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Asociación ilícita con fines terroristas:
Testimonio de Lawrence Maxwell Ilabaca (parte 2)
Después de pasar la noche en las instalaciones de SEIDO al día siguiente,
un comando armado nos sacó de los “calabozos” de la PGR, nos esposaron
de pies y manos, separaron a los hombres de las mujeres, y nos metieron
en un furgón de color gris, sin logotipos institucionales.
Cuando pregunté a donde nos llevaban, la respuesta fue tajante: “Ya
lo verán, no hagan preguntas”, el comando estaba formado por siete
efectivos, quienes reiteradamente gritaban “¡Cállense, chingada madre!,
“¡Agachen la cabeza, culeros!”.
Nos obligaron a meter la cabeza entre las piernas mientras el vehículo
estaba en movimiento, yo pensé que nos llevarían a otras instalaciones, para
hacer el trámite de ponernos en libertad, quizás pasándonos antes frente a
las cámaras de la prensa.
Mientras el vehículo continuaba en movimiento uno de los policías
nos dijo “Así que andaban de revoltosos, ¿no? y querían quemar la puerta de
Palacio Nacional” a lo que alguno de los que íbamos detenidos dijo “No” y
completó su negativa diciendo que éramos estudiantes, que habíamos ido a
la marcha, pero de forma pacífica.
¿Son estudiantes? ¡Qué van a ser estudiantes ustedes! Basura, eso es
lo que son. ¡Bajen la cabeza, hijos de la chingada!, remató otro de los policías,
mientras observaba como íbamos saliendo de la ciudad de México.
“Así que son un grupo terrorista, y querían matar a un policía, ¿no? Pero
ahora sí que se chingaron. De esta no salen. ¿Ustedes creen que tienen
derechos humanos?, ¿que eso los va a salvar? Nel, cabrones, con nosotros se
acabaron sus derechos humanos, podemos hacer lo que nos de la pinche gana
con ustedes. ¿Saben dónde los vamos a llevar? Ya lo van a ver, y se van a
arrepentir de andar de guerrilleros” no gritó con un tono de burla y amenaza
el mismo policía que nos había cuestionado sobre la puerta de Palacio
Nacional.
Mientras esto sucedía yo me preguntaba, ¿quiénes eran esos
hombre?, ¿a qué institución pertenecían? En ese momento me sentía
absolutamente vulnerable, y eso era probablemente lo que esos tipos
buscaban, hacernos sentir en carne propia todo el peso del poder absoluto,
de la fuerza, de la violencia y de la impunidad con la que podía conducirse.
Uno de los agentes al que llamaban “Cuervo” dijo: “estos cabrones me
tienen hasta la madre, porque no les aplicamos la ley de fuga, les metemos
un balazo aquí mismo y los dejamos a la orilla del camino”, cálmate, le dijo
otro, ¿no te dio el “Águila” instrucciones bien precisas? Sí, sí, recordó el
“Cuervo” y dijo “hay que obedecer al Águila” ¡Nada más a mí se me posa el
Águila, cabrones y clarito él me dijo “Cuervo, a estos culeros nos los
chingamos bien chingaos!”.
Ya se me había pasado por la mente que ese podía ser mi último viaje,
aunque trataba de convencerme a mí mismo que esa posibilidad era
totalmente irracional, ilógica, ya nos habían visto en la Procuraduría, ya
había hecho mi declaración ante un Ministerio Público, ya había hablado
con el cónsul de mi país, desde cualquier punto de vista era imposible que
me hicieran desaparecer, pero luego recordé que estaba en México, y que las
cosas que tienen que ver con el poder en ese país no siempre están
gobernadas por la razón o por la lógica, volví a temblar.
En ese furgón me había convertido en lo que Agamben llama nuda
vida. La vida desnuda, aquella que ha sido despojada de sus atributos
políticos, cuando una persona es convertida en mero cuerpo; el cuerpo de
un sujeto al que se le ha negado la connotación ética de humano, que ha
quedado absolutamente vulnerable frente al poder. La nuda vida es
máquina de trabajo, es alimento para las fábricas, es un migrante a lomos
de La Bestia, un ser sin derechos ni dignidad, es aquello a lo que queda
reducida la existencia humana al ingresar al campo de concentración. Sólo
así se puede comprender la violencia desmedida.
