Tercera parte




Historia e historiografía




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14. El mármol y el arrayán.
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                Nuestra inconstante alma colectiva

No puedo negar que el ensayo del antropólogo brasileño Eduardo
Viveiros de Castro, que lleva el mismo título que este artículo, me
ha impresionado vivamente. Desconozco quién es Viveiros de Cas-
tro, pero su original reflexión, su interés por el proceso histórico
colonial, por la herencia indígena, por las mentalidades y por la
cambiante relación entre modernidad y tradición me hacen recor-
dar los estudios de Roberto da Matta, otro interesante antropólogo
brasileño.
      Es indudable que la historia brasileña, o la antropología de
este país, por su original proceso histórico o por la naturaleza de
sus poblaciones indígenas, son diferentes a las nuestras. Sin em-
bargo, estoy seguro de que las preguntas que formulan sus espe-
cialistas y las respuestas que ofrecen pueden ser muy útiles para
entendernos mejor.
      Eduardo Viveiros de Castro, citando a los jesuitas portugue-
ses de la época colonial, parte de una constatación histórica: los
tupi-guaraníes o los tupinamba, más específicamente, en el siglo
XVI, fueron pueblos muy difíciles de evangelizar, no porque no acep-
taran el credo católico, sino más bien porque lo aceptaban muy
dócil o fácilmente, sin oposición y casi con euforia, pero de la mis-
ma manera y con la misma —o mayor— rapidez, al menor descui-
do volvían a sus prácticas ancestrales. Cita una célebre página del
jesuita Antonio Vieira que desgraciadamente no puedo transcribir
íntegramente: «Uds. que han recorrido el mundo y han penetrado
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     Publicado en La República. Lima, 8 de agosto de 1994, p. 17.




                                      [149]                         149
en las casas de placeres principescos, Uds. han visto en estos espa-
cios y en los corredores de sus jardines dos clases de estatuas muy
diferentes, las unas de mármol y las otras de arrayán. La estatua de
mármol es difícil de hacer, por la dureza y la resistencia del ma-
terial; pero una vez hecha, ya no es necesario retocarla jamás por-
que ella se mantiene y conserva siempre la misma apariencia; la
estatua de arrayán es más fácil de ejecutar[...], pero es necesario
trabajarla y retocarla sin cesar para que ella permanezca idéntica».
Luego Vieira agrega que hay naciones duras, como el mármol, a
convertirse, que se resisten, pero una vez evangelizadas permane-
cen establemente en la nueva fe. En cambio. «Hay otras naciones
contrariamente, como aquellas del Brasil, que acogen todo lo que
se les enseña con gran docilidad y facilidad, sin discutir, replicar,
dudar o resistir. Pero ellas son estatuas de arrayán que, sin las
manos y las tijeras de jardinero,[...] regresan a la brutalidad anti-
gua y natural; al estado salvaje donde ellas habían estado».
     Los indígenas tupinamba, como algunos afirman nos dice
Viveiros de Castro, por ser pueblos sin ley, sin rey y sin fe, eran
incapaces de aferrarse a un dogma y más bien eran proclives a
creer en todo. No me interesa discutir esta afirmación porque me
parece poco consistente antropológicamente, sino más bien seguir
la reflexión de este antropólogo a propósito de la inconstancia del
alma Tupi y para esto me parece útil fijarnos en lo que puede ser la
contrapartida de este rasgo: la constancia tupinamba, en esta épo-
ca, en sus prácticas canibalísticas y más aún en sus guerras de
venganza. Morir comido por el enemigo era una muerte honorable
porque dejaba obligaciones de venganza en su grupo de origen y la
necesidad de recordar a quién había que matar; muerte que les
permitía apropiarse del otro, asumirlo como suyo. Esta venganza,
en realidad una nueva muerte, activaba una necesidad similar de
venganza en el grupo rival y así sucesivamente.
     En la memoria de estos pueblos, en realidad en la memoria de
estos grupos de parentesco, que guardaba el recurso de un evento
trágico y la necesidad de una legítima venganza, encontramos la
clave de la identidad tupinamba. Este tipo de memoria nacía en la
relación con el otro y en la necesidad de ser el otro, literalmente
devorarlo y asumirlo totalmente. Una identidad que se formaba en
la relación con el otro y no en el reconocimiento de su propio ser.
Lo cual podría parecer una situación insólita, ya que la vitalidad



150
de una cultura —de acuerdo con la tradición occidental— parece
lograrse cuando su continuidad se desarrolla desde sus raíces:
«Nosotros creeremos sobre todo que el ser de una sociedad se en-
cuentra en su preservación: la memoria y la tradición son el már-
mol identificatorio en el cual está tallada la imagen de la cultura».
Entonces cómo explicar esta increíble receptividad tupinamba: «[...]
como si lo inaudito haría parte de la tradición, como si lo descono-
cido pertenecería a la memoria». ¿Por qué los tupinamba llegaban
a la temible conclusión de que «El otro no era solamente pensable,
sino más bien indispensable»?
      Los evangelizadores se preguntaban, como en el caso de Viei-
ra y Anchieta, ¿qué era esta «memoria débil», esta «voluntad defi-
ciente» y este modo de creer sin tener una fe propia que caracteriza-
ba a los indígenas? «Aquí finalmente el secreto de este oscuro de-
seo de ser el otro, pero en sus propios términos». Por la particular
cosmovisión tupinamba, afirma Viveiros de Castro, «[...] los otros
son una solución antes de ser —como lo fueron los invasores (eu-
ropeos)— un problema. El arrayán tiene sus razones que el már-
mol no conoce en absoluto».
      ¿Acaso estamos frente a una particular situación que afectó
únicamente la conducta de los tupinamba del siglo XVI? Para de-
mostrar lo contrario sólo nos bastaría mencionar lo que sucedió en
nuestras regiones andinas durante el mismo siglo: sorprendente
ayuda de los auxiliares indígenas a las huestes hispanas, rápido y
fulgurante éxito de la conquista y aún más rápida aculturación de
las poblaciones conquistadas. El cronista indio Guamán Poma,
quizá por esta razón, hacia inicios del siglo XVII, se lamentaba de
este apocalipsis cultural, de la multiplicación de los mestizos y
de una suerte de inversión del mundo: los «indios del común»
—decía— se visten y andan como los españoles, usurpando un
privilegio que debía ser únicamente de los curacas o indios nobles.
      ¿Si miramos a nuestra historia cultural, del siglo XVI a la actua-
lidad, acaso no encontramos —en lo más recóndito de nuestra alma
colectiva— esa misma inconstancia que revela al mismo tiempo
nuestro constante empeño en mirar lo nuevo, lo otro, lo recién lle-
gado, para apropiarnos de ello, «devorarlo», sin importarnos el
contenido, ni la naturaleza de lo nuestro? La historiadora francesa
Marie-Denielle Démelas en su libro L´Invention Politique, que co-
menté hace algunas semanas, resume este hecho de la siguiente



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manera: «Culturalmente dependientes de Europa donde se forja-
ban las ideas de las cuales se reclamaban partidarios, los dirigen-
tes andinos estaban sometidos a los fenómenos de moda». La mo-
dernidad ilustrada en el siglo XVIII, el credo liberal con la indepen-
dencia, luego el positivismo y el darwinismo y en el siglo actual
«[...] a partir de los años 20, una buena parte de la inteligencia se
convierte por varios decenios a la vulgata marxista». Y podríamos
finalmente agregar: y ahora, al neoliberalismo.
      La conclusión de Viveiros de Castro no es de ninguna manera
pesimista, sino más bien un primer paso en el descubrimiento de
un alma dialogante, abierta a la novedad, a lo foráneo, ampliamen-
te receptiva de influencias externas y que busca construir su iden-
tidad en esta relación. Pueblos y naciones, los nuestros, diferentes
a las marmóreas civilizaciones llamadas antiguas, como la occi-
dental, oriental o musulmana. Pero al mismo tiempo fácilmente
podemos constatar que tanto los tupinamba, los tupiguaraníes,
como nuestras sociedades andinas y nosotros mismos hemos obte-
nido magros resultados y hemos devenido en lo que ahora somos,
pueblos o naciones en crisis, sin credos y aferrados a un prosaico
pragmatismo. Nuestra voracidad ideológica y nuestra dependen-
cia de las influencias extranjeras nos llevan a reconocernos en este
diálogo, en este intercambio, como los tupinamba, y a olvidarnos
de nuestro propio ser o a dejar lo nuestro a la arqueología, la histo-
ria y la antropología: no queremos descubrirnos, sino descubrir
—en los otros— lo que supuestamente somos. La discusión sobre
la inevitabilidad del neoliberalismo —iniciada en La República des-
de hace unas semanas— nos lleva por estos viejos derroteros lati-
noamericanos. De seguir así —en esta actitud aparentemente in-
fantil, pero en el fondo muy política— es muy probable que los
peruanos del futuro, no sé en qué siglo, nos mirarán como Viveiros
de Castro mira a los tupinamba del siglo XVI.
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       15. Entre patria y nación, retratos incompletos

Hasta ahora no he leído, salvo en publicaciones extranjeras, un
comentario desapasionado, sereno o seriamente político al libro de
Mario Vargas Llosa El pez en el agua. Memorias (1993). Entiendo que
32
     Publicado en La República. Lima, 29 de julio de 1993, p. 17.




152
debe ser muy difícil hacerlo. Los políticos han reaccionado en pri-
mer lugar (sobre todo los maltratados por el autor), luego los críti-
cos de oficio (aunque todavía esperamos las respuestas de aqué-
llos muy duramente agredidos en este libro), y algunos, realmente
muy pocos, han escrito encendidos elogios al autor. Quisiera, al
margen de las animosidades que proliferan en el país, proponer
algunas reflexiones, llamar la atención sobre la naturaleza del li-
bro, contextualizarlo y ayudar a completar algunos retratos que
aparecen injustamente incompletos.

a. El espejo y la realidad

No podemos negar que El pez en el agua es un libro escrito con
valentía, extroversión, sinceridad; con la evidente intención de
hacer una catarsis personal donde el individuo y la colectividad
son evaluados con las mismas reglas. No sé si llegaremos a saber,
algún día, quién fue «ese señor que era mi padre», Ernesto J. Vargas,
desarraigado, sin «familia honorable» y sin pasado; como muchos
en el Perú y en cualquier parte del mundo. Los maltratos del padre,
a la madre y al hijo, así como su autoritarismo y falta de seriedad,
los explica por un supuesto rasgo muy peruano: «[...] la enferme-
dad nacional por antonomasia, aquella que infesta todos los estra-
tos y familias del país, en todos deja un relente que envenena la
vida de los peruanos: el resentimiento y los complejos sociales».
Esto nos hace más emotivos que racionales, más impredictibles
que disciplinados e inteligentes, cautivos lógicamente de comple-
jos y resentimientos. Sus premisas pueden estar equivocadas, pero
las utiliza tanto para analizar su vida familiar, la dramática rela-
ción con el padre, como para explicar los comportamientos colecti-
vos, sociales y políticos en el Perú. Desnudar su vida personal,
mostrar su drama y transferirlo a la colectividad puede enfurecer a
muchos, pero es un acto de inusual sinceridad en nuestro país y
nos debe invitar no solamente a responder con insultos, sino a
mirarnos a nosotros mismos, a preguntarnos por las certidumbres
y las ficciones que transmite este juego entre el espejo (el libro) y la
realidad (la nuestra).
     Quizá nos hemos quedado, los peruanos, por razones múlti-
ples, cautivos de esa vieja noción de patria definida como el lugar




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donde hemos nacido (y que implica emociones), pero carecemos de
esa realidad llamada nación, sinónimo de comunidad social don-
de se vive con justicia, igualdad, orgullo y solidaridad. De aquí
proviene, muy probablemente, la sensación de frustración, fra-
caso, escepticismo y descarnado economicismo que invaden los
comportamientos sociales en el Perú actual. Dentro de esta menta-
lidad nacional surgió esa famosa pregunta que Vargas Llosa for-
muló, quizá por primera vez, en su novela Conversación en La Cate-
dral, de 1969, ¿cuándo se jodió el Perú? Es ésta también la pregunta
que formuló Carlos Milla Batres a varios estudiosos peruanos, que
luego reunió en un libro que tuvo un éxito de librería nada despre-
ciable. Me parece que hay que situar el libro El pez en el agua dentro
de esta coyuntura intelectual en el país.
      Por otro lado, las crisis estructurales en nuestra historia siem-
pre han producido sus críticos implacables: Guamán Poma en el
siglo XVII (¡Y no hay remedio!), Manuel González Prada en el XIX
(donde se pone el dedo salta la pus), José C. Mariátegui (una repú-
blica peruana construida para los criollos y contra el indio) y Pa-
blo Macera (el Perú es un burdel). Todos ellos enunciaron frases
que trataban de sintetizar las angustias, las críticas y las conde-
naciones colectivas. Manuel González Prada, uno de los furibun-
dos críticos luego de la Guerra con Chile, culpaba de la derrota a
los generales o caudillos civiles que actuaban clientelísticamente y
señalaba que las mayorías luchaban por los cabecillas, no como
los chilenos, por la nación.
      Entonces esa afirmación de Mario Vargas Llosa: «El Perú no
es un país, sino varios, conviviendo en la desconfianza y la igno-
rancia recíprocas, el resentimiento y el prejuicio, en un torbellino
de violencias» (p. 213), no es nada nuevo dentro de su concepción
de nuestra realidad nacional, ya que la enunció por primera vez en
1969, continuando con esa vieja tradición peruana de autocon-
denarnos colectivamente por nuestros fracasos. Por eso es intere-
sante este libro, este espejo.

b. Retratos personales

Me apenan, por otro lado, esos retratos incompletos de Wáshington
Delgado y Julio Ramón Ribeyro. Incompletos, injustos y capricho-




154
sos. Es probable que no haya una voluntad consciente de adulte-
ración, pero sí creo que la impetuosidad de su crítica, demasiado
centrada en su criterio personal, vuelve muy subjetivas sus versio-
nes sobre las realidades vividas y lógicamente invalidadas de los
retratos personales que construye. Al describir, por ejemplo, el en-
torno de Raúl Porras Barrenechea, el autor aparece ocupando una
centralidad que no conocía, ni siquiera sospechaba. Asimismo,
desconozco las motivaciones que lo llevan a minimizar la presen-
cia de Carlos Araníbar quien fue uno de los discípulos más brillan-
tes de Raúl Porras; tampoco entiendo por qué desaparece Luis G.
Lumbreras de las tertulias de la calle Colina.
      Pablo Macera, como era de esperar, es descrito en esos rasgos
esenciales que muchos de nosotros, asistentes a su tertulia de la
calle José Díaz, pudimos apreciar en inolvidables noches de con-
versaciones exaltantes. En cada reunión parecía transmitirnos re-
velaciones casi confidenciales, que parecían pertenecer a su muy
privado taller de historiador, como aquella noche en que nos co-
municó que se estaba produciendo una revolución teórica que con-
vertiría a las ciencias sociales, y a la historia en particular, en una
suerte de física social o biología histórica por su exactitud y predic-
tibilidad. Siempre salíamos exaltados, con la curiosidad multipli-
cada y seguros de la validez científica de nuestra profesión.
      Su entrega a la tertulia, su permanente disposición a conver-
sar, dirigir, mandar; su imaginación desbordante, junto por su-
puesto a la inteligencia, siempre nos sorprendía y a la vez movili-
zaba. Mario Vargas Llosa, sin un buen conocimiento de su produc-
ción historiográfica, le pide a Pablo Macera una obra a la altura de
sus pretensiones juveniles. Podríamos decirle al crítico: allí tiene
los cuatro volúmenes de su Trabajos de historia. Gruesos y densos
volúmenes. Es cierto que no hay ese libro comparable a la Historia
de la República de Jorge Basadre, pero esto responde al estilo y op-
ción personales de Macera; su preferencia por el ensayo de investi-
gación, como muchos grandes historiadores en el mundo que fi-
nalmente han terminado influyendo más sobre las generaciones
siguientes que esas voluminosas obras que muy pocos leen y que
muchos citan.
      Hay otra cosa que Vargas Llosa no entiende: la elección de
Macera, por los motivos que sean, de correr la suerte de los que se




                                                                  155
quedan en este país. Con las pequeñeces, miserias, penurias y frus-
traciones que tenemos que cargar a cuestas. Este país, y la univer-
sidad nacional en particular, masacra y destruye a todos aquellos
que sobrepasan los 50 años. Pablo Macera ha enfrentado con ente-
reza esta realidad, de acuerdo con su propia estrategia intelectual.
Ser socialmente útil y un crítico comprometido con nuestro país
ha sido su elección. Aunque esta grandeza, por la mediocridad
imperante y por la voracidad de la crisis actual, termine produ-
ciendo precariedad, marginación y soledad en nuestro país.
                                                                      33
       16. La imagen nacional del Perú en su historia

Este breve ensayo tiene como finalidad discutir algunos aspectos
relacionados con la historia del nacimiento de la imagen del Perú
como nación. En realidad debería ser un ensayo sobre historia de
las mentalidades o de la formación de un imaginario nacional don-
de pueda percibirse la interacción creativa entre la realidad, el ima-
ginario y el trabajo intermediador de los historiadores, intelectua-
les y políticos. Los conceptos de nación, nacionalismo, sentimiento
nacional o conciencia nacional serán utilizados como instrumentos
de análisis y no como conceptos rígidos y bien establecidos.
      El título escogido tiene referencia con el seminario para el cual
este ensayo fue preparado, por eso lo conservaré y desde allí for-
mularé algunas preguntas que nos permitan estudiar y discutir los
hechos más significativos de este proceso. En consecuencia, trata-
ré de responder, entre otras, a preguntas como las siguientes: ¿Qué
es la nación dentro de la historia universal, dónde y cuándo surge?
¿Cuál es la simultaneidad entre la realidad y las imágenes en el
proceso de construcción de la nación peruana? ¿Cómo se ha cons-
truido esa imagen nacional en la historia peruana? ¿Quiénes han
sido los artífices de esta creación: el Estado, sus élites o sus mayo-
rías sociales? También me gustaría responder a la pregunta ¿Cuál
ha sido el significado de la creación de la nación peruana? Final-
mente, quiero referirme a la situación actual de Ecuador y Perú,
como naciones, en el contexto del mundo globalizado.

33
     Presentado por el autor en el seminario: «Ecuador-Perú, bajo un mismo sol»
     organizado por FLACSO-Ecuador y DESCO. Lima, octubre de 1998.




156
a. La nación moderna: una realidad y un modelo

Las naciones son relativamente modernas en el contexto de la his-
toria universal. Han surgido recién, aunque algunos puedan di-
sentir, en la Europa del último cuarto del siglo XVIII en reemplazo
de las viejas monarquías dinásticas y cuando se había agotado el
modelo medieval de la Oecumene Christiana que tenía pretensiones
de construir una sociedad homogénea y universal. La vieja co-
munidad cristiana europea, donde el latín, las dinastías reales y
la religión cristiana disolvían las diferencias regionales por efecto
de un largo proceso que se acelera en los siglos XVI y XVII, se frag-
menta hasta permitir el surgimiento de un mosaico de naciones
modernas, organizadas como repúblicas soberanas, con sus fron-
teras precisas, sus propias lenguas, historias, culturas y pobladas
por ciudadanos con iguales derechos.
     Federico Chabod, en su libro La idea de nación (1961), estudia
este proceso a través del análisis de la «idea» de nación, no tanto
de las realidades políticas, económicas o culturales; en los textos
de intelectuales de los siglos XVIII y XIX de Alemania, Francia e Italia;
tales como Herder, Rousseau, Mazzini y Mancini. El autor estable-
ce una estrecha relación entre el Romanticismo y la populariza-
ción de la idea de nación. Nos recuerda que el Romanticismo es
propio del siglo XIX y aparece como contrapartida a la Ilustración.
Mientras el primero enfatiza lo singular, la imaginación, los senti-
mientos, la fantasía, el individuo, el héroe; la Ilustración hace lo
propio con lo universal, las leyes sin fronteras, el pensamiento, lo
racional y la historia como obra de las colectividades y no de los
individuos.
     El libro de Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, cuya
edición original es de 1983, propone un concepto de nación y una
manera de explicar su origen. Es un libro diferente al de F. Chabod,
de mayores pretensiones, excéntrico a Europa, que basa el análisis
en el sudeste asiático y alude periféricamente a la experiencia lati-
noamericana del siglo XIX. Llama la atención su persistencia —por
el año de la publicación de este libro— en los países socialistas del
sudeste asiático, donde teóricamente la nación no tenía lugar, ni
sentido. Es un libro complejo en su organización, en el discurso y
en el tratamiento de los temas; es una entrada desde la cultura y el




                                                                    157
imaginario colectivo, donde —al parecer— se sitúa esa experien-
cia difícil de definir que se llama la nación, a la cual define como
una comunidad imaginada, inherentemente limitada y soberana.
     Comunidad implica una colectividad de individuos iguales,
solidarios y fraternos. Imaginada porque esa comunidad es fun-
damentalmente una realidad singular: cuando los miembros de
una colectividad la pueden imaginar entonces se convierte en
realidad. Limitada porque tiene fronteras precisas, que se defien-
den con la vida; y soberana porque el poder de sus gobiernos ema-
na de la voluntad general de sus ciudadanos que delegan el po-
der a sus gobernantes, quienes no obedecen a poderes extraños,
sino a esa voluntad general. Los dos libros coinciden en aspectos
fundamentales que interesan en este ensayo, entre ellos, que las
naciones emergen a fines del siglo XVIII e inicios del XIX; que el
concepto de nación tiene que ver más con cuestiones imaginadas
antes que con realidades materiales; que las naciones se constru-
yen, son «artefactos culturales», emergieron en Europa al final de
largos procesos, y luego se convirtieron en productos modulares
exportables.
     Nos interesa una constatación final: Chabod parece sostener
que este modelo no se exporta y Anderson —coincidiendo de algu-
na manera— sugiere que cuando no hay condiciones adecuadas en
los países receptores se termina «pirateando» el modelo y dando
vida a engendros peligrosos, lo que, según este autor, parece haber
ocurrido en América Latina. En Europa, ejemplo clásico, las nacio-
nes reemplazan a las anteriores sociedades del ancien régime, donde
los estamentos sociales mantenían a cada uno en su lugar, como
individuos diferentes e intransferibles, creando una sensación de
inalterabilidad. En las naciones modernas, las clases sociales re-
emplazan a los estamentos y se difunde la impresión de que todos
los ciudadanos son individuos iguales y que habitan, como dice
Anderson, comunidades limitadas geográficamente y políticamen-
te soberanas. En conclusión, las naciones se construyen en Europa
como desenlace de un largo proceso histórico, y luego esta forma de
convivencia colectiva se convierte en un esquema modular que se
exporta a otras partes del mundo y en particular a América Latina
entre 1810 y 1825.




158
b. La idea de patria en el Perú

La idea de «patria» es muy antigua y constituye arqueología pre-
via, mezcla de sentimientos, creencias, solidaridades que confor-
man lo que Eric Hobsbawm llama «protonacionalismo popular»,
lo que precede y facilita el surgimiento de la «comunidad imagina-
da nacional». Con frecuencia se confunde la idea de «patria» con
la idea de «nación», y por eso algunos historiadores peruanos,
asimilando ambas nociones, encuentran los orígenes de la nación
peruana en las primeras altas culturas indígenas que existieron en
el período anterior a la llegada de los europeos. Otros, más mode-
rados y conscientes de lo que en la modernidad se entiende por
nación, convierten al Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), cro-
nista mestizo, quien nació en el Cusco y vivió gran parte de su vida
en España, en el fundador de la idea de nación en el Perú, por
ciertos escritos del cronista, como por ejemplo, cuando dice en 1587,
en la dedicatoria al monarca español de su traducción de los Diá-
logos de amor de León Hebreo, «Que mi madre, la Palla doña Isabel,
fue hija del Inca Gualpa Tupac, uno de los hijos de Topac Inca
Yupanqui y de la Palla Mama Ocllo, su legítima mujer, padre de
Huayna Capac Inca, último rey que fue del Perú». Para luego agre-
gar, «También por la parte de España soy hijo de Garcilaso de la
Vega, vuestro criado, que fue conquistador y poblador de los Rei-
nos y Provincias del Pirú». Con estas palabras, según algunos,
resumía los orígenes mestizos del Perú moderno; haciendo de su
biografía personal, la biografía de toda una colectividad, la «na-
ción peruana».
     El Inca Garcilaso de la Vega indudablemente era un mestizo
biológico, hijo de una mujer indígena y de un capitán español, y
afirmaba, con evidente sustento en el proceso real de la historia, que
su patria que antes se llamaba Tahantinsuyo, los españoles la bau-
tizaron como el virreinato de Nueva Castilla y que finalmente sus
habitantes lo comenzaron a llamar Pirú, o Perú como se dice actual-
mente. Pero lo que describe este cronista es la metamorfosis de la
vieja noción de patria, en cuyos inicios algunos historiadores pue-
den encontrar equivocadamente la etapa fundacional de la nación
peruana y confundir así un proceso de fusión de razas, culturas y
sensibilidades, con lo que más tarde será la invención de un «arte-




                                                                 159
facto cultural» como la nación peruana. Entonces, lo que se suele
hacer es confundir la noción de «patria» con la de «nación moder-
na»: el Inca Garcilaso de la Vega cuando se refiere al Perú habla de
su «patria», del lugar donde había nacido y cuando utiliza la pala-
bra «nación» —en muy pocas oportunidades— lo hacía pensando
en sus orígenes étnicos, en sus afinidades familiares, en su restringi-
da comunidad de parientes incas o cusqueños.
      Sin embargo, si queremos indagar más sobre la construcción
de la «imagen» del Perú como una realidad singular, única, pode-
mos referirnos a varios cronistas españoles de la segunda década
del siglo XVII, quienes expresan iniciales sensibilidades criollas que
aparecen tímida y furtivamente en los textos del Inca Garcilaso,
entendiendo lo criollo, en este caso, como la identificación de los
españoles nacidos en los Andes con un nuevo mundo original,
distinto del mundo peninsular, pero no menor, ni inferior, sino
poseedor de sus propias bellezas y bondades. Esto lo encontramos
en el Memorial de las historias del Nuevo Mundo Pirú (1630) de F.
Buenaventura de Salinas y Córdoba, quien «[...] dedica buena par-
te de su obra, en particular seis capítulos de su segundo discurso,
a la exaltación de su patria, bien es verdad reducida al oasis lime-
ño mientras que el resto del país sólo es evocado de una manera
lejana, alusiva y en ningún caso geográfico» (LAVALLE 1988: 112).
Algo semejante encontramos en la obra de su hermano F. Diego de
Córdoba Salinas, Crónica franciscana del Perú y su teatro de la Santa
Iglesia metropolitana de Los Reyes (1635-1650) y en otros cronistas
conventuales de estas décadas iniciales del siglo XVII. Pero, habrá
que esperar el siglo XVIII para que estas ideas criollas se manifiesten
con mayor nitidez y busquen definir el territorio colonial de Nueva
Castilla como un territorio sui géneris, original, diferente de la me-
trópoli, con sus propias plantas, animales, paisajes, hombres y
una historia propia.
      En los textos del jesuita Juan Pablo Vizcardo y Guzmán (1748-
1798), escritos en los años 1780, y con mayor nitidez en su famosa
Carta a los españoles americanos, escrita en 1791 y publicada en 1799,
es donde se empieza a esbozar la idea de «patria» soberana, pobla-
da por ciudadanos con iguales derechos y conducida por criollos,
independientemente de una metrópoli extranjera. Estas mismas
ideas, aunque quizá de manera más embrionaria, se elaboraron en




160
la Sociedad Académica de Amantes del País (1791-1795) y en los
estudios de los colaboradores más destacados de la revista de esta
sociedad, el Mercurio Peruano, como José Baquíjano y Carrillo,
Hipólito Unanue, Toribio Rodríguez de Mendoza y Jerónimo Diego
Cisneros, que insinuaban nítidamente la idea de una patria inde-
pendiente o soberana.
     David Brading, parafraseando y citando a Vizcardo y Guzmán,
nos dice: «Era una blasfemia imaginar que el Nuevo Mundo hubie-
se sido creado para el enriquecimiento de “corto número de píca-
ros imbéciles” llegados de España. Había sonado el momento his-
tórico en que los españoles de América debían unirse para liberar
al Nuevo Mundo de la tiranía española y crear “una sola grande
Familia de Hermanos”, unidos en la busca común de la libertad y
la prosperidad» (BRADING 1991: 576). Vizcardo y Guzmán, polemi-
zando con Raynal, Robertson y Ulloa, describe una América his-
pana como una región próspera y a los indígenas como una «raza
laboriosa, que se ocupaba de la agricultura y el tejido» (BRADING
1991: 577); elogia a los incas y por supuesto a los criollos; no cen-
sura la rebelión de Túpac Amaru (1780-1781), pero no la elogia,
situándose así en los límites del discurso criollo como lo indica
Brading: «El que definiera el Nuevo Mundo y no al Perú como su
patria, el que se dirigiera a los criollos y no a todos los habitantes
de la América española, el que se remontara a Las Casas y Garcilaso
en busca de textos precedentes, y el que guardara silencio acerca
de Túpac Amaru: todo esto indicó el carácter peculiarmente ambi-
guo de su empresa ideológica» (1991: 581).

c. Etapas en la construcción de la nación peruana

Me referiré sobre todo a la construcción de la imagen de nación en
el imaginario peruano de los siglos XIX y XX, pues la naturaleza de
esta ponencia no me permite hacer una discusión técnica y minu-
ciosa para detectar la existencia de esta «imagen nacional», la mis-
ma que supondría el análisis de la narrativa literaria, los periódi-
cos y los discursos políticos de estos dos siglos, al igual que las
transformaciones económicas, políticas y sociales que crean las
estructuras materiales nacionales. Me limitaré, en este caso, a pre-
sentar las «imágenes de nación» que las élites urbanas, principal-




                                                                 161
mente limeñas, crearon, difundieron y convirtieron en ideología
oficial de Estado para así construir la nación desde arriba, desde
el Estado.
     La primera imagen, la «nación criolla», tiene un largo recorri-
do colonial y es una de las herencias hispánicas que los criollos
adoptaron de manera casi universal luego de la Independencia. La
ideología colonial, producto de los afanes españoles por gobernar
mejor a los indígenas, consideraba que la occidentalización/
cristianización había sido un éxito. La meta era liquidar lo indíge-
na, en tanto no-cristiano, e imponer lo occidental, lo cristiano con
todas sus implicancias y concomitancias «civilizadoras». Esta
occidentalización aparecía como inevitable y los criollos la asu-
mieron a plenitud, como una medida natural y progresiva, benefi-
ciosa para todos los «ciudadanos» dentro de un programa homo-
geneizador. Luego surgirá la imagen de «nación mestiza», cuando
se comienza a admitir que lo nacional es un producto nuevo, en-
cuentro de lo indígena y lo occidental, no un producto aculturado,
sino sincrético. El último paso será la «nación múltiple», que im-
plica el reconocimiento de que lo indígena no está muerto, ni obso-
leto, sino que son vitales, activos dentro de la «nación moderna».
Lo indígena y lo occidental, sea lo tradicional y lo moderno, cons-
truyen un producto mestizo que rescata lo tradicional a través de
lo moderno. Esta nación múltiple construye su índice, como lo in-
dica Raúl Romero (1990), a través de una dialéctica muy especial,
donde lo moderno promueve lo tradicional y permite que marca-
dores propios de las identidades regionales contribuyan progresi-
vamente a la construcción de una identidad realmente nacional.

d. Independencia (1821-1824)

Hay una gran discusión sobre este tema. Algunos, como ya indica-
mos, encuentran los orígenes de la nación peruana en épocas muy
remotas; pero una buena mayoría considera que la nación aparece
con la Independencia criolla de 1821. Así tenemos que teóricamen-
te, desde la perspectiva de los patriotas criollos, el modelo nacio-
nal se instala en el Perú con la proclamación de la Independencia
el 28 de julio de 1821; según el general José de San Martín, todos los
indios, antes considerados súbditos del Rey, comienzan a llamar-




162
se «peruanos» y adquieren el estatus de ciudadanos con derechos
plenos. El Perú paralelamente se convierte en una nación sobera-
na, independiente de España y con un gobierno que responde a la
voluntad general del pueblo. Los elementos fundamentales de la
definición ensayada por Benedict Anderson parecen encarnados
en la organización política que emerge de la batalla de Ayacucho
(9 de diciembre de 1824), con la que culmina la independencia del
Perú y de los demás países latinoamericanos.

e. La «nación criolla» (1827-1883)

Sin embargo, luego de San Martín y Bolívar (1821-1826), la nación
peruana parece más bien una «república criolla» que niega los
derechos de las mayorías indígenas y no una nación moderna que
consagra los derechos de la totalidad de la comunidad. Hay super-
vivencias del ancien régime andino que impide a los criollos pensar
al Perú como una nación moderna. Así por ejemplo, una política
fiscal de tipo colonial que subsiste con una denominación diferen-
te, pero que, como antes, recae fundamentalmente en los indíge-
nas. Más aún, esta república criolla parece construirse solamente
para los criollos, negando la universalización de los derechos ciu-
dadanos en el país: son ellos quienes consideran y reclaman ser
los verdaderos dueños de las nuevas repúblicas, sin otorgar los
mismos derechos a las poblaciones indígenas. Es decir, la nación
aparece solamente en el imaginario de los criollos, como una ver-
dad a medias, y por eso Anderson sugiere que el modelo «se pira-
teó» en América Latina.
     También es evidente que se expande el gamonalismo, un sis-
tema que consagra a los criollos como los propietarios terrate-
nientes y a los indígenas como siervos o propiedad de hacenda-
dos. Los criollos son quienes están detrás del primer militarismo
(1827-1868), hasta que se produjo el advenimiento del Civilismo,
época en que se impulsa un proceso de secularización y moderni-
zación del Estado y de la sociedad peruana.

f. Guerra y crisis de identidad (1879-1890)

Sin lugar a dudas que la derrota militar frente a Chile (1879-1883)
profundiza la crisis económica, social y política en el Perú. Los



                                                              163
yacimientos de guano habían perdido ya su deslumbrante riqueza
a fines del gobierno de Manuel Pardo (1876) y habían aparecido
sustitutos al guano, como el salitre de los desiertos del sur. Estas
riquezas pasaron a manos de los chilenos después de la guerra. El
Perú queda, como consecuencia de la derrota militar y de una mala
conducción de las finanzas en la época del guano (1845-1872),
postrado económicamente y sin un proyecto de desarrollo econó-
mico para el futuro inmediato.
     La crisis política se manifiesta en un duro enfrentamiento en-
tre civilistas y pierolistas a tal punto que, esta disidencia política
central, multiplica las pugnas que terminan facilitando la victoria
militar chilena. Pero esta polémica política e intelectual desenmas-
cara una profunda crisis social que estaba desencadenando fuer-
zas entrópicas y centrífugas que ponían en riesgo la existencia
misma del Perú. Todos se preguntaban ¿Por qué perdimos la gue-
rra? ¿El caos del militarismo, producto de la Independencia y de
gobiernos controlados por ignorantes caudillos militares, era el
responsable de la derrota? ¿El fracaso de la política económica en
la época del guano tenía responsabilidad? ¿Qué papel jugó el fra-
caso del Civilismo y la ausencia de una inteligente política mi-litar
peruana? Muchas preguntas a las cuales interesa responder, espe-
cialmente a la primera. Para esto, la discusión necesariamente des-
bordó el ámbito del gobierno y de las políticas gubernamentales,
para buscar respuestas en el análisis del conjunto de la sociedad y
esa delicada relación entre mayorías y sus élites.
     Sin embargo, los indígenas, rebautizados como «peruanos»
desde la Independencia de 1821, continuaban bajo un régimen
colonial, pero ya sin la protección de una legislación hispánica
que los consideraba como personas de segunda categoría. El indí-
gena aparece como un personaje desafortunado en la narrativa
indigenista de la segunda mitad del siglo XIX, explotado por los
criollos, las autoridades políticas (que representaban al Estado) y
por los párrocos (que representaban a la Iglesia). En este siglo no
habrá ningún Túpac Amaru, ni ninguna de sus manifestaciones
acompañantes. Se evidencia el ocultamiento del indio. El Inca
Garcilaso de la Vega es duramente criticado y desautorizado por
los intelectuales criollos de esta época.




164
Manuel González Prada (1844-1918), hijo de criollos, había
estudiado en Valparaíso (Chile) y en el Convictorio San Carlos
(Lima). Estudió ciencias, pero muy pronto se incorporó a las activi-
dades agrícolas (1870); posteriormente participó en las filas del
ejército reservista peruano en la 1.ª Compañía del batallón N.° 50,
en la batalla de Miraflores (15 de enero de 1881). Luego de esta
derrota se recluyó en la quietud de su hogar limeño hasta que el
invasor abandonara la capital. Toda esta terrible cotidianidad lo
preparó para convertirse en uno de los críticos tenaces de la derro-
ta y en gran inquisidor para formular las más delicadas preguntas
y respuestas sobre este trágico acontecimiento del siglo XIX. Como
presidente del Club Literario (1885) inició su labor a través de dis-
cursos y artículos denunciando la corrupción, la falsa postura de
los políticos e inspirando la conversión de su club en una agrupa-
ción, la Unión Nacional (1891), con postulados políticos radicales,
de raigambre anarquista. En resumen, se podría afirmar que este
intelectual denuncia el fracaso de la República Criolla, la ausencia
de la idea de nación en el Perú y el abandono de las mayorías so-
ciales. Estamos frente a una eclosión nacionalista que parece dar
la razón a Eric J. Hobsbawm cuando afirma (1992) que el naciona-
lismo precede y contribuye a la construcción de la nación. Esta
afirmación permite entender mejor el Perú de estos años: existía un
«nacionalismo» en ascenso que denunciaba la ausencia de la «na-
ción peruana», como una carencia que debilitaba a la República.

g. La «nación mestiza» (1895-1919)

Los criollos, cuando discutían el aciago destino del Perú, compli-
cado dramáticamente por la dilapidación de la riqueza del guano
y la derrota militar frente a Chile, señalaban que la ausencia de
una conciencia nacional en el Perú había conducido a la derrota.
¿Quiénes eran los culpables de ésta? Algunos responsabilizaban a
las élites y los acusaban de haber marginado a los indígenas de los
beneficios del nuevo orden republicano, congelándolos en un tiem-
po colonial que no les permitió desarrollar una solidaridad con la
patria peruana frente al enemigo extranjero. Por el momento, no me
interesa discutir la presencia o ausencia de conciencia nacional en
las mayorías peruanas de la época, sean campesinas o citadinas,




                                                                165
sino que la traigo a consideración como una forma de constatar
que todos coincidían en lamentar la ausencia de conciencia y ac-
titud nacionales. Todos parecían coincidir en que era necesario
construir la nación integrando al indígena. El esquema nacional
donde la ciudadanía integraba a todos dentro de la comunidad
nacional era considerado una organización mejor y más justa. Esta
nación, donde la herencia hispánica y la religión católica estaban
en la base, debía ser mestiza, cultural y racialmente. No había pu-
rezas absolutas, sino mezclas y un producto nuevo, el Perú híbrido
y moderno.
      La obra de José de la Riva-Agüero (1885-1944), historiador y
uno de los más brillantes intelectuales criollos del siglo XX, autor
de un penetrante estudio, La historia en el Perú (1910) donde recorre
el proceso de construcción de la historia en el Perú desde los pri-
meros cronistas hasta los historiadores del siglo XIX, es uno de los
mejores testimonios de este esfuerzo por inventar el Perú mestizo,
el país de todas las sangres mezcladas. Así como recorre el proceso
histórico peruano, realiza, con similar intención, un recorrido por
el territorio peruano (1911); de Lima a Cusco, la tierra de los incas,
para descubrir el Perú; su complejidad, sus partes olvidadas y rele-
gadas, y fundamentalmente para recordar que el indio —gran cons-
tructor de un esplendor pasado— había quedado congelado en el
tiempo y que había que rescatarlo e incorporarlo dentro de la na-
ción peruana. Es memorable su «Elogio del Inca Garcilaso de la
Vega» (1916), pronunciado en la Universidad de San Marcos al
recordarse el tercer centenario de la muerte del gran cronista mes-
tizo. Aquí presenta al Inca Garcilaso como el paradigma del Perú
moderno, un mestizo cultural y biológico, con enorme fuerza de
originalidad y creatividad.

h. La «nación» como problema

La discusión sobre la naturaleza nacional del Perú se desarrolla
durante casi todo el gobierno de Leguía, llamado también el On-
cenio o el gobierno de la «patria nueva», en oposición a la «patria
vieja» de aquellos que habían gobernado en el período inmedia-
tamente anterior de la República Aristocrática. Este gobierno de
Leguía, en primer lugar, significó el fin del dominio Civilista que
controló, sin interrupción, el gobierno durante el largo período de



166
1895 a 1919. Al inicio de la «patria nueva» se produce una suerte
de desembalse de las presiones populares, a tal punto que en 1920
se aprueba una nueva Constitución donde los derechos de los in-
dígenas aparecen restituidos luego de un gran interregno que se
había iniciado en 1821, con el acceso de los criollos al gobierno.
Leguía, que respondía a las presiones populares y al discurso de
los políticos y de los intelectuales de la época, aparece como el
benefactor de las poblaciones indígenas, el Wira kocha, el que les
devolvía su dignidad, sus derechos sociales, políticos y la propie-
dad de la tierra conculcada por anteriores Constituciones criollas.
     En consecuencia, y de manera muy sucinta, se puede decir
que los cambios más importantes que se producen en este perío-
do son los siguientes:

   • La nueva Constitución de 1920, que reconoce la existencia
     de las comunidades indígenas y les otorga un respaldo ju-
     rídico.
   • Las rebeliones indígenas del sur andino (1920-1923) llevan
     a la formación del Patronato de la Raza Indígena, una ins-
     titución oficial del Estado para la solución de los proble-
     mas de los indígenas; también impulsan las organizacio-
     nes indígenas como la Asociación Pro Derecho Indígena
     Tahuantinsuyo, conformada por los mismos indígenas que
     transforman sus viejas organizaciones reivindicativas en
     modernos organismos de lucha política para reivindicar el
     derecho de ciudadanía de los indígenas.
   • El inicio de la «patria nueva» significará el fin del Civilismo
     y de la oligarquía terrateniente que provenía de la explota-
     ción y comercialización del guano (1845 y 1874) y que se
     había convertido en la dueña de las haciendas costeñas y
     andinas.
   • El primer indigenismo. El descubrimiento del indio, su his-
     toria, sus plantas, sus animales, su derecho, su medicina,
     su cultura y la necesidad de incorporarlo como parte de la
     nacionalidad peruana. El indio y sus artefactos culturales,
     así lo sostenían intelectuales socialistas como José Carlos
     Mariátegui (1894-1930), permanecen en su singularidad y
     autenticidad, sin haberse diluido en el mestizaje tan defen-
     dido por José de la Riva-Agüero; había que respetarlos, con-



                                                               167
servarlos y promoverlos como parte de la nación peruana.
      El Perú debe ser indio, decía Mariátegui, si quiere ser una
      nación.
    • La discusión del problema nacional. Lo anterior desembo-
      ca lógicamente en una gran discusión sobre la nación pe-
      ruana: ¿Cómo integrar a los indígenas? El Perú era consi-
      derado un país indígena, pero evidentemente no era sola-
      mente indígena, sino mayoritariamente indio. Entonces,
      ¿cómo definir a la nación peruana? ¿Por sus mayorías in-
      dias? De esta manera, los indígenas adquieren una gran vi-
      sibilidad y el problema de la nación peruana, antes consi-
      derado simplemente como una nación mestiza, se vuelve
      más complejo y casi imposible de solucionar dentro de los
      conceptos de una nación homogénea y nacional.

i. El Perú, una «nación múltiple» (1960-1990)

El proceso anterior conduce a la Reforma Agraria de 1969 y a la
crisis final de la oligarquía peruana, a las grandes migraciones
internas y al crecimiento de las ciudades costeñas. La reforma agra-
ria populariza la imagen de Túpac Amaru II, aquel héroe indígena
del siglo XVIII, y aparece la idea de la «utopía andina». Las tres
décadas anteriores, 1930 a 1959, constituyen un paréntesis por el
ascenso del Tercer Militarismo que restituye, solamente en parte, el
poder a la vieja oligarquía y produce paralelamente la invisibilidad
del problema del Perú como país andino. La búsqueda de las raí-
ces andinas del Perú se refugia en las excavaciones arqueológicas
de Julio C. Tello, antropológicas de Pedro Weiss y etnohistóricas
de Luis E. Valcárcel. El problema del Perú como nación indígena se
vuelve un problema de discusión académica y los frutos serán so-
bresalientes. Todas las evidencias acumuladas mostraban que his-
tórica, antropológica y etnohistóricamente la presencia creadora
del indígena peruano había sido fundamental en la construcción
de lo que ahora se llamaba la nación peruana.

j. Lo central en la construcción de la nación peruana

La comunidad nacional peruana se ha construido descubriendo,
reivindicando y otorgando la condición ciudadana a las mayorías



168
indígenas. Este ha sido el mecanismo fundamental para construir
a la nación peruana, cumplir lo que San Martín proclamó el 28 de
julio de 1821, que los «indios» comenzaban a llamarse «peruanos».
En este proceso han intervenido el Estado, los intelectuales y la
sociedad civil en general. Tenemos el ejemplo de la «patria nueva»
leguiísta, la obra de J. C. Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre
y el trabajo de las organizaciones indígenas. El Estado ha interve-
nido también a través de la creación de una normatividad jurídica
y dispensando una nueva justificación política y económica a los
miembros de la comunidad peruana.
      Los intelectuales, reinventando la historia del Perú y hacién-
dola más antigua: «La antigüedad —como diría Anderson— es la
consecuencia de la novedad». La nación logra su autenticidad y
legitimidad inventando una ficticia antigüedad y por eso se busca
los orígenes de la nación en el discurso del Inca Garcilaso de la
Vega, y no tanto en los textos de Manuel González Prada y J. C.
Mariátegui. Este proceso, conocido también con el nombre de «in-
vención de tradiciones», convierte lo nuevo en antiguo para crear
una patria histórica. El proceso de individuación se acelera duran-
te los momentos dramáticos de la historia peruana; como es el caso
de la guerra con Chile, cuando es necesario buscar explicaciones
de la derrota y señalar a los culpables de los desastres. Se decía que
se perdió la guerra porque no todos se sentían peruanos, compro-
metidos con el Perú decididos a ofrendar sus vidas por esa ficción
que podemos llamar la nación peruana. De manera específica, se
consideraba que la fidelidad de los indígenas a los caudillos antes
que a la nación en abstracto, era más nociva que la carencia de un
armamento moderno y de un ejército debidamente organizado y
disciplinado.

k. Significado de la creación de la nación peruana

La casi totalidad de estudios recientes sobre la nación, el Estado-
nación y sus concomitantes están de acuerdo en que esta organiza-
ción surge a fines del siglo XVIII; con la revolución política en Fran-
cia y la disolución del ancien régime, y la agonía de los gobiernos di-
násticos en Europa. En esto coinciden, como ya hemos advertido,
F. Chabod y B. Anderson; aunque otros parecen alejarse de esta




                                                                  169
cronología. Por eso me interesa, para terminar este ensayo, mencio-
nar a Douglas C. North y Robert P. Thomas, quienes en su libro
Nacimiento del mundo occidental (1978) proponen que la «nación-
Estado», en reemplazo del «Estado medieval», pequeño, débil y
fragmentado, surge en el siglo XIV en Europa. La afirmación, ahora
en 1999, parece bastante disonante y heterodoxa, aunque con ar-
gumentos que me gustaría comentar. Estos autores consideran, por
ejemplo, que el asombroso desarrollo de Occidente entre los años
900 y 1700, a través de «La evolución hacia un Estado nacional
—suscitada por una economía de mercado en expansión— estuvo
en la base de todas las transformaciones [...]. Por razones de efi-
ciencia el señorío tuvo que crecer para convertirse en una comuni-
dad, en un Estado; y para sobrevivir, el Estado necesitaba unos
ingresos fiscales muy superiores a los que podían obtenerse de las
tradicionales fuentes feudales. Había que fomentar, incremen-
tar, extender el comercio para aportar al jefe del Estado ingresos
fiscales» (1978: 28).
      Por lo tanto, el desarrollo del comercio y el incremento conse-
cuente de las rentas conducen a la emergencia de un Estado nacio-
nal, más grande, más respetado y capaz de imponer las reglas de
juego a la totalidad de sus habitantes, sean humildes o poderosos.
Este proceso lo consideran central en la explicación del nacimien-
to del mundo occidental: «El segundo de los principales cambios
institucionales de los siglos XIV y XV fue el desarrollo de las nacio-
nes-Estado, que rivalizarían con las ciudades-Estado y finalmente
las eclipsarían. En este proceso, la proliferación de baronías feuda-
les, principados locales y pequeños reinos, típicos de la Alta Edad
Media, dejaron paso a naciones como Inglaterra, Francia, y los
Países Bajos» (1978: 130). Lo interesante es que estos autores si-
túan el surgimiento de la nación-Estado en un siglo de crisis, el XIV,
como una respuesta institucional al reto malthusiano: «El proceso
más destacable fue la aparición de la nación-Estado. Nacidas en
medio de la actividad bélica. Creadas por intrigas y traiciones, las
testas coronadas parecían adaptarse más a los rasgos típicos de
los jefes de mafias que a las características con que adornaría John
Locke a los reyes un siglo más tarde» (1978: 141). Parece ser que
North y Thomas hablan fundamentalmente del Estado, aquel que
se acerca al Estado absolutista que alcanzará su apogeo en el siglo
XVII. Lo que me interesa destacar es que estos autores consideran el




170
Estado-nación como un artefacto institucional creado en un siglo
de crisis, una organización eficaz que promueve el desarrollo y
dispensa una mayor justicia social. Ésta es una apreciación técni-
ca para evaluar uno de los elementos constitutivos de la nación: el
Estado. Entonces la nación-Estado es un avance en la construc-
ción de organizaciones más eficientes y desde esta perspectiva, la
nación-Estado es un reflejo de los cambios económicos y políticos
de las sociedades que, lógicamente, no se pueden exportar, ni im-
provisar, sino que surgen como consecuencia de largos y dramáti-
cos procesos. No quisiera discutir la certeza cronológica de la afir-
mación de North y Thomas, lo que sí me interesa es señalar el
significado que tiene la aparición de la nación-Estado en la promo-
ción del desarrollo y la eficiencia económica. El Estado nacional,
entonces, es un avance técnico, institucional, económico, político y
finalmente social: todos parecen beneficiarse al incrementarse el
producto per cápita y hacer coincidir la tasa de beneficio privado
con la tasa de beneficio público. Quizá, por esta necesidad de ma-
duración interna, fracasó la implantación del modelo nacional con
la Independencia de 1821 y fue necesario esperar un largo período
donde se suceden la nación criolla, la nación mestiza, hasta llegar al
Perú múltiple de la actualidad. Este proceso resume la construc-
ción de la nación peruana en los dos últimos siglos.
     El Perú actualmente puede ser considerado como una «comu-
nidad imaginada inherentemente limitada y soberana» porque sus
diversas características se ajustan bien a la definición conceptual
de Anderson. Se ha convertido en una comunidad a través de un
complejo proceso de ciudadanización de sus mayorías sociales:
Éste ha sido el elemento central del proceso, la transformación del
indio en peruano, y finalmente la ciudadanización de la mayoría
de peruanos. A medida que la nación real se universaliza, la ima-
gen nacional del Perú aparece en el imaginario nacional, sea cons-
truida a través de mecanismos orales, escritos, o por la acción polí-
tica de los gobiernos. La capacidad de imaginarse como peruano,
en la simultaneidad del tiempo es más evidente ahora: se pone de
manifiesto por la adquisición de una mayor capacidad de pensar-
se a sí mismos como peruanos pertenecientes a una comunidad y
viviendo simultáneamente. El país es sentido también con límites
precisos y dirigido por un gobierno soberano sin las viejas atadu-
ras coloniales.



