, y sentí cómo se asimilaba a mi ser de modo permanente... voy a en- cadenarte al Miquiztli Calacoayan, la puerta entre tu mundo y éste, y serás tú quien determinará cuántos de mis demonios son necesarios para mantener con vida y despiertos a tus miserables tlacameh y a tus enanos y peludos amigos. 15 Mundo actual, dominado por Tonatiuh (Dios del sol). 57
  • 58. Gabriel Cebrián En este punto interrumpí al Prof. Szrebro, an- te la imposibilidad de contener una pregunta, o más bien una observación, relativa a la analogía entre e- sos efluvios del Maligno hacia las fauces del supuesto dios y el extraño soplido en el interior de mi boca en el hotel de San Ignacio. -Yo también lo pensé cuando me contaste lo que te había ocurrido, pero no quise hablar de ello. Básicamente porque quizás vayas a pedirme respues- tas que no tengo. -Hábleme lo que sepa, con total franqueza, y no escatime, que a mi vez sabré entender cuando no pueda responderme. -Pero así puede que el orden de mi exposición se vea alterado, Eliseo. -Mire, profesor, no quiero que se ofenda, pero el disparate que me está contando no parece tener mucho orden que digamos. Quiero decir, como fábu- la, todo bien, pero no me va a decir que algo como eso puede haber ocurrido... -¿Entonces por qué te inquieta tanto la analo- gía con el soplido en tu boca? Está bien, tómalo co- mo sandeces, que tal vez la razón te asista. Yo, a es- tas alturas, no estoy muy seguro de que lo sean. En cualquier caso, lamento haberte involucrado, sande- ces o no. -Yo no dije que fueran sandeces. -Dijiste disparate. ¿o no? 58
  • 59. El espejo humeante -Bueno, pero no es lo mismo. De veras que me interesa oír su historia, sobre todo lo que tiene que ver con esos “soplidos”. -Lo único que puedo decirte es que algunos hechiceros lo llaman Camapotoniliztli, que significa mal hálito. Dicen que ocurre cuando un demonio del inframundo reclama a la persona a la cual sopla pa- ra una tarea determinada. -Oiga, no estará inventando todo esto para luego reírse de mi credulidad, ¿verdad? -Ojalá fuera eso. Estaría mal, pero en el con- texto tal vez no sería lo peor, ¿no lo crees? -No sé qué creer. Y toda esa cuestión de dio- ses, y naguales... usted porque sabe y está acostum- brado a ese tipo de cosas, pero póngase en mi lugar... usted me explica, y todo, pero tiene que darse cuenta que esas cosas son nuevas para mí. -Claro que me doy cuenta, y celebro que seas un muchacho inteligente y despierto como para oírme sin perder los estribos. Pero también debes creerme cuando te digo que estoy siendo absolutamente serio mientras hablo esto contigo. Bien dices que son temas y cuestiones que estudio desde muchísimo antes de que nacieras, y te aseguro que no son paparruchada sino que son verdaderamente peligrosos; y como te dije, no pensé que te arrastraría hacia ninguna clase de conflicto. Lo menos que puedo hacer, a partir de allí, es ser honesto contigo. Y ayudarte en lo que esté a mi alcance. Ahora quiero que conozcas el resto de la historia, para bien o para mal, y después sólo nos restará esperar a ver qué sucede. 59
  • 60. Gabriel Cebrián -Tiene que ver con el frasco ése que le traje, ¿no? -Todo tiene que ver con todo, pero si quieres entender algo, déjame tratar de ser claro, que ya bas- tante me cuesta transmitirte una historia semejante. Había llegado a contarte que el malvado Hun Ahau, mediante un poderoso sortilegio, encadenó a Tezca- tlipoca al Miquiztli Calacoayan, uno de los portales dimensionales que separan nuestro mundo del Mic- tlán, encomendándole la tarea de regular el flujo de demonios necesarios para mantener despierto el na- gual de la gente de la gran comarca. Y le concedió la gracia de contar con el buen Alux Huitzilin para que lo mantuviese informado acerca del desarrollo de los acontecimientos en el mundo de los hombres, lugar en el que ya era reverenciado como el dios malévolo y tramposo que había conducido a la ruina al buen Quetzalcóatl, tanto así que hasta habían desarrollado rituales de sacrificio aberrantes para granjearse sus favores, o al menos para aquietar su ira. “Así permanecí durante un tiempo que me pa- reció espantosamente largo” continuó relatando Tez- catlipoca al buen jesuita, “aunque en el tenebroso portal no había referencias para poder determinar cuánto, recibiendo los reportes periódicos del buen Huitzilin, y dejando pasar las energías maléficas que consideraba necesarias para mantener activo el fue- go animal de nuestros guerreros. Sabíamos que el pe- ligro venía desde el oriente, por lo que había dejado traslucir Hun Ahau a los videntes Aluxes en su fatí- 60
  • 61. El espejo humeante dica entrevista, pero no sabíamos bien cómo o cuán- do la amenaza iba a materializarse. Huitzilin me dijo que los videntes toltecas anunciaban que el propio Quetzalcóatl retornaría desde esa dirección, pero a contrario, él y yo coincidíamos en que ya no había posibilidades para la buena serpiente en este ciclo” “Dediqué toda aquella anodina existencia a calcular exactamente cuánta energía oscura necesita- ban los hombres para mantener ese salvajismo na- guálico que les permitiera defenderse, a la vez que resignando la menor cota de espiritualidad posible. A pesar de lo que puede interpretarse como brutalidad lisa y llana, o incluso crueldad injustificada e injusti- ficable, los hombres de la gran comarca mantuvieron celosamente su actitud reverente para con los dioses y la naturaleza; y pese al caudaloso tributo de sangre que las deidades del inframundo exigían como tribu- to a cambio de mantenerlos con sus defensas en alto, jamás perdieron de vista la necesidad de elevarse, fueran o no agradables los modos y la forma en que creían que debían hacerlo. No digo que estaba orgu- lloso de mi labor en este sentido, pero realmente sentí que estaba haciéndolo del mejor modo posible, dadas las circunstancias. Mas cometí un error, un error grave, como por otra parte mal podría ser de otra manera tratándose de cuestiones tan serias y de equi- librios tan sutiles. Y ese error consistió en tomar co- mo cierta la palabra del gran falsario, Hun Ahau. El Maligno me utilizó para cebar el inmenso animal de sacrificio que terminó siendo mi gente.” 61
  • 62. Gabriel Cebrián “Y aquí debo ingresar en un terreno que quizá pueda zaherir tu espiritualidad, oh buen sacerdote que te has apiadado del viejo Tezcatlipoca. Mas debo hacerlo, pues, ya que de otra manera falsearía el mensaje que tengo para ti. Seguramente conocerás mejor que yo las aberraciones que han cometido y si- guen cometiendo los tuyos en nombre del buen Té- otl.” “¿A qué se refiere?” inquirió con expresión de desagrado el jesuita, intuyendo ciertamente por dónde venía la crítica. “Sabes muy bien a lo que me refiero. Mi gente puede haber cometido sacrificios atroces, pero, equi- vocada o no, siempre los ha ejecutado en función de una demanda espiritual. Los tuyos, en cambio, conti- núan aún hoy día desatando verdaderas masacres a partir de cuestiones relacionadas con la avidez y la dominación política, anteponiendo sin embargo el sa- grado nombre de Téotl para justificar su infamia, su lascivia y su avaricia, que nada tienen que ver con él. Han llevado a la máxima expresión de la carnalidad lo que en un momento les fue conferido como una bendición desde lo Alto. Y eso, claro, hizo que Hun A- hau los encontrara mucho más adecuados para eje- cutar su obra de corrupción. Así que mientras yo cus- todiaba celosamente el Miquiztli Calacoayan, como te he dicho, intentando regular el flujo de energías oscuras para que los tlacameh no perdieran ni su a- nimal ni su espíritu, el Maligno dejó que sus demo- nios actuaran con entera libertad en el campo fértil que la venalidad de los de tu raza ofrecía.” 62
  • 63. El espejo humeante “Satán no tiene más poder que el que el pro- pio Dios todopoderoso le confiere”, señaló el jesuita muy molesto, sobre todo porque sentía que en su es- tancia en el nuevo mundo muchas veces no había conseguido dejar de establecer comparaciones entre la humilde espiritualidad de los aborígenes y la arro- gancia inflexible de sus cofrades. “Bien sabes que existen jerarquías, no te ha- gas el tonto. El grandioso Téotl no va a estar todo el tiempo ocupándose de asuntos que definió en el mo- mento mismo de la creación. Y dispuso las cosas de modo tal que sus criaturas tuviesen oportunidad de e- legir, pues de otro modo no habría posibilidad algu- na de evolución. E hizo cargo a Quetzalcóatl del espí- ritu, en tanto encargó la bestia a Hun Ahau. Y los tla- cameh llevan en sí el germen de ambos, por lo que se constituyen en el campo de batalla entre estos dos extremos. Pero mi visión me dice que no estoy ha- ciendo otra cosa que afirmar ideas que en tu fuero interno conoces perfectamente, aunque tu fe y tu for- mación te impidan asumir tales conocimientos. Lo cierto es que los seres oscuros azuzaron la codicia de los hombres blancos del oriente hasta el punto de lle- varlos a atravesar el agua salada grande en busca de poder y riquezas. Y para servir a los designios de Hun Ahau, exterminando la simiente de espirituali- dad que, aún a pesar de todas las asechanzas del Ma- ligno, continuaba floreciendo.” “Fue entonces que se presentó ante mí el buen Alux Huitzilin, agitado y presa del pánico, a anoti- ciarme que se veían naves en la costa occidental, con 63
  • 64. Gabriel Cebrián enormes telas desplegadas al viento que lucían gran- des cruces. En un momento comprendí, gracias a mi entendimiento fogueado en tantos años de ejercita- ción mística durante aquel encadenamiento al portal de la oscuridad, que el destino había dado un vuelco. Huitzilin me informó que los videntes toltecas creían que era el propio Quetzalcóatl que regresaba de su periplo por el inframundo, en tanto que los videntes Aluxes no acordaban con ello, por cuanto estaban se- guros de que se trataba de hombres comunes, aunque esencialmente perversos y sanguinarios. Al punto ad- vertí que eran los Aluxes quienes estaban en lo cierto. Y luego, a sabiendas de las atrocidades que los hom- bres barbudos de allende el agua salada grande co- menzaban a ejecutar contra mi gente, intuí la nueva traición de Hun Ahau, que se hizo patente cuando a- brí de par en par las compuertas del Miquiztli Cala- coayan, esperando que los seres oscuros acudieran en tropel para dotar a los tlacameh del salvajismo necesario para su defensa; pero grande fue mi sor- presa al ver que la nefasta energía iba a aunarse con la de los hombres blancos, y no con la de mi desdi- chado pueblo. Ante tal situación, me apresuré a ce- rrar la puerta maldita, pero no pude. De entre la le- gión de demonios surgió Mictlántecuhtli, el descarna- do señor de los muertos, y me lo impidió, para que luego, entre vapores sulfurosos y hediondez de ultra- tumba, hiciera su aparición el Propio Hun Ahau.” Volvemos a encontrarnos, tlacatecolotl, me di- jo, entre alientos infernales y con esa típica expresión 64
  • 65. El espejo humeante de sorna en su monstruoso semblante. Puedo ver que no has fogueado lo suficiente a tus pobres tlacameh, ya que se han desmoronado ante apenas un puñado de hombres blancos. Un puñado de demonios, dirás, especialmente cebados en tu miserable veneno, le espeté, a sabien- das de que bien podía estarme granjeando terribles sufrimientos. Sigues desconcertándome, tecolote piojoso, ya te dije una vez que no sabía si eras temerario o estú- pido, y créeme si te digo que aún no he podido dilu- cidarlo. Pero ya es hora que empieces a pagar el pre- cio de tu arrogancia. Si tanto quieres a tus enclenques tlacameh, muy bien, volverás a ser uno de ellos. Claro que no voy a devolverte tu mortalidad, porque un cas- tigo que se precie de tal no debe durar un suspiro. An- da, pues, y trata de enfrentar a los orientales, ya que tu pueblo es incapaz de hacerlo. Muéstrate ante ellos y diles que es inútil que imploren a su serpiente, por- que su piel tapiza mi trono, gracias a tu traición. Ve y enfréntate con el oprobio de reconocer ante ellos que has sido tú quien los ha dejado tan indefensos que un puñado de guerreros está dando fin a su mundo. Un puñado de demonios, como te dije, alimen- tados por el fuego de tu pestilente averno. Tal vez sea como tú digas, pero a quienes de- bes convencer de tal cosa es a ellos. No creo que es- tén dispuestos a aceptar que quien entregó a su dios bondadoso es inocente y nada tiene que ver con su desgracia. 65
  • 66. Gabriel Cebrián Sé muy bien cuál es mi responsabilidad, y a- ceptaré gustoso cualquier reproche que los buenos tla- cameh tengan que formularme. Nada me hace más fe- liz que dejar de servir a tus designios, de manera con- ciente o inconsciente. Tarde o temprano, el misericor- dioso Téotl, el esencialmente puro, pondrá las cosas en su lugar. ¿Y qué es lo que te hace pensar, presuntuoso tlacatecolotl, que eso y no otra cosa es lo que Él está haciendo? ¿Acaso supones que con tu escasa ciencia puedes desentrañar los asuntos de Téotl? ¿Acaso cre- es que eres mejor que yo, el Señor del Mictlán, para interpretar su voluntad? No me atrevería a afirmar tal cosa, pero sí sé que estoy más cerca de Él que tú y toda tu cohorte de seres miserables. “Mi argumento fue tan incuestionable que de- jó al Maligno sin otra respuesta que la de su ira. Su rostro se contrajo en una espantosa mueca de odio, y sopló hacia mí con tal violencia que me vi transpor- tado por un huracán de pestilencia y fui a dar con mis adoloridos huesos a la formidable ciudad que los Mexicas habían construido sobre un gran lago y a la que habían llamado Tenochtitlán, sólo para ver cómo se convertía en ruinas humeantes, y ríos de sangre corrían por sus calles. Caminé entre el humo, la muerte y la desolación, como ebrio, viendo a los blancos y barbudos demonios enfundados en trajes de metal, montados sobre bestias y diseminando muerte con el fuego del Mictlán. Y lo peor, asistidos por mu- 66
  • 67. El espejo humeante chos tlacameh que, convencidos de que se trataba de dioses por toda aquella parafernalia que el Miserable les había proporcionado, se habían aliado a ellos pa- ra ayudarlos a desatar aquella orgía de muerte y des- trucción. Ya que no podía morir, me senté y traté de elevar mi conciencia para comunicarme con los vi- dentes Aluxes, para que me ayudaran a decidir qué acciones debía tomar en medio de aquel holocausto. A poco lo conseguí, y así fue que me enteré que el Güey Tlatoani16 Moctezuma estaba ya en poder de los invasores, y probablemente ya había muerto. Y que un sobrino suyo, un guerrero llamado Cuauhtémoc, al comprobar -luego de ultimar a unos cuantos- que se trataba de hombres y no de dioses, continuaba dándoles dolores de cabeza; pero ello sería por poco tiempo, porque algunos demonios invisibles que los orientales habían traído consigo envenenarían su sangre y lo matarían de una enfermedad contra la cual nada podrían los más poderosos tepatl17. Y así, el imperio más poderoso de la Gran Comarca llega- ría a su fin. Ya ves que nada puedes hacer, pequeño habitante de Olman, me dijeron finalmente. Lamenta- mos haberte arrojado a un destino tan cruel, pero así ha sido dispuesto desde lo Alto. Sólo te resta preser- var la sabiduría Tolteca para que en tiempos futuros los tlacameh puedan abrevar de tal conocimiento y desarrollarlo cabalmente, cuando los astros y los dio- ses abonen la milpa humana de gérmenes propicios.” 16 Gran Orador, el emperador Azteca. 17 Sanadores. 67
  • 68. Gabriel Cebrián “Ni bien hube terminado de comunicarme es- piritualmente con los videntes Aluxes sentí que mi cuerpo planetario, recientemente recobrado, era le- vantado en vilo. Las fieras humanas me habían apre- sado, y a puros golpes fui conducido hasta el palacio real, adonde un demonio barbado impartía febril- mente órdenes de muerte y saqueo. Su vileza era tal que poco tenía que envidiar al Maligno Hun Ahau en tal sentido.” Dicen que eres un brujo poderoso, me dijo por intermedio de una mujer mexica que hablaba también su lengua, tan poderoso que hasta se dice que eres un dios. No soy un dios, soy sólo un hombre. Pero es cierto que he visto demasiadas cosas de este mundo y de otros, oh tlacataztalli18. Y mi sabiduría me permite decirte que tus acciones en contra de mi gente están inspiradas por el Señor de la Oscuridad, Hun Ahau. No sólo reconoces que eres un hechicero, me- recedor del peor de los tormentos, sino que además te arrogas el derecho de afirmar qué cosa es de Dios y cuál del diablo. Viejo demente, un salvaje como tú ja- más conocerá el Reino de los Cielos. Venimos en nombre del buen Dios de los Ejércitos, a limpiar esta tierra de los demonios y de sus sacerdotes. Así que, como evidentemente eres uno de ellos, primero serás sometido a tormento, hasta que abjures del poder de 18 Hombre blanco. 68
  • 69. El espejo humeante Satán, y luego te favoreceremos dejando que tu alma se purifique en la hoguera. “Durante el tiempo que siguió fui torturado con hierros candentes y sometido a todo tipo de inte- rrogatorios. Aprendí a mitigar el sufrimiento elevan- do mi conciencia, y sólo di voz a lo que creí adecuado para menguar el daño que esos desenfrenados hom- bres infligían a mi pueblo. Entonces fue cuando a- prendí tu lengua, oh misionero que te has apiadado del viejo Tezcatlipoca. Allí me encontraba, mi cuerpo flagelado y humillado cotidianamente, hasta que en medio de mis sueños atormentados apareció Huitzi- lin, el buen Alux, y me habló de esta suerte:” Pequeño habitante de Olman, ¿no crees que ya has sufrido bastante? Mi buen Huitzilin, tal vez ningún sufrimiento sea suficiente para redimir mi alma del mal que he provocado con mis acciones. Tal vez el sufrimiento ha turbado tu juicio, ya que bien sabes que no es así, y que has dado lo mejor de ti para la bienaventuranza de los tlacameh y los Aluxes. Como sea, estoy dispuesto a pagar cualquier precio para que esta pesadilla termine al fin. ¿Acaso no recuerdas lo que te indicaron nues- tros videntes? Eres el depositario de la mayor sabidu- ría a la que puede accederse en este plano, y debes preservarla para el futuro. 69
  • 70. Gabriel Cebrián No te apures, recuerda que por designio de Hun Ahau no puedo morir. Cuando arrojen tu cuerpo a la hoguera y sal- gas vivo de allí, serás conducido al otro lado del agua salada grande para ser exhibido como una rareza más de sus ferias, seguramente serás la atracción mayor. ¿Es así como la grandeza de tu espíritu merece termi- nar? Si así es, será lo que el buen Téotl habrá dis- puesto. Sin embargo, parece que el Puro en Su Esen- cia tiene otros planes para ti. Por eso he venido. ¿Cuáles son esos planes? Existe un sitio al cual el Maligno y sus demo- nios no pueden llegar, que los videntes conocen como el Chapalli19, y que los tlacameh de por allí conocen como I Guaçú20. Es una cascada de agua cristalina, y su caída es tan poderosa que le confiere una energía imposible de resistir para los seres de la oscuridad. Debes ir allí y esperar a que los tiempos sean propi- cios para devolver a los hombres la ciencia que nues- tros videntes te dieron para que les sea transmitida. ¿Y cómo llego allí? Beberás este elixir, preparado por nuestros vi- dentes, y despertarás cerca de ese extraordinario lu- gar, claro que después de sumergirte en un sueño pro- fundo, tan profundo que es el más cercano a la muerte que un cuerpo planetario puede experimentar; luego 19 Agua golpeada 20 Agua grande 70
  • 71. El espejo humeante del cual serás hallado por un sacerdote blanco. A él deberás relatar tu historia, y él te ayudará a mantener encendida la llama del conocimiento tolteca. ¿Acaso un tlacataztalli va a ayudarme? No es un tlacataztalli como éstos de por aquí. Y no me preguntes más, pues nada sé. Es lo que me han dicho nuestros videntes. El resto deberás resol- verlo por ti mismo. Anda, bebe, antes de que el Ma- ligno advierta la maniobra. “Así fue que bebí el elixir preparado por los videntes Aluxes, entré en una ensueño extraordinario, y me encontré en miles de lugares a un tiempo y en ninguno a la vez. En aquellos parajes brumosos tuve ocasión de atestiguar el desconcierto y terror que causó mi desaparición entre los tlacataztalli que me habían apresado, y también la ira de Hun Ahau, quien imposibilitado de seguir mi pista se la tomó con los Aluxes, causándoles los más terribles estragos que tales bondadosos seres han registrado en su ex- tensa historia, a través de los mayores daños que su magia y la providencia de Téotl le permitieron.” “Así que finalmente, y luego de un largo va- gabundeo por los parajes de la eternidad, por los mundos más lejanos que un hombre ungido puede al- canzar, regresé a mi cuerpo aquí, con los efectos del largo tormento que me infligieron tus coterráneos. Y tú, buen sacerdote, serás quien me ayude a mantener encendida la llama del conocimiento.” 71