¿Quieren saber dónde los llevamos?, preguntó uno de los hombres
armados, “los llevamos a Ayotzinapa cabrones, con sus compañeros los
normalistas. Allá los vamos a cortar en trocitos y los vamos a quemar, igual
que a esos hijos de su pinche madre. Así hay que tratar a esta escoria, ¿no
que muy chingones?, ¿no que muy acá, lanzando explosivos a Palacio
Nacional? Ahora se van a ir a la verga, putos”.
Llevábamos unas cuatro horas de viaje, la situación se hacía
insoportable, las esposas de metal me quemaban la piel de las muñecas, y
se me entumecían las piernas. Pensaba en cómo se habrán sentido los
estudiantes normalistas secuestrados, cuando los llevaban a encontrarse
con su destino esa maldita noche en Iguala.
De pronto oí la carrasposa voz de el “Cuervo”, que se dirigía a mi
diciéndome: “Oye, tú, el de las greñas, ¿de dónde eres? No levantes la cabeza,
cabrón, te pregunte que de dónde eres, no que me mires”, Chileno le dije, “Ah,
chingaos, y que carajos andas haciendo con esta bola de pendejos. ¡Chileno!
Qué hijo de la chingada, ¿y que tienes que andar haciendo en una marcha,
cabrón? ¿Qué tienes que andarte metiendo en asuntos que no te incumben?
¿Eh? ¡Contesta! Oye, Bogart, déjame cambiarte de lugar, quiero conversar con
ese cabrón”. No, quédate ahí, carnal, no hagas pendejadas, le dijo su
compañero. Pásate para acá, insistió el otro, finalmente se cambiaron de
asiento.
El sujeto se acomodó mirando hacia atrás, me agarró del cabello,
levantándome la cabeza, podía sentir su tufo de aliento que emanaba una
mezcla entre alcohol y comida descompuesta, y acercándose a mi cara me
dijo “Así que andas de guerrillero, ¿no, cabrón?, ¿te crees el Che o qué?
¡Mírame cuando te hablo! ¡¿Qué chingaos andas haciendo de revoltoso tan
lejos de tu país?, sin responderle, comenzó a golpearme en el rostro, con una
mano me agarraba el cabello y con la otra, empuñada, me golpeaba en la
cara.
No contesté nada, me limité a mirar fijamente al tipo, intentando no
gesticular, ni transmitir ninguna emoción, salvo desprecio. Me golpeó
repetidamente, con saña, e interpretó correctamente mi silencio, como un
desafío. “Ya estuvo, Cuervo, párala, dijo otro”, pero al que llamaban “Cuervo”
no me quería dejar en paz, sacó su celular y comenzó a grabar con él un
video, mientras continuaba golpeándome en la cara con el puño cerrado y
me espetó “mándale un saludo a tus compañeros Chilenos, y despídete,
porque va a ser la última vez que te van a ver, lo voy a subir al Facebook,
para que vean lo que le hacemos a los malditos extranjeros metiches como
tú”.
Un año después comprendí que ese video era para mostrárselo “Al
Águila”, para que viera que su orden había sido cumplida cabalmente, para
que viera como el insolente extranjero había sido escarmentado.
Con la cara deforme y enrojecida pude ver que llegábamos al
CEFERESO Oriente, antes de que se detuviera el vehículo se encargaron de
dejarnos bien en claro que tenían nuestras direcciones, y que si algún día
salíamos vivos de la cárcel, cosa que dudaban (porque varias veces nos lo
dijeron en el camino), nos irían a buscar, para acabar con los pendientes.
“Aquí van a aprender lo que es bueno, hijos de la verga, les van a dar tacos
de longaniza. ¿Les gustan? Seguro que a estos putitos les van a gustar los
tacos de chorizo” decían entre ellos y se reían como si esa expresión fuera
graciosa.