                                                                 171
17. Los Annales y la historiografía peruana (1950-1990):
                                      34
                   Mitos y realidades

La escuela histórica de Annales, evidentemente, es parte integrante
de la historiografía francesa del siglo XX. Una historiografía nacio-
nal tan heterogénea, rica en matices y plena de tendencias contra-
puestas, unas modernas y otras sumamente tradicionales. Por lo
tanto, es necesario entender a la Escuela de Annales dentro de esta
historiografía nacional, como producto de ella, como una tenden-
cia modernizante que luego se volverá dominante hasta aparecer
como la misma historiografía francesa. Por otro lado, es necesario
indicar que esta escuela se debe entender también dentro de la
dinámica evolución cultural, intelectual y política de Francia en el
presente siglo. Esto se puede deducir muy bien del breve ensayo de
Fernand Braudel, «Mi formación como historiador» (1991), donde,
como actor y como testigo, analiza esta evolución.
      Es indudable la influencia del filósofo Henri Berr y su Revue de
Synthese Historique para el período 1890-1920 aproximadamente.
Una influencia que provenía desde fuera de los ámbitos universi-
tarios, lejos de los programas de estudios de las escuelas de histo-
ria en las universidades y más bien promovida e impulsada a tra-
vés de una revista heterodoxa y de una activa tertulia intelectual:
«La Revue de Synthese no son únicamente artículos, y muy a menu-
do hermosos artículos que todavía hoy causan placer al releerlos;
la Revue son también y más todavía, reuniones, conversaciones,
                                               35
intercambios de informaciones y de ideas». Esta labor nos hace
recordar el proselitismo intelectual que Benedetto Croce y Federico
Chabod desplegaron en Italia casi en el mismo período, hasta el
punto de sacrificar sus propias investigaciones (BRAUDEL 1991: 23).
      El esfuerzo de H. Berr, desde su Revue y su tertulia, que apun-
taba a promover y fomentar la convergencia de las ciencias socia-
les, los estudios de síntesis, tendrá una concreción exitosa con la
34
     Ponencia presentada en el coloquio internacional Los Annales en América Latina
     organizado por FLACSO-Sede México y la División de Estudios de Posgrado de la
     Facultad de Economía de la UNAM. México, del 18 al 22 de octubre de 1993. La
     versión original de esta ponencia ha sido publicada en la revista Eslabones,
     México, enero / junio 1994: N.° 7. La versión que ahora se publica ha sido
     corregida y ligeramente aumentada.
35
     Fernand BRAUDEL, Escritos sobre la historia. Barcelona: Alianza Editorial, 1991.
     En especial ver el capítulo aludido «Mi formación como historiador».




172
fundación de la Revue Annales por Marc Bloch y Lucien Febvre en
1929. Una revista editada desde una universidad francesa de pro-
vincia, la Universidad de Estrasburgo, que profundizó la ruptura,
se situó en el campo específico de la historia y, a la vez, pasó de las
discusiones teóricas, abstractas y filosóficas al análisis de temas
más concretos y empíricos.
      Los animadores de la revista, Marc Bloch y Lucien Febvre,
desde que se conocieron (1919) hasta la muerte del primero (1944),
durante 25 años de fecundo trabajo compartido, dieron ejemplo de
coincidencia, intercambio de ideas y de colaboración intelectual
por encima de cualquier discrepancia personal.
      No quisiera ingresar a los pormenores de la Escuela de
Annales, sino limitarme a lo esencial y a los rasgos, hechos y carac-
terísticas de esta escuela que me interesa tomar en cuenta para
analizar luego su influencia en un sector de la historiografía pe-
ruana más reciente.
      En resumen: una revista, una tertulia informal, un espíritu
iconoclasta (en relación con la historia tradicional), una actitud
herética (respecto a las teorías liberal o marxista), una convicción
científica globalizante y un acercamiento sistemático al proceso
intelectual, científico y cultural de Francia de la época, podrían ser
los rasgos esenciales de la denominada Escuela de Annales y los
que más me interesan en este caso. El espíritu iconoclasta se culti-
vó desde los años de H. Berr y se manifestó como una crítica aguda
a la denominada historie èvenementielle; al relato histórico que pri-
vilegiaba la historia política, de los acontecimientos, del papel de-
cisivo jugado por los grandes hombres, la descripción de las bata-
llas militares o las agitaciones nerviosas de la sociedad civil.
      La Escuela de Annales prefirió el estudio y análisis de las fuer-
zas ocultas, de mediano y largo plazo, que explicaban los aconteci-
mientos de muy corta duración. La actitud herética es posible en-
contrarla en lo metodológico y en lo político: los fundadores de
Annales fueron reacios al dogmatismo teórico y promovieron lo
que empezaron a denominar una historia total, que incluyera lo
social, lo económico, lo político e incluso las actitudes mentales.
Los herederos de esta escuela, los que tomaron la conducción de la
revista a partir de 1968, sufrieron el desencanto político del marxis-
mo y por eso no tuvieron ningún problema en acercarse a otras
teorías, como el estructuralismo, por ejemplo. En general, podemos



                                                                  173
decir que los historiadores de esta escuela bebieron en muchas fuen-
tes teóricas, pero en ninguna de manera exclusiva y lógicamente no
cayeron en el dogmatismo y utilitarismo político de la historia, ni
en el discurso con fuerte implicación ideológica. Además, es nece-
                                                       36
sario indicar que, tal como lo hace Jacques Le Goff, la revelación
de las realidades del estalinismo y la avasalladora presencia mili-
tar soviética en Europa del Este llevaron a los jóvenes historiadores
comunistas franceses de los años 50 a interrumpir la militancia
política, a alejarse del marxismo dogmático y a acercarse de manera
muy sistemática, y a la vez burocrática, a la llamada Escuela de
Annales. Salvo algunas raras excepciones, como la de Georges Duby,
que se consideraron parte de esta corriente historiográfica, pero sin
                                                             37
renunciar a los principios fundamentales del marxismo.
      La convicción científica globalizante que se manifiesta desde
la etapa preannales anterior a 1920, lógicamente con la influencia
de Henri Berr, permite ya en los años 20 un acercamiento más
refinado a la geografía, la economía, la sociología, la psicología, la
lingüística y finalmente a la antropología. Bastaría recordar los
libros Les rois thaumaturges (1924) y Martin Luther. Un destin (1927)
de Marc Bloch y Lucien Febvre, respectivamente, para entender
este proceso. En los años 30 y 40 la revista privilegia lo económico,
para más tarde —desde los años 50, específicamente— abrirse a
las otras ciencias sociales y al estudio de lo social, lo cultural y lo
humano en general. Para luego, en su última etapa, la actual,
aproximarse a la historia de las mentalidades y de las relaciones
de género. Esta convicción científica globalizante, cultivada gra-
cias a su independencia política, permitió a esta escuela una reno-
vación constante y permanente. Así pudieron enriquecerse con la
vecindad al marxismo, al funcionalismo y al estructuralismo, pero
sin encerrarse en ninguna de esas denominadas teorías sociales o
escuelas de pensamiento.
      Esta convicción, además, les permitió involucrarse, nutrirse y
relacionarse estrechamente con el desenvolvimiento de las tradicio-
nes —para no decir teorías, ni escuelas— intelectuales, culturales
36
     Esto lo encontramos ampliamente descrito en su ensayo «L’appetit de l’histoire».
     En el libro colectivo Essaks d’ego-histoire, París, Gallimard, 1987, pp. 173-239.
37
     G. DUBY, La historia continúa. Madrid, Debate, 1992. El autor, de manera
     testimonial, muestra los pormenores de su itinerario intelectual y a través de la
     Escuela de Annales.




174
y científicas francesas del siglo XX: ¿qué representante de la Escue-
la de Annales no había leído y asimilado los libros más importan-
tes de Emile Durkheim, François Simiand, Marcel Mauss, Maurice
Halbwachs, Lucien Goldmann, Michel Foucault, Jacques Lacan,
Jean-Paul Sartre y Claude Lévi-Strauss? Para mencionar sólo unos
nombres, excluyendo injustamente a geógrafos, economistas y filó-
sofos que también influyeron poderosamente en los historiadores
de esta escuela. Esta suerte de libertad para «visitar», como solía
decir F. Braudel, las otras ciencias sociales, enriqueció a la Escuela
de Annales, a tal punto de dominar la historiografía francesa,
opacando —de alguna manera— el marxismo ortodoxo de Pierre
Vilar, el marxismo remozado de Michel Vovelle, el conservadorismo
teórico de Pierre Chaunu y la rica e imaginativa historia insti-
tucional de Roland Mousnier y de otros viejos historiadores fran-
ceses reticentes a las novedades que traían las ciencias sociales.
Entonces, la Escuela de Annales, tal como es ampliamente conoci-
da, es una tendencia moderna dentro de la historiografía francesa,
amplia, heterogénea y de conocida vocación nacionalista.
     También quisiera anotar que, mirada desde un país latino-
americano, los cuatro períodos de la Revista Annales —y metafóri-
camente de la escuela encarnada en ella—, desde los fundadores
(interesados en la historia social, económica y cultural), pasando
por la geohistoria de F. Braudel, hasta la generación interesada en
las mentalidades y en la historia total, no significa (como lo indica
                      38
Ruggiero Romano), una renuncia a los fundadores, ni una deriva
historiográfica, sino más bien una multiplicación de los territorios
de estudio, una búsqueda de nuevas explicaciones a viejos proble-
mas y una aproximación a otras ciencias sociales. Curiosamente
este nuevo impulso busca, en mi opinión, emparentarse con los
fundadores, L. Febvre y M. Bloch específicamente, y con algunos
de los libros con los cuales se inicia el estudio de las actitudes
mentales o de las mentalidades en la historia. Me refiero a Los
reyes taumaturgos y El problema de incredulidad en el siglo XVI; La
religión de Rabelais, de 1924 y 1942, respectivamente.

38
     Fernand BRAUDEL, «1949 nacimiento de un gran libro: El Mediterráneo». En
     Primeras jornadas braudelianas. México, 1993. Ruggiero Romano destaca muy
     bien la importancia del análisis geográfico, del tiempo lento de la geografía y de
     todas sus implicancias en el proceso histórico, dentro de la obra de Braudel, pero
     critica el abandono de lo social y lo económico en la historiografía actual.




                                                                                 175
Hay algo que finalmente quisiera rápidamente retomar: su
carácter innovador, no convencional y su independencia de las
instituciones públicas tradicionales. No conozco la evolución más
reciente de esta escuela histórica, pero este alejamiento quizá me
permita señalar ciertos hechos con mayor nitidez y rotundidad.
Me detengo solamente en su independencia de las instituciones
públicas y su compromiso con una visión renovada y renovadora
de la historia francesa. F. Braudel (1991: 28) señala, de manera muy
esquemática, cuatro momentos en la conducción y dirección de la
Revista Annales: 1929-1945 (M. Bloch y L. Febvre); 1946-1956 (L.
Febvre); 1956-1968 (F. Braudel) y el período posterior, que podría
ser —por su esencia y naturaleza— muy cercano al presente, des-
de 1968 a la actualidad, bajo la conducción de Jacques Le Goff,
Inmanuel Le Roy Ladurie y Marc Ferro. No puedo detenerme a
analizar cada uno de estos períodos, pero en cambio sí puedo afir-
mar que es muy notable la progresiva institucionalización de esta
escuela desde la aparición de la Maison de Sciences de l’Homme. Casi
todos los representantes de esta escuela, salvo error u omisión, son
profesores de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales o investi-
gadores con un laboratorio en el CNRS o en la Maison de Sciences
de l’Homme. Quedan ya muy lejanos los tiempos de Henri Berr, de
M. Bloch, la tertulia de L. Febvre, para pasar —probablemente des-
de los tiempos de F. Braudel— a esas formas parisinas de trabajo
—muy en boga actualmente y extensivas al conjunto de las cien-
cias sociales— que G. Duby, como buen medievalista, ha denomi-
nado como formas feudales de organización del trabajo.
     Esto explica quizá la pérdida momentánea de brillo de esta
escuela y la emergencia de los ímpetus innovadores, iconoclastas
de las posiciones «revisionistas», de François Furet, Mona Ozouf
y de otros historiadores actualmente trabajando en el Instituto
Raymond Aron de París. Todo parecería indicar, si consideramos
lo que sugieren R. Romano y el historiador mejicano Carlos A.
Aguirre Rojas, que cuando esta escuela historiográfica fue perdien-
do su fuerza en Francia, sus influencias y repercusiones se volvie-
ron más notorias en el resto del mundo y especialmente en Améri-
           39
ca Latina.
39
     Ver su ensayo «Dimensiones y alcances de la obra de Fernand Braudel». En
     Primeras jornadas braudelianas, (México, 1993). También se pueden ver los




176
a. La influencia clásica francesa en el Perú (1930-1950)

Digo clásica para no decir inicial, tradicional o utilizar otro adjeti-
vo aún más arbitrario. Quizá sería más adecuado decir la influen-
cia solitaria, o individual, que ciertos intelectuales, historiadores o
antropólogos franceses ejercieron sobre algunos intelectuales o es-
tudiosos peruanos durante este período de 1930 a 1950. No quisie-
ra referirme a todos los afrancesados peruanos de esos años, como
los hermanos Francisco (1883-1953) y Ventura García Calderón
(1886-1959), que vivieron mucho tiempo en Francia, escribieron en
francés en algunos casos, pero que no tuvieron —quizá por la for-
mación clásica literaria que poseían, por sus ideas políticas y por
sus orígenes de clase— un acercamiento más o menos orgánico a
la Escuela de Annales. Mención aparte merece José de la Riva-
Agüero (1885-1944), como solía indicar Raúl Porras, caudillo espi-
ritual de la generación del novecientos, quien poseyó una vastísima
formación hispanista, gozó del padrinazgo intelectual de Unamuno
y Menéndez Pelayo en su juventud y que, como es muy bien cono-
cido, evolucionó desde sus posiciones liberales futuristas de los
años 1910-1919 a un conservadorismo político, a una abierta sim-
patía por los fascismos europeos y a un catolicismo ultramontano
entre 1930 y 1944, año de su muerte. Podríamos decir que Raúl
Porras, como él mismo lo reconoció, no escapó a su influencia:
«Por eso, tanto para los que le conocían como para los que le nega-
ban, en un país donde la cultura, regida por la ley de la improvisa-
ción, está hecha de plagios y de clisés, pudo aparecer como un
encomendero feudal, dueño de vastos e inajenables predios de la
cultura, a menudo saqueados y devastados por depredadores de
todo género, y que sólo un humanista excelso como él pudo seño-
                        40
rialmente dominar».
     Quisiera más bien referirme a dos franceses muy conocidos en
el Perú:
     Paul Rivet (1876-1958), antropólogo, lingüista, diputado so-
cialista, muy interesado en la historia y fundador del Musèe de
l’Homme de París. Desde 1930, P. Rivet visitó frecuentemente el

     diversos ensayos publicados en la revista Eslabones, México, enero (1994) N.° 7,
     en la sección Ecos de la Historiografía Francesa en América Latina.
40
     R. PORRAS BARRENECHEA, La marca del escritor. Lima, FCE, 1994, p. 128.




                                                                               177
Perú, trabó amistad con numerosos estudiosos peruanos, fomentó
los estudios antropológicos, históricos, lingüísticos y renovó la
apreciación que se tenía de las culturas indígenas. Desconozco la
relación que existió entre Paul Rivet y Alfred Mètraux (1902-1963),
pero es posible constatar una continuidad entre ellos. El libro del
primero sobre los Orígenes del hombre americano (1943) defendió dos
teorías histórico-antropológicas de amplia difusión y aceptación
en el Perú: la inmigración tardía asiática y polinésica que pobló
América y el autoctonismo de las culturas indígenas americanas.
     La segunda teoría, que provenía de la arqueología, le permitió
un buen diálogo con el arqueólogo peruano Julio C. Tello y tam-
bién con la moderna arqueología peruana y andina en general.
Paul Rivet, durante este período, reunió una rica bibliografía pe-
ruana en el Musèe de l’Homme de París, fomentó las investigaciones
antropológicas, arqueológicas y finalmente, lo que podemos consi-
derar como una modalidad particular de influencia, donó una rica
colección bibliográfica de estudios andinos a la Biblioteca Nacio-
nal de Lima.
     Un segundo personaje francés fue Marcel Bataillon (1895-
1977); hispanista, culto historiador literario, gran conocedor de la
presencia de Erasmo y del humanismo en la España del siglo XVI.
     Desgraciadamente desconozco los pormenores de su presen-
                41
cia en el Perú, a pesar de haber tenido un rápido acceso a la
correspondencia de la historiadora peruana Ella Dunbar Temple y
haber podido constatar que ella mantuvo una cierta comunicación
con M. Bataillon.
     Además de los libros dedicados y varias otras publicaciones
menores que envió a la historiadora peruana, quien probablemen-
te conoció al académico francés en la tertulia del historiador pe-
ruano Raúl Porras Barrenechea (1897-1960), gran conocedor de
las crónicas históricas de los siglos XVI-XVII, historiador culto y lite-
rario, que influyó muchísimo en toda una generación de historia-
dores que podríamos denominar «La generación de los años 50».
La afinidad entre Bataillon y Porras Barrenechea parece indiscuti-
ble; ambos intentaron conocer los aspectos positivos que España
41
     Una continuación de esta corriente o influencia francesa, por supuesto en términos
     más modernos, la representa Bernard Lavalle, que ha realizado interesantes estudios
     para conocer la acción de los criollos en la época colonial tardía.




178
trajo al Nuevo Mundo. Los estudios de M. Bataillon, por otro lado,
sobre Francisco de la Cruz (quemado vivo por la Inquisición en
Lima, 1572), sobre el significado de la rebelión de Gonzalo Pizarro
(1548), y sobre el original lenguaje de los cronistas españoles del
siglo XVI sirvieron de inspiración a R. Porras Barrenechea e incluso
a sus discípulos más cercanos como Ella Dunbar Temple.
      François Chevalier, el gran mexicanista, fue otro historiador
francés que, de diversas maneras, influyó notablemente sobre la
generación de historiadores de los 50. Su estudio clásico La formation
des grands domaines au Mexique. Terre et société aux XVI-XVIIe siecles
(1952) o sus Instrucciones a los hermanos jesuitas administradores de
haciendas (1959) y un ensayo sobre la expansión de la hacienda
andina peruana a fines del siglo XIX e inicios del XX tendrán una
notoria repercusión en algunos historiadores peruanos.
      Estos cuatro personajes, Paul Rivet, Marcel Bataillon, Alfred
Mètraux y Francois Chevalier, influyeron de manera muy desigual
sobre diversos especialistas peruanos. La influencia de Marcel
Bataillon, hispanista y generoso intérprete de la historia española
de la época colonial, afectará principalmente a Raúl Porras Barre-
nechea y algunos historiadores conservadores nucleados dentro
del Instituto Riva-Agüero de la Universidad Católica de Lima. Por
otro lado, Paul Rivet y Alfred Métraux, con sus diversos estudios y
relaciones personales, terminaron contribuyendo eficazmente al
redescubrimiento de lo andino, de los indígenas quechuas y de sus
culturas sobrevivientes en pleno siglo XX. El pequeño gran libro de
A. Métraux, Les Incas (1961), además de popularizar los resultados
de las investigaciones de John V. Murra, contribuyó a confirmar la
concepción de que los campesinos quechuas de la actualidad, su-
midos en la miseria y en la explotación feudal andina, eran los
detentadores, reinventores, herederos de la cultura, material y es-
piritual, que poseyó el hatunruna (mayoría social) de la época inca.
Los estudios de ambos antropólogos apuntarán en esta misma di-
rección: hacia el descubrimiento de la historia y de la cultura de los
hombres andinos, de los indígenas, de los conquistados en el siglo
XVI. Los estudios de F. Chevalier, de la misma manera, apuntan en
igual dirección: estudiar las diversas dimensiones de la historia
rural andina; las haciendas, las comunidades indígenas y el cam-
pesinado andino. La influencia clásica francesa sobre la histo-




                                                                 179
riografía peruana, en este período de 1930 a 1950, se hará efectiva
sobre personas aisladas, a través de contactos esporádicos y leja-
nos. Eran las visitas de estos personajes al Perú, así como la circu-
lación restringida de sus libros y estudios, los principales meca-
nismos de transmisión de la influencia clásica francesa.

b. Mitos (1950-1970): las primeras influencias de la Escuela de
Annales

En el Perú, con una cierta nitidez, podemos distinguir a una ge-
neración de historiadores de los años 50, a la que podríamos
llamar la generación de la ruptura. A ella pertenecen, entre otros,
Carlos Araníbar Zerpa, Armando Nieto Vélez (n. 1931), Waldemar
Espinoza Soriano (n. 1936), Antonio del Busto Duthurburu (n.
1932), Luis Millones, Miguel Maticorena Estrada, Franklin Pease
(n. 1939) y Pablo Macera (1929). En la arqueología podemos men-
cionar a Duccio Bonavia (n. 1935) y Ramiro Matos Mendieta. En
la lingüística a Alfredo Torero; en la sociología a Aníbal Quijano,
Julio Cotler y Carlos Franco y en la antropología a José Matos Mar
(n. 1921) y Héctor Martínez. Me interesa, en este caso, analizar
solamente al grupo de los historiadores y en particular a uno de
ellos: Pablo Macera.
      Este grupo, de los nacidos más o menos entre 1929 y 1939, que
realizó sus estudios en los años 50, se formó bajo la influencia de
dos corrientes tradicionales de la historiografía peruana de enton-
ces: a) La del Instituto Riva-Agüero en la Universidad Católica de
Lima (bajo la influencia del pensamiento católico, conservador y
aún hispanista del historiador José de la Riva-Agüero); y b) La de
la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, bajo la influencia
liberal, literaria, hispanista y erudita de Raúl Porras Barrenechea.
Habría aquí que distinguir —de manera muy general— hasta tres
períodos en la vida de Porras historiador: los años de estudios
universitarios (y aun los 20), cuando su familia vivía aún en la
calle Mogollón del centro de Lima, en que frecuentó estrechamente
a los miembros de la denominada generación del centenario como
lo indicó Jorge Basadre, «[...] pues allí se reunía con frecuencia un
grupo, en el que estaban Carlos Moreyra y Paz Soldán, Guillermo
Luna Cartland, Ricardo Vegas García, Víctor Raúl Haya de la To-




180
rre, Jorge Guillermo Leguía, Luis Alberto Sánchez, Humberto del
                                42
Águila y otros estudiantes». Los años 30, cuando Riva-Agüero
regresa de Europa y ante el ascenso de los fascismos europeos,
Porras cae bajo la esfera de influencia del caudillo espiritual. «Nun-
ca estuvo Porras tan cerca de Riva-Agüero en el ánimo y en el
espíritu. Es el Porras de la primera madurez, el hispanista comba-
tivo, el último conquistador, como se llamaba a veces con ironía y
                                                                     43
con un poco (nada más que un poco) de verdad», dice Luis Loayza.
      Luego viene el interesante período del Porras liberal (1949-
1960): «preferimos al otro, al Porras de los últimos años, que co-
mienzan en 1949 a su regreso a Lima, después de renunciar a la
embajada en España. Cambió su vida, fueron cambiando segura-
mente algunas de sus ideas. Mantuvo una lealtad apasionada a la
memoria de José de la Riva-Agüero pero fue haciéndose más li-
beral; quizá le interesaban un poco menos los conquistadores y
un poco más el Inca Garcilaso» (PORRAS 1994: 10). Es ya el Porras,
que en los años 50, dará vida a una intensa y animada tertulia en
su casa de la calle Colina, en el entonces aristocrático distrito de
             44
Miraflores. Esta relación con la juventud, en su casa, alrededor
de los libros, es uno de los méritos mayores que le concede
Wáshington Delgado: «Yo concurrí a ellas [las tertulias] muchas
noches, aunque no tantas, por cierto, como hubiera deseado. En el
vestíbulo de esa casa, o en algunas de sus habitaciones atestadas
de libros, un grupo de jóvenes, entusiastas y esperanzados como
todos los jóvenes, escuchábamos la charla amena, cálida, a ratos
                                                       45
punzante, siempre magistral del maestro Porras.» A finales de
los años 50 era canciller de la República, es decir, Ministro de Rela-
ciones Exteriores, y ganó un gran prestigio nacional cuando defen-
dió en la asamblea de la Organización de los Estados Americanos,
realizada en Costa Rica en 1960, la libertad de Cuba a elegir su
propio sistema de gobierno. El mismo Wáshington Delgado lo re-
42
     Jorge BASADRE, La vida y la historia. Ensayos sobre personas, lugares y
     problemas. Lima: fondo del libro del Banco Internacional, 1975, p. 249.
43
     Así lo indica en el prólogo a La marca del escritor, op. cit., pp. 9-10.
44
     En el reciente libro de Mario VARGAS LLOSA El pez en el agua. Memorias, (Bar-
     celona: Seix-Barral, 1993) se puede encontrar un riquísimo y, desgraciadamente,
     a la vez subjetivo anecdotario sobre los jóvenes universitarios que se reunían
     alrededor de Porras Barrenechea en los años 50.
45
     «Evocación de un maestro y de un historiador». En R. PORRAS BARRENECHEA,
     Ideólogos de la Emancipación. Lima, Ed. Milla Batres, 1974, pp. VIII-XI.




                                                                              181
cuerda muy emocionado. «Es necesario recordar sobre todo este
episodio definitivo de la existencia de Raúl Porras porque ahí resi-
de la medida exacta de su grandeza humana y porque en esta hora
de rebelión y crisis, este episodio constituye una lección perma-
nente de dignidad moral» (PORRAS 1974: X).
      En la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos, en
estos años 50, logró consolidar la existencia del Instituto de Histo-
ria, reformar el plan de estudios de la especialidad, oponerse al
avance arrollador de la apristización en la Universidad, desarro-
llar cursos sobre fuentes históricas peruanas que atraían al públi-
co en general y discutir acerca de la naturaleza, científica, huma-
nista y literaria, de la historia. Los libros de Jakob Burkhardt,
Leopold von Ranke, Theodor Mommsen, B. Croce, Thomas Carlyle,
Fustel de Coulanges, J. G. Droysen y Friedrich Meinecke, por ejem-
plo, fueron discutidos, junto a los clásicos griegos y latinos. Raúl
Porras, un hombre de una vasta y refinada cultura, diplomático de
carrera, brillante maestro universitario e historiador de vocación,
se interesó por casi toda la historia peruana, del siglo XVI al XX.
Bastaría recordar sus publicaciones sobre las crónicas y los cronis-
tas de los siglos XVI y XVII, su interés permanente por escribir un
gran libro sobre el conquistador Francisco Pizarro, sus estudios
sobre la Independencia, su admiración por el ideólogo republica-
no José Faustino Sánchez Carrión y, finalmente, sus publicacio-
nes, casi como correlato obligado de su oficio de diplomático, sobre
la historia de las fronteras peruanas. Sin embargo, hay que decirlo
para que quede muy claro, su interés permanente fueron las cróni-
cas y los cronistas de la época colonial: las estudió, analizó, descu-
brió algunas y publicó muchas en ediciones modestas, pero muy
bien cuidadas. En este campo encontramos su contribución más
original e importante.
      Por otro lado, si analizamos con cuidado la obra de este histo-
riador podríamos descubrir su gran interés —especialmente en los
últimos 15 años de su vida— en entender el Perú como colectivi-
dad mestiza, construida por la acción de los grandes hombres,
producto de eventos notables (el Tahuantinsuyo, la conquista, la
evangelización y la independencia), realizados tanto por indíge-
nas, españoles, criollos y mestizos, incluyendo aun a otros grupos
étnicos minoritarios. Su interpretación de la historia peruana, a lo




182
Jules Michelet de la Francia del siglo XIX, se acercaba a la idea ro-
mántica de considerar a la nación, la colectividad, la república
moderna, como el gran resultado del proceso histórico peruano.
Raúl Porras Barrenechea no tenía dudas al definir el Perú: lo en-
tendía como una nación mestiza, integrada, andina, occidental y
cristiana, enriquecida y fortalecida con la llegada de los españoles
y el advenimiento de la cultura occidental.
      Esta posición lo alejó de la gente del Instituto Riva-Agüero, lo
decidió a promover una tertulia informal y como para compensar,
o disimular, su interés por el conquistador Pizarro, dedicó una
preferente atención a estudiar al cronista mestizo peruano Inca
Garcilaso de la Vega (1539-1616). Siguió sus pasos en España, en
las ciudades donde el Inca vivió, primero en Montilla (1560-1590)
y luego en Córdoba (1590-1616); descubrió numerosos documen-
tos garcilasianos, entabló amistad con estudiosos montillanos, con
el alcalde de esta ciudad y recuperó, para la memoria de Montilla,
el recuerdo de los 30 años pasados por el Inca Garcilaso en esta
pequeña ciudad andaluza. Raúl Porras Barrenechea, descendien-
te de blancos criollos de la región de Ica (costa sur del Perú), empu-
jado por sus convicciones intelectuales y políticas, defendió el
mestizaje, sin renegar de la herencia española, pero sin apreciar la
real importancia y dimensión de las culturas indígenas andinas.
Su gran interés, ternura y dedicación a estudiar y comprender la
obra del Inca Garcilaso, un mestizo cultural y biológico, y su enor-
me dificultad para leer y entender a Guamán Poma de Ayala, cro-
nista indio ayacuchano de la misma época, resumen muy bien su
interpretación de la historia peruana y su definición del Perú como
nación. Pero no podemos dejar de reconocer el mérito innegable de
su estudio pionero «El cronista indio Felipe Guamán P. de Ayala»
de 1946 donde habla de la utopía reformista de este cronista. Si
bien pudo equivocarse al buscar una buena sintaxis y gramática
castellanas en este cronista, al criticar las que encontró, tuvo mu-
chos aciertos al analizar el significado político de la propuesta
reformista del autor de Nueva corónica y buen gobierno.
      A la tertulia que se reunía alrededor del maestro Raúl Porras
asistían jóvenes historiadores, literatos, antropólogos, arqueólogos
y lingüistas. Era un cenáculo multidisciplinario donde los jóvenes
encontraban las novedades que el maestro comentaba, donde se




                                                                 183
establecían nuevas amistades y los jóvenes se acercaban a conno-
tados especialistas extranjeros interesados en el Perú. Allí conocie-
ron, muy probablemente, a Paul Rivet, Marcel Bataillon, Philip A.
Means, Fernand Braudel, Louis Baudin, Hienrich Cunow, Herman
Trimborn, George Kubler, John H. Rowe. John V. Murra, Manuel
Ballesteros, François Bourricaud y R. Tom Zuidema, por ejemplo.
Americanos y europeos, buenos especialistas, algunos jóvenes y
otros ya consagrados, interesados en la parte no-occidental de las
realidades peruanas.
     Los discípulos de Raúl Porras Barrenechea, de nuevo me limi-
taré solamente a los historiadores, siguieron las huellas —cada
uno a su manera— del gran maestro. Esto es aún más notorio en
los mismos años 50 y en el primer lustro de la década siguiente:
continuaron con los estudios de las crónicas, los cronistas, la con-
ciencia criolla de 1821 y los problemas de una república criolla,
mestiza y occidental. ¿El maestro pudo más que los esporádicos
visitantes a la tertulia de la calle Colina? Los discípulos, al pare-
cer, continuaron la huella del maestro solamente por unos años y
luego acentuaron su independencia intelectual, política y profe-
sional. ¿Cuáles fueron los caminos de la libertad y la independen-
cia? En primer lugar, y de manera definitiva, la muerte del maestro
en 1960 y la necesidad de buscar nuevas amistades y padrinos,
como el gran historiador de la República Jorge Basadre Gröhmann
(1903-1980), al etnohistoriador Luis E. Valcárcel (1891-1984) o al
literato Luis A. Sánchez (1900 [-1994]) que comenzaron a gravitar
sobre algunos de los que formaban parte de la tertulia anterior.
     Luego las becas al extranjero, principalmente a Francia y a
otros países europeos. Así como los literatos se trasladan e insta-
lan en Europa (como Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa),
algunos jóvenes historiadores hacen tímidamente lo mismo: Mi-
guel Maticorena pasa cerca de 20 años en el Archivo de Indias de
Sevilla, Pablo Macera un año en París y Waldemar Espinoza, al
igual que María Rostworowski de Diez Canseco, visitan en diver-
sos momentos los archivos españoles. Aquí quisiera mencionar un
caso especial, el de Ella Dunbar Temple (1918 [-1998]), que estudió
en la Universidad Católica de Lima, participó esporádicamente en
la tertulia de la calle Colina de Miraflores, aunque 15 años mayor
—en promedio— que todo el grupo antes mencionado. Por ansias




184
de independencia, originalidad o por influencias de los visitantes
extranjeros a la tertulia, desde fines de los años 30 y particular-
mente en los años 40, se dedicó a desarrollar originales investiga-
ciones sobre la historia de las familias nobles indígenas del perío-
do colonial: los incas del Cusco y los huancas del Perú central
                              46
durante los siglos XVI-XVIII.
     Recuerdo haber visto en un ejemplar de sus Caciques Apolaya
(1943) obsequiado a Raúl Porras, conservado en la colección que
este historiador donó a la Biblioteca Nacional, una tímida dedica-
                                 47
toria manuscrita al maestro donde casi se excusaba de ocuparse
de temas que supuestamente no pertenecían a la «gran historia»,
criolla o mestiza del Perú.
     María Rostworowski de Diez Canseco (n. 1915) recorrió tam-
bién este camino de independencia y autonomía; mujer autodidacta,
que pasó muy rápidamente por la diplomacia peruana, gran cono-
cedora de los archivos andinos, con la publicación de su impor-
tante libro Pachacutec Inca Yupanqui en 1953 inició su fecunda ca-
rrera de historiadora. Las dos mujeres, probablemente por razones
cronológicas, de posición social o de género (casadas o solteras,
pero con independencia económica), dan este importante paso.
Ella Dunbar Temple, por diversas razones, dejará el tema preferido
de su juventud y dedicará todo su período de madurez al estudio
de las instituciones prehispánicas y coloniales, pero sin continuar
con el ritmo de publicaciones que tuvo en los años 40.
     Por otro lado, María Rostworowski, mostrando una admira-
ble vitalidad, un sistemático trabajo en archivos y una envidiable
formación autodidacta, desde el Instituto de Estudios Peruanos
ha desplegado un productivo esfuerzo que le ha permitido publi-
car casi un docena de libros importantes en los últimos 15 años
sobre la denominada etnohistoria andina o historia de los pueblos
46
     Basta mencionar «La descendencia de Huayna Capac» (1937-1948), «Los caciques
     Apolaya» (1943) o «La azarosa existencia de un mestizo de sangre imperial» de
     1943. En esta misma línea María Rostworowski de Diez Canseco publicó Curacas
     y sucesiones. Costa norte en 1961 y Los ascendientes de Pumacahua en 1963.
     Bastaría recordar que por estos mismos años 50, John H. Rowe había ya comenzado
     a desarrollar todo un programa de investigación para demostrar la existencia y
     vitalidad de las familias nobles incas en el Cusco de la época colonial.
47
     En ella decía: «Dr. Raúl Porras: Ud. que ha potenciado tan brillantemente la
     figura de Pizarro y la obra de los cronistas de la conquista ¿querrá leer esta historia
     desaliñada de unos caciques disminuidos? Muy cordialmente: Ella Dunbar Temple».




                                                                                      185
Ella DUNBAR T EMPLE (1918-1998) y Paul RIVET (1876-1958) en Lima, 1951.
 La historiadora de los nobles incas mestizos y el gran animador de los
     estudios andinos. (Foto: Fundación Temple Radicatti-UNMSM).




186
Ella DUNBAR TEMPLE (1918-1998) y Marcel BATAILLON (1895-1977)
hispanista francés autor, entre otros títulos, de Erasmo y España.
       (Foto: Instituto Raúl Porras Barrenechea-UNMSM).




                                                                     187
indígenas sin escritura. Esas dos mujeres, por razones que ahora
no me detengo a discutir, transitan —antes que los varones que
rodearon a Raúl Porras— hacia la independencia y autonomía.
Ellas son verdaderamente las fundadoras de la etnohistoria andina.
Equivalente para la historia colonial a lo que Julio C. Tello signifi-
có para la arqueología y Luis E. Valcárcel para la historia inca. Se
adentran, a través de los archivos y las crónicas coloniales, por los
caminos de una moderna historia andina.
     Un camino similar siguió Waldemar Espinoza: la historia de
la conquista española, de los movimientos anticoloniales, de los
grupos étnicos, de las instituciones hispánicas y del imperio de los
incas. W. Espinoza, como lo indicó Pablo Macera en 1973, es un
gran investigador de archivos, un infatigable trabajador, siempre
atento a las nuevas publicaciones, pero casi cautivo del ensayo y
de la fascinación de sus propios hallazgos documentales. La suma
total de su obra, enorme por cierto, espera aún un balance, pero sin
lugar a dudas deja traslucir —con mucha nitidez— la influencia
de las nuevas inquietudes por estudiar las sociedades rurales y la
parte no-occidental de nuestra historia.
     Luego quisiera detenerme en Pablo Macera (n. 1929), uno de
los asistentes a la tertulia de Raúl Porras que mostraba, desde los
primeros momentos, una exhuberante imaginación, una optimista
vocación, una curiosidad permanente y una inteligencia muy viva.
Pero a pesar de estas características, tan propias de su origen so-
cial (honorable clase media provinciana) y de una personalidad
sin inhibiciones, no logró descubrir, ni explorar —en los años 50—
nuevos territorios históricos, sino que continuó —con nuevos bri-
llos y auténticas ideas— el derrotero señalado por el gran maestro.
Su primer libro, Tres etapas en el desarrollo de la conciencia nacional de
1958, ganador del premio Fanal de la International Petroleum
Company, era la búsqueda de las raíces del pensamiento inde-
pendentista y anticolonial en las tradiciones intelectuales criollas
del siglo XVIII. Las conclusiones de este libro las hubiera podido
dictar el maestro antes de que la investigación haya concluido.
Quizá por esto he escuchado decir a Pablo Macera, en varias opor-
tunidades, que se avergonzaba de este libro, lógicamente de su
juventud, y ciertamente por esta razón se negó sistemáticamente a
reeditarlo.




188
Ignoro lo que sucedió en las relaciones entre Raúl Porras y
Pablo Macera entre 1955 y 1960, pero lo cierto es que Luis A.
Sánchez da testimonio que pocas semanas antes de morir, Raúl
Porras Barrenechea se preocupaba seriamente del joven profesor
Macera que a fines de septiembre de 1960 partía a Francia a reali-
zar estudios e investigaciones por un año.48
     Unos meses más o unos meses menos, pero lo suficiente para
acercarse al idioma (francés), a las librerías del Quartier Latin,
trabajar en la Biblioteca Nacional de París, visitar Les Archives
Nationaux de France y escuchar algunos historiadores en la en-
                                                49
tonces Ecole Practique des Hautes Etudes. Hacía ya cuatro años
que había muerto Lucien Febvre, pero se hablaba aún mucho de
sus libros y Fernand Braudel, entonces un hombre de 58 años,
dirigía ya dinámicamente la revista Annales y desde el College de
France, en la plenitud de sus capacidades alentaba investigacio-
nes multidisciplinarias sobre el siglo XVI europeo.
     En este momento el libro de François Chevalier, sobre el Méxi-
co rural de los siglos XVI y XVIII (1952), elaborado bajo la influencia
de la Escuela de Annales, estaba en boga y era de consulta casi
obligatoria para cualquier estudioso latinoamericano. El estructu-
ralismo de Lévi-Strauss recién iniciaba su despegue, pero sus re-
percusiones en las demás ciencias sociales aún no eran muy im-
portantes en el horizonte intelectual francés.
     El resultado de la estadía de Pablo Macera en Francia fue una
tesis de bachiller, presentada en San Marcos a su regreso, que
denominó La imagen francesa del Perú (1962), y que luego de unos
años fue publicada como libro (1976).
     Pero lo más interesante que trajo fueron las ideas, los libros y
las nuevas amistades: las menciones durante sus clases a Ernest
Cassirer, Marc Bloch, Lucien Febvre, François Simiand, Ernest
48
     «En la mañana del 27 de setiembre (de 1960), a eso de las 11:00 a.m. sonó el
     teléfono de mi bufete de abogado. Tomé el auricular: la voz de Raúl lejana y
     trémula, casi imperceptible, preguntaba por mí: «Quiero pedirte un favor, Luis
     Alberto; esta tarde, en la sesión de la Facultad, se debe ver la licencia de Pablo
     Macera, joven profesor a quien conoces, va a viajar a París. Por favor, apóyalo y
     saca su asunto adelante....», L. A. SÁNCHEZ, Testimonio personal 4. Las confidencias
     de Caronte, 1956-1967. Lima, Mosca Azul Editores, 1969, pp. 104-105.
49
     «En 1960 fui catapultado de Lima a París con una beca de la UNESCO que no
     supe aprovechar aunque las apariencias indiquen lo contrario», Pablo MACERA,
     La imagen francesa del Perú. Lima, 1976, p. 7.