  • 72. Gabriel Cebrián “Yo sólo piso los caminos del Buen Dios Nuestro Señor”, replicó el jesuita. “Eso y no otra cosa es lo que te pido que ha- gas, ya que tu Señor es mi Señor, más allá del nom- bre que quiera darle cada uno. ¿Acaso no lo entien- des? He regresado del Mictlán, he viajado a cuantos mundos es posible para un hombre atestiguar, y he llegado aquí para encontrar al heredero de la tradi- ción. ¿Quién más que Téotl, el Uno en su esencia, po- dría haber dispuesto las cosas de este modo? ¿Por ventura piensas que Él pudo haberse equivocado? E- res el tlacataztalli más puro que ha llegado a estas tierras, basta con verte para saber que los seres de la oscuridad apenas han hecho mella en tu espíritu. Es- tás sirviendo a los amos equivocados, y si no quieres perder tu espíritu, es tiempo de cambiar.” “Mi fe es grande, buen anciano, y creo fervo- rosamente en la Palabra de Dios tal y como nos ha sido transmitida por las Sagradas Escrituras. Necesi- taría mucho más que unas cuantas historias mágicas para siquiera considerar que algo como lo que cuen- tas pueda tener lugar en la Divina Providencia.” “Necesitas algo más, eh... bueno, será como tú prefieras. Mira ya está por clarear el alba, y sería bueno que no nos vieran salir juntos de tu aldea. Há- la, vámonos, y tendrás oportunidad de atestiguar pro- digios que pondrán de cabeza lo que crees acerca de lo que es posible y lo que no.” -Así que el misionero –prosiguió relatando Szrebro-, alarmado en su fuero interno, pero deseoso 72
  • 73. El espejo humeante de comprobar los fantásticos extremos que el anciano aborigen prometía demostrarle, salió tras él. Se diri- gieron a la selva. Luego de caminar un trecho no muy largo entre la espesura, el anciano trepó a un lapa- cho excepcionalmente alto con una destreza y agili- dad increíbles para su edad y condición, y le indicó al jesuita que hiciera lo mismo, cosa que consiguió luego de penosos esfuerzos. Una vez arriba, el ancia- no le mostró que desde allí se veía perfectamente la misión que acababan de abandonar, especialmente las propias habitaciones del jesuita. “No habrá que esperar mucho” dijo el ancia- no. “Pronto verás lo que tus compañeros tenían pre- parado para ti.” “¿De qué hablas?” “Hablo de que mientras te contaba mi histo- ria, tus jefes y tus pares estaban decidiendo ajusti- ciarnos por considerar que estamos en componendas con el demonio.” “¿Qué dices? Jamás harían algo como eso.” “Tal vez yo esté equivocado, pero mira, sólo espera un momento y lo sabremos de cierto.” -Así fue que esperaron sólo un par de minu- tos, y cuando el alba comenzaba a clarear, unas si- luetas de fuego salieron del templo mayor y se diri- gieron raudamente hacia los aposentos del buen sa- cerdote. A poco pudieron oírse los gritos y verse los movimientos frenéticos de las llamas diseminándose 73
  • 74. Gabriel Cebrián en todas direcciones, cuando al parecer habían des- cubierto su huida. “Creo que tu buen corazón te impide ver la malicia y la perversión en los demás, mi querido monje. Es hora de que despiertes aunque sea un poco a tu nagual, de otro modo caerás en las garras de cualquier predador que quiera alimentarse de tu e- nergía.” “Tal vez se trate de otra cosa” aventuró el misionero, no queriendo creer lo que sus ojos le mos- traban. “¿Por qué no vas y se lo preguntas?” Replicó con sorna el anciano, y luego permanecieron calla- dos, turbado uno, guardando un silencio respetuoso el otro, a sabiendas del profundo dolor y la decepción que el primero padecía. Luego de unos momentos de zozobra interior, el jesuita dijo: “He perdido mi lugar en el mundo. Tal vez se- a el castigo de Dios por prestar oídos a tus blasfe- mias.” “Sé cómo te sientes, y puedes ser conmigo to- do lo injusto que quieras, que nada de eso puede a- fectarme. Pero ten cuidado, buen sacerdote, de no o- fender al propio Dios que invocas, acusándolo de castigarte cuando en realidad está poniendo ante ti la oportunidad de salirte de toda la falsedad, abyección y avaricia que esos supuestos monjes representan.” “Esos hombres cumplen, o si prefieres, inten- tan cumplir la voluntad de Dios.” 74
  • 75. El espejo humeante “Tal vez tú intentaras eso, y tal vez algunos de tus cofrades lo hagan, algunos más ingenuamente que otros. Lo cierto es que la mayor parte de ellos, sobre todo los más encumbrados, sólo intentan cumplir la voluntad de reyes y señores tanto o más envilecidos que ellos mismos. Y se valen de la buena voluntad de hombres como tú, pero al primer atisbo de conciencia que demuestren, no trepidan en enviarlos al tormento y a la muerte. No digo que te debo la vida, porque no puedo perderla, pero sí te debo tus atenciones, y so- bre todo, lo que harás en el futuro por el conocimien- to de los tlacameh. No eches en saco roto la oportu- nidad que el buen Téotl pone en tu camino, la de a- brirte el paso hacia instancias de conciencia que tu formación para servicio de los seres de la oscuridad ni siquiera te permite considerarlas como posibles.” -El buen jesuita aceptó su destino, encomen- dándose a Dios con todo el fervor de su espirituali- dad, y suponiendo que por algo su Señor lo había me- tido en semejante embrollo. Decidió que recorrería hasta el fin aquel extraño camino que la providencia le había deparado; aunque por otra parte, no parecía haberle quedado ningún otro que no fuera ir a morir a manos de quienes hasta hacía muy poco habían si- do sus compañeros. Así las cosas, siguió al sacerdote en una larga caminata hacia el norte, a través de la selva, en cuyo transcurso tuvo oportunidad de ver có- mo la naturaleza respondía casi mágicamente a la voluntad del extraño Tezcatlipoca, proporcionándole agua, alimentos o lo que fuere que necesitara a cada 75
  • 76. Gabriel Cebrián instancia del viaje, y comenzó a pensar que tal vez había algo de cierto en la extrañísima historia que le había contado. Hasta que llegaron a una aldea de los Carios, a quienes los españoles llamaban Guaraníes, y cuya lengua había aprendido el jesuita de los abo- rígenes de la misión. “Nada bueno ocurrirá si nos presentamos an- te ellos” advirtió el sacerdote, en la presunción que la llegada de un viejo extranjero con aspecto de he- chicero y de un sacerdote blanco constituiría el pasa- porte a una segura muerte ritual de ambos. “Sin embargo, yo pienso lo contrario”, repli- có el anciano. “Sígueme, y no temas.” -Ingresaron en el claro adonde se erigían las chozas y a poco fueron rodeados por la indiada hos- til, provista de arcos, flechas y pesadas macanas. De nada le valió al buen jesuita asegurarles que eran gente de paz, y mientras eran conducidos hacia el es- pacio abierto ubicado en el centro de la aldea, pensó que si el anciano no era el poderoso brujo que decía que era, sus minutos sobre esta tierra estaban conta- dos. Comenzó a recitar mentalmente una oración. Cuando estuvieron ya en la plaza central, el cacique mandó a buscar al chamán, y entonces vio venir a un anciano con un ojo muerto, una piel de jaguar sobre hombros y cabeza y un báculo de piedra con forma de serpiente. Caminaba rápidamente, como compelido por alguna determinada urgencia, y al llegar frente a 76
  • 77. El espejo humeante ellos, miró al anciano, abrió desmesuradamente el o- jo bueno y también la boca, como presa de un asom- bro extraordinario, para luego caer de rodillas en ac- titud reverencial. A continuación, todos los demás ca- rios se sumaron a la genuflexión, y con sorpresa el sacerdote comprobó que el anciano y él eran los úni- cos que permanecían de pie, entre un centenar de guerreros hincados. Sorprendido, se volvió hacia Tezcatlipoca, quien le devolvía una sonrisa radiante, tanto así que le pareció observar un destello antina- tural en sus ojos. Los prodigios prometidos estaban comenzando a ocurrir. Pasada esta primera conmo- ción, el jesuita oyó al chamán decir a su cacique que era éste el Dios del norte que en sus sueños le había anunciado su llegada. Conducidos con reverencia hasta la mayor de las chozas comunales, el cacique invitó al anciano a ocupar su estera, pero éste rehusó tal honor. Con el jesuita traduciendo del aba ñe’é21 al español y vice- versa, mantuvieron el siguiente diálogo: “Estamos honrados de recibirte en nuestra al- dea, oh Señor del Espejo Humeante” dijo el chamán. “El honor es nuestro, hombre sagrado. Pero no creas que soy un dios, soy solamente un hombre que se ha esforzado por superarse y ha recibido la i- nestimable ayuda de maestros espirituales que no son de este mundo.” 21 Habla del hombre 77
  • 78. Gabriel Cebrián “Si me permites, y ello no ofende a tu gran espíritu, ¿qué es lo que haces con este mombiry- guá22? Ellos han venido aquí a robarnos nuestra tie- rra y nuestras almas, y además pretenden que seamos sus esclavos. Quieren obligarnos a desconocer a Ñande Ru23, e imponernos a sus dioses.” “Entiendo tu sentimiento, oh Maestro, y en mucho lo comparto. Pero este mombiryguá no es en modo alguno como los demás. Ha vivido toda su vida entre truhanes y falsarios y sin embargo su esencia permanece quizá más pura que la de muchos de los hombres de este lado del agua grande.” “Sin embargo, luce la vestimenta de los hechi- ceros blancos, que quieren imponernos sus dioses a sangre y fuego.” “Los dioses son los mismos para todos los hombres, lo que cambia es el juicio que tienen acerca de ellos, y éste depende del grado en que estén afec- tados por los seres de la oscuridad.” -En esta instancia el jesuita dijo al anciano que no estaba de acuerdo con muchas de las afirma- ciones que formulaba a su respecto, a lo que éste res- pondió, lacónica y autoritariamente, que se limitara a traducir con exactitud lo que él decía, que toda otra cuestión sería discutida cuando fuera pertinente. 22 Extranjero. 23 Nuestro Padre. 78
  • 79. El espejo humeante “Hace muchísimas lunas que estamos vinien- do desde el norte”, comenzó a explicar el jefe de la aldea, “para guardar distancia de estos mombiryguá, pero ahora nos encontramos que están también al sur. No se conforman con robarnos nuestra tierra, también pretenden robarnos el ánga24. Pero nuestros guerreros ya están hartos de esta situación, y dis- puestos a quedarse aquí y morir luchando.” “No es sólo el alma de tu gente, oh mburuvi- cha 25, es el espíritu de toda la tierra el que está sien- do exterminado. Y estos mombiryguá no son demo- nios, son solamente instrumentos del malvado Añá, conocido al norte como Hun Ahau. No podremos re- sistir, el Añá retá, o Mictlán, está soltando a todos sus demonios para que tomen el control de la gente.” “¿Entonces no podemos hacer nada? ¿Acaso tenemos que permanecer aquí esperando que vengan a esclavizarnos y a violar a nuestras mujeres y ni- ños?” “Lo único que podemos hacer es elevar nues- tro espíritu y aguardar que la paciencia de Ñande Ru se colme, que su ira limpie este mundo para dar o- portunidad a una nueva clase de gente.” “Eso es lo que siempre dice nuestro Pa’i, aquí presente, que es lo mismo que decía el padre de su padre, y el abuelo del padre de su padre. Parece que al fin el tiempo de este ivy se está acabando...” 24 Alma. 25 Gran Jefe. 79
  • 80. Gabriel Cebrián “Tu hombre sagrado sabe de cierto muchas cosas, oh mburuvicha. Pero nuestra misión es luchar por mantener limpio el espíritu, practicar sin desma- yo el tekojoja26 e intentar que cada hombre justo no sea invadido por los pomberos27, como asimismo lim- piar a tantos como esté a nuestro alcance. Esta noble tierra será la reserva espiritual para los hombres del futuro, y está en nosotros mantener encendido ese fuego. He venido aquí porque el Maligno Añá no pue- de hallarme, gracias al poder del I Guaçú, a sentar las bases espirituales de los hombres que vendrán luego de la purga que los videntes han dicho que ocu- rrirá cuando los hombres ya no sirvan a los designios de lo Alto, cuando la codicia, la carnalidad y el vicio no dejen espacio a las emociones superiores, que son alimento del Creador y sus cohortes.” “Oiremos tu palabra, oh Señor del Espejo Humeante, y haremos cuanto esté a nuestro alcance para favorecer los designios del poderoso Ñande Ru. Pero hay algo que debo decirte, aunque sospecho que en tu gran ciencia debes saberlo sin que te lo diga, y es que los nuestros guerreros no se entregarán man- samente, sino que lucharán contra el invasor hasta la última gota de su sangre.” “Lo sé, oh mburuvicha, y por ello te digo que cuando tus guerreros tengan que entregarse a matar o morir, hay que procurar que lo hagan en el verda- dero espíritu que corresponde, esto es, encomendan- 26 Sentido de justicia e igualdad fraterna. 27 Espíritus de la oscuridad. 80
  • 81. El espejo humeante do al buen Ñande Ru tanto su alma como la de los hombres blancos que ultimarán, porque como te dije, son iguales a nosotros, aunque su historia y su tempe- ramento los hayan hecho más débiles para rechazar la influencia del Maligno.” “Me gustaría preguntarte, oh Señor del Espe- jo Humeante, ¿por qué el buen Ñande Ru permite al Maligno Añá someter a la gente del modo en que lo está haciendo? ¿Cuál ha sido el angaipá28 tan grande que nos ha echado encima estas calamidades?” “No es Ñande Ru el que se lo ha permitido, oh mburuvicha, sino nosotros mismos. No hemos dome- ñado al animal que nos es dado al momento de nacer y que nos conecta con la tierra, para así poder brin- dar nuestro tributo de conciencia a los dioses del ivá- ga29. En lugar de valernos de él para glorificar los sentidos en pos de esa primordial función, nos hemos dejado acechar y por él y muy pronto nos converti- mos en su presa. Una vez que la bestia comenzó a to- mar el control, ya no hubo manera de sojuzgarla. Y las cosas llegaron a un punto en el que la única solu- ción, drástica si las hay, está únicamente en la volun- tad de Ñande Ru, en los tiempos y formas que su in- sondable conciencia así lo disponga.” “Grande es tu sabiduría, oh Señor del Espejo Humeante; te reitero que es un honor para nosotros darte cobijo y absorber tus enseñanzas. Ordenaré a 28 Pecado, dolencia espiritual (espíritu podrido). 29 Cielo, paraíso pleno de árboles frutales y excepcionales cotos de caza. 81
  • 82. Gabriel Cebrián mis hombres que levanten una choza para ti y tu mombiryguá. Y por favor, pídele que se vista como un Cario. Nos causa una muy fea impresión su ropaje, no sólo nos recuerda a los sacerdotes enemigos de Ñande Ru, sino que además parece un iryvú30. -Así fue que el buen jesuita, a partir de enton- ces llamado Iryvú, dejó sus hábitos para primero ves- tirse como un Cario, y luego comenzar a comportarse y a pensar como tal, tanto así que a poco fue convir- tiéndose en uno más de ellos. Y los Carios, especial- mente el hechicero Peteínte Tesa31, absorbieron como esponjas la enseñanza tolteca, como no podía ser de otro modo debido a la pureza de sus espíritus. Peteín- te Tesa cedió de muy buen grado a Tezcatlipoca su rol de intérprete de la palabra de los dioses, por lo que el olmeca se convirtió en el nuevo ñe-êngatu de la aldea. Tal era el poder del Señor del Espejo Hume- ante que a poco casi todos los guerreros lograron alcanzar el tekokatu32, como había sucedido unas po- cas centurias antes en Teotihuacán. Aunque en las conversaciones nocturnas que mantenía con el buen jesuita, ahora llamado Iryvú, manifestaba su preocu- pación respecto de una eventual pérdida del nagual de los Carios, que traería aparejada una total inde- fensión frente a la amenaza siempre latente de los de- 30 Cuervo. 31 Único ojo. 32 Plenitud de vida, realización espiritual. 82
  • 83. El espejo humeante monizados hombres blancos. Iryvú, por su parte, y ya imbuido completamente de la espiritualidad que el hierofante reflejaba, intentaba argumentar que tal prurito se debía a la nefasta experiencia que había a- travesado a causa de las pérfidas artes del Maligno Hun Ahau. Pero tales afirmaciones perdían impulso al encontrarse con la mirada de Tezcatlipoca, hundi- da en el mare mágnum del infinito. Su fe había sufri- do a la vez un vuelco y un incremento. El hombre que meditaba junto a él cotidianamente era, sin sombra de duda, un enviado del Señor. Y él era solamente un hombre cuya fe le había abierto las puertas a la posi- bilidad de recibir su mensaje en forma directa y per- sonal. Así las cosas, no pudo dejar de prever el rol a- postólico al que las circunstancias parecían estar a- rrojándolo, aunque prefirió no ahondar en tales pro- yecciones por cuanto los seres oscuros bien podrían insuflársele, a través de las sensaciones de orgullo o vanidad que dichas funciones suelen suscitar. Aprovechando la portentosa energía de su maestro, aprendió a montar y dominar su yolilitzli33 en sueños, y así practicar el cochitleua34, llegando a conocer de este modo a varios habitantes de las esfe- ras superiores, entre ellos a los Aluxes –trabó espe- cial amistad con el buen Huitzilín, y también recibió consejo de los videntes que habían mantenido su con- ciencia luego de las devastadoras represalias de Hun Ahau-, y aprendiendo a evitar a los emisarios del Ma- 33 Espíritu 34 Ver en sueños, oniromancia. 83
  • 84. Gabriel Cebrián ligno, que pululaban los diversos mundos accesibles al yolilitzli en busca de pistas que pudieran llevarlos a dar con el paradero del cuerpo planetario de Tez- catlipoca. Pero fue precisamente esa apertura pro- porcionada por el cochitlehua la que le confirmó las sospechas que le había sugerido su maestro: los días de la aldea de los Carios estaban contados. Sus dio- ses, su espíritu y su lengua permanecerían, sí, pero deberían sortear centurias de oscurantismo. Así era el sino de los tiempos en este lugar del universo. Y fue debido a esa nueva capacidad que no lo sorprendió en lo más mínimo cuando Tezcatlipoca y el hechicero Peteínte Tesa le informaron que pronto celebrarían un gran Yero-qui -ritual de iniciación de los Carios- en su honor, tras el cual se integraría en cuerpo y alma a la gente de la aldea. Llegado que hubo el día del gran Yero-qui, permaneció recostado en su hamaca, en estado de meditación y ayuno hasta el atarceder, cuando fue vestido a la manera de los guerreros carios, adorna- do con vistosas plumas y pintado para la ceremonia. Acompañado de Tezcatlipoca y de Peteínte Tesa, a- bandonó la choza para dirigirse hacia la plaza cen- tral, en la que lo esperaban Tezcatlipoca, el hechice- ro Peteínte Tesa y el mburuvicha. Se sintió orgulloso de participar de ese ritual iniciático, acompañado por maestros espirituales portentosos como eran a- quellos que la suerte o el destino habían puesto a su lado. Lo saludaron ritualmente; luego emprendieron la marcha hacia el I Guaçú, al que llegaron ya entra- 84
  • 85. El espejo humeante da la noche, y se detuvieron a la vera de un salto extraordinario, cuya visión en la claridad del plenilu- nio cortaba el aliento. Encendieron una fogata y co- menzaron los cánticos, en náhuatl y aba ñe’é. Como por milagro, todos los sonidos de los animales noc- turnos cesó por completo, generando una atmósfera tal que por primera vez el buen jesuita, ahora a punto de asumir por completo la identidad que el nombre de Iryvú traía consigo, se sintió algo inquieto. Sin de- jar de canturrear, y al compás de un pequeño tambor que tocaba el mburuvicha, los hombres sagrados co- locaron sobre el fuego un pequeño caldero con agua del río, pletórica de energía, y comenzaron a agregar hierbas de aquella selva, de la gran comarca mexi- cana y del onírico terruño de los Aluxes. Una vez pre- parada aquella poción, que concentraba milenios de conocimiento en herboristería, los cuatro se incorpo- raron e Iryvú fue estrechado en fuertes abrazos; pri- mero lo hizo el mburuvicha, quien le dio la bienveni- da como nuevo hijo cario, luego Peteínte Tesa, que le encomendó suplirlo en sus funciones chamánicas cuando llegara el caso, y por último Tezcatlipoca, quien le aseguró que su Dios, el de antes, el de ahora y el de siempre, estaba en un todo de acuerdo con la evolución espiritual que su siervo había emprendido con tanto ahínco, y que se tranquilizara, porque muy pronto comprobaría personalmente tal afirmación. Volvieron a sentarse sobre la tierra, e Iryvú, pleno de emoción y expectativa, bebió la pócima. Los cánticos y el tambor volvieron a irrumpir en el mágico silen- cio, amalgamados por el profundo rumor de la caída 85
