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El Mundo de La Arqueologia - C W Ceram

Arqueólogo

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Las maravillas de la tumba de Tutankamen, la Torre de Babel, los templos de

los mayas, los mármoles del Partenón así como los grandes legados del arte
antiguo y de la historia nos son familiares y los aceptamos como parte de
nuestra vida cotidiana, pero nos es difícil recordar quienes han hecho y
revelado estas aportaciones a la Humanidad. En este libro, C. W. Ceram, el
famoso autor de Dioses, tumbas y sabios y de El misterio de los Hititas, ha
hecho una selección antológica entre las páginas de los arqueólogos más
ilustres. En ellas se refleja el drama y la fascinación del momento del hallazgo
nuevo. Pero la historia de la arqueología incluye no solo a los excavadores
sino también a los investigadores y científicos cuyas interpretaciones lanzan
nuevas luces sobre objetos y restos del mundo antiguo para emplazarlos con
mayor corrección en el lugar que les corresponde en el complejo devenir de la
Historia. Por ello, con la ayuda de los nuevos inventos de la técnica moderna,
cada vez es mayor la exactitud en las apreciaciones del pasado. Guiados por
Ceram, a través de curiosos escritos e increíbles escenas, asistimos al
incomparable espectáculo que ofrece la exploración de los misterios de
nuestro pasado.

Página 2
C. W. Ceram

El mundo de la arqueología
ePub r1.0
Titivillus 23.04.2024

Página 3
Título original: The World of Archaeology
C. W. Ceram, 1966
Traducción: Luis Pérez González

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
PRÓLOGO

«La arqueología es al mismo tiempo una


ciencia y un arte».

Encyclopaedia Britannica 1950

ESTA DEFINICIÓN, COMO TODAS LAS DEFINICIONES ENCICLOPÉDICAS, resulta


incompleta. La arqueología además de ser una ciencia y un arte es una
aventura, una aventura espiritual y física. No solo en el siglo XIX, período
«clásico» de grandes descubrimientos arqueológicos, sino también hoy, en
pleno siglo XX, el arqueólogo tiene que vencer fuerzas físicas representadas
por la jungla y el desierto, por medios oficiales de visión estrecha y por
obstáculos de muy diversa índole. Por ello, la primera parte de nuestro libro
se ocupa intencionadamente de los modernos robos cometidos en las ruinas
arqueológicas y de la lucha que sostienen los arqueólogos para proteger esos
monumentos.
Aunque los relatos que hacen los arqueólogos de este tipo de aventuras,
siempre asociadas a sus serias investigaciones científicas, son muy sugestivos
puede asegurarse que es en realidad mucho mayor el poder de sugestión de las
aventuras espirituales que puede experimentar el investigador en la
tranquilidad de su estudio (tenemos un ejemplo en Champollion al descifrar la
escritura jeroglífica).
En esta antología, hallaremos ejemplos de estos tipos de aventura. El libro
no está concebido como una novela destinada a ser leída desde el principio
hasta el fin en una sola sesión. El propósito de toda antología es proporcionar
una descripción lo más completa posible de un paisaje espiritual. Pero solo el
geómetra mide sistemáticamente el paisaje mientras que el observador curioso
elige los lugares que le resultan interesantes para una breve estancia.

Página 5
La elección es puramente subjetiva. ¿Cómo podría ser de otro modo
siendo tan extenso el material sobre este tema? El principio elemental
implícito ha sido el de escoger lo que resultara «interesante» pero
presentándolo en dosis que posteriormente se combinasen para exponer toda
la imagen del descubrimiento arqueológico. No sería oportuno atenerse a
consideraciones estrictamente literarias. Muchos investigadores han resultado
narradores muy mediocres de sus hallazgos. Sin embargo, se han incluido dos
o tres de estos relatos mal escritos debido a la importancia del material. Hubo
que omitir bastantes cosas expuestas de una forma rigurosamente científica y,
en su mayor parte, incomprensible para el profano. Pero también se han
«desenterrado» algunas que estuvieron perdidas para el investigador durante
muchos años.
En esta obra se incluyen solo los escritos auténticos de los arqueólogos.
En su elaboración se ha aplicado rigurosamente un principio básico
arqueológico: no modificar nada. Se hace referencia a todas las omisiones. La
ortografía, notablemente variable, de los nombres creó bastantes problemas.
Pero también en este caso se ha conservado, en la medida de lo posible, la
ortografía original de los nombres y todas las variantes de estos se han
incorporado al índice en donde se reflejan las que están generalizadas en la
actualidad.
Para poner de relieve todo el alcance de la investigación arqueológica, sin
exclusión de sus errores, se incluyen algunas conclusiones totalmente
abstrusas y sin sentido (tales como el fantástico análisis sobre el significado
de las pirámides efectuado por Smyth o la no menos fantástica interpretación
de la escritura jeroglífica debida a Kircher) que revelan, con mayor exactitud
que cualquier descripción, la larga serie de direcciones equívocas y de
desviaciones que ha tenido que seguir la investigación científica antes de
encontrar una solución aceptable.
Por ello, en los capítulos de la introducción se han insertado también
algunos artículos destinados a poner de manifiesto los problemas secundarios
de la arqueología (tales como el ejemplar acuerdo sobre excavaciones de
Olimpia, las experiencias vividas por los arqueólogos en los trabajos de
reconstrucción, los falsificadores y los tratantes de antigüedades).
Nuestro libro cubre el período que se extiende desde las primeras
excavaciones hasta nuestros días en que el excavador se encuentra con que su
trabajo de azada se ha visto suavizado y mejorado por los complicados
avances técnicos. Geográficamente, nos hemos limitado a Europa, Norte de

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África, Cercano Oriente y ambas Américas. Por no encajar en el ámbito de
este libro, hemos prescindido de los hallazgos prehistóricos.
En primer lugar, desearía expresar mi reconocimiento a Walter Neurath,
de Thames and Hudson, y a su equipo. Particularmente quiero dar las gracias
a la doctora Arme G. Ward que escribió las notas bibliográficas de
inestimable valor y exactitud y que llevó a cabo su delicadísima tarea de una
forma realmente ejemplar.

C. W. CERAM

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PRIMERA PARTE

Introducción

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El arqueólogo ideal

CHARLES LEONARD WOOLLEY

El primer trabajo del arqueólogo de campo consiste en reunir y ordenar


materiales que no siempre llegan a sus manos en su auténtico estado
originario. En ningún caso podrá decir él la última palabra y, por esta razón,
la publicación de sus materiales debe estar minuciosamente detallada con el
objeto de que sus lectores no tengan que limitarse exclusivamente a una
aceptación de sus puntos de vista sino que puedan también obtener nuevas
conclusiones y nuevos indicios reveladores. ¿No debería entonces detenerse
aquí? Tal vez haya que insistir en que un investigador, admirablemente
dotado para observar y recoger detalles, puede no poseer la capacidad de
síntesis y de interpretación, el espíritu creador y el don literario capaz de
convertirle en un historiador. Pero ningún testimonio puede ser exhaustivo.
Mientras progresa su trabajo en el terreno, el excavador está constantemente
sometido a impresiones demasiado subjetivas y demasiado intangibles para
ser comunicadas y de las cuales, por un proceso que no es necesariamente
lógico, surgen teorías que él puede afirmar y quizá defender, pero no
demostrar. Su veracidad dependerá, en último extremo, del grado de
preparación profesional que posea aunque, en todo caso, poseen sin duda
alguna un valor empírico que ningún estudiante podrá conseguir con sus
apuntes y sus textos. Admitiendo que el excavador conozca su trabajo, las
conclusiones que saque de su propia labor tendrán que ser de peso puesto que,
en su momento determinado, se verá obligado a exponerlas. Si estas resultan
claramente erróneas, sus observaciones serán también sospechosas. Entre la
arqueología y la historia no existe una frontera definida y el excavador que
mejor observa y registra sus descubrimientos es precisamente aquel que ve en
ellos un material histórico y reconoce justamente su valor. Si no posee la
capacidad de síntesis e interpretación, se ha equivocado de profesión.
Evidentemente, puede carecer de dotes literarias y, por ello, la presentación
formal al público de los resultados de su labor puede ser realizada más
eficazmente por otras personas.

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Planta de Cnosos tras las últimas excavaciones

Pero es el arqueólogo de campo quien, directa o indirectamente, ha abierto


para el lector común nuevos capítulos de la historia del hombre civilizado. Y
al arrancar de la tierra estos documentos, esas reliquias del pasado cuya
contemplación aviva la imaginación de los hombres, convierte en real y
moderno lo que de otro modo parecería una remota leyenda.

Digging up the Past, 1954

Página 10
Cómo comprar antigüedades

CHARLES LEONARD WOOLLEY

Antes de que el arqueólogo moderno toque la tierra can su azada, todos


sus posibles hallazgos están cuidadosamente adjudicados por un tratado. La
piratería de las antigüedades se ha reducido al mínimo gracias a una eficaz
legislación. Pero por previsores que sean los legisladores, la naturaleza
humana y el valor de las reliquias antiguas inducen siempre a la infracción
de las leyes más rigurosas.

En el terreno de las antigüedades, la ruindad no se ha circunscrito


exclusivamente a los que comercian con este tipo de objetos.
Me encontraba en Nápoles en compañía de un amigo inglés que había
permanecido toda su vida en esta ciudad, cuando cierto día vino a verme un
fontanero que tenía una modesta casa y un pequeño negocio en un lugar
llamado Pozzuoli, situado en las afueras, asegurándome que se había enterado
de mi llegada y quería confiarme algo del mayor interés. Se hallaba
trabajando en los cimientos de su casa con el objeto de realizar unas obras de
ampliación, cuando tropezó con varios bloques de mármol, algunos de los
cuales estaban cubiertos de inscripciones y uno de ellos con figuras grabadas.
Se los había enseñado al sacerdote de la parroquia y este le había dicho que, a
su juicio, aquellos objetos eran de interés e importancia. Quería saber si yo
podía ir a verlos para comprar alguno de ellos que considerara necesario.
Fui a verlos. Entre varias inscripciones había una losa de mármol muy
grande, que medía aproximadamente seis pies o más de alto por casi cinco de
ancho, con un grupo de figuras grabadas de tamaño natural, una en alto
relieve y dos en bajo relieve. La de alto relieve representaba claramente a un
miembro de la familia del emperador Augusto y las otras a dos soldados.
Me di cuenta de que se trataba de un fragmento perteneciente a un
monumento de importancia y belleza extraordinarias.
«¡Esto sí que es extraordinario de verdad!», dije. «Vale mucho dinero
pero no puedo comprarlo». El individuo preguntó cuál era la razón de esa
imposibilidad. «En primer lugar, porque no podría sacarlo del país y, en

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segundo lugar, porque no he traído dinero suficiente para pagar algo
semejante», le respondí.
«Bien, ¿qué debo hacer entonces?», me preguntó de nuevo. «Solamente
una cosa», le expliqué. «Nadie puede sacar clandestinamente de Italia un
objeto de ese tamaño y si lo intenta tendrá serios problemas. Vaya al Museo
Nacional de Nápoles y de parte de su hallazgo. Enviarán a un experto, se
llevarán los objetos, los tasarán y le pagarán a usted tres cuartas partes de la
suma. Se quedarán una cuarta parte para el Gobierno pero usted conseguirá
una buena cantidad de dinero. Esto es lo mejor que puede hacer».
Aquella solución no le gustó. Se negaba rotundamente a que el Gobierno
interviniera pero al final pensó que tal vez lo más acertado era seguir mis
recomendaciones. Registró su hallazgo.
La segunda autoridad del museo, que era inspector de antigüedades, se
acercó a la casa. Vio los objetos y dijo: «Cuánto ruido están haciendo por
nada. A nosotros nos interesan estas inscripciones pero no tienen ningún valor
comercial. De modo que me las voy a llevar sin pagar nada por ellas».
«¿Qué pasa con las tallas?», preguntó el fontanero.
«¡Eso!», exclamó. «¡Dios me valga! No es más que un escombro. No vale
absolutamente nada. Si alguien le da cinco libras ya puede considerarse
afortunado. No la quiero, se la dejo en sus manos. ¡Al museo no le interesa
una cosa semejante!». Y se marchó con las inscripciones.
El fontanero vino a verme unos días después y me contó la historia. «Me
he llevado una gran decepción», se lamentó. «Pensaba que iba a conseguir
bastante dinero y no me van a dar nada en absoluto».
«Vaya», dije. «No consigo entenderlo. Es un objeto muy valioso».
Él se explicó: «Bueno yo tampoco lo comprendo pero ayer vino a verme
un individuo» (me hizo una descripción del mismo y me dijo su nombre).
«Me ofreció diez libras. ¿Debo aceptarlas?».
Le dije que no e hice algunas averiguaciones. Resultó ser un tratante de
antigüedades que era cuñado del inspector. Todo el asunto no era más que un
engaño. Por tanto, fui a ver nuevamente al fontanero y le expliqué lo que
establecía la ley. Le dije: «Si no lo quieren, deberían concederle un permiso
de exportación. Ya le he dicho que no puedo pagarle el valor del objeto y
debe recordar que si lo vende a un extranjero, un tercio de la suma le
corresponde al Gobierno en concepto de impuestos. Yo solo puedo pagarle
sesenta libras pero usted tiene que decirles que lo ha vendido por cien. Yo les
pagaré a ellos treinta y tres libras. Ese es todo el dinero de que dispongo. No

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corresponde al valor del objeto pero si está dispuesto a vendérmelo en estas
condiciones y si consigue el permiso de exportación, me lo quedo».
Agradeció mi amabilidad y dijo que lo haría encantado. Volvió, pues, al
museo, vio al inspector de antigüedades y le dijo: «Respecto a la piedra que
usted no quiere ¿me va a dar un permiso para exportarla?».
El inspector respondió: «¡Campesinos ignorantes! ¡Necios! Porque viene
un hombre y os ofrece una libra más que otro y os dice que quiere exportarlo,
creéis que vais a salir ganando. Pero no es así realmente porque tenéis que
pagar un tercio al Gobierno. Me figuro que alguien le habrá ofrecido quince
libras. Pues bien, de esa cantidad solo diez libras serán para usted».
«Oh, no», dijo el fontanero. «Soy yo el que le va a pagar a usted treinta y
tres libras».
«¿Qué?», preguntó el inspector.
«Que le voy a pagar treinta y tres libras, un tercio del valor de la cosa»,
repitió.
El inspector le explicó: «Entienda bien esto. No le voy a dar la
autorización para exportarlo. El museo no se quedará con su escultura. Se la
va a quedar usted y está valorada en cuatro mil libras. La incluiré en la lista de
monumentos nacionales. Se hará responsable ante el Gobierno por custodiar
un objeto de cuatro mil libras. Si algo le sucede, usted será el responsable».
El pobre hombre volvió a mí con lágrimas en los ojos. «Usted me ha
arruinado», me dijo. Y me explicó toda la historia.
La conversación se desarrolló en presencia de mi amigo que escuchaba
atentamente. Este intervino: «Bien, creo que debemos actuar con energía».
«Desde luego. Hay que hacer algo», le aclaré. «El inspector es un
auténtico bribón. Debemos escarmentarle».
«Estoy conforme si me das plena beligerancia», señaló mi amigo. «¿De
acuerdo?». A lo cual accedí.
Entonces el partido gobernante tenía en el Parlamento italiano una
mayoría de uno. Inesperadamente, el Primer Ministro recibió una carta de
Nápoles, firmada por un ciudadano bien conocido de la ciudad, en la que se
pedía que el Gobierno nombrase una Comisión Real para excluir de la lista de
monumentos nacionales cierta escultura romana que había sido incluida por el
inspector local de antigüedades, lo que le confería un carácter de cosa
inamovible. La comisión tenía que eliminarla de la lista y dar autorización al
campesino propietario para exportarla. En caso contrario y como resultado de
la repentina e inesperada dimisión de tres miembros del Parlamento de
Nápoles (todos los cuales apoyaban al Gobierno), serían elegidos los

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miembros de la oposición y caería el Gabinete. Lo cierto fue que nosotros
conseguimos que aquella sociedad secreta llamada Camorra nos respaldase.
Camorra demostró su eficacia.
A los tres días, llegaba una Comisión Real y modificaba a toda prisa la
lista de monumentos nacionales del sur de Italia concediendo la autorización
para que fuese exportada la piedra de Pozzuoli. Pudo salir del país y ahora se
encuentra en Filadelfia (en aquel tiempo yo trabajaba para Filadelfia).
Ninguno de los actuales visitantes del museo puede imaginar el drama que
hubo entre bastidores. En realidad, los mismos italianos no supieron lo que
había sucedido.
Un mes más tarde, aproximadamente, entré en el despacho del inspector
de antigüedades. En su mesa había un ejemplar del último número de la
publicación oficial dedicada a los hallazgos arqueológicos nacionales. Incluía
una amplia fotografía de este extraordinario monumento de la época de
Augusto. Cuando el inspector penetró en la sala (estaba fuera cuando yo
entré) dije: «Oh, doctor Gabrici, ¡qué cosa tan espléndida! Iré a verla. ¿Sigue
abajo en la galería?».
«No», respondió.
«¿Continúa aún en uno de los almacenes?». «No», dijo.
«¿Dónde está?». «Ha sido exportada», respondió.
«¡Cómo, doctor Gabrici, no es posible que haya dejado salir una cosa así!
¡Es un monumento nacional! ¡Es un tesoro! ¿Qué es lo que le indujo a dar la
autorización para que lo sacaran del país?».
Nos miramos unos instantes y él no supo qué responderme. No sabía que
yo era el responsable y yo no estaba dispuesto a decírselo. Pero nunca me
explicó por qué se había exportado la escultura, circunstancia de la que él era
completamente responsable.

As I Seem to Remember, 1962

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Cómo robar antigüedades

CARLO MAURILIO LERICI

En una conferencia celebrada en 1958 en el Club Rotario de Roma, un


orador llamó la atención sobre el trabajo emprendido por la Politécnica de
Milán, que comprendía la aplicación de métodos geofísicos a la investigación
arqueológica. Tras hablar de los resultados alcanzados con estos métodos al
explorar una necrópolis en la zona de Cerveteri, no supo defender sus puntos
de vista sobre los hechos que los expertos de la Politécnica habían observado
(hechos que arrojan luz sobre las actividades de excavación ilegal y
destructiva realizadas en aquella misma zona paralelamente al trabajo legal
desplegado por el Estado y organismos autorizados). Entonces, una eminente
personalidad universitaria aprovechó la oportunidad para hacer una sentida
apología de la labor realizada por los ladrones de tumbas. Utilizó, al parecer,
argumentos paradójicos que no carecían de una base cierta y que afirmaban
que estos individuos impulsaban realmente la causa de la cultura porque,
gracias a ellos exclusivamente, miles de coleccionistas e investigadores
habían podido incorporar a sus colecciones particulares o a los museos estos
testimonios de nuestras civilizaciones antiguas. Todos saben que
verdaderamente, de no ser así, nadie conocería esas joyas artísticas, que
seguirían enterradas o guardadas en los archivos de los museos italianos,
realmente sobrecargados de material condenado a permanecer oculto,
disperso o destinado a unos fines distintos a aquel para el que fueron creados.
A este argumento, que pretende justificar las excavaciones clandestinas
desde un cierto punto de vista moral, podemos añadir otro basado en
consideraciones materiales.
En su mayor parte, los ladrones de tumbas proceden del sector obrero
sometido a paro forzoso o que no consiguen con su trabajo ingresos
suficientes. Y se puede afirmar que es la necesidad de ganar dinero lo que les
impulsa a intentar esa empresa. Esta hipótesis está confirmada además por el
hecho de que durante las temporadas de trabajo agrícola, que requieren la
máxima utilización de la mano de obra auxiliar, la búsqueda arqueológica
clandestina se reduce al mínimo, mientras que alcanza su punto álgido en los
períodos de mayor desempleo. No cabe duda, pues, de que en muchos casos

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existen motivos de necesidad entre la gente sin medios de subsistencia
(motivos que pueden explicar, cuando no justificar, el fenómeno).
Es cierto que la ley concede a los representantes del Departamento de
Antigüedades facultades para ofrecer recompensas a los descubridores de
material arqueológico. Es igualmente cierto que esta recompensa, aunque
modesta, supera al dinero que los ladrones de tumbas pueden recibir de sus
compradores. Pero por lo menos estos pagan inmediatamente, mientras que
los sistemas de pago del Estado adolecen de múltiples defectos. Esto lo saben
bien los pocos que se han acogido a la ley, declarando y entregando valiosos
objetos tales como colecciones de monedas, bronces o cerámicas y que, años
después, siguen esperando aún la entrega de la recompensa.

Un primer ensayo de estimación del daño causado

Consideremos ahora algunos hechos concretos que han tenido lugar


recientemente.
La referencia a los casos que se han producido en los territorios del Lazio
no debe inducimos a suponer que la búsqueda ilegal es excepcionalmente
prolífica en aquellas áreas. Debería recordarse que hasta la fecha la
Politécnica de Milán solo ha sido capaz de realizar libremente sus
excavaciones en los territorios sujetos al Departamento de Antigüedades del
sur de Etruria que, desde el principio, ha facilitado y estimulado la aplicación
de los métodos geofísicos. Numerosas informaciones que nos han llegado de
todas las partes de Italia indican que, en muchas zonas arqueológicas, el
equipo de la Politécnica de Milán podría haber realizado descubrimientos
mucho más importantes que los que hasta ahora se han conseguido. Pero,
desgraciadamente, debe decirse que los representantes locales del
Departamento de Antigüedades no han recibido siempre favorablemente la
intervención de la Escuela Politécnica.
En 1957 un equipo de expertos de la Politécnica de Milán, con el
propósito de hacer, ante el representante del Departamento de Antigüedades
del sur de Etruria, una demostración práctica de los nuevos métodos de
investigación arqueológica basados en el aparato geofísico, emprendió una
campaña en el área del Monte Abbatone. Esta zona, les fue asignada por el
representante y dentro de ella se encuentran, como todos sabemos, una de las
grandes necrópolis etruscas de Cerveteri.

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Vista de la necrópolis de Cerveteri y del interior de una de sus cámaras, la llamada
Tumba de los Estucos. La relativa facilidad de su localización y su riqueza
arqueológica han sido siempre un estímulo para los excavadores clandestinos

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Fue en esta campaña, que tuvo lugar durante la primera mitad de 1957,
cuando se identificaron varios centenares de cámaras funerarias, la mayor
parte de las cuales, a pesar de haber sido saqueadas en un período muy
anterior, contenían aún material arqueológico despreciado por los
excavadores que les habían precedido y que se llevaron solamente objetos
preciosos tales como joyas y bronces. Cuando se tuvo que preparar un plano
topográfico que mostrara los lugares localizados y explorados, se consideró
oportuno incluir también en el primer sector ya examinado y que comprendía
cerca del veinte por ciento del área total de la necrópolis, los yacimientos que
habían sido abiertos en los últimos años por los excavadores clandestinos.
Estos eran fácilmente reconocibles porque las entradas a las cámaras estaban
todavía abiertas y los numerosos fragmentos de cerámica, allí abandonados
revelaban, sin la menor sombra de duda, la fecha reciente de muchos de los
desperfectos. De este modo, fue posible preparar por primera vez un
documento de excepcional interés que permitía precisar la extensión de la
actividad arqueológica clandestina llevada a cabo durante el período posterior
a la última guerra (es decir, a lo lago de un período que oscila entre diez y
quince años…).

Plano de las primeras cien tumbas identificadas en la necrópolis de M. Abbatone


(círculos en negro). También están indicadas las tumbas halladas abiertas en fecha
reciente en la extensa zona de los saqueadores clandestinos (círculos en blanco).

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Evidentemente, los yacimientos en cuestión eran los más fáciles de
reconocer incluso para el observador superficial, orientándose por la
vegetación y por la forma característica del terreno que recubre la parte
superior de las tumbas originales o concentrándose sobre los yacimientos tan
cercanos a la superficie que pueden ser descubiertos fácilmente con un
punzón de hierro, que al introducirse en el subsuelo, permite sondear los
pasadizos de entrada o los surcos circundantes.
El desarrollo de la campaña realizada durante los años 1957, 1958 y 1959
condujo a la identificación de más de quinientas cincuenta cámaras funerarias
y, al mismo tiempo, fue fácil de constatar el hecho de que la proporción de
tumbas saqueadas en los últimos años, según se ilustra en la figura,
permanece constante en toda el área de esta importante necrópolis. Por ello,
es razonable suponer que las tumbas que han sido «saqueadas» en esta zona
desde que terminó la guerra, alcanzan una cifra que oscila entre trescientas
cuarenta y cuatrocientas y que el botín conseguido es casi tan importante
como los hallazgos realizados por el Departamento de Antigüedades en las
tumbas descubiertas por el equipo de la Politécnica de Milán. Teniendo en
cuenta que esta tiene en su haber más de 5.500 piezas rescatadas por el propio
Departamento de Antigüedades con un valor total de doce millones de liras,
cabe presumir que el material ilegalmente recuperado puede estimarse en una
cifra mucho mayor. Pero esta hipótesis, deducida de hechos concretos como
los aquí citados da una idea no solo del daño causado en este caso particular
(una zona arqueológica notablemente pobre) sino también del causado en las
restantes zonas de Italia en donde el fenómeno se repite con las mismas
causas y efectos. El ejemplo de la necrópolis de Monte Abbatone no es muy
frecuente en todos los lugares de Italia donde existen necrópolis antiguas —
una reserva inagotable de material arqueológico que impulsó a Ceram, el
conocido autor de «Dioses, tumbas y sabios» a decir que en el subsuelo de
Italia existe un inmenso y auténtico Louvre.
En las sucesivas campañas que se realizaron en las zonas arqueológicas
por la Politécnica de Milán se repitieron siempre las mismas observaciones,
hasta tal punto que prácticamente pudo afirmarse que, para la tarea preliminar
de fijar los límites de las necrópolis destinadas a ser exploradas por medios
geofísicos, el testimonio de los signos externos de profanación, todavía
visibles en el lugar, es más útil que el examen de zonas aisladas efectuado por
reconocimientos aéreos. Lo cierto es que los ladrones de tumbas de todos los
tiempos dejaron su marca en esas zonas y, en algunos casos, como en la gran

Página 19
necrópolis de Monterozzi en Tarquinia, han llegado hasta el extremo de
grabar la fecha de su visita.
En este último sector, todos los yacimientos han sido profanados sin
discriminación por espacio de siglos y suelen ser frecuentes las huellas de
violaciones repetidas en diferentes períodos. Si a pesar de ello el equipo de la
Politécnica continuó aquí sus investigaciones fue porque, como es bien
sabido, en esta necrópolis existen grupos de estatuillas coloreadas que se
conservan bastante bien. Veremos, no obstante, cómo el trabajo de los
saqueadores ha contribuido a su deterioro y con frecuencia a su destrucción.
Otro yacimiento de la zona de Cerveteri al que el equipo de expertos de la
Politécnica de Milán había propuesto extender sus actividades, después de
haber determinado el alcance de los recientes estragos producidos por los
ladrones de tumbas. De este modo, en el curso de dos semanas exactamente,
el equipo logró aislar alrededor de cuarenta tallas, entre las cuales había una
cuyo estado original permanecía intacto y que era de excepcional interés.
Desgraciadamente, como necesitaba una autorización formal del propietario,
el equipo se vio obligado a interrumpir sus trabajos y, como era natural, esta
interrupción benefició considerablemente a los ladrones, quienes a estas
alturas habrán ya saqueado muchos de los yacimientos de aquel sector.
No se trata de un caso aislado. En algunas zonas de la provincia de
Grosseto, notoriamente plagada de buscadores clandestinos de tesoros, el
equipo de la Politécnica no recibió siquiera la autorización del representante
local del Departamento de Antigüedades para efectuar un reconocimiento y se
vio obligado a abandonar sus trabajos. Increíble pero cierto.
En las proximidades de Viterbo, la pequeña zona del cementerio,
representa otro de los ejemplos tan frecuentes en las zonas arqueológicas de
Italia. Para reflejar todos estos casos necesitaríamos un atlas completo. Se
trata también aquí de operaciones recientes, llevadas a cabo probablemente en
los años 1959-60, y los innumerables fragmentos que se aprecian aún
testifican sin lugar a dudas la clase y variedad de los objetos que fueron
sustraídos.
Pero podemos añadir nuevas pruebas que ponen de relieve lo que puede
considerarse como el aspecto más serio y alarmante del fenómeno de la
búsqueda clandestina.

Página 20
Los trabajos de la Fundación Lerici esta vez se vieron recompensados. Las bellas
cerámicas etruscas figuran ahora en un museo, escapando así del escandaloso
negocio de antigüedades.

Estos «excavadores por cuenta propia», cuyas ventajas para la arqueología


hemos analizado con la mayor brevedad exponiendo al mismo tiempo las

Página 21
circunstancias atenuantes que constituyen en parte una justificación de sus
actividades, demuestran no tener noción del valor del material extraído ni de
las precauciones que deberían tomarse para evitar su deterioro o su
destrucción. Los arqueólogos y especialistas saben por propia experiencia
todo lo que esto significa y no ignoran que casi todos los yacimientos
arqueológicos, particularmente los cementerios, templos o santuarios (estos
últimos son los que contienen el material más valioso desde el punto de vista
comercial) conservan huellas evidentes de las violaciones de que han sido
objeto y acusan las consecuencias del torpe y precipitado trabajo de los
saqueadores. Pero no es necesario que nos remontemos a un pasado remoto.
Nos limitaremos a analizar lo que ocurre hoy o sucedió ayer, ilustrando
nuestro análisis con los planos de algunos yacimientos. Algunos fragmentos
de una colección de objetos que mostraban desperfectos recientes y que fue
puesta a disposición del Departamento de Antigüedades, han vuelto a ser
reunidos como se refleja en las láminas, que prueban cómo se han desdeñado
y dispersado piezas de gran valor a consecuencia de la precipitación. Aunque
al ser reunidas, algunas de estas piezas permitieron solamente la
reconstrucción de la cuarta o quinta parte del original, el gasto de la
restauración se ha considerado plenamente justificado. Pero es fácil imaginar
el valor, mucho más considerable, que habrían tenido ciertas piezas como las
de las láminas, que se han reconstruido parcialmente con los escasos
fragmentos descubiertos en sus yacimientos respectivos, que habían sufrido
las consecuencias de los saqueos.
Pero uno de los motivos de censura, todavía más alarmante, nos lo ofrecen
algunas tumbas pintadas que habían sido ya descubiertas en los años 1959-60
en la necrópolis de Monterozzi, como puede verse en las láminas.

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Página 23
Estructura de las tumbas etruscas del tipo más corriente en la necrópolis de M.
Abbatone

Estas tumbas que están completamente decoradas con frescos y que, como
todas las demás en esta zona, han sido despojadas de sus objetos
transportables, delatan por el sonido de las paredes la inmediata proximidad
de una nueva cámara funeraria. Los excavadores no vacilaron en demoler con
sus picos paredes enteras pintadas al fresco, según revelan las huellas aún
visibles. Solo quedan algunos vestigios, pero estos son suficientes para
apreciar la forma en que los frescos fueron ejecutados. Este es un ejemplo que
debería hacernos reflexionar, tanto más cuanto que no se trata de un acto de
barbarie realizado hace siglos sino que ha tenido lugar en los últimos años y
que, por desgracia, se ha repetido con notable frecuencia.
Es bien sabido que en las cámaras sepulcrales antiguas, que contenían
enseres domésticos y ropas, incluso en los rarísimos ejemplos de tumbas que
no han sido profanadas, es muy extraño encontrar piezas intactas. Los
temblores de tierra y los terremotos, que se han producido con cierta
frecuencia durante siglos en todas las zonas mediterráneas de importancia
histórica, han causado desperfectos en las colecciones de cerámicas o de
trabajos de escayola, dejando intactas únicamente en la mayoría de los casos,
los objetos de tamaño más reducido. Como los excavadores clandestinos
roban todo cuanto hallan, incluso los fragmentos, debido a su absoluta
ignorancia sobre el valor de los objetos y de las condiciones en que realizan
su trabajo, casi siempre durante la noche, la selección resulta difícil. Por otra
parte y como consecuencia de su ignorancia, no suelen adoptar las
precauciones necesarias para conservar las piezas más sensibles a los cambios
de temperatura o de la humedad atmosférica. Así, puede suceder que gran
parte de los objetos que se llevan quede necesariamente destruida. Si,
basándonos en los hechos constatados durante las campañas realizadas por la
Politécnica de Milán, tuviéramos que valorar los daños producidos por los
ladrones de tumbas a causa de los torpes métodos de excavación y
conservación utilizados, creemos que no nos equivocaríamos mucho al
afirmar que la mitad del material arqueológico que pasa por sus manos se
pierde irremediablemente.
Pero además del perjuicio que experimenta el patrimonio nacional como
consecuencia del material descubierto y vendido o exportado ilegalmente, es
necesario tener en cuenta el daño, no menos grave, que estos vándalos
ignorantes causan a la arqueología.
Si bien es cierto que el material que se vende o exporta ilegalmente no

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puede considerarse perdido para el legado cultural de los hombres civilizados,
no es menos cierto que el destruido por negligencia o ignorancia, puede por sí
mismo darnos una medida del inmenso daño que los excavadores clandestinos
producen continuamente en todas las zonas arqueológicas del mundo antiguo.
Y no cabe la menor duda de que ante esta triste realidad, parecen perder
importancia las destrucciones realizadas por los bárbaros, los saqueos
históricos que caracterizaron a las grandes invasiones, en el período de
decadencia del Imperio, en la Edad Media y en el curso de los
acontecimientos revolucionarios y bélicos de los siglos XIX y XX. Porque el
vandalismo, que destruye la herencia arqueológica oculta en el subsuelo de la
nación, es un problema cotidiano en los miles y miles de lugares que
conservan estos testimonios de treinta siglos de historia.
¿Cómo puede remediarse esto?
La ley establece que lo que se descubre en el subsuelo es propiedad del
Estado y concede a los representantes del Departamento de Antigüedades
autoridad para recompensar al propietario del terreno y al descubridor con un
premio que, en conjunto, no debe exceder de la mitad del valor del material
de los objetos descubiertos. El trabajo de los ladrones de tumbas, lo mismo
que el realizado por los propietarios de los terrenos es, por tanto, ilegal y en
consecuencia, como ya hemos dicho, está controlado por los representantes de
la ley. Pero hay que tener también en cuenta que, dada la frecuente repetición
del fenómeno y la imposibilidad material de efectuar una inspección en todas
las zonas arqueológicas, la ley deja las cosas, más o menos como las
encuentra y las excavaciones ilegales siguen produciéndose en todas partes,
con las fluctuaciones apuntadas anteriormente, determinadas por los ciclos de
mayor o menor demanda de mano de obra agrícola o industrial. Es evidente,
por otra parte, que en el mercado de antigüedades se producen también ciertas
fluctuaciones estrechamente vinculadas a las tendencias variables del interés
cultural. Así, por ejemplo, durante diez o veinte años los objetos etruscos han
«estado en alza», gracias al acusado interés de los investigadores. Este interés
se refleja claramente en el auge de las publicaciones, en el éxito enorme
alcanzado por los editoriales de prensa que ilustran los aspectos más típicos
del arte y la civilización etruscas, en las exposiciones de arte presentadas en
las grandes capitales de Europa, en el creciente interés del turismo cultural
extranjero y, finalmente, en los sensacionales descubrimientos llevados a cabo
gracias a la introducción de los nuevos métodos de investigación científica de
la Politécnica de Milán. Todo esto contribuye a destacar la gravedad del
fenómeno que la ley es incapaz de suprimir.