                                                                                   189
Labrousse, Paul Mantoux, Henri Pirenne, Benedetto Croce, Paul
Hazard, Max Weber, Karl Marx y Pierre Vilar eran reveladoras de
sus nuevas inquietudes.
      Luego de su regreso, por su brillantez y heterodoxia, al igual
que el otro discípulo de Raúl Porras, Carlos Araníbar Zerpa, se
hizo cargo del curso Historia General del Perú que debían llevar
todos los alumnos ingresantes a la Facultad de Letras de entonces.
Transmitía entusiasmo, ideas nuevas, involucraba a sus estudian-
tes en sus investigaciones, prestaba generosamente libros y reunía
en su casa, casi de manera sistemática, a un pequeño grupo de
alumnos que provenían de las ciencias sociales en general.
      Era un esfuerzo por repetir la tertulia de Raúl Porras; en un
lugar más mesocrático, la calle José Díaz, junto al Estadio Nacio-
nal de Fútbol, a 100 metros del populoso barrio La Victoria, en una
vieja casona, quizá de los años 40, pero donde los que asistíamos
podíamos escuchar inteligentes conversaciones, fortalecer nues-
tras vocaciones y acceder a las novedades que se publicaban en el
campo de las ciencias sociales y en la historia en particular. Las
habitaciones del primer piso de su casa estaban colmadas de li-
bros, ficheros de investigación, artesanías de diversas regiones del
Perú y algunos cuadros de pinturas coloniales.
      En los años 60 era un historiador poco conocido periodís-
ticamente, un intelectual brillante, con una curiosidad sin límites,
con un estilo de vida austero, hasta estoico, muy tradicional, respe-
tuoso de las devociones religiosas, alejado de las militancias polí-
ticas, amigo de la gente de izquierda, apegado a la familia y cierta-
mente satisfecho de la honorabilidad de las familias Macera y
D’allorso, que le daban sus dos apellidos. El primero de menor
alcurnia que el segundo.
      En la casa de la calle José Díaz, en la irregular tertulia, a la cual
asistían jóvenes de San Marcos y de la Universidad Católica, entre
las tensiones del trabajo en equipo y la visita de profesores extran-
jeros, se produce el nacimiento de una moderna historia crítica,
nacional, andina y peruana. El primer paso, como ruptura de su
formación anterior, fue su acercamiento a la historia económica: el
libro de Max Weber (Historia económica general), el de H. Pirenne
(Historia económica y social de la Edad Media), el de Ernest Labrousse
(Historia social y fluctuaciones económicas), de Earl J. Hamilton (El
tesoro americano y la revolución de los precios en Europa), de Ruggiero



190
Romano (Chile en el siglo XVIII: una economía colonial) y la gran anto-
logía de Pierre Vilar, Crecimiento y desarrollo de 1964, nos acercaron
a una dimensión nueva de la historia económica y a uno de los
grandes historiadores marxistas del momento, P. Vilar. En sus cur-
sos también conocimos los libros de Mario Góngora, Rolando
Mellafe, Álvaro Jara y Germán Carrera Damas. Algunos de ellos,
incluso, pasaron por las aulas de nuestra facultad de entonces.
      Esta tertulia, bastante informal y libre, hacia 1966 se convirtió
en el Seminario de Historia Rural Andina. En los años 1964 y 1965,
P. Macera, con un grupo de nosotros, había explorado intensa-
mente los fondos de Temporalidades (documentos de los jesuitas
recogidos por la administración española luego de la expulsión de
1767) que se encargó del secuestro de los bienes de la Compañía de
Jesús, rurales y urbanos, y de su administración posterior. Los li-
bros contables, las titulaciones de las haciendas, los papeles de los
jesuitas le permitieron ingresar firmemente en la historia rural
andina. Su entusiasmo por la historia económica y por los papeles
de la Compañía de Jesús era desbordante y contagioso. Sus estu-
dios sobre la conciencia criolla, el pensamiento probabilista, la
educación elemental en la colonia y las bibliotecas privadas ha-
bían quedado atrás. La historia económica le permitió el acerca-
miento al estudio del funcionamiento de la hacienda andina, al
entendimiento del peso de la religión en las actividades económi-
cas ignacianas y a las diversas formas de reclutamiento y explota-
ción de las poblaciones indias. Negros esclavos, indios siervos y
asiáticos esclavizados se convierten en los personajes centrales de
sus investigaciones. Su interés por la historia rural, desde las ha-
ciendas feudales andinas a las plantaciones esclavistas de la cos-
ta, lo llevó a explorar la larga duración de los siglos coloniales y
republicanos. Le interesaban los precios, los salarios, los volúme-
nes comercializados, pero más como expresiones cualitativas de
una historia social que como magnitudes cuantitativas de una his-
toria económica interesada en el número y las series estadísticas.
El libro de P. Vilar, Crecimiento y desarrollo, y los ensayos de R.
Romano, eran sus publicaciones de cabecera por estos años. En la
década de los 70 regresa a sus intereses originales, la historia so-
cial, política y de la cultura en general. Pero esta vez para estudiar
la historia andina, indígena y para profundizar su acercamiento a
la historia de la sublevación de Túpac Amaru (1780-81), de los



                                                                  191
curacas rebeldes y de la cultura indígena y popular. Lo andino
comienza a parecer en una dimensión diferente en sus estudios:
pueblos y formas de vida derrotados en el siglo XVI, perseguidos y
prohibidos en el XVII, intentando la recuperación de sus territorios
y culturas en el siglo XVIII y víctimas de la marginación durante la
república criolla de los siglos XIX y XX.
     En sus esquemas generales de interpretación, como el expre-
sado en su libro Visión histórica del Perú (del paleolítico al proceso de
1968), Lima, 1978, en los cuales se puede encontrar una notable
influencia de José Carlos Mariátegui, comienza a entender nuestro
proceso histórico como la historia de una enorme derrota, una con-
tinuada frustración y como la degradación constante de las pobla-
ciones indígenas, quienes eran los legítimos —según él— dueños
de los territorios peruanos y los que aportaban la originalidad y
singularidad de la nación peruana. Su interés por el descubrimiento
de lo andino se vuelve desbordante y apasionado: la historia, de
acuerdo con él, adquiere su validez y utilidad social en tanto con-
tribuye a revelar la historia de la explotación y de la marginalidad
de las poblaciones andinas. Conquistadas y explotadas por los
colonizadores españoles y nuevamente explotadas y margina-
lizadas por los criollos durante el período republicano.
     Pablo Macera, de alguna manera, anunciaba —en sus ensa-
yos, artículos y entrevistas periodísticas— que la revolución pe-
ruana debería pasar por la reivindicación de las poblaciones y
culturas indígenas. Ésta era un deber político para los revolucio-
narios y una obligación ética y moral para los grupos dominantes
en el Perú. La inevitabilidad de la reivindicación del indígena y el
Perú como una nación forjada por las luchas, las ideas y la imagi-
nación de los hombres andinos eran sus dos mensajes principales
que cautivaban a los jóvenes, contagiados del marxismo y de las
ideas revolucionarias, que se acercaban a su entorno.
     Pablo Macera, en los años 70, era el intelectual herético, ico-
noclasta, profético, augur, entrevistado constantemente por los
periodistas, renovador, independiente y rebelde a los cautiverios
intelectuales e institucionales. La Universidad de San Marcos le
daba apoyo y le permitía una independencia casi sin límites. Era
herético porque nunca fue cautivo de las teorías sociales o doctri-
nas políticas: leía a Marx, Weber, Lévi-Strauss, Lenin, Trotsky,
Kautsky y podía citar a cualquiera de ellos en sus escritos. Era a la



192
vez iconoclasta por su renuncia al tipo de historia cultivado por
Raúl Porras, por los criollos hispanistas del Instituto Riva-Agüero
y por su interés en desarrollar una suerte de historia de los grupos
oprimidos practicó un nuevo estilo historiográfico y descubrió
nuevas problemáticas históricas.
     Además era renovador en las metodologías y en los territorios
históricos que comenzó a explotar (lo económico, lo social, lo cul-
tural y la historia de las expresiones artísticas andinas). Una uni-
versidad nacional le permitió cultivar su independencia y rebel-
día: no tuvo una revista, pero sí un mimeógrafo y multiplicó las
publicaciones rústicas de limitada difusión. La tertulia, su espíritu
iconoclasta, su actitud crítica, su convicción científica globalizante
y su acercamiento a las tradiciones intelectuales peruanas lo con-
vierten en un historiador cercano a la Escuela de Annales; sin que
lo confiese, ni lo practique conscientemente, sino más bien por sus
resultados finales.
     Su independencia intelectual y su alejamiento de una abierta
militancia política, su carácter antidogmático y su apertura a las
diversas corrientes de las ciencias sociales lo convierten, aunque no
lo quisiera o acepte, en un historiador afrancesado, muy cercano a la
Escuela de Annales. Por otro lado, las realidades peruanas de su
época —más por el camino de los compromisos inconscientes— lo
condujeron a practicar un nuevo tipo de historia peruana que final-
mente conduce a la emergencia de la moderna historia nacional
andina. Que Pablo Macera sea un intelectual afrancesado es fácil-
mente constatable, casi indiscutible, aunque él no quisiera ahora
admitirlo, pero que sea un «Historiador de Annales», por su inde-
pendencia, heteredoxia e iconoclasia, es una afirmación que nos
conduce tanto por el camino del mito como de las realidades de la
influencia de la Escuela de Annales en la historiografía peruana
contemporánea.

c. Realidades (1970-1990): la generación afrancesada, el
marxismo y la revolución

¡Pablo Macera un historiador de la Escuela de Annales! El mismo
Macera quizá no lo admitiría, por eso he llamado a ese capítulo
«Mitos», porque se trata del período de las influencias, teóricas,
metodológicas o temáticas, no conscientemente asumidas o deli-



                                                                 193
beradamente practicadas. Nunca me pareció, por sus libros o sus
clases en la Universidad, que haya realizado —en esa época— una
lectura atenta y sistemática de los principales libros de Bloch, Febvre,
Braudel, Labrousse o Vilar. Más aún, pienso que ninguno de los
historiadores de su generación realizó una lectura completa de El
Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II de Fernand
Braudel, por ejemplo. Esta carencia, muy probablemente, debilitó la
consistencia teórica y metodológica de esta generación, pero les
dejó libre la imaginación para explorar muchos territorios históri-
cos y descubrir problemáticas en el proceso mismo de la investiga-
ción. Ésta es la forma, por otro lado, según Paule Braudel, la esposa
del historiador francés, como Braudel descubrió la tres duraciones
                50
de la historia.
     Con la generación nuestra, compuesta por quienes hemos na-
cido en los años 40, como Heraclio Bonilla y Alberto Flores-Galindo
(1949-1990), por ejemplo, esta oposición se vuelve más sistemática,
coherente y casi asumida conscientemente. A finales de los años
60, la embajada francesa comienza a otorgar, a jóvenes egresados
peruanos en ciencias sociales, becas de estudio de larga duración
que permitían elaborar la ambicionada tesis para obtener el docto-
rado de tercer ciclo en la universidad francesa luego de seguir, por
lo menos, tres años de estudio en la Ecole Practique des Hautes
Etudes. Varios jóvenes peruanos, entre 1965 y 1975, pasamos entre
dos y cuatro años realizando este tipo de estudios. Las becas de
estudio, los libros, los viajes, las nuevas amistades, serán los meca-
nismos más eficaces para que la relación con la Escuela de Annales
sea más sistemática, coherente y consciente. Estas becas se gana-
ban casi sin respaldo institucional y más como consecuencia de
las iniciativas personales, del azar de una recomendación inespe-
rada y de las ganas por perfeccionarse en un posgrado en el ex-
tranjero. ¿Por qué Francia? ¿Por qué la Ecole Practique des Hautes
Etudes? ¿Por qué buscar la dirección de Pierre Vilar, Ruggiero Ro-
mano, Alain Touraine o Henri Fabvre? Francia era, entonces, 1968.
50
     «Su aventura intelectual fue una lenta acumulación que iba esbozando poco a
     poco en él, no ideas, y menos todavía un sistema de ideas, sino más bien millones
     de imágenes, que constituían el fabuloso espectáculo de la historia, y en las que se
     mezclaba el ayer con el hoy. Y en todo ello ninguna preocupación de orden
     lógico. Más bien, ante todo, el placer por el descubrimiento» («Braudel antes de
     Braudel»), en Primeras jornadas braudelianas, pp. 92-93.




194
París una ciudad libre, donde podía adquirirse una cultura hete-
rodoxa, moderna, sólida, revolucionaria y acceder —a través del
aprendizaje del idioma— a una bibliografía casi infinita de nove-
dades en ciencias sociales, Pierre Vilar, luego de su gran libro
Catalogne dans l’Espagne Moderne (3 vols.) de 1962, se había conver-
tido en uno de los historiadores marxistas más importantes en el
mundo y, además, uno de los pocos franceses que publicaban más
en España que en la misma Francia. Los mejores ejemplos son Cre-
cimiento y desarrollo. Economía e historia. Reflexiones sobre el caso espa-
ñol, (Barcelona: Ariel, 1964) y Oro y moneda en la historia que se
convirtieron en nuestros libros favoritos entre los años 1966 y 1970.
Por otro lado, Ruggiero Romano, quizá aún más estrechamente
vinculado a la Escuela de Annales, había comenzado a innovar
las investigaciones sobre la América del Sur de la época colonial
construyendo series de precios para el siglo XVIII chileno. Además,
su seminario de la rue Saint-Guillaume, en la Ecole Pratique des
Hautes Etudes, Problemas de Historia Económica, lo tenía dedica-
do a la América Latina desde el año 1958, así como su apartamento
del boulevard Raspail estaba siempre abierto a todos los latinoa-
mericanos seriamente empeñados en hacer la tesis de tercer ciclo.
     En la Ecole Pratique, además, se podía escuchar a Fernand
Braudel, Claude Lévi-Strauss, Nikos Poulantzas, Lucien Goldmann,
frecuentar a jóvenes franceses que realizaban importantes investi-
gaciones o que habían concluido libros que luego ejercerían una
considerable influencia. Me limito a mencionar solamente: Pierre
Duviols, La lutte contre les religions autochtones dans le Pèrou colonial
«L’Extirpation del’ idolatrie», 1532 et 1660, Lima-París, 1971 y el de
Nathan Wachtel, La visión des vainçus. Les indiens du Pérou devant la
coquete espagnole, ed. Gallimard, también de 1971. París, en conse-
cuencia, tenía un especial significado: aprendizaje del marxismo,
del renovador avance de las ciencias sociales y acercamiento siste-
mático a la dinámica Escuela Histórica de Annales. Por todas es-
tas razones, y gracias a las becas francesas de estudios, una doce-
na de jóvenes egresados de facultades de letras y ciencias huma-
nas del Perú, entre estos años 1965 y 1975, realizamos la anhelada
aventura intelectual en Francia.
     Quisiera detenerme solamente en dos casos representativos:
Heraclio Bonilla (n. en 1940) y Alberto Flores-Galindo (1949-1990).




                                                                      195
Uno de la Universidad Nacional de San Marcos, entonces vigoro-
sa y creativa, y el segundo de la Universidad Católica del Perú,
particular, de confesión católica, de moderna creación (1916) y
dinamizada por los jóvenes egresados de San Marcos que se con-
vierten en sus entusiastas profesores. H. Bonilla provenía de la
especialidad de antropología, donde había participado en diver-
sos trabajos de campo en regiones rurales, costeñas y andinas. Un
joven que provenía de una modesta familia de la ciudad de Jauja
(Perú central), ubicada en el fértil valle del Mantaro, cercana a las
grandes haciendas ganaderas de las regiones altas y a los centros
mineros de las grandes compañías americanas. Su padre, incluso,
era un trabajador más de estas gigantescas compañías. Estudió en
París entre los años 1966-1969, bajo la dirección de Ruggiero Ro-
mano y muy cerca de Fernand Braudel, Pierre Chaunu, François
Chevalier y Pierre Vilar. Su tesis doctoral, publicada en 1974 con el
título de Guano y burguesía en el Perú, elaborada a partir de archivos
franceses e ingleses, le permitió estudiar un agitado período de la
historia peruana (1840-1879) donde una riqueza de origen animal,
el guano (estiércol de las aves marinas depositado en algunas islas
frente al litoral) comenzó a exportarse para fertilizar los agotados
campos agrícolas europeos. La tesis de H. Bonilla utilizaba con-
ceptos como «burguesía», «mercado interno», «capitalismo mer-
cantil», «economía de exportación», para demostrar que los consi-
derables capitales que ingresaron al Perú en este período no logra-
ron los objetivos que los administradores del capital y de la políti-
ca peruana de entonces se habían propuesto. Dispendio de los
ingresos por el guano (consolidación de la deuda interna), malas
inversiones (bancos limeños poco rentables, ferrocarriles que no
articularon al país y haciendas cañeras que multiplicaron los tra-
piches inútiles o de muy poca rentabilidad) y corrupción adminis-
trativa que condujeron, todos ellos, a la entrega de la comercia-
lización del guano a empresarios extranjeros como el francés
Auguste Dreyfus. En conclusión, como ya lo había indicado el his-
toriador Jorge Basadre, una ocasión desaprovechada y un intento
de explicación histórica que casi terminaba en la famosa ucronía
de Charles Renouvier: mostrar lo que no sucedió pero que sí pudo
ocurrir si las cosas hubieran marchado de una manera diferente.




196
H. Bonilla recurrió a las estadísticas: los precios del guano, los
volúmenes exportados y descubrió las tendencias de largo plazo
del siglo XIX peruano, las coyunturas de mediano plazo y las agita-
ciones que éstas producían en la vida social y política de la época.
Era la primera vez que un historiador peruano hacía una aproxi-
mación de este tipo a nuestro primer siglo republicano para mos-
trar —con una buena argumentación y un sólido respaldo empí-
rico— la frustración nacional que produjo el fracaso de la moder-
nización, material, económica, política y social, que todos espera-
ban como fruto de las exportaciones del guano. Así como antes los
metales no trajeron el beneficio, tampoco lo trajo el guano y no lo
traerán el cobre, el petróleo, la caña de azúcar y el algodón en
períodos posteriores. Era un intento de hacer una historia utilizan-
do conceptos, discutiendo ideas y recurriendo a fuentes bastante
seguras. El recurso a la economía, la sociología y aún la antropolo-
gía le permitieron escribir un libro innovador.
     El mismo autor, en los años 80, persistió en la historia econó-
mica, se alejó de la Escuela de Annales y se acercó de manera deci-
dida a la New Economic History norteamericana y a los historiado-
res ingleses de la revista Past and Present: terminó muy cerca de Eric
J. Hobsbawm, Perry Anderson, E. P. Thompson, John Coatsworth,
Friedrich Katz, Eric van Young y Richard M. Morse. Heraclio
Bonilla, por la naturaleza de la cooperación técnica y cultural
francesa, que no ofrecía ninguna ayuda a las investigaciones
posdoctorales, terminó muy crítico de la Escuela de Annales y de
sus desarrollos más recientes y muy involucrado con el tipo de
historia económica, social y política practicado en los Estados Uni-
dos e Inglaterra. A este período pertenecen sus estudios sobre la
independencia criolla de 1821, los 5 vols., con los informes de los
cónsules denominado Gran Bretaña y el Perú.
     Mecanismos de un control económico (1977), sus estudios sobre
las lanas, las exportaciones peruanas (reunidas en su libro Un
siglo a la deriva, ensayos sobre el Perú, Bolivia y la guerra de 1980) y
sobre la minería de la sierra central.
     H. Bonilla estuvo íntimamente vinculado al Instituto de Estu-
dios Peruanos (de 1970 a 1980 aproximadamente) que había reno-
vado las investigaciones sociales en el Perú. Este instituto, funda-
do por José Matos Mar, José María Arguedas, Jorge Bravo Bresani,




                                                                   197
María Rostworowski y John V. Murra, a mediados de los años 60,
había impulsado numerosas investigaciones sobre las sociedades
campesinas modernas, las haciendas, las economías rurales andi-
nas, la cultura y los ordenamientos andinos en general. Así se
descubren los nuevos problemas agrarios, la urgencia de estudiar
la cultura andina, los efectos nocivos de la oligarquía peruana y
las diversas formas de la explotación terrateniente feudal andina.
Las investigaciones que ellos promovían y las publicaciones que
incansablemente editaban, principalmente en el período de 1975 y
1985, se orientaban a descubrir el Perú profundo, indio, atrasado,
tradicional, original y a revelar sus potencialidades para el futuro.
      El Instituto de Estudios Peruanos, que reunía a investigadores
sociales renovadores, algunos muy cercanos al marxismo, pero
todos muy decididos a descubrir, estudiar y difundir los verdade-
ros problemas del Perú de ayer y de hoy: la explotación terratenien-
te, el carácter de la oligarquía peruana, el subdesarrollo más acen-
tuado en las regiones altoandinas, la explotación semifeudal de
las poblaciones indígenas, la particular burguesía peruana y la
ausencia de un proyecto nacional. En este ambiente, donde tam-
bién trabajaba María Rostworowski, prosperaron sus investiga-
ciones y se publicaron sus principales libros que cuestionaban la
imagen histórica tradicional del Perú.
      Yo mismo viajé a Francia. Había terminado en 1967 y en 1969
concluí una tesis sobre «Nueve bibliotecas jesuitas en el momento
de la expulsión (1967)» tomando al libro de Lucien Febvre, Martín
Lutero, un destino, como una referencia fundamental. Viajé a París
en 1970 y en noviembre de 1973, gracias al aliento y dirección
permanente de Ruggiero Romano, defendí mi tesis doctoral de ter-
cer ciclo, que tres años más tarde el Instituto de Estudios Peruanos
publicara con el título De la encomienda a la hacienda capitalista. El
valle del Jequetepeque, s. XVI-XX. Un intento de mirar la historia de un
valle desde los cambios lentos de la geografía, sin descuidar la
evolución demográfica, los cambios en la tenencia y propiedad
de la tierra, tratando de señalar una periodificación del proceso
económico y estudiando también los acontecimientos de muy a
corto plazo como la sucesión de linajes de hacendados, la presen-
cia de las órdenes religiosas y los movimientos sociales.




198
Era la primera mirada, en el largo período de cuatro siglos, a
una región rural peruana muy bien delimitada. La geografía, la
economía y aun la antropología al servicio de una historia con
pretensiones globalizantes. Entre 1970 y 1973 asistí puntualmente
a los seminarios de Ruggiero Romano, Fernand Braudel, Pierre
Vilar, Fréderic Mauro e Immanuel Le Roy Ladurie. A través de ellos
me acerqué a nuevas problemáticas, metodologías más estadísti-
cas y esfuerzos concretos de investigación: mi interés principal era
la historia agraria.
      Pero aquí debo agregar que la biblioteca del Institutes des
Hautes Etudes pour l’Amerique Latine y la misma biblioteca perso-
nal de Ruggiero Romano me acercaron a importantes libros de his-
toria sobre América Latina escritos por notables historiadores lati-
noamericanos. Bastaría mencionar Pueblo en vilo de Luis Gonzáles
y El valle del río Puangue de Jean Borde y Mario Góngora para recor-
dar solamente dos libros que me resultaron tan provechosos como
las innovadoras investigaciones de los historiadores franceses.
      Luego, gracias a una segunda beca de estudios, realizo una
segunda especialización de 1982 a 1983, en la ya denominada
Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales. Habían pasado casi
diez años de la defensa de mi doctorado, de mis lecturas de Marc
Bloch, F. Braudel, I. Le Roy Ladurie; ahora tenía un mayor interés
en la antropología, en lo que se comenzaba a denominar antro-
pología histórica y en particular en los trabajos recientes de Jacques
Le Goff y en la historia de las mentalidades. El libro de Le Goff
Naissance du purgatoire de 1982 ejerció una influencia decisiva en
mis nuevas investigaciones. Por eso asistí, de nuevo puntualmen-
te, a los dos seminarios de Jacques Le Goff; también a los de C. Lévi-
Strauss en el College de France y a los de Maurice Godelier y Marc
Augé y realice algunas visitas esporádicas al seminario de François
Furet.
      Ahora quisiera analizar, aunque de manera muy general, el
itinerario profesional de Alberto Flores-Galindo (1949-1990). Un
joven de clase media limeña, educado en un colegio particular (La
Salle) y luego un brillante alumno de Franklin Pease y H. Bonilla,
en la Universidad Católica. En 1971, a los 22 años, defendió en esta
misma universidad una tesis dedicada a estudiar a los trabajado-
res mineros de la sierra central del Perú entre 1900 y 1930. Era el




                                                                 199
inicio fulgurante de un gran historiador. Al año siguiente, en 1972,
con el apoyo de F. Pease y H. Bonilla, A. Flores-Galindo ganó una
beca francesa de estudios y se instaló en París durante dos años
(1972-1974), asistiendo a los cursos de P. Vilar, R. Romano, J. P.
Vernat, Nikos Poulantzas y Robert Paris, un gran exégeta y cono-
cedor de Gramsci. Dos años intensos dedicados a asistir a semina-
rios, conocer el idioma y leer todos los libros posibles. Sus intereses
se centraron en el marxismo occidental (L. Althusser), el psicoaná-
lisis, la nouvelle histoire, la sociología (P. Bourdieu), la antropología
y la literatura francesa.
      Nunca se interesó mucho en la geografía, la economía y la
filosofía. El marxismo, lógicamente, fue su interés central y por
añadidura su aplicación en el análisis histórico tal como lo hacían
W. Kula, M. I. Finley, B. Geremek, E. P. Thompson, P. Anderson, A.
Gramsci, A. Labriola, R. Paris y P. Vilar, por supuesto.
      A. Flores-Galindo regresó a París en enero de 1983 a defender
su tesis de tercer ciclo y volvimos a encontrarnos en esta ciudad
dentro de una nueva coyuntura intelectual francesa: descenso del
estructuralismo antropológico, ascenso del marxismo occidental y
cuando la Escuela de Annales estaba plenamente orientada hacia
la historia de las sensibilidades y de las mentalidades. La tesis de
Flores-Galindo, dirigida por Ruggiero Romano, publicada luego
como Aristocracia y plebe. Lima, 1769-1780 en 1984 es un análisis
integral de la sociedad limeña de entonces: la economía, los gru-
pos sociales, las relaciones entre amos y esclavos, los grupos po-
bres marginales y los acontecimientos políticos que conducen a la
independencia criolla de 1821.
      Con Flores-Galindo, desde 1974, después de nuestro primer en-
trenamiento en Francia, publicamos numerosos trabajos en conjun-
to: sobre los diezmos en el siglo XVIII, el feudalismo andino y los
movimientos sociales (1860-1830) y finalmente el libro Apogeo y cri-
sis de la República Aristocrática (1895-1930) de 1980. Hacia 1978-79,
cerrada para nosotros la tertulia de Pablo Macera, nos acercamos a
Jorge Basadre [1903-1980], nuestro gran historiador de la Repúbli-
ca, para que leyese algunos capítulos de nuestro libro Apogeo y crisis
de la República Aristocrática. Nuestras sorpresas fueron muy grandes:
leyó algunos capítulos, nos sugirió pistas muy interesantes y com-
probamos su gran soledad y aislamiento celosamente conservados.




200
Por su temperamento, inhibiciones y estilo de vida, muy pron-
to comprendimos por qué no se había rodeado, como en el caso de
Raúl Porras B., de alumnos, de asistentes de investigación, de ami-
gos y de una tertulia similar que hubiera producido, con toda segu-
ridad, una influencia de incalculables dimensiones en nuestra ge-
neración de los años 60.
     Tenía todas las condiciones para hacerlo, pero prefirió el aisla-
miento, la discreción, la distancia de los grupos políticos y del pe-
riodismo. Nos pareció, en estos años, que conocía todas las noveda-
des mundiales sobre la especialidad y que había seguido muy de
cerca el proceso y situación última de la Escuela de Annales. Nos
habló y nos mostró los dos volúmenes de la edición inglesa del libro
del Theodore Zeldin, Histoire des passions françaises, 1848-1945, pu-
blicados en 1973 y en 1977, y otras novedades sobre historia de
las mentalidades, que entonces no comprendimos muy bien porque
aún estábamos muy involucrados con la historia económica, polí-
tica y social; con las cifras y conceptos. Nuestro último libro, para
sorpresa de Jorge Basadre, mostraba un Perú múltiple, de ritmos
regionales diversos, donde las ideologías tradicionales (milenaristas
y mesiánicas) actuaban con eficacia y donde las mentalidades
andinas tenían tanta vigencia o función como el afrancesamiento
de las élites urbanas limeñas. Esto es lo que sorprendió al maestro
Basadre y, por otro lado, le agradó la actitud nuestra, respetuosa y
hasta reverente ante el gran historiador que había criticado la repú-
blica criolla, pero que tenía la posibilidad de mirar con optimismo
el Perú del futuro.
     Nuestro libro de 1980 nos había permitido comprobar que el
trabajo colectivo era posible: era la culminación de una labor com-
partida de dos personas algo diferentes. Él era siete años menor
que yo, limeño, de la clase media urbana, educado en un buen
colegio, egresado de la Universidad Católica y criado dentro de
una familia sinceramente católica. Yo era provinciano, salido de
las clases medias rurales, educado en un colegio nacional de Lima,
egresado de la Universidad de San Marcos y perteneciente a una
familia sólo formalmente católica.
     Yo me preciaba de mi experiencia rural y Flores-Galindo de su
similar urbana. Pero teníamos muchas cosas en común: habíamos
egresado de una escuela de historia, historiadores de vocación,




                                                                 201
nos interesaban las ciencias sociales, el mundo rural, evitábamos
los dogmatismos políticos y nos apasionaba la investigación en
archivos.
     Casi sin darnos cuenta, como quizá debería ser, continuamos
trabajando cada vez más estrechamente. Primero en el Archivo
del Fuero Agrario (1987-1982), una rica dependencia del Tribunal
Agrario donde —gracias a la tenacidad de Humberto Rodríguez
Pastor y al respaldo de Eric J. Hobsbawm, Juan Martínez Alier, H.
Bonilla y Pablo Macera— se había reunido, rescatado y se conser-
vaba una buena cantidad de archivos completos de las haciendas
expropiadas durante el proceso de aplicación de la Reforma Agra-
ria iniciada en 1969. Libros contables, libros de diario, de caja y
una abundante cantidad de correspondencia permitieron la ela-
boración de numerosas investigaciones monográficas. Dentro de
este ambiente escribimos el libro Apogeo y crisis...; luego Flores-
Galindo terminó su Aristocracia y plebe y yo mi libro más económi-
co y cuantitativo denominado Lanas y capital mercantil. La casa
Ricketts, 1895-1930, publicado en 1981.
     Pero, lo más interesante de esta experiencia en el Archivo del
Fuero Agrario fue que pudimos viajar por el sur andino. En 1978
visité numerosas zonas rurales del Cusco, Puno y Arequipa; sus
distritos remotos y alejados. En Cusco y Arequipa conocí a varios
ex hacendados, expropiados por la aplicación de la ley de Reforma
Agraria de 1969, que no entendían por qué los calificaban de temi-
bles gamonales (hacendados tradicionales andinos), si ellos —como
decían— se habían limitado a continuar con las viejas tradiciones
andinas y a cultivar los viejos intercambios de solidaridad y reci-
procidad con sus trabajadores. Muchos de sus trabajadores, a quie-
nes no pudieron asalariar totalmente, eran sus compadres y ami-
gos. También trabajé diez días en la pequeñísima biblioteca públi-
ca de Sicuani, capital de la provincia cusqueña de Canchis. Aquí,
a través el periódico local La Verdad, editado por los comerciantes
locales, para criticar a los gamonales tradicionales, dueños de casi
todas las tierras de la provincia, encontré muchas noticias sobre la
sublevación campesina de los años 1920-1923. El mesianismo y el
milenarismo andinos no eran cosa del pasado, sino del mismo
siglo XX. No estábamos frente a realidades ideológicas, ni políticas,
sino frente a comportamientos sociales movidos por una imagina-




202
ción histórica muy viva que con mucha dificultad diferenciaba las
ficciones de las realidades.
      En el segundo semestre de 1982 regresé a Francia con una
beca de segunda especialización y cuando Flores-Galindo llegó en
enero de 1983, para defender su tesis doctoral, permanecimos jun-
tos —con ese ritmo estudiantil que habíamos practicado diez años
antes— más de un mes en la Cité Universitaire. El tiempo suficiente
para hacer el diseño de un nuevo proyecto en común: la utopía
andina. Por eso nos comenzó a interesar seriamente la antropolo-
gía, el psicoanálisis, el folclor, la cultura popular, la imaginación
colectiva y las mentalidades. La historia económica, social y políti-
ca había quedado relegada a un segundo plano y sin darnos cuen-
ta nos habíamos contagiado —a pesar de las duras críticas del
maestro Pierre Vilar— de los nuevos rumbos de la Escuela de
Annales. De regreso a Lima comenzamos a trabajar en el Instituto
de Apoyo Agrario (1983-1987), institución muy cercana a la Confe-
deración Campesina del Perú (CCP) y a un partido importante de
izquierda. Luego, en 1987, Flores-Galindo fundó Sur, Casa de Es-
tudios del Socialismo y comenzó a publicar la revista Márgenes.
      Había optado por el socialismo militante (sin compromiso con
ningún partido político), por el ensayo histórico, por la tertulia
institucional y por la promoción de nuevos estudios e investiga-
ciones socialistas. En 1987 publicó su libro Buscando un inca, identi-
dad y utopía en los Andes, s. XVI-XX, y en 1988 publiqué mi libro
Nacimiento de una utopía, muerte y resurrección de los incas.
      El proyecto utopía andina había concluido así, como dos es-
fuerzos individuales, desarrollados gracias a becas internaciona-
les, dentro de instituciones no-gubernamentales, conocidas como
instituciones de izquierda, interesadas en descubrir, promover y
difundir una visión crítica del pasado peruano y contribuir a dise-
ñar una posibilidad futura del Perú, comprometida con las expec-
tativas andinas y populares.

d. Epílogo: Del mito a la realidad

He elegido, de manera consciente, el ensayo y el testimonio perso-
nal para analizar, buscando precisión y objetividad, la influencia
de la Escuela de Annales en la historiografía peruana contemporá-




                                                                 203
nea (1950-1990). Con la finalidad de precisar la influencia de la
Escuela de Annales en el Perú he distinguido tres períodos: 1. La
influencia clásica francesa (1930-1960); 2. Mitos (1959-1970): pri-
meras influencias de Annales; y 3. Realidades (1970-1990): la ge-
neración afrancesada, el marxismo y la revolución. El segundo
período he querido denominarlo de los Mitos, por una razón muy
sencilla: los historiadores de esta época no asumieron consciente-
mente esta influencia, ni se identificaron abiertamente con ella.
¿Eran reales o ficticios los vínculos establecidos entre la Escuela de
Annales y los historiadores peruanos durante este período? No
puedo detenerme a ofrecer una respuesta rotunda y definitiva.
      En el tercer momento aparecen lo que podríamos denominar los
historiadores «afrancesados», que podrían hacer recordar a los
«afrancesados» de las primeras décadas del presente siglo, con un
largo entrenamiento en Francia, con estables relaciones con especia-
listas franceses, con un buen manejo del idioma francés, comprome-
tidos con el marxismo y la revolución y posesionados de una amplia
bibliografía de la denominada nouvelle histoire. Pero deberíamos
preguntarnos, por una cuestión de rigor, ¿solamente estos hechos,
casi burocráticos, una beca, una amistad y la propiedad de unos
libros, determinan la influencia de una escuela histórica extranjera
en la formación y práctica profesional de un grupo de historiadores
peruanos? Considero que hay razones mucho más profundas, inte-
lectuales, sociales y políticas que crearon la permeabilidad de los
historiadores peruanos a la influencia de la Escuela de Annales.
      En primer lugar, el espíritu iconoclasta, la actitud herética, la
convicción científica globalizante y la posibilidad de una acerca-
miento sistemático a las tradiciones culturales nacionales que per-
mitía y, de alguna manera, promovía la Escuela de Annales. Espíri-
tu iconoclasta con respecto a la historiografía tradicional se con-
vierte, en el Perú, en una actitud de crítica sistemática a la histo-
riografía tradicional peruana, la que había sobrevalorado la heren-
cia criolla, cristiana y occidental. La iconoclasia permitió a los his-
toriadores de esta tendencia hacer una historia al revés, de los gru-
pos oprimidos, desplazados, de los sin historia, de los indígenas y
denunciar las formas de explotación, discriminación, internas y
externas, que mantenían postrado al Perú en el atraso y la miseria.
Los historiadores de esta tendencia no tuvieron ninguna timidez




204
en señalar a la conquista española, al sistema colonial hispánico,
la ineficacia de la república criolla y a las diversas formas de explo-
tación imperialista como los culpables del atraso y miseria actua-
les. Era, evidentemente, una interpretación iconoclasta de la histo-
ria peruana y aun al revés: la relación con Europa, con Occidente, al
liquidar las armonías de los sistemas andinos nos sumió en la cri-
sis y las dificultades permanentes.
      La actitud herética frente a los dogmatismos políticos y teóri-
cos permitió una apertura hacia los diversos avances de las cien-
cias sociales. De esta manera, en el caso específico de A. Flores-
Galindo, se proseguía con la tradición marxista y revolucionaria
inaugurada por José Carlos Mariátegui (1849-1930): un pensamiento
reacio a los dogmatismos y abierto a las diversas corrientes intelec-
tuales. Este precedente permitió, por otro lado, que la influencia de
la Escuela de Annales no entrara en abierta oposición con un pen-
samiento revolucionario y una militancia, pasiva o activa, vanguar-
dista. Además, dadas las características de la sociedad peruana,
múltiple étnica y culturalmente, con amplias mayorías que no te-
nían acceso a la escritura, se hizo necesario el recurso a las otras
ciencias sociales para intentar aproximaciones históricas globa-
lizantes y totalizadoras. Finalmente, la historiografía peruana no
podía prescindir de las tradiciones intelectuales desarrolladas en
el Perú: el indigenismo y el pensamiento socialista de Mariátegui
influyeron poderosamente en la emergencia de una historia crítica,
moderna, andina y nacional.
      En consecuencia, la Escuela de Annales transmitió sus in-
fluencias al Perú a través de mecanismos burocráticos porque exis-
tían condiciones políticas, intelectuales y aun sociales que hacían
viable la transferencia de elementos de una escuela histórica ex-
tranjera a una generación de nuevos historiadores peruanos. Esto
no lo podemos reducir, de ninguna manera, a tres años. Aquí ten-
dríamos que agregar otros nombres: Diego Messeguer y sus estu-
dios sobre Mariátegui, Germán Peralta y su tesis sobre el comercio
de esclavos en el siglo XVII; Nelson Manrique y Wilfredo Kapsoli,
también por la influencia de viajes posteriores, han terminado por
acercarse más conscientemente a la Escuela de Annales. Incluso
debemos indicar que Franklin Pease y Luis Millones, que han rea-
lizado importantes estudios de etnohistoria bajo el estímulo de




                                                                  205
historiadores norteamericanos, también se han acercado a la Es-
cuela de Annales.
      Bastaría mencionar el último libro de Millones sobre Santa
Rosa de Lima, una devota religiosa surgida en la Lima del siglo
XVIII. Entre los más jóvenes tendría que mencionar a Luis Miguel
Glave, María Isabel Remy y José Deustua de la U. Católica y a Luis
E. Luna de la Universidad de Lima. Y un libro último de Imelda
Vega-Centeno, Pedro Pascual Farfán de los Godos. Obispo de indios
(1870-1945), 1993, donde la autora aplica la metodología brau-
deliana de las tres duraciones de la historia para explicar mejor la
biografía de un personaje cusqueño.
      Para terminar quisiera remarcar que un último rasgo que ca-
racteriza a la historia crítica, nacional, andina y moderna en el
Perú es su carácter extrauniversitario y su transmisión más por la
tertulia que por la lección magisterial en las aulas, o por las obliga-
ciones que imponen los planes de estudios de las escuelas de his-
toria. Tal como sucedió con Mariátegui en los años 20, el nuevo
pensamiento social surgió al margen de la universidad y en esa
fecunda convivencia de la investigación histórica, la teoría social y
la reflexión política. Este rasgo, que antes constituía su fuerza, ahora,
con la crisis de las ideologías, el avance del neoliberalismo, de las
universidades privadas y el colapso de los socialismos en Europa
oriental, se puede convertir en su mayor debilidad.