  • 86. Gabriel Cebrián de agua, y generaron un flujo luminoso en el cual el espíritu del iniciado, ahora también resplandeciente, fue deslizándose cual jangada de conciencia a la vez personal y cósmica. Entonces supo, sin sombra de du- da, que el anciano Tezcatlipoca le había dicho la ver- dad: sintió de manera incontestable que su Señor lo había distinguido con el afecto especial que otorga a sus mejores siervos, cosa que nunca había podido sentir en largos años de sacerdocio cristiano. Y lo a- saltó la certeza de que la eucaristía había devenido en un remedo de la verdadera práctica de ingestión del cuerpo divino, adulterada por los espurios intere- ses de un clero demasiado sujeto a las componendas políticas y económicas de una sociedad degradada. Acorde con su temperamento, el trance resul- tó rico en emociones de orden místico, pero como to- do tiene su contraparte, y el excepcional brebaje no i- ba a descuidar ninguna instancia ni ningún atributo que coadyuvara para convertirlo en un hombre com- pleto, finalmente llegó el tiempo del nagual. Y lo hizo de la mano de Arapoty, la hermosa hija del mburuvi- cha, quien envuelta en un halo de primaveras en flor, pronto halló lugar entre las desplegadas alas del cuervo, fundiéndose en un solo ser. Entre los esterto- res de la intensa pasión sexual que sentía por vez pri- mera, Iryvú comprendió por qué el mburuvicha lo ha- bía categorizado como “hijo”. Y supo también, por e- sa tenaz tiranía que la carne promueve a través de sus sentimientos y sensaciones, que moriría sin hesi- tar por la bella princesa guaraní, por su futura prole y por cualquier persona de la aldea. 86
  • 87. El espejo humeante Aún conmocionado por todas las novedades espirituales y carnales que su iniciación le había sus- citado, despertó en su hamaca. La hermosa Arapoty dormitaba, feliz, entre sus brazos. El jesuita devenido cuervo halló así su huma- nidad completa; comprendió que su ingenuidad -la que bien podía haberlo conducido a la muerte, a tra- vés de su ánimo siempre bienintencionado-, había to- cado zonas que le sobreimponían una nueva malicia, mas no obstante continuaba hallando noble esa acti- tud. La fe y la devoción, en su anterior vida, habían idealizado la realidad al punto que no se había per- catado de que estaba viviendo en una isla mental, en un sueño mucho más ilusorio que los que había a- prendido a sostener de la mano de Tezcatlipoca, y desde el cual toda proyección, de fe o de lo que fuera, valía un comino. Sentía haber estado jugando el rol de hombre santo para ir a esconderse en la inacción, cosa que hasta podía sonar a cobardía embozada, desde sus nuevas perspectivas. Ahora las fuerzas de la vida lo habían envuelto en sus redes inextricables, y su contexto físico, mental y espiritual era nuevo, y demasiado fuerte. Siempre había predicado que Dios estaba en todas partes, mas recién ahora esa frase parecía no obedecer a esa recóndita intuición de me- táfora. Y Arapoty, de manera tan natural como es- pontánea, se transformó en el templo viviente de la madonna esencial. Tezcatlipoca, el hombre formado en tierras sobrenaturales y devuelto al mundo de los hombres 87
  • 88. Gabriel Cebrián para espejar, era el responsable de su cambio. Su in- flujo era tan poderoso que cualquier persona que se le acercase con el alma relativamente limpia, no po- día sino asumir su sitio específico en la realidad, cla- ro que ese sitio se enclavaba en una realidad infini- tamente más amplia. El señor del Espejo Humeante representaba en cada uno de sus actos a la bestia es- piritualizada, a la propia serpiente emplumada cuyas miserias le habían endilgado tras aquel episodio de extorsión diabólica. Todo aquello lo pensaba tendido en su hama- ca, velando el sueño de le hermosa Arapoty. Sintió el calor de su sangre como sagrado, y se durmió con un pensamiento agradecido hacia Tezcatlipoca. -Disculpe, Profesor, se posesiona tanto con e- sa historia que parece que la cree a pie juntillas. No sé por qué, pero eso me perturba bastante. -¿O será acaso que temes estar hablando con un viejo demente, tal y como sintió el jesuita frente al viejo hechicero? -Dígame, ¿está pontificando? Está todo bien, pero no tengo pensado ingresar en ninguna secta. Si es eso, no perdamos tiempo. No quiero ser insolente, profesor, discúlpeme, pero es cierto que nunca me in- teresó mucho ese tipo de cosas. Y la historia es atra- pante, pero usted ya sabe… -Claro, te entiendo; historias de niños secues- trados por duendes, entrevistas con Satanás, y cosas como ésas. Sí que suena para la mierda. Pero quiero aclararte bien una cosa: no estoy pontificando nada, 88
  • 89. El espejo humeante no me interesa en qué crees o dejas de creer, mas no obstante ello estaré siempre para tratar de ayudarte cuando lo necesites, si lo necesitas. Tal vez esté inter- pretando las cosas mal, y tienes razón tú; en ese caso esta noche será nada más que una tertulia extrava- gante. Yo puedo haberme equivocado al no tener en cuenta que podías quedar involucrado. Pero el que no creo que se haya equivocado es el que coció la o- carina ésa que tienes allí. Es un mago muy poderoso, no quieras conocerlo. -De hecho no quiero, y por lo que dijo el ven- dedor, no creo que él quiera conocerme a mí. De to- dos modos, no creo en otros magos que no sean los de circo. -Claro, claro. Pero ésa es una limitación tuya, puedes apostar por ello. -¿Acaso puede mostrarme un verdadero ma- go? -Como van las cosas, me temo que no hará falta. Ellos no necesitan presentador. 89
  • 91. El espejo humeante Segunda parte Cuando Szrebro terminó su historia estaba por amanecer. Mas a pesar de esta circunstancia temporal, que venía a reforzar una vez más la analo- gía que continuaba planteándose con el primer diálo- go entre el tal Tezcatlipoca y el jesuita, nadie apare- ció por allí con antorchas para quemarnos. Yo no sa- bía qué pensar, y mis últimas preocupaciones, antes de quedarme dormido en el sofá, estuvieron dirigidas a la certitud de estar perdiendo un ventajoso empleo. Aunque estaba dispuesto a seguirle la cuerda, sobre todo si las nuevas circunstancias podían llegar a tra- er aparejado un sustancioso aumento de salario. El final de aquella historia, como era previsi- ble, estuvo dado por lo que todos los videntes habían anticipado; la aldea de los Carios fue arrasada, y quienes no murieron fueron reducidos a esclavitud. Y desde entonces no hay noticias de ninguno de ellos, al menos en lo que hace a la información que manejaba Szerebro… o quizá debiera decir a lo que dijo Szre- bro, porque me pareció advertir que había un buen tramo de la historia, ficticia o no, que se había guar- dado. Pasado el mediodía desperté, y luego de un frugal desayuno con el Profesor, éste me sugirió que tomáramos el día para descansar, cosa que hallé muy satisfactoria, por cuanto no me había terminado de reponer del viaje a Misiones y de las cosas que en él 91
  • 92. Gabriel Cebrián me habían pasado. Ello además de la sugestiva histo- ria que había oído, plagada de insinuaciones y harto desconcertante para provenir de boca de una persona que lucía como parámetro de ecuanimidad. Así que fui a casa y dormí hasta las cinco de la tarde un sueño profundo y reparador, tras el cual desperté de mejor ánimo; y gracias a él pude reducir la cuestión espiritualista que había planteado Szebro a lo que entonces me pareció su justa medida, esto es, una fantasía romántica en pleno concenso con la mo- da aborigenista, tan enarbolada últimamente como síntesis de justicia y conocimiento trascendental. Salí a la calle a dar unas vueltas, comprar li- bros o acaso ir al cine, todas ellas actividades de una persona normal y conforme al statu quo argentino contemporáneo, intentando reafirmar esas pautas culturales usuales para refrenar cualquier intento so- brenatural al que los mundos sutiles, o mi propia pa- ranoia, pudiesen conferir pertinencia y/o entidad. A través de estos pensamientos, y con alarma, creí ad- vertir que una parte de mí podía estar dando fe al descalabrado asunto del espejo humeante. Caminé por Corrientes, revolviendo los exhi- bidores de todas las librerías de ofertas, en busca de cualquier cosa que sirviese para distraerme un poco y retornar a la medianía de una vida que no andaba necesitada de sobresaltos, y mucho menos de folklo- res extravagantes o delirios de orden místico. Final- mente adquirí a precio de saldo dos libros usados, El Hombre demolido, de Alfred Bester y un ejemplar a- jado y amarillento de La señal de los cuatro, de Co- 92
  • 93. El espejo humeante nan Doyle, editado por La Nación en 1904. Muy con- tento con las adquisiciones –sobre todo la última, a la que consideraba poco menos que un incunable-, em- prendí el regreso a casa; pero como ya había ano- checido y estaba algo cansado aún por el viaje -y so- bre todo por las emociones que me había deparado, agitadas más aún por el extraño relato de Szrebro-, decidí tomar el subte. Bajé las escalinatas repletas de gente que entraba y salía, compré el cospel, atravesé el molinete y advertí que ya estaba el convoy presto para la partida. Apenas tuve tiempo de entrar y col- garme del pasamanos antes de que las puertas neu- máticas se cerraran. Cuando el vehículo comenzaba a moverse, miré hacia fuera y quedé congelado: pa- rado en el andén estaba el hombre aindiado que me había dado el misterioso recipiente en San Ignacio -a quien Szrebro había llamado Albarracín-, mirándome con una sonrisa que se me antojó diabólica. No dejó de mirarme hasta que el vagón ingresó al túnel. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Acaso me estaba siguiendo? Si así era, ¿cuáles serían las razones por las cuales lo hacía? ¿Representaba ello una amenaza concreta contra mi seguridad personal? Presa del nerviosis- mo, bajé en la primera estación e hice la combina- ción pertinente para ir directamente a lo del Profesor Szrebro. No estaba en casa cuando llegué, así que me senté en el umbral a esperarlo. Casi media hora des- pués se detuvo un taxi, y vi que el Profesor venía en él. No se sorprendió de verme, simplemente me salu- dó con la mano mientras pagaba y esperaba el cam- bio. 93
  • 94. Gabriel Cebrián -¿Qué tal, Eliseo? ¿Qué andas haciendo por aquí, a estas horas? –Me preguntó, mientras extraía su llavero, que colgaba de una cuerda de oro de esas que solían usarse unos cuantos años atrás. -Vine a comentarle que ese tal Albarracín está acá, en Buenos Aires. Me pareció que debía saberlo. -¿Qué cosa dices? ¿No acabas de estar con él, en San Ignacio? -Claro, pero como llegué yo, él también lo hi- zo. Le digo que acabo de verlo, en el subte. Ya en la sala me ofreció un trago, que acepté, y me dijo: -Seguramente has visto a alguien parecido. Su tipo racial es muy común por aquí; sobre todo hoy dí- a, con la afluencia de inmigrantes que llegan de los países limítrofes. Tal vez el haber tomado contacto con esta cuestión te ha alterado un poco los nervios. -No sea condescendiente, Profesor, le digo que lo ví, y bien de cerca. Era él, y si me hubiese que- dado alguna duda, la forma en que me miró y la son- risa que esbozaba la despejaron por completo. -Bueno, si estás tan seguro, saquémonos la duda –propuso, y tomó el teléfono. Luego de unos momentos, al parecer, se estableció la comunicación: <Hola... sí, ¿Albarracín? Szrebro, le habla... sí, me llegó... pero el joven que le envié se ha queja- do... sí... sí... bueno, creo que no hacía falta que hi- ciera eso... sí, está bien, no es para tanto, pero no e- ra... está bien, está bien... ahá, dígame... (el rostro de Szrebro adquirió de pronto un tinte de preocupación) ¿sí? ¿Eso dice?... ahá... ahá... ahá... bueno, veremos 94
  • 95. El espejo humeante qué... está bien... está bien, okay... saludos al Venera- ble... sí, espero que lo antes posible. Hasta pronto, y buena suerte.> Cortó la comunicación y se quedó mirándo- me. Presa de la ansiedad, acabé de un trago la copa de brandy. -Como te dije, está en San Ignacio. -¿Llamó a un teléfono de línea, o a un celu- lar? -Llamé a un teléfono de línea, obviamente –a- firmó, con fastidio. –Te guste o no, lo aceptes o no, está a cientos de kilómetros de aquí. -Entonces tiene un hermano gemelo, o un so- sia, que está al tanto de sus asuntos. De otro modo no se explica la forma en que me miró. -Sin embargo, creo que hay al menos dos po- sibilidades que no tienes en cuenta. La primera es que hayas alucinado, a tenor de tu estado de ánimo. -Contra esa hipótesis, le aclaro que estaba perfectamente tranquilo cuando lo vi. Y dígame, ¿cuál es la otra posibilidad? -Que hayas visto a su proyección astral. -¿Qué cosa dice? -No te hagas el tonto, sabes perfectamente de lo que estoy hablando. Cuerpo astral, doble etérico, proyección plasmática, o como se te antoje llamarlo. -¡Pero eso es un disparate! -Ya estoy un poco cansado de oír tus descalifi- caciones. Vienes a decirme disparates tales como que un individuo que está en San Ignacio se te apareció aquí, en Buenos Aires, y cuando te presento argumen- 95
  • 96. Gabriel Cebrián tos que no son, mal que te pese, aberraciones de la mente, sino fenómenos perfectamente comprobables, me acusas de ser yo quien está desquiciado... en fin, si no fuera porque me siento responsable por haberte involucrado en este asunto, hace rato que te hubiera mandado de paseo. -Oiga, tranquilicémonos un poco, ¿quiere? -No estoy nervioso, sino fastidiado. He dedi- cado toda mi vida a estudiar este tipo de cuestiones, he tratado con verdaderos maestros espirituales y vi- dentes, he accedido a crónicas y testimonios vedados a la mayoría de los eruditos en la materia, para que vengas tú, sin otro arma que un sentido común lin- dante con la imbecilidad, a decirme qué cosa es dis- paratada y cuál no. Realmente, no sé que ha visto en ti el Venerable para haberte insuflado. -¿Quién es ese Venerable? ¿Qué quiere decir con eso de que me ha “insuflado”? -Ya basta de preguntas cuya respuesta cono- ces. El Venerable es quien hechizó la ocarina que fuiste a tocar –hecho que, dicho sea de paso, me rele- va de gran parte del sentido de responsabilidad respecto de ti que estoy asumiendo-, y luego sopló en el interior de tu boca. Y quién es, cuál es su verda- dero nombre, o dónde se encuentra, sólo Dios lo sa- be. Yo no. Yo sólo he atestiguado los efectos de algu- nas de sus actividades. -¿Puede hablarme de ellas? -No, no puedo. Las cosas que atestigué, esta- ban dirigidas a mí. Y si tienes tú algo que atestiguar, 96
  • 97. El espejo humeante él se encargará. Así son las cosas, y no hay otra po- sibilidad. -No tengo interés en atestiguar nada de eso, la verdad. -¿Entonces para qué preguntas? -Bueno, veo que he conseguido enfadarlo. Más vale que me retire, y lo deje en paz. -No hace falta. Me conformo con que dejes de hacerte el positivista y abras la mente, al menos lo suficiente como para dimensionar un poco el asunto en el que te has visto involucrado. -Ya le digo, usted debería ponerse en mi lu- gar. De buenas a primeras me encuentro en una si- tuación completamente ajena a mi temperamento, y como bien acaba de señalar, a mis escasas entende- deras. -Yo puedo entenderlo, e incluso ponerme en tu lugar, como me pides. Pero también puedo decirte que no tienes ya diez, ni quince años. Eres un hom- bre, y te guste o no, en lo sucesivo deberás compor- tarte como tal. No sé que irá a ocurrirte, pero temo que serán muchas cosas. Y tal vez no esté yo aquí pa- ra que vengas corriendo a contarme lo que te pasó. -¿Acaso va a dejarme solo en este atolladero? -No lo haría, si dependiera de mí. Pero en cualquier momento puede surgir algo. Además, y por otra parte, nadie tiene la vida comprada. -Oiga, me está alarmando. -Ni falta que hace. -Bueno, Profesor, lo dejo en paz por hoy. Nos vemos mañana en la oficina, ¿verdad? 97
  • 98. Gabriel Cebrián -Si Dios quiere. Me retiré de la casa del Profesor Neftalí Szre- bro con una mezcla de amargura e incertidumbre, la cual hubiera sido de absoluto pesar de haber sabido entonces que aquella había sido la última vez que lo vería, al menos por aquí. Al otro día, cuando llegué a la oficina, la encontré cerrada, y nadie atendió a mis llamados. Era raro, porque el Profesor siempre había estado allí antes de mi horario de llegada. Lo esperé más de dos horas, y fue en vano. Fui hasta un telé- fono público, llamé a su casa y tampoco obtuve res- puesta. Pasé el resto de la mañana y buena parte de la tarde yendo de la casa a la oficina, y gastándome varias monedas en teléfonos públicos. No quise pen- sar en la posibilidad de que algo malo pudiera haber- le sucedido, así que aposté a que hubiese tenido que viajar de improviso, o algo como eso. A la noche vol- ví a llamarlo desde el semipúblico del kiosco en la es- quina de mi casa, dado que no tenía teléfono -por lo que tampoco podìa esperar una llamada de Szrebro-; nadie atendió, lo mismo que al día siguiente, y al o- tro. De buenas a primeras mi ventajoso empleo se ha- bía enrarecido, para luego esfumarse. Lo lamenté bastante, pero me ayudó a asimilar el golpe el hecho de suponer que me había librado de una eventual psi- cosis, dado el cariz que todo había tomado de pronto. Mas el trabajo, como dije, desapareció, pero la psicosis no. Una noche soñé que iba a una entre- vista de trabajo, y cuando me hacían pasar al despa- cho de mi presunto empleador, allí estaba Albarra- 98
  • 99. El espejo humeante cín, muy ufano en su traje de alta costura y fumando un habano. "Vaya, vaya. Miren lo que trajo el vien- to…" dijo, exhalando bocanadas densas. "¿Qué haces aquí? ¿Cómo no estás cuidando al viejo Szrebro?" Y siguió con un discurso que entendí extravagante: "No importa el sacrificio que te cueste, nunca será sufi- ciente. Crees tanto en tu encarnadura que serías feliz si pudieras permanecer el resto de tu vida sobándote la verga, ¿verdad? Pero hay más cosas en el mundo, mocito, la eternidad está cada vez más sucia. Andan por ahí ingenieros neonazis diseñando virus letales que atacarán solamente determinados linajes genéti- cos, ¿qué te parece eso? ¿Qué te parece ver a Orien- te y a Occidente afilando las garras para enfrentarse mortalmente en defensa de un mismo dios, rebajado a variables del mercado? ¿Qué te parecen los funcio- narios de los organismos internacionales que predi- can como dogma primario la igualdad y la fraterni- dad, y abandonan los recintos en automóviles cuyo valor paliaría el hambre de aldeas enteras durante mucho tiempo? ¿Crees que Dios va a perdonarte que sigas preocupado por tu inserción, minúscula pero no menos oprobiosa, en este círculo de miseria humana? Eliseo, vas a pudrirte en el infierno, vas a hervir en el caldero del que el pobre Neftalí quiso sacarte. Pero claro, tal vez no eres más que otro hueso flaco para el gran puchero." Me desperté muy angustiado, porque mi men- te, o lo que sea que haya estado allí presenciando tal discurso –fuera éste producto de mi inconciente o proviniera de un agente externo-, parecía estar de a- 99
  • 100. Gabriel Cebrián cuerdo con él. Imaginé otra clase de virus, una espe- cie de virus de la locura, el que parecía haber contra- ído en mi contacto con Szrebro y el tal Albarracín. Estaba demasiado nervioso como para inten- tar volver a dormirme, así que, casi como obedecien- do a un impulso, me levanté y me vestí; y a pesar de que eran las 3.30 a.m. salí a caminar. Los tiempos no eran seguros, como tampoco lo era mi barrio, pero suponía que a lo que menos debía temerle era a asal- tantes nocturnos, al menos humanos. Caminé algunas cuadras por la Jean Jaurés, pensando en el mensaje que había recibido en sueños, y aunque la interpreta- ción era bastante obvia, el foco de mi atención estaba puesto en discernir si se había tratado de una elabo- ración de mi inconciente o ese tal Albarracín, o quizá su proyección astral, era capaz de aparecer en mis sueños como lo había hecho en la estación del subte. Llegué a la altura de Bartolomé Mitre, donde la calzada desciende para pasar por debajo de las ví- as del ferrocarril, formando un túnel sombrío y deso- lado, sobre todo a aquellas horas. Y tal ominosidad se veía reforzada por la ocurrencia de algún muralis- ta anónimo, a quien se le ocurrió pintar sobre una de las paredes unas siluetas amenazantes, armadas con pistolas, que en la oscuridad reinante adquirían un gran realismo. Más de un transeúnte desavisado ha- brá obtenido allí su segundo de pánico al observar- las, antes de que la percepción ajustara el cuadro lo suficiente para advertir la engañifa. había caminado unos cuantos pasos en el interior del túnel cuando al- go como un guijarro impactó contra mi omóplato de- 100