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¿Cuál es el remedio? ¿Tenemos que incrementar la inspección?
Necesitaríamos un ejército de agentes y guardias. Y aunque ello fuera posible,
¿«qui custodet custodes»?
Los contactos con estas reliquias de las civilizaciones antiguas, que a
menudo contienen objetos preciosos y monedas fáciles de ocultar, ejercen un
creciente y poderoso atractivo al que ni siquiera las personas menos
ambiciosas son capaces de resistir. Es como si un virus misterioso penetrase
por sus venas, un virus que logra dar vida a un fragmento del pasado, a una
estatua o a un misterioso documento escrito, resucitando milagrosamente una
época que existió hace decenas de siglos, compendiando todos los
sentimientos humanos en un pequeño ornamento o en algún objeto ritual. Es
preciso vivir por algún tiempo en este extraño mundo para comprender estas
cosas y llegar a apreciar la heroica fuerza de voluntad de los funcionarios del
Departamento de Antigüedades que son capaces de dominar esas tentaciones.
Teniendo en cuenta la inexistencia de un sistema infalible destinado a
conseguir que se respete la legislación que regula esta materia, debemos
plantearnos de nuevo este problema. ¿Cuál es el remedio? ¿Es necesario
modificar la ley? ¿Y qué criterio debe adoptarse para ello?
Los hechos que hemos expuesto y aquellos que han servido de tema a
importantes y muy serios estudios periodísticos en los últimos años, nos
llevan a prever, con la mayor claridad y siempre en virtud de la gravedad del
fenómeno, sus posibles soluciones.
Evidentemente, en la legislación relativa a las excavaciones, existen
ciertas imperfecciones de hecho, lo mismo que sucede con los sistemas
utilizados para su interpretación y aplicación. Pero hay que tener en cuenta
además que incluso la ley más perfecta resulta absolutamente ineficaz cuando
los órganos o las personas que tienen a su cargo la responsabilidad de su
aplicación carecen de la capacidad o de la buena voluntad necesarias para
llevar a cabo esta tarea.
Por ello, vemos cómo el Estado, poseedor legal de todo lo que existe en el
subsuelo, es despojado día a día por los excavadores clandestinos y por los
mismos propietarios de los terrenos, debido al hecho de que el Departamento
de Antigüedades carece de los medios adecuados para realizar excavaciones
y, por otra parte, las autoridades no están en situación de impedir que este
pillaje se siga produciendo. Y la situación —hay que tenerlo bien en cuenta—
muestra todos los síntomas de empeorar progresivamente porque en gran
parte de las zonas arqueológicas de Italia se han empezado a aplicar ya
importantes programas de desarrollo o de reforma agraria, con su maquinaria

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de labranza que remueve la tierra hasta una profundidad suficiente como para
dañar y, muy frecuentemente, poner seriamente en peligro nuevos grupos de
tumbas. Verdaderamente, esto viene ocurriendo ya durante más de veinte
años, y es un fenómeno que se ha repetido con frecuencia en todos los lugares
de la costa del mar Tirreno. La primitiva reja de arado del campesino de la
época de Virgilio, que descubrió las reliquias del soldado antiguo enterrado
en su campo (Georg. I, 493), se ve reemplazado por excavadoras capaces de
alcanzar los estratos arqueológicos más profundos. El mundo avanza hoy con
rapidez y el índice de crecimiento demográfico, sin precedentes, obliga a los
hombres a utilizar cada franja de terreno. Las necrópolis y las zonas
arqueológicas que producen material de excavación en un país como Italia
ocupan miles de kilómetros cuadrados y están en gran parte condenados a
desaparecer, barridas por las crecientes exigencias de la civilización moderna.
Los grandes centros urbanos ofrecen un claro ejemplo de este hecho,
extendiéndose por áreas arqueológicas cuya importancia tiende a ocultarse o a
disminuirse en interés de los constructores. No podemos abrigar aquí
ilusiones: la tarea de buscar materiales enterrados de valor histórico o artístico
tendrá que ser relegado exclusivamente a los monumentos y a zonas bien
definidas que permitan la supervisión y mantenimiento adecuados.

Lecture to the Rotary Club of Rome, 1958

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Un extraño trato

CHARLES LEONARD WOOLLEY

Otra curiosa experiencia es la que vivió el difunto Lord Caernarvon,


descubridor de la famosa tumba de Tutancamen. Era un apasionado
coleccionista de antigüedades egipcias y un día, hallándose en su hotel de El
Cairo, recibió la visita de un individuo que quería hablarle. «¿Colecciona
usted antigüedades?», le dijo.
«Sí», respondió Caernarvon.
«Pues tengo algo maravilloso. ¡Maravilloso!».
«¿De qué se trata? Muéstremelo», dijo Caernarvon.
«Oh», le aclaró, «no puedo enseñárselo aquí. Está en mi casa».
«Bien», respondió Caernarvon. «Si es tan bueno como dice, me gustaría
verlo».
«Sí, puede venir a verlo, si acepta mis condiciones», respondió el
individuo.
«Bien, ¿cuáles son?».
«Tiene que venir de noche y dejarse vendar los ojos. De esta forma le
llevaré a mi casa porque no quiero que sepa donde está situada. Y tiene que
traer consigo trescientas libras en oro».
Las condiciones parecían inaceptables. Ir con un desconocido con los ojos
vendados y con trescientas libras en oro en el bolsillo no era cosa que
estuviera dispuesto a hacer ningún hombre en su sano juicio. Pero Lord
Caernarvon era un hombre despreocupado y no conocía el miedo.
«Perfectamente, lo haré», dijo. Y añadió: «¿Es ese el precio que pide?».
«Sí», contestó el individuo, «son trescientas libras y no voy a aceptar un
penique menos, pero por trescientas libras puede quedarse con la cosa si le
gusta».
Así pues, aquella noche después de cenar llegaron tres hombres que
invitaron a Caernarvon a que les acompañara llevándole fuera del hotel. Ya en
la calle, le taparon los ojos con cuidado, y le obligaron a entrar en un coche.
Poco después, le hicieron descender y entraron en la casa, donde le
destaparon los ojos.
«¿Dónde están las antigüedades?», preguntó.

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Le mostraron dos objetos. Uno era un jarrón pequeño de piedra
pulimentada que tenía una tapa de oro con el grabado de uno de los primeros
faraones conocidos, un faraón de la primera dinastía. Era una pieza
maravillosa. Y la otra era todavía más admirable: Un cuchillo de pedernal,
primorosamente trabajado, de unas ocho pulgadas de longitud y con una
empuñadura de oro labrada con figuras de animales. Sin duda alguna procedía
de una época anterior a los primeros faraones, un objeto prehistórico. «De
acuerdo, lo compraré», dijo Caernarvon abriendo los ojos lleno de asombro.
Sabía que aquellos objetos valían mucho más de lo que le habían pedido por
ellos y pagó las trescientas libras sin vacilar. Ellos, cumpliendo con su
compromiso, le entregaron los objetos, le vendaron otra vez los ojos y le
condujeron al hotel.
Examinó aquellos objetos a su regreso y le sorprendió encontrarlos
familiares. Pensó que deberían ser copias de algo que había visto antes. Por
ello, al día siguiente fue al Museo Nacional de El Cairo y se acercó al sitio en
donde se guardaban algunos de los tesoros más antiguos e importantes. El
terciopelo rojo de la vitrina donde estos se hallaban guardados tenían una
mancha redonda y oscura. Cerca de ella, otra mancha alargada correspondía
exactamente a la forma del puñal de pedernal. En torno a estas dos manchas,
el terciopelo se hallaba descolorido por la acción del sol. Y comprendió que
las cosas que había comprado habían sido robadas del museo.
Solicitó, entonces, ver al director, el viejo profesor Maspero, de
nacionalidad francesa.
«Profesor Maspero», le dijo, «quiero preguntarle una cosa. ¿Le han
robado últimamente algunos objetos valiosos del museo?».
«¡Cielo santo!», exclamó el profesor, «¿qué le hace decir eso?».
«Verá», contestó. «Sospecho que así ha sido. ¿Me equivoco?». Maspero
exhaló un profundo suspiro.
«No. No se equivoca. Hemos perdido dos grandes tesoros».
«¿Ha hecho algo para recuperarlos?».
«No», contestó Maspero. «No me atrevo».
Caernarvon sabía lo que aquello significaba. Significaba que las cosas
habían sido robadas por el subdirector, que era alemán, y acusarle a él hubiera
provocado un incidente internacional inevitablemente.
«Yo tengo esos objetos», dijo Caernarvon. «Los conseguí de un hombre a
quien no he podido identificar. Este adoptó todas las precauciones necesarias
para impedirlo. Pagué trescientas libras por ellos. ¿Le gustaría a usted

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comprarlos de nuevo? Si es así, me paga trescientas libras y le daré los
objetos pues no son míos».
«¿Habla en serio?».
«Sí», contestó Caernarvon. «Es cierto, estoy dispuesto a entregárselos».
«Su ofrecimiento es realmente generoso. Por favor, tráigalos».
Caernarvon llevó los dos objetos al despacho de Maspero y se los entregó:
«Ahora deseo un cheque por trescientas libras», le dijo.
«Muy bien», asintió Maspero. Firmó un cheque. «Ahora, por supuesto, me
dará un recibo», le advirtió al entregárselo.
«¿Darle un recibo? Por supuesto que no. No pienso darle un recibo por
cosas robadas».
«Sin un recibo no puedo darle un cheque», objetó Maspero.
«Sin dinero no voy a entregarle los objetos», respondió Caernarvon. «O
usted me da un cheque sin recibo o me marcho con las dos cosas».
Maspero permaneció un rato sentado, reflexionando. Pulsó un timbre y
uno de los asistentes, supongo que uno de los guardas, entró. «Aquí tiene un
impreso», le dijo Maspero. «Quiero que me lo firme alguien. Vaya al mercado
y al primer hombre que le parezca le da seis peniques para que lo haga».
Así lo hizo. Y en cuestión de veinte minutos el hombre regresaba con un
recibo firmado por valor de trescientas libras. Caernarvon tomó el cheque y
entregó entonces los objetos. Estos siguen expuestos todavía en el Museo
Nacional de El Cairo.

As I Seem to Remember, 1962

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El robo legalizado de obras de arte

Con excesiva frecuencia, las obras maestras del arte clásico han sido
objeto de la ambición de ricos coleccionistas que las codiciaban solo por su
incomparable belleza y en modo alguno por su valor arqueológico. Se han
hecho todos los esfuerzos para impedirlo por medio de una legislación
adecuada y hoy es caso imposible que un arqueólogo pueda quedarse
secretamente con una parte de los hallazgos de «sus excavaciones» o de los
tesoros que pueda encontrar. Pero cuando un coleccionista se decide
realmente a crear sus propias leyes, no puede haber defensa contra sus
manejos fraudulentos. Un sorprendente ejemplo de esto nos lo ofrece el
ejército victorioso de Napoleón cuando sometió a Italia en 1796. Al ejército
siguió un grupo de delegados que tenían orden de Napoleón de apropiarse en
nombre de Francia de toda obra de arte digna de interés. Entre los términos
del tratado de paz ofrecido al Papa había un artículo en virtud del cual estas
transferencias se convertían en legales y obligatorias.

Artículo 8

El Papa cederá a la República Francesa un centenar de pinturas, bustos,


vasos o estatuas, que deberán ser seleccionados por los delegados enviados a
Roma. Entre estos objetos se incluirán específicamente el busto de bronce de
Junio Bruto y el de Marco Bruto en mármol, que hoy se encuentran en el
Capitolio. Se incluirán asimismo quinientos manuscritos a seleccionar por los
citados delegados.

Correspondence de Napoléon, vol. I, 1858

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El falsificador perfecto

CHARLES LEONARD WOOLLEY

El interés creciente del público por los restos del mundo antiguo ha
provocado una demanda que los falsificadores ingeniosos han estado en todo
momento dispuestos a satisfacer. Hasta los arqueólogos más eminentes han
tenido momentos de credulidad, como le ocurrió a Sir Arthur Evans al
adquirir, entusiasmado, el denominado anillo de Nestor que, al ser analizado
después minuciosamente por el investigador sueco Nilsson, resultó ser de
origen moderno. Los métodos usados por los falsificadores son bien
conocidos ya que en varias ocasiones han sido cogidos en el acto, como
refiere Sir Leonard Woolley.

Efectivamente, a mí también me engañaron una vez. Quedé realmente


impresionado. A comienzos de siglo, me encontraba yo en Creta con Arthur
Evans cuando este realizaba excavaciones en Cnosos. Un día recibió un
escrito de la policía de Candía en el que se pedía que se presentara en la
jefatura. Acudimos juntos allí (él, Duncan Mackenzie, que era su ayudante, y
yo). Y sucedió algo sorprendente.
Desde hacía años, Evans tenía a dos griegos encargados de la restauración
de las antigüedades que había encontrado. Eran hombres extraordinariamente
inteligentes (uno joven y el otro viejo) a quienes había enseñado las técnicas
de la excavación. Trabajaban a las órdenes del artista que Evans había
contratado allí, realizando para él restauraciones maravillosas. Pero el viejo
cayó enfermo y el doctor terminó por decirle que iba a morir.
«¿Está usted seguro?», preguntó. «Sí, temo que no haya ninguna
esperanza para usted», respondió el doctor.
«Muy bien», dijo. «Llamen a la policía».
«Querrá decir al sacerdote», señaló el doctor.
«No. Quiero decir a la policía», aclaró. Él insistió y, para complacerle,
avisaron a la policía.
«¿Qué es lo que desea?», preguntó el agente.

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«Ahora puedo decírselo», dijo el enfermo. «Voy a morir. Por ello creo que
tengo la obligación de confesar. Durante años he estado asociado con George
Antoniou, el joven colega que trabaja conmigo para Evans y hemos estado
falsificando antigüedades».
«Bien», dijo el policía, «no creo que eso me concierna a mí».
«Sí», contestó el enfermo. «Le concierne. Porque hemos vendido una
estatuilla de oro y marfil, que se suponía era de Creta, al Museo Nacional de
Candía y eso es un delito. George es un bribón a quien aborrezco. He estado
esperando este momento para delatarle. Si va ahora mismo a su casa,
descubrirá nuestro taller y, en él, todas las falsificaciones que aún no hemos
vendido».
Siguiendo sus indicaciones, la policía llevó a cabo un registro hallando
cuanto el profesor había dicho. Pidieron a Evans que fuese a verlo. Yo nunca
había visto una colección tan magnífica de antigüedades como la que aquellos
colegas habían conseguido reunir.
Había objetos en todas las fases de elaboración. Un ejemplo: en los
últimos tiempos, la gente estaba realmente asombrada de poder encontrar
estatuillas criselefantinas de Creta. Se trata de unas estatuillas de marfil con
incrustaciones de oro. Hay una en el Museo de Boston, una en Cambridge y
otra en el Museo Cretense de Candía. Estos hombres habían decidido realizar
aquel tipo de trabajo y así lo hicieron. Tomando como base el rústico colmillo
de marfil, labraban toscamente la figura en él, después le daban un primoroso
acabado y finalmente incrustaban el oro. La última operación consistía en
sumergir la pieza entera en ácido que atacaba las partes blandas del marfil con
los mismos efectos aparentes que si hubiera estado enterrada durante siglos.
¡No creo que nadie pudiera notar la diferencia!

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Las falsificaciones de objetos arqueológicos han conseguido engañar no solo a los
aficionados sino incluso, muchas veces, a los profesionales. Este guerrero etrusco se
exhibía en uno de los principales museos del mundo hasta que se descubrió su
superchería.

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Habían conseguido también monedas griegas. Estas son, en ocasiones,
muy raras y de inmenso valor. Recientemente por una moneda griega se pagó
en una subasta de Londres 3.100 libras esterlinas y por otra 2.300. Ambas
eran únicas. Por supuesto, estas monedas son generalmente las piezas más
valiosas de los distintos museos. Los dos griegos escribieron a los museos que
poseían piezas y pidieron que les facilitasen vaciados en yeso de las mismas.
Es una petición muy corriente que siempre se concede.
Recibieron los vaciados de yeso e ingeniaron la forma de hacer dos
moldes de acero para ambas caras de la moneda, uno de ellos a modo de
yunque y el otro a modo de cabeza de martillo. Examinaron detenidamente
los catálogos de la colección de monedas de donde procedía el molde y allí
encontraron el peso exacto de la moneda en miligramos. También
proporcionaba detalles sobre la aleación de la plata y de los metales que
contenía la moneda. Imitaron, pues, la aleación, cortaron un trozo del peso
exacto, lo calentaron casi hasta el punto de fusión, lo depositaron sobre el
yunque y golpearon sobre el molde superior como los acuñadores antiguos,
logrando algo tan parecido al original que nadie podía notar la diferencia.
Tenían almacenadas casi cien de estas falsificaciones y desconozco cuántas
pudieron llegar al mercado aunque su número fue realmente desconcertante.
«¡Nunca compraré una antigüedad griega!», le dije a Evans.
«Bueno», me respondió. «A pesar de todo, lo dudo mucho». Y no se
equivocó en sus vaticinios.

As I Seem to Remember, 1962

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El tratado de Olimpia

Este tratado fue firmado, el 25 de abril de 1874, entre el Gobierno


alemán y el Gobierno Imperial griego. Se trata de un documento importante
por ser el primer acuerdo moderno sobre excavaciones concertado
legalmente entre dos gobiernos y llegó a ser el prototipo de otros
innumerables tratados que se hicieron necesarios en el curso de la historia de
la excavación arqueológica.
En otro aspecto, la excavación de Olimpia fue también ejemplar. Bajo la
dirección de Ernst Curtius y Friedrich Adler (a los que se unió un equipo
completo que incluía al amigo y ayudante de Schliemann en Troya, el
arquitecto Wilhelm Dorpfeld) se introdujeron allí los métodos de la moderna
excavación. Los trabajos alcanzaron su punto culminante en nuestro tiempo,
con la excavación del Gran Estadio de los juegos olímpicos (en donde hoy
arde la antorcha de las modernas olimpiadas) y el descubrimiento del estudio
de Fidias, el más famoso de los escultores de la antigüedad, bajo la dirección
de Emil Kuntze.

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Reconstrucción ideal del santuario panhelénico de Olimpia, una de las excavaciones
modélicas todavía hoy, precursora de los trabajos arqueológicos alemanes en Grecia
iniciados con la firma del Tratado de Olimpia.

EL TRATADO

El Gobierno imperial germánico y el Gobierno real griego, guiados por el


deseo de realizar excavaciones conjuntas en el área de la antigua Olimpia, en
Grecia, han resuelto concluir un tratado, mostrándose de acuerdo en los
siguientes puntos:

ARTÍCULO I

Cada Gobierno nombrará un comisario que velará, dentro de sus


facultades, para que los siguientes acuerdos sean respetados en el curso de las
excavaciones.

ARTÍCULO II

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El emplazamiento del viejo templo de Júpiter Olímpico servirá como
punto de partida de las excavaciones que se realizarán en el lugar donde se
levanta la vieja Olimpia.
Un acuerdo posterior entre ambos gobiernos decidirá si las excavaciones
han de extenderse a otras regiones del Reino de Grecia.

ARTÍCULO III

Al mismo tiempo que autoriza las excavaciones de Olimpia, el Gobierno


griego promete facilitar a los comisarios toda la ayuda necesaria en el
desempeño de su labor, en la contratación de los trabajadores y en la fijación
de sus salarios. Asimismo, el citado Gobierno desplazará fuerzas de policía al
lugar de las excavaciones para asegurar el cumplimiento de las órdenes de los
comisarios y facilitará, con este mismo objeto, las fuerzas armadas necesarias
para evitar cualquier posible infracción de las leyes vigentes en el país. El
Gobierno griego se compromete además a indemnizar a aquellas personas,
propietarias o arrendatarias de tierras (cultivables o cultivadas) que tengan
derecho a una compensación.

ARTÍCULO IV

Alemania se compromete a pagar todos los gastos del proyecto: Los


sueldos de los funcionarios, los salarios de los obreros y las sumas invertidas
en la construcción de almacenes y barracones, en caso de que estos sean
necesarios. Alemania promete además responder por los daños causados a las
plantaciones y edificios de toda clase de acuerdo con las leyes del país o los
acuerdos concertados entre el Gobierno griego y los agricultores que estén
situados en terrenos nacionales, siempre que tales daños tengan una base
realmente justificada y pueda alegarse como fundamento jurídico la existencia
de algún derecho personal que beneficie a los particulares. En ningún caso,
sin embargo, la indemnización podrá ser superior a la suma de 300 dracmas
(1 dracma = 7 Sgr. 2 Pf. por Stremma. 1 Stremma = 1.000 metros cuadrados)
aun cuando el Gobierno griego haya cedido parte del terreno a particulares.
Grecia, por su parte, promete, con la ayuda de todos los medios a su
alcance, llevar a cabo la expropiación de aquellos terrenos en los que
considere necesario emprender excavaciones, previa indemnización a las
personas a quienes puedan perjudicar tales medidas.
Huelga la aclaración de que el trabajo en las excavaciones no podrá
detenerse o retrasarse por causa de eventuales objeciones o protestas de

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particulares o personas que estén en aquel momento ocupadas en construir
sobre los terrenos a que este artículo se refiere.

ARTÍCULO V

Alemania se reserva el derecho a delimitar los terrenos destinados a la


excavación en la llanura que se extiende frente a Olimpia, a emplear y
despedir obreros, y a dirigir y distribuir los trabajos.

ARTÍCULO VI

Grecia se reserva el derecho de posesión de todas las obras de arte y


objetos antiguos descubiertos en el curso de estas excavaciones. Quedará a
criterio suyo el donar o no a Alemania, como recuerdo del trabajo realizado
en colaboración y en recompensa de los sacrificios de este país en la
proyectada empresa, los duplicados o copias de los objetos encontrados en el
curso de las excavaciones.

ARTÍCULO VII

Alemania se reserva el derecho exclusivo de hacer copias y vaciados de


los objetos que sean descubiertos durante las excavaciones.
Estos derechos exclusivos tendrán una vigencia de cinco años a partir del
tiempo del hallazgo de cada objeto. El Gobierno griego concede también al
Gobierno imperial germano el derecho (no exclusivo) de hacer copias y
vaciados de todas las antigüedades en posesión del Gobierno griego o que
este encuentre en el futuro, sin la cooperación del Gobierno alemán, sobre
suelo griego. Se excluyen aquí solo aquellas antigüedades que, a criterio de
los consejeros ministeriales competentes, puedan dañarse o deteriorarse
durante el proceso de elaboración de los moldes.
Grecia y Alemania tendrán el derecho exclusivo a publicar los
descubrimientos científicos y artísticos de las excavaciones realizadas a
expensas de los alemanes. Estas publicaciones aparecerán periódicamente en
Atenas, a expensas del Gobierno griego. Simultáneamente serán divulgadas
en Alemania con fotografías, grabados e ilustraciones preparadas en ese país.
De esta última tarea se hará cargo Alemania que promete al mismo tiempo
enviar a Grecia el 15 % de las copias de la primera edición de fotografías,
grabados e ilustraciones y el 35 % de las ediciones siguientes.

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ARTÍCULO VIII

Si el comisario griego encargado de velar por las excavaciones se opusiera


de forma imprevista al trabajo ordenado por los investigadores alemanes, el
Ministerio de Asuntos Exteriores del Real Gobierno griego y la Embajada de
Atenas del Imperio Germano saldarán, como último recurso, estas diferencias.

ARTÍCULO IX

El presente acuerdo tendrá una vigencia de diez años a partir del día de su
ratificación popular.

ARTÍCULO X

Cada uno de los gobiernos firmantes se compromete a presentar este


acuerdo ante los órganos competentes de representación popular tan pronto
como sea posible. Ninguna de las dos partes estará obligada por estas
disposiciones hasta que sea ratificada por los mismos.

ARTÍCULO XI

Una vez aprobado por los delegados populares, el acuerdo deberá ser
ratificado en un plazo de dos meses o antes, y los documentos de ratificación
deberán intercambiarse en Atenas.
Son testigos de este documento: Por una parte, el Sr. von Wagner,
Embajador alemán en Atenas y el profesor E. Curtius, agente especialmente
autorizado, y por otra parte, el Sr. J. Delyanny, Ministro de Asuntos
Exteriores de Su Majestad el Rey de Grecia, y el Sr. P. Eustratiades,
encargado de antigüedades, todos ellos con la autorización de sus respectivos
gobiernos para firmar y sellar el acuerdo.
Extendido en Atenas, por duplicado, el 13/25 de abril de 1874.

E. v. Wagner (L. S.)


Ernst Curtius (L. S.)
Delyanny (L. S.)
Eustratiades (L. S.)

Olympia, vol. I, 1870

Página 40
SEGUNDA PARTE

El libro de las estatuas

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La fundación del Museo Británico

SIR HANS SLOANE (1660-1753) nació en County Down, Irlanda, Estudio


cuatro años de medicina en Londres y consiguió su licenciatura por la
Universidad de Orange en 1683. Al regresar a Inglaterra llevó consigo una
importante colección de plantas y continuó reuniendo curiosidades por el
resto de su vida. Paso quince meses en Jamaica como médico de cabecera del
duque de Albemarle y durante este breve periodo de tiempo añadió
ochocientas plantas desconocidas a su colección. Sus méritos profesionales y
académicos fueron muchos. Elegido Secretario de la Royal Society en 1716
llegó a ser el primer médico que recibió un título nobiliario al ser nombrado
barón. Fue designado sucesivamente Médico General del Ejército, Médico
Principal de Jorge II y Presidente de la Royal Society. A su muerte ofreció
sus libros, manuscritos y curiosidades a la nación por la suma de veinte mil
libras esterlinas. La compra de esta colección constituyó el núcleo que dio
vida al Museo Británico.

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Cuando Sir Hans Sloane donó en 1753, por veinte mil libras esterlinas, su valiosa
colección de libros y curiosidades, poco podía imaginarse que con ello se iniciara el
camino de la sensacional riqueza que alberga el actual Museo Británico.

Yo, SIR HANS SLOANE de Chelsea, barón en el Condado de Middlesex,


dispongo que este codicilo sea anexionado a mi última voluntad y testamento
como sigue: Aun cuando en mi última voluntad he dado algunas orientaciones
sobre la venta y disposición de mi museo o colección de curiosidades, en este
nuevo documento añado instrucciones más detalladas sobre el particular. Así
pues, por el presente anexo revoco mi anterior declaración de voluntad en
cuanto a aquellos se refiere y resuelvo y dispongo lo siguiente:
Dotado desde mi juventud de una decidida inclinación al estudio de las
plantas y demás productos de la naturaleza y tras haber reunido, en el curso de
muchos años, con gran esfuerzo y considerables gastos, muchos objetos
extraños y curiosos, tanto de nuestro país como del extranjero; plenamente
convencido de que nada tiende más a elevar nuestras ideas sobre el poder, la
sabiduría, la bondad, la providencia y otras perfecciones de la Divinidad, así
como la comodidad y bienestar de los hombres, que el profundizar en nuestro
conocimiento de las obras de la naturaleza, pongo de manifiesto mi deseo de

Página 43
que, si ello es posible, y con el objeto de fomentar estos nobles fines, la gloria
de Dios y el bien de la humanidad, mi colección de curiosidades sea guardada
y conservada en su totalidad en mi mansión de la parroquia de Chelsea,
situada en el jardín de plantas medicinales de que hice donación a la unión
farmacéutica con este mismo propósito; y teniendo gran seguridad y
confianza en que Su Excelencia y las demás personas que se mencionan a
continuación estarán guiadas por los mismos principios y la absoluta
confianza que en ellos deposito, por el presente documento, cedo, lego y
transmito al muy honorable Charles Sloane Cadogan (aquí sigue una lista de
51 nombres) toda mi colección y museo que se halla en mi mansión de
Chelsea y sus terrenos adyacentes, citando especial e íntegramente sus
diversas y numerosas partes. Mi decisión se refiere a toda mi biblioteca, con
sus libros, dibujos, manuscritos, impresos, medallas y monedas, antiguas y
modernas, antigüedades, sellos, camafeos, tallas, piedras preciosas, ágatas,
jaspes, vasos de jaspe y ágata, cristales, instrumentos matemáticos, dibujos y
cuadros, así como todos los demás objetos de mi colección o museo que se
describen, mencionan y enumeran más detalladamente, junto con la historia y
particularidades de cada uno de ellos en los catálogos que he preparado yo
mismo y que comprenden treinta y ocho volúmenes en folio y ocho
volúmenes en cuarta (con la sola excepción de los cuadros con marco que no
están reseñados con la expresión «colección» y cuya posesión y usufructo
seguirán disfrutando sus actuales poseedores y sus herederos); expresando mi
deseo de que todas las partes de mi colección o museo sean entregadas en
depósito a Su Excelencia o a otras personas con la finalidad anteriormente
indicada y de acuerdo con las limitaciones y orientaciones que se expresan a
continuación; Y para dar mayor eficacia a mi última voluntad de que la citada
colección pueda conservarse íntegra y en el mejor estado y orden posibles; Y
convencido de que nada será tan efectivo como ponerla a disposición, cuidado
y dirección de personas cultas, experimentadas y juiciosas con espíritus
sencillos y humildes, deseo fervientemente que el Rey, Su Alteza Real el
Príncipe de Gales, Su Alteza Real Guillermo, Duque de Cumberland, el
Arzobispo de Canterbury, el Muy Honorable Philip Lord Hardvick, el
Ministro de Justicia, el Presidente del Consejo, el Lord del Sello Privado, el
Mayordomo de la Casa de Su Majestad, el Gran Chambelán de Su Majestad,
Su Excelencia Charles, Duque de Richmond, Su Excelencia John, Duque de
Montague, Su Excelencia Holles, Duque de Newcastle, Su Excelencia John,
Duque de Bedford, y los dos principales secretarios de Estado, el Muy
Honorable John, Conde de Sandwich, el Gran Lord del Almirantazgo y el

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Primer Lord Comisionado del Almirantazgo, el muy Honorable Henry
Pelham, el Gran Lord del Tesoro o Primer Lord Comisionado del Tesoro, el
Ministro de Hacienda, el Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, el
Presidente del Tribunal Civil, el Primer Juez de la Tesorería, el Obispo de
Londres, el Obispo de Winchester, el Muy Honorable Archibald, Duque de
Argyle, el Muy Honorable Henry, Conde de Pembroke, el Muy Honorable
Felipe, Conde de Chesterfield, el Muy Honorable Ricardo, Conde de
Burlington, el Muy Honorable Arthur Onslow, el Presidente de la Cámara de
los Comunes, el Honorable Lord Charles Cavendish, el Muy Honorable
Charles Lord Cadogan, el Muy Honorable John, Conde de Verney, y el Muy
Honorable George Lord Anson, accedan a hacerse cargo y a ser inspectores
de mi museo y colección. Por el presente y con su beneplácito, los nombro y
designo inspectores del mismo con plenos poderes y autoridad para que cinco
o más de ellos entren en el edificio en cuestión en cualquier momento y
siempre que lo deseen para revisar, supervisar y examinar el museo y su
administración, así como para visitarlo, modificarlo y renovarlo, siempre que
haya ocasión, ya sea juntamente con los citados fideicomisarios o,
separadamente, previa autorización de los mismos, pudiendo adoptar las
medidas que crean necesarias para terminar con los posibles abusos, faltas,
omisiones o negligencias que puedan ser cometidos por la persona o personas,
funcionario o funcionarios nombrados para atender a su conservación. Y mi
voluntad es y así lo pongo de relieve, que los citados fideicomisarios o, como
mínimo, siete de ellos supliquen humildemente a Su Majestad o al
Parlamento, en las sesiones siguientes a mi fallecimiento y en la forma que
crean más adecuada, que se pague la suma líquida de veinte mil libras de
curso legal en la Gran Bretaña a mis albaceas o a los que les sobrevivan,
dentro del plazo de doce meses después de mi muerte, en consideración a la
citada colección o museo, lo que, a mi juicio, no llega a la cuarta parte de su
valor real e intrínseco, y que se conceda también a los citados fideicomisarios
poderes y autoridad suficientes para hacerse cargo de todas y cada una de las
partes de dicha colección o museo y de la citada mansión, con sus jardines y
dependencias exteriores, cuyo uso y propiedad me perteneciera al tiempo de
mi muerte, con el objeto de que sea debidamente guardada y protegida,
concediéndoseles también el derecho a las aguas de la mansión de Chelsea
que procede de Kensington y que abastecen la casa del Reverendo Obispo de
Winchester, y el privilegio de presentación o el derecho de patronazgo de la
iglesia de Chelsea, a fin de que estos terrenos puedan ser puestos a
disposición de los citados fideicomisarios, para proteger y conservar mi

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colección o museo en la forma en que ellos crean más idónea para lograr el
beneficio público por mí deseado. También deberán realizar las gestiones
necesarias, como antes he indicado, para conseguir un fondo o asignación
suficientes para el mantenimiento y conservación de la colección y de los
terrenos donde se halle instalada, así como para proceder a las obras de
reparación necesarias en mi mansión, sus sistemas de riego y sus jardines,
cuya posesión a perpetuidad dejo a los citados fideicomisarios. Y por el
presente resuelvo y determino también que mis albaceas, bajo pago de la
citada suma de veinte mil libras, entreguen o hagan entregar a mis
fideicomisarios, en presencia de siete de ellos como mínimo, y en nombre de
todos los demás, así como en presencia de cinco o seis inspectores, tanto la
posesión de mi mansión y jardines de Chelsea anteriormente citados como
toda mi colección o museo mencionada al principio de este documento, con la
totalidad de sus objetos tal y como se encuentran dispuestos actualmente en
mi mansión, de acuerdo con los citados catálogos y junto con estos catálogos
como parte integrante de la misma. Y es mi voluntad, además, y por el
presente resuelvo y determino que, en caso de que Su Majestad o el
Parlamento acepte la citada oferta y pague la suma de veinte mil libras a mis
albaceas o a los que les sobrevivan a los seis meses después de dicho pago y
después de recibir poderes suficientes para entregar a los citados
fideicomisarios la posesión de la colección, la mansión y los jardines, con sus
dependencias, agua, privilegios de presentación y de patronazgo de la iglesia
de Chelsea, mis albaceas se reúnan junto con mi heredero o herederos legales
y todas las demás partes legítimas, para proceder a la realización de las actas,
acciones o contratos que se crean precisos y necesarios para una más perfecta
y absoluta transmisión, traspaso y garantía de posesión de las citadas
propiedades a los citados fideicomisarios o a sus cesionarios o herederos a
perpetuidad, para los usos, fines y propósitos aquí mencionados y puestos
claramente de manifiesto.

Printed Will and Codicils of Sir Hans Sloane, Bart, 1753

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Un gravoso legado

HORACE WALPOLE A HORACE MANN

Uno de los legatarios de Sir Hans Sloane, Horace Walpole, interpretó un


tanto deplorablemente la obligación que le imponía el testamento, según
podemos deducir de la carta que escribió a un amigo.

Arlington Street, 14 de febrero de 1753

Durante estas tres semanas he pensado escribirte todos los días pero
cuando iba a hacerlo no podía evitar el iniciar mi carta con un «No tengo nada
que decirte». Pero la cosa no es para tomarla a broma. No debemos
interrumpir nuestra correspondencia porque no hay guerra ni política, ni
partidos, ni locuras, ni escándalos. En la historia de Inglaterra nunca hubo una
época más insulsa. Está más de moda ir a la iglesia que a cualquiera de las dos
cámaras del Parlamento, incluso el tiempo de las Gunning ha pasado:
murieron ambas hermanas y en los periódicos aparecieron solo breves reseñas
a pesar de que sus nombres alcanzaron tal fama que en Irlanda las mendigas
te echaban la bendición diciendo «¡Que la dicha de las Gunning te
acompañe!».
Difícilmente podrás imaginar cómo empleo mi tiempo. Me dedico a
coleccionar embriones y conchas. Sir Hans Sloane ha muerto y me ha
nombrado uno de los fideicomisarios de su museo, que va a ser ofrecido al
Rey, al Parlamento y a las reales academias de Petersburgo, Berlín, París y
Madrid, a cambio de una suma de veinte mil libras. Sir Hans Sloane lo valoró
en ochenta mil. ¡Y sin duda alguna los que amen a los hipopótamos, a los
gatos con una oreja y a las arañas tan grandes como gansos estarán conformes
con esa valoración! ¡Conservar los fetos en alcohol constituye una ocupación
realmente onerosa! Ya puedes suponer que «aquellos» que piensan que el
dinero es la más valiosa de las curiosidades no serán los compradores. El Rey
se ha disculpado diciendo que no creía que hubiesen veinte mil libras en el
Tesoro. Nosotros formamos un encantador equipo de sabios, compuesto de

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filósofos, botánicos, anticuarios y matemáticos. Aplazamos nuestra primera
reunión, porque Lord Macclesfield, nuestro presidente, que formaba parte de
un grupo destinado a comprobar la longitud del meridiano, se hallaba ausente.
Uno de nuestros miembros es un moravo que se firma Enrique XXVIII,
Conde de Reus. Los moravos han establecido una colonia en Chelsea, cerca
de donde vivía Sir Hans y creo que este pretendía que el Conde Enrique
XXVIII ofreciera su esqueleto al museo.
A estas alturas casi me avergüenza darte las gracias por tu amena carta de
dos hojas, fechada el 22 de diciembre, pero es cierto que no tenía nada que
contestarte. Hace solo tres semanas, estuve almorzando con tu hermano. «¡Por
qué no me dices nada!», se lamentaba. «Si tuviera algo que contarte, escribiría
a tu hermano», le respondí. Te doy mi palabra. El primer libro que aparezca,
el primer asesinato, la primera revolución. Te lo contaré todo con el mayor
detalle. Mientras tanto puedes estar seguro de que nunca hubo un lugar tan
aburrido como Londres ni ninguno de sus habitantes tan insípido como tu
incondicional amigo.

The Letters, vol. III, 1903

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El discutido legado de Lord Elgin

THOMAS BRUCE, SÉPTIMO CONDE DE ELGIN (1766-1841) heredó su título a la


edad de cinco años. En 1785 ingresó en el ejército en donde alcanzaría el
grado de General de División. En 1790 empezó su carrera diplomática y
pronto fue nombrado embajador en Bruselas y luego en Berlín. De 1799 a
1802, desempeñó el cargo de Enviado Extraordinario en Constantinopla y
durante este tiempo obtuvo autorización del Gobierno turco para registrar y
después sacar del país muchas obras del arte clásico ateniense. Las
esculturas fueron llevadas a Inglaterra en pequeños envíos entre los años
1803 y 1812. Cuando regresó, Lord Elgin se dio cuenta de que había sido
atacado violentamente impugnándose tanto la legitimidad de sus
apropiaciones como el valor artístico de sus esculturas. Publicó un
memorándum en su propia defensa y, en 1816, un comité parlamentario
aprobó su conducta y confirmó el valor de sus adquisiciones recomendando
la compra de los mármoles para el Museo Británico por 35.000 libras (suma
mucho más baja de lo que originalmente le costó a Lord Elgin).

Detalle de un fragmento del friso de las Panateneas, obra de Fidias, conservado en el

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Detalle de un fragmento del friso de las Panateneas, obra de Fidias, conservado en el
Museo Británico gracias a acciones o servicios que, como los de Lord Elgin, tanto
han contribuido a la fama de sus colecciones de antigüedades, aunque hayan
supuesto casi siempre la destrucción y dispersión del monumento original.