    18. Historia y antropología en el Perú (1980-1998):
        tradición, modernidad, diversidad y nación

La conquista española (1531-1536) constituye un factor de ruptura
en el proceso histórico de las regiones andinas; un acontecimiento
que puso fin a un largo período de desarrollo autónomo y que mar-
có el inicio de un largo período de devastadora presencia hispánica
en los Andes cuyas consecuencias aún se pueden percibir en la
actualidad. Sin embargo, debemos indicar que las poblaciones in-
dígenas conquistadas no fueron totalmente aniquiladas, ni com-
pletamente aculturadas, ni disueltas en nuevas culturas sincréticas,
sino que respondieron de manera muy diversa ante la conquista y
la dominación colonial españolas. En la costa las poblaciones indí-
genas casi desaparecieron y los debilitados grupos supervivientes




206
fueron ampliamente aculturados. El sincretismo cultural más bien
fue propio de las regiones altoandinas y lo detectamos tanto en la
cultura, en la vida cotidiana como en las religiosidades populares.
Pero en muchos casos encontramos una tenaz y persistente actitud
tradicionalista que creó la conocida imagen de las dos «repúbli-
cas» bajo un mismo sistema colonial, una «de españoles» y la otra
«de indios». Una dualidad que aún la encontramos en los dos últi-
mos siglos republicanos.
     Este hecho colonial ha tenido importantes consecuencias en
los estudios sobre el proceso histórico y por eso se justificó amplia-
mente una doble entrada metodológica, la de una historia
antropológica y la de una antropología histórica. La historia tenía
que ser antropológica en tanto era necesario hacer la historia de
grupos humanos, los indígenas conquistados, organizados de
acuerdo con patrones no occidentales, pero que vivían dentro del
sistema colonial europeo. Al mismo tiempo la antropología debía
ser histórica ya que era necesario entender a las poblaciones indí-
genas actuales considerando un proceso histórico que las había
desestructurado e impuesto patrones occidentales en sus ordena-
mientos sociales, económicos y políticos. Finalmente, si bien la con-
quista española produjo un proceso histórico que hizo necesario
la combinación de historia y antropología, por otro lado los sujetos
de estudio de esta particular combinación son los «vencidos», los
derrotados del siglo XVI, los indígenas, convertidos ahora en las
mayorías sociales del siglo XX de diversos países andinos, espe-
cialmente Bolivia, Ecuador y Perú. Las que difícilmente se expre-
san a través del texto escrito y las que aún viven en condiciones
modernas de opresión, marginación y explotación. Esto convirtió
a la etnohistoria en una disciplina con una cierta proclividad
al discurso indigenista, reivindicacionista, garcilasista, a veces
sospechoso de criticar los mecanismos actuales de dominación y
—muy a menudo— abiertamente socialista.

a. Antecedentes lejanos

Los primeros estudios, modernos y sistemáticos, de historia y an-
tropología en la historiografía peruana los encontramos en la obra
de Heinrich Cunow (1862-1936). Entre sus estudios más impor-




                                                                 207
tantes podemos mencionar a los siguientes: Las comunidades de Al-
dea y Marca del antiguo Perú de 1890, El sistema de parentesco peruano
y las comunidades gentilicias de los Incas de 1891 y La organización
social del imperio de los Incas de 1896, donde el subtítulo «Investiga-
ción sobre el comunismo agrario en el Antiguo Perú» será muchas
veces citado por escritores peruanos socialistas con evidentes in-
tenciones políticas de fundamentar sus propuestas de cambio en
la historia antigua del Perú. H. Cunow fue, además, un intelectual
socialista muy crítico del fascismo de su época y por eso Gerdt
Kutscher describe los últimos años de su vida, cuando el fascismo
se encontraba en pleno ascenso, de la siguiente manera: «Sus últi-
mos años de vida se vieron afectados por la prohibición de escribir,
la soledad y la enfermedad, carga pesada para el antes tan impe-
tuoso y temperamental luchador» (1976: 40).
     La intención manifiesta de Cunow era entender mejor la his-
toria prehispánica andina desde la antropología de Lewis H.
Morgan. Así lo afirmó en su estudio de 1890: «Los trabajos de
Morgan me movieron a estudiar la organización social de varios
pueblos americanos, especialmente el del imperio de los Incas y el
de los aztecas» (1933: 9). Este ensayo buscó —además— demostrar
la importancia de los ayllus «[...] como base sobre la cual se levanta
todo el edificio social del imperio de los incas» (1933: 11). En su
libro de 1896, H. Cunow realiza una comparación, sin importarle
las diferencias étnicas, entre la organización de los incas y de los
antiguos germanos con la intención de desmitificar la singulari-
dad del «milagro inca» llegando a afirmar, «Lo que hay de comu-
nismo en las instituciones del imperio de los incas, es aquel comu-
nismo agrario, el cual ha existido en un cierto grado de desarrollo
en todos los pueblos civilizados, como producto natural de la or-
ganización de las comunidades gentilicias» (1933: VI).
     En segundo lugar, quisiera mencionar a Paul Rivet (1876-
1958), antropólogo, lingüista, diputado socialista, muy interesado
en la historia y fundador del Musée de l’Homme de París. Desde
1930, Paul Rivet visitó frecuentemente el Perú, trabó amistad con
numerosos estudiosos peruanos, fomentó los estudios antropo-
lógicos, históricos, lingüísticos y contribuyó a elevar el aprecio que
se tenía por las culturas indígenas. En su libro Los orígenes del hom-
bre americano (1943) defendió dos teorías histórico-antropológicas




208
de amplia difusión y aceptación en el Perú: la inmigración asiática
y polinésica tardía que pobló América y el autoctonismo de las
culturas indígenas americanas. La segunda teoría, que provenía
de la arqueología, le permitió un buen diálogo con el arqueólogo
peruano Julio C. Tello y también con la moderna arqueología pe-
ruana y andina en general. Paul Rivet, durante este período, re-
unió una rica bibliografía peruana en el Musée de l’Homme, fomen-
tó las investigaciones histórico-antropológicas y, finalmente, lo que
podemos considerar una modalidad particular de influencia, donó
una rica colección bibliográfica de estudios andinos a la Biblioteca
Nacional de Lima.
     Hay un parentesco bastante evidente entre H. Cunow y P. Rivet:
la sensibilidad socialista, la abierta oposición al fascismo y a los
racismos de cualquier procedencia. Esto lo expresó abiertamente
P. Rivet en su pequeño libro llamado Trois lettres, un message, une
adresse (México, 1950) donde recoge textos de 1940 de radical y
rotunda oposición al Mariscal Petain y donde defiende la humani-
dad del antropólogo: «L’ethnologie ou science del homme est une
école d’optimism» (1950: 47). Al mismo tiempo se pone de lado del
progreso, la evolución progresiva de la humanidad y el tránsito
inminente de los ordenamientos nacionales a un definitivo orden
universal más humano (1950: 49).
     No quisiera dejar de mencionar el pequeño gran libro de Alfred
Métraux (1902-1963), Les Incas (1961), que además de popularizar
las conclusiones de las investigaciones de John V. Murra, contri-
buyó a difundir ampliamente su propuesta de que los campesinos
quechuas de la actualidad, sumidos entonces en la miseria y en la
explotación feudal del sistema de haciendas, eran los detentadores,
re-inventores, herederos de la cultura, material y espiritual, que
poseyó el hatunruna (mayoría social) de la época inca. En general,
los estudios de P. Rivet y de A. Métraux, apuntarán en una misma
dirección: hacia el descubrimiento de la historia y de la cultura de
los hombres andinos, de los indígenas, de los conquistados en el
siglo XVI. La combinación de historia y antropología estaba plena-
mente justificada para entender un proceso histórico donde lo in-
dígena aparece como cautivo de lo occidental y donde el indígena
actual supervive como congelado en el tiempo y aparentemente
aferrado a sus propios patrones culturales. Por lo tanto, sólo una




                                                                209
historia antropológica puede dar cuenta de este proceso y de los
resultados actuales, un campesinado indígena cautivo de la histo-
ria y creador de la diversidad cultural andina.

b. Antecedentes cercanos (1950-1986)

Las investigaciones de historia y antropología, en estos 36 años, se
han enriquecido por la confluencia de múltiples corrientes y de
numerosos esfuerzos personales de historiadores peruanos y ex-
tranjeros. En este proceso podemos señalar cuatro hechos funda-
mentales. El primero: los historiadores extranjeros y peruanos han
consolidado y desarrollado, para los períodos prehispánico y co-
lonial, lo que con frecuencia se denomina la etnohistoria andina.
Esta puede definirse brevemente como un esfuerzo sistemático di-
rigido a revelar y explicar la especificidad y originalidad de las
sociedades indígenas en los Andes. Aquellas sociedades tantas
veces estudiadas y tantas veces interpretadas comenzaron a ser
reevaluadas desde categorías antropológicas novedosas que per-
mitieron una lectura diferente de las tradicionales fuentes andinas
y de algunas crónicas, como la de Juan de Betanzos (1551), cuya
versión completa recién se publicó en 1987. Debemos mencionar el
trabajo pionero, en el terreno de la etnohistoria, de Luis E. Valcárcel
(1891-1986), a tal punto que su libro de 1959 se llamará Etnohistoria
del Perú antiguo. Historia del Perú (Incas). Valcárcel realizó un im-
portante trabajo institucional en la Universidad de San Marcos
promoviendo cursos de antropología e historia, las investigacio-
nes arqueológicas y en la dirección del Museo Nacional de Cultura
de la avenida Alfonso Ugarte apoyando las investigaciones antro-
pológicas de José María Arguedas. Todos recuerdan además su
libro de 1927 Tempestad en los Andes, prologado por José Carlos
Mariátegui, donde denunciaba la injusta situación del indígena
dentro del sistema de haciendas y donde demandaba un nuevo
líder, para el nuevo indígena, que pudiera ponerse al frente de este
movimiento reivindicacionista. Sería también justo mencionar los
estudios de Ella Dunbar Temple, de los años 30 y 40, algo alejados
de la antropología, sin embargo muy dentro temáticamente de la
etnohistoria, sobre los linajes de los Apolaya del valle del Mantaro
en la época colonial, y los descendientes mestizos de los últimos




210
incas como Melchor Carlos Inca. Ella estudia, aunque sin rigor
antropológico, la fuerza y persistencia del parentesco noble indí-
gena, que se mantiene asimilando al mestizaje dentro de las reglas
de las sucesiones andinas.
     La nueva etnohistoria andina elaborada por extranjeros como
John V. Murra, John H. Rowe y R. Tom Zuidema y los peruanos
como Waldemar Espinoza, Franklin Pease y María Rostworowski,
construyeron una imagen nueva de las sociedades prehispánicas.
John H. Rowe se interesó preferentemente por la arqueología, la
etnohistoria y la historia del arte. John V. Murra comenzó estu-
diando a los campesinos de Otavalo y terminó proponiendo el
modelo recíproco-redistributivo para entender la especificidad de
la organización económica del Estado inca. R. T. Zuidema comen-
zó estudiando a las comunidades campesinas de España, para
luego abordar el estudio de las regiones andinas, actuales e histó-
ricas, y proponer el modelo estructural para entender la organiza-
ción social, política y ritual del Cusco.
     La historiografía peruana actual sobre los incas ha sido pro-
fundamente influenciada por estos tres últimos autores. De la con-
fluencia de una historiografía peruana preocupada por el dato y la
constatación empírica con las líneas de reflexión desarrolladas
por Rowe, Murra y Zuidema nacerá la moderna etnohistoria pe-
ruana. Esta confluencia se vuelve evidente, durante los años 70, en
las publicaciones de Waldemar Espinoza, Franklin Pease y María
Rostworowski. El segundo asumirá fundamentalmente las ideas
de Rowe, y los dos restantes, con las especificidades de cada uno,
se acercarán a los planteamientos de Murra y Zuidema.
     De esta manera, el imperio inca, idealizado por el Inca Gar-
cilaso y presentado por los europeos de la Ilustración como una
utopía ubicada en sociedades no-occidentales, comienza a ser en-
tendido desde el modelo recíproco-redistributivo que Karl Polanyi
utilizó para explicar el funcionamiento de sociedades africanas de
similar complejidad (John MURRA 1955). Los principios de la duali-
dad, la tripartición y la cuatripartición comienzan a ser utiliza-
dos por los historiadores para hacer nuevas lecturas de las cróni-
cas y de los documentos españoles (R. Tom ZUIDEMA, The Ceque
system of Cuzco, 1964). Más aún, la etnohistoria comenzó a consi-
derar la historia de las sociedades indígenas como un corpus his-




                                                              211
tórico independiente, con su propia lógica, dinámica, categorías,
mecanismos de resistencia, sobrevivencia y reproducción.
      Asimismo, la historia y la antropología nos mostraban que las
sociedades andinas no eran simplemente sociedades históricas, sino
también sociedades actuales que habían logrado sobrevivir dentro
de contextos coloniales o republicanos adversos. Habían sobrevivi-
do conservando muchas de sus estrategias que procedían de sus
milenarias tradiciones andinas, como la búsqueda de autosuficien-
cia, el aprovechamiento agrícola vertical de las tierras de laderas, la
aplicación de los principios de la reciprocidad y la solidaridad en
el funcionamiento cotidiano de las sociedades rurales indígenas.
El aporte fundamental de la etnohistoria andina fue hacer de la
historia de lo indio la historia de una civilización singular, propia
de los Andes, con un nivel y calidad que la ubicó muy cerca de las
refinadas civilizaciones del mundo no-occidental.
      En segundo lugar: un hecho de suma importancia, que provie-
ne fundamentalmente de la antropología, es el descubrimiento del
mito de Inkarrí. Este mito parece expresar, bajo el simbolismo de la
resurrección del cuerpo del inca, la reconstitución de la sociedad
indígena. Aquí tenemos que mencionar las investigaciones de José
María Arguedas en los años 50 que dan cuenta de este descubri-
miento y luego numerosas investigaciones, como las de A. Ortiz
Rescaniere, que detectan la presencia de este mito en otros contex-
tos andinos. ¿Desde cuándo existía este mito?, fue la pregunta plan-
teada a los historiadores y las primeras respuestas parecen locali-
zar sus orígenes en la muerte de Túpac Amaru I en 1572, quien fue
decapitado en la plaza principal del Cusco por orden del virrey
Francisco de Toledo y con quien se extingue definitivamente la
última resistencia inca estatal en los Andes. El mensaje de este
mito fue interpretado de múltiples maneras. Unos lo considera-
ban como una expectativa mesiánica (el inca como salvador), otros
como una esperanza milenarista (el fin de una época y el regreso
de la época anterior, sin los europeos y más justa) y otros como una
actitud anticolonial. Aquí debemos recordar el libro de Nathan
Wachtel, La visión de los vencidos, de 1971, donde estudia el recuer-
do traumático de la conquista en las poblaciones andinas contem-
poráneas. Los pobladores de Oruro, según su estudio, representa-
ban la muerte de Atahuallpa en su fiesta de carnaval y terminaba




212
la representación con un mensaje mesiánico de apego a la cultura
indígena y de rechazo a lo europeo. De esta manera, el estudio de la
representación de la muerte de Atahuallpa en las fiestas actuales
servía para evaluar el grado de integración, sincretismo o mestiza-
je en las poblaciones andinas. Esta combinación de historia y an-
tropología podía ofrecer, por los resultados que el presente exhi-
bía, una mejor comprensión del proceso colonial.
      En tercer lugar: paralelamente al enorme desarrollo de la an-
tropología y de la etnohistoria, una nueva historia peruana, fuerte-
mente inspirada en el marxismo y dirigida a revisar críticamente la
historia andina, comenzó a abrirse paso y a multiplicar sus estu-
dios que exploraban, desde puntos de vista nuevos, la historia
rural, la historia económica, la historia política y la historia de los
movimientos campesinos. Así se comienza a hablar del carácter
elitista de la Independencia criolla de 1821, de la frustración de la
república del siglo XIX, el feudalismo de las haciendas andinas en
pleno siglo XX, el deterioro de la condición del indígena durante la
República, sus luchas permanentes y la ausencia de un proyecto
nacional criollo capaz de superar los viejos hábitos coloniales de
explotación y marginación del indígena. Estos estudios difícil-
mente combinaban la historia y la antropología, pero se apoyaban
abiertamente en los resultados de las investigaciones histórico-
antropológicas. La antropología ayudaba a entender a las mayo-
rías indígenas, sus organizaciones sociales, económicas, políticas,
sus ideologías arcaicas, sus fiestas, sus rituales y sus creencias
religiosas. Permitía además entender las razones de la persisten-
cia y vitalidad de las sociedades indígenas. La antropología y la
historia parecían recuperar ese especial legado, simpatía y actitud
comprensiva por las sociedades indígenas, de H. Cunow y de P.
Rivet de las décadas pasadas.
      En cuarto lugar, tanto la historia como la antropología se pre-
ocuparon por estudiar los numerosos movimientos campesinos
contra la explotación terrateniente de los siglos XIX y XX. En este
enfrentamiento, ambos grupos sociales en conflicto elaboraron pro-
gramas políticos opuestos y de naturaleza distinta. Los campesi-
nos pretendían —como lo hacían en sus fiestas y creencias— resca-
tar el pasado prehispánico e idealizaban —aunque de manera muy
sutil— la historia interrumpida en el siglo XVI hasta convertirla en




                                                                  213
un proyecto alternativo. Esta mirada a la historia la realizaban de
manera muy disimulada y exteriorizaban sus intenciones con ges-
tos, exclamaciones y también con algunos textos escritos donde
expresaban su identificación con esa sociedad indígena extingui-
da. Al mismo tiempo, los grupos terratenientes elaboraron una se-
rie de conceptos o categorías que los utilizaron para descalificar a
esos movimientos campesinos. Frente a ciertas insinuaciones de
movimientos nativistas los hacendados reaccionaron con la acu-
sación de «guerra de castas»: los terratenientes decían que los in-
dios se levantaban contra los blancos porque pretendían destruir
la «nación peruana». Entendían la «nación peruana» como la «na-
ción criollo-occidental». Los hacendados inundaron los periódi-
cos con estas acusaciones con la finalidad de legitimar una efecti-
va represión de la rebeldía campesina, pero el resultado fue que
estas acusaciones, casi siempre sin fundamento real, fueron trans-
formando lo ficticio para los difusores (milenarismo inca y guerra
de castas) en realidades para los receptores.

c. Los indígenas bajo el dominio colonial

El profesor John H. Rowe (n. 1918) es el pionero en los estudios
modernos de los indígenas bajo el sistema colonial. Él vino al Perú
por primera vez en 1939. Visitó el Cusco de la época, inició sus
primeras investigaciones en el templo de Coricancha (Santo Do-
mingo), frecuentó el entorno de Julio C. Tello en Lima y desde en-
tonces, ya hace más de 50 años, ha continuado sistemáticamente
sus investigaciones sobre la historia andina, prehispánica y colo-
nial. Las investigaciones de John H. Rowe, primero en la arqueolo-
gía, luego en la historia del arte y finalmente en la historia social
andina, le han permitido resumir sus tesis en tres ideas fundamen-
tales: 1. La posibilidad de aprehender la historia de los pueblos
andinos (a partir de los restos materiales, o técnicas, dejados por
los pueblos que han vivido en los diversos períodos); 2. La centra-
lidad del Cusco en el proceso histórico andino hasta el siglo XVIII; y
3. Su insistencia en afirmar la existencia de un discurso histórico
que describe una historia real y unilineal de los pueblos andinos,
en polémica con R. Tom Zuidema.




214
John H. Rowe, quien utilizó técnicas arqueológicas para estu-
diar la historia andina de las épocas prehispánicas provenientes
fundamentalmente de la historia europea del arte, estudió la per-
sistencia y aun evolución de la cultura andina durante el período
colonial a partir del análisis de artefactos artísticos (por ejemplo,
su Cronología de los vasos de madera Inca, 1961). En 1957 publicó su
ensayo The Incas under de Spanish institutions y un estudio sobre
Retratos coloniales de los incas, 1951, donde da vida a los hasta en-
tonces anónimos personajes y muestra que detrás de esos rostros
está la presencia de una nobleza inca que luchaba por mantener su
presencia, legitimidad e identidad. Esto lo estudia también al ana-
lizar el correlato político de estas manifestaciones culturales en su
ensayo El movimiento nacional inca del siglo XVIII, en 1954, y muestra
—a través de diversos estudios monográficos— todas las conexio-
nes, o parentescos, reales e imaginarios, entre José Gabriel Túpac
Amaru I, el rebelde de 1780-1781, y las noblezas incas del Cusco
colonial. Realiza una excelente demostración de que los descen-
dientes de los incas —reales o imaginarios— vivían al amparo de
las instituciones coloniales y que esta acomodación les permitía
promover las creaciones culturales propias, así como mantener
vivo el recuerdo del pasado inca a través de ritos y fiestas. Proceso
que, a la larga, los habría llevado a la construcción de una identi-
dad propia enraizada en la historia y la cultura andinas.
     Los libros de Nathan Wachtel, La vision des vaincus. Les Indiens
du Pérou devant la conquête espagnole (París, 1971) y Sociedad e ideolo-
gía. Ensayos de historia y antropología andinas (Lima, 1973) son el
otro ejemplo de estudios donde la antropología es puesta al servi-
cio de la historia para mostrar cómo los ordenamientos andinos
perduran bajo el dominio colonial temprano y cómo aún subsisten
hasta el gobierno del virrey Toledo (1569-1581). En períodos poste-
riores todos los principios básicos que ordenaban las sociedades y
el pensamiento andinos parecen desaparecer de la materialidad
histórica visible y refugiarse, en algunos casos, en el discurso de
cronistas como Felipe Guamán Poma, el Inca Garcilaso de la Vega
y Juan Santacruz Pachacuti. Wachtel realiza una nueva lectura de
estos textos: Guamán Poma se vuelve comprensible, con una cohe-
rencia interna que proviene más bien de la cultura andina. Igual-
mente el Inca Garcilaso de la Vega, a pesar de su cultura huma-




                                                                   215
nística, aparece como el depositario de una cultura andina no inte-
ligible para los europeos de la época. Wachtel, más aún, muestra
por primera vez, cómo el recuerdo de la conquista en los Andes ha
permanecido en las mentalidades y en las actitudes de las pobla-
ciones andinas que representan la «Tragedia de la muerte de
Atahuallpa», reinterpretando y alterando los acontecimientos rea-
les, de acuerdo con sus necesidades del presente. Lo andino, como
pensamiento, principio ordenador y como recuerdo, persistía en el
inconsciente, tanto de sus intelectuales como de las mismas pobla-
ciones andinas que representaban la muerte de Atahuallpa como
un mecanismo de recordación y de identificación. El último libro
de N. Wachtel, Le retour des ancetres. Les Indiens Urus de Bolivie, XXe.
XVIe siècle. Essai de d’histoire régressive (París, 1990, 689 pp.), es resu-
mido acertadamente por Thierry Saignes de la siguiente manera:
«El argumento central muestra que la sobrevivencia del grupo
chipaya (un millar de habitantes), relegados en el salar de Coipasa
limítrofe con la cordillera occidental, se debe a la conjunción “im-
probable” de una serie de factores: la posesión de un territorio
concedido por los españoles en el siglo XVII cuando las tierras abun-
daban y su defensa en el siglo siguiente contra la codicia de sus
poderosos vecinos aymaras; la perduración, e incluso el préstamo
de estos mismos vecinos en el marco de los reajustes coloniales, del
sistema dualista y del sistema de los cargos festivos que, a la vez
que permiten la reproducción aldeana, han proporcionado los
marcos sociales de una memoria colectiva uru» (Revista Andina,
Cusco, año 10, N.° 1, julio 1992, p. 204). De acuerdo con T. Saignes,
él «combina el análisis estructural y la historia regresiva». En otras
palabras, el autor combina la antropología y la historia y divide su
libro en dos grandes partes, la descripción etnográfica y la historia
regresiva del grupo chipaya, del siglo XX al XVI. En el epílogo encon-
tramos una sutil impresión apocalíptica, cuando el autor visita a
los uruchipayas en 1982, que el deterioro de las formas culturales
andinas y el avance de la modernización estaba prácticamente
liquidando lo que parece haber sido una brillante sociedad indíge-
na en el período previo a la conquista española. Sólo una buena
aproximación antropológica y la reconstrucción del proceso, a tra-
vés de la historia, permiten a Nathan Wachtel esta constatación.




216
Nathan WACHTEL (1935, Metz-Francia).
La historia andina como diálogo entre el presente y el pasado.




                                                                 217
El libro de Steve J. Stern, Peru’s Indian peoples and the challenge
of Spanish Conquest-Huamanga to 1640, de 1982, es en realidad un
estudio monográfico de la región de Huamanga hasta 1640, donde
podemos encontrar las múltiples formas de alianza y convivencia
entre españoles e indígenas, fundamentalmente en las élites. Estas
alianzas y convivencias, entre conquistadores y conquistados, per-
mitieron la construcción del sistema colonial, como antes habían
permitido el funcionamiento del Tahuantinsuyo. Cuando estas
alianzas y convivencias, llamadas nuevas, entran en crisis la con-
secuencia visible es la emergencia del Taky Onkoy (1560-1565), un
movimiento nativista que cuestiona el orden colonial y promueve
abiertamente el regreso a las tradiciones y estilos de vida de la
época anterior a los incas. Este movimiento indígena anticolonial
muestra la vitalidad de las sociedades andinas, su participación
en el pacto colonial y al mismo tiempo su gran capacidad para
cuestionar el orden colonial desde sus propias tradiciones cultu-
rales. Estos tres autores, por el camino de la antropología y la his-
toria o simplemente del estudio de las poblaciones indígenas, nos
muestran que lo andino estaba vivo, comprometido con el sistema
colonial, pero que en los momentos de crisis podía convertirse en
un desafío frente al dominio colonial europeo.

d. La persistencia del recuerdo: la muerte del Inca

Nathan Wachtel (1971) es el primero en estudiar, desde la historia
y la antropología, la representación de la muerte de Atahuallpa, en
este caso en Oruro (Bolivia) y en homenaje a la virgen del Socavón,
como un recuerdo que ha persistido y que las poblaciones actuales
lo escenifican o ritualizan con la finalidad de reinterpretar un acon-
tecimiento histórico y como un mecanismo de identificación. La
publicación de este libro no despertará el interés inmediato por
estudiar representaciones similares en otros contextos, sean pe-
ruanos, bolivianos o de otras regiones andinas. N. Wachtel, a tra-
vés de un análisis comparativo de las representaciones similares
en México (Danza de las plumas) y Guatemala (Danza de la Gran
Conquista), pudo proponer —por el mensaje que estas representa-
ciones transmitían— que en los Andes se podía hablar más de
disyunción que de conjunción entre lo andino y lo europeo en la




218
actualidad. Esta disyunción era interpretada como un indicador
del apego de los indígenas a sus propias tradiciones y ordena-
mientos y un rechazo, a veces sutil y otras rotundo, a los patrones
europeos identificados con los colonizadores.
      En los años 80 se produce un renacimiento del interés por esta
representación. Alberto Flores-Galindo en su libro Buscando un Inca
(1987) describe brevemente la representación actual del mismo
acontecimiento. Esta vez representado en Chiquián (Áncash), cada
30 de agosto, durante la fiesta patronal en homenaje a Santa Rosa
de Lima. En mi libro de 1988, Nacimiento de una utopía, ofrezco un
análisis etnográfico mucho más detenido de estas representacio-
nes colectivas y populares en tres pequeñas poblaciones del de-
partamento de Áncash, provincia de Bolognesi, Chiquián, Chilcas
y Mangas. Más aún mi interés era estudiar, en este libro, los inicios
de esta representación paralelamente a la emergencia de la fiesta
patronal cristiana en esta región a mediados del siglo XVII, aproxi-
madamente. La extirpación de idolatrías y la prohibición de los
rituales andinos que acompañaban a estas devociones condujo al
reemplazo de los rituales andinos por la nueva fiesta patronal cris-
tiana. Esta representación de la muerte de Atahuallpa aparece como
ritual que reemplaza a los anteriores, pero que cumple funciones
similares: recordar de dónde provienen, quiénes son y de quiénes
descienden. Así la representación de la muerte de Atahuallpa les
permitía saber que provienen del enfrentamiento de indios y espa-
ñoles, que eran indígenas y que descendían de una sociedad cuyo
monarca fue capturado y ejecutado en Cajamarca en 1533. Esta
representación la utilizaban con estos fines, como un mecanismo
de recordación, pero al mismo tiempo dando respuestas a las ur-
gencias o interrogantes que los asediaban de acuerdo con las cir-
cunstancias de cada época.
      El mismo año 1987 Teordoro Meneses publicó su libro La muer-
te de Atahuallpa. Drama quechua de autor anónimo. En 1988, Luis Mi-
llones publicó El Inca por una coya. Historia de un drama popular en los
Andes peruanos. Luego en 1992 publicará Actores de altura, donde
analiza esta misma representación escenificada durante la fiesta
patronal del Patrón Santiago de Carhuamayo (Junín). El mismo
Millones, como agotando toda su información recogida en esta po-
blación, acaba de publicar su libro Dioses familiares (1999), donde




                                                                   219
en el capítulo 4, «Atahuallpa contra Pizarro», realiza un nuevo
análisis de esta representación e incluye la transcripción de la gra-
bación magnetofónica de los parlamentos pronunciados por los
diversos participantes durante esta representación en Carhuamayo.
     Luego se multiplicaron los estudios sobre esta representación:
para ello me remito al estudio de Gisela Cánepa Koch sobre las
danzas de Cajamarca, los Chunchu y las Palla (Romero 1998), don-
de podemos encontrar un estudio etnográfico que describe el dete-
rioro o transformación sufrido por esta representación en las regio-
nes teóricamente alejadas del área nuclear andina de esta repre-
sentación. Hay también la tesis de doctorado de estado del estu-
dioso francés Jean-Philippe Husson, quien ya había hecho una
tesis sobre La poésie quechua dans la chronique de Felipe Waman Poma
de Ayala (1985), donde propone toda una singular teoría para ex-
plicar la génesis y la particular difusión de esta representación en
el siglo XVI y los demás siglos coloniales.

e. Desmitificando lo andino

Desde las investigaciones de Heinrich Cunow, hasta los estudios
modernos de John V. Murra, John H. Rowe y R. Tom Zuidema,
pasando por los de Paul Rivet, se ha construido un discurso histó-
rico —de manera bastante ostensible— donde la antropología, como
conocimiento de la historia del «otro», ha permitido una mejor
comprensión de la singularidad y calidad de las sociedades
andinas prehispánicas. H. Cunow insistió en la importancia del
ayllu. P. Rivet —como todo el mundo acepta en la actualidad—
propuso que casi todas las invenciones culturales las realizó el
inmigrante asiático, u oceánico, en este continente. Murra, Rowe y
Zuidema develaron los principios básicos del funcionamiento eco-
nómico, político y simbólico del Estado inca. El resultado final, sin
que probablemente nadie se lo haya propuesto, fue una enorme
revalorización de las sociedades indígenas, de la inca en particu-
lar y secundariamente de la crónica del Inca Garcilaso de la Vega,
quien describió al inca como gobernante Huacchacuyac, en quien se
encarnaba un Estado recíproco-redistributivo que resumía princi-
pios andinos milenarios en un aparato estatal de dimensiones im-
periales. La sociedad inca podría aparecer mitificada, idealizada,




220
en un discurso histórico que parece disimular los sacrificios hu-
manos (capacocha) y sobreestimar la ideología recíproca-redis-
tributiva que legitimaba la existencia del Estado inca ante la multi-
tud de grupos étnicos sometidos y conquistados por los cusqueños.
Una ideología y una tecnología estatal, con apariencias y realida-
des, que incluso seducía a los historiadores modernos.
     Los cronistas, indios y mestizos de inicios del siglo XVII ideali-
zaron esa sociedad. Esta idealización fue socializada y muy pronto
comenzaron a circular los rumores del regreso del inca, de emocio-
nes milenaristas, de la revitalización del recuerdo de la muerte de
Atahuallpa y finalmente de un «nacionalismo inca» emergente a
fines del XVII e inicios del XVIII. ¿Es esta una idea inventada por los
intelectuales indios y mestizos y luego simplemente redescubierta
por los historidadores modernos? ¿No hubo esa popularización de
las imágenes de una sociedad inca idealizada que condujo a crear
las expectativas de restauración del pasado? De ser así, entonces
¿cómo se explica el mito de Inkarrí, descubierto por la antropología
en los años 50 y que —sin ninguna duda— expresaba las mismas
emociones y expectativas que todo ese proceso que podemos encon-
trar en el siglo XVIII? John H. Rowe comenzó a estudiar los linajes
incas sobrevivientes en el siglo XVIII y las conexiones que existieron,
como realidad o imaginario, entre lo inca y la rebelión de Túpac
Amaru II. Se había completado así todo un recorrido y el círculo pa-
recía cerrado: muerte, resurrección y segunda —o última— muerte
del Inca en el siglo XVIII. Lo indígena podía ser entendido como una
sociedad conquistada, pero nunca aniquilada que constantemente
reaparecía para amenazar al sistema colonial español primero, y
luego a la república criolla de los dos siglos republicanos.
     Algunos funcionarios de la fundación Ford, a mediados de
los años 80, criticaban la historización de las ciencias sociales, de
la antropología en particular, y de ese afán de mirar lo andino
contemporáneo como producto de esa dramática y tortuosa evolu-
ción que terminaba en el Inkarrí. Esa fuerza idealizadora parecía
haber contagiado a científicos sociales, agrónomos, técnicos, inge-
nieros, economistas y muchos buscaban la recuperación de lo andi-
no, abandonado o en deterioro en las soledades o alturas an-dinas.
Los andenes, los camellones, las plantas, los animales andinos,
las técnicas agronómicas debían ser recuperadas para conservar




                                                                  221
mejor el equilibrio ecológico andino. Lo andino parecía brotar des-
de las necesidades y emociones populares y convertirse en un pro-
grama que podría significar la solución de los problemas del pre-
sente y una posibilidad de construcción de la tan esperada nación
peruana.
     Luego vendría una amplia, variada y compleja reacción. Unas
veces muy ideologizada, otras resultado de nuevas sensibilidades
y orientaciones historiográficas y algunas veces disimuladamente
institucionales y anticusqueñas. Las amplias y originales investi-
gaciones de Scarlett O’Phelan Godoy se inscriben en el segundo
tipo. El año 1985 se publica la versión original de su tesis, Rebellions
and revolts in eighteenth century Peru and Upper Peru, en Alemania, y
en 1988, de manera nada sorprendente, el Centro de Estudios Re-
gionales Bartolomé de Las Casas del Cusco lo publica en castella-
no con el título de Un siglo de rebeliones anticoloniales. Perú y Bolivia,
1700-1783. La autora detecta 150 rebeliones anticoloniales en el
siglo XVIII. Una de ellas había sido la de Túpac Amaru II, que es
presentado más bien como la cresta de esta marejada social que se
intensifica como respuesta a las reformas borbónicas y que obede-
ce más bien a los intereses y la conducción de las élites nativas,
mestizas y criollas, sin aparentemente ninguna conexión con el
imaginario indígena aparecido en el siglo XVIII. Scarlett O’Phelan
expresará esto, con una mayor rotundidad, en su ensayo «Utopía
andina: ¿Para quién? Discursos paralelos a fines de la colonia»,
incluido en su libro La Gran Rebelión en los Andes: De Tupac Amaru a
Tupac Catari, de 1995, donde reconoce la centralidad de la rebelión
de Túpac Amaru, en un gesto de autonomía, cuando ya era la his-
toriadora predilecta del Centro Bartolomé de Las Casas, que le pu-
blicará su nuevo libro Kurakas sin sucesiones. Del cacique al alcalde de
indios. Perú y Bolivia, 1750-1835, en 1997, donde casi abandona
algunas posiciones anteriores, pero no su sensibilidad desmiti-
ficadora del papel de lo andino, o de lo inca, como fuerza subya-
cente que dinamiza el proceso histórico del siglo XVIII.
     El año 1986, el antropólogo Carlos Iván Degregori, en su artí-
culo «Del mito de Inkarrí al mito del progreso», criticaba —desde
la reflexión política— la idea de la utopía andina porque esta pro-
puesta —en su interpretación— implicaba un retorno al pasado:
«Lo cierto es que el tránsito del mito de Inkarrí al mito del progreso




222
reorienta en 180 grados a las poblaciones andinas, que dejan de
mirar hacia el pasado. Ya no esperan más al inka, son nuestro inka
en movimiento. El campesinado indígena se lanza entonces con
una vitalidad insospechada a la conquista del futuro y del “pro-
greso” (52)». Carlos Iván Degregori partía de una interpretación
equivocada de la utopía andina; la definía como un regreso al pa-
sado, a la tradición, a la historia, y que los campesinos —migrantes
o no— la rechazaban porque querían ser peruanos, más moder-
nos, alfabetos, nacionales y finalmente criollos. Era una mala in-
terpretación del trabajo de la etnohistoria andina o una manipula-
ción política para tomar distancia de una posición que podía pare-
cer andina, campesinista, esencialista, fundamentalista y hasta
políticamente demasiado radical y cercana al «senderismo».
      Después vendrán múltiples esfuerzos por desmitificar lo
andino. Recuerdo el artículo de Deborah Poole, «Entre el milagro
y la mercancía: Qoy’llur R’iti» (Márgenes, año II, N.° 4) donde pro-
ponía dos conclusiones provocadoras. La primera, que la mer-
cantilización de la vida cotidiana —en el sur andino— había con-
taminado incluso las conciencias religiosas del campesinado de
esta región. La segunda, anunciaba la alteración del peregrinaje
al Señor de Qoy’llur R’iti, uno de los paradigmas de lo andino.
Luego se publicarán, por supuesto también en la Revista Andina,
una serie de artículos, ensayos, aún más radicalizados, donde
hasta los indigenistas de los años 20, que fungían como «gente
decente», no eran más que hipócritas y falsos defensores del indio
y que más bien blandían su indigenismo para defender el carácter
elistista y aristocrático de la sociedad regional cusqueña. Basta
leer el ensayo de Marisol de La Cadena, «Decencia y cultura po-
lítica» (Revista Andina, año 12, N.° 1, 1994) para constatar cómo ya
se había construido una ideología desmitificadora de lo andino en
la cual muchos extranjeros, y en particular algunos franceses ha-
bían sido atrapados. En sus conclusiones, Marisol de La Cadena
afirma: «Como resultado de la influencia de la noción de decencia,
antes que proteger a los indios, el indigenismo llegó a ser pilar de
la defensa de los caballeros cusqueños, incluidos aquellos hacen-
dados contra los cuales los mismos indios estaban luchando»
(p. 118).




                                                               223
f. Cultura, modernidad, identidad y nación

Hay —por otro lado— una diversidad de estudios de historia y
antropología, publicados también en los últimos 10 años, que bus-
can establecer —en algunos casos de manera indirecta, en otros
muy consciente— los nexos entre cultura, modernidad, identidad
y nación. Aquí de nuevo el encuentro entre antropología e historia
ayuda a resolver una serie de interrogantes que ya habían sido
planteadas por los desmitificadores de lo andino, o los que pensa-
ban que revalorar lo andino era «esencializar» lo indígena, lo «otro»
dentro del Perú criollo, o mestizo, o múltiple, y por este camino
defender lo arcaico o la tradición. Quisiera solamente mencionar
algunos casos donde diversos grupos sociales mantienen su cul-
tura, sus identidades, sin ofrecer ningún reto a la modernidad, ni
ningún peligro a los que podríamos denominar la identidad na-
cional peruana.

Inmigrantes asiáticos

El libro de Isabelle Lausent, Acos. Pequeña propiedad, poder y econo-
mía de mercado. Valle de Chancay (1983), es un buen ejemplo de his-
toria y geografía, pero donde el análisis antropológico no está au-
sente. La autora describe la suerte de un grupo de inmigrantes
asiáticos que huyen del valle de Chancay y se instalan en Acos,
parte alta del mismo valle, aprovechando las alteraciones produci-
das por la Guerra con Chile (1879-1883). Los trabajadores asiáti-
cos huyen de las haciendas, ganan su libertad, se instalan en un
pequeño pueblo de la parte alta, se vuelven comerciantes y luego
compran tierras y comienzan a practicar una agricultura comer-
cial en pequeña escala. Paralelamente a este proceso que podría-
mos llamar de modernización, urbanización e integración a un
mercado nacional (produciendo fruta para el mercado limeño), los
inmigrantes asiáticos, o sus descendientes, retoman sus patro-
nímicos, sus devociones religiosas y reinventan —más imaginan-
do que recordando— sus organizaciones clánicas asiáticas. Sin
embargo, se incorporan a la sociedad rural local, es decir a la socie-
dad nacional peruana, conservando al mismo tiempo un apego
evidente a sus imaginadas tradiciones culturales traídas del Asia.




224
El libro de Humberto Rodríguez Pastor, Hijos del celeste imperio
en el Perú (1850-1900), 1989, donde el autor —antropólogo de for-
mación— hace un análisis detallado de diversos aspectos vincula-
dos a la vida de los inmigrantes chinos, es otro buen ejemplo don-
de encontramos cómo la conservación de su propia cultura e iden-
tidad no interfiere con la incorporación de estas poblaciones den-
tro de la nación peruana. Hay un interesante capítulo donde cons-
truye varias biografías individuales de asiáticos enganchados que
trabajaban en las haciendas costeñas, y un capítulo final donde
muestra la persistencia de la cultura chino-cantonesa en el Perú
rural y urbano de esta época. Todo este proceso donde encontra-
mos que el apego a sus culturas tradicionales se intensifica o des-
pierta con la liberación, con el cimarronaje espiritual, la huida de
las haciendas, la instalación en las zonas urbanas, en los espacios
de libertad, no se contrapone con la modernización de la conducta
económica de estos inmigrantes o de sus hijos que en muchos ca-
sos ascienden socialmente, convirtiéndose en comerciantes, en ca-
sos muy particulares hombres de éxito económico que les permite
hasta reemplazar a sus antiguos amos en la propiedad y en la
conducción de las haciendas.

Invención de tradiciones

El libro de Luis Millones y Mary Pratt, Amor brujo, de 1989, donde
analizan las representaciones del amor andino en las tablas de
Sarhua, es un buen ejemplo de la historia puesta al servicio de la
antropología, la discusión del papel del pasado en el presente, sin
ingresar a la anterior polémica, ni estar contaminados con la ideo-
logía del Centro Bartolomé de Las Casas. No me extenderé en co-
mentar este libro, pero sí quisiera transcribir la definición que ha-
cen de las tablas: «Las tablas de Sarhua son una forma regional de
arte contemporáneo que llamaron por primera vez la atención a
fines de la década de 1960, constituyéndose desde entonces en una
forma bastante conocida de arte folclórico andino. Sarhua es uno
de los quince distritos de la provincia de Víctor Fajardo, departa-
mento de Ayacucho» (1989: 25). Los autores dicen que las tablas
son conocidas desde hace poco tiempo. Desde fines de los años
1960, específicamente, en que los inmigrantes sarhuinos comien-




                                                                 225
zan a producir, en talleres artesanales limeños, tablas con dibujos
que retrataban la vida cotidiana, las fiestas, los rituales y las creen-
cias en Sarhua.
      Los autores se formulan algunas preguntas sobre los orígenes
de estas tablas: ¿Desde cuándo se producen estas tablas? ¿Cuáles
son los antecedentes de esta tradición artística? ¿Esta tradición
artística se emparenta con el arte andino aborigen o con el arte
occidental importado? La respuesta a la primera pregunta es muy
rotunda: las tablas se producen en Lima desde fines de los años
1960, o quizá desde unas dos décadas anteriores. Los anteceden-
tes los podemos encontrar en la misma población de Sarhua donde
había la tradición de pintar o dibujar sobre las vigas que se ofrecían
en la «techa-casa» a los recién casados. La respuesta a la tercera
pregunta es todo un ejercicio de imaginación donde predomina el
antropólogo sobre el historiador, la intuición sobre las pruebas
históricas, para terminar sugiriendo que se podría establecer un
eslabonamiento genealógico del arte de las tablas pintadas empe-
zando con aquellas que Pachacuti Inca Yupanqui mandó pintar
para organizar la memoria del imperio que empezaba a construir y
que se almacenaron, de acuerdo con cronistas como Pedro Sar-
miento de Gamboa y Polo de Ondegardo, en una singular bibliote-
ca llamada Poquencancha en la ciudad del Cusco. Luego esta evo-
lución continúa con las telas mandadas a pintar por el virrey Fran-
cisco de Toledo (1570-72), se supone a pintores in-dios cusqueños,
para mostrar a los reyes españoles la historia —a través de los
retratos— de los gobernantes incas. Luego el siguiente peldaño lo
constituyen los dibujos de Guamán Poma, hasta llegar a los
muralistas indios del siglo XIX, pasando por la llamada escuela
colonial de pintura cusqueña de fines del siglo XVII. Los autores
encuentran estrechas similitudes —lógicamente— entre los dibu-
jos de las tablas y los de Guamán Poma en su Nueva corónica y buen
gobierno (1615). Estas similitudes, según mi personal punto de vis-
ta, más que probar la continuidad de una tradición pictórica
andina, demuestran la persistencia de categorías andinas para
organizar el espacio, la sociedad y las ideologías en los Andes.
Categorías que se reflejan —de manera similar— en los dibujos de
Guamán Poma y en las tablas de Sarhua. La persistencia de lo
andino genera estas similitudes y no estas similitudes pueden to-




226
marse como pruebas de una tradición pictórica que ha persistido
en los Andes sin grandes alteraciones.
     En el libro de Josefa Nolte, Quellcay. Arte y vida de Sarhua (Lima,
1991), a pesar de las dudas expresadas por Pablo Macera, en el
prólogo, la autora —en un evidente proceso de invención de tradi-
ciones— hace de las tablas (quellcay) de Sarhua las formas actua-
les de las tablas pintadas almacenadas en el Poquencancha, los
lienzos pintados en el Cusco por orden de Toledo, los dibujos de
Guamán Poma y los cuadros de la pintura colonial cusqueña, y
otras formas artísticas andinas. P. Macera, de nuevo en el prólogo
de este libro, nos habla de los antecedentes de estas tablas y se
pregunta: «¿De dónde vienen estas vigas pintadas de Sarhua?
¿Cuándo empezaron a ser hechas?» y confiesa no tener respuestas
a estas preguntas o no se atreve a establecer la genealogía previa a
las vigas, no se atreve a ir más allá de 1876, pero sí nos dice: «De
estas vigas de compadre y parentesco son hijas las actuales tablas de
Sarhua, hijas libres migrantes e informales, salidas de su pueblo
para probar fortuna en Lima, en donde la tuvieron para bien y para
mal de sí mismas» (NOLTE 1991: 15). Para bien porque mediante las
tablas los artistas sarhuinos han defendido su propia tradición,
pero también para mal porque comenzaron a producir para un
mercado que les quitaba libertad, espontaneidad y les imponía
gustos y preferencias.
     El estudio de Josefa Nolte es realmente revelador de un proce-
so donde los antropólogos intervienen construyendo un discurso
histórico para dar legitimidad y autenticidad a un arte popular
andino más producto de la actualidad que de la historia. Pero esto
no quita ningún mérito a su libro, ni esencializa a lo andino. En
previsión a las críticas que un libro como el de Josefa Nolte pudo
desatar, Pablo Macera abre fuego —en aquel lejano año 1991—
contra los desmitificadores de lo andino: «Empieza a estar de moda
hoy denunciar el interés por la tradición andina como una suerte
de escapismo; esos críticos exigen que sólo se haga estudios sobre
el campesino concreto (?). Los motivos que hay detrás de estas de-
nuncias no son tan limpios como parecen; en algunos casos son
formas escondidas y sutiles de atacar transversalmente el funda-
mentalismo musulmán (por ser el mayor peligro directo a corto
plazo contra Occidente a pesar de la derrota de Irak) y prevenir la




                                                                   227
“terrible” posibilidad de un fundamentalismo andino (con sus
propios ayatolas y huaicos) que intentaría arrasar con todo, con
todo lo podrido del país, que es tanto. Para mí no es incompatible el
estudio de la tradición andina con la reivindicación política direc-
ta de los campesinos» (NOLTE 1991: 16).

Cambio, tradición e identidad

Esta podría parecer una polémica agotada y sin ninguna repercu-
sión en la globalizada época actual. No la retomo para actualizar-
la, ni para acusar, ni por supuesto para reabrirla (porque ya está
bien cerrada), sino simplemente para hacer un recuento histórico y
ofrecer explicaciones. Sin embargo, yo solamente quisiera indicar
que fue una polémica completamente ideologizada y casi un diálo-
go de sordos. Los mitificadores de lo andino en realidad nunca
pretendieron esencializar lo andino y los desmitificadores mira-
ron de preferencia la vida material y consideraron que cualquier
proclividad a la modernidad alejaba a los indígenas de su mundo
cultural y de su historia.
     Me parece que finalmente la respuesta la podemos encontrar
en las investigaciones etnomusicológicas que Raúl Romero Ce-
vallos y un grupo de antropólogos han realizado en los últimos 15
años desde el Proyecto de Preservación de la Música Tradicional
Andina de la Universidad Católica. Antropología e historia se com-
binan en sus estudios etnomusicológicos. Esto lo encontramos en
los diversos estudios de Raúl Romero y particularmente en su sin-
tética historia de la música en el Perú que Unesco proyecta publi-
car muy pronto. En sus estudios podemos encontrar respuestas,
que se suman a los ejemplos anteriores que he analizado, que aho-
ra podremos articularlas para llegar a formar un tejido más denso
y explicativo de lo que quisiera finalmente presentar como uno de
los aportes fundamentales de cooperación entre antropología e his-
toria. Hemos visto en el caso de los estudios de Isabelle Lausent y
Humberto Rodríguez Pastor que las poblaciones inmigrantes asiá-
ticas, o sus descendientes, se aferraron a un tradicionalismo cultu-
ral como una forma de reforzar sus identidades, pero no como un
rechazo a la modernización de sus vidas materiales o cotidianas.
Igualmente en el caso de los artistas sarhuinos que inventan una




228
tradición artística pictórica como un mecanismo de sobrevivencia
urbana en Lima tomando temas, imágenes, motivos, colores y qui-
zá técnicas que ya habían sido probadas en su pueblo de origen,
pero cuyos productos artísticos, las tablas o las vigas, nunca ha-
bían salido a un mercado. Los sarhuinos en Lima descubren que
sus productos tenían una gran aceptación y que existía un merca-
do para abastecer y al cual podían conquistar y quizá moldear.
      Comenzaron a usar técnicas, o tecnologías modernas, al servi-
cio de un artefacto artístico de apariencia tradicional: aquí no hay
ninguna contradicción entre tradición y modernidad en el trabajo
productivo del habitante andino, más encontramos una legítima
utilización de la modernidad al servicio de la tradición. Las tablas
de Sarhua, para sus productores y compradores, sin lugar a du-
das, son artefactos culturales que expresan una identidad, que iden-
tifica a sus productores y también a los compradores. Por eso es
que Millones y Pratt pueden afirmar: «[...] se puede entender las
tablas de Sarhua como manifestaciones con una estructura de
autorrepresentación y autocomprensión que, a menudo, caracteri-
za a los grupos marginales y subordinados. En la sección 4 propu-
simos el término “subjetividad dual” para referirnos a esta pers-
pectiva simultánea de autoidentificación y autoobjetivación: como
proyecto ideológico. Los pintores de Sarhua crean y afirman for-
mas de autoindentificación frente al no reconocimiento y la no com-
prensión de los otros, de los dominantes, así como frente a su pro-
pia vulnerabilidad social y cultural» (1989: 73). Sin lugar a dudas,
estamos frente a un proceso de invención de tradiciones y de cons-
trucción de identidades. Identidades que crean la diversidad que
constituye el rasgo estructural de la identidad nacional peruana.
      Las danzas tradicionales tal como están presentadas en mi
libro (1988) forman parte de complejos rituales a través de los cua-
les las poblaciones andinas buscan recordar, reinterpretar su his-
toria, interpretar sus circunstancias, identificarse, multiplicar las
solidaridades y reproducir sus sociedades. Raúl Romero nos dice
al respecto: «Las danzas tradicionales en los Andes son dramas
coreográficos que consisten en movimientos y gestos, por un lado,
y en sonidos musicales por el otro. Música y danza constituyen
una sola unidad indivisible. Se caracterizan por tener una coreo-
grafía estructurada, por la presencia de elementos teatrales, por el




                                                                229
rol protagónico de danzantes disfrazados y enmascarados, y por
una tradición oral que provee una historia de base mítica o legen-
daria a la acción simbólica del evento» (ROMERO CEVALLOS 1998:
16). Evidentemente estamos frente a las danzas tradicionales de
una región muy particular, el valle del Mantaro, y debemos agre-
gar que Romero estudia específicamente la música de la herranza,
que permanece, y la música del trabajo comunal, que parece extin-
guirse. La primera vinculada con el pastoreo y la segunda con la
agricultura, fundamentalmente.
     Hay que volver a indicar que el valle del Mantaro es una re-
gión muy particular, de gran fertilidad agrícola, cuya historia pa-
rece haber creado una situación actual muy original; una región
muy permeable al cambio desde siempre: «Como resultado, los
habitantes del valle desarrollaron una mentalidad que les permi-
tió no solamente mantener con orgullo los valores tradicionales y
su identidad cultural —a pesar de las nuevas fuerzas del cam-
bio— sino también desarrollarlos y difundirlos usando los mis-
mos elementos introducidos por el mundo urbano» (ROMERO
CEVALLOS 1998: 22-23). Manuel Pardo, a mediados del siglo XIX,
propuso con mucho entusiasmo y expectativas que este valle
—por sus características geográficas, su clima, sus suelos y cerca-
nía a Lima— podía convertirse en la despensa de la capital y por
eso es que muy temprano, aunque de manera infructuosa, se pro-
yectó un ferrocarril a Huancayo (el que se inaugurará recién en
1912). Una articulación vial que —a pesar de la tardanza— aceleró
el tráfico de mercancías, hombres y artefactos culturales por esta
región. El Mantaro siempre estuvo expuesto al cambio y a las nue-
vas influencias, sean de cualquier tipo. Esto lo encontramos de
manera sobresaliente en la música local: «El cambio musical en el
valle del Mantaro surge como un proceso que reafirma los valores
tradicionales, en lugar de convertirse en la razón de su extinción.
También aparece como la única manera por la cual los elementos
básicos de la tradición musical pueden atreverse a persistir en el
Perú moderno» (ROMERO CEVALLOS 1998: 23). En este caso el cambio
parece un camino para conservar lo propio: «El cambio musical es
por lo tanto una importante estrategia a través de la cual la tradi-
ción musical puede transformar y adaptar sus formas y estilos
externos a un nuevo contexto» (ROMERO CEVALLOS 1998: 23).