  • 101. El espejo humeante recho. Me volví de golpe, y sólo vi la claridad en la boca del túnel. Mi corazón latía con violencia, y sentí cómo todos los vellos de mi cuerpo se erizaban. “¿Quién anda ahí?”, pregunté, sin poder evitar un quiebre en mi voz, producto del espanto. Obviamente, no obtuve respuesta, pero un extraño viento comenzó a soplar como si hubiera sido despertado por mi voz. Recibí otro impacto, esta vez en la rodilla izquierda. No eran lo suficientemente duros como para causar- me dolor, pero en lo anímico resultaban devastado- res. Quise salir corriendo de allí, pero me hallé para- lizado. En ese estado, frenético pero inmóvil, el pen- samiento, a contrario de mis músculos, comenzó a discurrir febrilmente, y muy pronto se me hizo paten- te el paralelismo que existía entre aquella experien- cia y la manifestación de los Aluxes a Tezcatlipoca, según me había contado Szrebro. Nuevamente, como a instancias de mi pensamiento, unas voces y risillas como de niños se hicieron audibles en el silencio noc- turno. Sentí un vacío en la boca del estómago, y co- mencé a jadear, aunque esa suerte de respiración compulsiva se vio detenida de repente cuando una fi- gura pequeña, antropomórfica, pareció surgir de en- tre las siluetas negras pintadas en la pared y se acer- có a mí, caminando como al acaso. A contraluz de la entrada al túnel, no pude percibir sus rasgos hasta que estuvo a un metro frente a mí, y todo el breve lap- so que transcurrió durante su caminata, me esforcé por distinguir los rastros zoomórficos que Szrebro había conferido en su historia a los Aluxes, con la sensación plena de estar perdiendo la razón irreme- 101
  • 102. Gabriel Cebrián diablemente, la que se hizo más patente cuando al fin pude discernir los ojos gatunos, la pelambre corta y espesa y el morro en forma de hocico. Comencé a so- llozar, mientras me estremecía entre temblores de pá- nico. -¿Qué te ocurre, gringo? – Me preguntó la ex- traña criatura. -¿De veras me encuentras tan aterra- dor? –No supe, o no pude responder. –Mira -con- tinuó-, para serte franco, lo mismo me sucedió a mí la primera vez que mis mayores me mostraron a uno de ustedes, pues. Pero yo apenas si era un crío, o sea que lo que quiero decirte es que ya estás un poco vie- jo pa’ tanto aspaviento. Yo sentía burbujear la sangre en mis venas, como si de pronto se hubiese convertido en soda. La mente se me iba, quizá como efecto de un mecanismo defensivo; no podía concentrarme en lo que estaba o- curriendo, tal vez porque la imposibilidad del evento resultaba indigerible para mi noción de realidad, que incluía solamente tres dimensiones espaciales y una temporal. De pronto una tranquilizadora hipótesis ganó espacio en mi conciencia, pero la criatura no me dio tiempo de comprobarla, como si hubiera esta- do leyendo mi mente: -No estás en tu cama soñando cosas extrañas, Eliseo. O tal vez sí, pero en esta encrucijada sólo vale el aquí y el ahora. No hay pellizco, pinchazo, o salpi- cadura de agua en la cara que puedan llevarte de nuevo a tu cálido capullo. -Esto no está sucediendo –dije, más para con- vencerme a mí mismo que otra cosa. 102
  • 103. El espejo humeante -¿Acaso no sentiste los piedrazos? -He sentido cosas mucho más fuertes en sue- ños. -No lo dudo, pero eso es porque lo que siente, no es el cuerpo. -No me interesa estar aquí hablando contigo, sabes. -Puedo darme cuenta, ya que acabo de darte una información crucial para cualquier entidad con- ciente que se precie de tal, y sólo tienes eso a mano para responder... -¿De qué información crucial estás hablando? –Pregunté, en tanto algo dentro me decía que estaba cometiendo un grave error, al prestarme al diálogo con un ente que no podía ser otra cosa que una pro- yección alucinatoria. -Yo, existo; ahora viene la pregunta: ¿Existes tú? –Respondió, pero lo hizo más a mis pensamientos no formulados que a la pregunta puntual. –Te acabo de decir que lo que siente no es el cuerpo. Has a- prendido a creer que existe sólo lo que puedes ver y tocar, y eso es, precisamente, lo que no existe... aun- que sería más acertado decir que existe de un modo más grotesco, y mucho menos sensitivo y conciente. Tú le das preponderancia a ese amasijo de materia muerta que alimenta de información a lo sutil, a lo que existe de una manera más cabal. No eres tu cuer- po, eres lo que insufla de vida y conciencia a ese con- glomerado de materia que pronto vuelve a lo que es, luego de procesar todas tus canalladas, purgándolas en pestilentes efluvios. 103
  • 104. Gabriel Cebrián -Sólo falta que un humanoide híbrido de ma- míferos inferiores venga a darme clases de metafísi- ca... -Sólo falta eso, sí, para que puedas considerar esto un delirio y correr a revolcarte entre la mierda, ¿es eso? -Es eso, sí. Ya terminé contigo –dije, mientras me disponía a retomar mi camino. -Entonces -oí que decía a mis espaldas-, vas por el camino equivocado. Si sigues adelante, conti- nuarás tratando conmigo. Sólo te dejaré en paz si vuelves tras tus pasos. -No importa adónde vaya. He terminado con- tigo, y ya. -Si observas bien, podrás advertir que adelan- te es un día claro y luminoso. Comprobé con pánico que decía la verdad: la boca del túnel se veía soleada, y ello me conmocionó, ya que según mis cálculos no podían ser mucho más de las 4.15 a.m., y faltaban entre dos y tres horas aún para el amanecer. Me volví instintivamente, sólo para comprobar que al otro lado continuaba siendo de no- che. Casi empezaba a sollozar de nuevo cuando el ex- traño ser me dijo: -Ésta es tu encrucijada, Eliseo; si quieres vol- ver al cuerpo que irremediablemente va a morir, y e- so es todo lo que pretendes de tu experiencia en este mundo, sólo tienes que regresar y ya nada sabrás de nosotros. Ahora bien, si estás dispuesto a atestiguar el costado mágico de la existencia, al que tienen op- 104
  • 105. El espejo humeante ción todos los hombres pero muy pocos llegan a sa- berlo, sigue adelante. Caí sentado, y apoyé la espalda contra el mu- ro del túnel. A mi derecha, la noche de la materia; a mi izquierda, la luz del espíritu. El extraño híbrido entre humano y marsupial me miraba fijamente, y yo no era capaz de encontrar ninguna señal que me indi- cara que estaba en un sueño, aparte de lo descabella- do de la situación. Miré hacia los lados una y otra vez, cotejando la incongruencia de aquella percep- ción, mas a pesar de mi esfuerzo por descartarla, allí continuaba. Estaba envuelto en la maraña, estaba in- merso en aquel juego, me gustase o no. Tuve un ímpe- tu casi rabioso, me incorporé, y eché a andar hacia la luz. Si así estaba planteado, iba a jugarlo hasta el fi- nal. El hombrecillo corrió unos cuantos metros hasta alcanzarme y luego continuó caminando esforzada- mente, ya que daba casi tres pasos por cada uno de los míos. -Órale, eso es lo que yo llamo tomar una deci- sión, pues –dijo. –Puedes dejar el dramatismo, por ahora no te hace falta. Y esas emociones desborda- das, son más propias del excremento llamado cuerpo que del espíritu, así que en primer término, y antes de alcanzar la luz, deberías sosegarte un poco. -No necesito sosiego. Terminemos con esto de una vez. -Puedes tener problemas si persistes en esa actitud. -¿Con qué actitud? 105
  • 106. Gabriel Cebrián -Esa especie de arrogancia digna de una quinceañera consentida que estás adoptando, y que no se condice en nada con la humildad del hombre que está dispuesto a sacrificar su vida material. -Yo no estoy dispuesto a eso –aclaré, mientras me paraba en seco. -Dispuesto o no, es lo que estás haciendo, aunque pretendas que se trata de un berrinche. Apar- te, ¿qué tienes que perder? -Según lo que dices, mi vida, ni más ni menos. -Dije tu “vida material”, y te expliqué que ésa no es la verdadera vida. -Estás hablando como un evangelista... -Puede ser, pero... ¿quieres que te diga cuál es esa vida que estás a punto de abandonar? -¿Acaso eres advino? -No hace falta mucha videncia para prever el derrotero de una vida humana crasa y común como la tuya, y no te ofendas. Finalmente conseguirás tu bendito trabajo, el que poco a poco se irá transfor- mando en una suerte de esclavitud consentida. Ten- drás unos pocos amigos, taciturnos y con un senti- miento de frustración que no sabrán bien de dónde les viene, pero que tiene que ver con esa parte irrea- lizada de su conciencia, que en última instancia es lo único que cuenta. Y en ese contexto, el elemento caó- tico estará dado por una disyuntiva, resultante de tu relación con las mujeres: o conseguirás una, y con e- lla vendrán los hijos, y así el yugo será acabado y completo, o te volverás un vejestorio huraño y resen- tido. Y para terminar con esta sinopsis, te diré que en 106
  • 107. El espejo humeante el caso de que consigas una mujer, se tratará de una de esas sufrientes, sumisas y calladas; con lo que, a través de tal actitud, alimentará de modo permanente tus sentimientos de culpa. -¿Qué te hace pensar que solamente puedo as- pirar a alguien así? ¿Por qué no podría yo conseguir una mujer pujante, divertida y exitosa? -Porque no es el tipo de mujer que se vería a- traída por alguien como tú, puedes estar seguro de e- llo. No es tu culpa, ni siquiera una falencia. Es sim- plemente una cuestión astrológica, que no es momen- to ni lugar para que te la explique. Y eso determina todo, incluso tu nagual, el que solamente es capaz de atraer hembras sombrías y melancólicas. -Eres Huitzilin, ¿verdad? -Hombre, ¿acaso olvidas que soy una fantasía de tu mente? -Primero Szrebro, y luego tú, han acabado con mi criterio acerca de lo que es real y lo que no lo es. -No, pero no hemos sido ninguno de ambos. Ha sido el propio Tezcatlipoca. -¿Qué dices? -Fue él quien te sopló allá en las tierras del Chapalli, la gran cascada. Él te señaló, y en lo que a mí conierne, no comprendo por qué te escogió a ti, remiso como eres para abrirte al espíritu, y tan de- sesperado por volver a llenarte las tripas de pudri- ción y a sobar lascivamente a la primer muchacha que se te cruce, aunque en ello te vaya la verdadera vida. 107
  • 108. Gabriel Cebrián Durante un momento cavilé que tal vez el ani- malejo tenía razón. Y no sé si habrá sido a causa de mi nagual -o como quiera que se le llame- que, con un dejo de angustia, consideré a ese túnel como una verdadera encrucijada: de un lado, una ilusión que a- menazaba con ser más real que todo cuanto hubiera yo conocido hasta entonces; del otro, la gris cotidia- neidad que muy plausiblemente seguiría un derrotero no muy distinto del que había adelantado aquella criatura. No había opción posible, así que comencé a caminar hacia la luz, esta vez decidido pero con aplo- mo. De alguna manera supe, sin sombra de duda, que el pequeño Alux, o lo que fuese que emprendía la marcha a mi lado, estaba sonriendo. Salimos a un extenso chaparral, que no fui ca- paz de ver claramente sino hasta después de parpa- dear mucho para que mis ojos se acostumbrasen a la intensa luminosidad. Cuando ello ocurrió, y ante la desquiciante certeza de haber ingresado a un túnel en medio de la urbe capitalina para luego haber salido allí, me volví y pude comprobar que no había ni ras- tros del túnel, ni de la ciudad. Sólo la boca de una ca- verna baja que parecía hundirse bajo la tierra. -No hay forma de que esto esté ocurriendo en realidad. –Dije, meneando la cabeza, y añadí: -No puede ser otra cosa que un sueño. -No, ¿verdad? Claro que primero tendríamos que ponernos de acuerdo en qué significa soñar, y a- demás averiguar si hay una sola manera en la que tal cosa puede hacerse. Pero hagamos una cosa, ¿quie- 108
  • 109. El espejo humeante res? Primero hablemos de cuestiones más de fondo, y tal vez de ese modo llegaremos al punto en el que va- rios de esos asuntos, si se quiere secundarios, halla- rán respuesta sin que siquiera tengamos que referir- nos a ellos. -¿De qué quieres hablar? -Sería mejor que preguntaras de qué “debo” hablarte; lo que yo quiera o deje de querer vale ma- dre. Ya te lo dijo Neftalí, nosotros, los Aluxes, somos los guardianes de la milpa humana. Y como todo a- gricultor que se precie de tal, hay veces que tenemos que reservar algunas semillas para futuras siembras, sobre todo en épocas de plaga o sequía. -Yo vendría a ser entonces una de esas semi- llas... -Sí, pero por ello no vayas a envanecerte ni a creerte que eres alguien especial. -Estoy muy lejos de creer algo como eso. -Tal vez por eso mismo hayas sido selecciona- do. Pero vamos hasta aquí cerca, a un cenote en el cual podremos beber y mojarnos las cabezas; sueño o realidad, este sol puede matarnos. Aparte, necesito presentarte a alguien. -Oye, me basta contigo. De veras que no tengo interés en conocer a nadie más. -Ándale, haz el favor de seguirme y de no pre- ocuparte de antemano. Todo lo que debe ser será, y lo que no, pues no. Caminamos un par de kilómetros bajo un sol impiadoso; ciertamente podía haber acabado conmi- 109
  • 110. Gabriel Cebrián go, fuese o no material (y, dicho sea de paso, me costaba mucho considerar como oníricas aquellas sensaciones de calor agobiante y de sed abrasadora). Finalmente llegamos al pozo de agua, de unos cua- renta metros cuadrados de superficie, ubicado en me- dio de un espeso matorral. Huitzilin se quitó el som- brero, ató la cuerda que le servía para asegurarlo a su mandíbula inferior a otro cordel más largo, y lue- go lo arrojó al agua verdosa, a dos o tres metros debajo del borde. Tiró del cordel hasta que se hun- dió, y a continuación, con una pericia lindante con el asombro, lo izó, para luego beber con verdadero ím- petu, de modo tal que el agua se le escurrió por entre las fauces. Al cabo me miró sonriente, y dijo: -A poco esperabas que bebiera con la lengua, ¿verdad? –Y se rió con deleite. Luego repitió la ope- ración varias veces, hasta que nos saciamos y nos mojamos cabeza, cuello y buena parte del torso. Ha- llé un placer inmenso en esas actividades, era como un día de campo en un mundo de fantasía. Hasta me olvidé del personaje que supuestamente iba a serme presentado allí. Nos sentamos debajo de un arbusto lo sufi- cientemente alto como para ofrecernos una agrada- ble y necesaria sombra; entonces, el Alux comenzó a hablar: -El viejo Neftalí te puso al tanto de muchas cosas, pero lo hizo como quien cuenta una historia fantástica, y eso abonó tus intenciones de conside- rarla como tal. Cuanto te ha dicho es rigurosamente cierto, pero se trata del testimonio de alguien que só- 110
  • 111. El espejo humeante lo ha vivido unos cuantos años más que tú, tal vez cuarenta, o algo así. Yo en cambio, quizá te lleve mil; y eso según su tiempo, que no discurre del mismo mo- do que aquí. Y por supuesto, el Profesor corría con u- na desventaja esencial: no podía mostrarte nada en términos prácticos, como lo estoy haciendo yo ahora. De cualquier modo, hizo su mejor esfuerzo, y vaya que te preparó para un viaje como el que has comen- zado. Tal vez no seas tan tonto como te empeñas en hacer creer a los demás, e incluso a ti mismo. Y con seguridad es así, porque lo contrario sería como afir- mar que Tezcatlipoca erró el tiro, cosa harto impro- bable. Ahorita debemos hablar de los hombres. Y pa- ra hablar de ellos del modo que vamos a hacerlo, es menester estar fuera del criterio humano. Por eso ha sido necesario traerte aquí, a nuestro mundo. Ya de- bes haberte dado cuenta por ti mismo, y por lo que te dijo Neftalí, que el espíritu humano flaquea, y a punto está de alcanzar los niveles mínimos que estableció el Supremo Téotl para destruirlo y encargar a sus inge- nieros celestes la creación de otro. Nada nuevo para nuestros videntes, que ya lo predijeron hace mucho tiempo y se lo hicieron saber a los tlacameh de por a- cá, esperando con ello agitar corrientes de concien- cia que conspiraran contra un final tan oprobioso. Pero –y esto ya lo sabes-, intervino el Maligno Hun Ahau, y se encargó primero de quitar de en medio al buen Quetzalcóatl para luego abarrotar de demonios al espíritu humano. Y para ello se valió de algunas características propias de los tlacameh. Para habitar 111
  • 112. Gabriel Cebrián este mundo, les fue asignada una bestia, la que les permitiría practicar la fornicación y dar muerte a o- tras criaturas, ambas actividades necesarias para preservar su existencia. Esa bestia, como bien te ade- lantara Neftalí, es el nagual. Y como buena bestia salvaje, es muy difícil de mantener bajo control. Por ello se convirtió en la puerta de entrada más apropia- da para los espectros de Hun Ahau, aunque cierta- mente, no es la única. -Debes disculparme, Huitzilin, pero voy a de- cirte lo mismo que le dije a Szrebro en su momento: todas esas cuestiones de Hun Ahau, Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, me suenan a mitología; y mitología vie- ne de mito, o sea, de algo idealizado, que no tiene e- xistencia en la realidad... A medida que daba voz a mis dudas raciona- les, fui perdiendo el impulso. Allí estaba yo, en un pa- raje tal vez onírico, habiendo salido a ese chaparral desde un túnel en el barrio porteño del Abasto, con- versando con una especie de duende, y no obstante argumentando acerca de qué es o no real. Como al tanto de mis vaivenes mentales, Huitzilin retomó la palabra: -Eso no tiene nada de raro. Sucede simple- mente que tu visión del mundo se ha acotado al mapa que trazaron los tlacameh para determinar el marco de su existencia. -¿Perdón? -Digo que ustedes mismos, a lo largo de mile- nios, no solamente decidieron cuáles partes de la rea- lidad percibir, sino que con este criterio discrimina- 112
  • 113. El espejo humeante torio fueron capaces de configurar una realidad -a la que podría llamarse humana-, y luego, mediante la reiteración, sellaron las puertas a otras modalidades de percepción, a otros mundos que son este mismo pero que quedan fuera de esa rígida cápsula que tan trabajosamente consolidaron. Pero como todo res- ponde a mecánicas de densidades, siempre algo es lo suficientemente sutil como para ingresar y egresar de un estamento a otro. El detritus de esas realidades in- vasoras es lo que los tlacameh elaboran como mitos, y allí, amasados con ese aglutinante implacable que resultó ser su lenguaje, desvirtuaron todo de modo tal que cualquier interpretación deviene en fantasías tan arrevesadas que nadie en su sano juicio podría tomar por válidas. Reconocen, claro, un sustrato último de realidad en tales artificios, como referencia simbóli- ca a intuiciones primarias, pero cualquier eventual acceso a la realidad de otras instancias cósmicas es descalificado liminarmente como delirio, o alucina- ción. Allí sólo encuentran caos, y es natural que así sea, por cuanto jamás se tomaron el trabajo de de- sentrañar seriamente los códigos de cualquier expe- riencia que tenga lugar por fuera de su burbuja. Pero para que entiendas mejor lo que estoy tratando de explicarte, será necesario hacer una especie de histo- ria de los tlacameh, su origen, función y destino. De la primer emanación de Téotl, el águila primordial, que vuela en lo más alto del ser y cuyo a- leteo origina las primeras vibraciones, nacieron ma- cho y hembra; y de esta primera dualidad devino to- do lo múltiple, en una cadena cuyas ramificaciones 113
  • 114. Gabriel Cebrián ganan densidad a medida que se alejan del centro cósmico. Cada vibración que emana de ese centro tiene, por esencia, el germen divino. Cada partícula de conciencia, se encuentre donde se encuentre, es el ser mismo de Téotl en constante fluir desde y hacia sí mismo. Pero todo lo que emana de él, queda sujeto a las reglas que corresponden al nivel de vibración al que es arrojado, ello mediante una mecánica simple pero a la vez tan inconmensurable que ni el más lúci- do de nuestros videntes ha podido desentrañar en su totalidad, siquiera intuitivamente. Ahora bien, sucede que en este juego de equilibrio cósmico existen reglas que ni siquiera el propio Téotl puede quebrantar. U- na de ellas es la de la voracidad de la conciencia. Cuanto más conciente es una entidad, más hambre de conciencia tiene. Y el apetito de la Conciencia Supre- ma, en ese sentido, es inefable, sólo podemos figurár- noslo en una escala máxima, incomprensible para no- sotros. Ese prurito divino es el motor de la creación. Las partículas de conciencia inician su largo viaje tan sólo para engrandecerse y volver a su creador con sus redes repletas de tesoros sapienciales. En función de ello, y para servir cabalmente a la gran- deza del Supremo, las Jerarquías Divinas manipula- ron la creación para elaborar organismos más y más capaces de sutilizar la conciencia. Hasta que una de ellas, como jugando una broma de mal gusto a las demás, comenzó a tironear desde abajo, haciéndose fuerte en el nagual asignado a los tlacameh -el que a manera de vejiga natatoria los mantenía en un deter- minado nivel vibracional-; pero lo que comenzó casi 114
  • 115. El espejo humeante lúdicamente no tardó en infectar a aquella Alta Je- rarquía (que ya habrás colegido que se trata de Hun Ahau), agitando su ambición y su egoísmo al punto de llevarlo a enseñorearse del inframundo y desde allí plantear su desafío a lo Alto. Todas las religiones tienen noticias de esto, y no obstante ustedes se empe- ñan en considerarlo “mitología”, con lo que tranqui- lizan su parte pensante en tanto aflojan el lazo a su a- nimal interior, ya desbocado hasta límites terminales. Así fue que el Maligno, cegado de poder y en- tusiasmado por la facilidad con la que el nagual de los tlacameh acataba los comandos de los seres oscu- ros, planteó la confrontación directa en este terreno con sus antiguos hermanos, pretendiendo hacerlos fracasar en la cuarta instancia de creación que ha- bían intentado, y que suponían definitiva: este mun- do, el Nahui-Ollin. Y para eso se valió de varias ar- gucias, como por ejemplo aprovechar la decadencia del espíritu de los occidentales, o la traición al buen Quetzalcóatl a partir de aquella artera maniobra que involucró a nuestros videntes y al propio Tezcatlipo- ca. Pero eso ya te lo contó Neftalí. El asunto es... que a Téotl no le interesan mucho los desaguisados que ocurren por aquí, él sólo encuentra que su alimento resulta cada vez más magro, y eso comporta una sola vía de resolución. -No hace falta que me la digas, puedo adivi- narla. -Sí, aparte, está escrito en todos los idiomas y alrededor de todo el mundo. 115