A pesar de todo lo qué pasó, yo insisto posición de aquella noche: era
importante estar en esa marcha, era un deber ético, sin embargo, con
nuestro encarcelamiento quisieron mandar un mensaje a la sociedad
mexicana y a los extranjeros que estaban saliendo a la calle: “Nosotros
tenemos el poder y hacemos lo que se nos da la gana”.
La lección que nos quiso dar Zerón y sus superiores, al hacernos
sentir absolutamente vulnerables, sometido a un poder caprichoso,
irresponsable, es que para ellos la ley no existe, o que ellos están por encima
de la ley. Se han acostumbrado al uso de la violencia de Estado, a sembrar
el terror, a hacer montajes, y quedar impunes.
El funcionario que nos golpeó hasta el cansancio en el traslado de
Ciudad de México a Veracruz, nos dijo, con plena conciencia de lo que eso
significaba: “Con nosotros se acabaron sus derechos humanos”. Y tenía toda
la razón, era como si hubiese estudiado la filosofía de Agamben o de
Foucault. Esa es la esencia del estado de excepción.
Aunque lo que más preocupa es que esta práctica de tortura física y
psicológica, de amenazas, insultos, intimidación y acusaciones falsas esté
siendo implementada en la PGR no sólo contra nosotros –los que fuimos
detenidos ese 20 de noviembre- sino contra miles de mexicanos y mexicanas
que por mala fortuna han caído en las redes de la corrupción, la violencia y
la impunidad de esa institución.
Y pensar que la mitad de esta historia donde sufrí golpes, tortura y
falsas acusaciones fue presenciado por Tomás Zerón, y que la segunda parte
de esta misma historia comenzó cuando ese mismo funcionario ordeno
“Llévenselos”, no me queda mucho más que expresar mi coraje y mi tristeza
porque en ese país al que tanto quiero se sigan manteniendo en el poder a
este tipo de personas, que con una orden o con un manotazo pueden
cambiarte la vida o incluso quitártela, porque contrario a lo que ellos
piensan y a lo que los policías nos dijeron durante el traslado a Veracruz:
“los derechos humanos no están acabados”.
Laurence Maxwell Ilabaca (Moro), desde el insilio en Chile
Agosto/2016

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Lawrence Maxwell reconoce a Tomás Zerón como uno de sus torturadores

  • 1. Asociación ilícita con fines terroristas: Testimonio de Lawrence Maxwell Ilabaca (parte 2) Después de pasar la noche en las instalaciones de SEIDO al día siguiente, un comando armado nos sacó de los “calabozos” de la PGR, nos esposaron de pies y manos, separaron a los hombres de las mujeres, y nos metieron en un furgón de color gris, sin logotipos institucionales. Cuando pregunté a donde nos llevaban, la respuesta fue tajante: “Ya lo verán, no hagan preguntas”, el comando estaba formado por siete efectivos, quienes reiteradamente gritaban “¡Cállense, chingada madre!, “¡Agachen la cabeza, culeros!”. Nos obligaron a meter la cabeza entre las piernas mientras el vehículo estaba en movimiento, yo pensé que nos llevarían a otras instalaciones, para hacer el trámite de ponernos en libertad, quizás pasándonos antes frente a las cámaras de la prensa. Mientras el vehículo continuaba en movimiento uno de los policías nos dijo “Así que andaban de revoltosos, ¿no? y querían quemar la puerta de Palacio Nacional” a lo que alguno de los que íbamos detenidos dijo “No” y completó su negativa diciendo que éramos estudiantes, que habíamos ido a la marcha, pero de forma pacífica. ¿Son estudiantes? ¡Qué van a ser estudiantes ustedes! Basura, eso es lo que son. ¡Bajen la cabeza, hijos de la chingada!, remató otro de los policías, mientras observaba como íbamos saliendo de la ciudad de México. “Así que son un grupo terrorista, y querían matar a un policía, ¿no? Pero ahora sí que se chingaron. De esta no salen. ¿Ustedes creen que tienen derechos humanos?, ¿que eso los va a salvar? Nel, cabrones, con nosotros se acabaron sus derechos