En el año 1799, cuando Lord Elgin fue nombrado Embajador


Extraordinario de Su Majestad ante el Imperio Otomano, mantuvo frecuentes
contactos con Mr. Harrison, arquitecto que gozaba de gran prestigio en el
oeste de Inglaterra, y que había dado varios ejemplos espléndidos de sus dotes
profesionales, especialmente en un edificio público de estilo griego
construido en Chester. Además Mr. Harrison había estudiado
provechosamente en Roma durante muchos años. Por ello, Lord Elgin le
consultó sobre los beneficios que para las artes del país podrían derivarse del
estudio minucioso de la escultura y la arquitectura de la antigua Grecia. Y
este aseguró categóricamente que aunque pudiera disponerse de medidas
exactas de los edificios de Atenas, un joven artista no podría formarse una
idea adecuada de los detalles precisos, combinaciones e impresión de
conjunto, sin tener ante él una representación material de aquellos como la
que podían facilitar los «vaciados». Este consejo, que constituyó la base de
los trabajos realizados por Lord Elgin en Grecia llevó a la ulterior
consideración de que, puesto que todos los conocimientos que se tenían de
estos edificios habían sido obtenidos bajo las peculiares desventajas de los
prejuicios y recelos puestos de manifiesto por los turcos en el curso de esta
empresa, deberían aprovecharse decididamente todas las circunstancias
favorables que la embajada de Lord Elgin pudiera ofrecer. Y se pensó que
debían utilizarse no solo modeladores sino también arquitectos y dibujantes
para rescatar del olvido, con los detalles más precisos, cualquier muestra de
arquitectura y escultura que en Grecia hubiera escapado a la destrucción del
tiempo y a la barbarie de los conquistadores.
Bajo esta sugerencia, Lord Elgin propuso al Gobierno de Su Majestad que
enviase artistas ingleses de conocido prestigio, capaces de recoger esta
información del modo más perfecto posible. Pero las perspectivas de esta idea
parecieron demasiado dudosas a los ministros para que estos se
comprometiesen a los gastos que su realización entrañaba…
Después de salvar muchas dificultades. Lord Elgin obtuvo del Gobierno
turco permiso para enviar seis artistas a Atenas, donde desempeñaron el
trabajo de los diversos departamentos por espacio de tres años, operando bajo
un sistema general que tenía la ventaja del control mutuo y bajo la
superintendencia del Sr. Lusieri. Ellos consiguieron ejecutar plenamente el
plan de Lord Elgin.

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Siguiendo este plan, se midieron detenidamente todos los monumentos
que aún quedaban en Atenas y de los bocetos de los arquitectos (que se
conservan en su totalidad) se hicieron dibujos definitivos de los planos,
elevaciones y detalles de los objetos más destacados, en los que el Calmuco
restauró y completó toda la escultura con exquisito gusto y habilidad. Este
dibujó también, con asombrosa precisión, todos los bajorrelieves de los
distintos templos en el estado preciso de descomposición y mutilación en que
actualmente se encuentran.
Se hicieron moldes de la mayoría de los bajorrelieves y de casi todos los
rasgos característicos de la arquitectura de los diferentes monumentos de
Atenas. Posteriormente esos moldes fueron enviados a Londres.
Además de la arquitectura y escultura de Atenas, todos los restos artísticos
que pudieron descubrirse en todas partes de Grecia fueron medidos y
estudiados con la más escrupulosa exactitud, por el segundo arquitecto,
Ittar…
En el curso de esta empresa los artistas se vieron obligados a presenciar la
caprichosa devastación a que por parte de los turcos y viajeros estaba
diariamente expuesta toda la escultura e incluso arquitectura… El Templo de
Minerva había sido convertido en un almacén de pólvora quedando
completamente destruido al caer sobre él un proyectil durante el bombardeo
de Atenas por los venecianos hacia finales del siglo XVII. Y ni siquiera este
accidente indujo a los turcos a dejar de dar ese mismo destino a la belleza del
Templo de Neptuno y Erecteo, que se hallaban constantemente expuestos a
correr idéntica suerte. Muchas de las estatuas del «posticum» del templo de
Minerva (Partenón) que habían sido derribadas por la explosión fueron
convertidas en polvo para mortero pues proporcionaban el mármol más
blanco que tenían a su alcance. Y se descubrieron las partes de la moderna
fortificación y las miserables casas en que se aplicó este material. Además, es
bien sabido que los turcos escalan frecuentemente los muros de las ruinas y se
divierten desfigurando todas las esculturas que encuentran o rompiendo
columnas, estatuas u otras reliquias de la antigüedad con la vana esperanza de
encontrar en ellos algún tesoro oculto.
Bajo estas circunstancias, Lord Elgin se sintió impulsado, por motivos
más poderosos que la gratitud personal, a hacer cuanto estaba a su alcance
para preservar todas las muestras de escultura que pudiese rescatar, sin daño,
de la ruina que les amenazaba… Guiado por este propósito, Lord Elgin, puso
en juego todos los recursos con tanta fortuna que, recuperándolo de los
templos destruidos de Atenas, de las murallas y fortificaciones modernas en

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que muchos fragmentos se habían utilizado como bloques de piedra, y de
excavaciones hechas a este propósito, llevó a Inglaterra numerosas piezas de
la escultura original ateniense, estatuas, «alto y bassi relievi», capiteles,
cornisas, frisos y columnas, hasta tal punto que en ninguna otra parte de
Europa son tan numerosas como en este país.
El mismo Partenón, independientemente de su escultura decorativa, es un
modelo tan puro y perfecto de arquitectura dórica, que Lord Elgin lo
consideró de la mayor importancia para las artes y juzgó necesario conseguir
las muestras originales de cada elemento del edificio. Estas se hallan
representadas por un capitel, por los fustes de las columnas que muestran la
forma exacta de la curva usada en las acanaladuras, un triglifo, los modillones
de la cornisa y tejas de mármol con las que fue cubierta la galería. De modo
que gracias a él no solo el escultor puede estudiar plenamente ese estilo,
desde la estatua colosal hasta el bajorrelieve, creado en la edad de oro de
Pericles por el mismo Fidias bajo su inmediata dirección, sino que también el
arquitecto práctico puede examinar cada detalle del edificio, incluso el
sistema de unión de las diversas piezas del fuste sin ayuda de mortero, dando
así la sensación de que las columnas son bloques uniformes…
Más dificultad entrañó el crear un plan para sacar el mayor provecho
posible de los mármoles y moldes. La primera idea de Lord Elgin fue
restaurar las estatuas y bajorrelieves y con ese propósito marchó a Roma para
consultar y contratar a Canova. La decisión de aquel artista tan notable fue
concluyente. Al examinar las muestras que se le presentaron y al
familiarizarse con toda la colección, particularmente con la que pertenecía al
Partenón y que fue traída por las personas que habían estado realizando la
operación de Lord Elgin en Atenas regresando con él a Roma, Canova declaró
que por muy lamentable que fuese el hecho de que estas estatuas hubiesen
sufrido tanto por causa del tiempo y la barbarie, era innegable que nunca
habían sido retocadas, que eran la obra de los artistas más capaces que el
mundo había visto, que fueron ejecutadas de acuerdo con los cánones
artísticos más inspirados y en un período en que el genio gozó del estímulo
más liberal y alcanzó el grado más alto de perfección, y que eran dignas de
formar la decoración del edificio más admirado jamás erigido en Grecia. Y a
todo ello añadió que se complacía y consideraba un gran privilegio la
oportunidad que le brindaba Lord Elgin de poder contemplar y trabajar en
aquellos mármoles inestimables pero que sería un sacrilegio (esta fue su
expresión) que él o cualquier otro hombre se atrevieran a tocarlas con el
cincel. Desde que llegaron a este país se han exhibido en público y han

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podido formarse y recogerse así las opiniones e impresiones, no solo de los
artistas sino de gente de gusto en general Estos han sancionado unánimemente
el juicio pronunciado por Canova: debe desecharse toda idea de restaurar los
mármoles… De las pruebas que Lord Elgin fue inducido a realizar a petición
de señores profesionales, se obtuvo la firme impresión de que la ciencia de los
escultores y la sensibilidad y sentido que les caracterizaban habían sido
necesariamente fruto de haber presenciado con frecuencia ejercicios atléticos
que les sirvieron de modelo para sus obras, cuyo mérito principal consiste en
una hábil, científica, ingeniosa y también exacta imitación de la Naturaleza.
De otro modo, la variedad de actitudes, la articulación de los músculos, la
descripción de las pasiones, en suma, todo lo que el escultor tiene que
representar no podría haberse captado con tanta precisión y provecho…
Bajo idénticas condiciones y otorgando una adecuada y estimulante
protección al genio y a las artes, no es temerario concebir la esperanza de que
teniendo en cuenta la generosidad con que la naturaleza ha dotado a los
ingleses y los ejemplos de patriotismo, heroísmo y virtudes personales dignas
de recordarse, la escultura pueda elevar su nivel artístico en Inglaterra con las
producciones más hermosas de los mejores tiempos de Grecia.

Memorandum on the Subject of the Earl of Elgin’s Pursuits in


Greece, 1811

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El tesoro de Príamo

HEINRICH SCHLIEMANN

El DR. HEINRICH SCHLIEMANN (1822-1890) nació en Neu Buckow,


Alemania. Fue un hombre de grandes y variadas dotes naturales, tanto para
la investigación como para los negocios. Empezando como ayudante en una
pequeña tienda, amasó una gran fortuna en el comercio lo que le permitió
retirarse y satisfacer entonces la ambición de toda su vida: buscar el
emplazamiento de Troya. A diferencia de otros investigadores de su tiempo,
depositó una confianza plena en la precisión de los poemas homéricos y
siguiendo las descripciones topográficas de la Ilíada fue capaz de identificar
la colina de Hissarlik con el lugar donde Troya estaba situada. Su fe en las
fuentes literarias de la antigüedad estuvo justificada en más de una ocasión
ya que posteriormente descubrió en la ciudadela de Micenas una civilización
prehelénica que comprendía un grupo de tumbas reales y una inmensa
cantidad de objetos funerarios de oro. Con frecuencia se desorientó por su
entusiasmo hacia Homero y, sin duda alguna, sus métodos de excavación
anticientíficos habrían escandalizado a los arqueólogos modernos pero sus
descubrimientos fueron de primera importancia y magnitud. Entre sus
muchas cualidades se contaba una extraordinaria facilidad para los idiomas.
Aprendió muchos por un método que él concibió para su uso personal y que
recuerda poderosamente los sistemas más recientes de enseñanza.

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Heinrich Schliemann, un soñador que convirtió en realidad sus sueños.

En la nueva gran excavación del lado noroeste, unida a la que acabo de


describir, me he convencido de que la espléndida muralla de piedras grandes
talladas que descubrí en abril de 1870, pertenece a una torre cuya parte baja
saliente debió ser construida durante el primer período de la colonia griega,
mientras que la parte superior parece corresponder al tiempo de Lisímaco. A
esta torre pertenece también la muralla, mencionada en mi anterior informe,

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de 9 pies de alto por 6 de ancho, unida a la muralla circundante de Lisímaco.
Y lo mismo ocurre con la muralla de las mismas dimensiones, situada a 49
pies de distancia y que yo también he descubierto. Detrás de la última, a una
profundidad de 26 a 30 pies, descubrí la muralla de la ciudad troyana que se
extiende desde la Puerta de Esceo.
Avanzando en la excavación de esta muralla directamente por el lado del
palacio del Rey Príamo, tropecé con un objeto grande de cobre que tenía una
forma notablemente curiosa y que llamó mi atención tanto más cuanto creí
haber visto oro detrás del mismo. Por encima de este objeto de cobre había un
estrato de restos calcinados de color rojo, de 4 ¾ a 5 ¼ pies de espesor, tan
duro como la piedra, y encima de este descansaba a su vez la muralla antes
citada de la fortificación (6 pies de ancho y 20 pies de alto) que estaba
construida con grandes piedras y tierra y que debía de haber pertenecido a una
fecha inmediatamente posterior a la destrucción de Troya. A fin de sustraer el
tesoro a la codicia de mis obreros y salvarlo para la arqueología, tuve que ser
más expedito y aunque no era todavía la hora del almuerzo llamé
inmediatamente a «paidos». Esta es una palabra de origen incierto que ha
pasado a los turcos y que se emplea aquí en lugar de άνάπανσις (tiempo de
descanso). Mientras los hombres comían y descansaban abrí el Tesoro con un
cuchillo grande, operación que tuve que realizar con esfuerzos enormes y
arriesgando mi vida temerariamente pues la gran muralla de la fortificación,
debajo de la cual tenía que excavar, amenazaba con desplomarse sobre mí en
cualquier momento. Pero la contemplación de tantos objetos, cada uno de los
cuales era de un valor inestimable para la arqueología, me hizo ser arrojado y
nunca pensé en el peligro. Sin embargo, me hubiera sido imposible sacar el
Tesoro sin la ayuda de mi querida esposa, que permaneció a mi lado lista para
envolver en su chal las cosas que iba extrayendo y llevárselas seguidamente.
La primera cosa que encontré fue un escudo de cobre (el άτπίς
ομψαλόεσσα de Homero), en forma de bandeja ovalada, en cuyo centro había
un botón o prominencia circundada por un pequeño surco (αύλαξ). Este
escudo tiene algo menos de 20 pulgadas de longitud. Es completamente plano
y está bordeado por un cerco (άντυξ) de 1 ½ pulgadas de alto. El botón
(όμφαλός) tiene 2 ⅓ pulgadas de alto y 4 ⅓ pulgadas de diámetro. El surco
circundante tiene 7 pulgadas de diámetro y 2 ⅖ pulgadas de profundidad…
Después descubrí una copa del oro más puro, que pesó exactamente 600
gramos. Tiene 3 ½ pulgadas de alto, 7 ¼ pulgadas de largo y 7 ⅕ pulgadas de
ancho. Su forma es la de un barco con dos grandes asas; en un lado presenta
una boca para beber de 1 ⅕ pulgadas de ancho y otra en el opuesto de 2 ¾

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pulgadas. Como señala mi estimado profesor Stephanos Kumanudes de
Atenas, la persona que presentase la copa llena, posiblemente bebería primero
por la boca pequeña, en señal de respeto, para permitir al invitado que bebiese
por la boca grande. Este vaso tiene un pie de altura aproximada de 1/12 de
pulgada y que mide 1 ⅓ pulgadas de longitud y 4/5 de pulgada de ancho. Se
asegura que es el homérico, δέπας άμφιχύπελλον. Pero yo insisto en que todas
aquellas jarras rojas, altas y brillantes, de terracota, que tienen la forma de
copas de champaña con dos enormes asas, son también δέπα άμφιχύπελλα y
que probablemente, con esta misma forma, las había también en oro. Debo
hacer, además, una observación muy importante para la historia del arte: el
oro antes citado δέπας άμφιχύπελλον es «oro fundido» y las grandes asas, que
no son macizas, están soldadas al mismo. Por otra parte, la botella y la jarra
de oro que hemos mencionado anteriormente han sido «forjados con el
martillo».

Sehliemann se dispuso a encontrar el tesoro del Rey Príamo, del que hablaba
Homero. He aquí uno de los objetos que desenterró: una copa de oro de dos asas.

El tesoro contenía además una pequeña copa de oro aleado con 20 % de


plata, aleación denominada «electrum». Pesa 70 gramos y mide más de 3
pulgadas de larga y más de 2 ½ de ancha. Su pie tiene solamente 4/5 de
pulgada de alto y casi una pulgada de ancho y no es completamente recto, de
forma que la copa parece estar concebida para ser apoyada sobre su boca…
Como encontré todos estos objetos formando una masa rectangular o
incrustados unos dentro de los otros, deduzco que fueron colocados sobre la

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muralla de la ciudad en un arca de madera (φωριαμός) como las que, según
Homero existían en el palacio del Rey Príamo. Esto parece ser lo más cierto
pues al lado mismo de estos objetos, encontré una llave de oro de más de 4
pulgadas de largo, cuya cabeza (de unas 2 pulgadas de largo y 2 de ancho)
recuerdan bastante la llave de la caja de caudales de un banco. Es bastante
curioso que esta llave tuviera un asa de madera. Pero no cabe la menor duda
de que así era, como se deduce del hecho de que el extremo del mango de la
llave está doblado en ángulo recto, como ocurre con los puñales.
Es probable que algún miembro de la familia del Rey Príamo metiese
precipitadamente el tesoro dentro del arca y se lo llevase sin tener tiempo de
sacar la llave, y que, sin embargo, al alcanzar la muralla, le sorprendiese el
fuego o algún enemigo, viéndose obligado a abandonar el arca, que quedó
inmediatamente cubierta, hasta una altura de 5 a 6 pies, por las cenizas rojas y
las piedras del palacio real contiguo.
Quizá los objetos encontrados algunos días antes en una sala del palacio
real, junto al lugar en donde fue descubierto el tesoro, pertenecieron a aquella
infortunada persona. Estos objetos eran un casco y un vaso de plata de 7
pulgadas de alto y 5 ½ pulgadas de ancho, que contenía una elegante copa de
«electrum» de 4 ⅓ pulgadas de alta y 3 ½ pulgadas de ancha. El casco se
rompió al sacarlo pero puedo componerlo ya que conservo todos los
fragmentos del mismo. Los dos elementos superiores que forman la cimera
(φάλος) están intactas. Junto al casco, como antes, encontré un alfiler curvado
de cobre de casi 6 pulgadas de longitud, que debió de estar unido a aquel de
algún modo y debió de servir para algún uso determinado.
Cinco o seis pies por encima del tesoro, los sucesores de los troyanos
erigieron una muralla fortificada de 20 pies de alto y 6 de ancho hecha de
tierra y de piedras grandes talladas y sin tallar. Esta muralla se extiende a 3 ¼
pies de la superficie de la colina.
La hipótesis de que el tesoro fue rescatado con gran ansiedad y
exponiéndose a perder la vida queda demostrado, entre otras cosas, por el
contenido del vaso de plata más grande, en cuyo fondo encontré dos
espléndidas diademas de oro (χρήδεμνα) un broche y cuatro espléndidos
pendientes de oro delicadamente trabajados. Sobre estos descansaban 56
pendientes de oro de una forma sumamente curiosa y 8.750 anillos pequeños
de oro, prismas perforados y dados, botones de oro y joyas similares que
pertenecieron evidentemente a otros ornamentos. Después siguieron seis
brazaletes de oro y encima de todo las dos pequeñas gargantillas.

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Una de las diademas está formada por una cinta de oro de 21 ⅔ pulgadas
de largo y casi 1/2 pulgada de ancho, de la que penden a ambos lados siete
cadenillas para cubrir las sienes, cada una de las cuales tiene once hojas
cuadradas con una muesca. Estas cadenas se hallan unidas entre sí por cuatro
cadenillas transversales en cuyo extremo cuelga un ídolo de oro de la diosa
tutelar de Troya que mide casi una pulgada de largo. La longitud completa de
cada una de estas cadenas con los ídolos llega a las 10 ¼ pulgadas. Casi todos
estos ídolos tienen algo de figura humana pero la cabeza de lechuza, con sus
dos grandes ojos, es inconfundible. Su anchura en la parte inferior es
aproximadamente de 9/10 de pulgada. Entre estos adornos para las sienes hay
47 cadenillas colgantes decoradas con hojas cuadradas; en el extremo de cada
cadenilla hay un ídolo de la diosa de Ibón de unos 3/4 de pulgada de largo. La
longitud de estas cadenillas con los ídolos no llega a las 4 pulgadas.

Una magnífica diadema, toda ella de oro, descubierta por Schliemann en Troya

La otra diadema mide 20 pulgadas de largo y consta de una cadena de oro


de la que penden a cada lado ocho cadenas completamente cubiertas de
pequeñas hojas del mismo metal para adornar las sienes y, al extremo de cada
una de las dieciséis cadenas, cuelga un ídolo de oro de 1 ¼ pulgadas de largo
con la cabeza de la diosa protectora de Ilión. Entre estos ornamentos de
cabeza hay además 74 cadenillas, de unas 4 pulgadas de longitud, cubiertas

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con hojas de oro, que caen por la frente y, al extremo de estas cadenas, cuelga
una hoja doble de aproximadamente 3/4 de pulgada de longitud.
El broche άμπυξ tiene más de 18 pulgadas de longitud y 1/2 pulgada de
anchura y tiene tres perforaciones en cada extremo. Ocho filas cuádruples de
piedras la dividen en nueve secciones, cada una de las cuales contiene piedras
grandes, quedando el borde adornado por una fila ininterrumpida de pedrería.
Solo dos de los cuatro pendientes son exactamente iguales. De la parte
superior, que tiene casi la forma de una cesta y está decorada con dos filas de
motivos en forma de cuentas, cuelgan seis cadenillas sobre las cuales hay tres
pequeños cilindros. Unidos al extremo de las cadenas se hallan los pequeños
ídolos de la diosa protectora de Troya. La longitud de cada pendiente es de 3
½ pulgadas. La parte superior de los otros dos pendientes es más grande y
más gruesa pero tiene igualmente la forma de una cesta y de ella penden cinco
cadenillas enteramente cubiertas con pequeñas hojas redondas a las que
quedan sujetos otros ídolos, pequeños pero más impresionantes, de la
divinidad protectora de Ibón. La longitud de uno de estos colgantes es de 3 ½
pulgadas, la del otro algo más de 3 pulgadas.
De los seis brazaletes de oro, dos están cerrados y son bastante sencillos
teniendo un espesor aproximado de un quinto de pulgada. Un tercero está
también cerrado pero está formado por una franja adornada de 1/25 de
pulgada de espesor y 1/4 de pulgada de anchura. Los otros tres son dobles y
tienen los extremos redondeados y provistos de una cabeza. Las princesas que
llevaron estos brazaletes debieron tener por lo general manos menudas, pues
son tan pequeños que una niña de diez años habría tenido dificultades para
ponérselos.
Los otros 56 pendientes de oro son de diversos tamaños y tres de ellos
parecen haber sido usados también por las princesas de la familia real como
anillos de mano. Ni uno solo de los pendientes se parece por su forma a los
pendientes helenos, romanos, egipcios o asirios. Veinte de ellos terminan en
cuatro hojas, diez en tres hojas, colocadas unas junto a otras y soldadas entre
sí. Esto les da un aspecto muy similar al de aquellos pendientes de oro y
«electrum» que encontré el pasado año a una profundidad de 9 a 13 metros.
Otros dieciocho pendientes terminan en seis hojas, en cuya base hay dos
pequeños botones, en el centro, dos filas de cinco pequeños botones cada una
y, en el extremo, tres pequeños botones. Dos de los anillos más grandes, que
debido al espesor que presentan en uno de los extremos, sin duda alguna no
pudieron ser usados como pendientes y parecen haber sido exclusivamente
anillos de mano, terminan en cuatro hojas. En la base de estas hay dos, en el

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medio tres y, al final, dos pequeños botones. De los restantes pendientes dos
tienen la forma de un tres y cuatro la forma de dos serpientes bellamente
adornadas y entrelazadas.
Además de los pendientes, un gran número de otros ornamentos,
ensartados en hilos o sujetos sobre cuero, fueron depositados dentro del
mismo vaso grande de plata. Encima y debajo de ellos, como ya he dicho,
encontré 8.750 objetos pequeños, tales como anillos de solo 1/8 de pulgada de
diámetro; dados perforados, lisos o en forma de pequeñas estrellas dentadas
de 1/6 de pulgada de diámetro; prismas de oro perforados de 1/10 de altura
por 1/8 de pulgada de anchura, decorados longitudinalmente con ocho o
diecisiete incisiones; pequeñas hojas de aproximadamente 1/5 de pulgada de
longitud y 1/8 de pulgada de anchura y taladradas longitudinalmente con un
orificio para ensartarlas; pequeños colgadores de 1/5 de pulgada de largos,
con un botón en un lado y un orificio en el otro; prismas perforados de
aproximadamente 1/5 de pulgada de largo y 1/10 de pulgada de ancho; anillos
dobles o triples de oro soldados entre si y de solo 1/4 de pulgada de diámetro,
con orificios en ambos lados para ensartarlos; botones de oro o clavos de 1/5
de pulgada de altura en cuyo centro presentan un orificio de 1/10 de pulgada
de ancho para coserlos; botones dobles de oro, exactamente iguales que los
gemelos de camisa, de 3/10 de pulgada de largo, que, sin embargo, no van
soldados sino simplemente pegados pues de la cavidad que forma el primer
botón sale un tubo (αύλίαχος) de casi 1/4 de pulgada de largo y del otro un
alfiler (έμβολον) de la misma longitud de tal forma que el alfiler se introduce
simplemente en el tubo para formar así el botón doble. Estos botones dobles o
gemelos solo pueden haber sido utilizados probablemente para adornar
artículos de cuero, por ejemplo, o como sujetadores (τελαμώνες) de espadas,
escudos o cuchillos. Yo encontré en el vaso también dos cilindros de oro de
más de 1/10 de pulgada de espesor y 3/4 de pulgada de largo. También un
pequeño camafeo de oro de más de 4/5 de pulgada de longitud y de 6/100 a
8/100 de pulgada de grueso que tiene en un extremo un orificio para colgarlo
y en el otro seis incisiones en espiral que dan al objeto la apariencia de un
tornillo aunque esto solamente es perceptible mediante una lupa. También
encontré en el mismo vaso dos piezas de oro, una de las cuales mide 1/7 de
pulgada y la otra más de 2 pulgadas de longitud; cada una de ellas tiene 21
perforaciones.

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Valiosísimos objetos de oro y plata, hallados por Schliemann, creyendo que se
trataba del tesoro del rey Príamo. Sin embargo, poco antes de la muerte del genial
arqueólogo, otros investigadores demostraron que estos bienes pertenecían a un rey
anterior.

La persona que se esforzó por salvar el tesoro tuvo afortunadamente la


presencia de ánimo para colocar verticalmente en la cesta el vaso de plata que
contenía los valiosos objetos mencionados anteriormente, de forma que no
llegó a caerse una sola cuenta y todo pudo conservarse intacto.

Troy and lis Remains, 1875

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Un tesoro robado

HEINRICH SCHLIEMANN

Voy a referirme ahora a tres tesoros más pequeños, encontrados a finales


de marzo de 1873, a una profundidad de 30 pies en el lado este de la casa real
y muy cerca de ella, por dos obreros, uno de los cuales vive en Yeni Shehr y
el otro en Kalifatli. Uno de estos tesoros fue hallado dentro del vaso con
cabeza de lechuza N.º 232 que estaba cerrado por el pie puntiagudo de otro
vaso; los otros dos, junto con el hacha de guerra N.º 828, al lado del primero.
Pero como las declaraciones de los obreros difirieron en cuanto a los objetos
particulares contenidos en cada tesoro, solo puedo describirlos aquí
conjuntamente. Los dos trabajadores robaron y se repartieron los tres tesoros
y, probablemente, no habría tenido noticia de este hecho a no ser por la feliz
circunstancia de que la mujer del obrero de Yeni Shehr, a quien en el reparto
del botín le habían correspondido todos los objetos comprendidos entre los
Ns. 822 y 833 y dos pendientes con los Ns. 832 y 833, tuvo la osadía de
pasearse un día con los pendientes y colgantes Ns. 822 y 823. Esto excitó la
envidia de sus compañeras y fue denunciada a las autoridades turcas de Koum
Keleh, que detuvieron a ambos cónyuges en la cárcel. Ante la amenaza de que
su marido sería ahorcado si no entregaba las joyas, confesó el lugar en donde
estaban escondidas. Gracias a ello se recuperó de una sola vez esta parte del
tesoro que ahora se exhibe en el Museo Imperial de Constantinopla. El
matrimonio también denunció a su cómplice de Kalifatli pero las autoridades
llegaron aquí demasiado tarde pues este había mandado fundir su parte del
botín a un orfebre de Ben Kioi, que por deseo de aquel lo había convertido en
un collar muy grande, ancho y pesado, con vulgares adornos de flores al estilo
turco. Por ello, esta parte del tesoro se perdió definitivamente para la ciencia.
Esa es la razón de que pueda solamente representar aquí la parte que fue
sustraída por el ladrón de Yeni Shehr que está expuesta al público en el
Museo de Constantinopla. Como ambos ladrones declararon separadamente
bajo juramento, ante las autoridades de Koum Kaleh, que el vaso con figura
de lechuza N. 232 y parte del oro habían sido hallados cerca del manantial y
al oeste del mismo y los dos tesoros restantes junto al primer tesoro indicando

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el lugar exacto del descubrimiento, no existe duda alguna en cuanto a la
veracidad de sus afirmaciones.

Ilios, 1880

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Un gobierno micénico

HEINRICH SCHLIEMANN

Micenas, 6 de diciembre de 1876

Por primera vez desde su captura por los argivos en el año 468 antes de
Cristo y por primera vez en 2.344 años, la Acrópolis de Micenas tiene una
guarnición cuyas luminarias, visibles de noche por toda la llanura de Argos,
nos trae a la memoria la guardia que esperaba el regreso de Agamenón de
Troya y las señales que advirtieron a Clitemnestra y a su amante que aquel se
aproximaba. Pero esta vez el objeto de la ocupación llevada a cabo por la
soldadesca tiene un carácter más pacífico, pues pretende simplemente inspirar
temor entre los campesinos e impedirles realizar excavaciones clandestinas en
las tumbas o aproximarse a ellas mientras estamos trabajando…

Vista de la entrada a la Acrópolis y Cementerio Real de Micenas, una de las


excavaciones iniciadas por Schliemann y en las que evidentemente dejó correr su
fantasía al interpretarlas.

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Del tercer cuerpo, hallado al extremo norte de la tumba, se ha conservado
maravillosamente su rostro redondo, con toda la carne bajo su pesada máscara
de oro. No presentaba vestigios de cabello pero se veían perfectamente los
dos ojos y también la boca que, debido al enorme peso que había tenido que
soportar, estaba completamente abierta, y enseñaba treinta y dos dientes
perfectos. Todos los médicos que examinaron el cadáver dedujeron de estos
que el hombre debió de haber muerto a la temprana edad de treinta y cinco
años. La nariz había desaparecido enteramente. El cuerpo, al ser demasiado
largo para el espacio existente entre las dos paredes interiores de la tumba,
tenía la cabeza aplastada de tal modo contra el pecho que la parte superior de
los hombros formaba una línea casi horizontal con el ángulo de la cabeza. No
obstante, la gran coraza de oro había protegido tan poco el pecho que en
muchos sitios se veía la parte interior de la columna vertebral. En su
deformado y mutilado estado, el cuerpo medía solamente 2 pies y 4 ½
pulgadas desde lo alto de la cabeza hasta el principio del bajo vientre; la
anchura de los hombros no excedía de 1 pie y 1 ¼ de pulgada y la del pecho
de 1 pie 3 pulgadas; pero el fémur no ofrecía dudas sobre las proporciones
reales del cuerpo. La presión de los escombros y las piedras fue tan grande
que el espesor del cadáver había quedado reducido a 1 y a 1 ½ pulgada. El
color del cuerpo recordaba considerablemente el de las momias egipcias. La
frente estaba adornada con una hoja de oro, redonda y plana, y otra todavía
más larga descansaba sobre el ojo derecho. También vi una hoja grande y otra
pequeña de oro sobre el pecho, debajo de la gran coraza de oro, y una grande
exactamente encima del muslo derecho.

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La llamada máscara de Agamenón, en lámina de oro, uno más de los extraordinarios
y ricos ejemplares que formaban parte de los ajuares de muchos enterramientos del
mundo micénico.

La noticia de que había sido hallado el cuerpo bastante bien conservado


de un hombre de la época de los héroes mitológicos, cubierto con ornamentos
de oro, se extendió por la Argólida como un reguero de pólvora y la gente
acudió a millares desde Argos, Nauplia y desde los pueblos circundantes para
ver el maravilloso descubrimiento. Pero, no habiendo nadie que supiera
conservar el cadáver, envié a por un pintor para que, al menos, hiciese una
pintura al óleo ya que tenía miedo de que el cuerpo se hiciera pedazos.
Gracias a ello, puedo dar ahora una descripción fiel del cadáver después de
que le fueron quitados todos los ornamentos de oro. Pero afortunadamente

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resistió durante dos días y un químico de Argos, llamado Spiridon Nicolaou,
le dio consistencia y solidez mediante un baño de alcohol en el que
previamente se había disuelto resina elástica. Como no parecía haber guijarros
debajo pensamos que podríamos levantarlo sobre una plancha de hierro; pero
esto fue un error porque pronto comprobamos que debajo del cuerpo había el
típico lecho de piedras, todas más o menos incrustadas en la roca blanda por
el enorme peso que había presionado durante siglos sobre ellas. Todos los
intentos realizados para deslizar la plancha de hierro debajo de los guijarros
con objeto de levantarlos juntos con el cadáver fallaron completamente. No
quedó, pues, otra alternativa que abrir una pequeña fosa en la roca rodeando
al cadáver y hacer desde allí una incisión horizontal, como si cortásemos una
plancha, de dos pulgadas de espesor. Luego teníamos que levantarlo todo
junto con los guijarros y el cadáver, colocarlo sobre el tablón resistente, hacer
en torno suyo una caja bien sólida y enviarlo al pueblo de Charvati, de donde
sería reexpedido a Atenas tan pronto como la Sociedad Arqueológica hubiese
conseguido un sitio adecuado para las antigüedades micénicas. Con los
miserables instrumentos de que disponíamos no fue tarea fácil separar
horizontalmente de la roca la plancha de piedra pero aún fue mucho más
difícil trasladarla en la caja de madera desde el profundo sepulcro hasta la
superficie y transportarlo a hombros durante más de una milla hasta Charvati.
Pero el capital interés que este cadáver tiene para la ciencia y la incierta
esperanza de conservarlo hizo que toda aquella tarea nos pareciera fácil.

Mycenae, 1878

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Al buscar la tumba de Agamenón, Schliemann se basó en los escritos de Pausanias,
según el cual la tumba se hallaba cerca de la puerta de los Leones, y allí empezó
Schliemann las excavaciones. Arriba, plano de la ciudad tomado de su libro sobre
Micenas.

A SU MAJESTAD EL REY JORGE DE LOS HELENOS, ATENAS

Es un gran honor para mí informar a Su Majestad de que he descubierto


las tumbas que la tradición, de acuerdo con las afirmaciones de Pausanias,
consideraba como los sepulcros de Agamenón, Casandra, Eurimedón y sus
amigos, todos asesinados en el banquete ofrecido por Clitemnestra y su
amante Egisto. Las tumbas se hallan dentro de un doble anillo de losas

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paralelas que pudieron erigirse para algo más que en honor de los nobles
personajes anteriormente mencionados. En el interior de las tumbas encontré
una gran cantidad de objetos preciosos formada por piezas arcaicas de oro
macizo. Solamente estas bastarían para llenar un gran museo que sería la
maravilla del mundo y que, en los siglos venideros, atraería hacia Grecia a
miles de visitantes de todos los países. Puesto que solo el amor al saber
impulsa mis investigaciones, no pretendo, naturalmente, reclamar derecho
sobre este tesoro, que me honro en entregar intacto a Grecia. Quiera Dios que
este tesoro dé origen a una época de prosperidad nacional.

Henry Schliemann

Micenas, 16 (28) de noviembre de 1876

Respuesta de Su Majestad:

AL DOCTOR SCHLIEMANN, ARGOS

Tengo el honor de informarle que Su Majestad el Rey ha recibido su


despacho y me ha dado instrucciones para que le exprese su reconocimiento
por su difícil labor y dedicación al estudio y le felicite por sus valiosos
descubrimientos. Su Majestad hace votos para que sus futuras empresas se
vean siempre coronadas con éxitos semejantes.

Secretario de Su Majestad el Rey de los Helenos.

A. Calinskis

Mycenae, 1878

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Winckelmann en Herculano

JOHANN JOACHIM WINCKELMANN

JOHANN JOACHIM WINCKELMANN (1717-1768) nació en Stenddl, Sajonia


prusiana. Sus primeros estudios de literatura clásica despertaron en él el
deseo de visitar Roma y, en 1754, fue nombrado bibliotecario del Cardenal
Passionei, convirtiéndose al catolicismo y estableciéndose en Italia. Por
aquel tiempo se efectuaron grandes descubrimientos en Pompeya y
Herculano pero los hallazgos eran guardados celosamente por los
excavadores que no permitían a los observadores penetrar en los yacimientos
ni en los talleres. Winckelmann, con su característica habilidad, consiguió
eludir esta prohibición lo suficiente como para reunir material para varias
publicaciones.
En 1768 fue a Viena en donde fue recibido y agasajado por María Teresa
pero las recompensas pecuniarias que aceptó por su trabajo prepararon su
ruina; en su viaje de vuelta se mostró tan espléndido con su dinero durante su
estancia en una fonda de Trieste que dio lugar a que un ladrón le atacara
causándole la muerte. Fue el primer arqueólogo que estudió la evolución del
arte antiguo y que intentó la deducción lógica de la historia y el trasfondo
social del mundo antiguo a través de los restos que les sobrevivieron.

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Johann Joachim Winckelmann, otro de los héroes legendarios de la arqueología y
uno de sus primeros sistematizadores.