  • 116. Gabriel Cebrián -Lo que me sorprende es que he sido capaz de seguirte en toda esta larga y extravagante explica- ción. Y más aún me sorprende el hecho de que la en- cuentre razonable... -Nunca menosprecies el valor del agua de un cenote sagrado. Y mucho menos en estos parajes. -¿Acaso el agua...? -Oye, déjate de niñerías, ¿quieres? Tal vez ha- ga falta el agua de varios de estos pozos para lavar de tu cabeza toda la mugre que tus congéneres y los seres oscuros le han implantado. En tu mundo, toda estupidez rigurosamente repetida se transforma en un axioma, por descabellado que sea. Y ello es debido a la característica cercenatoria en la que han adiestra- do a sus mentes. ¿Serás capaz de salirte de tus trece y cumplir la tarea que desde lo Alto se te encomienda, o irás a licuarte con toda la mugre en los trapiches de Hun Ahau, cuando el destino se cierna? ¿Serás u- na conciencia pionera en el mundo que se avecina, o te revolcarás en el estercolero del inframundo por to- da la eternidad? Ya no te queda tiempo para remilgos ni vacilaciones. -¿Qué se supone que debo hacer? Ni siquiera sé en qué mundo estoy, ni si estoy soñando o no. -Bueno, si lo piensas bien, nunca lo supiste a ciencia cierta. ¿O acaso sabes algo que yo no sé, co- mo por ejemplo qué mundo es el que dejaste al otro lado del túnel? No, mi querido pendejo, tampoco sa- bes nada de ese otro mundo; sólo crees saber lo que todos los demás te dijeron acerca de él, y eso, por supuesto, es especulación de la peor clase. 116
  • 117. El espejo humeante -Más a mi favor, entonces. No puedo darme cuenta qué es lo que pretendes que haga. -Yo no pretendo que hagas nada. Yo solamen- te te conduje hasta aquí, adonde probablemente va- yas a encontrarte de nuevo con Neftalí, que tiene mu- cha más paciencia que yo, y eso que yo soy muy pa- ciente. Sólo me resta presentarte a tu nagual, y con ello daré por terminado mi trabajo. -¿Presentarme a mi nagual? ¿Qué diablos significa eso? -Sólo eso, no es para tanto. Es algo que mu- chos mexicanos hacen hasta hoy día, claro que lo ha- cen con los escuincles, y no con grandulones como tú –aclaró entre risillas. –Ahorita mismo voy a hacerlo –continuó-; sólo debes concentrar tu pensamiento, respirar profundo y relajarte. Contrariamente a lo que me indicaba, me agi- té casi hasta el paroxismo. -Oye, oye, oye, oye... ¿vas a hacerte el pende- jo hasta que me encabrone contigo? ¿Qué es lo que te pasa? Aquí no está tu mamita pa’cuidarte, así que es- poléate y enfréntate contigo mismo. ¿Tanto es el mie- do que te tienes? -No tengo miedo de mí, sino de todas estas co- sas que de buenas a primeras comenzaron a ocurrir- me. Contigo, a cada momento tengo la sensación de que algo colosal está a punto de sucederme. Mira, no es jactancia, pero claro que a mi al- rededor siempre algo colosal está sucediendo. Al principio me asustaba igualito que lo haces tú, y aun- que no quiero volver a un argumento que puede herir 117
  • 118. Gabriel Cebrián tu orgullo, te aclaro que era casi un niño de pecho. Además, ¿qué podría ser más sorprendente que el he- cho de que te encuentres aquí, en tierra de Aluxes? Déjate de boberías y concéntrate, o tu nagual se hará cargo de ti de la peor manera. -Lejos de tranquilizarme, me inquietas aún más con eso que dices. -Necesitas otro trago –dijo, y comenzó a ma- nipular de nuevo su sombrero-cántaro. Me dio nueva- mente de beber. El agua sabía dulce, aunque tenía un regusto fuerte; preferí no especular acerca de los contenidos que podían causar tal sabor, y como tenía bastante sed, acabé con toda la ración que Huitzilin había extraído. “Ándale, así se hace, mano” oí que me decía, con tono risueño. Tal vez haya sido el efec- to placebo, o el hecho de que Huitzilin continuaba hablándome, la cosa es que casi inmediatamente en- tré en un estado de concentración inédito; claro que no hacía falta mucho para ello, por cuanto jamás ha- bía practicado esa clase de ensimismamientos. Esta- ba atardeciendo, y una brisa fresca comenzó a agitar el matorral en derredor y a promover pequeñas on- das en la verdeoscura superficie del agua. Huitzilin hablaba algo acerca de lo que ha dado en llamarse “globalización”, asegurando que se trataba de una pandemia tan dañina como no ha habido otra en la historia del mundo. Las huestes del Maligno siempre habían hallado en los diversos lenguajes humanos el mejor vehículo de infección, y ello debido a que su propia estructura autorreflexiva apartaba al hombre cada vez más del contacto con el fenómeno “real”, 118
  • 119. El espejo humeante reduciéndolo a una ínfima cadena de interpretaciones y generando de este modo un espacio virtual alterna- tivo, en el que su vida se consumía encerrada en una tumba con apariencia de oasis. Algunos pueblos del lejano oriente habían estado muy concientes de esa trampa, pero cada vez quedaban menos individuos capaces de evitarla. Los Mayas y los Mexicas tam- bién habían estado concientes de ella, pero el violen- to choque con la cultura europea –y sobre todo con los demonios que traían adheridos a su esencia- ha- bía desviado cada vez más el espíritu de aquellas gentes hacia el mercantilismo y la avaricia, así que lo que en un principio era considerado como un don de lo Alto fue transformándose en mercancía de curan- deros y hechiceros, ello hasta el punto que casi nadie ya era merecedor de semejantes favores. Sólo lo eran unos pocos, los que por ser cada vez menos, eran más poderosos, a resultas de una simple razón de equili- brio. De pronto su tono cambió, o tal vez fue que per- cibí la energía que confería a sus palabras, casi como de animosidad, cuando me dijo: -Tú tienes la oportunidad de ingresar en ese grupo privilegiado, so cabrón. Y sin embargo andas haciéndote el pendejo todo el tiempo. ¡Eres feroz! ¡E- res serio! ¡Tu mirada es capaz de intimidar a los dio- ses! ¡La tierra tiembla a tu comando! ¡Eres la bestia que habita en la base de todos los impulsos! ¡Eres la encarnadura terrestre del propio Cóatl! Eliseo Blan- chard, pequeño bastardo, sólo ten en cuenta lo que voy a decirte: no temas a tu nagual, o él mismo se 119
  • 120. Gabriel Cebrián encargará de aniquilarte. Está ahicito nomás, a tu iz- quierda, como corresponde. Me volví lentamente y pude ver, a escaso me- dio metro de donde me hallaba sentado, una serpien- te de cascabel de excepcional porte. Me sorprendí de no quedar congelado por el espanto, sólo sentí aque- lla genuina sorpresa por la ausencia de temor. Unos momentos después pensé que tal aplomo se debía al hecho de que sentía una gran identificación con aquel ofidio, que me devolvía una mirada plena de ances- tral potencia. Su crótalo estaba enhiesto pero quieto, y por ende silencioso. Siguiendo un impulso, y a con- trario de cualquier pauta racional que me hubiese sustentado hasta ese momento de mi vida, estiré el brazo y la acaricié. Se deslizó un poco, como ofre- ciéndome mejor la superficie escamada de su piel, y luego comenzó a enrollarse en mi brazo. Durante un momento tuve un reflejo de temor, si se quiere atávi- co. Fue cuando me mordió. Sentí la punzante lace- ración de sus colmillos en el pliegue de mi codo, y no tuve reflejos ni voluntad que me apartaran de sus fau- ces. Todo discurría como si hubiese estado sucedién- dole a otra persona. Mi visión cambió de repente, y supuse que el veneno comenzaba a surtir su efecto. La oscuridad creciente no desdibujaba detalle alguno del contorno, era capaz de ver hasta mínimos detalles que unos cuantos segundos antes no había podido. Quise volverme hacia Huitzilin para comentarle lo que estaba experimentando, pero sólo fui capaz de ejecutar un movimiento deslizante, que parecía ge- nerado por mi zona ventral. Sentí un cosquilleo en mi 120
  • 121. El espejo humeante coxis, y la reacción correspondiente produjo el ine- quívoco sonido de los crotálidos. Mi mente seguía siendo la misma, pero mi cuerpo era el de una ser- piente; o quizá deba decir que era el de la propia serpiente que acababa de morderme, porque no ha- bían quedado por allí vestigios de ella, como tampo- co de mi humanidad. El pequeño Huitzilin lucía aho- ra muy alto, desde mi nueva perspectiva. Y sonreía, lo que de alguna forma me tranquilizó. Podía sentir el calor de su cuerpo en alguna parte de mi rostro, fue- ra éste humano u ofídico. Una urgencia repentina me llevó a internarme en el chaparral. Hallé exquisita la sensación de la tierra deslizándose debajo de mi vien- tre, y sentí también que desde siempre había estado allí, serpenteando por esos exuberantes chaparrales y selvas. Un ansia tremenda me compelía a seguir rep- tando, a seguir ejecutando aquel modo de traslación que, paradójicamente, me resultaba a la vez tan iné- dito como inherente a mi esencia. Finalmente fui capaz de reconocer la urgencia que me apremiaba, que no era otra cosa que hambre, ese móvil tan primario y determinante de la vida or- gánica de este lado de la eternidad. Otro vaho cálido llegó desde mi izquierda; lo percibí sinestésicamente, porque si bien se trataba de una sensación táctil, la procesé de un modo que incluía elementos olfativos y visuales, en una especie de gestalt que me resulta im- posible traducir a palabras. Reduje mi velocidad y a poco vi un ratón, a su vez afanado por la propia ne- cesidad de alimento. Me acerqué lentamente, sentí la poderosa fijeza del acechador, el tenso sigilo del ca- 121
  • 122. Gabriel Cebrián zador implacable, y caí en la cuenta de que jamás me había sentido tan vivo, tan intensamente vivo. Como accionado por un resorte, me abalancé, de fauces a- biertas, sobre el desavisado roedor; hundí mis colmi- llos en su blando cuerpo, sentí su piel en mi boca, y también mi profusa eyaculación de ponzoña. Luego lo solté, y apenas si fue capaz de dar unos cuantos pa- sos dubitativos antes de comenzar a sacudirse en es- tertores de muerte. Estaba aún con vida cuando lo engullí con verdadero deleite. A continuación me en- rollé debajo de un arbusto, y me quedé dormido. Mis penurias comenzaron al despertar. No desperté en casa, como cualquier noción de continui- dad hubiera exigido para interpretar de una manera razonable la extraña serie de eventos que había expe- rimentado, sino que lo hice en el chaparral, boca a- bajo. Y eso no era lo peor; lo peor era esa angustiosa sensación de tener atascado un denso bolo alimenti- cio en el esófago. Sentí tanto asco que grité, mientras me incorporaba. Tragué y tragué saliva, esperando aliviar en algo la repulsiva sensación, pero fue en va- no, o incluso peor. Llamé en voz alta a Huitzilin, pero al parecer no estaba por allí. Eché a andar, sin saber hacia dónde, tropezando una y otra vez con los ar- bustos, experimentando terribles náuseas a las que no quería dar curso por cuanto lo peor que podía figu- rarme era regurgitar o vomitar un ratón apenas co- menzado a digerir. Tampoco me hacía feliz tenerlo ahí dentro, con la perspectiva de una digestión tan penosa como nunca había atravesado en mi vida; o 122
  • 123. El espejo humeante pensar en el eventual daño que los huesos podían lle- gar a infligir a un aparato digestivo no apto para tal tipo de degradaciones y asimilaciones. Presa de una angustia feroz, comencé a sentir lástima de mí mismo y a llorar profusamente, sin cuidado de los ruidosos gemidos y arcadas más que ostensibles en el silencio nocturno. Me preguntaba una y otra vez qué diablos era lo que me estaba sucediendo, y la única respuesta que acudía a mi mente era que probablemente me había involucrado con hechiceros malignos, capaces de manipular la psiquis humana con resultados tan ca- tastróficos como los que estaba padeciendo. Continué caminando a los tumbos, hasta que percibí en la lejanía, al nivel del suelo, un par de lu- ces blancas en movimiento. Parecía tratarse de los faros de un automóvil, tal vez pasase una carretera por allí. Caminé en esa dirección, pensando en que me resultaba cada vez más insostenible la hipótesis de que todo aquello fuera una pesadilla; si lo era, se trataba de una muy singular, puesto que me hallaba allí inmerso en mi corporeidad habitual más plena, y tanto la horrible sensación en mi esófago como la sed abrasadora que experimentaba, habrían sido más que suficientes para despertarme, en el caso que mi cuer- po hubiese estado en otra parte. Finalmente llegué hasta un camino pavimen- tado y continué andando por la banquina, ahora sin todos los obstáculos que ofrecía el chaparral. A al- gún lugar debía conducir, aunque no tenía la menor idea de dónde estaba ni qué haría en caso de hallar 123
  • 124. Gabriel Cebrián algún poblado. Lo primero era conseguir agua pota- ble, la necesitaba. Después, todo dependería de las circunstancias, si es que conseguía clarificar alguna. Vi algunos reflejos a mi frente, y me volví pa- ra divisar los faros de un vehículo que venía en mi dirección. Me puse de frente a las luces que se iban agrandando, mas no fui capaz siquiera de hacer se- ñas al conductor. No obstante se detuvo. Era un hom- bre joven, de pelo corto y rizado y una barba oscura y espesa. Bajó la ventanilla y me escudriñó. -¿Necesitas ayuda? No pude responder. Sentí que temblaba de pies a cabeza, y a punto estuve de desmayarme. -Ándale, súbete al carro. De veras que estás malo –me dijo, mientras abría la puerta. Al parecer, estaba en algún lugar de México. Me subí, y el joven aquél, luego de observarme durante algunos instan- tes, puso primera y arrancó. Yo inspiré profundamen- te, tratando de sobrellevar el mal momento físico que atravesaba, a lo que el piadoso conductor señaló: -Oye, no vayas a vomitar aquí dentro, pos. Nomás me avisas y me detengo, ¿okay? -Necesito agua –articulé con gran esfuerzo, en tanto expelía un eructo cuyos efluvios casi dan total confirmación a sus presunciones. -Sólo tengo refresco de lima, ¿es igual? -Si, sí, lo que sea. Se detuvo en la banquina, abrió lo que creo que era una conservadora de frío de telgopor y me tendió una lata. La tomé, tiré de la anilla y bebí con avidez. Casi instantáneamente, me sentí mejor. 124
  • 125. El espejo humeante Iniciando nuevamente la marcha, me pregun- tó: -¿De dónde vienes? -Eso es algo muy difícil de decir. Ante todo, muchas gracias. -Pos de nada, güey, ya habrá ocasión en que puedas hacer algo por mí, y entonces quedaremos pa- rejos. -Mi nombre es Eliseo. Vengo de Argentina, pero que me lleve el diablo si sé cómo mierda vine a dar por aquí. -Pues bien, “che”, yo soy Juan Carlos, encan- tado de conocerte. Y por la confusión, no te preocu- pes. Esa mierda del peyote, o los hongos, o lo que sea que has comido, es pura chingadera, pero al rato no- más se pasa, pues. -No he comido nada de eso. Sólo bebí agua de un cenote. -Ah, bueno, pos entonces capaz te cagas en los calzones, “che boludo”. Te repito, sólo tienes que a- visar y me detengo, pa´lo que sea. -Gracias, Juan Carlos, ya me siento un poco mejor. -¿Y pa´donde vas? -Como te dije, no sé de donde vengo, y mucho menos adónde tendría que ir, a no ser mi casa en Buenos Aires. -Vaya jaleo. ¿Cómo es eso que no sabes de dónde vienes? 125
  • 126. Gabriel Cebrián -¿Me creerías si te digo que estaba durmiendo en casa y desperté aquí? Porque algo como eso pare- ce haber sucedido. -Hombre, que me lleva la chingada. ¿De veras que no estás tomándome el pelo? -Amigo, jamás haría algo como eso. Te juro que es la verdad. -No sé qué decirte, che querido. De chamaco que vengo oyendo historias de brujos, y cosas como ésa, pero nunca fueron más que historias. Ahorita vienes tú y me sales con esto... ¿estás seguro que no anduviste zampándote unos cactus por ahí? -Ya te dije, y sé lo duro que resulta creerlo. Yo mismo no acabo de hacerlo. Acá estoy, sin dinero, ni documentación, ni nada, en... ¿dónde es que esta- mos? -Estamos yendo hacia Mérida. Más o menos en una hora estaremos por ahí. ¿Te cae de pasada? -No lo sé, parece que da igual, dadas las cir- cunstancias. Al menos en Mérida debe haber un con- sulado argentino, o algún lugar en el cual pedir que me regresen a Buenos Aires. -¿Y qué vas a decirles? ¿Qué te dormiste en casa y apareciste acá? En tu lugar, yo me inventaría algo distinto, pues de no, van a sospechar algo raro y te las harán pasar de colores, güey. Mira, puedes sin- cerarte conmigo, no soy policía ni nada de eso... lo que quiero decir es que si hay algo atrás de esa histo- ria rara que cuentas, puedes platicar tranquilo. -Lo que hay detrás, me imagino que va a so- narte más raro aún. 126
  • 127. El espejo humeante -Pruébame, che querido, a ver... -¿Has oído hablar de los Aluxes? -¡Órale, cabrón, ésas sí que son pendejadas! Algunos viejos se la pasan hablando historias d’esas, pero siempre son locos perdidos por la tequila, o peyoteros que la van de brujos. ¿A poco crees que ha sido algo de eso lo que te ha pasado? -Pasaba bajo un puente en Buenos Aires y se me apareció una especie de duende, mitad hombre, mitad animal; me dijo que era un Alux y unas cuantas cosas más, y luego, aparecí aquí. -¡Pero que me lleva...! Oye, espero que no es- tés tomándome por menso, che. -Por favor, te estoy muy agradecido por todo lo que haces por mí, y en función de eso es que te digo que nunca me atrevería a gastarte una broma. ¿Tengo aspecto de estar de broma, acaso. -Pos eso sí que no, güey... Se quedó meneando la cabeza, como incrédu- lo, pero no agregó nada. Pensé que se había arrepen- tido por haberse detenido a prestarme socorro, luego de oír una historia que apenas si le había esbozado. Pero no. Estaba cavilando una posible línea de ac- ción. -Pos mira, che... si me juras por tu madrecita que no me estás faltando a la verdad, creo que podría ayudarte. -Ya me estás ayudando, y en cuanto a lo otro, te lo juro por lo que quieras. Si te desconcierta mi historia, imagínate cuánto más desconcertado estoy yo. 127
  • 128. Gabriel Cebrián -Conozco un indio viejo, aquí en Mérida, que se la pasa hablando pendejadas de los naguales y de toda esa mierda de brujería. Tal vez te convenga más hablar con él que con los de migraciones, cabrón. -Sí, creo que sería bueno. Tal vez así llegue a entender algo. -Pero una cosa: yo sólo te marcaré la casa. No voy a quedarme a presentarte, y te pido que ni se te ocurra mencionarme. Pos no quiero tener nada que ver con asuntos de brujería ni cosas raras, pue- des estar seguro, che. -¿Puedo hacerte una pregunta? -Sí, pues. -Si no crees en ninguna de esas cosas, ¿por qué esa actitud tan cauta? -Mira, mano, si tú fueras mexicano te hinca- rías ante la Virgencita de Guadalupe y le jurarías que sólo crees en ella y en el buen Jesús, pero igual te cuidarías muy mucho de todos esos diableros que andan chingando a la gente por ahí. Ésas no son co- sas que un cristiano tenga que andar revolviendo, tú me entiendes. -Creo que sí. -Claro que a ti ya te chingaron, pues. Ahorita es cuestión de ver cómo te sales, mano. Cuando llegamos a Mérida eran poco más de las 3 a.m., según el reloj de Juan Carlos. Me encon- tré observando una ciudad baja, de casas antiguas y muchas de ellas de un estilo que se me antojó colo- nial, si bien no conozco nada de cuestiones arquitec- 128
  • 129. El espejo humeante tónicas. Me sentía mucho mejor, ya no sufría del escatológico atragantamiento, solo quedaba la sensa- ción, aunque tan leve que sospeché que se trataba de mera sugestión residual. -Oye, che amigo –comenzó a decir Juan Car- los-, de veras que está del carajo que vayas a golpear la puerta del hechicero a estas horas, ¿no lo crees? – Y añadió, con tono socarrón: -Capaz te convierte en ajolote, o en algo peor. -No lo creo –respondí, dispuesto a devolver la pulla. –Parece que tengo más facilidad para conver- tirme en serpiente de cascabel. -Órale, güey, ves que algo te traes... cada vez me convenzo más que no es casualidad que andes buscando esa clase de vejestorios atontados por el peyote. Hasta hablas igualito que ellos. ¿Qué chinga- dera es ésa? -El Alux que me trajo aquí me mostró a mi nagual, y era una serpiente de cascabel. -De veras estás loco. Y es una lástima, porque parece que eres un buen chamaco. -No crees que nada de eso pueda ocurrir en la realidad, ¿no? -Pos ni modo, güey. Ésos son asuntos de bru- jos y diableros. Capaz no es buena idea que te lleve donde el brujo, capaz debería dejarte en una iglesia pa’que te curen de toda esa mierda y te devuelvan a tu país. Ya me estás dando miedo, cabrón. Mi vieja siempre me dizque no ande llevando gente desconoci- da. 129