humanos, podemos hacer lo que nos de la pinche gana con ustedes. ¿Saben dónde los vamos a llevar? Ya lo van a ver, y se van a arrepentir de andar de guerrilleros” no gritó con un tono de burla y amenaza el mismo policía que nos había cuestionado sobre la puerta de Palacio Nacional. Mientras esto sucedía yo me preguntaba, ¿quiénes eran esos hombre?, ¿a qué institución pertenecían? En ese momento me sentía absolutamente vulnerable, y eso era probablemente lo que esos tipos buscaban, hacernos sentir en carne propia todo el peso del poder absoluto, de la fuerza, de la violencia y de la impunidad con la que podía conducirse. Uno de los agentes al que llamaban “Cuervo” dijo: “estos cabrones me tienen hasta la madre, porque no les aplicamos la ley de fuga, les metemos
  • 2. un balazo aquí mismo y los dejamos a la orilla del camino”, cálmate, le dijo otro, ¿no te dio el “Águila” instrucciones bien precisas? Sí, sí, recordó el “Cuervo” y dijo “hay que obedecer al Águila” ¡Nada más a mí se me posa el Águila, cabrones y clarito él me dijo “Cuervo, a estos culeros nos los chingamos bien chingaos!”. Ya se me había pasado por la mente que ese podía ser mi último viaje, aunque trataba de convencerme a mí mismo que esa posibilidad era totalmente irracional, ilógica, ya nos habían visto en la Procuraduría, ya había hecho mi declaración ante un Ministerio Público, ya había hablado con el cónsul de mi país, desde cualquier punto de vista era imposible que me hicieran desaparecer, pero luego recordé que estaba en México, y que las cosas que tienen que ver con el poder en ese país no siempre están gobernadas por la razón o por la lógica, volví a temblar. En ese furgón me había convertido en lo que Agamben llama nuda vida. La vida desnuda, aquella que ha sido despojada de sus atributos políticos, cuando una persona es convertida en mero cuerpo; el cuerpo de un sujeto al que se le ha negado la connotación ética de humano, que ha quedado absolutamente vulnerable frente al poder. La nuda vida es máquina de trabajo, es alimento para las fábricas, es un migrante a lomos de La Bestia, un ser sin derechos ni dignidad, es aquello a lo que queda reducida la existencia humana al ingresar al campo de concentración. Sólo así se puede comprender la violencia desmedida. ¿Quieren saber dónde los llevamos?, preguntó uno de los hombres armados, “los llevamos a Ayotzinapa cabrones, con sus compañeros los normalistas. Allá los vamos a cortar en trocitos y los vamos a quemar, igual que a esos hijos de su pinche madre. Así hay que tratar a esta escoria, ¿no que muy chingones?, ¿no que muy acá, lanzando explosivos a Palacio Nacional? Ahora se van a ir a la verga, putos”. Llevábamos unas cuatro horas de viaje, la situación se hacía insoportable, las esposas de metal me quemaban la piel de las muñecas, y se me entumecían las piernas. Pensaba en cómo se habrán sentido los estudiantes normalistas secuestrados, cuando los llevaban a encontrarse con su destino esa maldita noche en Iguala. De pronto oí la carrasposa voz de el “Cuervo”, que se dirigía a mi diciéndome: “Oye, tú, el de las greñas, ¿de dónde eres? No levantes la cabeza, cabrón, te pregunte que de dónde eres, no que me mires”, Chileno le dije, “Ah, chingaos, y que carajos andas haciendo con esta bola de pendejos. ¡Chileno! Qué hijo de la chingada, ¿y que tienes que andar haciendo en una marcha, cabrón? ¿Qué tienes que andarte metiendo en asuntos que no te incumben? ¿Eh? ¡Contesta! Oye, Bogart, déjame cambiarte de lugar, quiero conversar con ese cabrón”. No, quédate ahí, carnal, no hagas pendejadas, le dijo su