Un pozo abierto por orden del príncipe de Elbeuf, a una corta distancia de
su casa, fue lo primero que dio ocasión al descubrimiento que ellos
perseguían entonces. El príncipe había levantado esta casa con la intención de
convertirla en su residencia permanente. Estaba situada detrás del convento
franciscano donde, cerca del mar, terminaba la roca de lava. Después pasó a
ser propiedad de la casa Falletti de Nápoles a quien se la compró el rey de

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España para convertirla en un lugar de pesca. El pozo en cuestión había sido
horadado cerca del jardín de los carmelitas descalzos. Para hacerlo, habían
realizado excavaciones a través de la lava, hasta llegar a la roca viva donde
los obreros encontraron, bajo las cenizas del monte Vesubio, tres grandes
estatuas vestidas de mujer. Asistiéndole el derecho para ello, el Virrey de
Austria las reclamó y al entrar en posesión de estas, las envió a Roma para
que fueran restauradas, ofreciéndoselas como presente al príncipe Eugenio,
que las colocó en su jardín de Viena. A su muerte, su heredera las vendió al
rey de Polonia por seis mil coronas o florines, no puedo precisarlo con
exactitud. Siete años después de mi salida hacia Italia, se encontraban en un
pabellón del gran jardín real, en las afueras de la ciudad de Dresde, junto con
las estatuas y bustos del palacio de Chigi, por las que el último Augusto, rey
de Polonia, había dado sesenta mil coronas. Esta colección fue incorporada a
ciertos monumentos antiguos que el Cardenal Alejandro Albani había cedido
al mismo príncipe por diez mil coronas.

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Uno de los pozos abiertos en Herculano con los que se abría el acceso a las ruinas y
riquezas de la ciudad sepultada por las cenizas del Vesubio.

Al descubrir estas antigüedades, se dieron órdenes al príncipe de Elbeuf


de no seguir excavando. Sin embargo, tuvieron que pasar treinta años antes de
que se tuviesen nuevas noticias sobre las mismas. Al fin, después de haber
conquistado Nápoles y tan pronto como consiguió pacificarlo, el rey de
España fijó en Pórtico su residencia de primavera. Y, como continuaba
existiendo el pozo, ordenó que prosiguieran los trabajos en el fondo del
mismo hasta alcanzar algunos de los antiguos edificios sepultados. Esta
excavación existe todavía. Atraviesa perpendicularmente la lava hasta llegar
al centro del teatro (el primer edificio descubierto) que no recibe más luz que

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la que entra por el citado pozo. Aquí se descubrió una inscripción que llevaba
el nombre de Herculano, lo que dio lugar a numerosas conjeturas sobre el
descubrimiento e indujo al soberano a ordenar que prosiguieran con la
excavación.
La dirección de este trabajo fue confiada a un ingeniero español llamado
Joaquín Roche Alcubierre que había seguido al rey hasta Nápoles y que ahora
es coronel y jefe del cuerpo de ingenieros de Nápoles. Este hombre, del que
(utilizando el proverbio italiano) podría decirse que sabía tanto de antigüedad
como la luna de langostas ha sido, con su incompetencia, el culpable de que
se perdiesen muchas antigüedades. Un simple hecho bastará para demostrarlo:
Habiendo descubierto los obreros una gran inscripción pública (desconozco a
qué edificio pertenecía) en letras de bronce de dos palmos de altura, ordenó
que se arrancasen estas letras de la pared sin antes hacer una reproducción de
las mismas y las arrojó atropelladamente a un cesto, presentándolas luego en
aquel estado al rey. Posteriormente quedaron expuestas durante muchos años
en el gabinete, donde todos tenían libertad para colocarlas en el orden que
creyeran más conveniente. Alguien pensó que componían las palabras IMF.
AUG. Explicaré más tarde cómo trataron una cuadriga de bronce siguiendo
las orientaciones del mismo ingeniero.
Con el tiempo el Sr. Roche llegó a ocupar un cargo más elevado y la
supervisión y dirección de los trabajos en cuestión fueron confiados a un
funcionario suizo llamado Charles Weber, que ahora es Alcalde. Y a su buen
juicio debemos agradecer todos las acertadas iniciativas adoptadas desde
entonces para sacar a la luz este tesoro de antigüedades. Lo primero que hizo
fue levantar un plano exacto de todas las galerías subterráneas y de los
edificios a donde estas conducían. Hizo más inteligible este plano mediante
una minuciosa descripción histórica de todo el hallazgo. En él puede verse la
antigua ciudad libre de todos los escombros que en realidad la desfiguran. El
interior de los edificios, la mayoría de las habitaciones privadas y los jardines,
así como los lugares donde se encontraron los objetos recuperados, aparecen
en este plano exactamente igual que si estuvieran completamente al
descubierto. Pero nadie está autorizado a ver dichos dibujos.

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Plano de Herculano, en el que pueden apreciarse los lugares excavados y el
emplazamiento de la actual población de Resina.

El feliz resultado de los trabajos emprendidos en Herculano determinó


nuevas excavaciones en otros lugares. Al hacerlo pudieron fijar la situación
de la antigua Stabies y en Pompeya llegaron, hasta los grandes restos de un
anfiteatro construido sobre una colina que destacaba parcialmente sobre la
superficie. En este lugar los trabajos de excavación resultaron bastante menos
costosos que los de Herculano, pues no había tanta lava que perforar. Los
trabajos subterráneos de Pompeya son más prometedores, pues no solo se
tiene la seguridad de estar avanzando lentamente hacia una gran ciudad sino
de haber descubierto la calle principal de ella que se extiende en línea recta.
Pero aunque estábamos seguros de encontrar tesoros desconocidos de
nuestros antecesores, los trabajos se ejecutaron con mucha lentitud e
indolencia, y no se utilizaron más que cincuenta hombres, incluyendo entre
ellos a los esclavos argelinos y tunecinos, empleados en todos estos trabajos
subterráneos. A pesar de las grandes dimensiones de la ciudad de Pompeya,

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en mi último viaje, no encontré más que ocho hombres trabajando en sus
ruinas.
Para compensar esta negligencia, en la actualidad se sigue un método de
excavación que hace prácticamente imposible dejar sin descubrir los lugares
más insignificantes. A ambos lados de un foso principal, que sigue una línea
recta, los hombres cavan diversos pozos alternativos de una longitud, anchura
y profundidad determinadas y, a medida que van avanzando extraen los
escombros de cada uno de esos pozos y los pasan al anterior. Este método se
sigue no solo con vistas a ahorrar gastos sino también con el objeto de
reafirmar la tierra de cada uno de los pozos con los escombros extraídos del
otro.

La excavación y limpieza de las viviendas de Herculano, cuya vida se interrumpió


bruscamente, constituyen una de las aportaciones más interesantes para el
conocimiento de la vida cotidiana en el mundo romano.

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Sé que a los extraños, particularmente los viajeros que solo pueden ver de
paso estas obras, les gustaría que se extrajeran todos los escombros para tener
la oportunidad de ver, como en el plano del que he estado hablando, el
interior de toda la ciudad subterránea de Herculano. Ellos podrán poner
reparos a este capricho de las autoridades y de los que dirigen las obras. Pero
esto no es más que un prejuicio que desaparecería con un examen racional de
la naturaleza del lugar y otras circunstancias. Debo, sin embargo, coincidir
con los extranjeros en lo que respecta al teatro, pues debería haber quedado
completamente descubierto y habría justificado sin duda los gastos. Estoy,
pues, muy lejos de sentirme satisfecho ante el hecho de que se hayan
descubierto solamente las gradas, cuya forma podría deducirse fácilmente
siguiendo el ejemplo de los numerosos teatros antiguos que todavía existen.
Sin embargo, han dejado el escenario como lo hallaron a pesar de constituir la
parte más importante de todo el edificio y la única de la que no tenemos ideas
claras ni precisas. Han hecho algo, es cierto, para dar satisfacción al curioso y
al entendido, al haber despejado los peldaños que conducen desde la arena o

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foso al escenario. Por ello, es de esperar que algún día podremos contemplar
en su totalidad el teatro de Herculano, aunque ello solo sea posible penetrando
en los subterráneos donde está situado.
Y a los que desearían poder ver la ciudad entera, les ruego que tengan en
cuenta que solamente han podido conservarse los muros, al haber cedido los
tejados de las casas ante el enorme peso de la lava que cayo sobre ellos. Por
otra parte, como las paredes que contienen pinturas han sido separadas y
sacadas de allí a fin de que estas piezas inestimables no resultaran dañadas
por el aire o la lluvia, solamente podrían contemplarse en su integridad los
muros de las casas más pobres y humildes. Dejo ademas a cada cual que
juzgue por sí mismo lo caro que resultaría quitar una costra de lava tan gruesa
y de dimensiones tan enormes y extraer la enorme cantidad de cenizas
acumuladas debajo. Y, después de todo, ¿qué ventaja obtendríamos de ello?
Solo la de ver al descubierto un conjunto de viejas paredes ruinosas,
destinadas exclusivamente a satisfacer la curiosidad enfermiza de algún
«entendido», sacrificando para ello una ciudad populosa y bien construida. Es
cierto que el teatro, podría haber quedado enteramente al descubierto a costa
de sacrificar tan solo el jardín bajo el que se encuentra y que pertenece a los
carmelitas descalzos.
Los que deseen ver muros de edificios antiguos enterrados, idénticos a
estos, pueden satisfacer su curiosidad en Pompeya. Pero a excepción de los
ingleses, son pocas las personas que tienen la suficiente resolución para viajar
tan lejos con ese propósito. En Pompeya puede excavarse el terreno, sin
riesgo alguno y a bajo coste, pues la tierra que cubre esta ciudad tiene escaso
valor. Antiguamente, es cierto, solía producir un vino delicioso pero el que
produce en la actualidad es tan mediocre que el país apenas se perjudicaría si
se destrozasen por completo sus viñedos. Debo añadir que esta región se halla
más expuesta que cualquier otra a esos efluvios que sus moradores llaman
«Musseta» y que queman todos sus productos agrícolas. He tenido la
oportunidad de comprobarlo en numerosos olmos que hace seis años
presentaban un aspecto vigoroso. Estas emanaciones preceden generalmente a
una erupción y empiezan a ser percibidos en las capas subterráneas. Por esta
causa, unos días antes de la última erupción, algunos de los habitantes de esta
zona murieron al entrar en sus sótanos.
La indolencia con que se llevan estos trabajos hace suponer que un
espléndido campo de descubrimientos quedará para la posteridad. Sin duda
alguna, en Pozzuoli, Baiae, Cuma y Miseno, donde los romanos tuvieron sus
poblaciones más importantes, seria posible descubrir, por el mismo sistema,

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tesoros arqueológicos tan considerables como estos. Pero la Corte se siente
tan satisfecha con los descubrimientos que ahora se realizan, que ha prohibido
hacer excavaciones en ningún otro sitio más allá de una profundidad
determinada. Es cierto que en los distritos a que me he estado refiriendo
existen edificios antiguos, hasta ahora poco o nada estudiados, según
demuestra el hecho que voy a referir. Un capitán inglés, cuyo barco llegó hace
dos años a estos lugares, descubrió debajo de Baiae una espaciosa y hermosa
sala, accesible solo por el mar, en la que se conservaban todavía bellos
ornamentos en estuco. Fue solo después de mi regreso a Nápoles cuando oí
hablar del descubrimiento, que, sin embargo, solo conozco a través de sus
gráficos. Mr. Adams, de Edimburgo, Escocia, me lo explicó todo
detalladamente. Es un amante de las artes y piensa visitar Grecia y Asia
Menor.

A Critical Account of the Situation and Destruction of


Herculaneum and Pompeii, 1771

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Los cadáveres en yeso de Pompeya

AUGUSTUS GOLDSMIDT, hizo el siguiente informe sobre el hallazgo en


Pompeya de algunos esqueletos en el curso de la primavera de este año.

Coincidiendo con mi estancia en Roma y cediendo al deseo de algunos


amigos el pasado invierno realicé una breve excursión desde Lent a Nápoles,
impaciente por regresar con un informe personal sobre unos interesantes
hallazgos de restos humanos que últimamente se habían efectuado en
Pompeya.

«Gracias a la amabilidad del Sr. Vertumni, un artista romano de cierto


prestigio que residía en Nápoles, pude presentarme a Cavaliere Fiorelli, el
director oficial de los trabajos, quien me invitó a participar en una visita de
exploración a las ruinas de Pompeya que se proyectaba para aquellos días.

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Pompeya, una de las primeras ciudades turísticas, muestra a la vez el lujo y
esplendor en que vivía la burguesía romana.

Después de visitar varias de las calles y sectores de la ciudad que habían


sido descubiertos anteriormente, pasamos a un pequeño museo que el Sr.
Fiorelli había organizado con la esperanza de mantener en el lugar donde
fueron hallados los numerosos e interesantes objetos que diariamente son
sacados a la luz en el curso de los sondeos, llevados a cabo más
concienzudamente que nunca, desde la subida al poder del actual Gobierno
italiano. En dos de las salas del museo los cuerpos han sido depositados
procurando mantenerlos, dentro de lo posible, en las mismas posturas en que
fueron hallados.

Página 82
Una curiosa fotografía del plano de la ciudad.

Estoy muy agradecido a la amabilidad y cortesía de Cavaliere Fiorelli que


me facilitó toda la información sobre estos descubrimientos y me permitió
examinar los diarios que se conservan sobre el desarrollo y resultados de los
trabajos.
Parece ser que a principios de febrero pasado, mientras se extraía la tierra
suelta que ahora cubre los restos de Pompeya, fueron encontrados los restos
de una talega de tela que contenía varias monedas, ornamentos y dos llaves de
oro. Por accidente un obrero abrió junto a este objeto un agujero con su
piqueta y al examinarlo el Sr. Fiorelli comprobó que existía una cavidad de
cierta extensión. Por algún tiempo, había acariciado la idea de que hubiese
cuerpos humanos enterrados en las ruinas de la ciudad, cuyos restos podrían
haber desaparecido dejando sus huellas en la capa de arena. Por ello hizo
verter en la cavidad sulfato cálcico en estado muy fluido mientras aplicaba
una fuerte corriente de aire para que el yeso líquido penetrase hasta el centro
de la cavidad.
Tan pronto como la cavidad estuvo llena de yeso fue retirando
cuidadosamente la tierra que la rodeaba. Las cenizas en que estaban
enterrados los cuerpos debieron estar sometidas durante algún tiempo a un

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estado de humedad endureciéndose gradualmente y a medida que las partes
blandas de los cuerpos fueron descomponiéndose y encogiéndose se formó un
hueco entre los cadáveres y el suelo. Esto formó la cavidad donde se vertió el
yeso. En las partes óseas, al ser muy pequeño el espacio que quedó vacío, la
capa de yeso es considerablemente delgada y muchas partes de las
extremidades y del cráneo han quedado al descubierto.
Estas cenizas habían recubierto los cadáveres completamente y el vaciado
está hecho de forma tan perfecta que el tejido de las prendas interiores,
calzones y vestiduras interiores con mangas puede verse claramente. Los
cuerpos, como puede apreciarse, presentan un aspecto entumecido en la
región abdominal, como si hubieran sufrido los efectos del agua.

Los cadáveres en yeso de Pompeya. Sepultados por las cenizas que actúan de molde,
nos es fácil revivir hoy toda la tragedia de estos seres, otros más de los muchos que
murieron como consecuencia de la violenta erupción del Vesubio.

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En la primera habitación se encuentra la figura de una mujer, al parecer de
unos treinta años o más, que está acostada sobre el lado derecho en una
posición algo contorsionada. Tiene levantada la mano izquierda y en el dedo
meñique lleva un anillo bastante corroído, al parecer de plata. La cabeza está
echada hacia atrás y pueden verse todavía sus cabellos, que parecen muy
abundantes. Los pliegues del vestido se distinguen con bastante claridad. Los
huesos de los pies están extendidos rígidamente. Las articulaciones de los
tobillos y muñecas y las falanges de los dedos tienen un aspecto delicado y
sus pulgares finos, largos y bien proporcionados parecen indicar que su
alcurnia era muy superior a la de las otras mujeres que describiremos.
En la habitación siguiente hay dos estantes: en el primero se encuentra el
cuerpo de un hombre que está acostado de espaldas y recoge con una mano su
ropa interior hasta el pecho, dejando desnuda toda la parte inferior de su
cuerpo, de muy bellas proporciones. Un detalle curioso, todavía apreciable, es
que el vello de la región púbica está afeitado formando un semicírculo, como
puede verse en las estatuas y que, según creo, se ha considerado siempre
como un simple convencionalismo escultórico. El otro brazo está extendido,
el puño cerrado con fuerza y las extremidades revelan una actitud de rigidez
próxima al paroxismo. Estas circunstancias, así como la expresión de dolor y
espanto que se observa claramente en su semblante, parecen demostrar que el
infortunado murió consciente del terrible fin que estaba viviendo y contra el
cual luchó en vano. Los huesos de los pies quedan al descubierto.
Sobre el otro anaquel, en la segunda habitación, yacen dos cuerpos de
mujer, probablemente de la familia de aquel hombre, según supone el señor
Fiorelli.

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Los dos yacen con la cabeza junto a los extremos opuestos de la mesa, de
forma que la parte inferior de uno queda paralela a la del otro. Se trata de una
mujer de unos 30 o 40 años, y de una muchacha de 15 a 16 años. La mujer
descansa sobre el lado izquierdo, con un brazo ligeramente levantado y el otro
junto al costado, según parece en una postura más cómoda que las dos figuras
antes descritas, como si hubiese sufrido menos.
La más joven descansa también sobre el lado izquierdo y por tanto con la
cabeza mirando en una dirección contraria a la de la otra mujer. Tiene
apoyada la cara sobre el brazo izquierdo para protegerse los ojos, y la postura
del brazo y la mano parecen indicar que sostuvieron un trapo o un pañuelo
contra su boca con objeto de protegerse de la cenizas que caían. Las formas
de estas figuras son más hermosas, especialmente la cintura y las nalgas que
están perfectamente modeladas. Las manos y los brazos son también muy
delicados aunque ambas mujeres parecen haber pertenecido a una clase social
inferior a la de la primera. La tela del vestido se distingue con claridad.
Debería haber dicho que en la de más edad se aprecia claramente que llevaba
una túnica, siendo también visibles las huellas de sus sandalias.
Son muy notables la simetría de la espalda y de los miembros de esta
mujer y lo mismo sucede con la joven ya aludida. Y teniendo en cuenta que
este hecho se repite en cuerpos tomados al azar, todo parece indicar que se
han conservado durante siglos para demostrar que los antiguos tuvieron
realmente aquella perfecta simetría que nos han transmitido a través de esas
magníficas estatuas que son todavía admiración del mundo y que,
posiblemente, no fueron una asociación de características de diferentes
individuos en una forma imaginaria.
Estos hallazgos son en muchos aspectos dignos de la atención de los
arqueólogos y han contribuido a aumentar el prestigio del Sr. Fiorelli, a cuya
penetración crítica son debidos».

Expresamos nuestro agradecimiento por sus revelaciones.

Proceedings of the Society of Antiquaries of London, 1863

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El descubrimiento de la Venus de Milo

CLAUDE TARRAL

Quizá la época más feliz que han vivido los arqueólogos ha sido la
segunda mitad del siglo XIX. La arqueología, considerada como medio de
estudio científico del pasado a través de sus reliquias y no como una simple y
fructífera fuente de piezas de colección, estaba todavía en su infancia y
ofrecía unas inmensas perspectivas al investigador y al excavador. Los
hallazgos de estos crearon la estructura sobre la que se ha reconstituido en
gran parte la cronología del mundo clásico. Pero dejando completamente al
margen el valor de estos descubrimientos como evidencia histórica, se han
recuperado estatuas que pueden catalogarse entre los grandes tesoros de la
humanidad en su dimensión puramente artística.

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La Venus de Milo, obra maestra del arte griego conservada en el Museo del Louvre y
cuya belleza muchos dudan pudiera superar cuando estaba completa.

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Hace exactamente cuarenta y cuatro años que el azar sacó a la luz la
encantadora Venus de Milo, la perla del Louvre. Desgraciadamente, este corto
período de tiempo ha presenciado la desaparición de los principales actores de
este magnífico triunfo sobre el paso del tiempo. El joven grumete Dumont
d’Urville, el primero que quedó impresionado por la belleza de esta preciosa
estatua, dibujándola y describiéndola con tanto acierto, encontró una trágica
muerte en un accidente ferroviario. Fauvel, último superviviente de la
expedición de Choiseul, el distinguido investigador Quatrèmere de Quincy, el
doctor Clarac, Forbin Janson, el Marqués de Rivière y Émeric David, ya no
están con nosotros. Marcellus, que tuvo el alto honor de recibir a la Venus y
transportarla a Francia, murió recientemente estando aún en lo mejor de la
vida. Por ello, para conseguir casi toda nuestra información hemos tenido que
limitamos a los relatos que ellos dejaron a la posteridad. M. Brest, el agente
consular de Francia en Melos, que desplegó tan elogiable energía en la
adquisición de la obra maestra, vive todavía pero ha cumplido ya los ochenta
y temo que su memoria ya no sea muy precisa. Esta convencido de que tanto
sus superiores como los historiadores le han tratado injustamente. Para él
nuestra arrebatadora diosa, lejos de ser un recuerdo gozoso es una fuente de
amargura. Teniendo en cuenta, sin embargo, que sus quejas no carecen de
fundamento, deberíamos compadecernos de este anciano venerable y mitigar
el sufrimiento de sus últimos años con la compensación adecuada.
M. Beulé declara abiertamente que Francia debe la Venus de Milo a Brest.
Este hecho exige una detallada exposición. Tengo ante mí un informe
absolutamente inédito, escrito hace dos años por M. Brest en el que declara
que hacia finales de 1819 «compró la inmortal Venus para Francia a un
campesino griego, llamado Theodore Kendrotas, por la suma de 600 piastras
más 18 piastras por el embalaje, un total de 618 piastras, equivalente en aquel
tiempo a la misma cantidad en francos». M. Brest trasladó luego la estatua a
su casa y la guardó a pesar de las amenazas del Príncipe Mourousi. Después
el torso fue robado y colocado a bordo de un barco inutilizado. M. Brest,
ayudado por el teniente Berranger y doce hombres de la tripulación de la
goleta «Estafette», la recobraron por la fuerza. Fue Brest también, quien se
dedicó a proteger a los principales ciudadanos de la isla de Melos contra la
venganza de Mourousi, viéndose obligado a pagar una multa de 6.000 piastras
que el déspota les impuso. Solo diez años después fue indemnizado M. Brest
por aquel gasto, pero entonces la diferencia en el cambio de moneda era ya
muy desfavorable para él y perdió 5.000 francos. Esta pérdida, junto con las
demás sumas gastadas, nunca le fueron compensadas. M. Brest dice aún que

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en ausencia del Marqués de Rivière, B. Beaurepaire, el encargado de negocios
de Constantinopla, concibió una estratagema para que entregase todos los
documentos y recibos que justificaban sus derechos. Estas son, en verdad,
serias acusaciones contra el difunto. Nosotros las aceptamos con reservas,
pues es factible que la memoria de M. Brest le haya conducido a errores
involuntarios. He aquí algunos datos que nos inducen a dudar de la exactitud
de sus declaraciones. En primer lugar, M. Brest nunca pidió una
rehabilitación pública por estas injurias que aseguraba haber sufrido.
Mantiene que compró la Venus hacia fines de 1819 y que tan pronto como fue
separada y levantada de su nicho se la llevó a su casa. Sin embargo, esta
última afirmación se contradice con lo que declaró Dumont d’Urville. Este,
por lo menos cuatro meses después (19 de abril de 1920), vio la parte superior
de la Venus en un cobertizo de un campesino griego y encontró la parte
inferior todavía en su nicho. M. Brest asegura también que no se encontraron
los brazos y d’Urville, por el contrario, vio dos brazos y una mano
sosteniendo una manzana, que fueron enviadas a Marcellus con la Venus y
otros fragmentos. M. Brest cita solo dos figuras de Hennes descubiertas con la
Venus. No obstante, había tres. Aquí hay suficientes pruebas de que M. Brest
está equivocado en ciertos detalles pero es posible que tenga razón en otros.
Corresponde a la Cancillería de Francia examinar sus pretensiones y si es
necesario ofrecerle una compensación honorable ya que sería vergonzoso para
este país que la ingratitud en un asunto semejante tuviese que enturbiar la
posesión de un monumento de gloria imperecedera.
He aquí un relato abreviado del descubrimiento de la Venus. Es muy
lamentable que las circunstancias del hallazgo estén pobremente
documentadas, pues existe un número de puntos arqueológicos de
importancia que se presentan muy oscuros. La primera descripción de la joya
del Louvre es la que brinda el joven d’Urville. Es todavía la mejor. Aunque
no es arqueólogo, su instinto de observación constituye un ejemplo para los
anticuarios. Su notable informe es poco conocido, cuando en realidad merece
un serio estudio. Como apoya mis conjeturas, citaré los pasajes más
importantes.

«En 19 de abril de 1820», dice d’Urville («Annales maritimes», Bajot,


1821, p. 150), «fui a examinar unos fragmentos clásicos, encontrados en
Melos poco antes de nuestra llegada. Unas tres semanas antes de nuestra
llegada a la isla, un campesino griego se hallaba cavando en su campo,
situado dentro de los límites del asentamiento de la antigua Melos, cuando
encontró unos trozos de piedra tallada. Como estos bloques son utilizados por

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sus moradores para construir casas y tienen cierto valor, se animó a cavar más
hondo y así vino a descubrir una especie de nicho en el que encontró una
estatua de mármol, dos figuras de Hermes y algunos otros fragmentos
también de mármol.
La estatua estaba compuesta de dos piezas unidas por medio de dos clavos
fuertes de hierro. El campesino, temeroso de perder el fruto de su labor se
llevó la parte superior de la estatua y las dos figuras de Hermes a un
cobertizo. La parte inferior permaneció en su nicho. Lo examiné todo
detenidamente y todas las piezas me parecieron de un bello estilo, en la
medida que mis pobres conocimientos de arte me permitían juzgarlas.
Medí las dos partes de la estatua separadamente y comprobé que tendría
unos 6 pies de altura. Representaba a una mujer desnuda. Su mano izquierda
estaba levantada sosteniendo una manzana y su mano derecha sostenía una
prenda confusamente plegada que caía descuidadamente desde la cintura
hasta los pies. Pero ambas manos se hallaban en mal estado y en realidad
separadas del cuerpo. El pie que le quedaba estaba desnudo. Las orejas,
perforadas, debían de haber llevado pendientes. Todos estos atributos parecen
suficientes para identificar a la Venus del juicio de París. Pero ¿dónde están
Juno, Minerva y el bello pastor? Es cierto que el aderezo de un borceguí y una
tercera mano fueron encontrados al mismo tiempo. Sin embargo, el nombre
de la isla, Melos, es muy afín a la palabra “melón”, que significa “manzana”.
¿No es probable que el principal atributo de la estatua indique esta relación
verbal?
Las dos figuras de Hermes que la acompañaban en su nicho no se
distinguen bien. Una está rematada por la cabeza de una mujer o un niño y la
otra tiene la cara de un anciano con una larga barba. Sobre la entrada del
nicho hay una losa de mármol de 4 ⅕ pies de longitud y 6 a 8 pulgadas de
anchura, que lleva una inscripción. De esta solo la mitad ha sobrevivido al
tiempo. El resto está borrado por completo. No puede calcularse el valor de
esta pérdida. Quizá podría habernos proporcionado un poco de luz sobre la
historia de esta isla, que según todos los indicios tuvo una época de
prosperidad pero cuya suerte después de la invasión ateniense, que duró
veintidós siglos, nos es completamente desconocida. Podríamos haber sabido,
al menos, con qué motivo y por quién fueron concebidas estas estatuas. Hice
una copia de la inscripción. El pedestal de una de las figuras de Hermes debió
de haber llevado también una inscripción pero las letras estaban demasiado
desgastadas para poder descifrarlas. Con ocasión de nuestro viaje a
Constantinopla el embajador me preguntó por esta estatua. Le expuse mi

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opinión y envié a M. Marcellus una copia del informe que usted acaba de leer.
A mi regreso, M. de Rivière me comunicó que había comprado la estatua para
el Museo. Supe entonces que M. Marcellus llegó a Melos en el mismo
momento en que la estatua esperaba ser embarcada con otro destino. Pero
después de varias dificultades, este amigo de las artes consiguió finalmente
salvar para Francia esta preciosa reliquia de la antigüedad».

De este modo el joven naturalista d’Urville vio personalmente la parte


inferior de la Venus en su nicho. Él afirma que la parte superior estaba unida
a la inferior por medio de unos fuertes clavos de hierro. Esto respaldaría la
creencia de que el campesino griego se las llevó y que la Venus estaba entera
y permanecía de pie como lo describe M. Brest. Pero otras versiones señalan
que la Venus fue encontrada en dos piezas separadas. Las claras huellas de un
azadón sobre el torso apoya esta última versión. D’Urville es más explícito en
el asunto de las dos manos, la izquierda sosteniendo la manzana, la derecha
sosteniendo la prenda. Yerra en la descripción de un Hermes, nuestro pequeño
Mercurio, que él toma por una mujer o un niño (error que revela la ausencia
de una preparación clásica). Él no pudo descifrar la inscripción de su base, lo
cual demuestra su falta de familiaridad con los estudios epigramáticos. La
copia que hizo de la inscripción de la losa de mármol situada encima del
nicho ha resultado ser muy valiosa, como explicaré más adelante. Es mi
opinión que Durmont d’Urville desempeñó un papel muy importante en la
adquisición de la Venus. M. Brest no gozaba de reputación en el mundo de las
artes, su opinión no pudo influir en el embajador en Constantinopla. Pero el
acertado criterio de d’Urville fue un poderoso factor en la salvación para
Francia de este excepcional monumento.
Respecto a la excavación de Melos, Marcellus nos ha dejado algunos
detalles que parecen exactos aunque contradicen a M. Brest.

«Hacia fines de febrero de 1820, un griego llamado Yorgos estaba


cavando en su campo cuando encontró una especie de nicho oblongo
construido en la roca. Consiguió despejar esta pequeña obra y también una
estrecha hornacina hundida 5 o 6 pies bajo la superficie del suelo. Allí,
tendida en un confuso montón, encontró la parte superior de la estatua, que se
llevó enseguida a la choza, tres figuras de Hermes, varios pies de estatuas y
otros fragmentos de mármol. Quince días después, prosiguiendo la búsqueda,
encontró la parte superior de la misma estatua y ciertas esculturas clásicas
fragmentadas». He aquí ahora la descripción de la Venus hecha, a la vista de
la misma, por Marcellus. «La estatua estaba formada por dos bloques, unidos

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por un clavo de hierro que no ha sido recuperado. Los pliegues de la tela que
caían sobre la cadera izquierda ocultaban la línea donde se unen las dos
piezas. Toda la mata de pelo (debemos entender por esta expresión el moño)
estaba suelta pero bastante bien conservada y era elegante en su estilo. Una
por una, sobre el puente de la goleta “Estafette”, desplegué las tres figuras de
Hermes y los fragmentos clásicos que me habían sido entregados». En una
nota Marcellus añade: «Sobre una losa de mármol de 4 ½ pies de longitud por
8 pulgadas de anchura habían varias palabras que parecían no tener ninguna
relación con la estatua. La inscripción, que estaba parcialmente borrada, fue
abandonada en Melos». ¡Qué cosa tan absurda! ¡Y el propio d’Urville, tan
inteligente, la había considerado muy importante y se lamentaba de su mal
estado! Marcellus hace esta observación: «Muchos volúmenes de
disertaciones en elogio de la Venus les han inducido a opinar así. Entre otras
cosas destacamos las páginas de Quatriéme de Quincy, Clarac y Saint-Victor,
llenas de exquisitez y erudición. Algunos bocetos presentando las diversas
posturas que pudo tener originalmente fueron mostrados al rey. Se intentó
adosar a los hombros de la estatua dos brazos y una mano sosteniendo una
manzana, solución que yo también rechacé. Pero era fácil darse cuenta que
estos brazos, toscamente modelados, solo pudieron pertenecer a la Venus en
un primer y rudo intento de restauración, atribuido al siglo octavo de la era
cristiana. Se ha demostrado (¿por quién?) que la estatua, recargada de túnicas,
collares y pendientes, representó a Panagia (la Virgen Santa) en una pequeña
iglesia griega cuyas ruinas contemplé en Melos». Aquí hay absurdos si se
quiere. La diplomacia no proporciona a un hombre los conocimientos
necesarios para ser considerado un arqueólogo aficionado. He citado estas
frases para demostrar que Marcellus no trajo a Francia realmente dos brazos
fragmentados con una mano sosteniendo una manzana, los brazos y la mano
que había descrito exactamente d’Urville. ¿Cómo pudo Clarac desconocer
este hecho y escribir lo siguiente?: «Se creía que el brazo izquierdo había
desaparecido completamente pero al visitar Melos para comprobar por sí
mismo todo lo que concernía a la estatua, el Marqués de Rivière emprendió
nuevas excavaciones y tuvo la suerte de encontrar los fragmentos de un brazo
y una mano. Estos, por la calidad del mármol y de su acabado, podían ser
atribuidos a aquella Venus y deducimos por los orificios del clavo y las
marcas de los rasguños que el brazo estaba unido a ella». ¿Son este brazo
izquierdo y esta mano los que citaba y devolvió Marcellus? Estudiando a
Marcellus y examinando la escultura de Venus donde se adosaba el fragmento
del brazo, uno se siente inclinado a tachar a Clarac de confuso. Sin embargo,

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yo he leído en el informe inédito de M. Brest que tenía instrucciones de M. de
Rivière de hacer nuevas excavaciones en Melos y que fueron hallados dos
brazos que M. Brest creyó pertenecientes a la Venus. «El brazo derecho
estaba dividido en tres piezas, con tres dedos cerrados y el pulgar e índice
unidos, sosteniendo algo al parecer». M. Brest afirma que él envió estos
fragmentos a Toulon a nombre de M. Bedfort.
En su informe inédito, M. Brest afirma que «la Venus no tenía brazos. El
desmoronamiento de la parte superior del nicho podría haberlos roto y haber
causado un ligero rasguño en la nariz de la estatua».

Existe un número de divergencias entre estos dos historiadores. M. Brest


afirma que la Venus no tenía brazos pero d’Urville los vio y dice que la mano
izquierda sostenía la manzana. Marcellus recibió los fragmentos de las manos
de M. Brest y los devolvió a Francia. Clarac habla de una mano izquierda con
una manzana. Pero para ser sinceros, M. Brest podría muy bien haberse
equivocado aquí. De no ser así, resultaría que los dos fragmentos de la Venus
que tenían la manzana fueron descubiertos en Melos. Hoy en el Louvre solo
se encuentra un trozo del brazo y de la mano izquierda. Yo he sacado un
molde de estas y no cabe duda de que pertenecen a nuestra estatua. Opino que
estas dos piezas son las mismas que vio y describió d’Urville y que fueron
devueltas a Francia por Marcellus. Clarac solo menciona un segundo brazo,
recuperado en la segunda excavación de Melos. M. Brest dice que él
descubrió dos. M. de Sartiges, embajador en Roma, visitó Melos hace algunos
años y me asegura que M. Brest le habló de los dos brazos que envió a
Francia. M. Gobineau, arqueólogo muy destacado además de diplomático
hábil, se encontró con Brest en Constantinopla a la vuelta de una misión en
Persia. M. Brest le reiteró las mismas afirmaciones relativas a los dos brazos.
Lo que es cierto es que varias piezas de la Venus, los fragmentos de un brazo
derecho y un brazo izquierdo, cuya mano sostenía una manzana, las tres
figuras de Hermes, un pedestal con una inscripción griega y parte de la base
de la estatua atravesaron el umbral del Museo de Louvre. Aquí debemos
admitir un hecho deplorable, inexplicable: hoy el museo ya no posee ni la
mano derecha, ni el fragmento de la base, ni el pedestal de Hermes-Mercurio
adornado con la inestimable inscripción griega. M. de Longpérier ha llevado a
cabo investigaciones exhaustivas para recuperarlos excavando incluso en los
pisos de los sótanos, todo ello sin resultado. Estos fragmentos se han perdido
para siempre. En el arte, como en la política, los prejuicios, la vanidad, el
orgullo profesional y la ignorancia desempeñan un gran papel. Los griegos y

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los romanos tenían mucha razón al hacer responder con su vida a los
guardianes de sus tesoros artísticos que cometieran un error.
En el reinado de Luis Felipe, un hombre de gran influencia en el Louvre
sugirió al rey la idea de hacerle unas magníficas cubiertas de mesa con los
monumentos antiguos de Egipto. El arte, dijo este doctor arquitecto, no
perdería nada con ello y el mobiliario de la Corona ganaría muchísimo. He
oído decir a un pintor de moda y elocuente orador que si él fuera director del
Louvre arrojaría a la calle aquellas desagradables figuras egipcias. ¿Cómo
podríamos explicar la misteriosa pérdida de estos fragmentos de la Venus? Se
insistió en que podían no haber pertenecido a la estatua original, que eran
restauraciones y, por ello, simples piezas de mármol carentes de valor. Clarac,
según cree, consideró importante la inscripción. Pero ello negaba la teoría de
que la Venus fueran obra de Praxíteles, Todo esto puso en peligro aquellos
fragmentos. ¡Su pérdida será un estigma perpetuo para las autoridades de
Louvre, ya que la peor mutilación de la Venus se produjo realmente dentro de
las paredes de este santuario de las artes!
Hace cuarenta y tres años, en estos salones, su distinguido secretario
permanente, Quatrèmere de Quincy, vino a rendir un brillante tributo a la
adorable Venus de Milo. Su inteligente y atractivo discurso impresionó
profundamente a su auditorio pues entonces, como ahora, la Venus era el
tema de conversación en los salones, la preocupación de todo artista. Su
terrible mutilación avivó la imaginación de los anticuarios. La gente se
preguntaba cuál era la postura de su orgullosa diosa antes del sacrilegio. Cada
uno tenía su propia versión y ¿quién mejor que el autor de «Júpiter Olímpico»
para aclarar tan intrincado problema? Quatrèmere explicó, con su
acostumbrada y lúcida erudición, que la noble estatua representó una vez a
Venus victoriosa, conversando con París o Marte, asegurando que era
creación de Praxíteles o de su escuela. Pero incluso la gran autoridad de
Quatrèmere no logró convencer al mundo. Clarac se opuso a la idea del grupo
propuesto por Quatrèmere, él creía que la estatua estaba sola pero relacionada
con otras figuras que podrían haber sido París y las dos diosas a quienes con
orgulloso desdén, mostraba la manzana, premio de su victoria. La solución de
Clarac duró poco tiempo. El investigador Millingen descubrió un medallón
corintio acuñado bajo S. Severo. En él una figura de mujer vestida sostiene un
escudo en sus manos en el que parece estar contemplando la imagen de su
rostro. Utilizando esto como guía, Millingen restauró la Venus de Capua, tan
parecida a nuestra famosa estatua. Pero olvidó que la base de la estatua de
Capua sostuvo una vez los dos pequeños pies de Cupido. No importaba. El

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pobre Clarac fue seducido por Millingen: la Venus de Milo, a su juicio, estaba
también contemplando la imagen de su rostro en el escudo. ¡Adiós a la
manzana, adiós al orgullo, adiós al desdén de la victoriosa diosa! Émeric
David afirmó que la Venus nunca había formado parte de un grupo, viendo en
ella una auténtica estatua. «Ella no representa a Venus sino a la ninfa de
Melos, es decir, a la personificación de la isla de Melos». M. Paillot de
Montabert dice que es más probable que sea una musa. ¿No podría haber sido
más bien una cortesana amante de la música Glicera de Argos, estatua
ejecutada por aquel Herodoto de Olinto que trabajó con Praxíteles en la
estatua de Friné? ¿No podríamos deducir lógicamente que sostenía la lira en
la mano izquierda mientras que con la derecha se disponía a tocar? ¿Quién se
atrevería a responder a estas preguntas? M. de Montabert dice solamente que
nuestra preciosa Venus «no es más que una copia que Herodoto de Olinto
habría rechazado». Finalmente, otros científicos de la talla de Montabert
suponen a la Venus en el acto de tensar un arco, de contemplar su imagen en
un espejo, o como una musa escribiendo la historia sobre una tabla que
ocultaría automáticamente su magnífico busto. En conclusión, nuestro
distinguido historiador nacional, M. Thiers, cree que la Venus es la Victoria
tocando la trompeta. Él me ha enseñado incluso el punto en que la trompeta
está unida a su rodilla. De este modo también este gran conocedor del arte
comete su propio «pecadillo»… (Aquí se interrumpe el manuscrito.)