230
Esto es lo interesante de este ejemplo, la continuidad de lo
tradicional aceptando el cambio: «El punto principal continúa sien-
do que el campesinado mestizo en la región, capaz de aceptar y
adoptar los beneficios de la modernización y urbanización e inser-
tados desde ya en la economía nacional, está aún ligado a rituales
tradicionales como la herranza, a través de los cuáles se comunica
con fuerzas abstractas para propiciar la fertilidad animal. En la
práctica de la vida cotidiana en el valle, parece no haber contradic-
ción entre modernidad y creencias tradicionales» (ROMERO CEVALLOS
1998: 35). Si nos preguntamos ¿por qué la persistencia de la tradi-
ción?, la respuesta la podemos encontrar en la siguiente cita: «El
estudio de caso presentado aquí nos ha permitido mostrar cómo el
campesinado de una área andina específica puede experimentar
un intenso proceso de inserción en la economía nacional de merca-
do sin abandonar sus lazos con la tierra, el pueblo y su herencia
cultural y musical» (ROMERO CEVALLOS 1998: 55). Aquí encontra-
mos también la repuesta a muchos de los que se empeñaron en
criticar a aquellos que mostraban el apego a lo andino como una
estrategia andina de conservación de sus identidades, de su histo-
ria, su buena relación con su entorno, físico y espiritual, y por este
camino una forma de relacionarse con la nación peruana. Lo que
hacen los pobladores del valle del Mantaro, usar nuevos instru-
mentos musicales para continuar con su música, danzas y rituales
tradicionales, y más aún creando nuevos géneros musicales más
relacionados con el mercado, regional y nacional, no está lejos de
lo que hacen los pintores de Sarhua. En ambos casos lo andino es
constantemente reinventado utilizando lo moderno, o trasladán-
dose a las ciudades. La utopía es más bien este empeño en conser-
var sus tradiciones e identidades, no en círculos cerrados, sino
transformando estos círculos en espacios cada vez más y más am-
plios, hasta confundirlos con la nación peruana.