  • 130. Gabriel Cebrián -Todas las madres suelen dar consejos como ése, y generalmente tienen razón. -Pero no, che cabrón, no mi madre, mi mujer, que por aquí les llamamos vieja, pues. -Bueno, es lo mismo. -¿Dices que es lo mismo la vieja que la ma- dre? Estás más loco de lo que creía, pues. -Sólo en ese sentido; pero está bien, igual, no tiene importancia. -Me ha dado tantito de hambre, che. Capaz voy a hacerte compañía un rato, hasta que sea hora prudente pa’ver al brujo. Ándale, te invito a comer algo. -No tengo hambre, pero aceptaría una bebida. -Vamos, cabrón, que quién sabe cuándo vas a tener otra oportunidad de echar algo a tus tripas. -Eso es cierto, pero no creo que pueda comer nada por el momento. Con sólo pensar en comida, me vuelven las náuseas. -Bueno, pos en ese caso, deberás mirarme mientras me tomo un atolito y algunas tortillas. Llegamos a lo que parecía la plaza central, rodeada de edificios antiguos, muy vistosos y con muchas arcadas en fila que se me antojaron como de estilo árabe. Una monumental catedral de piedra de un color tipo arenisco con altas torres laterales pre- sidía el centro cívico. Sobre una de las calles latera- les de la plaza, debajo de una especie de vereda te- chada sostenida por artísticos pilares –que formaban las arquerías referidas-, había un café abierto. La no- che era cálida, así que nos sentamos a una mesita ex- 130
  • 131. El espejo humeante terior, desde la que se podía ver la plaza, muy verde y arbolada, y parte de la catedral. Juan Carlos pidió sus vituallas, y yo otro refresco de lima, porque el que había bebido en el auto me había sentado muy bien, o al menos eso era lo que me había parecido. -Ahorita vas a decirme la verdad –dijo de pronto Juan Carlos, entre bocados. –Esa aparición tuya, en medio de la nada, totalmente malo, no puede ser otra cosa que una excursión de mezcal, o algo por el estilo, che amigo. No pienses que voy a juzgarte, eres dueño de ver y experimentar lo que te dé la ga- na, pero creo que te he tratado lo suficientemente bien como para que te dejes de pendejadas y me di- gas la verdad. Me quedé viéndole un momento, y el impacto de todo lo que me estaba sucediendo pareció haber hecho eclosión allí, en ese momento, y se me llenaron los ojos de lágrimas. A punto estuve de echarme a llorar a gritos. -No hace falta que te apenes tanto, güey. Si no quieres, no me digas nada, no tienes obligación. Es sólo que... -Ojalá pudiera decirte otra cosa, por horrible que fuera. Ojalá todo esto fuera una mentira, un mal sueño, una alucinación. Pero lamentablemente, no te he dicho nada más que la verdad. Para mí es tan difí- cil de creer como lo es para ti, con la diferencia que tú puedes irte a tu casa y olvidarlo todo. Yo no puedo hacer eso, aunque es lo que más querría hacer en es- te momento. Créeme, amigo. Hasta hace sólo unos cuantos días el mundo era para mí lo que es para ti, 131
  • 132. Gabriel Cebrián mi familia, mi trabajo y las cosas propias de un mu- chacho de mi edad. Ahora todo se ha transformado en una pesadilla sin pies ni cabeza, en la que nunca acaban de pasarme cosas extrañas. -Órale, pues, entonces sí que tengo una histo- ria para contar a mis nietos. La noche que traje en mi carro a un chamaco que viajó de Argentina a Yuca- tán en un parpadeo... me gustaría conocer el final de tu historia, che amigo, pero me da como que voy a quedarme sin conocerla. Acabo mi atole y me voy, no vaya a ser cosa que los Aluxes o los brujos vengan a buscarte. O hasta puede que te conviertas en víbora ahorita mismo, no sé. -No hace falta que me chancees, tampoco. -No estoy bromeando; de veras que te creo, o al menos creo que crees lo que dices, aunque me cueste creerlo. ¿Se entiende lo que quiero decir? -Sí, se entiende. Y también se entiende que quieras desaparecer. Yo en tu lugar hubiera sido me- nos paciente, cosa que por supuesto, también te agra- dezco. -Eres un buen chamaco, che amigo. Es una lástima que te anden dando tantas chingaderas. Si hasta te diría adónde encontrarme más luego, si no estuviera temiendo que se me vaya a llenar la casa de espíritus, naguales y yerberos... y ahorita sí estoy de guasa, pero sólo lo hago pa’cortar tu pena. No sé, pero me da como que tendrías que tomarte las cosas como vienen, güey, solucionar los problemas y dejar todo atrás. Eso es lo que haría yo en tu lugar. 132
  • 133. El espejo humeante -Ten por seguro que es lo que haré en cuanto pueda. O en cuanto me dejen, mejor dicho. -¿Cuándo te deje quién? ¿Los Aluxes? -Sí, y algunos otros individuos. -Entonces hay una parte que no me has con- táo, pues. -Sí, tal vez más de una. Pero no creo sirva pa- ra algo que te las cuente. -Quién sabe, che amigo, quien sabe... -La cosa es que todo comenzó cuando conse- guí trabajo. -¡Ah, pero eres el más cabrón de los cabrones, güey! ¡Eres capaz de hacer milagros antes de echar mano al yugo, pues! –No pude menos que reír ante tamaña acusación, plena de histrionismo. -No, se trata de otra cosa. Me dio trabajo un tipo extraño, que me mandó a hacer un recado a la Provincia de Misiones, y allí comenzaron las cosas raras. -¿Acaso ese “tipo” extraño es brujo? -No lo creí en el momento. Ahora no lo sé. La cosa que ya en Misiones comencé a oír voces, y a vi- vir experiencias extrañas. Luego, el viejo desapare- ció, y después pasó lo que ya te conté. -¿Y cómo dices que se llama, ese viejo? Una luz de alarma se activó en mi cerebro. Tal vez el Juan Carlos ése no era tan inocente como se mostraba, y me estaba haciendo el cuento. No ha- bía mayor indicio de que así fuese, pero la pregunta me pareció fuera de lugar. -¿Por qué te interesa saberlo? 133
  • 134. Gabriel Cebrián -Oye, no te pongas a la defensiva. Tienes ra- zón, no es mi asunto, y tal vez me convenga no saber más nada de él. Yo decía nomás porque si apareciste acá, tal vez el viejo ése también ha estado; y tú sabes, he vivido toda mi vida en Mérida, conozco a mucha gente, y a muchos extranjeros también. -Tiene un nombre raro. Se llama Neftalí –ten- té. -Neftalí, eh... –su rostro adquirió una expre- sión grave. Entrecerró sus ojos, como si hubiera esta- do hurgando en su memoria, y luego añadió: -¿Es a- caso un viejo chaparro, de ojos claros y barba blan- ca? La intensidad con la que le clavé la vista le dio la respuesta, así que dijo, meneando la cabeza: -Ya sabía yo que no debía meter mi hocico en semejante chingadera, claro que lo conozco. Esta vez no pude contener un sollozo. -Bueno ándale, sécate los mocos y déjate de pendejadas, que la gente va a pensar que somos un par de gays peleándose, pues. Voy a decirte todito lo que sé, pero antes deberás prometerme algo. -Lo que sea. -Que nunca dirás a nadie que hablaste conmi- go... o mejor todavía, que te olvidarás de que existo. ¿Puedes hacerlo? -Claro, dalo por hecho. -No sé quién me manda a abrir la boca... -Ya te dije, no te apures. Jamás diré que te he visto. 134
  • 135. El espejo humeante -Más te vale, güey. Yo no ando con yerbas ni hechizos, pero tengo una buena escopeta. Y si el za- nate grita lo desplumo a perdigones. -Ya te dije, no te preocupes. -Ése viejo suele hospedarse en un hotel de la calle 60, que casualmente se llama “Los Aluxes”... -Muy apropiado. No es casualidad, me pare- ce. -Bueno, como sea. Igual, no le hace. La cosa es que a veces me contrata pa’que lo lleve con mi ca- rro a lugares medio raros, por eso me acuerdo. -¿A qué lugares? -A lugares donde nadie se apea, puedes cre- erlo. Me hacía detenerme en la mitad de la nada, en- tre acá y Quintana Roo, en lugares como el que tú a- pareciste... y se quedaba allí, yo no tenía que espe- rarlo. ¡Mierda, ahorita que lo pienso, siempre había algún cenote cerca! -Se trata de él, sin duda. -Yo pensaba que era un antropólogo, o alguno que quería ir por ahí a hablar con los campesinos, a hacer tarea social, que le dicen. Ahorita entiendo, pues. Ese viejo es brujo. Es él quien te ha traído acá, mano, vaya a saber mediante qué brujería. No vayas a mencionarme ante él, cabrón. Y te aseguro que no lo conduciré más a ningún sitio, de eso puedes estar seguro. -Lo bien que haces. Trabajar para él puede a- rrojarte a situaciones tan azarosas como la que estoy atravesando yo ahora. 135
  • 136. Gabriel Cebrián No sé qué cosa fue la que me indujo primero al pánico, si la voz a mis espaldas o la mirada aterro- rizada que hacia allí dirigió Juan Carlos, “¿Trabajar para quién?”, preguntó la voz, y se trataba, inequívo- camente, de la del Profesor Neftalí Szrebro. Pasado el flash adrenalínico, me volví, pasmado, para ver al viejo desgraciado que mostraba todos los dientes en una amplia sonrisa. Juan Carlos y yo quedamos de- mudados por la sorpresa, así que Szrebro tomó una silla, la acercó y se sentó a la mesa. -Dígame, por favor, de qué se trata todo esto –casi balbuceé, presa del estupor. -Yo ya me iba –dijo Juan Carlos, mientras se incorporaba y hurgueteaba en sus bolsillos, proba- blemente en busca de dinero para pagar la cuenta. -Tú no vas a ningún lado –lo conminó el Pro- fesor, con mirada feroz y un tono autoritario como nunca antes había utilizado en mi presencia. Tal se- veridad provocó los efectos deseados, ya que el pobre Juan Carlos extrajo la mano de su bolsillo y volvió a sentarse, sin decir palabra y visiblemente turbado. – No era mi intención involucrarte, pero quién iba a decir que este “cuate” tuyo era tan bocafloja como para decirte todo lo que te dijo, incluyendo mi nom- bre. Ahora es tarde para salirte. -Oiga, espere –protestó Juan Carlos, con cier- tas ínfulas recién recobradas, y ello ante la senten- ciosa observación de Szrebro-, yo no estoy ni quiero estar involucrado en ninguno de sus asuntos. Yo no vi 136
  • 137. El espejo humeante ni oí nada, ¿entiende? Y, aclarado el tema, me largo de aquí, y ni usted ni nadie va a impedírmelo. -Ciertamente, no voy a ser yo quien te lo impi- da. Pero todos aquí sabemos que los actores princi- pales de este drama aún están entre bambalinas, y tal vez sean ellos quienes vayan a darte un dolor de ca- beza si es que sales huyendo como rata por tirante. -¿Acaso está amenazándome? -No, sólo estoy previniéndote. Y no te la tomes conmigo, yo sólo soy otro títere. Juan Carlos se incorporó, ahora bien decidi- do a marcharse, y le espetó, señalándolo con el índi- ce: -Esto es pura mierda, viejo. Yo me largo, y ni se le ocurra hacer ninguna brujería en mi contra. Se lo advierto, señor, soy pacífico, pero si se pone ca- brón, pues lo convertiré en alimento para buitres. Dicho lo cual, dio media vuelta y se marchó. Szrebro me miraba sin dejar de sonreír. -Bueno – dijo al cabo-, parece que voy a tener que hacerme cargo de la cuenta. Porque tú no trajiste dinero, ¿verdad? -No me gusta nada el tono que está adoptan- do, Profesor. Me ha hecho pasar por el infierno, y a- parece por aquí muy ufano, haciéndose el gracioso y jugando al enigmático. Necesito explicaciones, y las necesito ya. -¿Quieres que te explique, por ejemplo, cómo fue que estabas debajo de un puente de ferrocarril en Buenos Aires y luego te encontraste aquí? -Sí, por ejemplo. 137
  • 138. Gabriel Cebrián -Bueno, que me cuelguen si lo sé –dijo, y rió estentóreamente. -¿Y cómo es que sabe que sucedió, entonces? -Ah, pues eso sí puedo responderte. Huitzilin me dijo que iba atraerte de esa forma. -Todo esto no tiene ningún sentido. -No lo tiene, ¿verdad? Entonces no te vuelvas más loco tratando de explicarlo. Más vale preocúpate por lo que vendrá, que quizá sea más arrevesado aún. -¿Cómo pretende que pase por una situación como esa y no trate de explicármela? Mi mundo ente- ro, mi propia cordura depende de ello. -Puede ser que tu mundo, o el mundo, depen- da de varias cosas, que incluso pueden parecer ínfi- mas; seguramente has oído hablar del efecto maripo- sa, ¿sí? Bueno, eso. Y en lo que hace a tu cordura, no te apures, porque jamás podrás perder lo que nunca has tenido. -No puede decir una cosa así tan livianamen- te... -No, pero sin embargo sé muy bien lo que te estoy diciendo. Lo que luchas por mantener en pie es el consenso articulado por una humanidad deficiente, atormentada por los seres oscuros del inframundo. Cordura, en cambio, es poder ver esa zancadilla y e- vitarla. Pero tal vez aún no estés preparado para dar- te cuenta de los alcances de lo que acabo de decir. -Puede decir cuanto quiera, Profesor. Yo sólo pretendo volver a casa y dormir durante un mes se- guido, para luego recordar todo esto como una horri- ble pesadilla. 138
  • 139. El espejo humeante -Te entiendo, pero no te justifico. Te entiendo porque fue algo muy parecido lo que le dije a Huitzi- lin hace ya muchos años, cuando vino por mí. Pero no te justifico por cuanto ambos, él y yo, nos hemos esforzado por hacerte entender que no es momento de comportarse como un niño llorón, sino de plantarse ante el mayor desafío que puede enfrentar un hom- bre, al menos que yo sepa. Y ni él ni yo te hemos me- tido en esto, así que estás empezando a agotar nues- tra paciencia. -Ah, ¿no? ¿Y entonces quién fue el que me me- tió en esto, a ver? -Ya te lo dijo Huitzilin, ha sido el propio Tez- catlipoca, que sopló tu boca en San Ignacio. Aunque sospecho que hay alguien más detrás de él, pero cla- ro, eso queda en una esfera tan lejana que ni siquiera me atrevo a especular. Por eso te digo, agárrate los calzones y hazte cargo de tu misión, porque no hay manera de esquivarle el bulto. Igual que le sucede a tu amigo Juan Carlos, que ahí vuelve –dijo, señalan- do hacia mi derecha con un movimiento de su cabeza. Me volví y lo vi regresar, con el pánico reflejado en su expresión. -Me lleva la chingada –dijo, y se sentó. Luego, mirando con fiereza a Szrebro, añadió: -Pero yo so- lamente soy el chofer; queda claro, ¿no es así? Szrebro no le respondió, sino que se dirigió al camarero: -Por favor, tráiganos tres Palomas de Jima- dor. Parece que los muchachos necesitan un trago. 139
  • 140. Gabriel Cebrián Nunca supe qué fue lo que le ocurrió a Juan Carlos en el breve lapso que medió entre el destem- plado abandono que hizo de nuestra mesa y su regre- so; lo que sí me pareció evidente es que debía haber sido forzado a reunirse con nosotros por alguien o al- go sin duda terrible, tanto como para anular la deter- minación que había mostrado de mantenerse lo más lejos posible de Szrebro y sus “brujerías”. Luego de beber unas copas, éste le indicó que podía marchar- se, porque no necesitaba saber más de lo que yo im- prudentemente ya le había comentado, y agregó que él lo contactaría cuando fuera tiempo, y que se que- dara tranquilo, que solamente iba a oficiar de chofer, tal como reclamaba. Luego caminamos hasta el hotel, que quedaba a unas pocas cuadras de allí. Entramos a un hall muy amplio, Szrebro pidió la llave de una habitación en el segundo piso y allí fuimos. Se trataba de un cuarto pequeño, con una cama de dos plazas y otra simple. Junto a la ventana había un voluminoso escritorio de madera oscura, casi fuera de lugar para un cuarto de hotel, cubierto por libros y papeles del Profesor. Me arrojé en la cama simple, verdaderamente exhausto, y le dije: -Me convertí en una serpiente de cascabel. -No te convertiste en nada que ya no fueras. -¿Acaso insinúa que siempre he sido una ser- piente? -En cierta forma, sí. Y quiero aclararte algo: estamos en una carrera en la que el tiempo reviste 140
  • 141. El espejo humeante una importancia enorme, lo que no nos da margen para discutir lo que ya sabes pero te niegas a asumir. -¿Cómo puede pensar que sé cosas que supe- ran mis fantasías más febriles? -Primero, tu fantasía no es un punto muy alto para matar, mi amiguito. Segundo, por más estúpido que seas o que quieras parecer, ya Huitzilin te expli- có todo en el cenote. Tu nagual es serpiente, ¡qué ex- traordinario! Es hora de que olvides cuanto te hayan dicho tus padres, maestros y profesores, y te pongas a la altura de cualquiera de los niños mayas de por a- quí, a quienes cuando les es presentado su nagual, no se les ocurre ponerse a pensar que no puede ser real porque no está incluido en la currícula de su escuela. -Si fuera tan fácil, todo el mundo sería con- ciente de cosas como esa, y sin embargo, la mayoría no lo es. -Claro, pero lo que no tienes en cuenta es que eso se debe a los seres del inframundo, que han con- taminado el juicio de los hombres hasta este nivel ya casi terminal. Si no fuera por ellos, muchas de esas cosas serían así de fáciles. Y ésa es nuestra lucha: re- cuperar la conciencia de nuestro género para que al- cance los fines para los que fue creado. -Ese discurso no sólo me suena delirante, sino también mesiánico. -Respecto de eso, sólo puedo decirte lo si- guiente: un mesías legítimo jamás se siente tal. Es na- da más que un simple individuo, pero con una tre- menda misión que cumplir. No se jacta, pero tampoco se lamenta. No pide ni da tregua. Su vida y su muerte 141
  • 142. Gabriel Cebrián no le importan en lo absoluto, ni siquiera le importa su misión, lo único que le importa es su lucha. Así instruye Krsna al guerrero Arjuna en el Gita. Noso- tros debemos luchar por la causa de Dios, que es la causa de la conciencia. Los resultados de nuestra lu- cha nos exorbitan desmesuradamente, y serán elabo- rados luego en las esferas que corresponda. Querer ver más allá de esto no solamente confunde, sino que incluso paraliza. En este momento está abriéndose el segmento más importante de tu existencia, así que no sigas confundiéndote y pelea, que es lo único que allá arriba están esperando que hagas. -¿Y qué se supone que debo hacer? -Bueno, esa es la pregunta que debías haber hecho, en lugar de todos esos prolegómenos con los que tratas de convencerte a ti mismo que eres un pu- silánime, cuando no lo eres. Para explicarte qué tene- mos que hacer, es necesario que previamente te dé al- gunas precisiones. Mi nagual personal es el quetzal. Tendremos que ir al Miquiztli Calacoayan (el portal del inframmundo, ¿recuerdas?) y fusionar allí nues- tros cuerpos energéticos para generar una figura ilu- soria, pero de gran poder, que sea capaz de engañar al Maligno Hun Ahau, haciéndole creer que el buen Quetzalcóatl ha roto su hechizo. Entonces Tezcatlipo- ca aprovechará la distracción del Maligno para libe- rar al verdadero. -Si por ventura llegase yo a pensar que algo como eso es posible, tenga por seguro que jamás me embarcaría en una empresa semejante. 142
  • 143. El espejo humeante -Tal vez necesites que te convenza como a Juan Carlos, ¿es eso? -Oiga, ni se le ocurra. -Entonces, déjate de lloriqueos, ya te lo dije. Eso es lo que están esperando que hagamos, y eso es lo que vamos a hacer. -¿Y cómo se supone que llevaremos a cabo al- go así? -¿Recuerdas la poción que fuiste a buscar a San Ignacio? Nomás oí su pregunta, sentí como que un a- bismo se abría bajo mis pies. No era una rareza en sí misma, y menos teniendo en cuenta el contexto del discurso del Profesor; pero por alguna razón desco- nocida, tuvo un efecto devastador en mi psiquis. Tal vez haya sido porque, al margen de lo disparatado, el asunto parecía tener una coherencia interna que una parte de mí no solamente lo comprendía, sino que de alguna extraña manera lo hallaba plausible. Casi in- voluntariamente, dije: -Esa mierda lo lleva a uno tan cerca de la muerte que es capaz de ver al señor del inframundo, ¿no es así? -¡Bravo, amiguito! Existe algo en tu interior que está comenzando a hacerse fuerte, y eso es lo que te permitirá llevar a cabo tu lucha con éxito. Eso, exactamente, es lo que sucederá. Y si resulta, como seguramente lo hará, habremos ganado una batalla decisiva para el mundo humano. La luz de la vieja serpiente emplumada volverá a brillar y despejará 143
  • 144. Gabriel Cebrián los ojos de millones de personas. Puede que así este mundo cambie lo suficiente como para no ser dese- chado al basurero cósmico. -Espere un poquito. Aunque llegue yo a conce- der que algo así puede suceder, le aseguro que no es- toy a la altura de lo que se pretende que haga. -¿Acaso te atreves confrontar tu limitadísimo juicio con el de Tezcatlipoca, que te ha señalado? -No sé qué decirle, porque ni siquiera sé quién o qué es ese tal Tezcatlipoca, a no ser por lo que us- ted me ha dicho. -Es más que suficiente, y si todo resulta como debe resultar, lo conocerás personalmente, y puede que te lleves una gran sorpresa. -Eso sí que es fácil de conceder. -Permanece tranquilo, trata de ponerte en paz contigo mismo y aguarda, que si hay algo que se cumple por sí mismo, e inexorablemente, es el desti- no. Ya era de día cuando me dormí. Tuve algunos sueños extraños, pero creo que más que nada se de- bieron a mi estado de profunda sugestión. Desperté sobresaltado a instancias del Profesor, que me decía con tono urgido que debíamos marcharnos de inme- diato, ello mientras preparaba apresuradamente su mochila. -¿Qué pasa? -Están aquí – dijo. -¿Quiénes? 144