Revue Archéologique, series IV, vol. VII, 1906

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El auriga de Delfos

El martes, 28 de abril de 1896, debe ser una gran jornada en los anales de
la gran excavación de Delfos. Ese día, el equipo que trabajaba en las ruinas de
la casa de Kounoupis, acababa de arrancar una conducción de agua de tosco
barro cocido, cuando apareció la parte inferior de una estatua de bronce (inv.
3.484), de 1,28 metros de altura, que llevaba una túnica caída en pliegues
«con la regularidad de las columnas jónicas en las estrías». Al lado
descubrieron la pata trasera, de tamaño natural, de un caballo, también de
bronce (inv. 3.485). Al mismo tiempo extrajeron de la tierra un bloque
labrado que llevaba la dedicatoria en verso (inv. 3.517). Una fotografía
tomada en el mismo momento del hallazgo muestra la estatua y la inscripción
todavía semienterrada en el suelo. Otros dos fragmentos de bronce
completaron el descubrimiento: «Una vara a la que estaban unidas las
riendas» (inv. 3.542) y el extremo encorvado de un yugo también «con sus
riendas» (inv. 3.543).
En la tarde del viernes, 1 de mayo, la exploración de la casa de Kounoupis
descubrió «la parte superior de la estatua cuyos pies habían sido descubiertos
el martes en el mismo sitio» (inv. 3.520). Homolle calculó enseguida su fecha
con precisión: «principios del siglo V». Se extrajeron tres piezas de bronce: el
brazo derecho (inv. 3.540), con los fragmentos de riendas todavía en su mano,
otra pata trasera (inv. 3.538) y la cola de un caballo (inv. 3.541).
Continuaron haciéndose hallazgos en el mismo lugar durante unos cuantos
días más: el martes, 7 de mayo, fue una pata delantera de un caballo (inv.
3.597) y el otro extremo del yugo (inv. 3.598). Finalmente el sábado, 9 de
mayo, un peto triangular (inv. 3.618) concluyó la serie de hallazgos que
podían considerarse como pertenecientes al mismo grupo.

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Auriga de Delfos, detalle.

Tales fueron las circunstancias en que el Auriga fue descubierto. Han sido
relatadas de acuerdo con el «Diario de Excavaciones», que se conserva en los

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archivos de la Escuela Francesa. Este archivo, hay que destacarlo, contiene la
única versión de que disponemos. Escrito en el lugar, día a día, por uno de los
miembros de la Escuela que supervisaban la excavación, es una fuente
exclusiva que contiene detalles valiosos. Estos coinciden con informes
posteriores facilitados por los excavadores Homolle, Bourguet y Convert. A
la vista de estos testimonios documentados, respaldados por el texto del
«Diario», que fue contemporáneo de los descubrimientos, los relatos de un
obrero inculto, conseguidos muchos años después por un investigador
extranjero que ignoraba las fuentes autenticas, no merecen ningún crédito.
Homolle se dio cuenta al momento de que el hallazgo era excepcional.
Dos telegramas, del 9 y el 11 de mayo, pusieron alerta a la «Académie des
Inscriptions». El 12 de mayo, el director de la Escuela envió una carta con dos
fotografías a París: transcribía la inscripción, identificándola como una
dedicatoria de Polizalos a Deinoménida, y hacía una breve referencia a los
méritos de la estatua. El 5 de junio, presentó un informe ante la Academia en
el que encontramos por primera vez un detallado catálogo de los fragmentos
existentes del grupo, una descripción del Auriga, notas precisas sobre su
ejecución, su interpretación respecto a la época a que pertenece («principios
del segundo cuarto del siglo V») y su estilo. Finalmente, solo un año después,
publicó en «Monuments et Memoires, Fondation E. Piot, IV», 1897, pp. 169-
208, lám. 15-16, un artículo titulado «L’Aurige de Delphes» que constituyó la
primera publicación científica sobre la estatua. Y así este trabajo, que
satisfacía todas las exigencias del estudio científico de la época, ofrecía la
evidencia de un análisis documentado apenas transcurrido un año desde el
descubrimiento.
Uno no sabe qué admirar más, si la ejemplar diligencia de su autor o la
precisión de su criterio. Aun cuando algunos pasajes de su versión, en puntos
de menor importancia, han sido descartados ahora, todas las partes esenciales
permanecen válidas. La mayoría de los comentaristas posteriores se han
equivocado precisamente en la medida en que se han apartado de Homolle.
Indudablemente la moderna arqueología es más exigente que la de hace
algunos años. Exige descripciones minuciosamente detalladas y una gran
riqueza de medidas y cálculos. Aunque estos modernos sistemas adolecen de
vez en cuando de una cierta ostentación inútil, coinciden, sin embargo, en
mantener la característica general del respeto a la evidencia. De este modo se
ha hecho necesario, después de cincuenta años de comentarios y
controversias, volver a imprimir, de una forma más detallada, la magistral
publicación de 1897. El trabajo de R. Hampe en el «Denkmäler» de Brunn-

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Bruckmann, trabajo en que figuran valiosas observaciones junto a errores
notorios, hizo más necesaria esta nueva edición. Pero los ojos del observador
no son nada sin el espíritu que interpreta. Homolle, a primera vista, vio y
juzgó con precisión. Esta obra no podría comenzar sin un reconocido tributo
hacia él…
El Auriga es un «efebo» de complexión atlética pero delgado. Sus anchos
hombros denotan fortaleza pero las delicadas extremidades, manos y pies,
parecen indicar distinción. La impresión general de ligereza está acentuada
por su vestido, formado por la túnica del conductor de carros, la blanca
«xystis» tradicionalmente llevada en las carreras. Llega casi hasta los tobillos
formando pliegues paralelos desde el cinto, colocado muy por encima del
estómago. Esta posición del talle, claramente más alto que las caderas,
acentúa la delgadez de la figura. Por encima del cinto la túnica cuelga
apreciablemente, sobre todo en los costados. Forma un cuello puntiagudo por
delante y por detrás y termina con un frunce en los hombros y los brazos. El
juego combinado de este frunce y de una banda que pasa por debajo de las
axilas forma unas mangas que bajan hasta el codo.
El Auriga está de pie pero sin rigidez. Sus pies descalzos, levemente
separados en los talones, se abren en ángulo apoyándose con firmeza sobre el
rudo piso del carro, y los dedos están ligeramente curvados, dando al cuerpo
el equilibrio adecuado. Por una rotación del eje del cuerpo que se hace más y
más pronunciada, las caderas, los hombros, la cabeza y la mirada giran
progresivamente hacia la derecha: este movimiento controlado anima toda la
figura. Los brazos están extendidos para sostener las riendas. El codo
ligeramente avanzado. El antebrazo horizontal. Los hombros, fuertes y
flexibles, están contraídos por el movimiento del carro. El brazo derecho, solo
protegido por la manga, es de un bello modelado y los músculos han sido
reproducidos con gran fidelidad. Los largos y delicados dedos, con las uñas
redondeadas con un cincel, sujetan un objeto cilíndrico además de las riendas.
Ello nos permite restaurar el látigo (χέντρον). Las cuatro riendas que llevan a
los dos caballos del lado derecho deben de haber estado sujetas por el pulgar
apoyado en el mango del látigo, pasando luego entre este y la palma de la
mano antes de caer por detrás verticalmente hasta la cintura. Tres de estas
riendas han sido conservadas fielmente. La mano izquierda tuvo posiblemente
la misma posición, sosteniendo las cuatro riendas de los caballos del lado
izquierdo de la cuadriga.
La cabeza llama particularmente la atención. Descansando sobre un largo
y poderoso cuello, está modelada formando un amplio óvalo con el punto más

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pronunciado encima de las sienes. Las orejas, pequeñas y prominentes,
enmarcadas por rizos descuidados, constituyen la única excepción a este
riguroso contorno. El pelo descansa aplastado sobre el cráneo en cortos
mechones, tallados más bien que modelados, salvo en el cuello y en torno a
las orejas en donde los rizos se proyectan hacia afuera. Unos pocos rizos
errantes perfilan las patillas sobre los pómulos. Una cinta ancha cruza la
frente y delimita el pelo en las sienes. Ésta sujeta ligeramente sobre el cuello
en donde los dos extremos se cruzan sin formar ningún nudo. Esta cinta está
decorada con incrustaciones que se han desprendido en parte. Otras dos cintas
más oscuras caen ondulando y cada una de sus vueltas forma un arco donde
se ha grabado una cruz griega. Las incrustaciones eran de cobre en las cintas
horizontales, y de plata en los meandros de la cinta con cruces griegas. Los
bordes estaban quizá descubiertos por una lámina de cobre.
Los rasgos, a pesar de su evidente estilización, producen una fuerte
impresión de realidad. La fuerte y redonda barba penetra suavemente en la
curva de la mandíbula. Las mejillas son gruesas aunque sus planos delicados
permiten apreciar la estructura de los pómulos. La boca está semiabierta como
tomando aire. Los labios, gruesos, están perfilados ligeramente en sus bordes.
En cada extremo se aprecia una pequeña abertura. La nariz, más bien estrecha
y con un caballete plano y bien marcado, parecería comprimida si los
orificios, realzados con habilidad por el escultor, no estuviesen dilatados
como si inhalasen. Las cejas, en bajo relieve, siguen la línea de la nariz
después de un pronunciado cambio de dirección en su base, extendiéndose
luego y disipándose en las sienes. Finalmente los ojos, largos y almendrados,
están desigualmente abiertos, el izquierdo un poco menos que el derecho.
Entre las pestañas postizas, hechas de alambre de bronce, han conservado su
incrustación polícroma. El blanco del ojo está hecho de pasta blanca. El iris,
de un color castaño muy claro, está bordeado por un círculo negro y forma a
su vez una estrecha corona alrededor de la pupila, también negra. La armonía
de estas piedras duras es tan perfecta que la combinación parece un conjunto
uniforme. Su brillo produce reflejos y confiere a la expresión una extraña
intensidad…
Erigido para conmemorar una victoria en los Juegos, el grupo dedicado
por Polizalos tenía ante todo que ser auténtico, pero con aquella autenticidad
que corresponde a las ofrendas de la antigüedad. No representa el triunfo del
Auriga y de su carro. Está identificado con el símbolo y «es» en cierto sentido
el Auriga de todos los tiempos. Además, en la dedicatoria, puede hablar en
primera persona con una fórmula tradicional que aún en la actualidad tiene

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cierto significado: Πολυζαλός μ΄άνέθηχεν. Esta verdad esencial de
equivalencia, en un testimonio destinado a desafiar el paso del tiempo,
impuso la escrupulosa reproducción de rasgos característicos, de detalles
funcionales sin los cuales el espectador no hubiera creído en la imagen. De
aquí brota la cuidada fidelidad tanto en los detalles anatómicos de los caballos
como en la ejecución de los arreos y del carro. De aquí procede también la
sensación de presencia que la estatua posee incluso actualmente.
En aquel tiempo, la consagración de una ofrenda era ante todo un acto
piadoso y la satisfacción de la vanidad humana se había introducido solo de
una forma leve. El Auriga es contemporáneo de Esquilo, Píndaro y
Baquílides. Pertenece a una época de fe auténtica y lleva el sello de su
espíritu. En su actitud ligeramente altiva, en su expresión de sublime reserva,
hay algo religioso, una evocación de la noble austeridad de un gran coro.
Podría afirmarse que estamos escuchando un himno. Acaba de ceñirse la
banda de la victoria. Es un momento solemne que requiere meditación y
devoción. Con sus hábiles y magistrales manos (ρυσίδιφρον Χείρα πλεξίπποιο
φωτός, Píndaro, Istmicas II, 21) ha sabido cómo contener y desatar en los
momentos oportunos el ardor de su equipo y ganar así el favor de Febo. Allí
está él como buen servidor de Dios y de su príncipe. La estatua es la
expresión del hombre lleno de vigor y humildad, consciente de su éxito pero
libre de toda soberbia.
El estilo artístico sobrio se aplicó mejor que ningún otro estilo para
expresar esta actitud. Fue utilizado lo mismo con los guerreros atenienses de
Maratón y Salamina que con los gobernantes aristocráticos de las ciudades
dóricas, todavía saturados con la grandeza de su destino. Este arte encuentra
su expresión suprema en la estatua de bronce. Con fuego e hierro, la técnica
del artista lucha aquí con un material hostil y lo doblega a su voluntad. El
escultor, heredando el constante y acelerado avance de las generaciones,
considera todavía una cuestión de honor desafiar a la naturaleza. Pero su
fatigado cerebro subordina su creación al equilibrio artístico. Atraído por
sutiles estímulos, la vista puede, a veces, captar en la forma inanimada el
trazo de un movimiento. Así la obra alcanza una vibrante serenidad que
deslumbra.
Con admirable meticulosidad, como un artífice que no busca otra cosa que
la perfección, el escultor ha realizado parcialmente su tarea. Y en justicia,
puede envanecerse de haberlo conseguido. No es una sensualidad terrenal la
suya. No es una exaltación del cuerpo humano considerado como una reunión
natural de formas plásticas. La preocupación por el realismo que revela esta

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obra, no tiene sus raíces en una apreciación de la belleza física del mundo.
Todo está sujeto al concepto abstracto que informa toda la figura hasta la
misma punta de los dedos. Es como un monumento en que el arquitecto
hubiera calculado previamente cada detalle. Aun cuando reproduce el modelo
con escrupulosa exactitud, se tiene la seguridad de que todos los rasgos han
sido analizados y ordenados meticulosamente en la mente del artista.
Un estilo abstracto apenas puede ser concebido fuera de Atenas. Solo allí
se desarrolló, en el período antiguo, una nueva concepción de la escultura en
la que el artista estudia la forma viva como un geómetra que la traduce en
fórmulas, como un naturalista que observa para comprender y como un
técnico que ve en cada dificultad un desafío que debe ser superado. Por esto el
arte ático posee esa cualidad de pureza, de consciente finalidad, de claridad.
Este arte, diáfano y delicado, sella sus mejores esculturas con un
intelectualismo ligeramente frío que deja su marca como si se tratase de una
firma. Tal es el caso del mismo Delfos, con las metopas del Tesoro Ateniense.
El Auriga tiene el mismo espíritu. Es su presencia la que nos hace
comprender por qué es examinado, estudiado detenidamente y considerado
siempre como un ejemplar. No está destinado a la simple contemplación
pasiva. La fría mirada de sus ojos pétreos y esmaltados lo impide.

Fouilles de Delphes, vol. 4, parte 5, 1890

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El descubrimiento del Hermes de Praxíteles

ERNST CURTIUS

ERNST CURTIUS (1814-1896) nació en Lübeck, Alemania. Viajó


extensamente por Grecia y alcanzó gran renombre como historiador y
arqueólogo, aceptando en 1844 el nombramiento de profesor extraordinario
en la Universidad de Berlín y el cargo de tutor del príncipe Federico
Guillermo. Es más conocido, sin embargo, por la labor realizada en Olimpia
en donde concluyó, en 1874, un convenio para excavar en el lugar donde
estuvo situada, tarea que, desde entonces, fue confiada exclusivamente a
arqueólogos alemanes. Sus excavaciones de Olimpia, meticulosamente
científicas, sobre todo la del Templo de Zeus y Hereo, sacaron a la luz gran
número de soberbias obras de arte de la escultura y arquitectura griegas
pero ninguna mereció tanta fama como el mármol de Hermes, considerado
por muchos como una escultura original realizada por el escultor Praxíteles
en el siglo IV.

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Entre las muchas piezas recuperadas por los trabajos de Ernst Curtius en Olimpia
destaca este extraordinario mármol atribuido a Praxíteles que representa a Hermes
con Dionisos en su brazo.

Por fin, el 8 de mayo llegó un telegrama transmitiendo una noticia de


suma importancia. Decía así: «Considerables restos de Hereo 80 metros al

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norte del “opistodom” del templo, 63 pies de ancho. Ha sido descubierto uno
de los más antiguos y más importantes edificios de la antigüedad, cuya
longitud la fija Pausanias en 63 pies».
Informes del 8 de mayo facilitaban más detalles sobre el Templo de Hera.
Había aparecido un templo dórico con un peristilo y una escalera. Unos
tambores de columna con veinte estrías, así como secciones de los muros de
la cela de 2-3 metros de altura, todavía «in situ». Los capiteles presentan
formas antiguas, la anchura de la plataforma más baja es de 19,95 metros.
¿Cómo pueden reconciliarse estas medidas con el pasaje incompleto e incierto
de Pausanias (V, 19, I)? La identidad del edificio ha quedado demostrada, sin
embargo, por el hallazgo de una estatua de mármol de la isla de Paros que
Pausanias sitúa en el Templo de Hera. Se trata de un vigoroso Hermes
cogiendo en sus brazos al joven Dionisio, y es obra de Praxíteles. La estatua
fue descubierta en la cela, en donde había caído, tumbada boca abajo, junto
con la figura romana vestida de mujer citada en el informe 17. El brazo y las
piernas situadas debajo de las rodillas de Hermes, se han perdido como ocurre
con la mitad superior del niño. Por otra parte, la cabeza de Hermes se
encuentra intacta y este permanece en pie apoyándose casualmente en un
tronco que queda cubierto con su túnica desplegada. Su mano derecha, que
está levantada, parece haber sostenido una vez un racimo de uvas. La altura
de la estatua es ahora de 1,80 metros. La composición recuerda vivamente el
grupo de Eirene y Plutón de Munich. Una sección del vestido, que cuelga en
magníficos pliegues, está formada de una pieza separada de mármol. La
superficie del conjunto está extraordinariamente conservada. Detalles menos
importantes, como el pelo y la espalda, aparecen deteriorados. Hay trazos de
pintura roja en los labios y en el pelo. Como resultado de este importante
hallazgo se está haciendo el máximo esfuerzo para realizar el máximo de
excavaciones en el Templo de Hera antes de que concluya la presente
temporada.

Archaeologische Zeitung, vol. 35, parte 1, 1877

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La reconstrucción de la Stoa

PAUL MACKENDRICK

PAUL MACKENDRICK es americano y estudió en la Universidad de


Harvard y en el Balliol College de Oxford. Fue profesor de estudios clásicos
en la Universidad de Wisconsin y actualmente desempeña el cargo de
profesor de la misma disciplina en la Academia Americana de Roma.

Los atalidas no se contentaron con adornar su propia ciudad. Atalo II


(159-138) se había educado en Atenas y, en señal de gratitud, erigió en el lado
del Agora Ateniense la stoa que ahora lleva su nombre. El hermano de Atalo,
Eumenes II (197-159) había dado ya el ejemplo construyendo una stoa en la
vertiente sur de la Acrópolis de Atenas, entre el teatro de Dionisio y el sitio en
que después se alzaría el Odeón de Herodes Atico. Ambas sirvieron al mismo
fin: paseo, centro comercial, tribuna. La procesión de las Panateneas pasaba
por la Stoa de Atalo en su camino hacia el Partenón. La Stoa central,
formando ángulo recto con la Stoa de Atalo, paseo y mercado al mismo
tiempo, como la Stoa de Filipo V en Delos (que describiremos más adelante),
fue probablemente una donación del cuñado de Atalo y condiscípulo suyo en
Atenas, el rey Ariarates V de Capadocia (162-130). Lo que los excavadores
llaman Stoa Sur II pertenece al mismo período. Sirvió, con la Stoa Central y
la Stoa Este, para separar una zona más pequeña de la plaza principal. Pero no
era un ágora comercial. Los excavadores no encontraron en ella tiendas, ni
puestos, ni tornos de alfarero, ni pesas ni medidas.
La Stoa de Atalo ha sido reconstruida completamente y ahora contiene el
Museo del Agora, almacenes y oficinas. Es mejor dejar la descripción de las
excavaciones del Agora en su conjunto para el capítulo sobre el mundo griego
bajo la dominación romana, ya que el Agora alcanzó la cumbre de su
desarrollo en tiempo de Augusto. Pero este es el lugar adecuado para
descubrir la Stoa y su reconstrucción.
Sus dimensiones (382 pies de longitud, 64 pies de anchura) y plano
(peristilo doble de dos pisos con veintiuna cámaras en cada uno de ellos) se

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conocían ya desde las excavaciones griegas de 1859-1862. Fue entonces
cuando el descubrimiento de fragmentos del arquitrabe que llevaban el
nombre del rey Atalo puso fuera de duda la identificación del edificio.
Muchos de los restos estaban resguardados por la llamada «Muralla de
Valerio», que fue construida aprovechando las ruinas del edificio después del
incendio de su estructura de madera en el curso del saqueo de los hérulos en
el año 267 de nuestra era. Debajo del extremo norte fueron descubiertas varias
cámaras funerarias micénicas y una sala utilizada en los siglos V y IV como
tribunal, según se desprende de algunas balotas encontradas en ella. Se trata
de discos de bronce con una muesca en el centro, que se perforaban en caso
de condena o se dejaban intactas en caso de absolución. Sujetando el disco
por la muesca entre el pulgar y el índice el jurado podía depositar la balota en
la urna sin que nadie conociese las decisiones individuales de los jueces. Estas
balotas cayeron, al parecer por accidente, en el momento en que fue
abandonada la sala. Una tapa de alcantarilla que se movió de su sitio dejó al
descubierto un pozo del que se extrajeron sesenta y cinco recipientes de cinco
galones llenos de vasijas de los años 520-480 antes de Cristo, sin duda alguna
procedentes de una alfarería pequeña ya que muchos de los vasos eran del
mismo tipo e incluso estaban hechos por la misma mano. Las tiendas de los
helenos estaban destinadas a los fines más diversos. Algunas han sido
restauradas para exposiciones de museo con estantes nuevos modelados sobre
los antiguos, cuya posición fue descubierta mediante incisiones practicadas en
las paredes. Una tienda producía instrumentos de cirugía. En el extremo norte,
el arco más antiguo que se conoce en la historia de la arquitectura griega
insinúa una primitiva bóveda de cañón que soporta las escaleras.
El relato de la reconstrucción de la Stoa nos ofrece uno de los ejemplos
más interesantes de deducción científica en la historia de la arqueología. Su
inspirador fue Homer A. Thompson, director de las excavaciones del Agora,
asistido por el ingenio y la agudeza de John Travlos, el arquitecto del Agora.
Por los bloques antiguos que se habían conservado, conocieron los materiales
requeridos: mármol azul del Himeto para las escaleras, piedra caliza gris del
Pireo para las paredes, mármol blanco del Pentélico para la fachada, columnas
y decoración interior, arcilla de los yacimientos del Atica para las tejas.
Cuando se llevó a cabo su reconstrucción en 1953, se utilizaron materiales de
estos mismos lugares. Los tambores de las columnas se extrajeron de la
cantera en forma de toscos bloques. Luego se biselaron los cantos y gracias a
la labor concienzuda de sesenta especialistas que utilizaron cinceles dentados
y lisos bastante similares a los utilizados en la antigüedad, el mármol empezó

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lentamente a adquirir forma cilíndrica. Por los capiteles que se habían
conservado, los restauradores sabían que las columnas exteriores eran dóricas
en el piso bajo y jónicas dobles en el alto, con una balaustrada de seguridad
cerrando los intercolumnios. Solo la fila exterior de columnas está estriada ya
que el efecto que estas producen depende de que el sol incida sobre ellas. La
fila interior era jónica en el piso bajo y corintia en el alto, ya que el capitel de
este último estilo era muy apreciado entre los arquitectos de Pérgamo. En
cuanto a las columnas de la fila exterior del fondo fue necesario estriarlas «in
situ», pues estaban formadas por tres tambores cada una, dejando sin estriar el
tambor del fondo para evitar su deterioro por la acción de las pisadas. Equipos
de cuatro hombres trabajaron durante setenta y seis días para estriar la
primera columna, con un coste de 300 dólares. (Los documentos donde se
reseñaron los datos relativos a la construcción del Erecteon señalan que en el
año 407-406, equipos de cinco o siete hombres trabajaron durante 350 días
por columna, a 350 dracmas por hombre. Pero aquellas eran columnas más
altas, completamente estriadas y de piedra más dura.) Los pisos originales
formaban un rudo mosaico de fragmentos de mármol («lithostroton»). La
reconstrucción utiliza el mismo material, que, bruñido, se denomina
«terrazzo». Para protegerlas del fuego, las vigas antiguas fueron restauradas
con cemento armado revestido de madera laminada (que fue importada, lo
mismo que debió ocurrir en la Atica sin bosques de los tiempos helenísticos).
La posición y tamaño de las vigas fueron determinados por los huecos
abiertos en la piedra antigua. Pilares de cemento armado se insertaron en el
corazón de las viejas paredes pero, junto con los modernos, se intercalaron
bastantes bloques antiguos para dejar una prueba de los elementos sobre los
que se había basado la reconstrucción.
En septiembre de 1956 la Stoa terminada fue dedicada por el Patriarca de
Atenas y de toda Grecia, en presencia del rey Pablo, de la reina Federica y de
mil quinientos invitados, a todos los que, con tanto éxito, habían librado al
edificio de la simple misión de proporcionar a la muchedumbre un ambiente
fresco en los días cálidos. En la actualidad, como en los tiempos de Atalo,
sirve para separar el mercado de la ciudad. Como consecuencia de su bajo
emplazamiento, no rivaliza con los edificios de la Acrópolis o del Hefaistos y,
a medida que el tiempo pasa y va siendo conocido por los amantes del arte,
aumenta su valor y sirve para que los visitantes modernos tengan la
incomparable oportunidad de apreciar las dimensiones y el efecto especial de
una esplendida pieza de la arquitectura civil helénica. Y las diez salas
construidas en la planta baja, que constituyen el Museo del Agora, exhiben

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cinco mil años de historia ateniense. En el pórtico inferior, hay estatuas e
inscripciones colocadas cerca del lugar donde fueron halladas bajo una luz
indirecta que realza su belleza. En la planta baja y en el piso superior los
especialistas tienen a su disposición una gran cantidad de material (más de
68.000 objetos y más de 94.000 monedas, según el inventario realizado en
junio de 1961) que no se expone al público. Un modelo del Agora permite a
los visitantes (47.000 el primer año, 150.000 el segundo, y su número
aumenta progresivamente cada año) orientarse ventajosamente. De este modo
el gesto de un filántropo de Oriente, amante de la Hélade, ha sido imitado en
nuestro tiempo por los filántropos de Occidente. El nuevo mundo está
ayudando al mundo antiguo a recuperar su equilibrio.

The Greek Stones Speak, 1962

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El «Mithraeum» de Londres

RUPERT LEO SCOTT BRUCE-MITFORD

RUPERT LEO SCOTT BRUCE-MITFORD (1914-1994) nació en Londres y se


educó en el Christ’s Hospital y en el Hertford College de Oxford. De 1950 a
1954 desempeñó el cargo de Secretario de la Sociedad de Antigüedades y
desde 1954 ha sido Conservador de Antigüedades Británicas y Medievales en
el Museo Británico.

La última investigación contenida en este informe, necesariamente


sucinto, presupone un regreso al centro de la ciudad.
En términos topográficos el sector circundado por la muralla está formado
por dos colinas gemelas, Cornhill al este y la colina de St. Paul al oeste. Estas
colinas están separadas por un valle pequeño y poco profundo por el que
discurría el arroyo que desde tiempos remotos recibió el nombre de
Walbrook, nombre que ahora lleva la pequeña calle que une la moderna zona
bancaria con Cannon Street.
Cuando en 1952 las noticias relativas a los inminentes proyectos de
construcción en la zona intensamente bombardeada situada al oeste de
Walbrook Street hicieron deseable un examen del sector, se emprendió una
excavación este-oeste (en tramos interrumpidos debido a los obstáculos
existentes) con el objeto de conseguir una sección a través del valle. Como
casi todo el sector estaba cubierto de cascote de metralla hasta una
profundidad de varios pies, la elección del sitio se limitó, en realidad, a una
estrecha senda entre los escombros en un punto situado aproximadamente en
el tramo central de Walbrook Street.
La excavación resultó considerablemente difícil a causa de las aguas
subterráneas. La mayoría de las zanjas estaban anegadas permanentemente a
una profundidad de unos cuatro pies por debajo de los sótanos y el agua
aumentaba incesantemente conforme se profundizaba en el subsuelo. A pesar
de estos y otros inconvenientes se consiguió, sin embargo, una imagen
bastante completa de esta parte del valle. Su perfil natural se estableció como

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el de una cañada ancha y baja, cuyo borde occidental quedaba cerca de Sise
Lane, y su borde oriental al este de Walbrook Street. El arroyo, en su forma
«romana» primitiva, corría aproximadamente por debajo del centro de este
valle y quedaba así a cierta distancia al oeste de la línea imaginaria antes
referida. Por desgracia, la anchura completa del canal no pudo verse pero no
tiene más de 12-14 pies. El arroyo en sí era poco profundo y su cauce corría a
32-35 pies por debajo del nivel actual de la calle…
Este cuadro tal vez difiera algo del que generalmente se atribuía al
Walbrook romano que, conforme se aproxima al Támesis, se transforma en un
insignificante arroyo que atraviesa una zona «subdesarrollada» de aisladas
edificaciones de madera, con algunas casas más consistentes y otras
construcciones en los márgenes. Fue solo en una fecha relativamente
avanzada cuando empezaron a aparecer edificios en el propio valle. El
primero de estos al norte, cerca de Bucklersbury, estaba representado por un
diminuto fragmento de pared asociado a un pavimento de mosaico que era,
probablemente (aunque no necesariamente), parte de una casa cuyos restos
habían quedado completamente destruidos por las obras realizadas
posteriormente en el lugar. El segundo fue el Templo de Walbrook de
Mithras.
Los primeros indicios de este edificio se presentaron en la fase inicial de
la incisión del extremo oriental. Por fortuna, aparecieron inmediatamente
debajo del suelo del sótano. A medida que fue profundizándose se
descubrieron nuevos pisos. El último de estos (o sea el primero que fue
hallado) estaba entero en toda su superficie. A un nivel más bajo, los primeros
pisos quedaban cerrados por una pared muerta que formaba línea con la
entrada del ábside y mostraban «rellenos» o «nidos» de cemento distanciados
para las columnas. De la limitada observación que permitió la incisión, pudo
deducirse que el edificio había sido del tipo de basílica (es decir, una nave con
columnas y un extremo por lo menos en ábside) y que, con el curso del
tiempo, había sido reformado interiormente mediante la eliminación de las
columnas y la elevación y renovación del suelo, para convertirlo en una sola
nave…
El Mithraeum estaba compuesto por dos partes: el propio templo
rectangular, de 60 por 25 pies aproximadamente, con su eje principal que
seguía la orientación este-oeste y, unido a su extremo este, un narthex o
vestíbulo que salió a la luz después, en una etapa posterior de las
investigaciones. El cuerpo del edificio estaba dividido longitudinalmente por
filas de columnas centrales y laterales. En su forma primitiva, el interior

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reflejaba las prácticas fundamentales mitraicas. El suelo de la nave, lugar
destinado a la celebración de los ritos, estaba hundido. El de las naves
laterales, donde se congregaban los fieles, era más elevado. Y el número de
columnas, siete a cada lado, simbolizaba los siete grados en que se dividían
los devotos del culto. En el extremo oeste, el suelo del santuario en forma de
semicírculo quedaba bastante más alto que el de la nave y en él se alzaría la
principal escultura, Mitras Tauroctonus, el dios matando al toro sagrado de
cuya sangre brotaba toda la vida terrena. La parte frontal del ábside estaba
partido por un sector central ligeramente elevado, que, probablemente,
formaba parte de un conjunto que comprendía el uso de columnas o de otros
sostenes para una viga destinada a soportar una cortina, tras la cual se
ocultaría el grupo arquitectónico, excepto en los casos exigidos por el ritual.
Unos escalones de madera facilitaban el acceso desde la nave al santuario y,
delante del mismo y probablemente también en alguna otra parte de la nave,
debían alzarse varios altares.
En el extremo este, la entrada se abría desde el narthex. El umbral, aunque
muy gastado, se conservaba bien con los casquillos de hierro para los goznes
de las puertas todavía en su sitio. También aquí unos escalones de madera
daban acceso al suelo de la nave. El suelo del narthex que, según se presume,
quedaba al nivel de la calle romana, tenía una altura de casi 2 ½ pies. Pero en
realidad, no es mucho lo que se sabe del narthex, porque la mayor parte de
este yace probablemente debajo de la moderna Walbrook. La parte que queda
tiene que ser examinada todavía.
Un detalle destacado del exterior del edificio fueron los sólidos
contrafuertes externos del extremo oeste. Los contrafuertes semicirculares que
flanqueaban el ábside debieron de haber dado la impresión de un ábside triple
en su estado primitivo. Ellos y un gran contrafuerte cuadrado sobre la parte
más avanzada del ábside fueron añadidos mientras se erigió el edificio y
reflejan claramente el carácter inestable del emplazamiento, determinado por
la existencia del Walbrook romano solo a una distancia de unos pocos pies al
oeste.
El templo en su forma original parece haber sido construido hacia fines
del siglo II después de Cristo. La determinación de una fecha más exacta
depende de un examen detallado de las pruebas de que disponemos. Con el
tiempo, sin embargo, el edificio sufrió amplias modificaciones. Sin duda
alguna como consecuencia de las condiciones de la zona circundante, que
estaba anegada, el nivel del suelo de la nave fue levantándose gradualmente
durante el siglo III y las primeras alteraciones fueron acompañadas por una

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paralela variación del nivel de las naves laterales. Vinculados a estos cambios
se produjeron reformas drásticas de la superestructura. El peristilo fue
eliminado y, por último, un suelo uniforme convirtió el interior del templo en
una nave única, como ya hemos indicado anteriormente.
Pero antes de que este proceso de transformación llegara a su final, algún
peligro o la amenaza de algún peligro cayó sobre el templo y dio lugar a que
fueran enterradas, eligiendo el sistema más asequible, las imágenes sagradas
más importantes. En un hoyo cercano al ángulo noroeste de la nave fueron
colocadas las cabezas de Mitra y de Minerva. En otro próximo a este, con una
vasija de piedra, una mano gigantesca de mármol empuñando una daga, una
pequeña figura de Mercurio y la cabeza de Serapis. Todos los signos
indicaban que aquí se había producido otra colisión entre el mitraísmo y el
cristianismo, lo que movió a los mitraístas a enterrar los objetos de su culto y
a destruir sus templos cuando a principios del siglo IV el cristianismo alcanzó
su hegemonía. Sin embargo, el templo de Walbrook no parece haber corrido
una suerte paralela a la de las imágenes. Por lo menos, en dos de los pisos se
sellaron los pozos que contenían las estatuas, lo cual indica que el edificio
seguía en uso. Y tampoco hubo ningún signo de destrucción que pudiera
calificarse de deliberado…
El grupo de estatuas como conjunto no tiene paralelo en Gran Bretaña.
Todas son obras de artistas extranjeros. Serapis particularmente se halla casi
en perfectas condiciones, pero Mitras, con los ojos vueltos hacia arriba como
consecuencia del sacrificio de un toro, es un caso distinto a los demás en lo
que se refiere a la sensibilidad de su interpretación. La mano, de tamaño
mayor que el natural, presenta su propio problema: si verdaderamente
pertenece a otro grupo que representa un sacrificio, la obra completa tuvo que
ser tan grande que hubiera sido difícil su instalación en el templo. Las
numerosas cuestiones motivadas por estos y otros hallazgos deben aplazarse,
sin embargo, para ser discutidas en otro lugar. Aquí debe bastar la aclaración
de que la presencia de estas y otras deidades está de acuerdo con el carácter
genérico del mitraísmo y de su tendencia a asimilar los cultos clásicos que
poseían atributos semejantes o afines, como ocurría con Serapis, el dios
greco-egipcio del infierno.
Y por otra parte, el Mithraeum de Walbrook ejemplifica el segundo de los
principales aspectos del mitraísmo. Mitra, dios de la fuerza y de las virtudes
masculinas, tenía sus adoradores, sobre todo, entre la soldadesca romana. Sus
templos son numerosos en las zonas militares del Imperio. Pero Mitra fue
también el dios del comercio justo y por ello era favorito de la comunidad

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mercantil. Los templos dedicados a Mitra (Mithraeum) son, por esta causa,
corrientes en los puertos. Su templo de Londres refleja la riqueza y la
influencia de la próspera clase comercial de la ciudad, con su arquitectura
relativamente extraña, con el refinamiento y la extraordinaria calidad de sus
obras de arte en abierto contraste con los casi siempre rudos pero vigorosos
detalles de los relicarios militares.