                                                                 231

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HISTORIA E HISTORIADORES

  • 1. Tercera parte Historia e historiografía 147
  • 2. 14. El mármol y el arrayán. 31 Nuestra inconstante alma colectiva No puedo negar que el ensayo del antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro, que lleva el mismo título que este artículo, me ha impresionado vivamente. Desconozco quién es Viveiros de Cas- tro, pero su original reflexión, su interés por el proceso histórico colonial, por la herencia indígena, por las mentalidades y por la cambiante relación entre modernidad y tradición me hacen recor- dar los estudios de Roberto da Matta, otro interesante antropólogo brasileño. Es indudable que la historia brasileña, o la antropología de este país, por su original proceso histórico o por la naturaleza de sus poblaciones indígenas, son diferentes a las nuestras. Sin em- bargo, estoy seguro de que las preguntas que formulan sus espe- cialistas y las respuestas que ofrecen pueden ser muy útiles para entendernos mejor. Eduardo Viveiros de Castro, citando a los jesuitas portugue- ses de la época colonial, parte de una constatación histórica: los tupi-guaraníes o los tupinamba, más específicamente, en el siglo XVI, fueron pueblos muy difíciles de evangelizar, no porque no acep- taran el credo católico, sino más bien porque lo aceptaban muy dócil o fácilmente, sin oposición y casi con euforia, pero de la mis- ma manera y con la misma —o mayor— rapidez, al menor descui- do volvían a sus prácticas ancestrales. Cita una célebre página del jesuita Antonio Vieira que desgraciadamente no puedo transcribir íntegramente: «Uds. que han recorrido el mundo y han penetrado 31 Publicado en La República. Lima, 8 de agosto de 1994, p. 17. [149] 149
  • 3. en las casas de placeres principescos, Uds. han visto en estos espa- cios y en los corredores de sus jardines dos clases de estatuas muy diferentes, las unas de mármol y las otras de arrayán. La estatua de mármol es difícil de hacer, por la dureza y la resistencia del ma- terial; pero una vez hecha, ya no es necesario retocarla jamás por- que ella se mantiene y conserva siempre la misma apariencia; la estatua de arrayán es más fácil de ejecutar[...], pero es necesario trabajarla y retocarla sin cesar para que ella permanezca idéntica». Luego Vieira agrega que hay naciones duras, como el mármol, a convertirse, que se resisten, pero una vez evangelizadas permane- cen establemente en la nueva fe. En cambio. «Hay otras naciones contrariamente, como aquellas del Brasil, que acogen todo lo que se les enseña con gran docilidad y facilidad, sin discutir, replicar, dudar o resistir. Pero ellas son estatuas de arrayán que, sin las manos y las tijeras de jardinero,[...] regresan a la brutalidad anti- gua y natural; al estado salvaje donde ellas habían estado». Los indígenas tupinamba, como algunos afirman nos dice Viveiros de Castro, por ser pueblos sin ley, sin rey y sin fe, eran incapaces de aferrarse a un dogma y más bien eran proclives a creer en todo. No me interesa discutir esta afirmación porque me parece poco consistente antropológicamente, sino más bien seguir la reflexión de este antropólogo a propósito de la inconstancia del alma Tupi y para esto me parece útil fijarnos en lo que puede ser la contrapartida de este rasgo: la constancia tupinamba, en esta épo- ca, en sus prácticas canibalísticas y más aún en sus guerras de venganza. Morir comido por el enemigo era una muerte honorable porque dejaba obligaciones de venganza en su grupo de origen y la necesidad de recordar a quién había que matar; muerte que les permitía apropiarse del otro, asumirlo como suyo. Esta venganza, en realidad una nueva muerte, activaba una necesidad similar de venganza en el grupo rival y así sucesivamente. En la memoria de estos pueblos, en realidad en la memoria de estos grupos de parentesco, que guardaba el recurso de un evento trágico y la necesidad de una legítima venganza, encontramos la clave de la identidad tupinamba. Este tipo de memoria nacía en la relación con el otro y en la necesidad de ser el otro, literalmente devorarlo y asumirlo totalmente. Una identidad que se formaba en la relación con el otro y no en el reconocimiento de su propio ser. Lo cual podría parecer una situación insólita, ya que la vitalidad 150
  • 4. de una cultura —de acuerdo con la tradición occidental— parece lograrse cuando su continuidad se desarrolla desde sus raíces: «Nosotros creeremos sobre todo que el ser de una sociedad se en- cuentra en su preservación: la memoria y la tradición son el már- mol identificatorio en el cual está tallada la imagen de la cultura». Entonces cómo explicar esta increíble receptividad tupinamba: «[...] como si lo inaudito haría parte de la tradición, como si lo descono- cido pertenecería a la memoria». ¿Por qué los tupinamba llegaban a la temible conclusión de que «El otro no era solamente pensable, sino más bien indispensable»? Los evangelizadores se preguntaban, como en el caso de Viei- ra y Anchieta, ¿qué era esta «memoria débil», esta «voluntad defi- ciente» y este modo de creer sin tener una fe propia que caracteriza- ba a los indígenas? «Aquí finalmente el secreto de este oscuro de- seo de ser el otro, pero en sus propios términos». Por la particular cosmovisión tupinamba, afirma Viveiros de Castro, «[...] los otros son una solución antes de ser —como lo fueron los invasores (eu- ropeos)— un problema. El arrayán tiene sus razones que el már- mol no conoce en absoluto». ¿Acaso estamos frente a una particular situación que afectó únicamente la conducta de los tupinamba del siglo XVI? Para de- mostrar lo contrario sólo nos bastaría mencionar lo que sucedió en nuestras regiones andinas durante el mismo siglo: sorprendente ayuda de los auxiliares indígenas a las huestes hispanas, rápido y fulgurante éxito de la conquista y aún más rápida aculturación de las poblaciones conquistadas. El cronista indio Guamán Poma, quizá por esta razón, hacia inicios del siglo XVII, se lamentaba de este apocalipsis cultural, de la multiplicación de los mestizos y de una suerte de inversión del mundo: los «indios del común» —decía— se visten y andan como los españoles, usurpando un privilegio que debía ser únicamente de los curacas o indios nobles. ¿Si miramos a nuestra historia cultural, del siglo XVI a la actua- lidad, acaso no encontramos —en lo más recóndito de nuestra alma colectiva— esa misma inconstancia que revela al mismo tiempo nuestro constante empeño en mirar lo nuevo, lo otro, lo recién lle- gado, para apropiarnos de ello, «devorarlo», sin importarnos el contenido, ni la naturaleza de lo nuestro? La historiadora francesa Marie-Denielle Démelas en su libro L´Invention Politique, que co- menté hace algunas semanas, resume este hecho de la siguiente 151
  • 5. manera: «Culturalmente dependientes de Europa donde se forja- ban las ideas de las cuales se reclamaban partidarios, los dirigen- tes andinos estaban sometidos a los fenómenos de moda». La mo- dernidad ilustrada en el siglo XVIII, el credo liberal con la indepen- dencia, luego el positivismo y el darwinismo y en el siglo actual «[...] a partir de los años 20, una buena parte de la inteligencia se convierte por varios decenios a la vulgata marxista». Y podríamos finalmente agregar: y ahora, al neoliberalismo. La conclusión de Viveiros de Castro no es de ninguna manera pesimista, sino más bien un primer paso en el descubrimiento de un alma dialogante, abierta a la novedad, a lo foráneo, ampliamen- te receptiva de influencias externas y que busca construir su iden- tidad en esta relación. Pueblos y naciones, los nuestros, diferentes a las marmóreas civilizaciones llamadas antiguas, como la occi- dental, oriental o musulmana. Pero al mismo tiempo fácilmente podemos constatar que tanto los tupinamba, los tupiguaraníes, como nuestras sociedades andinas y nosotros mismos hemos obte- nido magros resultados y hemos devenido en lo que ahora somos, pueblos o naciones en crisis, sin credos y aferrados a un prosaico pragmatismo. Nuestra voracidad ideológica y nuestra dependen- cia de las influencias extranjeras nos llevan a reconocernos en este diálogo, en este intercambio, como los tupinamba, y a olvidarnos de nuestro propio ser o a dejar lo nuestro a la arqueología, la histo- ria y la antropología: no queremos descubrirnos, sino descubrir —en los otros— lo que supuestamente somos. La discusión sobre la inevitabilidad del neoliberalismo —iniciada en La República des- de hace unas semanas— nos lleva por estos viejos derroteros lati- noamericanos. De seguir así —en esta actitud aparentemente in- fantil, pero en el fondo muy política— es muy probable que los peruanos del futuro, no sé en qué siglo, nos mirarán como Viveiros de Castro mira a los tupinamba del siglo XVI. 32 15. Entre patria y nación, retratos incompletos Hasta ahora no he leído, salvo en publicaciones extranjeras, un comentario desapasionado, sereno o seriamente político al libro de Mario Vargas Llosa El pez en el agua. Memorias (1993). Entiendo que 32 Publicado en La República. Lima, 29 de julio de 1993, p. 17. 152
  • 6. debe ser muy difícil hacerlo. Los políticos han reaccionado en pri- mer lugar (sobre todo los maltratados por el autor), luego los críti- cos de oficio (aunque todavía esperamos las respuestas de aqué- llos muy duramente agredidos en este libro), y algunos, realmente muy pocos, han escrito encendidos elogios al autor. Quisiera, al margen de las animosidades que proliferan en el país, proponer algunas reflexiones, llamar la atención sobre la naturaleza del li- bro, contextualizarlo y ayudar a completar algunos retratos que aparecen injustamente incompletos. a. El espejo y la realidad No podemos negar que El pez en el agua es un libro escrito con valentía, extroversión, sinceridad; con la evidente intención de hacer una catarsis personal donde el individuo y la colectividad son evaluados con las mismas reglas. No sé si llegaremos a saber, algún día, quién fue «ese señor que era mi padre», Ernesto J. Vargas, desarraigado, sin «familia honorable» y sin pasado; como muchos en el Perú y en cualquier parte del mundo. Los maltratos del padre, a la madre y al hijo, así como su autoritarismo y falta de seriedad, los explica por un supuesto rasgo muy peruano: «[...] la enferme- dad nacional por antonomasia, aquella que infesta todos los estra- tos y familias del país, en todos deja un relente que envenena la vida de los peruanos: el resentimiento y los complejos sociales». Esto nos hace más emotivos que racionales, más impredictibles que disciplinados e inteligentes, cautivos lógicamente de comple- jos y resentimientos. Sus premisas pueden estar equivocadas, pero las utiliza tanto para analizar su vida familiar, la dramática rela- ción con el padre, como para explicar los comportamientos colecti- vos, sociales y políticos en el Perú. Desnudar su vida personal, mostrar su drama y transferirlo a la colectividad puede enfurecer a muchos, pero es un acto de inusual sinceridad en nuestro país y nos debe invitar no solamente a responder con insultos, sino a mirarnos a nosotros mismos, a preguntarnos por las certidumbres y las ficciones que transmite este juego entre el espejo (el libro) y la realidad (la nuestra). Quizá nos hemos quedado, los peruanos, por razones múlti- ples, cautivos de esa vieja noción de patria definida como el lugar 153
  • 7. donde hemos nacido (y que implica emociones), pero carecemos de esa realidad llamada nación, sinónimo de comunidad social don- de se vive con justicia, igualdad, orgullo y solidaridad. De aquí proviene, muy probablemente, la sensación de frustración, fra- caso, escepticismo y descarnado economicismo que invaden los comportamientos sociales en el Perú actual. Dentro de esta menta- lidad nacional surgió esa famosa pregunta que Vargas Llosa for- muló, quizá por primera vez, en su novela Conversación en La Cate- dral, de 1969, ¿cuándo se jodió el Perú? Es ésta también la pregunta que formuló Carlos Milla Batres a varios estudiosos peruanos, que luego reunió en un libro que tuvo un éxito de librería nada despre- ciable. Me parece que hay que situar el libro El pez en el agua dentro de esta coyuntura intelectual en el país. Por otro lado, las crisis estructurales en nuestra historia siem- pre han producido sus críticos implacables: Guamán Poma en el siglo XVII (¡Y no hay remedio!), Manuel González Prada en el XIX (donde se pone el dedo salta la pus), José C. Mariátegui (una repú- blica peruana construida para los criollos y contra el indio) y Pa- blo Macera (el Perú es un burdel). Todos ellos enunciaron frases que trataban de sintetizar las angustias, las críticas y las conde- naciones colectivas. Manuel González Prada, uno de los furibun- dos críticos luego de la Guerra con Chile, culpaba de la derrota a los generales o caudillos civiles que actuaban clientelísticamente y señalaba que las mayorías luchaban por los cabecillas, no como los chilenos, por la nación. Entonces esa afirmación de Mario Vargas Llosa: «El Perú no es un país, sino varios, conviviendo en la desconfianza y la igno- rancia recíprocas, el resentimiento y el prejuicio, en un torbellino de violencias» (p. 213), no es nada nuevo dentro de su concepción de nuestra realidad nacional, ya que la enunció por primera vez en 1969, continuando con esa vieja tradición peruana de autocon- denarnos colectivamente por nuestros fracasos. Por eso es intere- sante este libro, este espejo. b. Retratos personales Me apenan, por otro lado, esos retratos incompletos de Wáshington Delgado y Julio Ramón Ribeyro. Incompletos, injustos y capricho- 154
  • 8. sos. Es probable que no haya una voluntad consciente de adulte- ración, pero sí creo que la impetuosidad de su crítica, demasiado centrada en su criterio personal, vuelve muy subjetivas sus versio- nes sobre las realidades vividas y lógicamente invalidadas de los retratos personales que construye. Al describir, por ejemplo, el en- torno de Raúl Porras Barrenechea, el autor aparece ocupando una centralidad que no conocía, ni siquiera sospechaba. Asimismo, desconozco las motivaciones que lo llevan a minimizar la presen- cia de Carlos Araníbar quien fue uno de los discípulos más brillan- tes de Raúl Porras; tampoco entiendo por qué desaparece Luis G. Lumbreras de las tertulias de la calle Colina. Pablo Macera, como era de esperar, es descrito en esos rasgos esenciales que muchos de nosotros, asistentes a su tertulia de la calle José Díaz, pudimos apreciar en inolvidables noches de con- versaciones exaltantes. En cada reunión parecía transmitirnos re- velaciones casi confidenciales, que parecían pertenecer a su muy privado taller de historiador, como aquella noche en que nos co- municó que se estaba produciendo una revolución teórica que con- vertiría a las ciencias sociales, y a la historia en particular, en una suerte de física social o biología histórica por su exactitud y predic- tibilidad. Siempre salíamos exaltados, con la curiosidad multipli- cada y seguros de la validez científica de nuestra profesión. Su entrega a la tertulia, su permanente disposición a conver- sar, dirigir, mandar; su imaginación desbordante, junto por su- puesto a la inteligencia, siempre nos sorprendía y a la vez movili- zaba. Mario Vargas Llosa, sin un buen conocimiento de su produc- ción historiográfica, le pide a Pablo Macera una obra a la altura de sus pretensiones juveniles. Podríamos decirle al crítico: allí tiene los cuatro volúmenes de su Trabajos de historia. Gruesos y densos volúmenes. Es cierto que no hay ese libro comparable a la Historia de la República de Jorge Basadre, pero esto responde al estilo y op- ción personales de Macera; su preferencia por el ensayo de investi- gación, como muchos grandes historiadores en el mundo que fi- nalmente han terminado influyendo más sobre las generaciones siguientes que esas voluminosas obras que muy pocos leen y que muchos citan. Hay otra cosa que Vargas Llosa no entiende: la elección de Macera, por los motivos que sean, de correr la suerte de los que se 155
  • 9. quedan en este país. Con las pequeñeces, miserias, penurias y frus- traciones que tenemos que cargar a cuestas. Este país, y la univer- sidad nacional en particular, masacra y destruye a todos aquellos que sobrepasan los 50 años. Pablo Macera ha enfrentado con ente- reza esta realidad, de acuerdo con su propia estrategia intelectual. Ser socialmente útil y un crítico comprometido con nuestro país ha sido su elección. Aunque esta grandeza, por la mediocridad imperante y por la voracidad de la crisis actual, termine produ- ciendo precariedad, marginación y soledad en nuestro país. 33 16. La imagen nacional del Perú en su historia Este breve ensayo tiene como finalidad discutir algunos aspectos relacionados con la historia del nacimiento de la imagen del Perú como nación. En realidad debería ser un ensayo sobre historia de las mentalidades o de la formación de un imaginario nacional don- de pueda percibirse la interacción creativa entre la realidad, el ima- ginario y el trabajo intermediador de los historiadores, intelectua- les y políticos. Los conceptos de nación, nacionalismo, sentimiento nacional o conciencia nacional serán utilizados como instrumentos de análisis y no como conceptos rígidos y bien establecidos. El título escogido tiene referencia con el seminario para el cual este ensayo fue preparado, por eso lo conservaré y desde allí for- mularé algunas preguntas que nos permitan estudiar y discutir los hechos más significativos de este proceso. En consecuencia, trata- ré de responder, entre otras, a preguntas como las siguientes: ¿Qué es la nación dentro de la historia universal, dónde y cuándo surge? ¿Cuál es la simultaneidad entre la realidad y las imágenes en el proceso de construcción de la nación peruana? ¿Cómo se ha cons- truido esa imagen nacional en la historia peruana? ¿Quiénes han sido los artífices de esta creación: el Estado, sus élites o sus mayo- rías sociales? También me gustaría responder a la pregunta ¿Cuál ha sido el significado de la creación de la nación peruana? Final- mente, quiero referirme a la situación actual de Ecuador y Perú, como naciones, en el contexto del mundo globalizado. 33 Presentado por el autor en el seminario: «Ecuador-Perú, bajo un mismo sol» organizado por FLACSO-Ecuador y DESCO. Lima, octubre de 1998. 156
  • 10. a. La nación moderna: una realidad y un modelo Las naciones son relativamente modernas en el contexto de la his- toria universal. Han surgido recién, aunque algunos puedan di- sentir, en la Europa del último cuarto del siglo XVIII en reemplazo de las viejas monarquías dinásticas y cuando se había agotado el modelo medieval de la Oecumene Christiana que tenía pretensiones de construir una sociedad homogénea y universal. La vieja co- munidad cristiana europea, donde el latín, las dinastías reales y la religión cristiana disolvían las diferencias regionales por efecto de un largo proceso que se acelera en los siglos XVI y XVII, se frag- menta hasta permitir el surgimiento de un mosaico de naciones modernas, organizadas como repúblicas soberanas, con sus fron- teras precisas, sus propias lenguas, historias, culturas y pobladas por ciudadanos con iguales derechos. Federico Chabod, en su libro La idea de nación (1961), estudia este proceso a través del análisis de la «idea» de nación, no tanto de las realidades políticas, económicas o culturales; en los textos de intelectuales de los siglos XVIII y XIX de Alemania, Francia e Italia; tales como Herder, Rousseau, Mazzini y Mancini. El autor estable- ce una estrecha relación entre el Romanticismo y la populariza- ción de la idea de nación. Nos recuerda que el Romanticismo es propio del siglo XIX y aparece como contrapartida a la Ilustración. Mientras el primero enfatiza lo singular, la imaginación, los senti- mientos, la fantasía, el individuo, el héroe; la Ilustración hace lo propio con lo universal, las leyes sin fronteras, el pensamiento, lo racional y la historia como obra de las colectividades y no de los individuos. El libro de Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, cuya edición original es de 1983, propone un concepto de nación y una manera de explicar su origen. Es un libro diferente al de F. Chabod, de mayores pretensiones, excéntrico a Europa, que basa el análisis en el sudeste asiático y alude periféricamente a la experiencia lati- noamericana del siglo XIX. Llama la atención su persistencia —por el año de la publicación de este libro— en los países socialistas del sudeste asiático, donde teóricamente la nación no tenía lugar, ni sentido. Es un libro complejo en su organización, en el discurso y en el tratamiento de los temas; es una entrada desde la cultura y el 157
  • 11. imaginario colectivo, donde —al parecer— se sitúa esa experien- cia difícil de definir que se llama la nación, a la cual define como una comunidad imaginada, inherentemente limitada y soberana. Comunidad implica una colectividad de individuos iguales, solidarios y fraternos. Imaginada porque esa comunidad es fun- damentalmente una realidad singular: cuando los miembros de una colectividad la pueden imaginar entonces se convierte en realidad. Limitada porque tiene fronteras precisas, que se defien- den con la vida; y soberana porque el poder de sus gobiernos ema- na de la voluntad general de sus ciudadanos que delegan el po- der a sus gobernantes, quienes no obedecen a poderes extraños, sino a esa voluntad general. Los dos libros coinciden en aspectos fundamentales que interesan en este ensayo, entre ellos, que las naciones emergen a fines del siglo XVIII e inicios del XIX; que el concepto de nación tiene que ver más con cuestiones imaginadas antes que con realidades materiales; que las naciones se constru- yen, son «artefactos culturales», emergieron en Europa al final de largos procesos, y luego se convirtieron en productos modulares exportables. Nos interesa una constatación final: Chabod parece sostener que este modelo no se exporta y Anderson —coincidiendo de algu- na manera— sugiere que cuando no hay condiciones adecuadas en los países receptores se termina «pirateando» el modelo y dando vida a engendros peligrosos, lo que, según este autor, parece haber ocurrido en América Latina. En Europa, ejemplo clásico, las nacio- nes reemplazan a las anteriores sociedades del ancien régime, donde los estamentos sociales mantenían a cada uno en su lugar, como individuos diferentes e intransferibles, creando una sensación de inalterabilidad. En las naciones modernas, las clases sociales re- emplazan a los estamentos y se difunde la impresión de que todos los ciudadanos son individuos iguales y que habitan, como dice Anderson, comunidades limitadas geográficamente y políticamen- te soberanas. En conclusión, las naciones se construyen en Europa como desenlace de un largo proceso histórico, y luego esta forma de convivencia colectiva se convierte en un esquema modular que se exporta a otras partes del mundo y en particular a América Latina entre 1810 y 1825. 158
  • 12. b. La idea de patria en el Perú La idea de «patria» es muy antigua y constituye arqueología pre- via, mezcla de sentimientos, creencias, solidaridades que confor- man lo que Eric Hobsbawm llama «protonacionalismo popular», lo que precede y facilita el surgimiento de la «comunidad imagina- da nacional». Con frecuencia se confunde la idea de «patria» con la idea de «nación», y por eso algunos historiadores peruanos, asimilando ambas nociones, encuentran los orígenes de la nación peruana en las primeras altas culturas indígenas que existieron en el período anterior a la llegada de los europeos. Otros, más mode- rados y conscientes de lo que en la modernidad se entiende por nación, convierten al Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), cro- nista mestizo, quien nació en el Cusco y vivió gran parte de su vida en España, en el fundador de la idea de nación en el Perú, por ciertos escritos del cronista, como por ejemplo, cuando dice en 1587, en la dedicatoria al monarca español de su traducción de los Diá- logos de amor de León Hebreo, «Que mi madre, la Palla doña Isabel, fue hija del Inca Gualpa Tupac, uno de los hijos de Topac Inca Yupanqui y de la Palla Mama Ocllo, su legítima mujer, padre de Huayna Capac Inca, último rey que fue del Perú». Para luego agre- gar, «También por la parte de España soy hijo de Garcilaso de la Vega, vuestro criado, que fue conquistador y poblador de los Rei- nos y Provincias del Pirú». Con estas palabras, según algunos, resumía los orígenes mestizos del Perú moderno; haciendo de su biografía personal, la biografía de toda una colectividad, la «na- ción peruana». El Inca Garcilaso de la Vega indudablemente era un mestizo biológico, hijo de una mujer indígena y de un capitán español, y afirmaba, con evidente sustento en el proceso real de la historia, que su patria que antes se llamaba Tahantinsuyo, los españoles la bau- tizaron como el virreinato de Nueva Castilla y que finalmente sus habitantes lo comenzaron a llamar Pirú, o Perú como se dice actual- mente. Pero lo que describe este cronista es la metamorfosis de la vieja noción de patria, en cuyos inicios algunos historiadores pue- den encontrar equivocadamente la etapa fundacional de la nación peruana y confundir así un proceso de fusión de razas, culturas y sensibilidades, con lo que más tarde será la invención de un «arte- 159
  • 13. facto cultural» como la nación peruana. Entonces, lo que se suele hacer es confundir la noción de «patria» con la de «nación moder- na»: el Inca Garcilaso de la Vega cuando se refiere al Perú habla de su «patria», del lugar donde había nacido y cuando utiliza la pala- bra «nación» —en muy pocas oportunidades— lo hacía pensando en sus orígenes étnicos, en sus afinidades familiares, en su restringi- da comunidad de parientes incas o cusqueños. Sin embargo, si queremos indagar más sobre la construcción de la «imagen» del Perú como una realidad singular, única, pode- mos referirnos a varios cronistas españoles de la segunda década del siglo XVII, quienes expresan iniciales sensibilidades criollas que aparecen tímida y furtivamente en los textos del Inca Garcilaso, entendiendo lo criollo, en este caso, como la identificación de los españoles nacidos en los Andes con un nuevo mundo original, distinto del mundo peninsular, pero no menor, ni inferior, sino poseedor de sus propias bellezas y bondades. Esto lo encontramos en el Memorial de las historias del Nuevo Mundo Pirú (1630) de F. Buenaventura de Salinas y Córdoba, quien «[...] dedica buena par- te de su obra, en particular seis capítulos de su segundo discurso, a la exaltación de su patria, bien es verdad reducida al oasis lime- ño mientras que el resto del país sólo es evocado de una manera lejana, alusiva y en ningún caso geográfico» (LAVALLE 1988: 112). Algo semejante encontramos en la obra de su hermano F. Diego de Córdoba Salinas, Crónica franciscana del Perú y su teatro de la Santa Iglesia metropolitana de Los Reyes (1635-1650) y en otros cronistas conventuales de estas décadas iniciales del siglo XVII. Pero, habrá que esperar el siglo XVIII para que estas ideas criollas se manifiesten con mayor nitidez y busquen definir el territorio colonial de Nueva Castilla como un territorio sui géneris, original, diferente de la me- trópoli, con sus propias plantas, animales, paisajes, hombres y una historia propia. En los textos del jesuita Juan Pablo Vizcardo y Guzmán (1748- 1798), escritos en los años 1780, y con mayor nitidez en su famosa Carta a los españoles americanos, escrita en 1791 y publicada en 1799, es donde se empieza a esbozar la idea de «patria» soberana, pobla- da por ciudadanos con iguales derechos y conducida por criollos, independientemente de una metrópoli extranjera. Estas mismas ideas, aunque quizá de manera más embrionaria, se elaboraron en 160
  • 14. la Sociedad Académica de Amantes del País (1791-1795) y en los estudios de los colaboradores más destacados de la revista de esta sociedad, el Mercurio Peruano, como José Baquíjano y Carrillo, Hipólito Unanue, Toribio Rodríguez de Mendoza y Jerónimo Diego Cisneros, que insinuaban nítidamente la idea de una patria inde- pendiente o soberana. David Brading, parafraseando y citando a Vizcardo y Guzmán, nos dice: «Era una blasfemia imaginar que el Nuevo Mundo hubie- se sido creado para el enriquecimiento de “corto número de píca- ros imbéciles” llegados de España. Había sonado el momento his- tórico en que los españoles de América debían unirse para liberar al Nuevo Mundo de la tiranía española y crear “una sola grande Familia de Hermanos”, unidos en la busca común de la libertad y la prosperidad» (BRADING 1991: 576). Vizcardo y Guzmán, polemi- zando con Raynal, Robertson y Ulloa, describe una América his- pana como una región próspera y a los indígenas como una «raza laboriosa, que se ocupaba de la agricultura y el tejido» (BRADING 1991: 577); elogia a los incas y por supuesto a los criollos; no cen- sura la rebelión de Túpac Amaru (1780-1781), pero no la elogia, situándose así en los límites del discurso criollo como lo indica Brading: «El que definiera el Nuevo Mundo y no al Perú como su patria, el que se dirigiera a los criollos y no a todos los habitantes de la América española, el que se remontara a Las Casas y Garcilaso en busca de textos precedentes, y el que guardara silencio acerca de Túpac Amaru: todo esto indicó el carácter peculiarmente ambi- guo de su empresa ideológica» (1991: 581). c. Etapas en la construcción de la nación peruana Me referiré sobre todo a la construcción de la imagen de nación en el imaginario peruano de los siglos XIX y XX, pues la naturaleza de esta ponencia no me permite hacer una discusión técnica y minu- ciosa para detectar la existencia de esta «imagen nacional», la mis- ma que supondría el análisis de la narrativa literaria, los periódi- cos y los discursos políticos de estos dos siglos, al igual que las transformaciones económicas, políticas y sociales que crean las estructuras materiales nacionales. Me limitaré, en este caso, a pre- sentar las «imágenes de nación» que las élites urbanas, principal- 161
  • 15. mente limeñas, crearon, difundieron y convirtieron en ideología oficial de Estado para así construir la nación desde arriba, desde el Estado. La primera imagen, la «nación criolla», tiene un largo recorri- do colonial y es una de las herencias hispánicas que los criollos adoptaron de manera casi universal luego de la Independencia. La ideología colonial, producto de los afanes españoles por gobernar mejor a los indígenas, consideraba que la occidentalización/ cristianización había sido un éxito. La meta era liquidar lo indíge- na, en tanto no-cristiano, e imponer lo occidental, lo cristiano con todas sus implicancias y concomitancias «civilizadoras». Esta occidentalización aparecía como inevitable y los criollos la asu- mieron a plenitud, como una medida natural y progresiva, benefi- ciosa para todos los «ciudadanos» dentro de un programa homo- geneizador. Luego surgirá la imagen de «nación mestiza», cuando se comienza a admitir que lo nacional es un producto nuevo, en- cuentro de lo indígena y lo occidental, no un producto aculturado, sino sincrético. El último paso será la «nación múltiple», que im- plica el reconocimiento de que lo indígena no está muerto, ni obso- leto, sino que son vitales, activos dentro de la «nación moderna». Lo indígena y lo occidental, sea lo tradicional y lo moderno, cons- truyen un producto mestizo que rescata lo tradicional a través de lo moderno. Esta nación múltiple construye su índice, como lo in- dica Raúl Romero (1990), a través de una dialéctica muy especial, donde lo moderno promueve lo tradicional y permite que marca- dores propios de las identidades regionales contribuyan progresi- vamente a la construcción de una identidad realmente nacional. d. Independencia (1821-1824) Hay una gran discusión sobre este tema. Algunos, como ya indica- mos, encuentran los orígenes de la nación peruana en épocas muy remotas; pero una buena mayoría considera que la nación aparece con la Independencia criolla de 1821. Así tenemos que teóricamen- te, desde la perspectiva de los patriotas criollos, el modelo nacio- nal se instala en el Perú con la proclamación de la Independencia el 28 de julio de 1821; según el general José de San Martín, todos los indios, antes considerados súbditos del Rey, comienzan a llamar- 162
  • 16. se «peruanos» y adquieren el estatus de ciudadanos con derechos plenos. El Perú paralelamente se convierte en una nación sobera- na, independiente de España y con un gobierno que responde a la voluntad general del pueblo. Los elementos fundamentales de la definición ensayada por Benedict Anderson parecen encarnados en la organización política que emerge de la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824), con la que culmina la independencia del Perú y de los demás países latinoamericanos. e. La «nación criolla» (1827-1883) Sin embargo, luego de San Martín y Bolívar (1821-1826), la nación peruana parece más bien una «república criolla» que niega los derechos de las mayorías indígenas y no una nación moderna que consagra los derechos de la totalidad de la comunidad. Hay super- vivencias del ancien régime andino que impide a los criollos pensar al Perú como una nación moderna. Así por ejemplo, una política fiscal de tipo colonial que subsiste con una denominación diferen- te, pero que, como antes, recae fundamentalmente en los indíge- nas. Más aún, esta república criolla parece construirse solamente para los criollos, negando la universalización de los derechos ciu- dadanos en el país: son ellos quienes consideran y reclaman ser los verdaderos dueños de las nuevas repúblicas, sin otorgar los mismos derechos a las poblaciones indígenas. Es decir, la nación aparece solamente en el imaginario de los criollos, como una ver- dad a medias, y por eso Anderson sugiere que el modelo «se pira- teó» en América Latina. También es evidente que se expande el gamonalismo, un sis- tema que consagra a los criollos como los propietarios terrate- nientes y a los indígenas como siervos o propiedad de hacenda- dos. Los criollos son quienes están detrás del primer militarismo (1827-1868), hasta que se produjo el advenimiento del Civilismo, época en que se impulsa un proceso de secularización y moderni- zación del Estado y de la sociedad peruana. f. Guerra y crisis de identidad (1879-1890) Sin lugar a dudas que la derrota militar frente a Chile (1879-1883) profundiza la crisis económica, social y política en el Perú. Los 163
  • 17. yacimientos de guano habían perdido ya su deslumbrante riqueza a fines del gobierno de Manuel Pardo (1876) y habían aparecido sustitutos al guano, como el salitre de los desiertos del sur. Estas riquezas pasaron a manos de los chilenos después de la guerra. El Perú queda, como consecuencia de la derrota militar y de una mala conducción de las finanzas en la época del guano (1845-1872), postrado económicamente y sin un proyecto de desarrollo econó- mico para el futuro inmediato. La crisis política se manifiesta en un duro enfrentamiento en- tre civilistas y pierolistas a tal punto que, esta disidencia política central, multiplica las pugnas que terminan facilitando la victoria militar chilena. Pero esta polémica política e intelectual desenmas- cara una profunda crisis social que estaba desencadenando fuer- zas entrópicas y centrífugas que ponían en riesgo la existencia misma del Perú. Todos se preguntaban ¿Por qué perdimos la gue- rra? ¿El caos del militarismo, producto de la Independencia y de gobiernos controlados por ignorantes caudillos militares, era el responsable de la derrota? ¿El fracaso de la política económica en la época del guano tenía responsabilidad? ¿Qué papel jugó el fra- caso del Civilismo y la ausencia de una inteligente política mi-litar peruana? Muchas preguntas a las cuales interesa responder, espe- cialmente a la primera. Para esto, la discusión necesariamente des- bordó el ámbito del gobierno y de las políticas gubernamentales, para buscar respuestas en el análisis del conjunto de la sociedad y esa delicada relación entre mayorías y sus élites. Sin embargo, los indígenas, rebautizados como «peruanos» desde la Independencia de 1821, continuaban bajo un régimen colonial, pero ya sin la protección de una legislación hispánica que los consideraba como personas de segunda categoría. El indí- gena aparece como un personaje desafortunado en la narrativa indigenista de la segunda mitad del siglo XIX, explotado por los criollos, las autoridades políticas (que representaban al Estado) y por los párrocos (que representaban a la Iglesia). En este siglo no habrá ningún Túpac Amaru, ni ninguna de sus manifestaciones acompañantes. Se evidencia el ocultamiento del indio. El Inca Garcilaso de la Vega es duramente criticado y desautorizado por los intelectuales criollos de esta época. 164
  • 18. Manuel González Prada (1844-1918), hijo de criollos, había estudiado en Valparaíso (Chile) y en el Convictorio San Carlos (Lima). Estudió ciencias, pero muy pronto se incorporó a las activi- dades agrícolas (1870); posteriormente participó en las filas del ejército reservista peruano en la 1.ª Compañía del batallón N.° 50, en la batalla de Miraflores (15 de enero de 1881). Luego de esta derrota se recluyó en la quietud de su hogar limeño hasta que el invasor abandonara la capital. Toda esta terrible cotidianidad lo preparó para convertirse en uno de los críticos tenaces de la derro- ta y en gran inquisidor para formular las más delicadas preguntas y respuestas sobre este trágico acontecimiento del siglo XIX. Como presidente del Club Literario (1885) inició su labor a través de dis- cursos y artículos denunciando la corrupción, la falsa postura de los políticos e inspirando la conversión de su club en una agrupa- ción, la Unión Nacional (1891), con postulados políticos radicales, de raigambre anarquista. En resumen, se podría afirmar que este intelectual denuncia el fracaso de la República Criolla, la ausencia de la idea de nación en el Perú y el abandono de las mayorías so- ciales. Estamos frente a una eclosión nacionalista que parece dar la razón a Eric J. Hobsbawm cuando afirma (1992) que el naciona- lismo precede y contribuye a la construcción de la nación. Esta afirmación permite entender mejor el Perú de estos años: existía un «nacionalismo» en ascenso que denunciaba la ausencia de la «na- ción peruana», como una carencia que debilitaba a la República. g. La «nación mestiza» (1895-1919) Los criollos, cuando discutían el aciago destino del Perú, compli- cado dramáticamente por la dilapidación de la riqueza del guano y la derrota militar frente a Chile, señalaban que la ausencia de una conciencia nacional en el Perú había conducido a la derrota. ¿Quiénes eran los culpables de ésta? Algunos responsabilizaban a las élites y los acusaban de haber marginado a los indígenas de los beneficios del nuevo orden republicano, congelándolos en un tiem- po colonial que no les permitió desarrollar una solidaridad con la patria peruana frente al enemigo extranjero. Por el momento, no me interesa discutir la presencia o ausencia de conciencia nacional en las mayorías peruanas de la época, sean campesinas o citadinas, 165
  • 19. sino que la traigo a consideración como una forma de constatar que todos coincidían en lamentar la ausencia de conciencia y ac- titud nacionales. Todos parecían coincidir en que era necesario construir la nación integrando al indígena. El esquema nacional donde la ciudadanía integraba a todos dentro de la comunidad nacional era considerado una organización mejor y más justa. Esta nación, donde la herencia hispánica y la religión católica estaban en la base, debía ser mestiza, cultural y racialmente. No había pu- rezas absolutas, sino mezclas y un producto nuevo, el Perú híbrido y moderno. La obra de José de la Riva-Agüero (1885-1944), historiador y uno de los más brillantes intelectuales criollos del siglo XX, autor de un penetrante estudio, La historia en el Perú (1910) donde recorre el proceso de construcción de la historia en el Perú desde los pri- meros cronistas hasta los historiadores del siglo XIX, es uno de los mejores testimonios de este esfuerzo por inventar el Perú mestizo, el país de todas las sangres mezcladas. Así como recorre el proceso histórico peruano, realiza, con similar intención, un recorrido por el territorio peruano (1911); de Lima a Cusco, la tierra de los incas, para descubrir el Perú; su complejidad, sus partes olvidadas y rele- gadas, y fundamentalmente para recordar que el indio —gran cons- tructor de un esplendor pasado— había quedado congelado en el tiempo y que había que rescatarlo e incorporarlo dentro de la na- ción peruana. Es memorable su «Elogio del Inca Garcilaso de la Vega» (1916), pronunciado en la Universidad de San Marcos al recordarse el tercer centenario de la muerte del gran cronista mes- tizo. Aquí presenta al Inca Garcilaso como el paradigma del Perú moderno, un mestizo cultural y biológico, con enorme fuerza de originalidad y creatividad. h. La «nación» como problema La discusión sobre la naturaleza nacional del Perú se desarrolla durante casi todo el gobierno de Leguía, llamado también el On- cenio o el gobierno de la «patria nueva», en oposición a la «patria vieja» de aquellos que habían gobernado en el período inmedia- tamente anterior de la República Aristocrática. Este gobierno de Leguía, en primer lugar, significó el fin del dominio Civilista que controló, sin interrupción, el gobierno durante el largo período de 166
  • 20. 1895 a 1919. Al inicio de la «patria nueva» se produce una suerte de desembalse de las presiones populares, a tal punto que en 1920 se aprueba una nueva Constitución donde los derechos de los in- dígenas aparecen restituidos luego de un gran interregno que se había iniciado en 1821, con el acceso de los criollos al gobierno. Leguía, que respondía a las presiones populares y al discurso de los políticos y de los intelectuales de la época, aparece como el benefactor de las poblaciones indígenas, el Wira kocha, el que les devolvía su dignidad, sus derechos sociales, políticos y la propie- dad de la tierra conculcada por anteriores Constituciones criollas. En consecuencia, y de manera muy sucinta, se puede decir que los cambios más importantes que se producen en este perío- do son los siguientes: • La nueva Constitución de 1920, que reconoce la existencia de las comunidades indígenas y les otorga un respaldo ju- rídico. • Las rebeliones indígenas del sur andino (1920-1923) llevan a la formación del Patronato de la Raza Indígena, una ins- titución oficial del Estado para la solución de los proble- mas de los indígenas; también impulsan las organizacio- nes indígenas como la Asociación Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo, conformada por los mismos indígenas que transforman sus viejas organizaciones reivindicativas en modernos organismos de lucha política para reivindicar el derecho de ciudadanía de los indígenas. • El inicio de la «patria nueva» significará el fin del Civilismo y de la oligarquía terrateniente que provenía de la explota- ción y comercialización del guano (1845 y 1874) y que se había convertido en la dueña de las haciendas costeñas y andinas. • El primer indigenismo. El descubrimiento del indio, su his- toria, sus plantas, sus animales, su derecho, su medicina, su cultura y la necesidad de incorporarlo como parte de la nacionalidad peruana. El indio y sus artefactos culturales, así lo sostenían intelectuales socialistas como José Carlos Mariátegui (1894-1930), permanecen en su singularidad y autenticidad, sin haberse diluido en el mestizaje tan defen- dido por José de la Riva-Agüero; había que respetarlos, con- 167
  • 21. servarlos y promoverlos como parte de la nación peruana. El Perú debe ser indio, decía Mariátegui, si quiere ser una nación. • La discusión del problema nacional. Lo anterior desembo- ca lógicamente en una gran discusión sobre la nación pe- ruana: ¿Cómo integrar a los indígenas? El Perú era consi- derado un país indígena, pero evidentemente no era sola- mente indígena, sino mayoritariamente indio. Entonces, ¿cómo definir a la nación peruana? ¿Por sus mayorías in- dias? De esta manera, los indígenas adquieren una gran vi- sibilidad y el problema de la nación peruana, antes consi- derado simplemente como una nación mestiza, se vuelve más complejo y casi imposible de solucionar dentro de los conceptos de una nación homogénea y nacional. i. El Perú, una «nación múltiple» (1960-1990) El proceso anterior conduce a la Reforma Agraria de 1969 y a la crisis final de la oligarquía peruana, a las grandes migraciones internas y al crecimiento de las ciudades costeñas. La reforma agra- ria populariza la imagen de Túpac Amaru II, aquel héroe indígena del siglo XVIII, y aparece la idea de la «utopía andina». Las tres décadas anteriores, 1930 a 1959, constituyen un paréntesis por el ascenso del Tercer Militarismo que restituye, solamente en parte, el poder a la vieja oligarquía y produce paralelamente la invisibilidad del problema del Perú como país andino. La búsqueda de las raí- ces andinas del Perú se refugia en las excavaciones arqueológicas de Julio C. Tello, antropológicas de Pedro Weiss y etnohistóricas de Luis E. Valcárcel. El problema del Perú como nación indígena se vuelve un problema de discusión académica y los frutos serán so- bresalientes. Todas las evidencias acumuladas mostraban que his- tórica, antropológica y etnohistóricamente la presencia creadora del indígena peruano había sido fundamental en la construcción de lo que ahora se llamaba la nación peruana. j. Lo central en la construcción de la nación peruana La comunidad nacional peruana se ha construido descubriendo, reivindicando y otorgando la condición ciudadana a las mayorías 168
  • 22. indígenas. Este ha sido el mecanismo fundamental para construir a la nación peruana, cumplir lo que San Martín proclamó el 28 de julio de 1821, que los «indios» comenzaban a llamarse «peruanos». En este proceso han intervenido el Estado, los intelectuales y la sociedad civil en general. Tenemos el ejemplo de la «patria nueva» leguiísta, la obra de J. C. Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre y el trabajo de las organizaciones indígenas. El Estado ha interve- nido también a través de la creación de una normatividad jurídica y dispensando una nueva justificación política y económica a los miembros de la comunidad peruana. Los intelectuales, reinventando la historia del Perú y hacién- dola más antigua: «La antigüedad —como diría Anderson— es la consecuencia de la novedad». La nación logra su autenticidad y legitimidad inventando una ficticia antigüedad y por eso se busca los orígenes de la nación en el discurso del Inca Garcilaso de la Vega, y no tanto en los textos de Manuel González Prada y J. C. Mariátegui. Este proceso, conocido también con el nombre de «in- vención de tradiciones», convierte lo nuevo en antiguo para crear una patria histórica. El proceso de individuación se acelera duran- te los momentos dramáticos de la historia peruana; como es el caso de la guerra con Chile, cuando es necesario buscar explicaciones de la derrota y señalar a los culpables de los desastres. Se decía que se perdió la guerra porque no todos se sentían peruanos, compro- metidos con el Perú decididos a ofrendar sus vidas por esa ficción que podemos llamar la nación peruana. De manera específica, se consideraba que la fidelidad de los indígenas a los caudillos antes que a la nación en abstracto, era más nociva que la carencia de un armamento moderno y de un ejército debidamente organizado y disciplinado. k. Significado de la creación de la nación peruana La casi totalidad de estudios recientes sobre la nación, el Estado- nación y sus concomitantes están de acuerdo en que esta organiza- ción surge a fines del siglo XVIII; con la revolución política en Fran- cia y la disolución del ancien régime, y la agonía de los gobiernos di- násticos en Europa. En esto coinciden, como ya hemos advertido, F. Chabod y B. Anderson; aunque otros parecen alejarse de esta 169
  • 23. cronología. Por eso me interesa, para terminar este ensayo, mencio- nar a Douglas C. North y Robert P. Thomas, quienes en su libro Nacimiento del mundo occidental (1978) proponen que la «nación- Estado», en reemplazo del «Estado medieval», pequeño, débil y fragmentado, surge en el siglo XIV en Europa. La afirmación, ahora en 1999, parece bastante disonante y heterodoxa, aunque con ar- gumentos que me gustaría comentar. Estos autores consideran, por ejemplo, que el asombroso desarrollo de Occidente entre los años 900 y 1700, a través de «La evolución hacia un Estado nacional —suscitada por una economía de mercado en expansión— estuvo en la base de todas las transformaciones [...]. Por razones de efi- ciencia el señorío tuvo que crecer para convertirse en una comuni- dad, en un Estado; y para sobrevivir, el Estado necesitaba unos ingresos fiscales muy superiores a los que podían obtenerse de las tradicionales fuentes feudales. Había que fomentar, incremen- tar, extender el comercio para aportar al jefe del Estado ingresos fiscales» (1978: 28). Por lo tanto, el desarrollo del comercio y el incremento conse- cuente de las rentas conducen a la emergencia de un Estado nacio- nal, más grande, más respetado y capaz de imponer las reglas de juego a la totalidad de sus habitantes, sean humildes o poderosos. Este proceso lo consideran central en la explicación del nacimien- to del mundo occidental: «El segundo de los principales cambios institucionales de los siglos XIV y XV fue el desarrollo de las nacio- nes-Estado, que rivalizarían con las ciudades-Estado y finalmente las eclipsarían. En este proceso, la proliferación de baronías feuda- les, principados locales y pequeños reinos, típicos de la Alta Edad Media, dejaron paso a naciones como Inglaterra, Francia, y los Países Bajos» (1978: 130). Lo interesante es que estos autores si- túan el surgimiento de la nación-Estado en un siglo de crisis, el XIV, como una respuesta institucional al reto malthusiano: «El proceso más destacable fue la aparición de la nación-Estado. Nacidas en medio de la actividad bélica. Creadas por intrigas y traiciones, las testas coronadas parecían adaptarse más a los rasgos típicos de los jefes de mafias que a las características con que adornaría John Locke a los reyes un siglo más tarde» (1978: 141). Parece ser que North y Thomas hablan fundamentalmente del Estado, aquel que se acerca al Estado absolutista que alcanzará su apogeo en el siglo XVII. Lo que me interesa destacar es que estos autores consideran el 170
  • 24. Estado-nación como un artefacto institucional creado en un siglo de crisis, una organización eficaz que promueve el desarrollo y dispensa una mayor justicia social. Ésta es una apreciación técni- ca para evaluar uno de los elementos constitutivos de la nación: el Estado. Entonces la nación-Estado es un avance en la construc- ción de organizaciones más eficientes y desde esta perspectiva, la nación-Estado es un reflejo de los cambios económicos y políticos de las sociedades que, lógicamente, no se pueden exportar, ni im- provisar, sino que surgen como consecuencia de largos y dramáti- cos procesos. No quisiera discutir la certeza cronológica de la afir- mación de North y Thomas, lo que sí me interesa es señalar el significado que tiene la aparición de la nación-Estado en la promo- ción del desarrollo y la eficiencia económica. El Estado nacional, entonces, es un avance técnico, institucional, económico, político y finalmente social: todos parecen beneficiarse al incrementarse el producto per cápita y hacer coincidir la tasa de beneficio privado con la tasa de beneficio público. Quizá, por esta necesidad de ma- duración interna, fracasó la implantación del modelo nacional con la Independencia de 1821 y fue necesario esperar un largo período donde se suceden la nación criolla, la nación mestiza, hasta llegar al Perú múltiple de la actualidad. Este proceso resume la construc- ción de la nación peruana en los dos últimos siglos. El Perú actualmente puede ser considerado como una «comu- nidad imaginada inherentemente limitada y soberana» porque sus diversas características se ajustan bien a la definición conceptual de Anderson. Se ha convertido en una comunidad a través de un complejo proceso de ciudadanización de sus mayorías sociales: Éste ha sido el elemento central del proceso, la transformación del indio en peruano, y finalmente la ciudadanización de la mayoría de peruanos. A medida que la nación real se universaliza, la ima- gen nacional del Perú aparece en el imaginario nacional, sea cons- truida a través de mecanismos orales, escritos, o por la acción polí- tica de los gobiernos. La capacidad de imaginarse como peruano, en la simultaneidad del tiempo es más evidente ahora: se pone de manifiesto por la adquisición de una mayor capacidad de pensar- se a sí mismos como peruanos pertenecientes a una comunidad y viviendo simultáneamente. El país es sentido también con límites precisos y dirigido por un gobierno soberano sin las viejas atadu- ras coloniales. 171
  • 25. 17. Los Annales y la historiografía peruana (1950-1990): 34 Mitos y realidades La escuela histórica de Annales, evidentemente, es parte integrante de la historiografía francesa del siglo XX. Una historiografía nacio- nal tan heterogénea, rica en matices y plena de tendencias contra- puestas, unas modernas y otras sumamente tradicionales. Por lo tanto, es necesario entender a la Escuela de Annales dentro de esta historiografía nacional, como producto de ella, como una tenden- cia modernizante que luego se volverá dominante hasta aparecer como la misma historiografía francesa. Por otro lado, es necesario indicar que esta escuela se debe entender también dentro de la dinámica evolución cultural, intelectual y política de Francia en el presente siglo. Esto se puede deducir muy bien del breve ensayo de Fernand Braudel, «Mi formación como historiador» (1991), donde, como actor y como testigo, analiza esta evolución. Es indudable la influencia del filósofo Henri Berr y su Revue de Synthese Historique para el período 1890-1920 aproximadamente. Una influencia que provenía desde fuera de los ámbitos universi- tarios, lejos de los programas de estudios de las escuelas de histo- ria en las universidades y más bien promovida e impulsada a tra- vés de una revista heterodoxa y de una activa tertulia intelectual: «La Revue de Synthese no son únicamente artículos, y muy a menu- do hermosos artículos que todavía hoy causan placer al releerlos; la Revue son también y más todavía, reuniones, conversaciones, 35 intercambios de informaciones y de ideas». Esta labor nos hace recordar el proselitismo intelectual que Benedetto Croce y Federico Chabod desplegaron en Italia casi en el mismo período, hasta el punto de sacrificar sus propias investigaciones (BRAUDEL 1991: 23). El esfuerzo de H. Berr, desde su Revue y su tertulia, que apun- taba a promover y fomentar la convergencia de las ciencias socia- les, los estudios de síntesis, tendrá una concreción exitosa con la 34 Ponencia presentada en el coloquio internacional Los Annales en América Latina organizado por FLACSO-Sede México y la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Economía de la UNAM. México, del 18 al 22 de octubre de 1993. La versión original de esta ponencia ha sido publicada en la revista Eslabones, México, enero / junio 1994: N.° 7. La versión que ahora se publica ha sido corregida y ligeramente aumentada. 35 Fernand BRAUDEL, Escritos sobre la historia. Barcelona: Alianza Editorial, 1991. En especial ver el capítulo aludido «Mi formación como historiador». 172
  • 26. fundación de la Revue Annales por Marc Bloch y Lucien Febvre en 1929. Una revista editada desde una universidad francesa de pro- vincia, la Universidad de Estrasburgo, que profundizó la ruptura, se situó en el campo específico de la historia y, a la vez, pasó de las discusiones teóricas, abstractas y filosóficas al análisis de temas más concretos y empíricos. Los animadores de la revista, Marc Bloch y Lucien Febvre, desde que se conocieron (1919) hasta la muerte del primero (1944), durante 25 años de fecundo trabajo compartido, dieron ejemplo de coincidencia, intercambio de ideas y de colaboración intelectual por encima de cualquier discrepancia personal. No quisiera ingresar a los pormenores de la Escuela de Annales, sino limitarme a lo esencial y a los rasgos, hechos y carac- terísticas de esta escuela que me interesa tomar en cuenta para analizar luego su influencia en un sector de la historiografía pe- ruana más reciente. En resumen: una revista, una tertulia informal, un espíritu iconoclasta (en relación con la historia tradicional), una actitud herética (respecto a las teorías liberal o marxista), una convicción científica globalizante y un acercamiento sistemático al proceso intelectual, científico y cultural de Francia de la época, podrían ser los rasgos esenciales de la denominada Escuela de Annales y los que más me interesan en este caso. El espíritu iconoclasta se culti- vó desde los años de H. Berr y se manifestó como una crítica aguda a la denominada historie èvenementielle; al relato histórico que pri- vilegiaba la historia política, de los acontecimientos, del papel de- cisivo jugado por los grandes hombres, la descripción de las bata- llas militares o las agitaciones nerviosas de la sociedad civil. La Escuela de Annales prefirió el estudio y análisis de las fuer- zas ocultas, de mediano y largo plazo, que explicaban los aconteci- mientos de muy corta duración. La actitud herética es posible en- contrarla en lo metodológico y en lo político: los fundadores de Annales fueron reacios al dogmatismo teórico y promovieron lo que empezaron a denominar una historia total, que incluyera lo social, lo económico, lo político e incluso las actitudes mentales. Los herederos de esta escuela, los que tomaron la conducción de la revista a partir de 1968, sufrieron el desencanto político del marxis- mo y por eso no tuvieron ningún problema en acercarse a otras teorías, como el estructuralismo, por ejemplo. En general, podemos 173
  • 27. decir que los historiadores de esta escuela bebieron en muchas fuen- tes teóricas, pero en ninguna de manera exclusiva y lógicamente no cayeron en el dogmatismo y utilitarismo político de la historia, ni en el discurso con fuerte implicación ideológica. Además, es nece- 36 sario indicar que, tal como lo hace Jacques Le Goff, la revelación de las realidades del estalinismo y la avasalladora presencia mili- tar soviética en Europa del Este llevaron a los jóvenes historiadores comunistas franceses de los años 50 a interrumpir la militancia política, a alejarse del marxismo dogmático y a acercarse de manera muy sistemática, y a la vez burocrática, a la llamada Escuela de Annales. Salvo algunas raras excepciones, como la de Georges Duby, que se consideraron parte de esta corriente historiográfica, pero sin 37 renunciar a los principios fundamentales del marxismo. La convicción científica globalizante que se manifiesta desde la etapa preannales anterior a 1920, lógicamente con la influencia de Henri Berr, permite ya en los años 20 un acercamiento más refinado a la geografía, la economía, la sociología, la psicología, la lingüística y finalmente a la antropología. Bastaría recordar los libros Les rois thaumaturges (1924) y Martin Luther. Un destin (1927) de Marc Bloch y Lucien Febvre, respectivamente, para entender este proceso. En los años 30 y 40 la revista privilegia lo económico, para más tarde —desde los años 50, específicamente— abrirse a las otras ciencias sociales y al estudio de lo social, lo cultural y lo humano en general. Para luego, en su última etapa, la actual, aproximarse a la historia de las mentalidades y de las relaciones de género. Esta convicción científica globalizante, cultivada gra- cias a su independencia política, permitió a esta escuela una reno- vación constante y permanente. Así pudieron enriquecerse con la vecindad al marxismo, al funcionalismo y al estructuralismo, pero sin encerrarse en ninguna de esas denominadas teorías sociales o escuelas de pensamiento. Esta convicción, además, les permitió involucrarse, nutrirse y relacionarse estrechamente con el desenvolvimiento de las tradicio- nes —para no decir teorías, ni escuelas— intelectuales, culturales 36 Esto lo encontramos ampliamente descrito en su ensayo «L’appetit de l’histoire». En el libro colectivo Essaks d’ego-histoire, París, Gallimard, 1987, pp. 173-239. 37 G. DUBY, La historia continúa. Madrid, Debate, 1992. El autor, de manera testimonial, muestra los pormenores de su itinerario intelectual y a través de la Escuela de Annales. 174
  • 28. y científicas francesas del siglo XX: ¿qué representante de la Escue- la de Annales no había leído y asimilado los libros más importan- tes de Emile Durkheim, François Simiand, Marcel Mauss, Maurice Halbwachs, Lucien Goldmann, Michel Foucault, Jacques Lacan, Jean-Paul Sartre y Claude Lévi-Strauss? Para mencionar sólo unos nombres, excluyendo injustamente a geógrafos, economistas y filó- sofos que también influyeron poderosamente en los historiadores de esta escuela. Esta suerte de libertad para «visitar», como solía decir F. Braudel, las otras ciencias sociales, enriqueció a la Escuela de Annales, a tal punto de dominar la historiografía francesa, opacando —de alguna manera— el marxismo ortodoxo de Pierre Vilar, el marxismo remozado de Michel Vovelle, el conservadorismo teórico de Pierre Chaunu y la rica e imaginativa historia insti- tucional de Roland Mousnier y de otros viejos historiadores fran- ceses reticentes a las novedades que traían las ciencias sociales. Entonces, la Escuela de Annales, tal como es ampliamente conoci- da, es una tendencia moderna dentro de la historiografía francesa, amplia, heterogénea y de conocida vocación nacionalista. También quisiera anotar que, mirada desde un país latino- americano, los cuatro períodos de la Revista Annales —y metafóri- camente de la escuela encarnada en ella—, desde los fundadores (interesados en la historia social, económica y cultural), pasando por la geohistoria de F. Braudel, hasta la generación interesada en las mentalidades y en la historia total, no significa (como lo indica 38 Ruggiero Romano), una renuncia a los fundadores, ni una deriva historiográfica, sino más bien una multiplicación de los territorios de estudio, una búsqueda de nuevas explicaciones a viejos proble- mas y una aproximación a otras ciencias sociales. Curiosamente este nuevo impulso busca, en mi opinión, emparentarse con los fundadores, L. Febvre y M. Bloch específicamente, y con algunos de los libros con los cuales se inicia el estudio de las actitudes mentales o de las mentalidades en la historia. Me refiero a Los reyes taumaturgos y El problema de incredulidad en el siglo XVI; La religión de Rabelais, de 1924 y 1942, respectivamente. 38 Fernand BRAUDEL, «1949 nacimiento de un gran libro: El Mediterráneo». En Primeras jornadas braudelianas. México, 1993. Ruggiero Romano destaca muy bien la importancia del análisis geográfico, del tiempo lento de la geografía y de todas sus implicancias en el proceso histórico, dentro de la obra de Braudel, pero critica el abandono de lo social y lo económico en la historiografía actual. 175