  • 145. El espejo humeante -Un par de demonios que se hacen pasar por turistas americanos. Andan detrás de nuestra pista, y ten por seguro que nos aniquilarán si les damos o- portunidad. Salimos raudamente de la habitación y nos di- rigimos al vestíbulo. El aire huidizo que asumía el Profesor elevó mi ansiedad hasta niveles de pánico. Me indicó que lo esperase afuera, en tanto él iba a retirar el frasco con la poción de la caja de seguridad que había reservado al efecto. Luego de un par de minutos -que me parecieron siglos-, lo vi salir y nos fuimos de prisa, calle abajo. -Esto precipita nuestros planes. No creo que sepan exactamente qué es lo que vamos a hacer, y tampoco que vayan siquiera a figurarse que iremos a meternos en la boca del lobo. Al menos cuento con e- so, de otro modo estamos fregados. -¿Quiénes son esos hombres? -No son hombres, ya te dije, aunque lo parez- can. Son dos de los más terribles demonios del Mic- tlán, que andan desde hace siglos detrás de la pista de Tezcatlipoca por orden del propio Hun Ahau. No sé cómo, pero se enteraron de nuestra existencia des- de tu viaje a Misiones. Por eso tuve que desaparecer repentinamente de Buenos Aires y luego traerte hasta aquí de la manera en que lo hice, y que te resultó tan dramática. Pero ya ves que están aquí, y eso no nos da tiempo a madurar nada. Debemos actuar rápida y decididamente. -Profesor... 145
  • 146. Gabriel Cebrián -No hay tiempo para eso, Eliseo –me inte- rrumpió, a sabiendas que iba yo a dar nuevamente voz a mis dudas. –Estamos metidos en medio del bai- le, sólo nos resta bailar. Continuamos caminando a paso vivo. De tan- to en tanto el Profesor se volvía para ver si nos se- guían, y yo hacía lo propio, con el corazón en la bo- ca. Pero afortunadamente nada sucedió. Llegamos hasta un establecimiento llamado Café La Habana, a poca distancia de la plaza central, y ocupamos una mesa bien al fondo, para ofrecernos menos a la vista de transeúntes y clientes del café. Estábamos desayu- nando en silencio, sumidos en graves pensamientos, cuando llegó Juan Carlos, quien al parecer había si- do convocado telefónicamente por Szrebro desde el hotel antes de salir. -Bueno, cuates, díganme adónde los tengo que conducir y luego nos despedimos sin rencores ni re- cuerdos, ¿okay? -No tan rápido, mi amigo –le respondió el Profesor. –Debemos actuar con rapidez pero sin per- der el aplomo. Y respecto a tu rol (el de conductor, digo, que parece caerte tan pesado), si no fueras tan necio quizás tendrías oportunidad de enorgullecerte de la tarea que estás por llevar a cabo. -Más que orgullo, me caerían bien unos cuan- tos dólares americanos, pues. Con el orgullo no le pongo gasolina a mi carro, señor. -Ves, así está el mundo hoy día –me dijo Szre- bro. 146
  • 147. El espejo humeante -El mundo está como está –señaló Juan Car- los, airado-, y no hay una pinche cosa que uno pueda hacer para cambiarlo. Toda esa cuestión de la bruje- ría me tiene tantito cansado; por mi parte, no veo la hora de despedirme de ustedes y dejarlos pa’que se los chinguen los diablos que les da por ir a fastidiar. -Lo que es nosotros, vamos a luchar contra e- sos diablos que en realidad es a ti a quien fastidian, haciéndote creer que la sal de la vida es un carro lu- joso, un par de botas texanas y un sombrero de va- quero que te ayuden a parecerte a esos gringos que se aprovechan de ti y de tu gente. No tienes historia, no tienes honor ni dignidad, pero bueno, no es tu cul- pa. -Todo eso que dice vale madre. El honor, la dignidad, y eso, son palabras, o en todo caso, son co- sas que dependen de que uno pueda comprarlas, co- mo todo lo demás. -No tenemos tiempo para discutir eso ahora. Tal vez en otro momento, quién sabe. -No, señor Profesor. No necesito ni quiero que me enseñe nada. Si hubiera querido ser brujo me hu- biera buscado un maestro indio, no un gringo que to- ca de oído. Szrebro sonrió, y no acotó nada. Juan Carlos quedó un poco turbado por lo que había sonado co- mo un exabrupto, y -creo que más que nada para cor- tar el silencio que se produjo-, preguntó si tenía tiem- po para tomar un café, el que le fue concedido. -Sabe qué pasa, don Neftalí –comenzó a expli- carse-, la cosa es que siento miedo de que me ocurra 147
  • 148. Gabriel Cebrián tantito de lo que le ha andado pasando a este chama- co, por andar metiéndose en sus jaleos. -¿Qué pasa con la joven generación? ¿Acaso ya no hay más ideales, ni coraje, ni pasión? ¿Sólo miedo y avaricia? -Es fácil ser corajudo cuando uno tiene la vi- da hecha, como usted. Dicen que cuanto más viejo es uno menos le teme a la muerte. -Como soy viejo, estoy en condición de decirte que es preferible mil veces la muerte a estar muerto en vida. -Ya ve, esas cosas de poeta que dice suenan muy lindas, fíjese, pero no son pa’andar atendiendo cuando uno tiene que procurar el maíz y el frijol pa’ la familia, pues. -Para eso estamos luchando. Para que la vida no pase por las tripas sino por el espíritu. -Hasta donde yo sé, sin tripas no hay espíritu, señor. -Hasta donde tú sabes, claro. Puede que des- pués de este viaje sepas un poco más, y la cosa te re- sulte diferente. -Ve, dice otra cosa como ésa y me voy a casa aunque venga a buscarme el mismísimo Satanás. -Él ya te ha encontrado, a ti y a la mayoría de los que ves por acá. Lo que estamos intentando hacer es ayudar a la gente a tomar conciencia de ello. Ésa es nuestra lucha, y como te dije, deberías estar orgu- lloso de participar de ella, aunque sea en una función secundaria. Quiero que lo sepas, para que algún día puedas enorgullecerte sanamente de lo que estás por 148
  • 149. El espejo humeante hacer. Eso es todo cuanto es necesario que sepas. A- hora vámonos, antes de que sea demasiado tarde. Anduvimos tres o cuatro horas por una ruta en pésimas condiciones, atravesando de tanto en tan- to pequeños poblados en los cuales vendían artículos regionales, telas estampadas con motivos aborígenes, alfarería y cosas como esas. Hacía mucho calor, así que nos detuvimos en uno de ellos a tomar un refres- co. Fue entonces que Szrebro dijo que debíamos sa- lirnos de la ruta, tomado una huella de tierra hacia el sur. -Nunca tomé por ese camino, hombre –protes- tó Juan Carlos-, pero se me hace que debe terminar por ahicito, nomás. Mire lo que es... si así empieza, no quiero pensar cómo sigue. Puede que rompa los e- lásticos del carro, pues. -Voy a darte lo suficiente para comprar un ca- rro nuevo, así que déjate de tonterías y toma por don- de yo te diga. -Ahorita sí que está hablando de modo que lo entiendo, jefe. Estoy pa’lo que guste mandar, pues. ¿Y qué pasa contigo, che? ¿Te han comido la lengua los lagartos? -Yo sólo quiero terminar con esto y volver a casa -respondí, fastidiado. -Pues entonces estamos parejos, güey. Sigá- mosle la corriente otro rato al buen hombre y ya. Claro que me temo que si se la seguimos tantito, nos puede arrastrar quién sabe a qué tormenta, pues. 149
  • 150. Gabriel Cebrián -La tempestad ya se cierne. –Señaló Szrebro con gravedad, y añadió: -Yo solamente estoy tratando que no arrase con todo. La huella de tierra en medio del chaparral era realmente precaria, lo que nos obligó a viajar casi a paso de hombre durante muchos tramos. El calor se hizo insoportable, pero por suerte a eso de las cinco de la tarde comenzó a oscurecer, cosa que me sor- prendió, hasta que me explicaron que era lo normal en aquellas latitudes y en esa época del año. -Órale, cabrones, ¿y cómo voy a hacer a la vuelta, pa’ ver el camino mierdoso éste en la oscuri- dad? -Bueno, puedes esperarnos en el carro hasta que amanezca y luego conducirnos de nuevo a Méri- da –propuso el Profesor. -Ni se lo sueñe, que voy a pasar la noche cer- ca de donde ustedes se van a poner a fastidiar a los demonios del inframundo. -Anda, entonces, ve y cáete en medio del cha- parral, así no sólo seguirás estando cerca sino que a- demás tendrás que regresar caminando; y eso, si los demonios te dejan. -Yó solo me meto en estas chingaderas. Ya te lo dije anoche, güey, mi vieja tiene razón cuando me dizque no deje entrar a cualquiera en mi carro. -Ya estamos llegando. Deténte por aquí. -Estamos en medio de la nada, jefecito. 150
  • 151. El espejo humeante -Estamos adonde tenemos que estar. Bueno, haz lo que quieras, entonces. Eliseo y yo tenemos que hacer nuestro trabajo. -¿No se está olvidando de algo? -Claro, por supuesto –Hurgó en su mochila, sacó una billetera de cuero bastante abultada y se la tendió. -¿Crees que esto es suficiente? Juan Carlos fue separando los billetes con sus dedos, contándolos sin mayor precisión; no obstante resultaron ser tantos como para que respondiera: -Ándele, jefecito, que casi me dan ganas de quedarme aquí a esperarlos, pues. -Haz lo que te dicte tu conciencia, si es que a- ún tienes una. -Buena suerte, che querido. Y cuídamelo al a- buelo, que no se lo anden chingando los diablos del chaparral. Entonces echamos a andar hacia el oeste, ha- cia la trémula luz del poniente. -¿Cómo te sientes? –Me preguntó el Profesor. -Mire, para serle franco, no me entra ni un al- filer por el culo. -Sin embargo, no te has quejado ni has exte- riorizado tus temores. Es más, como bien dijo el orate ese de Juan Carlos, casi ni has abierto la boca en to- do el día. -Eso es porque tengo la sensación de que na- da puedo hacer contra las fuerzas que se han apode- rado de mi destino. De nada me ha valido quejarme, gritar o llorar. 151
  • 152. Gabriel Cebrián -Pasa que estás comenzando a ser el que se supone que eres. Tezcatlipoca tuvo razón al señalar- te. Claro que las circunstancias no nos dieron tiempo para ponerte en forma acabadamente, pero igual es- tás demostrando estar hecho de buena madera. Ya falta poco, haremos nuestra representación ante Hun Ahau y luego todo será mejor. Y sobre todo, más des- cansado. No es grato a mi edad andar emprendiendo tareas como ésta. -Está muy seguro de lo que dice, ¿verdad? -¿Con respecto a qué cosa? -A que vamos a enfrentarnos con ese tal Hun Ahau... -Por cierto que lo haremos. Ya lo verás por ti mismo. -Vuelvo a reiterarle que quizá no vaya a estar a la altura de lo que se espera de mí. -Bueno, tal vez haya sido un error de mi parte el haberte inducido a hablar. Ya va de nuevo la mula al trigo... ahora manténte calmo, espera la acción pa- ra encabritarte, ¿vale? -Según dice, vamos a enfrentarnos con el Se- ñor del Inframundo; ¿cómo espera que mantenga la calma? Lo único que tengo para contrarrestar el pá- nico es una gran resignación. Es como si supiera que voy a morir, y a partir de eso nada queda para ganar o perder. -Ésa es la actitud que corresponde al guerre- ro. Si sobrevives, como creo que va a suceder, jamás la olvides. Esa actitud es la que abre las puertas de la eternidad. 152
  • 153. El espejo humeante -Todo muy lindo, Profesor, pero casi estoy tentado a parafrasear a Juan Carlos, cuando dice que usted poetiza. -Los dioses hablan poéticamente. Este mundo es una maravillosa teofanía, y si no lo has advertido hasta ahora, es porque jamás te diste o te dieron la o- portunidad. Es hora de que lo veas, sobre todo antes de un eventual encuentro con la muerte. Desde esta posición, el prodigio se hace aún más evidente. Tuve una súbita certeza, más que nada de tipo emocional, que me indujo a percibir la maravilla de la existencia, y en medio de aquel chaparral volví a sentirme tan vivo como lo había hecho en ocasión de tomar contacto con mi nagual. Tuve, además, la sen- sación patente de que podía volver a mi ser ofídico con tan sólo proponérmelo. Mientras caminábamos con mayor dificultad a cada paso –debido a la luz menguante y a que el chaparral poco a poco iba ad- quiriendo características selváticas-, Szrebro conti- nuaba hablándome: -En este extraordinario lugar, donde otrora floreció la cultura más trascendente en cuanto al ma- nejo de la conciencia, hay varios portales hacia dife- rentes modalidades del ser. Muchos de ellos son co- nocidos solamente por algunos pocos iniciados, y con toda seguridad existen otros completamente descono- cidos. Por aquí está la entrada al mundo de los Alu- xes y a otros reinos de conciencia, entre ellos uno al cual se retiraron los sabios Mayas cuando los demo- nios encarnados en los europeos hicieron tambalear su mundo. También está la vía de acceso al Mictlán, 153
  • 154. Gabriel Cebrián el inframundo gobernado por el Maligno Hun Ahau, como ya te dije. Esta planicie yucateca es como un queso gruyére, hay agujeros de entrada y salida a montones de realidades paralelas, muchas de ellas indescriptibles. -A tenor de las cosas que he estado experi- mentando últimamente, poco y nada me cuesta creer en lo que está diciendo. Lo que sí, la empresa que es- tamos planeando llevar a cabo me sigue pareciendo desmesurada. ¿Qué le hace pensar que un par de in- dividuos como nosotros, sobre todo como yo, pode- mos ser capaces de engañar al señor del averno, al más grandioso de los embaucadores? -Si fuésemos nosotros dos solamente, estaría en un todo de acuerdo contigo, y jamás intentaría al- go como esto. Pero no olvides que Tezcatlipoca está con nosotros, él es quien ha urdido el plan, y quien nos asistirá en cada faceta de la representación. Y realmente se trata de un asunto muy grave, dado que si fracasamos no habrá más oportunidades para el mundo humano. Téotl sacudirá la tierra de cabo a ra- bo para no dejar huellas de la simiente infectada por los seres oscuros. -Y si tenemos éxito, seremos los héroes de una humanidad nuevamente encarrilada en las vías de la evolución, ¿es eso? -No, no lo seremos. Los héroes de esta gesta son los mismos desde hace milenios. El máximo ho- nor al que podemos aspirar nosotros, en caso de que actuemos impecablemente, es ingresar en las cohor- tes de esos míticos pastores de la humanidad. 154
  • 155. El espejo humeante -No es poca cosa, ¿verdad? -Ni que lo digas. Hoy por hoy es el pináculo de lo que puede alcanzar un hombre. Pero si bien es- tamos cerca, también es cierto que estamos demasia- do lejos. Entre tales honores y el abismo, media nues- tra capacidad de sacrificio y de asumir una entereza inédita para ambos. Ves, en eso estamos iguales. Tanto tú como yo debemos echar mano a toda nues- tra energía y coraje, para afrontar algo que exorbita las más febriles fantasías. -No creo estar preparado para semejante en- cuentro, Profesor, usted lo sabe. -Yo tampoco, pero es lo que debemos hacer, nos guste o no. Mira, figúrate que estás encerrado con un loco furioso en una habitación pequeña. Es él o tú, y en esas circunstancias, si te detienes a pensar si estás o no a la altura de lo que sea, te mueres. La situación que vamos a afrontar es idéntica. Acá esta- mos, a suerte o verdad, a matar o morir, y eso es lo ú- nico que cuenta. Así que te invito a que acalles tus pensamientos y te prepares para una contienda en la que lo mejor de ti garantiza apenas una mínima po- sibilidad de triunfo. Para salir airoso, es menester que te espolees incluso más allá de tus fuerzas. Cosa que seguramente ocurrirá, porque cuanto más límite es una situación, cuanto más en juego está el propio pellejo, mayores son las capacidades inconcientes que se despiertan. Pero basta de cháchara. Mira a- quel montecito, ¿lo ves? Allí, debajo de esos árboles y arbustos, está la caverna fatídica, el Miquiztli Cala- coayan al cual estuvo encadenado Tezcatlipoca antes 155
  • 156. Gabriel Cebrián de romper el yugo al que Hun Ahau lo había encade- nado. Llegamos a la formación vegetal que el Profe- sor había señalado, y a continuación atravesamos con gran dificultad una maleza tan tupida que pare- cía haberse cerrado allí a efectos de mantener apar- tado a quienquiera que desease aventurarse al inte- rior de la tétrica caverna, cuya boca resultó ser la negrura misma. Szrebro me indicó por señas que guardara silencio, e ingresó, tanteando en la oscuri- dad. Lo tomé del cinturón y seguí sus pasos, con la certeza interior de que mi vida no volvería a ser la misma luego de atravesar ese fatídico portal. Luego de unos cuantos pasos ya en el interior, se detuvo y se sentó, apoyando la espalda en la pared de la cueva. Hice otro tanto, y entonces me dijo, en un susurro casi imperceptible: -En este lugar se respira maldad, ya lo habrás advertido. Por más que nos esforcemos, no tardare- mos en resultar tan evidentes como anuncios lumino- sos, así que no hay tiempo que perder. –Noté que hur- gaba en su mochila y luego manipulaba algo. A con- tinuación me indicó: –Bebe esto, y déjame suficiente - mientras tanteaba con sumo cuidado en la oscuridad para asegurarse que el recipiente pasara de su mano a la mía sin riesgos. Lo llevé cuidadosamente a mi boca, y bebí. Aquel brebaje tenía un sabor por demás extraño, fue como si una energía eléctrica con regus- to dulzón impregnara de pronto mis mucosas, incluso las de la nariz. Szrebro no esperó que le devolviese el frasco sino que lo tomó decididamente, toda vez que 156
  • 157. El espejo humeante había seguido con meticulosidad mis movimientos pa- ra evitar que el milagroso fluido fuera a derramarse. Lo oí beber a su vez, y luego me dijo: -Nos vemos del otro lado. No alcancé a preguntar al otro lado de dónde, ya que sentí como si un rayo hubiese impactado en mi cabeza, como si mi cerebro hubiese sido el electrodo que atrajo sobre sí una descarga cuyas proporciones me veo imposibilitado de describir con palabras. Ante semejante estallido energético, mi yo se vio diluido de una manera también harto difícil de graficar, de mo- do tal que experimenté como una fuga de partículas luminosas que se iban diseminando por la oscura ca- verna, y cada una de ellas era yo mismo pero desper- digado en infinidad de situaciones, pasadas y por ve- nir. El tiempo y el espacio tal como lo había experi- mentado hasta entonces había cedido su lugar a esa profusión de experiencias que se volvían concientes en forma simultánea, y tuve la genuina impresión de que jamás iba a poder aglutinarme nuevamente en un solo cuerpo. Hombres, bestias e híbridos poblaban aque- llos múltiples ensueños en los que mi conciencia se desdoblaba. Mas no tenía tiempo de impresionarme u horrorizarme con elementos externos, por cuanto me hallara donde me hallase, mi cerebro, o el punto en el que se asentaban mis percepciones, restallaba en per- manentes descargas energéticas, que me mantenían como al borde de la disolución final, en un maremág- num de algo así como cuerdas o redes que parecían ser la estructura de los diferentes mundos que estaba 157
  • 158. Gabriel Cebrián atestiguando. Creí interpretar entonces qué era lo que Szrebro intentaba expresar cuando decía que la poción aquella lo llevaba a uno a la posición más cercana a la muerte que podía alcanzarse. De pronto uno de aquellos episodios simultá- neos ganó mi atención total. Del cráter de un volcán vi emerger una presencia majestuosa, de un poder tan irresistible que el más valeroso de los guerreros habría caído postrado ante su magnificencia. Lucía una máscara negra y brillante, supuse que de obsi- diana, que le confería una expresión de gran feroci- dad, y un peto igualmente oscuro y pulido, en el que se veía reflejado todo el valle, y en cuyo centro pude ver mi imagen, absolutamente insignificante con rela- ción al marco natural y a la portentosa figura que lo espejaba. Permanecí inmóvil, aturullado, mientras la colosal figura comenzaba a descender por la ladera del volcán, haciendo temblar el piso a cada paso y generando un sonido como de truenos. No tuve dudas de que se trataba de un dios, y pensé que se trataba del propio Hun Ahau que venía a destruirme por mi osadía de hollar sus dominios. Cuando estuvo a unos veinte metros frente a mí -distancia desde la cual po- día ya pisarme como a un insecto y que me obligaba a flexionar al máximo mi cuello hacia atrás para ver- lo-, me ordenó con voz grave y de una profundidad tal que pareció golpear en el medio de mi pecho: -Híncate ante tu Señor, hombre serpiente. Bajé la cabeza y caí sobre mis rodillas, sollo- zando, y esperando la muerte de un instante a otro. 158