  • 3. compañero. Pásate para acá, insistió el otro, finalmente se cambiaron de asiento. El sujeto se acomodó mirando hacia atrás, me agarró del cabello, levantándome la cabeza, podía sentir su tufo de aliento que emanaba una mezcla entre alcohol y comida descompuesta, y acercándose a mi cara me dijo “Así que andas de guerrillero, ¿no, cabrón?, ¿te crees el Che o qué? ¡Mírame cuando te hablo! ¡¿Qué chingaos andas haciendo de revoltoso tan lejos de tu país?, sin responderle, comenzó a golpearme en el rostro, con una mano me agarraba el cabello y con la otra, empuñada, me golpeaba en la cara. No contesté nada, me limité a mirar fijamente al tipo, intentando no gesticular, ni transmitir ninguna emoción, salvo desprecio. Me golpeó repetidamente, con saña, e interpretó correctamente mi silencio, como un desafío. “Ya estuvo, Cuervo, párala, dijo otro”, pero al que llamaban “Cuervo” no me quería dejar en paz, sacó su celular y comenzó a grabar con él un video, mientras continuaba golpeándome en la cara con el puño cerrado y me espetó “mándale un saludo a tus compañeros Chilenos, y despídete, porque va a ser la última vez que te van a ver, lo voy a subir al Facebook, para que vean lo que le hacemos a los malditos extranjeros metiches como tú”. Un año después comprendí que ese video era para mostrárselo “Al Águila”, para que viera que su orden había sido cumplida cabalmente, para que viera como el insolente extranjero había sido escarmentado. Con la cara deforme y enrojecida pude ver que llegábamos al CEFERESO Oriente, antes de que se detuviera el vehículo se encargaron de dejarnos bien en claro que tenían nuestras direcciones, y que si algún día salíamos vivos de la cárcel, cosa que dudaban (porque varias veces nos lo dijeron en el camino), nos irían a buscar, para acabar con los pendientes. “Aquí van a aprender lo que es bueno, hijos de la verga, les van a dar tacos de longaniza. ¿Les gustan? Seguro que a estos putitos les van a gustar los tacos de chorizo” decían entre ellos y se reían como si esa expresión fuera graciosa. A pesar de todo lo qué pasó, yo insisto posición de aquella noche: era importante estar en esa marcha, era un deber ético, sin embargo, con nuestro encarcelamiento quisieron mandar un mensaje a la sociedad mexicana y a los extranjeros que estaban saliendo a la calle: “Nosotros tenemos el poder y hacemos lo que se nos da la gana”. La lección que nos quiso dar Zerón y sus superiores, al hacernos sentir absolutamente vulnerables, sometido a un poder caprichoso, irresponsable, es que para ellos la ley no existe, o que ellos están por encima
  • 4. de la ley. Se han acostumbrado al uso de la violencia de Estado, a sembrar el terror, a hacer montajes, y quedar impunes. El funcionario que nos golpeó hasta el cansancio en el traslado de Ciudad de México a Veracruz, nos dijo, con plena conciencia de lo que eso significaba: “Con nosotros se acabaron sus derechos humanos”. Y tenía toda la razón, era como si hubiese estudiado la filosofía de Agamben o de Foucault. Esa es la esencia del estado de excepción. Aunque lo que más preocupa es que esta práctica de tortura física y psicológica, de amenazas, insultos, intimidación y acusaciones falsas esté siendo implementada en la PGR no sólo contra nosotros –los que fuimos detenidos ese 20 de noviembre- sino contra miles de mexicanos y mexicanas que por mala fortuna han caído en las redes de la corrupción, la violencia y la impunidad de esa institución. Y pensar que la mitad de esta historia donde sufrí golpes, tortura y falsas acusaciones fue presenciado por Tomás Zerón, y que la segunda parte de esta misma historia comenzó cuando ese mismo funcionario ordeno “Llévenselos”, no me queda mucho más que expresar mi coraje y mi tristeza porque en ese país al que tanto quiero se sigan manteniendo en el poder a este tipo de personas, que con una orden o con un manotazo pueden cambiarte la vida o incluso quitártela, porque contrario a lo que ellos piensan y a lo que los policías nos dijeron durante el traslado a Veracruz: “los derechos humanos no están acabados”. Laurence Maxwell Ilabaca (Moro), desde el insilio en Chile Agosto/2016