  • 29. Hay algo que finalmente quisiera rápidamente retomar: su carácter innovador, no convencional y su independencia de las instituciones públicas tradicionales. No conozco la evolución más reciente de esta escuela histórica, pero este alejamiento quizá me permita señalar ciertos hechos con mayor nitidez y rotundidad. Me detengo solamente en su independencia de las instituciones públicas y su compromiso con una visión renovada y renovadora de la historia francesa. F. Braudel (1991: 28) señala, de manera muy esquemática, cuatro momentos en la conducción y dirección de la Revista Annales: 1929-1945 (M. Bloch y L. Febvre); 1946-1956 (L. Febvre); 1956-1968 (F. Braudel) y el período posterior, que podría ser —por su esencia y naturaleza— muy cercano al presente, des- de 1968 a la actualidad, bajo la conducción de Jacques Le Goff, Inmanuel Le Roy Ladurie y Marc Ferro. No puedo detenerme a analizar cada uno de estos períodos, pero en cambio sí puedo afir- mar que es muy notable la progresiva institucionalización de esta escuela desde la aparición de la Maison de Sciences de l’Homme. Casi todos los representantes de esta escuela, salvo error u omisión, son profesores de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales o investi- gadores con un laboratorio en el CNRS o en la Maison de Sciences de l’Homme. Quedan ya muy lejanos los tiempos de Henri Berr, de M. Bloch, la tertulia de L. Febvre, para pasar —probablemente des- de los tiempos de F. Braudel— a esas formas parisinas de trabajo —muy en boga actualmente y extensivas al conjunto de las cien- cias sociales— que G. Duby, como buen medievalista, ha denomi- nado como formas feudales de organización del trabajo. Esto explica quizá la pérdida momentánea de brillo de esta escuela y la emergencia de los ímpetus innovadores, iconoclastas de las posiciones «revisionistas», de François Furet, Mona Ozouf y de otros historiadores actualmente trabajando en el Instituto Raymond Aron de París. Todo parecería indicar, si consideramos lo que sugieren R. Romano y el historiador mejicano Carlos A. Aguirre Rojas, que cuando esta escuela historiográfica fue perdien- do su fuerza en Francia, sus influencias y repercusiones se volvie- ron más notorias en el resto del mundo y especialmente en Améri- 39 ca Latina. 39 Ver su ensayo «Dimensiones y alcances de la obra de Fernand Braudel». En Primeras jornadas braudelianas, (México, 1993). También se pueden ver los 176
  • 30. a. La influencia clásica francesa en el Perú (1930-1950) Digo clásica para no decir inicial, tradicional o utilizar otro adjeti- vo aún más arbitrario. Quizá sería más adecuado decir la influen- cia solitaria, o individual, que ciertos intelectuales, historiadores o antropólogos franceses ejercieron sobre algunos intelectuales o es- tudiosos peruanos durante este período de 1930 a 1950. No quisie- ra referirme a todos los afrancesados peruanos de esos años, como los hermanos Francisco (1883-1953) y Ventura García Calderón (1886-1959), que vivieron mucho tiempo en Francia, escribieron en francés en algunos casos, pero que no tuvieron —quizá por la for- mación clásica literaria que poseían, por sus ideas políticas y por sus orígenes de clase— un acercamiento más o menos orgánico a la Escuela de Annales. Mención aparte merece José de la Riva- Agüero (1885-1944), como solía indicar Raúl Porras, caudillo espi- ritual de la generación del novecientos, quien poseyó una vastísima formación hispanista, gozó del padrinazgo intelectual de Unamuno y Menéndez Pelayo en su juventud y que, como es muy bien cono- cido, evolucionó desde sus posiciones liberales futuristas de los años 1910-1919 a un conservadorismo político, a una abierta sim- patía por los fascismos europeos y a un catolicismo ultramontano entre 1930 y 1944, año de su muerte. Podríamos decir que Raúl Porras, como él mismo lo reconoció, no escapó a su influencia: «Por eso, tanto para los que le conocían como para los que le nega- ban, en un país donde la cultura, regida por la ley de la improvisa- ción, está hecha de plagios y de clisés, pudo aparecer como un encomendero feudal, dueño de vastos e inajenables predios de la cultura, a menudo saqueados y devastados por depredadores de todo género, y que sólo un humanista excelso como él pudo seño- 40 rialmente dominar». Quisiera más bien referirme a dos franceses muy conocidos en el Perú: Paul Rivet (1876-1958), antropólogo, lingüista, diputado so- cialista, muy interesado en la historia y fundador del Musèe de l’Homme de París. Desde 1930, P. Rivet visitó frecuentemente el diversos ensayos publicados en la revista Eslabones, México, enero (1994) N.° 7, en la sección Ecos de la Historiografía Francesa en América Latina. 40 R. PORRAS BARRENECHEA, La marca del escritor. Lima, FCE, 1994, p. 128. 177
  • 31. Perú, trabó amistad con numerosos estudiosos peruanos, fomentó los estudios antropológicos, históricos, lingüísticos y renovó la apreciación que se tenía de las culturas indígenas. Desconozco la relación que existió entre Paul Rivet y Alfred Mètraux (1902-1963), pero es posible constatar una continuidad entre ellos. El libro del primero sobre los Orígenes del hombre americano (1943) defendió dos teorías histórico-antropológicas de amplia difusión y aceptación en el Perú: la inmigración tardía asiática y polinésica que pobló América y el autoctonismo de las culturas indígenas americanas. La segunda teoría, que provenía de la arqueología, le permitió un buen diálogo con el arqueólogo peruano Julio C. Tello y tam- bién con la moderna arqueología peruana y andina en general. Paul Rivet, durante este período, reunió una rica bibliografía pe- ruana en el Musèe de l’Homme de París, fomentó las investigaciones antropológicas, arqueológicas y finalmente, lo que podemos consi- derar como una modalidad particular de influencia, donó una rica colección bibliográfica de estudios andinos a la Biblioteca Nacio- nal de Lima. Un segundo personaje francés fue Marcel Bataillon (1895- 1977); hispanista, culto historiador literario, gran conocedor de la presencia de Erasmo y del humanismo en la España del siglo XVI. Desgraciadamente desconozco los pormenores de su presen- 41 cia en el Perú, a pesar de haber tenido un rápido acceso a la correspondencia de la historiadora peruana Ella Dunbar Temple y haber podido constatar que ella mantuvo una cierta comunicación con M. Bataillon. Además de los libros dedicados y varias otras publicaciones menores que envió a la historiadora peruana, quien probablemen- te conoció al académico francés en la tertulia del historiador pe- ruano Raúl Porras Barrenechea (1897-1960), gran conocedor de las crónicas históricas de los siglos XVI-XVII, historiador culto y lite- rario, que influyó muchísimo en toda una generación de historia- dores que podríamos denominar «La generación de los años 50». La afinidad entre Bataillon y Porras Barrenechea parece indiscuti- ble; ambos intentaron conocer los aspectos positivos que España 41 Una continuación de esta corriente o influencia francesa, por supuesto en términos más modernos, la representa Bernard Lavalle, que ha realizado interesantes estudios para conocer la acción de los criollos en la época colonial tardía. 178
  • 32. trajo al Nuevo Mundo. Los estudios de M. Bataillon, por otro lado, sobre Francisco de la Cruz (quemado vivo por la Inquisición en Lima, 1572), sobre el significado de la rebelión de Gonzalo Pizarro (1548), y sobre el original lenguaje de los cronistas españoles del siglo XVI sirvieron de inspiración a R. Porras Barrenechea e incluso a sus discípulos más cercanos como Ella Dunbar Temple. François Chevalier, el gran mexicanista, fue otro historiador francés que, de diversas maneras, influyó notablemente sobre la generación de historiadores de los 50. Su estudio clásico La formation des grands domaines au Mexique. Terre et société aux XVI-XVIIe siecles (1952) o sus Instrucciones a los hermanos jesuitas administradores de haciendas (1959) y un ensayo sobre la expansión de la hacienda andina peruana a fines del siglo XIX e inicios del XX tendrán una notoria repercusión en algunos historiadores peruanos. Estos cuatro personajes, Paul Rivet, Marcel Bataillon, Alfred Mètraux y Francois Chevalier, influyeron de manera muy desigual sobre diversos especialistas peruanos. La influencia de Marcel Bataillon, hispanista y generoso intérprete de la historia española de la época colonial, afectará principalmente a Raúl Porras Barre- nechea y algunos historiadores conservadores nucleados dentro del Instituto Riva-Agüero de la Universidad Católica de Lima. Por otro lado, Paul Rivet y Alfred Métraux, con sus diversos estudios y relaciones personales, terminaron contribuyendo eficazmente al redescubrimiento de lo andino, de los indígenas quechuas y de sus culturas sobrevivientes en pleno siglo XX. El pequeño gran libro de A. Métraux, Les Incas (1961), además de popularizar los resultados de las investigaciones de John V. Murra, contribuyó a confirmar la concepción de que los campesinos quechuas de la actualidad, su- midos en la miseria y en la explotación feudal andina, eran los detentadores, reinventores, herederos de la cultura, material y es- piritual, que poseyó el hatunruna (mayoría social) de la época inca. Los estudios de ambos antropólogos apuntarán en esta misma di- rección: hacia el descubrimiento de la historia y de la cultura de los hombres andinos, de los indígenas, de los conquistados en el siglo XVI. Los estudios de F. Chevalier, de la misma manera, apuntan en igual dirección: estudiar las diversas dimensiones de la historia rural andina; las haciendas, las comunidades indígenas y el cam- pesinado andino. La influencia clásica francesa sobre la histo- 179
  • 33. riografía peruana, en este período de 1930 a 1950, se hará efectiva sobre personas aisladas, a través de contactos esporádicos y leja- nos. Eran las visitas de estos personajes al Perú, así como la circu- lación restringida de sus libros y estudios, los principales meca- nismos de transmisión de la influencia clásica francesa. b. Mitos (1950-1970): las primeras influencias de la Escuela de Annales En el Perú, con una cierta nitidez, podemos distinguir a una ge- neración de historiadores de los años 50, a la que podríamos llamar la generación de la ruptura. A ella pertenecen, entre otros, Carlos Araníbar Zerpa, Armando Nieto Vélez (n. 1931), Waldemar Espinoza Soriano (n. 1936), Antonio del Busto Duthurburu (n. 1932), Luis Millones, Miguel Maticorena Estrada, Franklin Pease (n. 1939) y Pablo Macera (1929). En la arqueología podemos men- cionar a Duccio Bonavia (n. 1935) y Ramiro Matos Mendieta. En la lingüística a Alfredo Torero; en la sociología a Aníbal Quijano, Julio Cotler y Carlos Franco y en la antropología a José Matos Mar (n. 1921) y Héctor Martínez. Me interesa, en este caso, analizar solamente al grupo de los historiadores y en particular a uno de ellos: Pablo Macera. Este grupo, de los nacidos más o menos entre 1929 y 1939, que realizó sus estudios en los años 50, se formó bajo la influencia de dos corrientes tradicionales de la historiografía peruana de enton- ces: a) La del Instituto Riva-Agüero en la Universidad Católica de Lima (bajo la influencia del pensamiento católico, conservador y aún hispanista del historiador José de la Riva-Agüero); y b) La de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, bajo la influencia liberal, literaria, hispanista y erudita de Raúl Porras Barrenechea. Habría aquí que distinguir —de manera muy general— hasta tres períodos en la vida de Porras historiador: los años de estudios universitarios (y aun los 20), cuando su familia vivía aún en la calle Mogollón del centro de Lima, en que frecuentó estrechamente a los miembros de la denominada generación del centenario como lo indicó Jorge Basadre, «[...] pues allí se reunía con frecuencia un grupo, en el que estaban Carlos Moreyra y Paz Soldán, Guillermo Luna Cartland, Ricardo Vegas García, Víctor Raúl Haya de la To- 180
  • 34. rre, Jorge Guillermo Leguía, Luis Alberto Sánchez, Humberto del 42 Águila y otros estudiantes». Los años 30, cuando Riva-Agüero regresa de Europa y ante el ascenso de los fascismos europeos, Porras cae bajo la esfera de influencia del caudillo espiritual. «Nun- ca estuvo Porras tan cerca de Riva-Agüero en el ánimo y en el espíritu. Es el Porras de la primera madurez, el hispanista comba- tivo, el último conquistador, como se llamaba a veces con ironía y 43 con un poco (nada más que un poco) de verdad», dice Luis Loayza. Luego viene el interesante período del Porras liberal (1949- 1960): «preferimos al otro, al Porras de los últimos años, que co- mienzan en 1949 a su regreso a Lima, después de renunciar a la embajada en España. Cambió su vida, fueron cambiando segura- mente algunas de sus ideas. Mantuvo una lealtad apasionada a la memoria de José de la Riva-Agüero pero fue haciéndose más li- beral; quizá le interesaban un poco menos los conquistadores y un poco más el Inca Garcilaso» (PORRAS 1994: 10). Es ya el Porras, que en los años 50, dará vida a una intensa y animada tertulia en su casa de la calle Colina, en el entonces aristocrático distrito de 44 Miraflores. Esta relación con la juventud, en su casa, alrededor de los libros, es uno de los méritos mayores que le concede Wáshington Delgado: «Yo concurrí a ellas [las tertulias] muchas noches, aunque no tantas, por cierto, como hubiera deseado. En el vestíbulo de esa casa, o en algunas de sus habitaciones atestadas de libros, un grupo de jóvenes, entusiastas y esperanzados como todos los jóvenes, escuchábamos la charla amena, cálida, a ratos 45 punzante, siempre magistral del maestro Porras.» A finales de los años 50 era canciller de la República, es decir, Ministro de Rela- ciones Exteriores, y ganó un gran prestigio nacional cuando defen- dió en la asamblea de la Organización de los Estados Americanos, realizada en Costa Rica en 1960, la libertad de Cuba a elegir su propio sistema de gobierno. El mismo Wáshington Delgado lo re- 42 Jorge BASADRE, La vida y la historia. Ensayos sobre personas, lugares y problemas. Lima: fondo del libro del Banco Internacional, 1975, p. 249. 43 Así lo indica en el prólogo a La marca del escritor, op. cit., pp. 9-10. 44 En el reciente libro de Mario VARGAS LLOSA El pez en el agua. Memorias, (Bar- celona: Seix-Barral, 1993) se puede encontrar un riquísimo y, desgraciadamente, a la vez subjetivo anecdotario sobre los jóvenes universitarios que se reunían alrededor de Porras Barrenechea en los años 50. 45 «Evocación de un maestro y de un historiador». En R. PORRAS BARRENECHEA, Ideólogos de la Emancipación. Lima, Ed. Milla Batres, 1974, pp. VIII-XI. 181
  • 35. cuerda muy emocionado. «Es necesario recordar sobre todo este episodio definitivo de la existencia de Raúl Porras porque ahí resi- de la medida exacta de su grandeza humana y porque en esta hora de rebelión y crisis, este episodio constituye una lección perma- nente de dignidad moral» (PORRAS 1974: X). En la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos, en estos años 50, logró consolidar la existencia del Instituto de Histo- ria, reformar el plan de estudios de la especialidad, oponerse al avance arrollador de la apristización en la Universidad, desarro- llar cursos sobre fuentes históricas peruanas que atraían al públi- co en general y discutir acerca de la naturaleza, científica, huma- nista y literaria, de la historia. Los libros de Jakob Burkhardt, Leopold von Ranke, Theodor Mommsen, B. Croce, Thomas Carlyle, Fustel de Coulanges, J. G. Droysen y Friedrich Meinecke, por ejem- plo, fueron discutidos, junto a los clásicos griegos y latinos. Raúl Porras, un hombre de una vasta y refinada cultura, diplomático de carrera, brillante maestro universitario e historiador de vocación, se interesó por casi toda la historia peruana, del siglo XVI al XX. Bastaría recordar sus publicaciones sobre las crónicas y los cronis- tas de los siglos XVI y XVII, su interés permanente por escribir un gran libro sobre el conquistador Francisco Pizarro, sus estudios sobre la Independencia, su admiración por el ideólogo republica- no José Faustino Sánchez Carrión y, finalmente, sus publicacio- nes, casi como correlato obligado de su oficio de diplomático, sobre la historia de las fronteras peruanas. Sin embargo, hay que decirlo para que quede muy claro, su interés permanente fueron las cróni- cas y los cronistas de la época colonial: las estudió, analizó, descu- brió algunas y publicó muchas en ediciones modestas, pero muy bien cuidadas. En este campo encontramos su contribución más original e importante. Por otro lado, si analizamos con cuidado la obra de este histo- riador podríamos descubrir su gran interés —especialmente en los últimos 15 años de su vida— en entender el Perú como colectivi- dad mestiza, construida por la acción de los grandes hombres, producto de eventos notables (el Tahuantinsuyo, la conquista, la evangelización y la independencia), realizados tanto por indíge- nas, españoles, criollos y mestizos, incluyendo aun a otros grupos étnicos minoritarios. Su interpretación de la historia peruana, a lo 182
  • 36. Jules Michelet de la Francia del siglo XIX, se acercaba a la idea ro- mántica de considerar a la nación, la colectividad, la república moderna, como el gran resultado del proceso histórico peruano. Raúl Porras Barrenechea no tenía dudas al definir el Perú: lo en- tendía como una nación mestiza, integrada, andina, occidental y cristiana, enriquecida y fortalecida con la llegada de los españoles y el advenimiento de la cultura occidental. Esta posición lo alejó de la gente del Instituto Riva-Agüero, lo decidió a promover una tertulia informal y como para compensar, o disimular, su interés por el conquistador Pizarro, dedicó una preferente atención a estudiar al cronista mestizo peruano Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616). Siguió sus pasos en España, en las ciudades donde el Inca vivió, primero en Montilla (1560-1590) y luego en Córdoba (1590-1616); descubrió numerosos documen- tos garcilasianos, entabló amistad con estudiosos montillanos, con el alcalde de esta ciudad y recuperó, para la memoria de Montilla, el recuerdo de los 30 años pasados por el Inca Garcilaso en esta pequeña ciudad andaluza. Raúl Porras Barrenechea, descendien- te de blancos criollos de la región de Ica (costa sur del Perú), empu- jado por sus convicciones intelectuales y políticas, defendió el mestizaje, sin renegar de la herencia española, pero sin apreciar la real importancia y dimensión de las culturas indígenas andinas. Su gran interés, ternura y dedicación a estudiar y comprender la obra del Inca Garcilaso, un mestizo cultural y biológico, y su enor- me dificultad para leer y entender a Guamán Poma de Ayala, cro- nista indio ayacuchano de la misma época, resumen muy bien su interpretación de la historia peruana y su definición del Perú como nación. Pero no podemos dejar de reconocer el mérito innegable de su estudio pionero «El cronista indio Felipe Guamán P. de Ayala» de 1946 donde habla de la utopía reformista de este cronista. Si bien pudo equivocarse al buscar una buena sintaxis y gramática castellanas en este cronista, al criticar las que encontró, tuvo mu- chos aciertos al analizar el significado político de la propuesta reformista del autor de Nueva corónica y buen gobierno. A la tertulia que se reunía alrededor del maestro Raúl Porras asistían jóvenes historiadores, literatos, antropólogos, arqueólogos y lingüistas. Era un cenáculo multidisciplinario donde los jóvenes encontraban las novedades que el maestro comentaba, donde se 183
  • 37. establecían nuevas amistades y los jóvenes se acercaban a conno- tados especialistas extranjeros interesados en el Perú. Allí conocie- ron, muy probablemente, a Paul Rivet, Marcel Bataillon, Philip A. Means, Fernand Braudel, Louis Baudin, Hienrich Cunow, Herman Trimborn, George Kubler, John H. Rowe. John V. Murra, Manuel Ballesteros, François Bourricaud y R. Tom Zuidema, por ejemplo. Americanos y europeos, buenos especialistas, algunos jóvenes y otros ya consagrados, interesados en la parte no-occidental de las realidades peruanas. Los discípulos de Raúl Porras Barrenechea, de nuevo me limi- taré solamente a los historiadores, siguieron las huellas —cada uno a su manera— del gran maestro. Esto es aún más notorio en los mismos años 50 y en el primer lustro de la década siguiente: continuaron con los estudios de las crónicas, los cronistas, la con- ciencia criolla de 1821 y los problemas de una república criolla, mestiza y occidental. ¿El maestro pudo más que los esporádicos visitantes a la tertulia de la calle Colina? Los discípulos, al pare- cer, continuaron la huella del maestro solamente por unos años y luego acentuaron su independencia intelectual, política y profe- sional. ¿Cuáles fueron los caminos de la libertad y la independen- cia? En primer lugar, y de manera definitiva, la muerte del maestro en 1960 y la necesidad de buscar nuevas amistades y padrinos, como el gran historiador de la República Jorge Basadre Gröhmann (1903-1980), al etnohistoriador Luis E. Valcárcel (1891-1984) o al literato Luis A. Sánchez (1900 [-1994]) que comenzaron a gravitar sobre algunos de los que formaban parte de la tertulia anterior. Luego las becas al extranjero, principalmente a Francia y a otros países europeos. Así como los literatos se trasladan e insta- lan en Europa (como Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa), algunos jóvenes historiadores hacen tímidamente lo mismo: Mi- guel Maticorena pasa cerca de 20 años en el Archivo de Indias de Sevilla, Pablo Macera un año en París y Waldemar Espinoza, al igual que María Rostworowski de Diez Canseco, visitan en diver- sos momentos los archivos españoles. Aquí quisiera mencionar un caso especial, el de Ella Dunbar Temple (1918 [-1998]), que estudió en la Universidad Católica de Lima, participó esporádicamente en la tertulia de la calle Colina de Miraflores, aunque 15 años mayor —en promedio— que todo el grupo antes mencionado. Por ansias 184
  • 38. de independencia, originalidad o por influencias de los visitantes extranjeros a la tertulia, desde fines de los años 30 y particular- mente en los años 40, se dedicó a desarrollar originales investiga- ciones sobre la historia de las familias nobles indígenas del perío- do colonial: los incas del Cusco y los huancas del Perú central 46 durante los siglos XVI-XVIII. Recuerdo haber visto en un ejemplar de sus Caciques Apolaya (1943) obsequiado a Raúl Porras, conservado en la colección que este historiador donó a la Biblioteca Nacional, una tímida dedica- 47 toria manuscrita al maestro donde casi se excusaba de ocuparse de temas que supuestamente no pertenecían a la «gran historia», criolla o mestiza del Perú. María Rostworowski de Diez Canseco (n. 1915) recorrió tam- bién este camino de independencia y autonomía; mujer autodidacta, que pasó muy rápidamente por la diplomacia peruana, gran cono- cedora de los archivos andinos, con la publicación de su impor- tante libro Pachacutec Inca Yupanqui en 1953 inició su fecunda ca- rrera de historiadora. Las dos mujeres, probablemente por razones cronológicas, de posición social o de género (casadas o solteras, pero con independencia económica), dan este importante paso. Ella Dunbar Temple, por diversas razones, dejará el tema preferido de su juventud y dedicará todo su período de madurez al estudio de las instituciones prehispánicas y coloniales, pero sin continuar con el ritmo de publicaciones que tuvo en los años 40. Por otro lado, María Rostworowski, mostrando una admira- ble vitalidad, un sistemático trabajo en archivos y una envidiable formación autodidacta, desde el Instituto de Estudios Peruanos ha desplegado un productivo esfuerzo que le ha permitido publi- car casi un docena de libros importantes en los últimos 15 años sobre la denominada etnohistoria andina o historia de los pueblos 46 Basta mencionar «La descendencia de Huayna Capac» (1937-1948), «Los caciques Apolaya» (1943) o «La azarosa existencia de un mestizo de sangre imperial» de 1943. En esta misma línea María Rostworowski de Diez Canseco publicó Curacas y sucesiones. Costa norte en 1961 y Los ascendientes de Pumacahua en 1963. Bastaría recordar que por estos mismos años 50, John H. Rowe había ya comenzado a desarrollar todo un programa de investigación para demostrar la existencia y vitalidad de las familias nobles incas en el Cusco de la época colonial. 47 En ella decía: «Dr. Raúl Porras: Ud. que ha potenciado tan brillantemente la figura de Pizarro y la obra de los cronistas de la conquista ¿querrá leer esta historia desaliñada de unos caciques disminuidos? Muy cordialmente: Ella Dunbar Temple». 185
  • 39. Ella DUNBAR T EMPLE (1918-1998) y Paul RIVET (1876-1958) en Lima, 1951. La historiadora de los nobles incas mestizos y el gran animador de los estudios andinos. (Foto: Fundación Temple Radicatti-UNMSM). 186
  • 40. Ella DUNBAR TEMPLE (1918-1998) y Marcel BATAILLON (1895-1977) hispanista francés autor, entre otros títulos, de Erasmo y España. (Foto: Instituto Raúl Porras Barrenechea-UNMSM). 187
  • 41. indígenas sin escritura. Esas dos mujeres, por razones que ahora no me detengo a discutir, transitan —antes que los varones que rodearon a Raúl Porras— hacia la independencia y autonomía. Ellas son verdaderamente las fundadoras de la etnohistoria andina. Equivalente para la historia colonial a lo que Julio C. Tello signifi- có para la arqueología y Luis E. Valcárcel para la historia inca. Se adentran, a través de los archivos y las crónicas coloniales, por los caminos de una moderna historia andina. Un camino similar siguió Waldemar Espinoza: la historia de la conquista española, de los movimientos anticoloniales, de los grupos étnicos, de las instituciones hispánicas y del imperio de los incas. W. Espinoza, como lo indicó Pablo Macera en 1973, es un gran investigador de archivos, un infatigable trabajador, siempre atento a las nuevas publicaciones, pero casi cautivo del ensayo y de la fascinación de sus propios hallazgos documentales. La suma total de su obra, enorme por cierto, espera aún un balance, pero sin lugar a dudas deja traslucir —con mucha nitidez— la influencia de las nuevas inquietudes por estudiar las sociedades rurales y la parte no-occidental de nuestra historia. Luego quisiera detenerme en Pablo Macera (n. 1929), uno de los asistentes a la tertulia de Raúl Porras que mostraba, desde los primeros momentos, una exhuberante imaginación, una optimista vocación, una curiosidad permanente y una inteligencia muy viva. Pero a pesar de estas características, tan propias de su origen so- cial (honorable clase media provinciana) y de una personalidad sin inhibiciones, no logró descubrir, ni explorar —en los años 50— nuevos territorios históricos, sino que continuó —con nuevos bri- llos y auténticas ideas— el derrotero señalado por el gran maestro. Su primer libro, Tres etapas en el desarrollo de la conciencia nacional de 1958, ganador del premio Fanal de la International Petroleum Company, era la búsqueda de las raíces del pensamiento inde- pendentista y anticolonial en las tradiciones intelectuales criollas del siglo XVIII. Las conclusiones de este libro las hubiera podido dictar el maestro antes de que la investigación haya concluido. Quizá por esto he escuchado decir a Pablo Macera, en varias opor- tunidades, que se avergonzaba de este libro, lógicamente de su juventud, y ciertamente por esta razón se negó sistemáticamente a reeditarlo. 188
  • 42. Ignoro lo que sucedió en las relaciones entre Raúl Porras y Pablo Macera entre 1955 y 1960, pero lo cierto es que Luis A. Sánchez da testimonio que pocas semanas antes de morir, Raúl Porras Barrenechea se preocupaba seriamente del joven profesor Macera que a fines de septiembre de 1960 partía a Francia a reali- zar estudios e investigaciones por un año.48 Unos meses más o unos meses menos, pero lo suficiente para acercarse al idioma (francés), a las librerías del Quartier Latin, trabajar en la Biblioteca Nacional de París, visitar Les Archives Nationaux de France y escuchar algunos historiadores en la en- 49 tonces Ecole Practique des Hautes Etudes. Hacía ya cuatro años que había muerto Lucien Febvre, pero se hablaba aún mucho de sus libros y Fernand Braudel, entonces un hombre de 58 años, dirigía ya dinámicamente la revista Annales y desde el College de France, en la plenitud de sus capacidades alentaba investigacio- nes multidisciplinarias sobre el siglo XVI europeo. En este momento el libro de François Chevalier, sobre el Méxi- co rural de los siglos XVI y XVIII (1952), elaborado bajo la influencia de la Escuela de Annales, estaba en boga y era de consulta casi obligatoria para cualquier estudioso latinoamericano. El estructu- ralismo de Lévi-Strauss recién iniciaba su despegue, pero sus re- percusiones en las demás ciencias sociales aún no eran muy im- portantes en el horizonte intelectual francés. El resultado de la estadía de Pablo Macera en Francia fue una tesis de bachiller, presentada en San Marcos a su regreso, que denominó La imagen francesa del Perú (1962), y que luego de unos años fue publicada como libro (1976). Pero lo más interesante que trajo fueron las ideas, los libros y las nuevas amistades: las menciones durante sus clases a Ernest Cassirer, Marc Bloch, Lucien Febvre, François Simiand, Ernest 48 «En la mañana del 27 de setiembre (de 1960), a eso de las 11:00 a.m. sonó el teléfono de mi bufete de abogado. Tomé el auricular: la voz de Raúl lejana y trémula, casi imperceptible, preguntaba por mí: «Quiero pedirte un favor, Luis Alberto; esta tarde, en la sesión de la Facultad, se debe ver la licencia de Pablo Macera, joven profesor a quien conoces, va a viajar a París. Por favor, apóyalo y saca su asunto adelante....», L. A. SÁNCHEZ, Testimonio personal 4. Las confidencias de Caronte, 1956-1967. Lima, Mosca Azul Editores, 1969, pp. 104-105. 49 «En 1960 fui catapultado de Lima a París con una beca de la UNESCO que no supe aprovechar aunque las apariencias indiquen lo contrario», Pablo MACERA, La imagen francesa del Perú. Lima, 1976, p. 7. 189
  • 43. Labrousse, Paul Mantoux, Henri Pirenne, Benedetto Croce, Paul Hazard, Max Weber, Karl Marx y Pierre Vilar eran reveladoras de sus nuevas inquietudes. Luego de su regreso, por su brillantez y heterodoxia, al igual que el otro discípulo de Raúl Porras, Carlos Araníbar Zerpa, se hizo cargo del curso Historia General del Perú que debían llevar todos los alumnos ingresantes a la Facultad de Letras de entonces. Transmitía entusiasmo, ideas nuevas, involucraba a sus estudian- tes en sus investigaciones, prestaba generosamente libros y reunía en su casa, casi de manera sistemática, a un pequeño grupo de alumnos que provenían de las ciencias sociales en general. Era un esfuerzo por repetir la tertulia de Raúl Porras; en un lugar más mesocrático, la calle José Díaz, junto al Estadio Nacio- nal de Fútbol, a 100 metros del populoso barrio La Victoria, en una vieja casona, quizá de los años 40, pero donde los que asistíamos podíamos escuchar inteligentes conversaciones, fortalecer nues- tras vocaciones y acceder a las novedades que se publicaban en el campo de las ciencias sociales y en la historia en particular. Las habitaciones del primer piso de su casa estaban colmadas de li- bros, ficheros de investigación, artesanías de diversas regiones del Perú y algunos cuadros de pinturas coloniales. En los años 60 era un historiador poco conocido periodís- ticamente, un intelectual brillante, con una curiosidad sin límites, con un estilo de vida austero, hasta estoico, muy tradicional, respe- tuoso de las devociones religiosas, alejado de las militancias polí- ticas, amigo de la gente de izquierda, apegado a la familia y cierta- mente satisfecho de la honorabilidad de las familias Macera y D’allorso, que le daban sus dos apellidos. El primero de menor alcurnia que el segundo. En la casa de la calle José Díaz, en la irregular tertulia, a la cual asistían jóvenes de San Marcos y de la Universidad Católica, entre las tensiones del trabajo en equipo y la visita de profesores extran- jeros, se produce el nacimiento de una moderna historia crítica, nacional, andina y peruana. El primer paso, como ruptura de su formación anterior, fue su acercamiento a la historia económica: el libro de Max Weber (Historia económica general), el de H. Pirenne (Historia económica y social de la Edad Media), el de Ernest Labrousse (Historia social y fluctuaciones económicas), de Earl J. Hamilton (El tesoro americano y la revolución de los precios en Europa), de Ruggiero 190
  • 44. Romano (Chile en el siglo XVIII: una economía colonial) y la gran anto- logía de Pierre Vilar, Crecimiento y desarrollo de 1964, nos acercaron a una dimensión nueva de la historia económica y a uno de los grandes historiadores marxistas del momento, P. Vilar. En sus cur- sos también conocimos los libros de Mario Góngora, Rolando Mellafe, Álvaro Jara y Germán Carrera Damas. Algunos de ellos, incluso, pasaron por las aulas de nuestra facultad de entonces. Esta tertulia, bastante informal y libre, hacia 1966 se convirtió en el Seminario de Historia Rural Andina. En los años 1964 y 1965, P. Macera, con un grupo de nosotros, había explorado intensa- mente los fondos de Temporalidades (documentos de los jesuitas recogidos por la administración española luego de la expulsión de 1767) que se encargó del secuestro de los bienes de la Compañía de Jesús, rurales y urbanos, y de su administración posterior. Los li- bros contables, las titulaciones de las haciendas, los papeles de los jesuitas le permitieron ingresar firmemente en la historia rural andina. Su entusiasmo por la historia económica y por los papeles de la Compañía de Jesús era desbordante y contagioso. Sus estu- dios sobre la conciencia criolla, el pensamiento probabilista, la educación elemental en la colonia y las bibliotecas privadas ha- bían quedado atrás. La historia económica le permitió el acerca- miento al estudio del funcionamiento de la hacienda andina, al entendimiento del peso de la religión en las actividades económi- cas ignacianas y a las diversas formas de reclutamiento y explota- ción de las poblaciones indias. Negros esclavos, indios siervos y asiáticos esclavizados se convierten en los personajes centrales de sus investigaciones. Su interés por la historia rural, desde las ha- ciendas feudales andinas a las plantaciones esclavistas de la cos- ta, lo llevó a explorar la larga duración de los siglos coloniales y republicanos. Le interesaban los precios, los salarios, los volúme- nes comercializados, pero más como expresiones cualitativas de una historia social que como magnitudes cuantitativas de una his- toria económica interesada en el número y las series estadísticas. El libro de P. Vilar, Crecimiento y desarrollo, y los ensayos de R. Romano, eran sus publicaciones de cabecera por estos años. En la década de los 70 regresa a sus intereses originales, la historia so- cial, política y de la cultura en general. Pero esta vez para estudiar la historia andina, indígena y para profundizar su acercamiento a la historia de la sublevación de Túpac Amaru (1780-81), de los 191
  • 45. curacas rebeldes y de la cultura indígena y popular. Lo andino comienza a parecer en una dimensión diferente en sus estudios: pueblos y formas de vida derrotados en el siglo XVI, perseguidos y prohibidos en el XVII, intentando la recuperación de sus territorios y culturas en el siglo XVIII y víctimas de la marginación durante la república criolla de los siglos XIX y XX. En sus esquemas generales de interpretación, como el expre- sado en su libro Visión histórica del Perú (del paleolítico al proceso de 1968), Lima, 1978, en los cuales se puede encontrar una notable influencia de José Carlos Mariátegui, comienza a entender nuestro proceso histórico como la historia de una enorme derrota, una con- tinuada frustración y como la degradación constante de las pobla- ciones indígenas, quienes eran los legítimos —según él— dueños de los territorios peruanos y los que aportaban la originalidad y singularidad de la nación peruana. Su interés por el descubrimiento de lo andino se vuelve desbordante y apasionado: la historia, de acuerdo con él, adquiere su validez y utilidad social en tanto con- tribuye a revelar la historia de la explotación y de la marginalidad de las poblaciones andinas. Conquistadas y explotadas por los colonizadores españoles y nuevamente explotadas y margina- lizadas por los criollos durante el período republicano. Pablo Macera, de alguna manera, anunciaba —en sus ensa- yos, artículos y entrevistas periodísticas— que la revolución pe- ruana debería pasar por la reivindicación de las poblaciones y culturas indígenas. Ésta era un deber político para los revolucio- narios y una obligación ética y moral para los grupos dominantes en el Perú. La inevitabilidad de la reivindicación del indígena y el Perú como una nación forjada por las luchas, las ideas y la imagi- nación de los hombres andinos eran sus dos mensajes principales que cautivaban a los jóvenes, contagiados del marxismo y de las ideas revolucionarias, que se acercaban a su entorno. Pablo Macera, en los años 70, era el intelectual herético, ico- noclasta, profético, augur, entrevistado constantemente por los periodistas, renovador, independiente y rebelde a los cautiverios intelectuales e institucionales. La Universidad de San Marcos le daba apoyo y le permitía una independencia casi sin límites. Era herético porque nunca fue cautivo de las teorías sociales o doctri- nas políticas: leía a Marx, Weber, Lévi-Strauss, Lenin, Trotsky, Kautsky y podía citar a cualquiera de ellos en sus escritos. Era a la 192
  • 46. vez iconoclasta por su renuncia al tipo de historia cultivado por Raúl Porras, por los criollos hispanistas del Instituto Riva-Agüero y por su interés en desarrollar una suerte de historia de los grupos oprimidos practicó un nuevo estilo historiográfico y descubrió nuevas problemáticas históricas. Además era renovador en las metodologías y en los territorios históricos que comenzó a explotar (lo económico, lo social, lo cul- tural y la historia de las expresiones artísticas andinas). Una uni- versidad nacional le permitió cultivar su independencia y rebel- día: no tuvo una revista, pero sí un mimeógrafo y multiplicó las publicaciones rústicas de limitada difusión. La tertulia, su espíritu iconoclasta, su actitud crítica, su convicción científica globalizante y su acercamiento a las tradiciones intelectuales peruanas lo con- vierten en un historiador cercano a la Escuela de Annales; sin que lo confiese, ni lo practique conscientemente, sino más bien por sus resultados finales. Su independencia intelectual y su alejamiento de una abierta militancia política, su carácter antidogmático y su apertura a las diversas corrientes de las ciencias sociales lo convierten, aunque no lo quisiera o acepte, en un historiador afrancesado, muy cercano a la Escuela de Annales. Por otro lado, las realidades peruanas de su época —más por el camino de los compromisos inconscientes— lo condujeron a practicar un nuevo tipo de historia peruana que final- mente conduce a la emergencia de la moderna historia nacional andina. Que Pablo Macera sea un intelectual afrancesado es fácil- mente constatable, casi indiscutible, aunque él no quisiera ahora admitirlo, pero que sea un «Historiador de Annales», por su inde- pendencia, heteredoxia e iconoclasia, es una afirmación que nos conduce tanto por el camino del mito como de las realidades de la influencia de la Escuela de Annales en la historiografía peruana contemporánea. c. Realidades (1970-1990): la generación afrancesada, el marxismo y la revolución ¡Pablo Macera un historiador de la Escuela de Annales! El mismo Macera quizá no lo admitiría, por eso he llamado a ese capítulo «Mitos», porque se trata del período de las influencias, teóricas, metodológicas o temáticas, no conscientemente asumidas o deli- 193
  • 47. beradamente practicadas. Nunca me pareció, por sus libros o sus clases en la Universidad, que haya realizado —en esa época— una lectura atenta y sistemática de los principales libros de Bloch, Febvre, Braudel, Labrousse o Vilar. Más aún, pienso que ninguno de los historiadores de su generación realizó una lectura completa de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II de Fernand Braudel, por ejemplo. Esta carencia, muy probablemente, debilitó la consistencia teórica y metodológica de esta generación, pero les dejó libre la imaginación para explorar muchos territorios históri- cos y descubrir problemáticas en el proceso mismo de la investiga- ción. Ésta es la forma, por otro lado, según Paule Braudel, la esposa del historiador francés, como Braudel descubrió la tres duraciones 50 de la historia. Con la generación nuestra, compuesta por quienes hemos na- cido en los años 40, como Heraclio Bonilla y Alberto Flores-Galindo (1949-1990), por ejemplo, esta oposición se vuelve más sistemática, coherente y casi asumida conscientemente. A finales de los años 60, la embajada francesa comienza a otorgar, a jóvenes egresados peruanos en ciencias sociales, becas de estudio de larga duración que permitían elaborar la ambicionada tesis para obtener el docto- rado de tercer ciclo en la universidad francesa luego de seguir, por lo menos, tres años de estudio en la Ecole Practique des Hautes Etudes. Varios jóvenes peruanos, entre 1965 y 1975, pasamos entre dos y cuatro años realizando este tipo de estudios. Las becas de estudio, los libros, los viajes, las nuevas amistades, serán los meca- nismos más eficaces para que la relación con la Escuela de Annales sea más sistemática, coherente y consciente. Estas becas se gana- ban casi sin respaldo institucional y más como consecuencia de las iniciativas personales, del azar de una recomendación inespe- rada y de las ganas por perfeccionarse en un posgrado en el ex- tranjero. ¿Por qué Francia? ¿Por qué la Ecole Practique des Hautes Etudes? ¿Por qué buscar la dirección de Pierre Vilar, Ruggiero Ro- mano, Alain Touraine o Henri Fabvre? Francia era, entonces, 1968. 50 «Su aventura intelectual fue una lenta acumulación que iba esbozando poco a poco en él, no ideas, y menos todavía un sistema de ideas, sino más bien millones de imágenes, que constituían el fabuloso espectáculo de la historia, y en las que se mezclaba el ayer con el hoy. Y en todo ello ninguna preocupación de orden lógico. Más bien, ante todo, el placer por el descubrimiento» («Braudel antes de Braudel»), en Primeras jornadas braudelianas, pp. 92-93. 194
  • 48. París una ciudad libre, donde podía adquirirse una cultura hete- rodoxa, moderna, sólida, revolucionaria y acceder —a través del aprendizaje del idioma— a una bibliografía casi infinita de nove- dades en ciencias sociales, Pierre Vilar, luego de su gran libro Catalogne dans l’Espagne Moderne (3 vols.) de 1962, se había conver- tido en uno de los historiadores marxistas más importantes en el mundo y, además, uno de los pocos franceses que publicaban más en España que en la misma Francia. Los mejores ejemplos son Cre- cimiento y desarrollo. Economía e historia. Reflexiones sobre el caso espa- ñol, (Barcelona: Ariel, 1964) y Oro y moneda en la historia que se convirtieron en nuestros libros favoritos entre los años 1966 y 1970. Por otro lado, Ruggiero Romano, quizá aún más estrechamente vinculado a la Escuela de Annales, había comenzado a innovar las investigaciones sobre la América del Sur de la época colonial construyendo series de precios para el siglo XVIII chileno. Además, su seminario de la rue Saint-Guillaume, en la Ecole Pratique des Hautes Etudes, Problemas de Historia Económica, lo tenía dedica- do a la América Latina desde el año 1958, así como su apartamento del boulevard Raspail estaba siempre abierto a todos los latinoa- mericanos seriamente empeñados en hacer la tesis de tercer ciclo. En la Ecole Pratique, además, se podía escuchar a Fernand Braudel, Claude Lévi-Strauss, Nikos Poulantzas, Lucien Goldmann, frecuentar a jóvenes franceses que realizaban importantes investi- gaciones o que habían concluido libros que luego ejercerían una considerable influencia. Me limito a mencionar solamente: Pierre Duviols, La lutte contre les religions autochtones dans le Pèrou colonial «L’Extirpation del’ idolatrie», 1532 et 1660, Lima-París, 1971 y el de Nathan Wachtel, La visión des vainçus. Les indiens du Pérou devant la coquete espagnole, ed. Gallimard, también de 1971. París, en conse- cuencia, tenía un especial significado: aprendizaje del marxismo, del renovador avance de las ciencias sociales y acercamiento siste- mático a la dinámica Escuela Histórica de Annales. Por todas es- tas razones, y gracias a las becas francesas de estudios, una doce- na de jóvenes egresados de facultades de letras y ciencias huma- nas del Perú, entre estos años 1965 y 1975, realizamos la anhelada aventura intelectual en Francia. Quisiera detenerme solamente en dos casos representativos: Heraclio Bonilla (n. en 1940) y Alberto Flores-Galindo (1949-1990). 195
  • 49. Uno de la Universidad Nacional de San Marcos, entonces vigoro- sa y creativa, y el segundo de la Universidad Católica del Perú, particular, de confesión católica, de moderna creación (1916) y dinamizada por los jóvenes egresados de San Marcos que se con- vierten en sus entusiastas profesores. H. Bonilla provenía de la especialidad de antropología, donde había participado en diver- sos trabajos de campo en regiones rurales, costeñas y andinas. Un joven que provenía de una modesta familia de la ciudad de Jauja (Perú central), ubicada en el fértil valle del Mantaro, cercana a las grandes haciendas ganaderas de las regiones altas y a los centros mineros de las grandes compañías americanas. Su padre, incluso, era un trabajador más de estas gigantescas compañías. Estudió en París entre los años 1966-1969, bajo la dirección de Ruggiero Ro- mano y muy cerca de Fernand Braudel, Pierre Chaunu, François Chevalier y Pierre Vilar. Su tesis doctoral, publicada en 1974 con el título de Guano y burguesía en el Perú, elaborada a partir de archivos franceses e ingleses, le permitió estudiar un agitado período de la historia peruana (1840-1879) donde una riqueza de origen animal, el guano (estiércol de las aves marinas depositado en algunas islas frente al litoral) comenzó a exportarse para fertilizar los agotados campos agrícolas europeos. La tesis de H. Bonilla utilizaba con- ceptos como «burguesía», «mercado interno», «capitalismo mer- cantil», «economía de exportación», para demostrar que los consi- derables capitales que ingresaron al Perú en este período no logra- ron los objetivos que los administradores del capital y de la políti- ca peruana de entonces se habían propuesto. Dispendio de los ingresos por el guano (consolidación de la deuda interna), malas inversiones (bancos limeños poco rentables, ferrocarriles que no articularon al país y haciendas cañeras que multiplicaron los tra- piches inútiles o de muy poca rentabilidad) y corrupción adminis- trativa que condujeron, todos ellos, a la entrega de la comercia- lización del guano a empresarios extranjeros como el francés Auguste Dreyfus. En conclusión, como ya lo había indicado el his- toriador Jorge Basadre, una ocasión desaprovechada y un intento de explicación histórica que casi terminaba en la famosa ucronía de Charles Renouvier: mostrar lo que no sucedió pero que sí pudo ocurrir si las cosas hubieran marchado de una manera diferente. 196
  • 50. H. Bonilla recurrió a las estadísticas: los precios del guano, los volúmenes exportados y descubrió las tendencias de largo plazo del siglo XIX peruano, las coyunturas de mediano plazo y las agita- ciones que éstas producían en la vida social y política de la época. Era la primera vez que un historiador peruano hacía una aproxi- mación de este tipo a nuestro primer siglo republicano para mos- trar —con una buena argumentación y un sólido respaldo empí- rico— la frustración nacional que produjo el fracaso de la moder- nización, material, económica, política y social, que todos espera- ban como fruto de las exportaciones del guano. Así como antes los metales no trajeron el beneficio, tampoco lo trajo el guano y no lo traerán el cobre, el petróleo, la caña de azúcar y el algodón en períodos posteriores. Era un intento de hacer una historia utilizan- do conceptos, discutiendo ideas y recurriendo a fuentes bastante seguras. El recurso a la economía, la sociología y aún la antropolo- gía le permitieron escribir un libro innovador. El mismo autor, en los años 80, persistió en la historia econó- mica, se alejó de la Escuela de Annales y se acercó de manera deci- dida a la New Economic History norteamericana y a los historiado- res ingleses de la revista Past and Present: terminó muy cerca de Eric J. Hobsbawm, Perry Anderson, E. P. Thompson, John Coatsworth, Friedrich Katz, Eric van Young y Richard M. Morse. Heraclio Bonilla, por la naturaleza de la cooperación técnica y cultural francesa, que no ofrecía ninguna ayuda a las investigaciones posdoctorales, terminó muy crítico de la Escuela de Annales y de sus desarrollos más recientes y muy involucrado con el tipo de historia económica, social y política practicado en los Estados Uni- dos e Inglaterra. A este período pertenecen sus estudios sobre la independencia criolla de 1821, los 5 vols., con los informes de los cónsules denominado Gran Bretaña y el Perú. Mecanismos de un control económico (1977), sus estudios sobre las lanas, las exportaciones peruanas (reunidas en su libro Un siglo a la deriva, ensayos sobre el Perú, Bolivia y la guerra de 1980) y sobre la minería de la sierra central. H. Bonilla estuvo íntimamente vinculado al Instituto de Estu- dios Peruanos (de 1970 a 1980 aproximadamente) que había reno- vado las investigaciones sociales en el Perú. Este instituto, funda- do por José Matos Mar, José María Arguedas, Jorge Bravo Bresani, 197
  • 51. María Rostworowski y John V. Murra, a mediados de los años 60, había impulsado numerosas investigaciones sobre las sociedades campesinas modernas, las haciendas, las economías rurales andi- nas, la cultura y los ordenamientos andinos en general. Así se descubren los nuevos problemas agrarios, la urgencia de estudiar la cultura andina, los efectos nocivos de la oligarquía peruana y las diversas formas de la explotación terrateniente feudal andina. Las investigaciones que ellos promovían y las publicaciones que incansablemente editaban, principalmente en el período de 1975 y 1985, se orientaban a descubrir el Perú profundo, indio, atrasado, tradicional, original y a revelar sus potencialidades para el futuro. El Instituto de Estudios Peruanos, que reunía a investigadores sociales renovadores, algunos muy cercanos al marxismo, pero todos muy decididos a descubrir, estudiar y difundir los verdade- ros problemas del Perú de ayer y de hoy: la explotación terratenien- te, el carácter de la oligarquía peruana, el subdesarrollo más acen- tuado en las regiones altoandinas, la explotación semifeudal de las poblaciones indígenas, la particular burguesía peruana y la ausencia de un proyecto nacional. En este ambiente, donde tam- bién trabajaba María Rostworowski, prosperaron sus investiga- ciones y se publicaron sus principales libros que cuestionaban la imagen histórica tradicional del Perú. Yo mismo viajé a Francia. Había terminado en 1967 y en 1969 concluí una tesis sobre «Nueve bibliotecas jesuitas en el momento de la expulsión (1967)» tomando al libro de Lucien Febvre, Martín Lutero, un destino, como una referencia fundamental. Viajé a París en 1970 y en noviembre de 1973, gracias al aliento y dirección permanente de Ruggiero Romano, defendí mi tesis doctoral de ter- cer ciclo, que tres años más tarde el Instituto de Estudios Peruanos publicara con el título De la encomienda a la hacienda capitalista. El valle del Jequetepeque, s. XVI-XX. Un intento de mirar la historia de un valle desde los cambios lentos de la geografía, sin descuidar la evolución demográfica, los cambios en la tenencia y propiedad de la tierra, tratando de señalar una periodificación del proceso económico y estudiando también los acontecimientos de muy a corto plazo como la sucesión de linajes de hacendados, la presen- cia de las órdenes religiosas y los movimientos sociales. 198
  • 52. Era la primera mirada, en el largo período de cuatro siglos, a una región rural peruana muy bien delimitada. La geografía, la economía y aun la antropología al servicio de una historia con pretensiones globalizantes. Entre 1970 y 1973 asistí puntualmente a los seminarios de Ruggiero Romano, Fernand Braudel, Pierre Vilar, Fréderic Mauro e Immanuel Le Roy Ladurie. A través de ellos me acerqué a nuevas problemáticas, metodologías más estadísti- cas y esfuerzos concretos de investigación: mi interés principal era la historia agraria. Pero aquí debo agregar que la biblioteca del Institutes des Hautes Etudes pour l’Amerique Latine y la misma biblioteca perso- nal de Ruggiero Romano me acercaron a importantes libros de his- toria sobre América Latina escritos por notables historiadores lati- noamericanos. Bastaría mencionar Pueblo en vilo de Luis Gonzáles y El valle del río Puangue de Jean Borde y Mario Góngora para recor- dar solamente dos libros que me resultaron tan provechosos como las innovadoras investigaciones de los historiadores franceses. Luego, gracias a una segunda beca de estudios, realizo una segunda especialización de 1982 a 1983, en la ya denominada Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales. Habían pasado casi diez años de la defensa de mi doctorado, de mis lecturas de Marc Bloch, F. Braudel, I. Le Roy Ladurie; ahora tenía un mayor interés en la antropología, en lo que se comenzaba a denominar antro- pología histórica y en particular en los trabajos recientes de Jacques Le Goff y en la historia de las mentalidades. El libro de Le Goff Naissance du purgatoire de 1982 ejerció una influencia decisiva en mis nuevas investigaciones. Por eso asistí, de nuevo puntualmen- te, a los dos seminarios de Jacques Le Goff; también a los de C. Lévi- Strauss en el College de France y a los de Maurice Godelier y Marc Augé y realice algunas visitas esporádicas al seminario de François Furet. Ahora quisiera analizar, aunque de manera muy general, el itinerario profesional de Alberto Flores-Galindo (1949-1990). Un joven de clase media limeña, educado en un colegio particular (La Salle) y luego un brillante alumno de Franklin Pease y H. Bonilla, en la Universidad Católica. En 1971, a los 22 años, defendió en esta misma universidad una tesis dedicada a estudiar a los trabajado- res mineros de la sierra central del Perú entre 1900 y 1930. Era el 199
  • 53. inicio fulgurante de un gran historiador. Al año siguiente, en 1972, con el apoyo de F. Pease y H. Bonilla, A. Flores-Galindo ganó una beca francesa de estudios y se instaló en París durante dos años (1972-1974), asistiendo a los cursos de P. Vilar, R. Romano, J. P. Vernat, Nikos Poulantzas y Robert Paris, un gran exégeta y cono- cedor de Gramsci. Dos años intensos dedicados a asistir a semina- rios, conocer el idioma y leer todos los libros posibles. Sus intereses se centraron en el marxismo occidental (L. Althusser), el psicoaná- lisis, la nouvelle histoire, la sociología (P. Bourdieu), la antropología y la literatura francesa. Nunca se interesó mucho en la geografía, la economía y la filosofía. El marxismo, lógicamente, fue su interés central y por añadidura su aplicación en el análisis histórico tal como lo hacían W. Kula, M. I. Finley, B. Geremek, E. P. Thompson, P. Anderson, A. Gramsci, A. Labriola, R. Paris y P. Vilar, por supuesto. A. Flores-Galindo regresó a París en enero de 1983 a defender su tesis de tercer ciclo y volvimos a encontrarnos en esta ciudad dentro de una nueva coyuntura intelectual francesa: descenso del estructuralismo antropológico, ascenso del marxismo occidental y cuando la Escuela de Annales estaba plenamente orientada hacia la historia de las sensibilidades y de las mentalidades. La tesis de Flores-Galindo, dirigida por Ruggiero Romano, publicada luego como Aristocracia y plebe. Lima, 1769-1780 en 1984 es un análisis integral de la sociedad limeña de entonces: la economía, los gru- pos sociales, las relaciones entre amos y esclavos, los grupos po- bres marginales y los acontecimientos políticos que conducen a la independencia criolla de 1821. Con Flores-Galindo, desde 1974, después de nuestro primer en- trenamiento en Francia, publicamos numerosos trabajos en conjun- to: sobre los diezmos en el siglo XVIII, el feudalismo andino y los movimientos sociales (1860-1830) y finalmente el libro Apogeo y cri- sis de la República Aristocrática (1895-1930) de 1980. Hacia 1978-79, cerrada para nosotros la tertulia de Pablo Macera, nos acercamos a Jorge Basadre [1903-1980], nuestro gran historiador de la Repúbli- ca, para que leyese algunos capítulos de nuestro libro Apogeo y crisis de la República Aristocrática. Nuestras sorpresas fueron muy grandes: leyó algunos capítulos, nos sugirió pistas muy interesantes y com- probamos su gran soledad y aislamiento celosamente conservados. 200
  • 54. Por su temperamento, inhibiciones y estilo de vida, muy pron- to comprendimos por qué no se había rodeado, como en el caso de Raúl Porras B., de alumnos, de asistentes de investigación, de ami- gos y de una tertulia similar que hubiera producido, con toda segu- ridad, una influencia de incalculables dimensiones en nuestra ge- neración de los años 60. Tenía todas las condiciones para hacerlo, pero prefirió el aisla- miento, la discreción, la distancia de los grupos políticos y del pe- riodismo. Nos pareció, en estos años, que conocía todas las noveda- des mundiales sobre la especialidad y que había seguido muy de cerca el proceso y situación última de la Escuela de Annales. Nos habló y nos mostró los dos volúmenes de la edición inglesa del libro del Theodore Zeldin, Histoire des passions françaises, 1848-1945, pu- blicados en 1973 y en 1977, y otras novedades sobre historia de las mentalidades, que entonces no comprendimos muy bien porque aún estábamos muy involucrados con la historia económica, polí- tica y social; con las cifras y conceptos. Nuestro último libro, para sorpresa de Jorge Basadre, mostraba un Perú múltiple, de ritmos regionales diversos, donde las ideologías tradicionales (milenaristas y mesiánicas) actuaban con eficacia y donde las mentalidades andinas tenían tanta vigencia o función como el afrancesamiento de las élites urbanas limeñas. Esto es lo que sorprendió al maestro Basadre y, por otro lado, le agradó la actitud nuestra, respetuosa y hasta reverente ante el gran historiador que había criticado la repú- blica criolla, pero que tenía la posibilidad de mirar con optimismo el Perú del futuro. Nuestro libro de 1980 nos había permitido comprobar que el trabajo colectivo era posible: era la culminación de una labor com- partida de dos personas algo diferentes. Él era siete años menor que yo, limeño, de la clase media urbana, educado en un buen colegio, egresado de la Universidad Católica y criado dentro de una familia sinceramente católica. Yo era provinciano, salido de las clases medias rurales, educado en un colegio nacional de Lima, egresado de la Universidad de San Marcos y perteneciente a una familia sólo formalmente católica. Yo me preciaba de mi experiencia rural y Flores-Galindo de su similar urbana. Pero teníamos muchas cosas en común: habíamos egresado de una escuela de historia, historiadores de vocación, 201
  • 55. nos interesaban las ciencias sociales, el mundo rural, evitábamos los dogmatismos políticos y nos apasionaba la investigación en archivos. Casi sin darnos cuenta, como quizá debería ser, continuamos trabajando cada vez más estrechamente. Primero en el Archivo del Fuero Agrario (1987-1982), una rica dependencia del Tribunal Agrario donde —gracias a la tenacidad de Humberto Rodríguez Pastor y al respaldo de Eric J. Hobsbawm, Juan Martínez Alier, H. Bonilla y Pablo Macera— se había reunido, rescatado y se conser- vaba una buena cantidad de archivos completos de las haciendas expropiadas durante el proceso de aplicación de la Reforma Agra- ria iniciada en 1969. Libros contables, libros de diario, de caja y una abundante cantidad de correspondencia permitieron la ela- boración de numerosas investigaciones monográficas. Dentro de este ambiente escribimos el libro Apogeo y crisis...; luego Flores- Galindo terminó su Aristocracia y plebe y yo mi libro más económi- co y cuantitativo denominado Lanas y capital mercantil. La casa Ricketts, 1895-1930, publicado en 1981. Pero, lo más interesante de esta experiencia en el Archivo del Fuero Agrario fue que pudimos viajar por el sur andino. En 1978 visité numerosas zonas rurales del Cusco, Puno y Arequipa; sus distritos remotos y alejados. En Cusco y Arequipa conocí a varios ex hacendados, expropiados por la aplicación de la ley de Reforma Agraria de 1969, que no entendían por qué los calificaban de temi- bles gamonales (hacendados tradicionales andinos), si ellos —como decían— se habían limitado a continuar con las viejas tradiciones andinas y a cultivar los viejos intercambios de solidaridad y reci- procidad con sus trabajadores. Muchos de sus trabajadores, a quie- nes no pudieron asalariar totalmente, eran sus compadres y ami- gos. También trabajé diez días en la pequeñísima biblioteca públi- ca de Sicuani, capital de la provincia cusqueña de Canchis. Aquí, a través el periódico local La Verdad, editado por los comerciantes locales, para criticar a los gamonales tradicionales, dueños de casi todas las tierras de la provincia, encontré muchas noticias sobre la sublevación campesina de los años 1920-1923. El mesianismo y el milenarismo andinos no eran cosa del pasado, sino del mismo siglo XX. No estábamos frente a realidades ideológicas, ni políticas, sino frente a comportamientos sociales movidos por una imagina- 202
  • 56. ción histórica muy viva que con mucha dificultad diferenciaba las ficciones de las realidades. En el segundo semestre de 1982 regresé a Francia con una beca de segunda especialización y cuando Flores-Galindo llegó en enero de 1983, para defender su tesis doctoral, permanecimos jun- tos —con ese ritmo estudiantil que habíamos practicado diez años antes— más de un mes en la Cité Universitaire. El tiempo suficiente para hacer el diseño de un nuevo proyecto en común: la utopía andina. Por eso nos comenzó a interesar seriamente la antropolo- gía, el psicoanálisis, el folclor, la cultura popular, la imaginación colectiva y las mentalidades. La historia económica, social y políti- ca había quedado relegada a un segundo plano y sin darnos cuen- ta nos habíamos contagiado —a pesar de las duras críticas del maestro Pierre Vilar— de los nuevos rumbos de la Escuela de Annales. De regreso a Lima comenzamos a trabajar en el Instituto de Apoyo Agrario (1983-1987), institución muy cercana a la Confe- deración Campesina del Perú (CCP) y a un partido importante de izquierda. Luego, en 1987, Flores-Galindo fundó Sur, Casa de Es- tudios del Socialismo y comenzó a publicar la revista Márgenes. Había optado por el socialismo militante (sin compromiso con ningún partido político), por el ensayo histórico, por la tertulia institucional y por la promoción de nuevos estudios e investiga- ciones socialistas. En 1987 publicó su libro Buscando un inca, identi- dad y utopía en los Andes, s. XVI-XX, y en 1988 publiqué mi libro Nacimiento de una utopía, muerte y resurrección de los incas. El proyecto utopía andina había concluido así, como dos es- fuerzos individuales, desarrollados gracias a becas internaciona- les, dentro de instituciones no-gubernamentales, conocidas como instituciones de izquierda, interesadas en descubrir, promover y difundir una visión crítica del pasado peruano y contribuir a dise- ñar una posibilidad futura del Perú, comprometida con las expec- tativas andinas y populares. d. Epílogo: Del mito a la realidad He elegido, de manera consciente, el ensayo y el testimonio perso- nal para analizar, buscando precisión y objetividad, la influencia de la Escuela de Annales en la historiografía peruana contemporá- 203