  • 159. El espejo humeante -Crees que llegó tu fin, ¿no es así? No soy Hun Ahau, sino su más acérrimo enemigo. Soy el Se- ñor del Espejo Humeante, Tezcatlipoca, el Negro. Ya has visto tu reflejo proyectado en mí, lo que implica que nunca más volverás a ser el mismo. Estoy aquí para templarte, para que no te deshagas como lodo ante la presencia del Maligno. Dentro de unos mo- mentos todo dependerá de ti y del viejo quetzal, que en este momento está preparándose con otro de mis a- vatares, Tezcatlipoca el Rojo. Pero antes, y aprove- chando que ahora eres capaz de ver tu vida en la tota- lidad de los planos en los que tiene verdaderamente lugar, te invito a que vuelvas a echar un vistazo a mi espejo. Así lo hice, y vi la totalidad de mi vida terre- na, y lo que pude ver de mi porvenir no me agradó en lo más mínimo. Mientras veía mi desgarrador futuro, oí que Tezcatlipoca continuaba diciendo: -Huitzilin estaba en lo cierto, ¿verdad? Más vale que te comportes como un guerrero en la con- tienda que se avecina, de lo contrario volverás a tu miserable destino humano y no habrá fuerza en la e- ternidad que pueda redimirte. Ahora vamos –dijo, me tomó con sus inmensas manos y me depositó sobre su nuca, en tanto abría majestuosas alas de búho. Me a- sí de un par de sus cabellos, gruesos como cuerdas en mi escala, y remontamos el vuelo. Todo volvía a verse como un sueño, o alucinación, por lo que me incliné a pensar que cuanto venía experimentando se debía más que nada a agentes psicotrópicos contenidos en las sustancias que me daban a ingerir. De cualquier 159
  • 160. Gabriel Cebrián modo gocé mucho de aquel vuelo portentoso, en alas de un antiguo dios tolteca. Sobrevolábamos el volcán cuando pude ver u- na formación equivalente, pero de color carmesí, que venía hacia nosotros, frontalmente. La velocidad de ambas se acrecentó, y me aterré al pensar que la co- lisión resultaría inminente. Antes del impacto, sentí un vacío en el estómago y a continuación un estallido tremendo, devastador. Pensé que había muerto, pero no. Al cabo de unos instantes de estupor sentí un peso en mis espaldas y la voz de Szrebro que desde allí me decía: -Ahora estamos por las nuestras. Dirígete ha- cia el cenote adonde están nuestros cuerpos. Intenté preguntarle cómo diablos se suponía que hiciera algo como eso, pero sólo conseguí emitir unos silbidos pifiados. Entonces comprendí que me hallaba otra vez en mi ser ofídico, con el quetzal so- bre mi dorso, y comencé a reptar siguiendo mi instin- to. Enseguida llegamos a la caverna, y en medio de a- quella oscuridad cerrada advertí que una luz ambari- na emanaba de nuestros cuerpos metamorfoseados. Y ella nos permitió ver cómo de la superficie del agua en el interior de la caverna comenzaban a fluir unas miasmas pestilentes, como si provinieran de licores quintaesenciales de las podredumbres más infectas. Luego emergieron alimañas tan repulsivas como ja- más pudiera haber imaginado, que parecían obser- varnos expectantes. Poco a poco todo aquello se iba convirtiendo en una horrible pesadilla. 160
  • 161. El espejo humeante -No te agites –Me dijo el quetzal que se supo- nía era Szrebro. Quise responderle, pero de nuevo só- lo pude proferir silbidos. -No intentes hablar, so estú- pido. Simplemente piensa lo que quieres decir. Y re- cuerda en todo momento que somos Quetzalcóatl, de lo contrario Hun Ahau descubrirá el ardid en un ins- tante. Entonces se hizo presente una calavera, sus huesos rielaban en la oscuridad. Se desconcertó al vernos, tan así que dio un respingo, para luego su- mergirse con premura en las profundidades del ceno- te. -¿Ha huído? –Pensé. ¿O tal vez advirtió la trampa? -Ése no era Hun Ahau, sino su secuaz Mic- tlántecuhtli, el descarnado señor de los muertos. Ni se te ocurra pensar que huirán de nuestra presencia, por más que el propio Tezcatlipoca nos esté asistien- do. Mictlántecuhtli ha ido a buscar a su jefe. La fun- ción central está por comenzar, es ahora cuando de- bes mantenerte en tus trece a como dé lugar. Entonces todo se agitó, se formó un torbellino en las aguas pútridas y de su centro brotó la espeluz- nante imagen de Hun Ahau. Sus ojos amarillentos pa- recían concentrar toda la maldad del universo, sus fauces pobladas de enormes e irregulares colmillos chorreaban un líquido viscoso cuya pestilencia dañó severamente mi olfato. Roía y devastaba cráneos hu- manos con sus colosales garras como al acaso. De- trás de él, Mictlántecuhtli y una miríada de entidades fantasmales parecían a punto de abalanzarse sobre 161
  • 162. Gabriel Cebrián nosotros. Me encontré presa de un horror tan grande que involuntariamente mi crótalo comenzó a sonar, mientras sentía la presión de las patas del quetzal en mi dorso, que parecían querer conminarme a conser- var la calma. -¿Qué haces aquí, bastardo? –Preguntó Hun Ahau, con voz atronadora. -¿Cómo te atreves a de- safiar mi comando, para luego temblar como mujer a- sustada? ¿Acaso no estabas a gusto tapizando el trono del Mictlán? ¿O es que ya no me agradeces el haberte dejado lucir como la joya principal de mi corona? ¿A- dónde debo arrojarte, para que dejes de hacerme per- der el tiempo? Tuve un arrebato de pánico tal que no me dejó mantener la fijeza en mi identidad divina, y no pude evitar la idea de que el ardid estaba funcionando. Sentí la furia del pensamiento del quetzal recriminán- dome con desesperación: “¡Eres Quetzalcóatl, estú- pido!”, repetía, y allí la mascarada se vino al suelo. Pude ver la conciencia de Hun Ahau encenderse en el aberrante tono amarillento de sus ojos, y lo oí gritar: -¡Ocúpense de este par de bribones! Y se retiró con premura, seguramente a pre- servar el cautiverio del auténtico Quetzalcóatl. Mic- tlántecuhtli y los espectros vinieron hacia nosotros. “Buena la has hecho, idiota. Ahora pelea, aunque más no sea para morir dignamente”, me decía aira- damente Szrebro. Pero no pude. Mientras el bello e i- nofensivo quetzal arremetía hacia una confrontación sin esperanza alguna, y presa de una angustia termi- nal, repté hacia la salida de la caverna y me perdí en- 162
  • 163. El espejo humeante tre el follaje. No fui capaz de morir luchando; y una flaqueza tal, para colmo en semejantes circunstan- cias, no es algo que pueda quedar impune. De un mo- do u otro supe que la decepción que entonces infligí a quienes confiaron en mí, e incluso a mí mismo, ya de por sí serían suficiente castigo. Pero en rigor, mi especulación no estuvo ni si- quiera cerca de las calamidades que me esperaban, y ello con un grado de inmediatez imprevisible. Como emergiendo de una pesadilla atroz, sentí que alguien me asía de la nuca y me levantaba en vilo, brutalmen- te. Me sentía muy débil, y resoplaba desde el esófago tratando de apaciguar las náuseas. -Hey, man, take a look at this… the human serpent, such an asshole. -¿May I kill him, now? -No, I’ve got something better for this little piece of shit... Me llevaron uno de cada brazo y a los golpes, desandando el camino que había recorrido quizá u- nas cuantas horas antes con el desdichado Szrebro. Al vernos llegar, Juan Carlos se apeó del carro y se dirigió hacia nosotros, desavisado del peligro al que se estaba exponiendo. Y yo no tenía fuerzas para a- lertarlo. -¿Pero qué es lo que ha sucedido, pues? –Pre- guntó, y fueron sus últimas palabras, por cuanto uno de los hombres que me traían a la rastra le descerra- jó un disparo en pleno rostro. El estampido resonó en el chaparral nocturno. Luego me arrojaron al suelo y 163
  • 164. Gabriel Cebrián pusieron el arma homicida en mi mano. A continua- ción sentí un pinchazo en la pierna. Víctima de una tremenda angustia, perdí el conocimiento. Allí comenzó la verdadera pesadilla, de la que aún no he podido despertar. Fui incriminado por ho- micidio, por intento de secuestro de dos honorables ciudadanos norteamericanos, por consumo de estupe- facientes… además de mi condición de inmigrante i- legal. Desde esa posición, cuanto pudiera alegar en mi defensa no tendría peso alguno frente a las decla- raciones de dos importantes empresarios americanos que pasaban sus vacaciones familiares en México. E- llo, sin contar que mis argumentos sonaban tan deli- rantes que ni yo mismo podía a veces dar crédito. Pasé un buen tiempo en la Cárcel Municipal de Mérida, supongo que mientras decidían qué hacer conmigo, o si estaba loco o no; luego fui trasladado a una prisión del interior, en la cual me enteré del fa- llecimiento de mi padre, enfermo y agotado de deam- bular los pasillos de la burocracia argentina para conseguir que al menos me devolvieran a mi país. Mi depresión entonces adquirió proporciones macabras. Todo cuanto tenía para afrontar las penalidades del encierro eran recuerdos al cuál más doloroso, o aca- so vergonzante. Pensé en quitarme la vida, mas evi- dentemente si de algo carecía era de coraje, eso sí que estaba demostrado con creces. Ante todo interrogatorio me atuve a mi histo- ria, aún a sabiendas que era insostenible, y hasta lle- 164
  • 165. El espejo humeante gando a admitir la posibilidad de haber alucinado al- gunos sucesos por probable ingesta de elementos psi- cotrópicos. Insistí en mi inocencia respecto del brutal crimen del pobre Juan Carlos, pero claro, quién po- día creer algo a quien invocaba como inspiradores de sus actos a deidades del antiguo México… les hice saber que comprendía que podía resultar conveniente para mí aceptar que estaba loco, pero en mi fuero in- terno estaba seguro de que realmente había ocurrido algo trascendental, aunque ciertamente no era capaz de determinar sus alcances. Pasado cierto tiempo la tesis de inimputabili- dad fue creciendo al punto que las autoridades yuca- tecas encontraron razonable que sus pares argentinos se hicieran cargo del orate, así que me deportaron y fui a parar a la Penitenciaría de Loreto, Provincia de Misiones, vaya una casualidad. Mi estancia allí fue un poco menos terrible, pude ver alguna que otra vez a mi madre y a mi hermana menor -quien había te- nido que deslomarse trabajando para compensar la magra pensión que les había dejado el viejo-, y ello gracias a la sensibilidad de algún funcionario de bienestar social que les consiguió los pasajes. Estan- do todavía allí me enteré de la muerte de mi madre, y recién volví a ver a mi hermana cuando me traslada- ron al pabellón de inimputables del Neuropsiquiátri- co Borda. Fue ella quien me convenció de adoptar o- tra tesitura, la de reconocer -aunque más no fuese de la boca para afuera- la demencia que me había im- pulsado a los actos criminales del pasado. Me esforcé por mostrarme lo más ecuánime posible, hablando de 165
  • 166. Gabriel Cebrián mi pasado como si fuera un enfermo mental que de pronto había recobrado la cordura. Y lo hice más por mi hermana que por mí mismo, por cuanto ella había resignado su vida para trabajar hasta el agotamiento y así mantener el techo que la cobijaba, la casa de nuestros padres. Sentí que al fin tenía un objetivo, que era el de salir de allí y ayudarla a llevar su pesa- da carga. En el Borda hice un curso de encuaderna- ción, y cuando por fin decidieron que ya estaba sano y había pagado mis deudas por el crimen de un igno- to yucateco -que a estas alturas a nadie le importaba ya un comino-, me dejaron libre, así que conseguí trabajo en una empresa gráfica e intenté dejar todo atrás, inclusive los recuerdos. Pero podrán colegir que hay cosas que por más que uno se empeñe, no son pasibles de balsámicos olvidos. Poco después mi hermana, aliviada por mi contribución, tuvo algo de tiempo para sí y gracias a ello consiguió establecer por fin su propia familia, dejándome la casa paterna y un montón de recomen- daciones. Y no queda mucho más que contar, salvo que me he vuelto huraño y grave, tal como me había dicho Huitzilin que iba a suceder, y como fui capaz de atisbar en el peto de obsidiana que me mostró Tez- catlipoca. Sólo me quedan un puñado de certezas, y unas pocas evidencias, como por ejemplo la falta de continuidad absoluta que dio lugar a mi aparición corporal en Yucatán. Eso me da la pauta de que algo realmente significativo ocurrió, de que tuve una opor- tunidad más que trascendental y fallé, huí como el co- barde que soy. No creo que pueda perdonármelo al- 166
  • 167. El espejo humeante guna vez, pero es tarde para lamentos. Aunque nunca es tarde para las culpas. Por las mañanas, cuando le- o el diario y me entero del rumbo que está tomando la humanidad, no puedo dejar de pensar que las co- sas quizá podrían haber sido distintas, y entonces mi ánimo oscila entre la culpa y el absurdo de un cierto mesianismo que a pesar de todo sigue contando al momento de sopesar las eventualidades. Eventualida- des que por su propia esencia sólo son capaces de su- mar más y más incertidumbre. La batalla ancestral del bien contra el mal de- be continuar en algún sustrato de lo real, que es mu- cho más abarcativo de lo que casi todos creen. Y lo peor del caso es que el mal está triunfando, sólo hay que mirar en derredor. Mi vida va languideciendo por pesares, frustraciones y oprobios, así que, luego de algunos años de hipocresía, he decidido dejar este testimonio como el sinceramiento final de un cobarde que teme incluso a las consecuencias de su inacción, esta mínima expresión de un aporte que pudo ser magnífico y terminó siendo poco menos que una cró- nica endeble e inconsistente, indigna de la menor cre- dibilidad. Apelo a que alguien con atributos anímicos mejores que los míos pueda encontrar el camino para hacer algo allí donde yo fracasé miserablemente. Es- ta esperanza y no otra cosa es la que me ha impulsa- do a verter mi experiencia en este texto, que hallará su camino si las fuerzas de lo Alto así lo disponen. A estas fuerzas les dedico mi vida miserable y mi pro- saica muerte. No falta ya mucho para que vuelva a 167
  • 168. Gabriel Cebrián enfrentarme con el horrible rostro de Mictlántecuhtli, el descarnado señor de los muertos. Y esta vez no po- dré salir huyendo como el maldito collón que me ha tocado en suerte ser. Eliseo Blanchard dejó la lapicera sobre la me- sa y estiró los fatigados músculos. Luego trató de concentrarse para determinar si había omitido alguna cuestión de peso en su escrito, pero advirtió que esta- ba demasiado cansado para ello. Eran cerca de las 2 a.m., así que se dijo a sí mismo que tal vez lo haría por la mañana. Puso la pava al fuego, para cebar esos mates que poco a poco habían devenido en magro sucedá- neo de una alimentación ya deficiente; y resignado, como decíamos al principio, comenzó a asumir en el cuerpo la voluntad de muerte. Tal vez Hun Ahau, en su alto grado de conciencia, fuera a reconocerlo como el idiota que pretendió engañarlo, y quizá también de- bido a ello su estancia en el inframundo prolongaría indefinidamente el escarnio. O tal vez hasta sería per- donado, quién sabe, por tantas ingenuidades y flaque- zas, acaso pasibles de desdeñosas piedades. Mas toda especulación siempre lo conducía al mismo punto: el inframundo no podía ser mucho peor que éste, en el que los seres de la oscuridad trabajan cada vez más a sus anchas. Sintió que era sólo otro pez atrapado en la red del exterminio, sólo que conciente de ello. Pero e- so no parecía constituir mucha ventaja que digamos. 168
  • 169. El espejo humeante Y después, cuando le sobrevino la cotidiana crisis de escepticismo, se puso a analizar -con la meti- culosidad adquirida en miles de horas de encierro me- ditabundo- la tesis del muchacho drogado fraudulen- tamente por un par de locos y que alucinó mitologías paganas. Eso lo arrojaba al absurdo de una insania i- rredimible, por cuanto en todo caso ya se había lleva- do lo que pudo haber sido su vida real. Y lo que aca- baba de escribir, por ende, no era más que el testimo- nio de una psicosis, tal vez algo atípica y con cierto residuo ético -respondiente a imperativos de concien- cia que desde cualquier punto de vista seguía hallando incontrastables-. Sí, iría con ese hato de papeles a ver a cualquier editor de revistas o de lo que fuere, para entregarle la "verdadera" historia de alguien que fue inculpado por un asesinato que no cometió y luego te- nido por loco, para que los lectores puedan evaluar si acaso un demente puede dar forma a una historia co- mo aquella. Tomó unos mates, con la mirada fija en los re- cuerdos, y luego miró el manuscrito. La primera hoja se movía a causa de la corriente de aire que entraba por la ventana. Había trabajado bastante, no fuera co- sa que se volaran y luego tuviera que perder tiempo órdenándolos. Tal vez en el cuarto de su hermana ha- bía quedado algún sobre de papel madera, o bandas e- lásticas, o algo con qué sujetarlas. Ingresó y encendió la luz. El cuarto estaba tal y como ella lo había dejado años atrás. Eliseo sólo lo desempolvaba de tanto en tanto, para que cuando vi- niese a visitarlo pudiera quedarse, si quería. Abrió el 169
  • 170. Gabriel Cebrián cajoncito del escritorio y no halló nada. Fue hasta el clóset, y cuando revisaba entre unos viejos pulóveres y otras prendas, sus manos tocaron un objeto duro. Lo extrajo. Era un envoltorio, que creyó reconocer y el corazón le dio un vuelco. Rompió los papeles con fre- nesí y allí estaba, la ocarina con forma de ave que le habían regalado de parte de un poderoso brujo. Presa de la emoción, con el objeto en sus manos y mirándo- lo estupefacto, retrocedió hasta la cama y se dejó caer sentado sobre ella. ¿Por qué su hermana nunca se la había dado? Claro, debía haber sentido temor de agi- tar lo que consideraba fantasías malsanas, así que la había escondido allí, y con el tiempo lo había olvida- do. Volvió al comedor con aquel objeto que por algún motivo le traía algo parecido a una esperanza, sensación que hacía años no tenía, y que en rigor de verdad nunca había tenido mucho. Se sentó a la mesa, y lo depositó a su frente. Cebó otro mate dulce y lo tomó, sin dejar de mirar la ocarina e intentando con- vencerse de la futilidad de albergar la menor expecta- tiva por una simple flauta de barro, para luego no te- ner que decepcionarse. Pero la ansiedad fue más fuerte; tomó la ocari- na y -con la boca húmeda aún por la verde infusión-, procuró tocarla, mas sólo pudo extraerle unos cuantos sonidos soplados e inarmónicos. Ya ves, nada maravi- lloso ha pasado, se dijo con amargura. No obstante insistió, y al cabo de unos intentos la flauta comenzó a prodigarle sonidos más agradables. Al menos tenía 170
  • 171. El espejo humeante algo con lo que divertirse, y quizá en el futuro hasta podría intentar hacer algo parecido a música. Mientras sus dedos jugaban sobre los orificios en el dorso y vientre del ave de barro, se dio cuenta de que sus dolores, tanto mentales como físicos, ha- bían cedido por completo, y eso sí que ya podía con- siderarse un prodigio. Redobló sus esfuerzos para ha- cer justicia musical a tales mejorías, y de veras halló resultados, traducidos en frases inspiradas y reitera- ciones adornadas de sugestivas síncopas, que recaían sobre motivos que eran capaces de traslucir una extra- ña resonancia espiritual. Entonces se dijo que tal peri- cia no podía ser suya, que debía ser propia del fantás- tico instrumento. Continuó canalizando de ese modo el magnífico arte musical que le era dado ejecutar, hasta que sintió que volvían a él las fuerzas de la ju- ventud, más plenas aún de lo que habían sido antaño. Era suficiente. Se incorporó, guardó la ocarina en el bolsillo de su overol y se dirigió al espejo del baño. Se miró sin encender la luz, al reflejo de la que llega- ba desde el comedor, y vio que sus ojos habían recu- perado el brillo, y las facciones firmeza. Sonrió, y se maravilló con la blancura de sus dientes en la penum- bra; recordó lo que le había dicho Tezcatlipoca en a- quel volcán acaso onírico, y supo que era mucho más que un hombre. Había visto lo que había visto, y ha- bía estado con quienes había estado, para bien o para mal, y eso ya nadie podía quitárselo. Volvió al comedor, tomó su sombrero y se lo colocó, alardeando frente a sí mismo con cierto garbo 171
  • 172. Gabriel Cebrián intimista. Salió a la calle, y caminó decidido por la Je- an Jaurés hacia el puente del ferrocarril. Al llegar, saludó con la mano a Huitzilin, que lo estaba esperando. -Era hora, cabrón. -Más vale tarde que nunca. -¿Qué has estado haciendo todo este tiempo? ¿Leyendo refraneros, o qué? -Estuve esperando que viniera a verme alguno de los viejos amigos que me dejaron solo en la esta- queada. -¡Pero si has sido tú quien dejó solo al pobre pajarraco para que se lo chinguen los demonios! De- berías ver cómo ha quedado, todo desplumado, pues. Te está esperando pa’ darte las gracias personalmente. -La he pasado mal durante todo este tiempo, Huitzilin… -Lo sé, pero es que todavía no se ha inventado otra forma de purgar a la gente, para que pueda venir con nosotros. Y hablando de eso, ¿nos vamos? -Ánda, pásale tú primero –lo remedó, e ingre- saron al túnel. Del otro lado podía verse un resplandor extraordinario, pero esta vez Eliseo no se sorprendió. Su alegría, en cambio, era tan inmensa que gruesas lá- grimas comenzaron a rodar por sus mejillas. -Sabes lo que pasa, mano, –dijo Huitzilin, en tanto se afanaba por seguir el paso de Eliseo, -lo malo que tienen los reptiles es que uno siempre tiene que andar esperándolos. Y pa’ colmo, cuando llegan, sa- len como locos y se ponen a llorar como viejas. 172