Recent Archaeological Excavations in Britain, 1956

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Huella de los etruscos

GEORGE DENNIS

GEORGE DENNIS (1814-1898) hizo su carrera en el servicio diplomático,


desempeñando sucesivos cargos consulares en Bengasi, Creta, Sicilia y
Esmirna. Durante su servicio en la zona del Mediterráneo, su profundo
interés por la arqueología dio origen a la organización de expediciones a
Cirenaica y Asia menor y, en 1842 y 1847, de varios viajes de exploración a
Etruria. En gran parte como consecuencia de sus publicación sobre los
etruscos, un modelo de precisión y detalles para su tiempo, revivió el interés
público por esta civilización y nació toda una nueva rama de los estudios e
investigaciones arqueológicas.

En precedentes capítulos he hablado de la antigua ciudad de Vitulano y de


los varios asentamientos que se han atribuido, habiendo demostrado que todos
ellos están lejos de ser satisfactorios. En el curso de mis viajes a través de la
Marisma toscana en la primavera de 1844, tuve la fortuna de dar con un lugar
de emplazamiento que, en mi opinión, tiene más motivos para considerarse
como el de Vitulano que cualquiera de los que hasta aquí se le han atribuido.
Habían llegado hasta mis oídos vagos rumores relativos al descubrimiento
de antigüedades etruscas cerca de Magliano, un pueblo situado entre Ossa y
Albegna, unas ocho millas en el interior. Pero yo pensé que no se trataba de
otra cosa que de esas excavaciones de tumbas que con tanta frecuencia se
efectuaban en aquella época por toda Etruria. Resolví, no obstante, visitar este
lugar en mi viaje desde Orbetello a Saturnia. Durante algunas millas volví
sobre mis pasos hacia Telamone y, luego, girando a la derecha, atravesé el
Albegna algunas millas más arriba en un transbordador llamado «Barca del
Grassi». Desde este punto hasta Magliano no había carretera y mi vehículo
avanzó lentamente a lo largo de cinco millas de caminos reblandecidos por la
lluvia.
Magliano era un pueblo miserable, sin posada, de trescientas almas,
situado al pie de un castillo medieval de pintorescas ruinas. Después de hacer

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diversas averiguaciones aquí, me remitieron a un ingeniero, Tommaso
Pasquinelli, que construía entonces una carretera desde Magliano a Saline en
la desembocadura del Albegna. Encontré a este caballero en el convento del
pueblo en medio de un círculo de venerables monjes cuyas barbas competían
en blancura con el mantel del refectorio. Me complació saber que había sido
él quien había dado origen a los rumores con su descubrimiento en esta
localidad. No se trataba simplemente de tumbas sino de una ciudad de
grandes dimensiones. La forma en que esta fue descubierta es bastante
singular. Nada se veía encima del suelo (ni un solo fragmento de ruinas que
pudiese indicar la existencia de una habitación anterior). De modo que fue
solo por medios extraordinarios como pudo deducir que allí se había
levantado una ciudad. El terreno sobre el que tenía que pasar la carretera era
bajo y pantanoso en su mayor parte y la capa superior de la tierra de piedra
caliza blanda y desmenuzable, por lo que se vio obligado a trabajar sin el
material adecuado hasta destruir algunos bloques grandes, enterrados debajo
de la superficie, que él identificó como los cimientos de una muralla antigua.
Vio que estos continuaban en una línea ininterrumpida y los siguió, colocando
en fila los bloques a medida que los desenterraba, hasta que hubo trazado la
periferia de una ciudad.
Con la genuina cortesía de Toscana, «esa tierra extraña de la cortesía»
como dice Coleridge, propuso enseguida acompañarme hasta el lugar de las
excavaciones. Era la primera oportunidad que él tenía para hacer los honores
a su ciudad pues, aunque el descubrimiento había sido hecho en mayo de
1842 y él había comunicado el hecho a sus amigos, la noticia no se había
extendido, salvo a través de vagos rumores deformados, y ningún especialista
en antigüedades había visitado el lugar. Las noticias viajan siempre a pie en
Italia y generalmente mueren en el camino. Yo había oído decir a los
anticuarios de Florencia que aunque nadie sabía con exactitud de qué se
trataba había sido descubierto algo en los alrededores. Uno de ellos creía que
eran tumbas. Otro había oído decir que eran objetos antiguos de oro. Otro
estaba en la más completa ignorancia sobre este yacimiento pero había oído
hablar de una ciudad descubierta en Monte Catini, al oeste de Volterra.
La ciudad se extendía entre Magliano y el mar, a unas seis millas y cuarto
de la playa, sobre una baja meseta, justamente donde el terreno empieza a
elevarse sobre las llanuras pantanosas de la costa. Su longitud, según
Pasquinelli, era algo menor a una milla y media y tenía escasamente una milla
de anchura. Pero teniendo en cuenta su forma cuadrada debió de haber tenido
un perímetro de cuatro millas y media como mínimo. Al sudeste estaba

Página 117
limitada por el riachuelo Patrignone, cuyas márgenes se elevan en acantilados
de escasa altura. Pero a ambos lados, la meseta desciende en suave pendiente
hacia la llanura. En el extremo sudoeste, junto a una casa llamada La
Doganella, la única vivienda sobre el yacimiento, fue encontrado un círculo
interno de la muralla, mas pequeño que el anterior. Y este, que se hallaba
también en la parte más alta de la meseta, fue señalado como el
emplazamiento de Argos.
Aunque apenas quedaban vestigios de las murallas y ninguna ruina podía
ser vista sobre el terreno, yo no tuve muchas dificultades para reconocer el
yacimiento como etrusco. El suelo estaba densamente sembrado de cerámica
rota, indicador infalible e imborrable de una habitación antigua. Y aquí
presentaba el carácter típico de los auténticos yacimientos etruscos, sin
mezcla de mármoles, fragmentos de verde antiguo, pórfido ni otras valiosas
piedras características de las lujosas moradas de los antiguos romanos.
Aunque las murallas, o más bien sus cimientos, estaban completamente
destruidos desde el primer descubrimiento, quedaron enteros unos cuantos
bloques que determinaron el carácter etrusco de la ciudad. De estos, poco o
nada pudo averiguarse respecto al tipo de albañilería. Pero los bloques en sí
revelaban un origen etrusco (siendo algunos de «macigno», parecidos a los de
Populonia en su tamaño y su forma tosca y otros de piedra caliza o de piedra
blanda de la localidad, similar a la de Cometo, coincidiendo en tamaño y
forma con los bloques corrientes de este material encontrados en los
yacimientos etruscos). Algunos de ellos tenían nueve o diez pies de longitud.
Pero los bloques no eran generalmente de grandes dimensiones y estaban
unidos sin argamasa. En el lugar donde fue descubierta una parte de las
murallas, en el vértice de la cañada, se halló también una boca de alcantarilla.
Dentro de las murallas, había sido trazado un camino o calle bordeando
los cimientos de las casas. Fueron descubiertos muchos objetos,
principalmente artículos de bronce o de cerámica, pero ninguna estatua o
columna de mármol como en los yacimientos romanos. Yo mismo vi extraer
del suelo una pieza de bronce, enterrada muchos pies debajo de la superficie,
¡que resultó ser una aguja de guarnicionero de diez pulgadas de largo con el
ojo y la punta intactos! Debió de haber servido a algún etrusco ilustre para
preparar embalajes con el objeto de realizar algún viaje a Fanum Voltumnae,
el Parlamento de los Lucomones, o para el «grand tour», como hizo Herodoto,
y que todavía puede considerarse un «grand tour». Quizá también para
preparar el envío de sus mercancías a los países extranjeros desde el vecino
puerto de Telamón. Esta venerable aguja se halla ahora en mi poder.

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Aunque hay que lamentar que para los futuros visitantes apenas quede una
huella visible de esta ciudad, debe recordarse que a pesar de que la forma
peculiar en que el ingeniero llevó a cabo los trabajos determinó la destrucción
de sus murallas, sin su labor nunca hubiéramos llegado a conocer su
existencia. Otras circunstancias podrían haber conducido al descubrimiento de
una parte de la muralla, pero es difícil suponer otra causa que pudiera haber
dado origen al descubrimiento del perímetro de la ciudad y a la consecuente
determinación de sus límites precisos. Por tanto y a pesar de la destrucción de
las murallas el mundo está enormemente reconocido al hombre que hizo el
descubrimiento.

Cities and Cemeteries of Etruria, 3.a edición, vol. II, 1883

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El toro de Minos

ARTHUR EVANS

SIR ARTHUR EVANS (1851-1941) nació en Nash Mills, Hertfordshire, y se


educó en Harrow, en el Brasenose College, del que llegó a ser consejero, y en
la Universidad de Gotinga. Después de visitar los Balcanes en 1875, se
interesó profundamente por la arqueología de la región pero desvió su
atención hacia Creta para estudiar unas joyas grabadas descubiertas en la
isla. En 1899, tras prolongadas negociaciones consiguió el permiso para
trabajar en el emplazamiento de Knosos y las excavaciones allí efectuadas
revelaron la existencia de un brillante y sofisticado pueblo, anterior incluso a
la recientemente descubierta civilización micénica, y al que dio el nombre de
minoano. Su considerable fortuna privada y todos los recursos de sus
extensos conocimientos científicos fueron dedicados posteriormente al
examen y a la publicación de sus hallazgos en Knosos y a la reparación y
restauración del palacio. Poco se conoce de las prácticas religiosas de los
minoanos pero su arte representa frecuentemente uno de sus más
espectaculares y peligrosos ritos.

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La venerable figura de Sir Arthur John Evans, excavador y estudioso de las ruinas de
Creta y del fabuloso mundo del Minotauro.

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Los restos de estos «frescos taurinos» (como ellos podrían haberlos
llamado muy acertadamente) pertenecen a varios paneles. Aunque las figuras
de estos son tres o cuatro veces más grandes que las de los paneles miniatura
(32 cm. frente a 10-8 cm.), todos ellos tienen en común el ser
comparativamente más bajos. La altura del restaurado en la figura 144 es de
72,8 cm., incluyendo el marco que lo decora. Esta altura aproximada de 80
cm. corresponde a la que, por deducción, se atribuye a los «frescos
miniatura». Concuerda asimismo con la calculada para los frisos pintados de
la «Casa de los frescos». En estos casos las capas de fresco parecen haberse
extendido inmediatamente debajo de las vigas en que se prolongaban los
dinteles y sobre unos bloques de forma cúbica de 1 metro de altura
aproximadamente. Sin embargo, en el caso del «friso de la perdiz» del
Pabellón Caravanserai, existe la evidencia inconfundible de que la capa
pintada sobrepasaba el nivel de las vigas de los dinteles y, desde el punto de
vista artístico, alcanzaba por lo tanto una altura excesiva. En el caso presente,
podemos suponer que los «paneles taurinos» estaban situados sobre cubos de
piedra de una altura superior a los dos metros y esto parece estar
perfectamente de acuerdo con los métodos decorativos en boga dentro del
palacio, de acuerdo con los cánones del Primer Período Minoano en que se
llevó a cabo la restauración, aunque una posición más baja, como los de la
«Casa de los frescos», podría haber armonizado mejor con los dibujos.

Es ciertamente difícil situar estos «frescos taurinos» después de finales del


Primer Período Minoano. La delicada delineación de algunos y la superficie
tan perfectamente esmaltada, especialmente con pintura blanca, apuntan hacia
una época en que el arte de la pintura mural había alcanzado su mayor relieve.
Por otra parte, ciertos detalles accesorios, como el trabajo de imitación
«intarsia» sobre piedras jaspeadas, que decoran los bordes, revelan una cierta
semejanza con un estilo de marco que estuvo de moda en la última época del
Palacio (II Período Minoano).

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Los dibujos estaban originalmente distribuidos en varios paneles y en uno
de ellos fue posible restaurar toda la composición. Aquí, junto al artista
masculino de típica tonalidad roja, que está dando un salto mortal hacia atrás
sobre el toro, hay dos toreros femeninos que se distinguen no solo por su piel
blanca sino por su atavío más ornamental. Su faja y ceñidor son iguales a los
que lleva el hombre pero con tonalidad más jaspeada: el de este es amarillo
uniforme, el de ellas adornado con franjas horizontales y verticales. Llevan
pulseras en las muñecas y collares dobles (uno de ellos ensartado) y, en
algunas figuras, cintas azules y rojas en torno a las cejas. Pero quizá su rasgo
más característico sea la disposición simétrica de cortos rizos sobre la frente y
sienes, ya observado en la mujer «cow-boy» de la copa de Vapheio… Su
calzado está formado por borceguíes cortos o medias y zapatos puntiagudos
en forma de mocasines.

En el dibujo de la figura 144 la joven acróbata coge los cuernos de un toro


que corre a pleno galope, uno de los cuales parece pasar por debajo de su
axila izquierda. El objeto de esta sujeción, claramente expuesta en la
reproducción ampliada de esta sección en la figura 145, parece ser el de
conseguir apoyo para dar el salto mortal hacia atrás sobre el lomo del animal,
como lo ejecuta el joven. La segunda mujer, situada detrás, extiende ambas
manos como si fuera a coger el cuerpo del joven al caer o por lo menos como
si intentara ayudarle a sostenerse en pie después del salto. La colocación de
esta figura, preparada para dar una prueba de su arte taurino, provoca algunas
cuestiones curiosas en cuanto a la disposición dentro de la arena.
Aparte de esto, ciertos detalles del dibujo han provocado escepticismo
entre los expertos familiarizados con los modernos espectáculos de los
«rodeos». Un veterano en «doblar reses», consultado por el profesor Baldwin
Brown, fue de la opinión de que cualquiera que tuviese algo que ver con este
deporte consideraría absolutamente imposible la empresa de coger los cuernos
del toro para dar un salto mortal «pues no hay ser humano capaz de guardar el

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equilibrio cuando el toro arremete con toda su fuerza». El toro, como observó
después, posee tres veces la fuerza de un buey y cuando corre «cabecea hacia
los lados y atropella a todo el que se pone por delante».
«El hecho de que el salto mortal se ejecutaba sobre el lomo del toro al
embestir este, parece evidente y puede ser admitido sin dificultades, pero
¿acaso no es también evidente que si el toro corría a pleno galope el atleta
caería no sobre su lomo sino en el suelo, detrás del animal?».
Todo lo que podemos decir es que el ejercicio plasmado por el artista
minoano parece ser de un tipo que los modernos campeones del deporte
calificarían de imposible. El motivo del fresco que ilustra la figura 144 no se
encuentra aislado, como veremos, y su posible sucesión lógica encuentra una
confirmación, parcial al menos, en un grabado en arcilla y en el grupo de
bronce que representa este mismo ejercicio acrobático reproducido en la
ilustración.
Estas proezas realmente sensacionales son, en principio, exhibiciones de
pericia acrobática. A este respecto, como ya se ha dicho, difieren del
espectáculo paralelo de los vaqueros minoanos, cuyo fin consistía más bien en
atrapar animales salvajes o semisalvajes. El hecho de que aquellas jóvenes
tomaron parte realmente en esta manifestación deportiva más práctica, como
hoy sucede ocasionalmente en el «Salvaje Oeste» de América, está
claramente reflejado en una escena de una Copa de Vapheio, pero la elegancia
y los ornamentos de las mujeres acróbatas que se observa en los «frescos
taurinos» pertenecen a una esfera muy distinta. Las cintas y los collares de
cuentas están completamente fuera de lugar en las llanuras pedregosas o en
los parajes desprovistos de vegetación. Son más apropiados para el circo del
Palacio. No cabe duda de que los animales fueron entrenados
concienzudamente. Como los toros de las plazas españolas, debieron
pertenecer a una casta especial y fueron criados en manadas selectas o
«ganaderías». Está claro que en todas estas escenas la atención del artista
minoano está centrada principalmente sobre el animal, que adquiere
dimensiones desproporcionadas ya que para ellos el toro fue sin duda alguna
lo que para nosotros es el león, el Rey de los Animales…
La idea que quiso dar del espectáculo el artista que diseñó este grupo en
bronce parece haber sido esencialmente la misma que la del pintor del fresco
que reproducimos en la figura 144. Este dibujo encaja, sin duda alguna, en la
sucesión completa del ejercicio descrito anteriormente y que comprende tres
tiempos bien definidos: presa sobre los cuernos, salto sobre la cabeza y salto
mortal hacia atrás donde un sirviente le presta la ayuda oportuna.

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Se ha demostrado claramente que la primera parte de este ciclo
acrobático, concebido de esta forma lógica, rebasa los límites de fuerza y
habilidad de un ser humano…
Como ya se ha sugerido, no es en modo alguno improbable que las
escenas en que los toros son apresados por los cuernos, tales como los de los
relieves que se conservaron, parcialmente al menos, en el Corredor de la
Entrada Norte, en un tiempo en que los griegos ya se habían establecido en la
isla, puedan haber influido en las tradiciones posteriores del Minotauro y de
los jóvenes y muchachas cautivas. Pero no hay razón para llegar más lejos y
suponer que las figuras acrobáticas de uno y otro sexo empeñadas en estos
peligrosos ejercicios representan realmente a los esclavos, entrenados como
los gladiadores romanos para «hacer deporte» en las fiestas minoanas. Y
todavía es más desacertada cualquier comparación con la costumbre más
primitiva y feroz, ilustrada por los monumentos del Egipto prehistórico, según
la cual los prisioneros de guerra eran entregados a los toros.
Los jóvenes participantes en estos espectáculos (como los de los combates
de lucha o de boxeo que difícilmente pueden separarse de la misma categoría
general) no tienen en verdad ninguna apariencia servil. Van, como hemos
visto, elegantemente vestidos y, especialmente en los desafíos mano a mano,
que serán descritos después, tienen con frecuencia un porte noble. En estos
campeones de ambos sexos debemos reconocer más bien los ejemplares más
puros de la raza minoana ejecutando, en muchos casos con un carácter
eminentemente religioso, actos de valor y de pericia por los que todo el
pueblo sentía una apasionada inclinación.
Las formas flexibles y vigorosas de los que practicaban los deportes de la
arena minoana, con su violenta acción muscular y sus cinturas
convencionalmente ceñidas, fueron tema de inspiración para los artistas de la
época, de la misma manera que las formas simétricas de sus «efebos» lo
fueron de los de la Grecia clásica. En ambos casos se trató de una

Página 125
glorificación de las excelencias atléticas, manifestándose en actos arriesgados
de los que eran testigos los mismos dioses. Por tanto, tampoco la
participación de las mujeres en las escenas taurinas minoanas puede
considerarse en modo alguno como un síntoma de cautiverio o como la
extravagancia de un perverso tirano. Fue más bien, como hemos visto, un
producto natural de la organización religiosa en la que los ministros
femeninos de la diosa ocupaban un lugar predilecto en su servicio. En
Esparta, en donde la tradición religiosa de los minoanos parece haber tenido
un considerable arraigo, los atletas femeninos continuaron tomando parte en
los juegos públicos.

The Palace of Minos, vol. III, 1930

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Trabajos de reconstrucción en Knosos

ARTHUR EVANS

La conservación del «Sector doméstico» (debido en gran parte a la


relativa protección contra los movimientos sísmicos proporcionada por la
incisión hecha en tres partes de los estratos neolíticos del «Tell»), pareció
realmente un milagro si se tiene en cuenta las razonables posibilidades que
puede ofrecer una excavación. Especialmente «La Gran Escalera» (de la que
fueron desenterrados tres tramos íntegros e indicios suficientes de otros dos y
que una vez más ha sido restaurada hasta el punto de cumplir su función
original tras un intervalo de más de tres milenios y medio) se nos ofrece
todavía como una muestra monumental de pericia arquitectónica.
El hecho más sorprendente que se produjo en el curso de la exploración
del emplazamiento del Palacio fue el que tuvo lugar al recorrer el sector sur
de la Galería de los Laureles que flanquea los Almacenes Reales en donde se
guardaba el «Medallón Pithoi». El pavimento que recorrimos detenidamente y
que descansaba sobre arcilla neolítica, parecía representar el nivel por encima
y por debajo del cual no existía posibilidad alguna de encontrar nuevos restos
en esta dirección. Había empezado la estación calurosa y el trabajo de la
excavación se había hecho realmente fatigoso, cuando al abrir una puerta
bloqueada descubrimos la entrada a una escalera. Posteriores sondeos
revelaron, más al fondo, la existencia de escalones, ascendentes y
descendentes, pertenecientes, según comprobamos después, al segundo y
tercer tramo de una magnífica escalera de piedra…
Algo se ha dicho ya de las peculiares dificultades e incluso peligros
encontrados al abrirnos paso por debajo de los tramos interiores y a través de
los corredores y salas de la planta baja. Fue una verdadera suerte que entre los
obreros entonces empleados hubieran dos de las minas de Laurion y que, bajo
su dirección y mediante el uso constante de contrafuertes del tipo utilizado en
minería, pudiéramos abrir un túnel debajo de los tramos inferiores y a lo largo
de las bóvedas situadas al fondo. Nos dimos cuenta entonces de que aunque el
sólido armazón de madera, que jugaba un papel tan importante en las
características estructurales del ultimo periodo Medio Minoano y que estaba
formado por fuertes pilares, vigas cruzadas y columnas y capiteles de madera,

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se encontraba casi carbonizado (más como consecuencia de agentes químicos
que por la acción del fuego), casi todo el material estaba en su posición
original, en puntos incluso tan alejados como la superficie del segundo piso.
Esto se debió a que en los espacios inferiores habían penetrado materiales
que sin duda eran ladrillos resecos por el sol y desprendidos de los pisos más
altos en esta parte del edificio. Pero la explicación completa del fenómeno no
se produjo hasta más tarde, cuando fue excavado el Caravanserai «en el lado
opuesto de la garganta situada al sur del Palacio». Pudimos comprobar que los
surtidores de aquel lado, que estaban bastante impregnados de yeso, al
combinarse con la arcilla del lugar y con los ladrillos desprendidos de las
partes superiores, habían formado una capa tan dura como el cemento, que
solo podía abrirse con picos afilados de acero y a costa de mucho tiempo y
trabajo. Es evidente que se habría producido el mismo resultado que producen
de una forma natural los surtidores de la colina Gypsádes al actuar sobre los
materiales arcillosos, como consecuencia del efecto disolvente del agua de la
lluvia sobre los restos de los bloques de yeso, pavimentos y losas de los pisos
superiores cerrando los espacios de los pisos superiores y de los tramos de
escalera. La acción destructiva de la lluvia sobre los elementos de yeso del
Palacio fue rápida y el progreso de su desintegración se hizo muy perceptible
en las partes expuestas del edificio desde los primeros días de las
excavaciones. El grado en que puede ser atacado el yeso depende, desde
luego, de la consistencia de la piedra. Algunas de las losas de piedra del
Palacio son particularmente de una excelente calidad, con vetas onduladas
traslúcidas y láminas pálidas, marrones y de color ámbar. Estas piedras
parecen tener aún una capacidad casi ilimitada para resistir a los elementos.
Pero las superficies expuestas han quedado reducidas por lo general a una
masa tosca de cristales y en algunos casos casi podría compararse su estado
con el efecto que produce una gota de agua sobre el terrón de azúcar.
Una conclusión inevitable que se dedujo de este proceso de desintegración
fue el convencimiento de que para salvar algo de estos restos era necesario
cubrirlos. Pero la excavación de la escalera y de las salas a las que esta daba
acceso, trajo consigo necesidades todavía más urgentes. La separación de las
concreciones de arcilla y la extracción de los restos combinados de tierra y de
mampostería de los espacios intermedios, dejaron un vacío entre los espacios
superiores e inferiores que amenazaba con el desmoronamiento de todo el
conjunto. Según pudimos observar, los pilares carbonizados, las vigas y las
columnas de diversas formas y dimensiones se resquebrajaban al quedar al
aire no pudiendo, por supuesto, soportar ningún peso. El recurso de los

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contrafuertes de minas y de la combinación de maderos para sostener la masa
situada encima fue temporal y en ocasiones tan insuficiente que se produjeron
algunos desprendimientos peligrosos.

EL USO DE CEMENTO ARMADO MARCA UNA NUEVA ERA


EN LA RECONSTRUCCIÓN

Nuestros esfuerzos habrían sido inútiles si los pisos superiores se hubieran


precipitado sobre los inferiores dejándolo todo convertido en un montón
informe de ruinas. La única alternativa que teníamos era reforzar las
estructuras superiores de alguna forma permanente. En los primeros días de la
excavación el arquitecto, M. Christian Doll, que emprendió decididamente
esta tarea, no tuvo más remedio que confiar en las vigas de hierro traídas de
Inglaterra a elevado coste y que fueron recubiertas de cemento. Los fustes de
las columnas fueron sustituidas por bloques de piedra cubiertos por una capa
de estuco y se prescindió prácticamente de los capiteles. Incluso la madera,
que resultaba entonces difícil de obtener debidamente curada, desempeñó un
papel importante en estos trabajos de reconstrucción. Como es lógico, los
troncos de ciprés y las vigas que habían soportado grandes masas de
mampostería en la obra primitiva no podía aprovecharse ya. Nos enteramos
entonces de que también el pino del Tirol, que importado a través de Trieste,
había podido resistir durante generaciones a los elementos en las casas de su
región de procedencia, se pudría y quedaba reducido a polvo en pocos años
como consecuencia de los violentos contrastes del clima de Creta.
Pero mediante el creciente uso del cemento armado (reforzado por gruesas
barras de hierro) en las obras de reconstrucción de todas clases, se abrió una
era en la reconstrucción y conservación del Palacio. Se ha demostrado ya
cómo en el ala izquierda del edificio el nuevo método permitió reforzar, con
mayor eficacia y economía, los pisos superiores colocando los viejos
elementos a su nivel correspondiente, mientras que las columnas, los capiteles
y otras piezas, incluso las que tenían detalles complicados, no tuvieron ya que
cortarse y labrarse en la piedra original sino que fue posible sacar de ella sus
moldes completos de madera, que los carpinteros del lugar hacían con gran
habilidad. Las vigas y pilares carbonizados fueron también restaurados por el
mismo sistema del cemento armado, mientras que derramando este sobre una
plataforma provisional reforzada por pilares fue posible dejar al descubierto
considerables espacios del pavimento y a la vez proteger permanentemente
del clima las capas y los bloques de yeso y otras partes quebradizas de las
habitaciones y almacenes del piso bajo. En este sector, toda la estructura del

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edificio quedó tan consolidada con este nuevo material que resistió felizmente
el fuerte terremoto del 26 de junio de 1926.

The Palace of Minos, vol. III, 1930

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Ventris descifra la escritura cretense

WILLIAM TAYLOUR

MICHAEL GEORGE FRANCIS VENTRIS (1922-1956) nació en


Wheathampstead y fue arquitecto de profesión. Desde sus primeros años se
interesó vivamente por las lenguas y por los problemas de la interpretación
de escrituras y durante la guerra, llegó a ser un experto en el descifrado de
claves. El método usado por el ejército se basaba especialmente en un
análisis estadístico y Ventris pensó que este método podría aplicarse con la
misma efectividad a las tablas lineales B en que los problemas de traducir
una lengua desconocida, representada mediante una escritura desconocida,
habían resultado hasta entonces insolubles. Comprendiendo que necesitaba
la ayuda de un experto en filología, se puso en contacto con el profesor J.
Chadwick, el cual quedó tan convencido por sus argumentos que se ofreció a
colaborar inmediatamente. Cuando se publicaron sus trabajos, fueron tan
concluyentes que apenas hallaron objeciones, si bien Ventris no vivió para
presenciar el triunfo de su método ya que murió en un accidente de tráfico a
la edad de treinta y cuatro años.

En la historia de la antigüedad, civilización equivale, por definición, a


sociedad letrada. Ciertamente, la misma complejidad de la sociedad civilizada
requiere, para poder funcionar, una estructura de registros documentales. La
civilización micénica no fue una excepción a esta regla, aunque las primeras
excavaciones hayan ofrecido escasas pruebas de este hecho. Algunos de los
conocimientos relativos a la escritura de esta civilización se dedujeron de los
curiosos signos pintados sobre cierto número de vasijas micénicas
encontradas en Micenas, Tirinto, Orcomenos y Tebas. Pero hasta que, en
1939, no se iniciaron las excavaciones en Pilos donde se encontraron
centenares de tablas de arcilla grabadas con unos caracteres similares, no se
vio inequivocadamente que el conocimiento de la escritura podía haber estado
generalizado y extendido por la Grecia micénica. Estas tablas de arcilla no
eran únicas. Habían sido encontradas ya en Knosos, Creta, en 1900 por Sir

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Arthur Evans, que desde el principio reconoció su importancia. Knosos ha
dado la cifra más alta de estos documentos: entre 3.000 y 4.000, aunque
muchos de ellos son fragmentarios. Pero además han sido encontrados en
otros lugares de la isla, en los palacios de Faistos, Hagia Triada y Mallia.
Pilos ocupa el segundo lugar con algo más de 1.200, y cada año las
excavaciones que se efectúan en el lugar vienen a aumentar la cifra. En
Micenas, hasta el momento, no se han hallado más que unas setenta y la
mayoría procede de las casas situadas fuera de la ciudadela.
Parece realmente extraño que el centro dinámico e inspirador de la
civilización que nosotros llamamos micénica haya producido una cifra tan
reducida. La explicación parece ser doble: la fragilidad de la sustancia de que
están compuestas y, quizá, la falta de pericia de los primeros excavadores
para reconocer estas masas de arcilla bastante confusas. La segunda
explicación es muy corriente entre los modernos arqueólogos pero yo no creo
que todas las tablas hayan escapado a la aguda penetración de Schliemann
que se enorgullecía del cuidado con que coleccionaba y conservaba lo que,
incluso para él, eran los objetos más insignificantes. Es cierto que las tablillas
no son fáciles de reconocer. Las llamadas tablillas lineales B (las únicas
encontradas en la península griega) son piezas oblongas de arcilla de unas tres
pulgadas de longitud. Algunas son más grandes y casi cuadradas, otras son
largas, estrechas y puntiagudas, como una hoja de palma. Entre el polvo y la
suciedad de la excavación, las tablillas pueden confundirse fácilmente con
fragmentos de cerámica rústica, salvo aquellas superficies que presentan
incisiones a los ojos del experto. Pero a diferencia de la cerámica no se cocían
en un homo, lo cual las habría hecho indestructibles. Eran moldeadas con
arcilla corriente y las inscripciones se grababan con un punzón cuando la
arcilla estaba todavía blanda; luego eran sacadas al sol para que se secaran.
Mientras permanecían almacenadas en un sitio seco tenían probabilidades de
conservarse pero una vez se veían sometidas al efecto del agua se disolvían
rápidamente transformándose en una masa informe. (Esta fue la suerte que
corrieron algunas tablas, ¡almacenadas por Sir Arthur Evans en un cobertizo
que tenía goteras!) El que estas tablillas hayan podido sobrevivir se debe en
gran parte a la destrucción violenta de un yacimiento. Las llamas voraces las
quemaron hasta que adquirieron la dureza de la cerámica. A pesar de ello,
algunas siguen siendo frágiles y quebradizas.
En Pilos, la mayoría de las tablillas se hallaban concentradas en un mismo
sector y en el curso de la excavación comprendimos que nos hallábamos ante
los archivos del Palacio. Estaban almacenadas junto a la entrada del edificio,

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en una pequeña habitación con bancos bajos que soportaban estantes libres.
Por lo menos, esto fue lo que pudimos deducir de la cuidadosa observación de
los escombros calcinados que llenaban la habitación. También pudo deducirse
que las tablillas se guardaban en cestos de mimbre, pues se conservaba una
impresión de un trenzado de cestería en varias piezas de arcilla quemada que
se encontraron adheridas a unas tablillas «etiquetas», es decir, tablillas que
reflejaban de forma abreviada el tema de su contenido. Otro tipo de
almacenamiento parece haber sido el de cajas de madera. Dentro de la
Ciudadela de Micenas no se han encontrado archivos. Unas pocas tablillas,
ocho en total, fueron recuperadas en 1960 en unas excavaciones efectuadas en
las casas micénicas dentro de la Ciudadela y cerca del círculo de los
Sepulcros pero se hallaron en un estado muy fragmentado. Las circunstancias
en que fueron encontradas indican que no eran más que restos de un gran
tesoro que fue aniquilado por el fuego devastador que destruyó los edificios
en que estaban guardadas. Las tablillas supervivientes se encontraron
incrustadas en masas conglomeradas de piedras fundidas, ladrillos y arcilla,
amalgamados hasta adquirir la consistencia y la dureza del cemento.
Diseminados por estas ruinas, de constitución parecida a la piedra, había
partículas y fragmentos de una sustancia parda rojiza que podría haber sido
fragmentos de vasijas de barro o trozos de tablillas desintegradas. Si se tratara
de esto último, parece ser que las tablillas fueron almacenadas en armarios de
piedra o en recipientes. Las marcas bien evidentes del fuego que destruyó el
palacio, situado en la cima de la Ciudadela, demuestran que también aquí fue
de igual intensidad y violencia que el producido más abajo de la falda de la
colina. Como consecuencia del mismo, todos los archivos que existían
probablemente dentro del palacio habrían sido destruidos dejando huellas tan
leves que habrían escapado a la atención de los excavadores.
Estos archivos en arcilla de Grecia y Creta, y unos cuantos de Chipre, son
prácticamente los únicos documentos escritos que han quedado del mundo
egeo del segundo milenio. Es muy posible que se utilizaran otros medios para
escribir, sustancias tales como la madera, piel, pergamino, hojas de palma o
papiros, ninguna de las cuales habría sobrevivido en condiciones normales.
La conversión de las hojas de papiro en un material adecuado para escribir
constituyó una industria especializada de Egipto y hay muchas pruebas de la
existencia de relaciones comerciales entre los pueblos del Mar Egeo y aquel
país. La escritura sobre arcilla fue el sistema adaptado en Babilonia y en los
reinos vecinos (en ellos las tablillas se cocían en hornos) y se utilizaba un
instrumento con una punta en forma de cuña para reproducir la escritura

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cuneiforme (cuneus = cuña). Pero el escriba egeo prefería una pluma o
herramienta puntiaguda y es posible que los documentos más importantes
fuesen escritos sobre otros materiales más adaptables a este instrumento. Por
otra parte, las tablillas, cuya fabricación resultaba fácil y barata en el lugar,
habrían servido para archivos de los asuntos diarios. Esto es lo que son en
realidad.
¿Y cómo lo sabemos? Sir Arthur Evans lo dedujo por los signos pictóricos
de las tablillas de Knosos que se identificaron con caballos, carros, armas,
etc.; pero hasta hace poco, en 1952 para ser más exactos, los numerosos
intentos de descifrar la escritura no fueron coronados por el éxito. Esto se
debió en gran parte al genio, a la brillantez y a los esfuerzos de un joven
arquitecto, Michael Ventris, ayudado en la fase crítica de su trabajo por el
filólogo de Cambridge, John Chadwick. Para comprender el alcance de esta
empresa es preciso advertir que Ventris intentaba realizar algo mucho más
difícil que el problema con el que se enfrentó Champollion al resolver el
enigma de los jeroglíficos egipcios o Grotefend y Rawlinson con el descifrado
de la escritura cuneiforme. Estos primeros pioneros tuvieron textos bilingües
o trilingües en que apoyarse y por lo menos conocían el grupo lingüístico a
que pertenecía la lengua. El egipcio antiguo, aunque muy modificado, se
basaba en la lengua copta. El asirio y babilónico eran afines, como se vio
claramente, con las lenguas antiguas hebraicas y semíticas en general. Pero
Ventris estaba ante un tipo aislado de escritura y sin referencia alguna sobre la
lengua a que podía pertenecer.
Muchos, por supuesto, precedieron a Ventris en la ingrata búsqueda. Sir
Arthur Evans fue el primero en establecer las bases para posteriores
investigaciones, y logró demostrar las diferentes etapas en la evolución de la
escritura. La primera estaba representada por los signos jeroglíficos que se
encuentran principalmente en las joyas cretenses y en los sellos de piedra
pertenecientes a la primera mitad del segundo milenio. Se conocen también
varias tablillas con jeroglíficos. La segunda, se basaba en una versión cursiva
y simplificada de estos signos que Sir Arthur Evans llamó Lineal A. Esta se
inscribía en tablillas cocidas en hornos, según se cree, y en vasos, piedra y
bronce. Finalmente, descubrió una escritura más posterior y avanzada,
íntimamente relacionada con la Lineal A, que él llamó Lineal B. No pueden
darse fechas exactas de los períodos en que estas escrituras estuvieron en uso
pero puede decirse que la Lineal A desplazó a la escritura jeroglífica y pudo
haber aparecido en el siglo VIII. Al parecer, dejó de utilizarse a principios del
V. La Lineal B, que está grabada casi exclusivamente en tablillas empieza