  • 57. nea (1950-1990). Con la finalidad de precisar la influencia de la Escuela de Annales en el Perú he distinguido tres períodos: 1. La influencia clásica francesa (1930-1960); 2. Mitos (1959-1970): pri- meras influencias de Annales; y 3. Realidades (1970-1990): la ge- neración afrancesada, el marxismo y la revolución. El segundo período he querido denominarlo de los Mitos, por una razón muy sencilla: los historiadores de esta época no asumieron consciente- mente esta influencia, ni se identificaron abiertamente con ella. ¿Eran reales o ficticios los vínculos establecidos entre la Escuela de Annales y los historiadores peruanos durante este período? No puedo detenerme a ofrecer una respuesta rotunda y definitiva. En el tercer momento aparecen lo que podríamos denominar los historiadores «afrancesados», que podrían hacer recordar a los «afrancesados» de las primeras décadas del presente siglo, con un largo entrenamiento en Francia, con estables relaciones con especia- listas franceses, con un buen manejo del idioma francés, comprome- tidos con el marxismo y la revolución y posesionados de una amplia bibliografía de la denominada nouvelle histoire. Pero deberíamos preguntarnos, por una cuestión de rigor, ¿solamente estos hechos, casi burocráticos, una beca, una amistad y la propiedad de unos libros, determinan la influencia de una escuela histórica extranjera en la formación y práctica profesional de un grupo de historiadores peruanos? Considero que hay razones mucho más profundas, inte- lectuales, sociales y políticas que crearon la permeabilidad de los historiadores peruanos a la influencia de la Escuela de Annales. En primer lugar, el espíritu iconoclasta, la actitud herética, la convicción científica globalizante y la posibilidad de una acerca- miento sistemático a las tradiciones culturales nacionales que per- mitía y, de alguna manera, promovía la Escuela de Annales. Espíri- tu iconoclasta con respecto a la historiografía tradicional se con- vierte, en el Perú, en una actitud de crítica sistemática a la histo- riografía tradicional peruana, la que había sobrevalorado la heren- cia criolla, cristiana y occidental. La iconoclasia permitió a los his- toriadores de esta tendencia hacer una historia al revés, de los gru- pos oprimidos, desplazados, de los sin historia, de los indígenas y denunciar las formas de explotación, discriminación, internas y externas, que mantenían postrado al Perú en el atraso y la miseria. Los historiadores de esta tendencia no tuvieron ninguna timidez 204
  • 58. en señalar a la conquista española, al sistema colonial hispánico, la ineficacia de la república criolla y a las diversas formas de explo- tación imperialista como los culpables del atraso y miseria actua- les. Era, evidentemente, una interpretación iconoclasta de la histo- ria peruana y aun al revés: la relación con Europa, con Occidente, al liquidar las armonías de los sistemas andinos nos sumió en la cri- sis y las dificultades permanentes. La actitud herética frente a los dogmatismos políticos y teóri- cos permitió una apertura hacia los diversos avances de las cien- cias sociales. De esta manera, en el caso específico de A. Flores- Galindo, se proseguía con la tradición marxista y revolucionaria inaugurada por José Carlos Mariátegui (1849-1930): un pensamiento reacio a los dogmatismos y abierto a las diversas corrientes intelec- tuales. Este precedente permitió, por otro lado, que la influencia de la Escuela de Annales no entrara en abierta oposición con un pen- samiento revolucionario y una militancia, pasiva o activa, vanguar- dista. Además, dadas las características de la sociedad peruana, múltiple étnica y culturalmente, con amplias mayorías que no te- nían acceso a la escritura, se hizo necesario el recurso a las otras ciencias sociales para intentar aproximaciones históricas globa- lizantes y totalizadoras. Finalmente, la historiografía peruana no podía prescindir de las tradiciones intelectuales desarrolladas en el Perú: el indigenismo y el pensamiento socialista de Mariátegui influyeron poderosamente en la emergencia de una historia crítica, moderna, andina y nacional. En consecuencia, la Escuela de Annales transmitió sus in- fluencias al Perú a través de mecanismos burocráticos porque exis- tían condiciones políticas, intelectuales y aun sociales que hacían viable la transferencia de elementos de una escuela histórica ex- tranjera a una generación de nuevos historiadores peruanos. Esto no lo podemos reducir, de ninguna manera, a tres años. Aquí ten- dríamos que agregar otros nombres: Diego Messeguer y sus estu- dios sobre Mariátegui, Germán Peralta y su tesis sobre el comercio de esclavos en el siglo XVII; Nelson Manrique y Wilfredo Kapsoli, también por la influencia de viajes posteriores, han terminado por acercarse más conscientemente a la Escuela de Annales. Incluso debemos indicar que Franklin Pease y Luis Millones, que han rea- lizado importantes estudios de etnohistoria bajo el estímulo de 205
  • 59. historiadores norteamericanos, también se han acercado a la Es- cuela de Annales. Bastaría mencionar el último libro de Millones sobre Santa Rosa de Lima, una devota religiosa surgida en la Lima del siglo XVIII. Entre los más jóvenes tendría que mencionar a Luis Miguel Glave, María Isabel Remy y José Deustua de la U. Católica y a Luis E. Luna de la Universidad de Lima. Y un libro último de Imelda Vega-Centeno, Pedro Pascual Farfán de los Godos. Obispo de indios (1870-1945), 1993, donde la autora aplica la metodología brau- deliana de las tres duraciones de la historia para explicar mejor la biografía de un personaje cusqueño. Para terminar quisiera remarcar que un último rasgo que ca- racteriza a la historia crítica, nacional, andina y moderna en el Perú es su carácter extrauniversitario y su transmisión más por la tertulia que por la lección magisterial en las aulas, o por las obliga- ciones que imponen los planes de estudios de las escuelas de his- toria. Tal como sucedió con Mariátegui en los años 20, el nuevo pensamiento social surgió al margen de la universidad y en esa fecunda convivencia de la investigación histórica, la teoría social y la reflexión política. Este rasgo, que antes constituía su fuerza, ahora, con la crisis de las ideologías, el avance del neoliberalismo, de las universidades privadas y el colapso de los socialismos en Europa oriental, se puede convertir en su mayor debilidad. 18. Historia y antropología en el Perú (1980-1998): tradición, modernidad, diversidad y nación La conquista española (1531-1536) constituye un factor de ruptura en el proceso histórico de las regiones andinas; un acontecimiento que puso fin a un largo período de desarrollo autónomo y que mar- có el inicio de un largo período de devastadora presencia hispánica en los Andes cuyas consecuencias aún se pueden percibir en la actualidad. Sin embargo, debemos indicar que las poblaciones in- dígenas conquistadas no fueron totalmente aniquiladas, ni com- pletamente aculturadas, ni disueltas en nuevas culturas sincréticas, sino que respondieron de manera muy diversa ante la conquista y la dominación colonial españolas. En la costa las poblaciones indí- genas casi desaparecieron y los debilitados grupos supervivientes 206
  • 60. fueron ampliamente aculturados. El sincretismo cultural más bien fue propio de las regiones altoandinas y lo detectamos tanto en la cultura, en la vida cotidiana como en las religiosidades populares. Pero en muchos casos encontramos una tenaz y persistente actitud tradicionalista que creó la conocida imagen de las dos «repúbli- cas» bajo un mismo sistema colonial, una «de españoles» y la otra «de indios». Una dualidad que aún la encontramos en los dos últi- mos siglos republicanos. Este hecho colonial ha tenido importantes consecuencias en los estudios sobre el proceso histórico y por eso se justificó amplia- mente una doble entrada metodológica, la de una historia antropológica y la de una antropología histórica. La historia tenía que ser antropológica en tanto era necesario hacer la historia de grupos humanos, los indígenas conquistados, organizados de acuerdo con patrones no occidentales, pero que vivían dentro del sistema colonial europeo. Al mismo tiempo la antropología debía ser histórica ya que era necesario entender a las poblaciones indí- genas actuales considerando un proceso histórico que las había desestructurado e impuesto patrones occidentales en sus ordena- mientos sociales, económicos y políticos. Finalmente, si bien la con- quista española produjo un proceso histórico que hizo necesario la combinación de historia y antropología, por otro lado los sujetos de estudio de esta particular combinación son los «vencidos», los derrotados del siglo XVI, los indígenas, convertidos ahora en las mayorías sociales del siglo XX de diversos países andinos, espe- cialmente Bolivia, Ecuador y Perú. Las que difícilmente se expre- san a través del texto escrito y las que aún viven en condiciones modernas de opresión, marginación y explotación. Esto convirtió a la etnohistoria en una disciplina con una cierta proclividad al discurso indigenista, reivindicacionista, garcilasista, a veces sospechoso de criticar los mecanismos actuales de dominación y —muy a menudo— abiertamente socialista. a. Antecedentes lejanos Los primeros estudios, modernos y sistemáticos, de historia y an- tropología en la historiografía peruana los encontramos en la obra de Heinrich Cunow (1862-1936). Entre sus estudios más impor- 207
  • 61. tantes podemos mencionar a los siguientes: Las comunidades de Al- dea y Marca del antiguo Perú de 1890, El sistema de parentesco peruano y las comunidades gentilicias de los Incas de 1891 y La organización social del imperio de los Incas de 1896, donde el subtítulo «Investiga- ción sobre el comunismo agrario en el Antiguo Perú» será muchas veces citado por escritores peruanos socialistas con evidentes in- tenciones políticas de fundamentar sus propuestas de cambio en la historia antigua del Perú. H. Cunow fue, además, un intelectual socialista muy crítico del fascismo de su época y por eso Gerdt Kutscher describe los últimos años de su vida, cuando el fascismo se encontraba en pleno ascenso, de la siguiente manera: «Sus últi- mos años de vida se vieron afectados por la prohibición de escribir, la soledad y la enfermedad, carga pesada para el antes tan impe- tuoso y temperamental luchador» (1976: 40). La intención manifiesta de Cunow era entender mejor la his- toria prehispánica andina desde la antropología de Lewis H. Morgan. Así lo afirmó en su estudio de 1890: «Los trabajos de Morgan me movieron a estudiar la organización social de varios pueblos americanos, especialmente el del imperio de los Incas y el de los aztecas» (1933: 9). Este ensayo buscó —además— demostrar la importancia de los ayllus «[...] como base sobre la cual se levanta todo el edificio social del imperio de los incas» (1933: 11). En su libro de 1896, H. Cunow realiza una comparación, sin importarle las diferencias étnicas, entre la organización de los incas y de los antiguos germanos con la intención de desmitificar la singulari- dad del «milagro inca» llegando a afirmar, «Lo que hay de comu- nismo en las instituciones del imperio de los incas, es aquel comu- nismo agrario, el cual ha existido en un cierto grado de desarrollo en todos los pueblos civilizados, como producto natural de la or- ganización de las comunidades gentilicias» (1933: VI). En segundo lugar, quisiera mencionar a Paul Rivet (1876- 1958), antropólogo, lingüista, diputado socialista, muy interesado en la historia y fundador del Musée de l’Homme de París. Desde 1930, Paul Rivet visitó frecuentemente el Perú, trabó amistad con numerosos estudiosos peruanos, fomentó los estudios antropo- lógicos, históricos, lingüísticos y contribuyó a elevar el aprecio que se tenía por las culturas indígenas. En su libro Los orígenes del hom- bre americano (1943) defendió dos teorías histórico-antropológicas 208
  • 62. de amplia difusión y aceptación en el Perú: la inmigración asiática y polinésica tardía que pobló América y el autoctonismo de las culturas indígenas americanas. La segunda teoría, que provenía de la arqueología, le permitió un buen diálogo con el arqueólogo peruano Julio C. Tello y también con la moderna arqueología pe- ruana y andina en general. Paul Rivet, durante este período, re- unió una rica bibliografía peruana en el Musée de l’Homme, fomen- tó las investigaciones histórico-antropológicas y, finalmente, lo que podemos considerar una modalidad particular de influencia, donó una rica colección bibliográfica de estudios andinos a la Biblioteca Nacional de Lima. Hay un parentesco bastante evidente entre H. Cunow y P. Rivet: la sensibilidad socialista, la abierta oposición al fascismo y a los racismos de cualquier procedencia. Esto lo expresó abiertamente P. Rivet en su pequeño libro llamado Trois lettres, un message, une adresse (México, 1950) donde recoge textos de 1940 de radical y rotunda oposición al Mariscal Petain y donde defiende la humani- dad del antropólogo: «L’ethnologie ou science del homme est une école d’optimism» (1950: 47). Al mismo tiempo se pone de lado del progreso, la evolución progresiva de la humanidad y el tránsito inminente de los ordenamientos nacionales a un definitivo orden universal más humano (1950: 49). No quisiera dejar de mencionar el pequeño gran libro de Alfred Métraux (1902-1963), Les Incas (1961), que además de popularizar las conclusiones de las investigaciones de John V. Murra, contri- buyó a difundir ampliamente su propuesta de que los campesinos quechuas de la actualidad, sumidos entonces en la miseria y en la explotación feudal del sistema de haciendas, eran los detentadores, re-inventores, herederos de la cultura, material y espiritual, que poseyó el hatunruna (mayoría social) de la época inca. En general, los estudios de P. Rivet y de A. Métraux, apuntarán en una misma dirección: hacia el descubrimiento de la historia y de la cultura de los hombres andinos, de los indígenas, de los conquistados en el siglo XVI. La combinación de historia y antropología estaba plena- mente justificada para entender un proceso histórico donde lo in- dígena aparece como cautivo de lo occidental y donde el indígena actual supervive como congelado en el tiempo y aparentemente aferrado a sus propios patrones culturales. Por lo tanto, sólo una 209
  • 63. historia antropológica puede dar cuenta de este proceso y de los resultados actuales, un campesinado indígena cautivo de la histo- ria y creador de la diversidad cultural andina. b. Antecedentes cercanos (1950-1986) Las investigaciones de historia y antropología, en estos 36 años, se han enriquecido por la confluencia de múltiples corrientes y de numerosos esfuerzos personales de historiadores peruanos y ex- tranjeros. En este proceso podemos señalar cuatro hechos funda- mentales. El primero: los historiadores extranjeros y peruanos han consolidado y desarrollado, para los períodos prehispánico y co- lonial, lo que con frecuencia se denomina la etnohistoria andina. Esta puede definirse brevemente como un esfuerzo sistemático di- rigido a revelar y explicar la especificidad y originalidad de las sociedades indígenas en los Andes. Aquellas sociedades tantas veces estudiadas y tantas veces interpretadas comenzaron a ser reevaluadas desde categorías antropológicas novedosas que per- mitieron una lectura diferente de las tradicionales fuentes andinas y de algunas crónicas, como la de Juan de Betanzos (1551), cuya versión completa recién se publicó en 1987. Debemos mencionar el trabajo pionero, en el terreno de la etnohistoria, de Luis E. Valcárcel (1891-1986), a tal punto que su libro de 1959 se llamará Etnohistoria del Perú antiguo. Historia del Perú (Incas). Valcárcel realizó un im- portante trabajo institucional en la Universidad de San Marcos promoviendo cursos de antropología e historia, las investigacio- nes arqueológicas y en la dirección del Museo Nacional de Cultura de la avenida Alfonso Ugarte apoyando las investigaciones antro- pológicas de José María Arguedas. Todos recuerdan además su libro de 1927 Tempestad en los Andes, prologado por José Carlos Mariátegui, donde denunciaba la injusta situación del indígena dentro del sistema de haciendas y donde demandaba un nuevo líder, para el nuevo indígena, que pudiera ponerse al frente de este movimiento reivindicacionista. Sería también justo mencionar los estudios de Ella Dunbar Temple, de los años 30 y 40, algo alejados de la antropología, sin embargo muy dentro temáticamente de la etnohistoria, sobre los linajes de los Apolaya del valle del Mantaro en la época colonial, y los descendientes mestizos de los últimos 210
  • 64. incas como Melchor Carlos Inca. Ella estudia, aunque sin rigor antropológico, la fuerza y persistencia del parentesco noble indí- gena, que se mantiene asimilando al mestizaje dentro de las reglas de las sucesiones andinas. La nueva etnohistoria andina elaborada por extranjeros como John V. Murra, John H. Rowe y R. Tom Zuidema y los peruanos como Waldemar Espinoza, Franklin Pease y María Rostworowski, construyeron una imagen nueva de las sociedades prehispánicas. John H. Rowe se interesó preferentemente por la arqueología, la etnohistoria y la historia del arte. John V. Murra comenzó estu- diando a los campesinos de Otavalo y terminó proponiendo el modelo recíproco-redistributivo para entender la especificidad de la organización económica del Estado inca. R. T. Zuidema comen- zó estudiando a las comunidades campesinas de España, para luego abordar el estudio de las regiones andinas, actuales e histó- ricas, y proponer el modelo estructural para entender la organiza- ción social, política y ritual del Cusco. La historiografía peruana actual sobre los incas ha sido pro- fundamente influenciada por estos tres últimos autores. De la con- fluencia de una historiografía peruana preocupada por el dato y la constatación empírica con las líneas de reflexión desarrolladas por Rowe, Murra y Zuidema nacerá la moderna etnohistoria pe- ruana. Esta confluencia se vuelve evidente, durante los años 70, en las publicaciones de Waldemar Espinoza, Franklin Pease y María Rostworowski. El segundo asumirá fundamentalmente las ideas de Rowe, y los dos restantes, con las especificidades de cada uno, se acercarán a los planteamientos de Murra y Zuidema. De esta manera, el imperio inca, idealizado por el Inca Gar- cilaso y presentado por los europeos de la Ilustración como una utopía ubicada en sociedades no-occidentales, comienza a ser en- tendido desde el modelo recíproco-redistributivo que Karl Polanyi utilizó para explicar el funcionamiento de sociedades africanas de similar complejidad (John MURRA 1955). Los principios de la duali- dad, la tripartición y la cuatripartición comienzan a ser utiliza- dos por los historiadores para hacer nuevas lecturas de las cróni- cas y de los documentos españoles (R. Tom ZUIDEMA, The Ceque system of Cuzco, 1964). Más aún, la etnohistoria comenzó a consi- derar la historia de las sociedades indígenas como un corpus his- 211
  • 65. tórico independiente, con su propia lógica, dinámica, categorías, mecanismos de resistencia, sobrevivencia y reproducción. Asimismo, la historia y la antropología nos mostraban que las sociedades andinas no eran simplemente sociedades históricas, sino también sociedades actuales que habían logrado sobrevivir dentro de contextos coloniales o republicanos adversos. Habían sobrevivi- do conservando muchas de sus estrategias que procedían de sus milenarias tradiciones andinas, como la búsqueda de autosuficien- cia, el aprovechamiento agrícola vertical de las tierras de laderas, la aplicación de los principios de la reciprocidad y la solidaridad en el funcionamiento cotidiano de las sociedades rurales indígenas. El aporte fundamental de la etnohistoria andina fue hacer de la historia de lo indio la historia de una civilización singular, propia de los Andes, con un nivel y calidad que la ubicó muy cerca de las refinadas civilizaciones del mundo no-occidental. En segundo lugar: un hecho de suma importancia, que provie- ne fundamentalmente de la antropología, es el descubrimiento del mito de Inkarrí. Este mito parece expresar, bajo el simbolismo de la resurrección del cuerpo del inca, la reconstitución de la sociedad indígena. Aquí tenemos que mencionar las investigaciones de José María Arguedas en los años 50 que dan cuenta de este descubri- miento y luego numerosas investigaciones, como las de A. Ortiz Rescaniere, que detectan la presencia de este mito en otros contex- tos andinos. ¿Desde cuándo existía este mito?, fue la pregunta plan- teada a los historiadores y las primeras respuestas parecen locali- zar sus orígenes en la muerte de Túpac Amaru I en 1572, quien fue decapitado en la plaza principal del Cusco por orden del virrey Francisco de Toledo y con quien se extingue definitivamente la última resistencia inca estatal en los Andes. El mensaje de este mito fue interpretado de múltiples maneras. Unos lo considera- ban como una expectativa mesiánica (el inca como salvador), otros como una esperanza milenarista (el fin de una época y el regreso de la época anterior, sin los europeos y más justa) y otros como una actitud anticolonial. Aquí debemos recordar el libro de Nathan Wachtel, La visión de los vencidos, de 1971, donde estudia el recuer- do traumático de la conquista en las poblaciones andinas contem- poráneas. Los pobladores de Oruro, según su estudio, representa- ban la muerte de Atahuallpa en su fiesta de carnaval y terminaba 212
  • 66. la representación con un mensaje mesiánico de apego a la cultura indígena y de rechazo a lo europeo. De esta manera, el estudio de la representación de la muerte de Atahuallpa en las fiestas actuales servía para evaluar el grado de integración, sincretismo o mestiza- je en las poblaciones andinas. Esta combinación de historia y an- tropología podía ofrecer, por los resultados que el presente exhi- bía, una mejor comprensión del proceso colonial. En tercer lugar: paralelamente al enorme desarrollo de la an- tropología y de la etnohistoria, una nueva historia peruana, fuerte- mente inspirada en el marxismo y dirigida a revisar críticamente la historia andina, comenzó a abrirse paso y a multiplicar sus estu- dios que exploraban, desde puntos de vista nuevos, la historia rural, la historia económica, la historia política y la historia de los movimientos campesinos. Así se comienza a hablar del carácter elitista de la Independencia criolla de 1821, de la frustración de la república del siglo XIX, el feudalismo de las haciendas andinas en pleno siglo XX, el deterioro de la condición del indígena durante la República, sus luchas permanentes y la ausencia de un proyecto nacional criollo capaz de superar los viejos hábitos coloniales de explotación y marginación del indígena. Estos estudios difícil- mente combinaban la historia y la antropología, pero se apoyaban abiertamente en los resultados de las investigaciones histórico- antropológicas. La antropología ayudaba a entender a las mayo- rías indígenas, sus organizaciones sociales, económicas, políticas, sus ideologías arcaicas, sus fiestas, sus rituales y sus creencias religiosas. Permitía además entender las razones de la persisten- cia y vitalidad de las sociedades indígenas. La antropología y la historia parecían recuperar ese especial legado, simpatía y actitud comprensiva por las sociedades indígenas, de H. Cunow y de P. Rivet de las décadas pasadas. En cuarto lugar, tanto la historia como la antropología se pre- ocuparon por estudiar los numerosos movimientos campesinos contra la explotación terrateniente de los siglos XIX y XX. En este enfrentamiento, ambos grupos sociales en conflicto elaboraron pro- gramas políticos opuestos y de naturaleza distinta. Los campesi- nos pretendían —como lo hacían en sus fiestas y creencias— resca- tar el pasado prehispánico e idealizaban —aunque de manera muy sutil— la historia interrumpida en el siglo XVI hasta convertirla en 213
  • 67. un proyecto alternativo. Esta mirada a la historia la realizaban de manera muy disimulada y exteriorizaban sus intenciones con ges- tos, exclamaciones y también con algunos textos escritos donde expresaban su identificación con esa sociedad indígena extingui- da. Al mismo tiempo, los grupos terratenientes elaboraron una se- rie de conceptos o categorías que los utilizaron para descalificar a esos movimientos campesinos. Frente a ciertas insinuaciones de movimientos nativistas los hacendados reaccionaron con la acu- sación de «guerra de castas»: los terratenientes decían que los in- dios se levantaban contra los blancos porque pretendían destruir la «nación peruana». Entendían la «nación peruana» como la «na- ción criollo-occidental». Los hacendados inundaron los periódi- cos con estas acusaciones con la finalidad de legitimar una efecti- va represión de la rebeldía campesina, pero el resultado fue que estas acusaciones, casi siempre sin fundamento real, fueron trans- formando lo ficticio para los difusores (milenarismo inca y guerra de castas) en realidades para los receptores. c. Los indígenas bajo el dominio colonial El profesor John H. Rowe (n. 1918) es el pionero en los estudios modernos de los indígenas bajo el sistema colonial. Él vino al Perú por primera vez en 1939. Visitó el Cusco de la época, inició sus primeras investigaciones en el templo de Coricancha (Santo Do- mingo), frecuentó el entorno de Julio C. Tello en Lima y desde en- tonces, ya hace más de 50 años, ha continuado sistemáticamente sus investigaciones sobre la historia andina, prehispánica y colo- nial. Las investigaciones de John H. Rowe, primero en la arqueolo- gía, luego en la historia del arte y finalmente en la historia social andina, le han permitido resumir sus tesis en tres ideas fundamen- tales: 1. La posibilidad de aprehender la historia de los pueblos andinos (a partir de los restos materiales, o técnicas, dejados por los pueblos que han vivido en los diversos períodos); 2. La centra- lidad del Cusco en el proceso histórico andino hasta el siglo XVIII; y 3. Su insistencia en afirmar la existencia de un discurso histórico que describe una historia real y unilineal de los pueblos andinos, en polémica con R. Tom Zuidema. 214
  • 68. John H. Rowe, quien utilizó técnicas arqueológicas para estu- diar la historia andina de las épocas prehispánicas provenientes fundamentalmente de la historia europea del arte, estudió la per- sistencia y aun evolución de la cultura andina durante el período colonial a partir del análisis de artefactos artísticos (por ejemplo, su Cronología de los vasos de madera Inca, 1961). En 1957 publicó su ensayo The Incas under de Spanish institutions y un estudio sobre Retratos coloniales de los incas, 1951, donde da vida a los hasta en- tonces anónimos personajes y muestra que detrás de esos rostros está la presencia de una nobleza inca que luchaba por mantener su presencia, legitimidad e identidad. Esto lo estudia también al ana- lizar el correlato político de estas manifestaciones culturales en su ensayo El movimiento nacional inca del siglo XVIII, en 1954, y muestra —a través de diversos estudios monográficos— todas las conexio- nes, o parentescos, reales e imaginarios, entre José Gabriel Túpac Amaru I, el rebelde de 1780-1781, y las noblezas incas del Cusco colonial. Realiza una excelente demostración de que los descen- dientes de los incas —reales o imaginarios— vivían al amparo de las instituciones coloniales y que esta acomodación les permitía promover las creaciones culturales propias, así como mantener vivo el recuerdo del pasado inca a través de ritos y fiestas. Proceso que, a la larga, los habría llevado a la construcción de una identi- dad propia enraizada en la historia y la cultura andinas. Los libros de Nathan Wachtel, La vision des vaincus. Les Indiens du Pérou devant la conquête espagnole (París, 1971) y Sociedad e ideolo- gía. Ensayos de historia y antropología andinas (Lima, 1973) son el otro ejemplo de estudios donde la antropología es puesta al servi- cio de la historia para mostrar cómo los ordenamientos andinos perduran bajo el dominio colonial temprano y cómo aún subsisten hasta el gobierno del virrey Toledo (1569-1581). En períodos poste- riores todos los principios básicos que ordenaban las sociedades y el pensamiento andinos parecen desaparecer de la materialidad histórica visible y refugiarse, en algunos casos, en el discurso de cronistas como Felipe Guamán Poma, el Inca Garcilaso de la Vega y Juan Santacruz Pachacuti. Wachtel realiza una nueva lectura de estos textos: Guamán Poma se vuelve comprensible, con una cohe- rencia interna que proviene más bien de la cultura andina. Igual- mente el Inca Garcilaso de la Vega, a pesar de su cultura huma- 215
  • 69. nística, aparece como el depositario de una cultura andina no inte- ligible para los europeos de la época. Wachtel, más aún, muestra por primera vez, cómo el recuerdo de la conquista en los Andes ha permanecido en las mentalidades y en las actitudes de las pobla- ciones andinas que representan la «Tragedia de la muerte de Atahuallpa», reinterpretando y alterando los acontecimientos rea- les, de acuerdo con sus necesidades del presente. Lo andino, como pensamiento, principio ordenador y como recuerdo, persistía en el inconsciente, tanto de sus intelectuales como de las mismas pobla- ciones andinas que representaban la muerte de Atahuallpa como un mecanismo de recordación y de identificación. El último libro de N. Wachtel, Le retour des ancetres. Les Indiens Urus de Bolivie, XXe. XVIe siècle. Essai de d’histoire régressive (París, 1990, 689 pp.), es resu- mido acertadamente por Thierry Saignes de la siguiente manera: «El argumento central muestra que la sobrevivencia del grupo chipaya (un millar de habitantes), relegados en el salar de Coipasa limítrofe con la cordillera occidental, se debe a la conjunción “im- probable” de una serie de factores: la posesión de un territorio concedido por los españoles en el siglo XVII cuando las tierras abun- daban y su defensa en el siglo siguiente contra la codicia de sus poderosos vecinos aymaras; la perduración, e incluso el préstamo de estos mismos vecinos en el marco de los reajustes coloniales, del sistema dualista y del sistema de los cargos festivos que, a la vez que permiten la reproducción aldeana, han proporcionado los marcos sociales de una memoria colectiva uru» (Revista Andina, Cusco, año 10, N.° 1, julio 1992, p. 204). De acuerdo con T. Saignes, él «combina el análisis estructural y la historia regresiva». En otras palabras, el autor combina la antropología y la historia y divide su libro en dos grandes partes, la descripción etnográfica y la historia regresiva del grupo chipaya, del siglo XX al XVI. En el epílogo encon- tramos una sutil impresión apocalíptica, cuando el autor visita a los uruchipayas en 1982, que el deterioro de las formas culturales andinas y el avance de la modernización estaba prácticamente liquidando lo que parece haber sido una brillante sociedad indíge- na en el período previo a la conquista española. Sólo una buena aproximación antropológica y la reconstrucción del proceso, a tra- vés de la historia, permiten a Nathan Wachtel esta constatación. 216
  • 70. Nathan WACHTEL (1935, Metz-Francia). La historia andina como diálogo entre el presente y el pasado. 217
  • 71. El libro de Steve J. Stern, Peru’s Indian peoples and the challenge of Spanish Conquest-Huamanga to 1640, de 1982, es en realidad un estudio monográfico de la región de Huamanga hasta 1640, donde podemos encontrar las múltiples formas de alianza y convivencia entre españoles e indígenas, fundamentalmente en las élites. Estas alianzas y convivencias, entre conquistadores y conquistados, per- mitieron la construcción del sistema colonial, como antes habían permitido el funcionamiento del Tahuantinsuyo. Cuando estas alianzas y convivencias, llamadas nuevas, entran en crisis la con- secuencia visible es la emergencia del Taky Onkoy (1560-1565), un movimiento nativista que cuestiona el orden colonial y promueve abiertamente el regreso a las tradiciones y estilos de vida de la época anterior a los incas. Este movimiento indígena anticolonial muestra la vitalidad de las sociedades andinas, su participación en el pacto colonial y al mismo tiempo su gran capacidad para cuestionar el orden colonial desde sus propias tradiciones cultu- rales. Estos tres autores, por el camino de la antropología y la his- toria o simplemente del estudio de las poblaciones indígenas, nos muestran que lo andino estaba vivo, comprometido con el sistema colonial, pero que en los momentos de crisis podía convertirse en un desafío frente al dominio colonial europeo. d. La persistencia del recuerdo: la muerte del Inca Nathan Wachtel (1971) es el primero en estudiar, desde la historia y la antropología, la representación de la muerte de Atahuallpa, en este caso en Oruro (Bolivia) y en homenaje a la virgen del Socavón, como un recuerdo que ha persistido y que las poblaciones actuales lo escenifican o ritualizan con la finalidad de reinterpretar un acon- tecimiento histórico y como un mecanismo de identificación. La publicación de este libro no despertará el interés inmediato por estudiar representaciones similares en otros contextos, sean pe- ruanos, bolivianos o de otras regiones andinas. N. Wachtel, a tra- vés de un análisis comparativo de las representaciones similares en México (Danza de las plumas) y Guatemala (Danza de la Gran Conquista), pudo proponer —por el mensaje que estas representa- ciones transmitían— que en los Andes se podía hablar más de disyunción que de conjunción entre lo andino y lo europeo en la 218
  • 72. actualidad. Esta disyunción era interpretada como un indicador del apego de los indígenas a sus propias tradiciones y ordena- mientos y un rechazo, a veces sutil y otras rotundo, a los patrones europeos identificados con los colonizadores. En los años 80 se produce un renacimiento del interés por esta representación. Alberto Flores-Galindo en su libro Buscando un Inca (1987) describe brevemente la representación actual del mismo acontecimiento. Esta vez representado en Chiquián (Áncash), cada 30 de agosto, durante la fiesta patronal en homenaje a Santa Rosa de Lima. En mi libro de 1988, Nacimiento de una utopía, ofrezco un análisis etnográfico mucho más detenido de estas representacio- nes colectivas y populares en tres pequeñas poblaciones del de- partamento de Áncash, provincia de Bolognesi, Chiquián, Chilcas y Mangas. Más aún mi interés era estudiar, en este libro, los inicios de esta representación paralelamente a la emergencia de la fiesta patronal cristiana en esta región a mediados del siglo XVII, aproxi- madamente. La extirpación de idolatrías y la prohibición de los rituales andinos que acompañaban a estas devociones condujo al reemplazo de los rituales andinos por la nueva fiesta patronal cris- tiana. Esta representación de la muerte de Atahuallpa aparece como ritual que reemplaza a los anteriores, pero que cumple funciones similares: recordar de dónde provienen, quiénes son y de quiénes descienden. Así la representación de la muerte de Atahuallpa les permitía saber que provienen del enfrentamiento de indios y espa- ñoles, que eran indígenas y que descendían de una sociedad cuyo monarca fue capturado y ejecutado en Cajamarca en 1533. Esta representación la utilizaban con estos fines, como un mecanismo de recordación, pero al mismo tiempo dando respuestas a las ur- gencias o interrogantes que los asediaban de acuerdo con las cir- cunstancias de cada época. El mismo año 1987 Teordoro Meneses publicó su libro La muer- te de Atahuallpa. Drama quechua de autor anónimo. En 1988, Luis Mi- llones publicó El Inca por una coya. Historia de un drama popular en los Andes peruanos. Luego en 1992 publicará Actores de altura, donde analiza esta misma representación escenificada durante la fiesta patronal del Patrón Santiago de Carhuamayo (Junín). El mismo Millones, como agotando toda su información recogida en esta po- blación, acaba de publicar su libro Dioses familiares (1999), donde 219
  • 73. en el capítulo 4, «Atahuallpa contra Pizarro», realiza un nuevo análisis de esta representación e incluye la transcripción de la gra- bación magnetofónica de los parlamentos pronunciados por los diversos participantes durante esta representación en Carhuamayo. Luego se multiplicaron los estudios sobre esta representación: para ello me remito al estudio de Gisela Cánepa Koch sobre las danzas de Cajamarca, los Chunchu y las Palla (Romero 1998), don- de podemos encontrar un estudio etnográfico que describe el dete- rioro o transformación sufrido por esta representación en las regio- nes teóricamente alejadas del área nuclear andina de esta repre- sentación. Hay también la tesis de doctorado de estado del estu- dioso francés Jean-Philippe Husson, quien ya había hecho una tesis sobre La poésie quechua dans la chronique de Felipe Waman Poma de Ayala (1985), donde propone toda una singular teoría para ex- plicar la génesis y la particular difusión de esta representación en el siglo XVI y los demás siglos coloniales. e. Desmitificando lo andino Desde las investigaciones de Heinrich Cunow, hasta los estudios modernos de John V. Murra, John H. Rowe y R. Tom Zuidema, pasando por los de Paul Rivet, se ha construido un discurso histó- rico —de manera bastante ostensible— donde la antropología, como conocimiento de la historia del «otro», ha permitido una mejor comprensión de la singularidad y calidad de las sociedades andinas prehispánicas. H. Cunow insistió en la importancia del ayllu. P. Rivet —como todo el mundo acepta en la actualidad— propuso que casi todas las invenciones culturales las realizó el inmigrante asiático, u oceánico, en este continente. Murra, Rowe y Zuidema develaron los principios básicos del funcionamiento eco- nómico, político y simbólico del Estado inca. El resultado final, sin que probablemente nadie se lo haya propuesto, fue una enorme revalorización de las sociedades indígenas, de la inca en particu- lar y secundariamente de la crónica del Inca Garcilaso de la Vega, quien describió al inca como gobernante Huacchacuyac, en quien se encarnaba un Estado recíproco-redistributivo que resumía princi- pios andinos milenarios en un aparato estatal de dimensiones im- periales. La sociedad inca podría aparecer mitificada, idealizada, 220
  • 74. en un discurso histórico que parece disimular los sacrificios hu- manos (capacocha) y sobreestimar la ideología recíproca-redis- tributiva que legitimaba la existencia del Estado inca ante la multi- tud de grupos étnicos sometidos y conquistados por los cusqueños. Una ideología y una tecnología estatal, con apariencias y realida- des, que incluso seducía a los historiadores modernos. Los cronistas, indios y mestizos de inicios del siglo XVII ideali- zaron esa sociedad. Esta idealización fue socializada y muy pronto comenzaron a circular los rumores del regreso del inca, de emocio- nes milenaristas, de la revitalización del recuerdo de la muerte de Atahuallpa y finalmente de un «nacionalismo inca» emergente a fines del XVII e inicios del XVIII. ¿Es esta una idea inventada por los intelectuales indios y mestizos y luego simplemente redescubierta por los historidadores modernos? ¿No hubo esa popularización de las imágenes de una sociedad inca idealizada que condujo a crear las expectativas de restauración del pasado? De ser así, entonces ¿cómo se explica el mito de Inkarrí, descubierto por la antropología en los años 50 y que —sin ninguna duda— expresaba las mismas emociones y expectativas que todo ese proceso que podemos encon- trar en el siglo XVIII? John H. Rowe comenzó a estudiar los linajes incas sobrevivientes en el siglo XVIII y las conexiones que existieron, como realidad o imaginario, entre lo inca y la rebelión de Túpac Amaru II. Se había completado así todo un recorrido y el círculo pa- recía cerrado: muerte, resurrección y segunda —o última— muerte del Inca en el siglo XVIII. Lo indígena podía ser entendido como una sociedad conquistada, pero nunca aniquilada que constantemente reaparecía para amenazar al sistema colonial español primero, y luego a la república criolla de los dos siglos republicanos. Algunos funcionarios de la fundación Ford, a mediados de los años 80, criticaban la historización de las ciencias sociales, de la antropología en particular, y de ese afán de mirar lo andino contemporáneo como producto de esa dramática y tortuosa evolu- ción que terminaba en el Inkarrí. Esa fuerza idealizadora parecía haber contagiado a científicos sociales, agrónomos, técnicos, inge- nieros, economistas y muchos buscaban la recuperación de lo andi- no, abandonado o en deterioro en las soledades o alturas an-dinas. Los andenes, los camellones, las plantas, los animales andinos, las técnicas agronómicas debían ser recuperadas para conservar 221
  • 75. mejor el equilibrio ecológico andino. Lo andino parecía brotar des- de las necesidades y emociones populares y convertirse en un pro- grama que podría significar la solución de los problemas del pre- sente y una posibilidad de construcción de la tan esperada nación peruana. Luego vendría una amplia, variada y compleja reacción. Unas veces muy ideologizada, otras resultado de nuevas sensibilidades y orientaciones historiográficas y algunas veces disimuladamente institucionales y anticusqueñas. Las amplias y originales investi- gaciones de Scarlett O’Phelan Godoy se inscriben en el segundo tipo. El año 1985 se publica la versión original de su tesis, Rebellions and revolts in eighteenth century Peru and Upper Peru, en Alemania, y en 1988, de manera nada sorprendente, el Centro de Estudios Re- gionales Bartolomé de Las Casas del Cusco lo publica en castella- no con el título de Un siglo de rebeliones anticoloniales. Perú y Bolivia, 1700-1783. La autora detecta 150 rebeliones anticoloniales en el siglo XVIII. Una de ellas había sido la de Túpac Amaru II, que es presentado más bien como la cresta de esta marejada social que se intensifica como respuesta a las reformas borbónicas y que obede- ce más bien a los intereses y la conducción de las élites nativas, mestizas y criollas, sin aparentemente ninguna conexión con el imaginario indígena aparecido en el siglo XVIII. Scarlett O’Phelan expresará esto, con una mayor rotundidad, en su ensayo «Utopía andina: ¿Para quién? Discursos paralelos a fines de la colonia», incluido en su libro La Gran Rebelión en los Andes: De Tupac Amaru a Tupac Catari, de 1995, donde reconoce la centralidad de la rebelión de Túpac Amaru, en un gesto de autonomía, cuando ya era la his- toriadora predilecta del Centro Bartolomé de Las Casas, que le pu- blicará su nuevo libro Kurakas sin sucesiones. Del cacique al alcalde de indios. Perú y Bolivia, 1750-1835, en 1997, donde casi abandona algunas posiciones anteriores, pero no su sensibilidad desmiti- ficadora del papel de lo andino, o de lo inca, como fuerza subya- cente que dinamiza el proceso histórico del siglo XVIII. El año 1986, el antropólogo Carlos Iván Degregori, en su artí- culo «Del mito de Inkarrí al mito del progreso», criticaba —desde la reflexión política— la idea de la utopía andina porque esta pro- puesta —en su interpretación— implicaba un retorno al pasado: «Lo cierto es que el tránsito del mito de Inkarrí al mito del progreso 222
  • 76. reorienta en 180 grados a las poblaciones andinas, que dejan de mirar hacia el pasado. Ya no esperan más al inka, son nuestro inka en movimiento. El campesinado indígena se lanza entonces con una vitalidad insospechada a la conquista del futuro y del “pro- greso” (52)». Carlos Iván Degregori partía de una interpretación equivocada de la utopía andina; la definía como un regreso al pa- sado, a la tradición, a la historia, y que los campesinos —migrantes o no— la rechazaban porque querían ser peruanos, más moder- nos, alfabetos, nacionales y finalmente criollos. Era una mala in- terpretación del trabajo de la etnohistoria andina o una manipula- ción política para tomar distancia de una posición que podía pare- cer andina, campesinista, esencialista, fundamentalista y hasta políticamente demasiado radical y cercana al «senderismo». Después vendrán múltiples esfuerzos por desmitificar lo andino. Recuerdo el artículo de Deborah Poole, «Entre el milagro y la mercancía: Qoy’llur R’iti» (Márgenes, año II, N.° 4) donde pro- ponía dos conclusiones provocadoras. La primera, que la mer- cantilización de la vida cotidiana —en el sur andino— había con- taminado incluso las conciencias religiosas del campesinado de esta región. La segunda, anunciaba la alteración del peregrinaje al Señor de Qoy’llur R’iti, uno de los paradigmas de lo andino. Luego se publicarán, por supuesto también en la Revista Andina, una serie de artículos, ensayos, aún más radicalizados, donde hasta los indigenistas de los años 20, que fungían como «gente decente», no eran más que hipócritas y falsos defensores del indio y que más bien blandían su indigenismo para defender el carácter elistista y aristocrático de la sociedad regional cusqueña. Basta leer el ensayo de Marisol de La Cadena, «Decencia y cultura po- lítica» (Revista Andina, año 12, N.° 1, 1994) para constatar cómo ya se había construido una ideología desmitificadora de lo andino en la cual muchos extranjeros, y en particular algunos franceses ha- bían sido atrapados. En sus conclusiones, Marisol de La Cadena afirma: «Como resultado de la influencia de la noción de decencia, antes que proteger a los indios, el indigenismo llegó a ser pilar de la defensa de los caballeros cusqueños, incluidos aquellos hacen- dados contra los cuales los mismos indios estaban luchando» (p. 118). 223
  • 77. f. Cultura, modernidad, identidad y nación Hay —por otro lado— una diversidad de estudios de historia y antropología, publicados también en los últimos 10 años, que bus- can establecer —en algunos casos de manera indirecta, en otros muy consciente— los nexos entre cultura, modernidad, identidad y nación. Aquí de nuevo el encuentro entre antropología e historia ayuda a resolver una serie de interrogantes que ya habían sido planteadas por los desmitificadores de lo andino, o los que pensa- ban que revalorar lo andino era «esencializar» lo indígena, lo «otro» dentro del Perú criollo, o mestizo, o múltiple, y por este camino defender lo arcaico o la tradición. Quisiera solamente mencionar algunos casos donde diversos grupos sociales mantienen su cul- tura, sus identidades, sin ofrecer ningún reto a la modernidad, ni ningún peligro a los que podríamos denominar la identidad na- cional peruana. Inmigrantes asiáticos El libro de Isabelle Lausent, Acos. Pequeña propiedad, poder y econo- mía de mercado. Valle de Chancay (1983), es un buen ejemplo de his- toria y geografía, pero donde el análisis antropológico no está au- sente. La autora describe la suerte de un grupo de inmigrantes asiáticos que huyen del valle de Chancay y se instalan en Acos, parte alta del mismo valle, aprovechando las alteraciones produci- das por la Guerra con Chile (1879-1883). Los trabajadores asiáti- cos huyen de las haciendas, ganan su libertad, se instalan en un pequeño pueblo de la parte alta, se vuelven comerciantes y luego compran tierras y comienzan a practicar una agricultura comer- cial en pequeña escala. Paralelamente a este proceso que podría- mos llamar de modernización, urbanización e integración a un mercado nacional (produciendo fruta para el mercado limeño), los inmigrantes asiáticos, o sus descendientes, retoman sus patro- nímicos, sus devociones religiosas y reinventan —más imaginan- do que recordando— sus organizaciones clánicas asiáticas. Sin embargo, se incorporan a la sociedad rural local, es decir a la socie- dad nacional peruana, conservando al mismo tiempo un apego evidente a sus imaginadas tradiciones culturales traídas del Asia. 224
  • 78. El libro de Humberto Rodríguez Pastor, Hijos del celeste imperio en el Perú (1850-1900), 1989, donde el autor —antropólogo de for- mación— hace un análisis detallado de diversos aspectos vincula- dos a la vida de los inmigrantes chinos, es otro buen ejemplo don- de encontramos cómo la conservación de su propia cultura e iden- tidad no interfiere con la incorporación de estas poblaciones den- tro de la nación peruana. Hay un interesante capítulo donde cons- truye varias biografías individuales de asiáticos enganchados que trabajaban en las haciendas costeñas, y un capítulo final donde muestra la persistencia de la cultura chino-cantonesa en el Perú rural y urbano de esta época. Todo este proceso donde encontra- mos que el apego a sus culturas tradicionales se intensifica o des- pierta con la liberación, con el cimarronaje espiritual, la huida de las haciendas, la instalación en las zonas urbanas, en los espacios de libertad, no se contrapone con la modernización de la conducta económica de estos inmigrantes o de sus hijos que en muchos ca- sos ascienden socialmente, convirtiéndose en comerciantes, en ca- sos muy particulares hombres de éxito económico que les permite hasta reemplazar a sus antiguos amos en la propiedad y en la conducción de las haciendas. Invención de tradiciones El libro de Luis Millones y Mary Pratt, Amor brujo, de 1989, donde analizan las representaciones del amor andino en las tablas de Sarhua, es un buen ejemplo de la historia puesta al servicio de la antropología, la discusión del papel del pasado en el presente, sin ingresar a la anterior polémica, ni estar contaminados con la ideo- logía del Centro Bartolomé de Las Casas. No me extenderé en co- mentar este libro, pero sí quisiera transcribir la definición que ha- cen de las tablas: «Las tablas de Sarhua son una forma regional de arte contemporáneo que llamaron por primera vez la atención a fines de la década de 1960, constituyéndose desde entonces en una forma bastante conocida de arte folclórico andino. Sarhua es uno de los quince distritos de la provincia de Víctor Fajardo, departa- mento de Ayacucho» (1989: 25). Los autores dicen que las tablas son conocidas desde hace poco tiempo. Desde fines de los años 1960, específicamente, en que los inmigrantes sarhuinos comien- 225
  • 79. zan a producir, en talleres artesanales limeños, tablas con dibujos que retrataban la vida cotidiana, las fiestas, los rituales y las creen- cias en Sarhua. Los autores se formulan algunas preguntas sobre los orígenes de estas tablas: ¿Desde cuándo se producen estas tablas? ¿Cuáles son los antecedentes de esta tradición artística? ¿Esta tradición artística se emparenta con el arte andino aborigen o con el arte occidental importado? La respuesta a la primera pregunta es muy rotunda: las tablas se producen en Lima desde fines de los años 1960, o quizá desde unas dos décadas anteriores. Los anteceden- tes los podemos encontrar en la misma población de Sarhua donde había la tradición de pintar o dibujar sobre las vigas que se ofrecían en la «techa-casa» a los recién casados. La respuesta a la tercera pregunta es todo un ejercicio de imaginación donde predomina el antropólogo sobre el historiador, la intuición sobre las pruebas históricas, para terminar sugiriendo que se podría establecer un eslabonamiento genealógico del arte de las tablas pintadas empe- zando con aquellas que Pachacuti Inca Yupanqui mandó pintar para organizar la memoria del imperio que empezaba a construir y que se almacenaron, de acuerdo con cronistas como Pedro Sar- miento de Gamboa y Polo de Ondegardo, en una singular bibliote- ca llamada Poquencancha en la ciudad del Cusco. Luego esta evo- lución continúa con las telas mandadas a pintar por el virrey Fran- cisco de Toledo (1570-72), se supone a pintores in-dios cusqueños, para mostrar a los reyes españoles la historia —a través de los retratos— de los gobernantes incas. Luego el siguiente peldaño lo constituyen los dibujos de Guamán Poma, hasta llegar a los muralistas indios del siglo XIX, pasando por la llamada escuela colonial de pintura cusqueña de fines del siglo XVII. Los autores encuentran estrechas similitudes —lógicamente— entre los dibu- jos de las tablas y los de Guamán Poma en su Nueva corónica y buen gobierno (1615). Estas similitudes, según mi personal punto de vis- ta, más que probar la continuidad de una tradición pictórica andina, demuestran la persistencia de categorías andinas para organizar el espacio, la sociedad y las ideologías en los Andes. Categorías que se reflejan —de manera similar— en los dibujos de Guamán Poma y en las tablas de Sarhua. La persistencia de lo andino genera estas similitudes y no estas similitudes pueden to- 226
  • 80. marse como pruebas de una tradición pictórica que ha persistido en los Andes sin grandes alteraciones. En el libro de Josefa Nolte, Quellcay. Arte y vida de Sarhua (Lima, 1991), a pesar de las dudas expresadas por Pablo Macera, en el prólogo, la autora —en un evidente proceso de invención de tradi- ciones— hace de las tablas (quellcay) de Sarhua las formas actua- les de las tablas pintadas almacenadas en el Poquencancha, los lienzos pintados en el Cusco por orden de Toledo, los dibujos de Guamán Poma y los cuadros de la pintura colonial cusqueña, y otras formas artísticas andinas. P. Macera, de nuevo en el prólogo de este libro, nos habla de los antecedentes de estas tablas y se pregunta: «¿De dónde vienen estas vigas pintadas de Sarhua? ¿Cuándo empezaron a ser hechas?» y confiesa no tener respuestas a estas preguntas o no se atreve a establecer la genealogía previa a las vigas, no se atreve a ir más allá de 1876, pero sí nos dice: «De estas vigas de compadre y parentesco son hijas las actuales tablas de Sarhua, hijas libres migrantes e informales, salidas de su pueblo para probar fortuna en Lima, en donde la tuvieron para bien y para mal de sí mismas» (NOLTE 1991: 15). Para bien porque mediante las tablas los artistas sarhuinos han defendido su propia tradición, pero también para mal porque comenzaron a producir para un mercado que les quitaba libertad, espontaneidad y les imponía gustos y preferencias. El estudio de Josefa Nolte es realmente revelador de un proce- so donde los antropólogos intervienen construyendo un discurso histórico para dar legitimidad y autenticidad a un arte popular andino más producto de la actualidad que de la historia. Pero esto no quita ningún mérito a su libro, ni esencializa a lo andino. En previsión a las críticas que un libro como el de Josefa Nolte pudo desatar, Pablo Macera abre fuego —en aquel lejano año 1991— contra los desmitificadores de lo andino: «Empieza a estar de moda hoy denunciar el interés por la tradición andina como una suerte de escapismo; esos críticos exigen que sólo se haga estudios sobre el campesino concreto (?). Los motivos que hay detrás de estas de- nuncias no son tan limpios como parecen; en algunos casos son formas escondidas y sutiles de atacar transversalmente el funda- mentalismo musulmán (por ser el mayor peligro directo a corto plazo contra Occidente a pesar de la derrota de Irak) y prevenir la 227
  • 81. “terrible” posibilidad de un fundamentalismo andino (con sus propios ayatolas y huaicos) que intentaría arrasar con todo, con todo lo podrido del país, que es tanto. Para mí no es incompatible el estudio de la tradición andina con la reivindicación política direc- ta de los campesinos» (NOLTE 1991: 16). Cambio, tradición e identidad Esta podría parecer una polémica agotada y sin ninguna repercu- sión en la globalizada época actual. No la retomo para actualizar- la, ni para acusar, ni por supuesto para reabrirla (porque ya está bien cerrada), sino simplemente para hacer un recuento histórico y ofrecer explicaciones. Sin embargo, yo solamente quisiera indicar que fue una polémica completamente ideologizada y casi un diálo- go de sordos. Los mitificadores de lo andino en realidad nunca pretendieron esencializar lo andino y los desmitificadores mira- ron de preferencia la vida material y consideraron que cualquier proclividad a la modernidad alejaba a los indígenas de su mundo cultural y de su historia. Me parece que finalmente la respuesta la podemos encontrar en las investigaciones etnomusicológicas que Raúl Romero Ce- vallos y un grupo de antropólogos han realizado en los últimos 15 años desde el Proyecto de Preservación de la Música Tradicional Andina de la Universidad Católica. Antropología e historia se com- binan en sus estudios etnomusicológicos. Esto lo encontramos en los diversos estudios de Raúl Romero y particularmente en su sin- tética historia de la música en el Perú que Unesco proyecta publi- car muy pronto. En sus estudios podemos encontrar respuestas, que se suman a los ejemplos anteriores que he analizado, que aho- ra podremos articularlas para llegar a formar un tejido más denso y explicativo de lo que quisiera finalmente presentar como uno de los aportes fundamentales de cooperación entre antropología e his- toria. Hemos visto en el caso de los estudios de Isabelle Lausent y Humberto Rodríguez Pastor que las poblaciones inmigrantes asiá- ticas, o sus descendientes, se aferraron a un tradicionalismo cultu- ral como una forma de reforzar sus identidades, pero no como un rechazo a la modernización de sus vidas materiales o cotidianas. Igualmente en el caso de los artistas sarhuinos que inventan una 228
  • 82. tradición artística pictórica como un mecanismo de sobrevivencia urbana en Lima tomando temas, imágenes, motivos, colores y qui- zá técnicas que ya habían sido probadas en su pueblo de origen, pero cuyos productos artísticos, las tablas o las vigas, nunca ha- bían salido a un mercado. Los sarhuinos en Lima descubren que sus productos tenían una gran aceptación y que existía un merca- do para abastecer y al cual podían conquistar y quizá moldear. Comenzaron a usar técnicas, o tecnologías modernas, al servi- cio de un artefacto artístico de apariencia tradicional: aquí no hay ninguna contradicción entre tradición y modernidad en el trabajo productivo del habitante andino, más encontramos una legítima utilización de la modernidad al servicio de la tradición. Las tablas de Sarhua, para sus productores y compradores, sin lugar a du- das, son artefactos culturales que expresan una identidad, que iden- tifica a sus productores y también a los compradores. Por eso es que Millones y Pratt pueden afirmar: «[...] se puede entender las tablas de Sarhua como manifestaciones con una estructura de autorrepresentación y autocomprensión que, a menudo, caracteri- za a los grupos marginales y subordinados. En la sección 4 propu- simos el término “subjetividad dual” para referirnos a esta pers- pectiva simultánea de autoidentificación y autoobjetivación: como proyecto ideológico. Los pintores de Sarhua crean y afirman for- mas de autoindentificación frente al no reconocimiento y la no com- prensión de los otros, de los dominantes, así como frente a su pro- pia vulnerabilidad social y cultural» (1989: 73). Sin lugar a dudas, estamos frente a un proceso de invención de tradiciones y de cons- trucción de identidades. Identidades que crean la diversidad que constituye el rasgo estructural de la identidad nacional peruana. Las danzas tradicionales tal como están presentadas en mi libro (1988) forman parte de complejos rituales a través de los cua- les las poblaciones andinas buscan recordar, reinterpretar su his- toria, interpretar sus circunstancias, identificarse, multiplicar las solidaridades y reproducir sus sociedades. Raúl Romero nos dice al respecto: «Las danzas tradicionales en los Andes son dramas coreográficos que consisten en movimientos y gestos, por un lado, y en sonidos musicales por el otro. Música y danza constituyen una sola unidad indivisible. Se caracterizan por tener una coreo- grafía estructurada, por la presencia de elementos teatrales, por el 229
  • 83. rol protagónico de danzantes disfrazados y enmascarados, y por una tradición oral que provee una historia de base mítica o legen- daria a la acción simbólica del evento» (ROMERO CEVALLOS 1998: 16). Evidentemente estamos frente a las danzas tradicionales de una región muy particular, el valle del Mantaro, y debemos agre- gar que Romero estudia específicamente la música de la herranza, que permanece, y la música del trabajo comunal, que parece extin- guirse. La primera vinculada con el pastoreo y la segunda con la agricultura, fundamentalmente. Hay que volver a indicar que el valle del Mantaro es una re- gión muy particular, de gran fertilidad agrícola, cuya historia pa- rece haber creado una situación actual muy original; una región muy permeable al cambio desde siempre: «Como resultado, los habitantes del valle desarrollaron una mentalidad que les permi- tió no solamente mantener con orgullo los valores tradicionales y su identidad cultural —a pesar de las nuevas fuerzas del cam- bio— sino también desarrollarlos y difundirlos usando los mis- mos elementos introducidos por el mundo urbano» (ROMERO CEVALLOS 1998: 22-23). Manuel Pardo, a mediados del siglo XIX, propuso con mucho entusiasmo y expectativas que este valle —por sus características geográficas, su clima, sus suelos y cerca- nía a Lima— podía convertirse en la despensa de la capital y por eso es que muy temprano, aunque de manera infructuosa, se pro- yectó un ferrocarril a Huancayo (el que se inaugurará recién en 1912). Una articulación vial que —a pesar de la tardanza— aceleró el tráfico de mercancías, hombres y artefactos culturales por esta región. El Mantaro siempre estuvo expuesto al cambio y a las nue- vas influencias, sean de cualquier tipo. Esto lo encontramos de manera sobresaliente en la música local: «El cambio musical en el valle del Mantaro surge como un proceso que reafirma los valores tradicionales, en lugar de convertirse en la razón de su extinción. También aparece como la única manera por la cual los elementos básicos de la tradición musical pueden atreverse a persistir en el Perú moderno» (ROMERO CEVALLOS 1998: 23). En este caso el cambio parece un camino para conservar lo propio: «El cambio musical es por lo tanto una importante estrategia a través de la cual la tradi- ción musical puede transformar y adaptar sus formas y estilos externos a un nuevo contexto» (ROMERO CEVALLOS 1998: 23). 230
  • 84. Esto es lo interesante de este ejemplo, la continuidad de lo tradicional aceptando el cambio: «El punto principal continúa sien- do que el campesinado mestizo en la región, capaz de aceptar y adoptar los beneficios de la modernización y urbanización e inser- tados desde ya en la economía nacional, está aún ligado a rituales tradicionales como la herranza, a través de los cuáles se comunica con fuerzas abstractas para propiciar la fertilidad animal. En la práctica de la vida cotidiana en el valle, parece no haber contradic- ción entre modernidad y creencias tradicionales» (ROMERO CEVALLOS 1998: 35). Si nos preguntamos ¿por qué la persistencia de la tradi- ción?, la respuesta la podemos encontrar en la siguiente cita: «El estudio de caso presentado aquí nos ha permitido mostrar cómo el campesinado de una área andina específica puede experimentar un intenso proceso de inserción en la economía nacional de merca- do sin abandonar sus lazos con la tierra, el pueblo y su herencia cultural y musical» (ROMERO CEVALLOS 1998: 55). Aquí encontra- mos también la repuesta a muchos de los que se empeñaron en criticar a aquellos que mostraban el apego a lo andino como una estrategia andina de conservación de sus identidades, de su histo- ria, su buena relación con su entorno, físico y espiritual, y por este camino una forma de relacionarse con la nación peruana. Lo que hacen los pobladores del valle del Mantaro, usar nuevos instru- mentos musicales para continuar con su música, danzas y rituales tradicionales, y más aún creando nuevos géneros musicales más relacionados con el mercado, regional y nacional, no está lejos de lo que hacen los pintores de Sarhua. En ambos casos lo andino es constantemente reinventado utilizando lo moderno, o trasladán- dose a las ciudades. La utopía es más bien este empeño en conser- var sus tradiciones e identidades, no en círculos cerrados, sino transformando estos círculos en espacios cada vez más y más am- plios, hasta confundirlos con la nación peruana. 231