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antes o poco después de 1400 antes de Cristo. Las últimas tablillas pueden
fecharse hacia el año 1200 después de Cristo. La Lineal B es la única forma
de escritura conocida en la Grecia continental.
En sus estudios Evans había establecido ciertos puntos básicos: que las
tablillas eran listas o relaciones; que era claramente reconocible un sistema
numérico; que alguno de los signos eran ideogramas (dibujos de los objetos
designados) y que muy probablemente los otros signos eran silábicos. Él
pensó en esta lista porque había notado que existían grupos de signos
separados de otros grupos por trazos verticales. De ahí que cada grupo
representara una palabra de varias sílabas. Evans no podía comprometerse a
llevar más lejos sus conclusiones. Muchos de sus inmediatos seguidores,
menos cautos que él (entre ellos distinguidos científicos) confiaron demasiado
en conjeturas, eligiendo una lengua que tuviera cierta afinidad con la escritura
e intentando acomodar las dos. Casi todos estos estudios se llevaron a cabo
sin método. Sin un detallado análisis de las inscripciones había escasas
posibilidades de éxito. Uno de los pocos que adoptaron un sistema metódico
fue el americano, Dr. Alice E. Kober. Este pudo demostrar, por su análisis de
los signos de la Lineal B, que se trataba de una lengua declinada, es decir, que
las palabras tenían sufijos variables que indicaban el género, el plural, etc.
(como en latín). Por ejemplo, notó que la forma general usada para los
hombres y cierta clase de animales difería de la usada para las mujeres y otras
clases de animales, lo cual sugería una diferenciación del género. Pero su
mayor contribución al descifrado fue su demostración de que ciertas palabras
que se componían de dos, tres o más signos silábicos podían tener dos
variantes si se añadía un signo diferente o se cambiaba su terminación por
otro signo. (Un ejemplo, en inglés sería: wo-man, woman’s, wo-men.) ¡En los
círculos lingüísticos estas variaciones se llaman temas de Kober! El profesor
Emmett L. Bennett, Jr. fue también uno de los pocos en utilizar un método.
Aparte de aclarar el sistema de pesas y medidas utilizado en la escritura, su
contribución más importante fue ordenar y clasificar todos los signos de la
Lineal B. Consiguió establecer la división de los signos en dos clases,
ideográficos y silábicos y un detallado estudio de las variantes en la ortografía
(la mala escritura manuscrita no es cosa nueva) reduciendo el número de los
signos silábicos a unos noventa.
Para abordar el problema del descifrado existía una referencia útil aunque
difícil. En Chipre se descubrió un manuscrito que fue catalogado como
chipriota-minoano. Se trataba solamente de unas escasas tablillas, de las
cuales la más antigua, según se ha afirmado, procede de principios del siglo

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quinto y tiene afinidades con la Lineal A. Dos detalles de estas tablas
despiertan comentarios especiales. Se había empleado un estilo rústico y
estaban cocidas al fuego. La técnica es, por tanto, distinta a la de las tablillas
que hemos analizado anteriormente y está más relacionada con la de las
civilizaciones orientales. Esto no es sorprendente teniendo en cuenta la
posición geográfica de Chipre. Otro tipo de escritura, la clásica chipriota,
estuvo en uso en la isla desde el siglo sexto al tercero o segundo a. de J. C. y
está claramente vinculado a la Lineal B. En la mayoría, si no en todos los
casos, estaba presente el griego. De ahí que fuera posible su descifrado. Siete
de los signos son similares o pueden equipararse a la Lineal B y los valores
fonéticos del silabario chipriota son conocidos. Los signos representan una
vocal o una consonante más una vocal. Como esta es una escritura silábica y
no alfabética, surgen dificultades en las palabras que tienen dos o más
consonantes seguidas o cuando terminan en consonante. Utilizando esta
escritura silábica, «pastor», podría deletrearse «pa-so-to-re».
La vocal final de «re» no se pronunciaría ni tampoco la «o» de «so». Estas
se considerarían vocales «muertas». Pero la elección del sonido silábico «so»
(de los cinco sonidos silábicos que empiezan con «s»: «sa, se si, so, su») está
determinada y debe concordar con la vocal del signo silábico siguiente, en
este caso la «o» de «to». Así para «prison» el deletreo podría ser «pi-ri-so-ne»
(la vocal final «muerta» es siempre «e»). Pero otra complicación más del
silabario chipriota es que no se escribe «n» delante de consonante. Así
«contralto» aparecería como «co-ta-ra-lo-to». De estos ejemplos se deduce
claramente que el Silabario sería un método muy ineficaz para escribir en
inglés. Y todavía lo sería más para el griego. La palabra «anthropos» tendría
que escribirse «a-to-ro-po-se». Además un número considerable de palabras
griegas terminan en «s» y, como el signo silábico chipriota «se» es igual a
uno de los signos de la Lineal B podría demostrarse fácilmente si la Lineal B
podía ser utilizada con el griego. Se comprobó que el signo «se» raramente se
presentaba como signo desinencial en la escritura Lineal B. La conclusión
lógica fue que el idioma no era el griego.
El trabajo preliminar, básico y esencial llevado a cabo por Kober y
Bennett no era válido para Ventris, que ahora aportaba un nuevo instrumento
para abordar el problema del descifrado, el conocimiento de la criptografía.
En teoría cualquier código puede ser interpretado, con tal de que se disponga
de suficiente material codificado. Un detallado análisis del material debe
revelar ciertos rasgos periódicos y esquemas fundamentales. Ya hemos
comentado los que fueron anotados por el Doctor Kober. Ventris pudo

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aumentar el número de las observaciones básicas. Sobre la base del material
disponible, considerablemente incrementado por la publicación en 1951 de la
transcripción que hizo Bennett de las tablillas encontradas en Pilos en 1939,
preparó un índice estadístico que reflejaba la frecuencia general de cada
signo. Pudo deducir (y aquí tuvo la colaboración de Bennett y del
investigador griego Ktistopoulus) que tres de estos signos eran probablemente
vocales ya que se presentaban predominantemente al principio de grupos de
signos. Un sufijo fue provisionalmente identificado como la conjunción «y»
utilizada como «que» en latín. Se observaron otras variaciones de declinación
de palabras identificadas como sustantivos y, como algunas de estas se
presentaban con el ideograma de hombre y mujer, se pudo ver que en tales
casos la inflexión pertenecía más frecuentemente al género que al caso.
Los datos reunidos con carácter transitorio fueron ordenados por él en
forma tabular de tablas en lo que llamó la «reja». La reja fue revisada y
reajustada constantemente. En una de sus últimas disposiciones constaba,
esencialmente de quince filas de consonantes y cinco columnas de vocales.
Como no se conocía ninguno de los valores de las consonantes o vocales, se
les asignó un número. Dentro de estos setenta y cinco espacios, se dispusieron
los signos silábicos de la Lineal B que se repetían con más frecuencia
(cincuenta y uno de un total hipotético de noventa), sobre la base de datos
estadísticos que se habían recogido en torno a ellos. Si el sistema era válido y
los datos estaban correctamente ordenados, los signos de la misma columna
deberían llevar la misma vocal y los signos de la misma fila deberían empezar
con la misma consonante. Por ello, si se podía establecer tan solo el valor
fonético de algunos signos silábicos, los valores de los otros se deducirían
automáticamente mediante la reja.

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Tabla de valores fonéticos, según Ventris.

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Hemos dicho ya que siete de los signos del silabario chipriota pueden ser
equiparados a los signos de la Lineal B. Sería aceptable, por ello,
experimentar con el valor fonético chipriota de estos signos. Esto fue lo que
hizo Ventris. Por otra parte, había llegado a la conclusión, al observar la
constante repetición de ciertos grupos de signos en las tablillas, que estos
grupos representaban nombres de lugares. Partiendo de estas dos suposiciones
hizo ensayos con nombres de lugares antiguos. Para las tablas de Knosos, la
elección se hizo naturalmente entre nombres cretenses conocidos en los
tiempos clásicos o citados por Homero (el mismo Knosos, Amnisos —un
pueblo ribereño cercano— y Tulisos) y que podían reconocerse en los
siguientes deletreos silábicos «co-no-so», «a-mi-ni-so», «tu-ri-so». Estas
identificaciones fueron ciertamente válidas dentro de la estructura ortográfica
chipriota en que las consonantes dobles (km, mn) están disociadas en sílabas.
La utilización de «ri» en lugar de «li» en «tu-ri-so» (Tulisos) no entrañaba
dificultad. Ventris había reconocido ya que la «r» y la «l» eran
intercambiables como lo son en diversas lenguas incluyendo el antiguo
egipcio. Una marcada diferencia del chipriota es que la «s» final no se
escribe. De forma análoga, se omiten «l, m, n, r, s» a final de palabra o
cuando anteceden a otra consonante y hay otras normas ortográficas
impuestas por el descifrado que no están de acuerdo con las reglas chipriotas.
Aun cuando los resultados de estas pruebas fueran prometedoras, no
proporcionaron todavía una pista segura respecto a la lengua que encubría la
escritura. El propio Ventris opinaba que se trataba de la lengua etrusca y hasta
última hora orientó sus estudios en esta dirección. El hecho de que en las
últimas fases del descifrado probase con el griego fue, según sus propias
palabras, «una frívola digresión». Pero fue grande su sorpresa al comprobar
que, con el griego, muchas de las tablillas tenían sentido. Es cierto que
muchas resultaban ininteligibles pero si la lengua era en verdad griega se
trataría necesariamente de una forma muy arcaica del idioma que fue
registrado en la Lineal B unos 500 años antes de Homero (el mismo griego de
Homero es arcaico). Si la lengua era griega podrían encontrarse muchos de
estos arcaísmos homéricos simbolizados en los textos de la Lineal B y el
hecho de que así fue en realidad determinó en gran parte la favorable acogida
deparada por la mayoría de los investigadores a las definiciones
revolucionarías de Ventris. Basta con recordar las disputas y controversias
surgidas en torno al pretendido éxito en el descifrado de la escritura
cuneiforme y de los jeroglíficos egipcios, para asombrarse de la aceptación
general con que fue acogido este descubrimiento, mucho más espectacular y

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polémico. Hubo, como es natural, oposición pero antes de que pudiera
organizarse, apareció una notable y dramática prueba de que no se había
equivocado.
En la misma época en que Ventris alcanzaba la solución del problema de
la Lineal B, se desenterró una tablilla en Pilos que iba a confirmar
ampliamente la exactitud de su sistema. Era una de las 400 que fueron
descubiertas durante las excavaciones de 1952. A principios del siguiente año,
el profesor Blegen, su descubridor, las limpió y las estudió en Atenas. Él
probó el silabario de Ventris en varias y especialmente en una de ellas lo hizo
con sorprendentes resultados. La tablilla contenía un inventarío de trípodes y
varias clases de vasos, algunos de cuatro asas, algunos de tres, y uno con una.
El ideograma diferente utilizado en cada caso lo aclaró. Pero cada ideograma
estaba precedido por esta descripción y, aunque el significado de cada palabra
en la descripción no era patente por sí mismo, se aplicaron a algunas los
valores fonéticos siguientes (y no otros) con arreglo al silabario de Ventris:
«ti-ri-po», «qe-to-ro-we», «ti-ri-o-we». La palabra «ti-ri-po» aparece solo con
el signo trípode. Siguiendo la regla ortográfica previamente expuesta, se
identifica claramente con la palabra griega «tripos», trípode. O-we, que se
presenta en las otras tres palabras citadas anteriormente, significa «con asa».
La palabra «asa» se usa generalmente en griego para designar todos los
asideros de las vasijas. Se encuentra arriba en combinación con «quetro»
(«tetra» en griego, «quattuor» en latín) «tri» (como en «tripos») y «an», el
prefijo negativo griego, es decir, sin asas. El hecho de que las palabras antes
indicadas se presentaran con los ideogramas a los que se refiere excluía toda
posibilidad de coincidencia. La validez básica del descifrado de la Lineal B
como una forma de griego arcaico resultaba por tanto confirmada y la
publicación de esta tablilla en 1953 sirvió para convencer a muchos, que hasta
entonces no se habían mostrado convencidos del todo. Pero, naturalmente, no
todos estuvieron conformes con esta interpretación y aún hoy existe una
pequeña minoría de científicos que no la aceptan. Sin embargo, el más
famoso de este grupo, el profesor Beattie, ha reconocido la gran dificultad que
entrañaba la lectura de la tablilla trípode admitiendo que este hecho debe ser
explicado de alguna forma. Por ello se ha visto arrastrado al desesperado
recurso de sugerir que Ventris tuvo la presciencia del contenido de la tablilla
antes de llegar a la solución final. Tal insinuación no solo es indigna sino que
carece completamente de fundamento.

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Tras un trabajo de exégesis filológica de extraordinaria complejidad, Ventris logró
descifrar la escritura cretense, afirmando que era un dialecto griego.

¿Cómo puede explicarse la oposición, aunque escasa, a la idea de que la


Lineal B es griega? Las objeciones conciernen a las dificultades reconocidas
de la traducción. Muchas palabras siguen careciendo de sentido y, debido a la
extensa variedad de posibles lecturas, alternativas en ciertos casos, no se
puede estar siempre seguro del origen griego de estas dudosas palabras… Se
argumenta que ningún escriba podría hacerse comprender por otro con una
escritura tan elástica. Por ejemplo, el signo «ka» puede representar hasta
setenta sílabas: «ka, ga, kha, kai, kas, kan, etc.». Esto es cierto pero no ocurre
con todos los signos silábicos y los signos no se leen aisladamente sino en
combinación como palabras, Ciertas combinaciones se repiten
constantemente. Con frecuencia aparecen pictogramas de carácter
mnemotécnico. Pero hay muchos casos en nuestra propia lengua en que
tenemos que elegir entre varios sentidos.
Una misma palabra puede tener dos significados y dos formas distintas de
pronunciación… Al igual que el escriba micénico, podemos vacilar un
momento antes de interpretar. Es la familiaridad y el contexto lo que decide
en última instancia.

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Reproducción de una página del trabajo de Ventris

Aunque hoy se acepta generalmente (al menos por la mayoría de los


helenistas más insignes) que la lengua de la Lineal B es griega, hay que
admitir que el material escrito hasta ahora disponible es limitado en cantidad
y cualidad. ¿En qué reside la calidad? Inventarios y listas en su mayor parte:
inventarios de mercancías, ganado y productos agrícolas; listas de hombres,
mujeres y niños. Y en este último grupo una parte considerable del texto está
representado por nombres propios y por las ocupaciones de los individuos en
ella comprendidos. El 65 por ciento, como mínimo, de los grupos de signos
son nombres propios… Unos 200 aproximadamente son, casi con seguridad,
nombres de lugares aunque un número considerable de estos no pueden ser
identificados geográficamente. Unas 3.500 tablillas han sido estudiadas y
estas han proporcionado un vocabulario total de 630 palabras, de las cuales el
40 % puede leerse con una considerable exactitud. El número de textos que
contienen frases de alguna extensión es limitado y, en consecuencia, nuestro
conocimiento de la gramática y la sintaxis tiene que serlo también. Estas son
las tablillas relativas a «carros», «posesión de tierras» y «muebles». Es
necesario poner de relieve estas limitaciones a fin de mantenernos fieles a
nuestro deber de objetividad. El descifrado de la Lineal B ha ampliado
considerablemente nuestra visión de la civilización micénica pero no
podemos asegurar inequívocamente la precisión de las deducciones.

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The Mycenaeans, 1964

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TERCERA PARTE

El libro de las pirámides

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Los turistas y los monumentos

AUGUSTE MARIETTE

AUGUSTE FERDINAND FRANÇOIS MARIETTE (1821-1881) nació en


Boulogne. En 1850 fue a Egipto con la misión de buscar y adquirir para la
colección nacional todo manuscrito interesante en lenguas copta, siria, árabe
y etíope, pero no tardó en abandonar esta empresa para dedicarse a una
activa exploración y excavación de los monumentos antiguos. Después de
descubrir el Serapeum, donde estaban enterrados los toros sagrados de Apis,
pasó los cuatro años siguientes excavando y enviando sus hallazgos al Museo
de Louvre del que fue nombrado superintendente adjunto a su regreso. En
1858 fue nombrado conservador de los monumentos egipcios y se trasladó
con su familia a El Cairo. Entre los muchos yacimientos que exploró
detenidamente se cuentan Menfis, las pirámides de Saqqara, Medinet Habu y
Deir-el-Bahari y el templo que ha estado mucho tiempo enterrado por
tempestades de arena entre las zarpas de la Esfinge. Los egipcios
reconocieron su inestimable contribución a la arqueología concediéndole
sucesivamente los títulos de Bey y Bajá.

No es preciso destacar la importancia de los monumentos que se


extienden por las orillas del Nilo. Constituyen el testimonio de la pasada
grandeza de Egipto y, por decirlo así, las patentes de su antigua nobleza.
Representan a los ojos de los extranjeros las páginas, deslustradas por el
tiempo, de los archivos de una de las naciones más gloriosas del mundo.
Pero cuanto mayor sea la estima en que tengamos a los monumentos
egipcios, mayor es nuestra obligación de velar por ellos. De su conservación
depende en parte el progreso de esos interesantes estudios que tienen por
objeto conocer la historia del antiguo Egipto. Además, merecen también
nuestra atención no solo por el alto concepto en que los tenemos sino por su
utilidad para los futuros egiptólogos. En los próximos quinientos años, Egipto
seguirá ofreciendo a los investigadores que lo visiten, los mismos
monumentos que ahora estamos describiendo. El volumen de información ya

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obtenido del descifrado de los jeroglíficos es inmenso a pesar de que esta
ciencia se encuentra todavía en su infancia. ¿Qué sucederá cuando varias
generaciones de sabios hayan estudiado esas admirables ruinas, de las cuales
bien podemos decir que cuanto más se conocen más compensan la labor
realizada en ellas?

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La famosa avenida egipcia de las esfinges fue puesta al descubierto por el francés
Auguste Mariette. El mapa de aquella zona procede de uno de sus libros.

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Por esta razón, rogamos encarecidamente a todos los que visitan el Alto
Egipto que se abstengan de la pueril costumbre de escribir sus nombres en los
monumentos. Si alguien visita la tumba de Tih en Sakkarah, podrá comprobar
que en realidad ha sufrido más daño por causa de los turistas durante los
últimos diez años que durante los seis mil años anteriores de su existencia. La
hermosa tumba de Seti I en Bab-el-Molouk está casi enteramente desfigurada
y todo lo que podemos hacer es evitar que su estado empeore. M. Ampère,
que visitó Egipto en 1844, exagera quizás en las siguientes líneas escritas en
su diario. Las transcribiremos para demostrar la ignominia que cometen
aquellos viajeros que irreflexivamente gravan sus nombres en los
monumentos: «Lo primero que nos llama la atención cuando nos
aproximamos al monumento (Columna de Pompeyo) es la cantidad de
nombres escritos en gigantescos caracteres por los visitantes que han dejado
constancia de su estupidez en la columna que supo respetar el tiempo. Nada
resulta más absurdo que esta manía, heredada de los griegos, que desfigura
los monumentos cuando no los destruye por completo. En muchos sitios, se
han dedicado horas enteras de paciente trabajo para grabar en el granito las
grandes letras que lo mancillan. ¿Cómo puede un individuo completamente
desconocido tomarse tantas molestias para dejar constancia de su visita a un
monumento mediante la mutilación del mismo?». Recomendamos la lectura
de estas líneas al joven turista americano que en 1870 visitó todas las ruinas
del Alto Egipto llevando un bote de «alquitrán» en una mano y una brocha en
la otra para dejar sobre todos los templos la indeleble y ciertamente
deplorable huella de su paso.
No tenemos nada que aconsejar a aquellos viajeros que deseen comprar
antigüedades y llevárselas a casa como recuerdo de su visita a Egipto.
Encontrarán una fábrica excelente en Luxor. Pero a los viajeros que deseen
sacar realmente algún provecho de su viaje, les recomendaríamos que
buscasen papiros. Todos sabemos bien lo que puede esperarse de un templo o
de una tumba pero el papiro es una fuente de sorpresas. Efectivamente, puede
descubrirse un papiro que resulte tener más importancia que un templo entero
y no cabe la menor duda de que si alguna vez se produce algún
descubrimiento capaz de provocar una revolución en la ciencia de la
egiptología, el mundo tendrá que agradecérselo a un papiro.
Como todas las excavaciones están prohibidas en Egipto y nunca se ha
promulgado un decreto autorizándolas, se podra comprender con facilidad
que la compra de papiros es prácticamente imposible. Pero este no es el caso.
Todos los visitantes del Alto Egipto habrán visto fellahs trabajando en

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aquellas ruinas en que las paredes de ladrillo rustico se han ido deshaciendo
poco a poco. Lo que buscan es el polvo en que se convierten los ladrillos
antiguos para utilizarlo como abono. Sin embargo, de vez en cuando, la suerte
se les muestra propicia y no es extraño que encuentren algún papiro en medio
de este abono. Tampoco debe olvidarse que, a pesar de todas las
prohibiciones, se efectúan exploraciones clandestinas, particularmente en
Tebas y que estas también pueden hallar papiros entre los numerosos
monumentos. Es el viajero el que tiene que hacer averiguaciones y sondear a
los pobladores del país no solo en Tebas sino en todas las estaciones en que se
detiene el «dahabeah». La bella colección que Mr. Harris tiene en Alejandría
no se formó de otro modo y Madame d’Orbiney adquirió por pura casualidad
los papiros, expuestos actualmente en el Museo Británico y que dieron fama a
su nombre. En el estado actual de la egiptología, no puede prestarse un
servicio mayor a la ciencia que salvar algún papiro que haya podido,
accidentalmente, caer en manos de un fellah, ya que de no ser así, su
destrucción sería inevitable.

Monuments of Upper Egypt, 1877

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Excavaciones en Egipto

JOHANN LUDWIG BURCKHARDT

JOHANN LUDWIG BURCKHARDT (1784-1817) nació en Lausanne y recibió


su educación en Alemania. Fue a Inglaterra con cartas de presentación para
el Presidente de la Sociedad Real, que era también el fundador de la
Asociación Africana. Después de tres años de estudios en Londres y
Cambridge la Asociación le encargó que se desplazase a Siria para estudiar
la lengua y las costumbres árabes como preparación de su viaje de
exploración a las regiones del sur del Sahara. Así lo hizo y en 1812 llegaba a
El Cairo pero, incapaz de encontrar una caravana que se dirigiera a su
proyectado destino, remontó el Nilo en dirección este desde Shendi a Suakin,
siguiendo desde allí hasta La Meca y Medina, pasando luego por Suez y
regresando a El Cairo en 1815. Permaneció dos años en esta ciudad y murió
sin conseguir realizar su expedición al Sahara.

Le agradará saber que la colosal cabeza de Tebas, tras muchas


dificultades, llegó por fin a Alejandría sana y salva. El Sr. Belzoni, que se
ofreció para llevar a cabo la empresa, la ejecutó con gran entusiasmo,
inteligencia y perseverancia. La cabeza espera ahora en Alejandría para ser
enviada oportunamente a Malta. Mr. Salt y yo hemos sufragado los gastos
conjuntamente y las dificultades de la empresa fueron vencidas por el Sr.
Belzoni, cuyo nombre debe ser mencionado junto con el nuestro, ya que lo
mismo que nosotros, participó en esta empresa con el mayor altruismo. El
Comité no debe abrigar ningún temor de que esta transacción haya dado a mi
nombre pública notoriedad en Egipto, cosa que sin duda alguna hubiera
sucedido en caso de haberse sabido que yo estaba relacionado de algún modo
con esta cuestión. Los Kahirines se la atribuyeron completamente a los
señores Salt y Belzoni quienes, según creen, lo enviaron a Inglaterra para
analizarlo pieza a pieza con el objeto de encontrar la inestimable joya que
contiene. La residencia del francés Savans en Egipto no ha contribuido a
disipar ese concepto negativo, que ha sido también el que ha determinado la

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actitud del Shikh de Tedmor, que me negó el permiso para llevarme un
pequeño busto mutilado encontrado cerca del pórtico de Pahnira. Por ello, esa
es la opinión que sigue imperando en todas las partes de Egipto.
Los campesinos de Gourne me informaron que el francés se había
esforzado inútilmente en sacar del país esta cabeza, practicando incluso un
agujero en la parte inferior del busto para quitarle peso y hacerlo así más
transportable. Desconozco la razón por la que abandonaron el proyecto pero
resulta curioso comprobar que en el dibujo que, con gran esfuerzo, hicieron
de la cabeza la muestra probablemente como quedó después de haber sido
destruida la parte inferior.
Los descubrimientos efectuados por el Sr. Belzoni en el Alto Egipto son
demasiado interesantes para no ser citados aquí. El profesor italiano extrajo
del templo de Ebsambal en Nubia las arenas que lo cubrían. El frontispicio
del templo, descubierto de este modo se encuentra lleno de Jeroglíficos. De
los cuatro colosos que se levantan delante de él solo la cara de uno (que he
citado en mi diario) permanece intacta. Una de las tres restantes ha sido
reducida a una simple masa de piedra, como consecuencia de las
mutilaciones.
Detrás de Gourne el Sr. Belzoni descubrió otra tumba real, a una milla de
distancia aproximadamente de la más occidental de las «tumbas aisladas»,
como señala el francés en su mapa. Según afirma, es más bella y de mayores
dimensiones que cualquiera de las otras que contienen sarcófagos. Todas las
pinturas están hechas sobre estuco blanco que, por no estar adherido con
fuerza al muro, resulta fácil de desprender.
En Gourne, en la llanura entre el Memnonium y Medinet Habu, al excavar
en dirección oeste partiendo desde los dos colosos sentados, y a una media
milla de distancia de estos, encontró una gigantesca cabeza mutilada de
granito, de unas dimensiones mucho mayores que las de la estatua que se
había llevado y por todas las de Tebas, ya que su frente medía de diez a doce
pies.
Recordamos el pequeño estanque existente en el interior del recinto
amurallado del templo de Karnak, hacia el lado de Luxor, que circunda tres de
los lados de un terreno elevado. Una fila de esfinges masculinas, o como se
llamen, se levantan allí. Fueron descubiertas por el francés y Mr. William
Banks se llevó las dos mejores de la serie. Excavando posteriormente en la
dirección que señalaban esas estatuas, el Sr. Belzoni descubrió otras
dieciocho de forma similar pero de una ejecución más perfecta, hallándose
todas en excelente estado de conservación. Entregó seis de ellas a Mr. Salt,

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que le había facilitado dinero con el fin expreso de procurarle antigüedades,
encargándole que se llevase la cabeza. Al lado de estas figuras encontró otra
estatua hecha de una piedra dura y tosca. Se trata de una figura
completamente desnuda, sentada en un sillón que tiene una cabeza de carnero
sobre sus rodillas. La cara y el cuerpo sé conservan íntegros. El pelo trenzado
le cae por los hombros. Esta es una de las más bellas, yo diría que la más bella
de las estatuas egipcias que he visto. Su expresión es dulce y creo que debe
tratarse de un retrato. De la excelente conservación de todas estas figuras,
cosa bien rara en Egipto, el Sr. Belzoni deduce que los egipcios utilizaron este
lugar para esconder sus ídolos cuando los persas llegaron para descubrirlos y,
cuando vaya por segunda vez a Tebas, confía en poder hallar otros tesoros en
el mismo sitio. En Karnak, encontró también el monumento rectangular, con
figuras en alto relieve en tres de sus lados, de las que habló tan
favorablemente el francés y de las que hicieron un dibujo. Pero fue en un
lugar completamente distinto al indicado por ellos, pues el Sr. Belzoni la
encontró bajo tierra, lejos, al este de Karnak. Por llevar el bote ya excesiva
carga, se vio obligado a abandonar esta estatua, junto con una docena de
esfinges, a la orilla del río, cerca de Karnak. La cabeza sola pesa, según creo,
de doce a quince toneladas.
El Sr. Belzoni, que es tan emprendedor como inteligente, magnánimo y
desinteresado, nos sigue explicando que él excavó el coloso del lado noroeste
del estanque citado anteriormente y que había sido indicado por el francés con
el nombre de «Colosse renversé» en el mapa de Karnak que ellos tenían. Tras
realizar la excavación, descubrió que se trataba de un torso sin cabeza ni pies,
de bella ejecución y de una longitud aproximada de treinta pies. Afirma que
no ha visto nada en Egipto, sin exceptuar siquiera nuestra cabeza, que pueda
compararse con aquel, pues es una auténtica imitación de la naturaleza, y su
realización no sigue el habitual estilo hierático sino que está de acuerdo con
los mejores cánones de la época.
El Sr. Belzoni cree que de haber tenido una embarcación de fondo plano,
habría podido descender por el río con uno de los pequeños obeliscos de File
que miden unos veinticinco pies de longitud. Está acostumbrado a manejar
masas de esta envergadura con la misma facilidad con que los demás manejan
piedras y los egipcios que le consideran un gigante por su figura, ya que mide
seis pies y medio de altura, piensan que es un hechicero. La mano de obra es
tan barata en el Alto Egipto que con poco dinero se consiguen importantes
resultados. Los servicios diarios de un fellah importan cuatro peniques.
Aunque más de un centenar de fellahs estuvieron ocupados con nuestra

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cabeza durante muchos días y aunque pagamos cien libras por la embarcación
e hicimos un obsequio al Sr. Belzoni, insignificante en verdad pero de
acuerdo con lo que nos permitían las circunstancias, nuestros gastos totales,
en un punto tan lejano como Alejandría, no ascendieron a más de trescientas
libras y la expedición completa del Sr. Belzoni a unas cuatrocientas cincuenta
libras. Por fortuna, el Bajá de Egipto no conoce todavía el valor de estas
estatuas. Si lo hubiese sabido, probablemente habría imitado al Bajá Wely de
Morea, exigiendo derechos de peaje ya que goza del privilegio de imponer
gravámenes sobre todo artículo producido en Egipto y de su voluntad depende
incluso el comercio del estiércol de camello y de carnero. El Sr. Belzoni, que
es conocido en Inglaterra como ingeniero de obras hidráulicas y que está
casado con una inglesa que le acompañó a Egipto, empezó el año pasado a
prestar sus servicios técnicos al Bajá pero, incapaz de soportar las intrigas de
la corte turca y demasiado honorable para participar en ellas, fue destituido
por ineptitud profesional y todavía se le deben cinco meses de sueldo. Esto es
lo que ocurre con la protección que el Bajá brinda a los artistas europeos.
Estos son atraídos con halagos por sus emisarios del Mediterráneo y entran a
su servicio pero pronto tienen que lamentar su credulidad.
En las notas que completan mi traducción de Macrizi, encontrarán la
descripción de otros descubrimientos muy interesantes llevados a cabo en las
montañas del Alto Egipto. El pasado mes la antigua y tan frecuentemente
visitada pirámide de Gizeh se exploró con tal precisión que muchos de sus
detalles han salido por primera vez a la luz. El Sr. Caviglia, un italiano, el Sr.
Kabitch, un alemán, establecidos ambos aquí, concibieron el proyecto de
explorar el pozo de la gran pirámide. En el curso de la gran operación,
descubrieron que una prolongación del pasadizo descendente conducía a una
cámara situada en el centro de la pirámide comprobando que ningún otro
pozo seguía esa dirección.
Analizando las circunstancias de este nuevo descubrimiento, he llegado a
la conclusión de que esta prolongación de la entrada del pasadizo fue
descubierta en tiempos del Califa que abrió la pirámide y que, desde entonces,
había permanecido obstruida. Si tengo que creer a Sherif Edrys, autor de una
historia de las pirámides, un libro, según pienso, desconocido en Europa y que
he comprado últimamente aquí, el interior de la pirámide está llena de
pasadizos y salas y aún quedan algunos sarcófagos por descubrir. Este autor
escribió en el siglo XII y examinó la pirámide personalmente y con la mayor
minuciosidad.

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Travels in Nubia, 1819

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Una visita a Tebas

DOMINIQUE VIVANT DENON

DOMINIQUE VIVANT, BARON DENON (1745-1825) nació en Châlon-sur-


Saone y estudió leyes en París. Fue un hombre versátil y polifacético, que
pronto se orientó hacia las artes y las letras escribiendo una afortunada
comedia a la edad de veintidós años, después de lo cual se dedicó al dibujo y
a la pintura. Encontró el favor de los círculos de la corte y llevó a cabo
diferentes misiones, diplomáticas y artísticas, para Luis XV. Cuando estalló
la revolución se encontraba desempeñando una misión oficial en Nápoles
pero inmediatamente regresó a Francia en donde consiguió sobrevivir, a
pesar de su condición aristocrática, bajo la protección y el patrocinio del
famoso pintor David. Napoleón, cuyo espíritu universal no dejaba escapar
ningún detalle que pudiera conducir al engrandecimiento de Francia, invitó a
Denon a que se uniese al grupo de investigadores que seguían al ejército en
su marcha hacia Egipto para estudiar antigüedades. Denon tomó notas y
dibujos de todo lo que vio, reflejando a veces sus observaciones con la mayor
sangre fría en medio de una gran batalla. Posteriormente fue nombrado
Director General de Museos y participó en otras campañas en idénticas
condiciones.

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Hacia el mediodía, llegamos al territorio de Tebas y, a una distancia de
tres cuartos de legua del Nilo, divisamos las ruinas de un gran templo que
nunca había sido visto por los viajeros y que puede dar una idea de la
inmensidad de esta ciudad ya que este era el edificio más alejado del sector
oriental y el templo más occidental estaba a una distancia de Medinet-Abu.
Era entonces la tercera vez que pasaba por Tebas pero, como si el destino me
hubiera condenado a tener siempre prisa, no pude más que dar una rápida
ojeada a lo que tanto me interesaba. Por ello, me limité a reseñar lo que había
visto y a tomar algunos esbozos de lo que podría dibujar a mi regreso, si tenía
mejor suerte. Yo deseaba comprobar si en Tebas las artes habían tenido varias

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épocas, estableciendo su cronología. Si alguna vez ha existido un palacio en
Egipto, las ruinas hay que buscarlas en Tebas, pues esta había sido la capital
del Imperio. Y si hubo realmente diversas épocas artísticas, es necesario
buscar en esta ciudad sus primeras producciones, aunque el lujo y la
magnificencia la han apartado progresivamente de este punto inicial de
simplicidad por hallarse vinculadas a la superfluidad y a la opulencia.
Finalmente llegamos a Karnak, un pueblo erigido sobre una pequeña parte del
asentamiento de un templo sencillo que, como alguien ha dicho, tiene un
perímetro en cuyo recorrido se invierte media hora. Herodoto, que no lo
visitó, ha dado, sin embargo, una idea exacta de su grandeza y magnificencia.
Diodoro y Estrabón, que solo lo examinaron en estado ruinoso, nos
proporcionaron una adecuada descripción del mismo y todos los visitantes
que les han imitado no han llegado a comprender una gran cantidad de
detalles relativos a la belleza de sus proporciones, limitándose a mostrarse
sorprendidos en lugar de deleitarse en la contemplación de las más
imponentes ruinas del universo, pero sin atreverse a afirmar que preferían
estas ruinas a las de los templos de Apolinópolis en Etfu o a las de Tintira, o
incluso al simple pórtico de Esneh. Los templos de Karnak y Luxor fueron
construidos probablemente en tiempo de Sesostris, cuando el floreciente
estado de Egipto dio nacimiento a las artes y cuando estas artes se ofrecieron
posiblemente por primera vez al mundo apasionado. La vanidad de erigir
colosos fue la principal muestra de opulencia ya que entonces se ignoraba
todavía que la perfección otorga a las obras de arte una grandeza
independientemente de sus proporciones relativas. Nadie se dio cuenta al
principio de que la pequeña rotonda de Vicenza era un edificio más bello que
el de San Pedro en Roma, ni que la escuela de cirugía de París era, en cuanto
a su estilo, tan grande como el panteón de la capital francesa, ni que un
camafeo podía tener más valor que una estatua gigantesca. Por esa misma
razón, es solo la suntuosidad de los egipcios lo que debe tenerse en cuenta en
Karnak, donde se tallaron no solamente los materiales procedentes de las
canteras sino también las montañas, lo que, a pesar de la delicadeza con que
está ejecutada cada parte, da al conjunto un aspecto de gravidez. Estas masas
se hallan cubiertas de rudos bajo relieves y jeroglíficos vulgares, tan bárbaros
como la misma escultura. Los únicos objetos sublimes en cuanto a sus
dimensiones y pericia en la ejecución son los obeliscos y algunos restos de las
puertas exteriores, cuyo estilo es verdaderamente admirable. Si en las partes
restantes de este edificio los egipcios nos impresionan por su grandeza, en la
realización de las obras últimamente citadas, se nos presentan como genios.

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Por ello, estoy convencido de que estas maravillosas piezas arquitectónicas
fueron añadidas posteriormente a los colosales monumentos. No puede, sin
embargo, negarse que el plano del templo es bello y majestuoso. Pero en la
arquitectura, el arte de proyectar bellos conjuntos precede invariablemente al
de la perfecta ejecución de las partes respectivas y sobrevive durante varias
centurias a la corrupción de estas partes, como se comprueba fácilmente
comparando los monumentos de Tebas con los de Esneh y Tintira y también
los edificios del reinado de Diocleciano con los de la edad de oro de Augusto.

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Karnak. Vista general de las ruinas del templo de Amon-Ra y detalle de las columnas
de la sala hipóstila repletas de escenas y jeroglíficos.

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La esfinge, según un dibujo de V. Denon en 1802, durante la campaña egipcia de
Napoleón.

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Angulo del patio del Rameseum, en Tebas, con estatuas de Ramsés II intercaladas
entre las columnas, y estatua del mismo faraón junto a la entrada de la sala hipóstila.

En cuanto a las descripciones ya conocidas de este gran edificio de


Karnak, debo aclarar que se trata de un templo y que no podía ser otra cosa.
Todo lo que existe actualmente es un santuario muy pequeño, una especie de
tabernáculo cuyo objeto era, sin duda alguna, provocar la veneración de los
fieles. Al examinar la masa completa de estas ruinas, la imaginación se fatiga
ante la idea de tener que describirlas. Solo el pórtico de este templo contiene
un centenar de columnas, midiendo las más pequeñas siete pies y medio de
diámetro y las más grandes once. Su perímetro estaba rodeado de lagos y
montañas y las avenidas de esfinges llegaban hasta sus mismas puertas. En
resumen, para formarse una idea acertada de todo su esplendor es necesario
que el lector piense que todo lo descrito no es más que un sueño ya que el
mismo espectador no puede creer en el testimonio de sus ojos. Pero con
relación al presente estado del edificio es necesario señalar también que gran
parte del efecto se pierde por los desperfectos que ha sufrido. Las esfinges
han sido derribadas sin miramientos pero el vandalismo, cansado de destruir,
ha dejado algunas intactas y, al examinarlas, se ve claramente que algunas
tenían cabeza de mujer y otras de león, de camero o de toro. La avenida, que
se extiende desde Karnak hasta Luxor, corresponde a la descripción citada
anteriormente y alcanza una longitud aproximada de una legua, en una
sucesión ininterrumpida de estas figuras, que se yerguen a ambos bordes,
junto con fragmentos de muros de piedra y de estatuas. Por hallarse en el

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centro de la ciudad, que era la parte más ventajosa de la misma, hay razones
para suponer que en aquel punto se levantaba el palacio de los reyes o de la
aristocracia. Pero aunque algunos indicios apoyan esta hipótesis el hecho no
está demostrado por ningún esplendor extraordinario.
Luxor, el pueblo más bello de estos contornos, se levanta también sobre
las ruinas de un templo, no tan grande como el de Karnak pero que, sin
embargo, se halla en un mejor estado de conservación al no haber destruido el
tiempo las partes principales ni haberse derrumbado por su propio peso. Las
partes de mayor envergadura están representadas por catorce columnas de
diez pies de diámetro y dos estatuas de granito situadas en la puerta exterior y
enterradas hasta la mitad de los brazos, frente a las cuales se levantan los dos
obeliscos más grandes y mejor conservados de todo el país. El hecho de que
la más rica y poderosa república del mundo no poseyera medios suficientes
para extraer y transportar estos dos monumentos, que no son más que un
fragmento de uno de los numerosos edificios de aquella imponente ciudad,
constituye sin duda alguna una prueba del enorme esplendor de Tebas.
Una peculiaridad del templo de Luxor es el muelle que, mediante un
sólido muro, protegía la parte oriental, cercana al río, de los daños que
pudieran ocasionar las inundaciones.

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Este medio de defensa, que después de su construcción fue reparado y
ampliado con obra de mampostería, prueba que el río no ha cambiado su
curso y su estado de conservación demuestra también que el Nilo nunca

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estuvo flanqueado por otros muelles ya que no se encuentran huellas de
construcciones similares en otras partes de la ciudad.
La entrada del pueblo de Luxor ofrece una mezcla sorprendente de
pobreza y magnificencia y una impresionante muestra de las diversas épocas
de Egipto. A mí me parece el grupo más pintoresco y la representación más
imponente de la historia humana. Nunca quedaron mis ojos y mi imaginación
tan poderosamente impresionados como al contemplar este monumento. Con
frecuencia me ponía a meditar en este lugar recreándome en su pasado y en su
presente, comparando las sucesivas generaciones de sus habitantes a través
del estudio de sus obras respectivas que me permitían acumular en mi mente
un inmenso círculo de materiales capaces de servirme para mis futuras
reflexiones. Estaba un día sentado sobre estas ruinas cuando el jeque de la
localidad se acercó a mí y me preguntó si eran franceses o ingleses los que
habían erigido aquellos monumentos. Esta pregunta puso punto final a todas
mis meditaciones.
Hay dos obeliscos de granito rosa que sobresalen todavía setenta pies por
encima de la superficie de arena y, a juzgar por la profundidad de las figuras
podemos suponer que la parte enterrada mide unos treinta pies, de lo que se
deduce que la altura total de estos monumentos era de cien pies. Su
conservación es perfecta. Sus jeroglíficos están labrados profundamente y
forman un relieve en la base que revelan la habilidad de una mano maestra.
¡Qué destreza debieron poseer los grabadores que trabajaban aquellos duros
materiales! ¡Cuánto tiempo requeriría su trabajo! ¡Qué máquinas se
necesitarían para extraer, transportar y poner en pie aquellos enormes bloques
desde las canteras! Hay también dos colosos del mismo material pero están
desgastados y descompuestos, si bien las partes que quedan revelan una
ejecución perfecta. Podemos señalar aquí que la costumbre de perforar las
orejas era conocida por los antiguos egipcios, pues estas estatuas presentan
todavía la impresión de los orificios. Las dos grandes masas que forman la
puerta están cubiertas de esculturas representando batallas de carros. Estos se
hallan dispuestos en líneas, van tirados por caballos y son conducidos por un
solo hombre.
Posiblemente no hay nada más admirable que esa puerta que acabamos de
describir ni nada más sencillo que el reducido número de objetos de que está
compuesta la entrada. Ninguna otra ciudad ofrece tan imponentes riquezas
arquitectónicas como este mísero pueblo cuya población está formada por dos
o tres mil almas, que han hecho sus moradas sobre los tejados y debajo de las

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galerías del templo que, a pesar de ello, da la sensación de hallarse
completamente desierto.
Mientras me hallaba ocupado en la proyección de un plano, nuestros
jinetes pasaron persiguiendo a unos mamelucos que se habían extraviado, dos
de los cuales fueron muertos y los otros escaparon cruzando a nado el río,
abandonando sus armas, caballos y atavíos.

Travels in Upper and Lower Egypt, 1802

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La apertura de una pirámide

GIOVANNI BATTISTA BELZONI

GIOVANNI BATTISTA BELZONI (1778-1823) nació en Padua y empezó su


notable carrera como forzudo de circo. Gracias a este empleo tuvo
oportunidad de viajar extensamente y, en 1815, reveló otro aspecto de su
carácter polifacético cuando fue a Egipto a ofrecer al Gobierno una maquina
de irrigación hidráulica de su propia invención. No aceptaron su oferta pero
su talento para la ingeniería fue reconocido cuando, debido a la intervención
del cónsul británico el Museo Británico le confió el transporte desde Tebas
de la cabeza de Ramsés II, conocida como el coloso de Memnon. Llevó a
cabo su misión con tanto éxito que decidió proseguir su trabajo con las
antigüedades egipcias desempeñando esa labor con enorme tesón y
entusiasmo. Exploró Edfu, Elefantina y File, despejó de arena el templo de
Abu Simbel, realizó profundas excavaciones en Karnak, descubrió la tumba
de Seti I que contenía el magnífico sarcófago expuesto actualmente en el
Museo de Soane de Londres, y fue el primero en penetrar en la segunda
pirámide de Giza. En 1819 volvió a Inglaterra para informar sobre sus
descubrimientos y, en 1823, se le encargó la realización de un viaje a
Tombuctú pero murió en el camino.

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Giovanni Battista Belzoni (1778-1823) fue la primera personalidad que imprimió su
huella en la historia de las excavaciones de Egipto.

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Antes de mi partida hacia Tebas visité las pirámides en compañía de dos
europeos. Al llegar a los monumentos, ellos entraron en la primera pirámide
mientras yo daba una vuelta alrededor de la segunda. Me senté a la sombra de
una de aquellas piedras del lado este pertenecientes al templo que se erguía
frente a la pirámide. Tenía la vista fija en aquella enorme masa que durante
muchos años había echado abajo las conjeturas de todos los escritores
antiguos y modernos. El mismo Herodoto fue refutado por los sacerdotes
egipcios cuando dijo que no había cámaras en ella. La contemplación de la
maravillosa obra que tenía ante mis ojos me dejó tan fascinado como la total
oscuridad en que nos encontrábamos en lo que se refería a su origen, su
contenido y su construcción. En una época intelectual como la nuestra una de
las grandes maravillas del mundo se levantaba ante nosotros sin que
supiéramos siquiera si tenía alguna cavidad en su interior o si se trataba
solamente de una estructura sólida. Los diversos intentos que numerosos
visitantes habían llevado a cabo para hallar la entrada a la pirámide,
especialmente los realizados por los equipos de sabios franceses, constituían
ejemplos tan categóricos que parecía una locura pensar en una reanudación de
la empresa. Verdaderamente, las últimas investigaciones que en torno a estas
pirámides realizaron durante cuatro meses el mismo Mr. Salt y el Capitán
Cabilia eran suficientes, al parecer, para disuadir a cualquiera. Poco antes de
este período, los pocos residentes extranjeros con derecho de franquicia que
vivían en Egipto decidieron solicitar un permiso de Mahomed Ali y con la
ayuda de una suscripción que debía realizarse en varias cortes de Europa y
cuya aportación mínima era de 20.000 libras, se abrirían paso hasta el centro
de la pirámide utilizando cargas de dinamita o cualquier otro medio
apropiado. El Sr. Drouetti tenía que supervisar los trabajos. En realidad la
elección de quién tenía que encargarse de la dirección de aquella empresa
provocó algunas divergencias entre ellos. ¿No era esto suficiente para
hacerme ver las dificultades con que tendría que tropezar, haciendo que me
burlara de mí mismo por haber concebido una idea semejante? Además, había
otro obstáculo que vencer. Yo debía considerar que en tales circunstancias y
como consecuencia del trabajo que, por fortuna, tenía que efectuar en el Alto
Egipto, no era probable que obtuviera la autorización para realizar la empresa
que proyectaba. Era necesario tener en cuenta, por otra parte, que en caso de
haberse creído en la menor posibilidad de penetrar en la pirámide, la
operación se habría confiado a personas más influyentes que yo.
Con todos estos pensamientos girando en mi cabeza, me levanté y,
siguiendo un impulso natural, dirigí mis pasos hacia el lado sur de la

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pirámide. Examiné todos los detalles y casi piedra por piedra. Continué
haciéndolo por el lado oeste y finalmente en dirección norte. En esta parte las
cosas me parecieron algo diferentes. La constancia de mis observaciones me
permitió ver lo que no vieron otros visitantes. Y en verdad, pienso que esto
debería considerarse como una prueba evidente de que en muchos casos la
práctica da mejores resultados que la teoría. Otros visitantes habían estado ya
donde yo me encontraba pero probablemente no hicieron las mismas
observaciones que yo. Sin embargo, deseo aclarar que he visto con frecuencia
a algunos visitantes que, seguros de sus propios conocimientos,
desaprovecharon la oportunidad de comprobar la exactitud de sus puntos de
vista. Y si alguien que no tuviera la suerte de haber recibido una sólida
educación clásica, hacía alguna observación, se negaban a escucharle o le
respondían con una sonrisa cuando no con un gesto de desaprobación, sin
preocuparse de conocer si la observación era o no acertada. Muchas veces
disfruté viendo a estos visitantes mortificados al comprobar el error de sus
conjeturas. No pretendo afirmar con ello que una persona de sólida cultura se
halle en inferioridad de condiciones respecto a los que carecen de esta
preparación, pero lo cierto es que, muchas veces, las personas que se creen
bien documentadas sobre el tema no examinan las cosas con la misma
meticulosidad que los que están seguros de sus conocimientos.
Prosiguiendo el examen de la pirámide observé en el lado norte tres
marcas que me animaron a buscar allí la entrada. Debo señalar por otra parte,
que los principales signos que descubrí no fueron debidos exclusivamente al
conocimiento adquirido entre las tumbas egipcias de Tebas. Es evidente que
todos los visitantes se ven obligados a reconocer que las pirámides tienen
poco en común con las tumbas, tanto en lo que respecta a su configuración
exterior como a cualquier otra faceta. Son dos cosas diferentes ya que una
está formada por una vasta acumulación de grandes bloques de piedras y la
otra está horadada en la roca viva. Mi guía principal, debo confesarlo, fue el
cálculo que hice de la primera pirámide, y tal era la seguridad que tenía en
este punto que poco me faltó para intentar entonces la empresa. Había estado
varias veces en las pirámides pero nunca con la intención de estudiar la
posibilidad de encontrar la entrada de las mismas, lo cual parecía casi
imposible. El caso era ahora diferente. Vi algo que hasta entonces me había
pasado inadvertido. Me di cuenta de que justamente en la parte central de la
base de la pirámide, la acumulación de materiales que se habían desprendido
de la capa que la recubría era más alta de lo que podía esperarse que fuera en
la entrada, comparada con la altura de la entrada de la primera pirámide,

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medida desde la base. No podía aceptar que el descubrimiento de la entrada
de la segunda pirámide fuese imposible de realizar cuando nadie había visto
el sitio en que, por deducción natural, había que presumir su existencia, si es
que realmente había alguna entrada. Seguí percatándome de que los
materiales caídos exactamente en el centro de la parte frontal no eran tan
compactos como los de los flancos. De aquí saqué la conclusión de que las
piedras de aquel sitio habían sido desplazadas tras la caída del revestimiento.
Y pensé que tal vez en aquel sitio se encontrara una entrada a la pirámide.
Animado por estas observaciones me reuní con mis compañeros en la primera
pirámide. Visitamos la gran esfinge y regresamos a El Cairo aquella misma
tarde.
Al día siguiente decidí realizar un examen más minucioso, que lleve a
cabo sin comunicar mis intenciones a nadie, ya que habría movido a los
residentes europeos de Egipto a emprender una investigación y con toda
probabilidad no habría obtenido autorización para proseguir mis trabajos. El
examen realizado al día siguiente me animó bastante. Estaba seguro de que si
ciertas personas con influencia en la corte del Bajá hubieran conocido mis
planes nunca habría conseguido el permiso. Por tanto, al día siguiente crucé el
Nilo por Embabe. Allí residía el Cacheff que gobernaba la provincia donde se
encuentran las pirámides. Me presenté a él y le di a conocer mi intención de
excavar las pirámides si me autorizaba para ello. Su respuesta fue, como
esperaba, que debía solicitar del Bajá o del Bey Kakia un firmán, sin el cual
carecía de autoridad para concederme el permiso para excavar en los
«harrans» o pirámides. Le pregunté si pondría nuevas objeciones en caso de
que obtuviese el firmán del Bajá y él me respondió que «ninguna en
absoluto». Fui entonces a la ciudadela y, como el Bajá no estaba en El Cairo,
me presenté al Bey Kakia que me conocía de cuando estuve en Soubra. Al
solicitar el permiso de excavación me respondió que no estaba seguro si
alrededor de los «harrans» había terrenos arados, en cuyo caso no podría
concederme la autorización. Envió un mensaje al citado Cacheff de Embabe,
quien le aseguró que en torno a los «harrans» no había tierra cultivable sino
terrenos rocosos.
Con esta garantía conseguí el firmán del Cacheff para contratar hombres
que trabajasen en las pirámides. Mi empresa no era de poca importancia:
consistía en un intento de penetrar en una de las grandes pirámides de Egipto,
una de las maravillas del mundo. Sabía que un fracaso en una empresa
semejante provocaría la risa de todo el mundo por mi presunción en llevar a
cabo la idea. Pero al mismo tiempo pensaba, para justificarme, que si no me

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arriesgaba, nunca podría conseguir nada. Sin embargo, consideré más
conveniente preparar mi expedición en el mayor secreto y solo se la
comuniqué al Sr. Walmas, un honrado comerciante levantino de El Cairo y
socio en la casa Briggs. No debe pensarse que yo pretendía ocultar mis
proyectos sobre las pirámides, pues bien pronto se iban a conocer los efectos
de mi trabajo, pero estando cerca de la capital donde residían muchos
europeos, no hubiera podido impedir la aparición de numerosas dificultades
mientras llevaba a cabo mis preparativos. Y como sabía demasiado bien hasta
dónde podían llegar la influencia y las intrigas de mis adversarios, no estaba
completamente seguro de que la autorización que me había concedido no
fuese anulada, poniendo así fin a todos mis esfuerzos. Por consiguiente,
después de haberme provisto de una pequeña tienda y algunas provisiones
para no tener necesidad de reponer en El Cairo, me dirigí hacia las pirámides.
Se pensó que mi repentina partida de El Cairo era debida a una expedición
de algunos días de duración que iba a efectuar a la montaña de Mokatam, ya
que este fue el pretexto que alegué yo mismo. En las pirámides encontré a los
árabes, que ya estaban dispuestos para empezar a trabajar, e inmediatamente
puse en marcha la operación.
Mi bolsillo estaba bastante vacío, pues apenas me quedaba algo del dinero
que había recibido, en calidad de donación, de Mr. Burckhardt y del cónsul y,
aunque se había incrementado algo con un tercio de la cantidad que, a cuenta,
me había pagado el Conde de Forbin por las estatuas que últimamente le
había vendido, todo mi capital no llegaba a las doscientas libras y si no
conseguía penetrar en la pirámide antes de que se me agotase, me quedaría sin
terminar mi empresa, dejando tal vez el camino preparado para otros
económicamente más fuertes que yo.
Dos puntos despertaron principalmente mi atención: el primero estaba en
el lado norte de la pirámide y el segundo al este. En este último se veía parte
de un pórtico del templo que se levantaba frente a la pirámide y que tenía una
avenida de piedra que desciende directamente hacia la gran esfinge. Pensé
que abriendo el suelo entre el pórtico y la pirámide llegaría necesariamente a
los cimientos del templo y así lo hice. Puse ochenta árabes a trabajar, cuarenta
en el sitio anteriormente indicado y cuarenta en el centro del lado norte de la
pirámide, donde observé que la tierra no era tan sólida como en los lados este
y oeste. Pagaba a los árabes una piastra por día, equivalente a seis peniques en
moneda inglesa. Disponía también de varios niños y niñas para retirar la
tierra, a los cuales les daba solamente veinte piaras, o sea, tres peniques por
día. Procuré ganarme su simpatía obsequiándoles con baratijas y

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explicándoles las ventajas que podrían obtener si conseguíamos entrar en la
pirámide ya que podrían venir numerosos visitantes a verla y podrían recibir
muchas propinas de ellos. Nada influye tanto en la mente de un árabe como
los razonamientos de carácter pecuniario y los consejos destinados a
enseñarle a conseguir dinero. Al margen de eso, parece no comprender nada.
Pero debo confesar que esto es exactamente lo mismo que sucede en Europa.
Durante varios días continuaron los trabajos sin que apareciese el menor
rastro de nada. En el lado norte de la pirámide, los materiales que había que
extraer eran fragmentos del material de recubrimiento que se había
desprendido. A pesar de presentar huellas de haber sido removidos en un
período posterior a su caída, habían formado una masa compacta y los
hombres avanzaban lentamente en su trabajo. La única herramienta de que
disponían era una especie de hacha o azadón, que al ser bastante delgada y
apta solo para abrir el terreno blando, no podía soportar mucho esfuerzo entre
piedras y otros materiales que, al parecer, después de desprenderse, habían
sido reblandecidos por el rocío formando poco a poco una sólida masa con las
piedras.
En el lado este de la pirámide, encontramos la parte inferior de un gran
templo que estaba unida al pórtico y que se hallaba a unos cincuenta pies de
distancia de la base de la pirámide. Sus paredes exteriores estaban formadas
por enormes bloques de piedra como puede apreciarse ahora. Algunos de los
bloques del pórtico miden veinticuatro pies de altura. La parte interior del
templo fue construida con piedra calcárea de varios tamaños, aunque muchas
presentaban ángulos perfectamente cortados, y es, probablemente, más vieja
que la pared exterior, que al parecer es tan antigua como las pirámides. Con el
objeto de alcanzar por este lado la base de la pirámide y comprobar si había
alguna comunicación entre ella y el templo, tuve que perforar todo el material
allí acumulado que formaba una masa de más de cuarenta pies de espesor y
constaba de grandes bloques de piedra y mortero del recubrimiento, como en
el lado norte. Al fin llegamos a la base y vimos un pavimento liso labrado en
la roca viva. Ordené que se trazase una línea recta desde la base de la
pirámide al templo y se siguiera el pavimento hasta donde este terminaba ya
que indudablemente el pavimento, de amplias dimensiones, se extendía desde
el templo a la pirámide. Sin dudarlo, llegué a la conclusión de que dicho
pavimento circundaba toda la pirámide. Supuse que la esfinge, el templo y la
pirámide habían sido construidos al mismo tiempo, pues los tres parecen
haber sido concebidos conjuntamente y ser de la misma época. En el lado
norte los trabajos progresaban en dirección a la base. Habían sido extraídas

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numerosas piedras de gran tamaño y se había despejado gran parte de la base
de la pirámide, pero todavía no habían aparecido huellas de ninguna entrada
ni el menor indicio que revelase su existencia en otro tiempo.
Los árabes tenían gran confianza en la promesa que les había hecho de
que si se encontraba una entrada en la pirámide obtendrían fuertes propinas
además de las que les dieran después otros extranjeros. Pero como
consecuencia de la demora en la realización de sus esperanzas y del intenso
trabajo que tuvieron que realizar para desplazar las enormes masas de piedras
y cortar el mortero, tan duro que en él se rompían casi todas las hachas, su
idea de encontrar algo empezó a debilitarse y estuve a punto de convertirme
en objeto de burla por haber intentado penetrar en un lugar que a ellos les
parecía, lo mismo que a otras personas civilizadas, una masa de piedra sólida.
Sin embargo, como seguía pagándoles lo estipulado, continuaron su trabajo
aunque con menos entusiasmo. Pero mis esperanzas no me abandonaron a
pesar de todas las dificultades a que tenía que enfrentarme y a pesar de las
escasas perspectivas de dar con la entrada de la pirámide.
A medida que avanzábamos en nuestro trabajo observé que las piedras no
eran en aquel sitio tan compactas como en las partes más alejadas y este
hecho me animó a proseguir hasta que me convenciera de que estaba
equivocado en mis cálculos. Por fin, el 18 de febrero, después de dieciséis
días de infructuosos trabajos, uno de los obreros árabes percibió una pequeña
grieta entre dos piedras de la pirámide. Su entusiasmo fue enorme, pues
pensaba que había encontrado la entrada que con tanta ansiedad se buscaba.
Me di cuenta de que la abertura era pequeña pero introduje en ella una vara de
palma de más de dos yardas de longitud. Animados por este descubrimiento,
los árabes reemprendieron con más vigor su trabajo, lo cual favoreció mis
planes pues las obras avanzaron rápidamente. Sabía que la entrada de la
pirámide no podía encontrarse entre dos piedras pero confiaba que la abertura
proporcionase algún indicio que nos condujese al hallazgo de la verdadera
entrada. Prosiguiendo los sondeos, me di cuenta de que una de las piedras que
parecía estar encajada en las otras, en realidad estaba suelta. Conseguimos
retirarla el mismo día y encontramos una abertura que conducía al interior.
Esta especie de tosco acceso que no medía más de tres pies de ancho y estaba
obstruido por piedras más pequeñas y arena resultó ser mucho más ancho en
su interior, una vez extraídos los escombros. Un segundo y un tercer día
fueron empleados en despejar este sitio, pero cuanto más avanzábamos más
obstáculos encontrábamos. Al cuarto día, observé que caían piedras y arena
de la parte superior de la cavidad, lo cual me sorprendió bastante. Finalmente

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descubrí un pasadizo que desde el exterior de la pirámide pasaba por una
abertura más alta y al parecer sin comunicación con cavidad alguna. Cuando
fueron extraídos todos los escombros y se despejó el suelo, continué
trabajando en la parte inferior que quedaba a nuestros pies. Dos días más
tarde llegábamos a una abertura interior. Después de ampliar suficientemente
su diámetro cogí una vela y al mirar dentro vi una amplia cavidad de la que
no pude hacerme una idea exacta. Después de despejar la entrada de arena y
piedras encontré un pasillo relativamente espacioso, que cambiaba de curso
dirigiéndose hacia el centro. Era, evidentemente, un pasadizo abierto a la
fuerza mediante la utilización de instrumentos poderosos y al parecer
destinados a proporcionar un acceso al centro de la pirámide. Algunas de las
piedras, que eran de enorme tamaño, estaban taladradas, algunas arrancadas y
otras a punto de caer por carecer de apoyo. El trabajo realizado para hacer una
cavidad semejante era, sin duda alguna, algo increíble y era evidente que
continuaba hasta el centro pero la parte superior del túnel se había
derrumbado obstruyéndolo de tal modo que nos fue imposible avanzar más de
cien pies. A cincuenta pies de la entrada existe otra cavidad que desciende de
una forma irregular cuarenta pies pero que también se desvía hacia el centro,
sin duda alguna, el punto que pretendían alcanzar las personas que efectuaron
la excavación. Poner muchos hombres a trabajar allí resultaba peligroso, pues
varias de las piedras que quedaban sobre nuestras cabezas estaban a punto de
caerse. Algunas se apoyaban solamente por sus bordes, insertados entre otras
piedras y que podían desprenderse al menor roce aplastando a todos los que
estuvieran debajo. Inicié el trabajo con algunos hombres pero me convencí
pronto de la imposibilidad de seguir avanzando en la excavación. En uno de
los pasadizos inferiores uno de los obreros estuvo a punto de quedar
destrozado como consecuencia de la caída de un gran bloque de piedra, que
medía no menos de seis pies de largo y cuatro de ancho. Pero
afortunadamente se quedó entre dos piedras, entre las que estaba trabajando
sentado y que sobresalían sobre su cabeza. El hombre quedó tan aprisionado
que tuvimos muchas dificultades para sacarle. Pero afortunadamente no sufrió
otro daño que un ligero rasguño en la espalda. La caída de esta piedra arrastró
consigo a muchas otras hacia el pasadizo. Las piedras estaban colocadas de tal
modo que consideré prudente salir de la pirámide, temiendo tener que
arrepentimos demasiado tarde pues el peligro no residía solamente en el
hecho de que pudiera caer sobre nosotros sino también en que obstruyeran el
pasadizo y nos dejaran enterrados vivos. No tenía grandes esperanzas en este
pasadizo, pues desde el principio me di cuenta de que no podía ser la

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verdadera entrada a la pirámide aunque sí esperaba que nos proporcionase
algún indicio que nos ayudara a descubrir la verdadera entrada. Pero
desgraciadamente no fue así y seguí tan desorientado como estaba antes de
empezar.

Belzoni en el corredor que conduce a la cámara funeraria de Kefrén; a la izquierda,


dentro de la cámara.

Como había pasado muchos días en las pirámides sin ser descubierto por
ninguno de los conocidos que tenía en El Cairo, no esperaba que mi ausencia
pudiera ocultarse por más tiempo, ya que había muchos extranjeros residentes
en Egipto que todos los domingos hacían excursiones desde El Cairo a las
pirámides y visitantes, que como era natural, querían ver estas maravillas a su
primera llegada a la metrópoli. Efectivamente, el mismo día que iba a
renunciar a mi empresa, vi por la tarde a algunas personas en lo alto de la
pirámide. Estaba seguro que eran europeos, pues ni los árabes ni los turcos
subían nunca a menos que fueran acompañando a alguien para ganar algún
dinero. Ellos vieron a algunos de mis hombres trabajando en la segunda
pirámide, y dedujeron que los que estuvieran dirigiendo aquella operación

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tenían que ser necesariamente europeos. Dispararon una pistola para
advertirnos de su presencia y les respondí con otro disparo. Entonces
descendieron por la pendiente que conducía hasta nosotros. Se trataba del
Abad de Forbin que había acompañado a Egipto a su primo, el célebre Conde,
pero que no querían seguir adelante. Con ellos venía el padre superior del
convento de Terra Santa, el Sr. Costa, un ingeniero y Mr. Gaspard, vicecónsul
de Francia que fue quien me presentó al abad. Todos ellos entraron en el
pasadizo recientemente descubierto pero aquello le causó al abad menos
placer que la taza de café que le invité a tomar en mi tienda. Naturalmente
después de esta visita todos los residentes extranjeros en El Cairo supieron lo
que yo estaba haciendo y no pasó un solo día sin que tuviera visitantes.
Estaba decidido a proseguir mi búsqueda y la última contrariedad que se
nos presentó sirvió solamente para aumentar mi obstinación. Había concedido
un día de descanso a los árabes y lo dediqué a efectuar una inspección más
detenida de la pirámide. Sucede frecuentemente que las personas se
ensimisman tanto en la prosecución de sus ideas que corren el riesgo de
fracasar si no encuentran pronto la oportunidad de retirarse honorablemente o
de lograr la realización de sus planes. Yo me encontraba también ante esta
alternativa. El descubrimiento del falso pasadizo se consideró como un
fracaso. Poco me preocupaba lo que pudiera pensar pero me contrariaba el
hecho de haber sido engañado por aquellas marcas que me llevaron al falso
pasadizo y por la pérdida de tanto tiempo y trabajo. Sin embargo, no me
desesperé. Me fijé detenidamente en la posición de la entrada de la primera
pirámide y vi claramente que no se hallaba en el centro de la misma. El
pasadizo seguía una línea recta desde el exterior de la pirámide hasta el lado
este de la cámara real. Y al hallarse esta cámara próxima al centro de la
pirámide, lógicamente la entrada debía estar, con respecto al centro de la base,
a la misma distancia que existía desde el centro de la cámara al lado este de la
misma.
Después de haber hecho esta sencilla observación, comprendí que si había
alguna cámara en la segunda pirámide la entrada o pasadizo no podría estar en
el mismo sitio donde yo había excavado, es decir, en el centro, sino de
acuerdo con la situación del pasadizo de la primera pirámide, la entrada de la
segunda pirámide debía de quedar a unos cuarenta pies hacia el este.
Animado por esta conclusión, me dirigí a la segunda pirámide para
examinar la masa de escombros. Me quedé algo sorprendido al percibir en el
centro, a unos treinta pies de distancia de donde yo me encontraba, las
mismas marcas que había visto en el otro sitio. Esto me proporcionó una gran

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alegría y la esperanza de realizar mis «sueños piramidales». Observé también
que en este sitio las piedras y el mortero no eran tan compactas como en el
lado oriental, detalle que me había animado tanto a seguir adelante en mi
primer intento. Pero lo que aumentó mi entusiasmo fue lo que descubrí en el
exterior de la parte frontal donde se hallaba el pasadizo falso. En este sitio las
piedras habían sido desplazadas varios pies de la pirámide, hecho que
comprobé trazando una línea desde el revestimiento de la parte superior hasta
la base, encontrando que la depresión tendía a acentuarse en el punto donde
yo proyectaba llevar a cabo mi segundo ensayo. Cualquier visitante que a
partir de ahora examine las pirámides, podrá ver fácilmente esta concavidad
por encima de la entrada verdadera. Aquello fue el resultado de dos
indicaciones distintas: en primer lugar, la referencia que tenía de Tebas, o sea,
los puntos en que la sustancia pétrea no es tan compacta como la masa que le
rodea; en segundo lugar, la concavidad de la pirámide sobre el punto donde
podía suponerse la entrada de acuerdo con la distancia de la entrada de la
primera pirámide partiendo desde el centro.
Inmediatamente avisé a los árabes para que trabajasen al día siguiente. Se
alegraron de reanudar la búsqueda, no porque confiaran en descubrir la
entrada de la pirámide sino porque podían seguir percibiendo la paga. No
tenían ninguna esperanza de hallar la entrada y muchas veces les oí
pronunciar en voz alta la palabra «magnoon», que en inglés vulgar significa
«chiflado». Señalé a los árabes el sitio en que debían excavar y fue tan
acertado mi cálculo que el punto elegido se encontraba a dos pies en línea
recta de la entrada del primer pasadizo. Aquel fue un día venturoso para mí,
pues descubrí al fin la entrada de la tumba de Psammethis. Los árabes
empezaron su trabajo y los escombros resultaron ser tan duros como los de la
primera excavación, con la agravante de que encontramos en nuestro camino
bloques de piedra aún mayores que habían pertenecido a la pirámide, y partes
desprendidas del recubrimiento. Las piedras fueron aumentando de tamaño a
medida que avanzábamos.
Pocos días después de la visita del Abad de Forbin, me sorprendió la
aparición de otro visitante europeo. Era el Caballero Frediani que, a su
regreso de la segunda catarata del Nilo, había venido a contemplar las
pirámides. Le había conocido en Tebas cuando descendía por el Nilo y me
alegré mucho de verle pues pensé que podría ser un espectador imparcial de
las operaciones que yo estaba realizando. Y así fue en realidad. Elogió mi
empresa pero después de estar dos días conmigo, se dispuso a iniciar su
partida. Supuse que confiaba tanto como los árabes que me llamaban

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«magnoon» en que yo pudiera abrir la pirámide. Pero el mismo día que tenía
que salir hacia El Cairo vi un gran bloque de granito que se inclinaba
apuntando hacia el centro y formaba el mismo ángulo que el pasadizo de la
primera pirámide. Le pedí al Caballero Frediani que se quedase hasta la
mañana siguiente con la esperanza de que, tal vez, pudiera ser él uno de los
primeros en ver la entrada de la pirámide. Accedió y me alegré de tener a un
compatriota como testigo de lo que iba a suceder en esta importante ocasión.
El descubrimiento de la primera piedra de granito se produjo el 28 de febrero
y el 1 de marzo descubrimos tres grandes bloques de granito, dos a cada lado
y uno en la parte superior, todos orientados diagonalmente hacia el centro.
Mis esperanzas y mi impaciencia aumentaron ya que, según todos los
indicios, aquella parecía ser el objeto de nuestra búsqueda. No estaba
equivocado pues al día siguiente, 2 de marzo, al mediodía, llegamos a la
verdadera entrada de la pirámide. Los árabes, cuya expectación había crecido
también con la aparición de las tres piedras, estaban entusiasmados ante el
hallazgo de algo nuevo que enseñar a los visitantes y poder obtener así
propinas. Después de despejar la cara frontal de las tres piedras, la entrada
resultó ser un pasadizo de cuatro pies de alto y tres pies seis pulgadas de
ancho. Estaba formado por grandes bloques de granito, que descendían hacia
el centro a través de una rampa de ciento cuatro pies cinco pulgadas y con una
inclinación de veintiséis grados. Casi todo este pasadizo estaba lleno de
grandes piedras que habían caído de la parte superior y que, debido a su
inclinación, resbalaban hasta que alguna piedra de mayor tamaño detenía su
carrera.
Tuve grandes dificultades para extraer todas estas piedras que llenaban el
pasadizo hasta la entrada de la cámara. Invertimos el resto de este día y parte
del siguiente para despejarlo y por fin llegamos a una puerta de guillotina.
Parecía un bloque de piedra que me miraba fijamente a la cara diciéndome
«ne plus ultra» y que iba a terminar con todos mis proyectos pues formaba
una unión perfecta con las estrías de ambos lados y en su parte superior
parecía tan sólido como los restantes bloques que formaban el pasadizo. En
un examen más detenido descubrí, sin embargo, que en su parte inferior se
elevaba aproximadamente ocho pulgadas sobre la base destinada a recibirlo.
De esta circunstancia deduje que el bloque que tenía ante mí no era más que
una puerta de guillotina de granito de un pie tres pulgadas de espesor.
Descubrí una pequeña abertura en la parte superior del citado bloque e
introduje un trozo largo de una paja de cebada que penetró más de tres pies en
dirección ascendente, lo cual me convenció de que existía un vacío destinado

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a recibir la puerta de guillotina. Levantarlo suponía un trabajo de no escasa
envergadura. El pasadizo medía solo cuatro pies de altura y tres pies seis
pulgadas de ancho. Dos hombres juntos no podían moverse y se necesitaban
varios hombres para levantar una pieza de granito que media no menos de seis
pies de alta, cinco pies de ancha y un pie tres pulgadas de espesor. Las
palancas no podían ser muy largas pues no había espacio en los cuatro pies de
altura para trabajar con ellas y, por otra parte, si eran muy cortas no podíamos
utilizar a los hombres necesarios para levantarla. El único recurso que
teníamos era elevarlo un poco de un solo impulso y poner algunas piedras en
las acanaladuras de ambos lados sosteniéndolo así mientras se cambiaban las
palancas por otras más gruesas. De este modo conseguimos alzarlo lo
suficiente para que pudiera pasar un hombre. Entonces entró un árabe con una
vela y volvió diciendo que el sitio era muy bello. Continuamos elevando la
puerta de guillotina y por fin dejamos una abertura lo bastante ancha para que
pudiera deslizarme yo mismo. Así, después de treinta días de esfuerzos
experimentaba el placer de encontrarme en el camino que conducía a la
cámara central de una de las dos grandes pirámides de Egipto, que ha sido
durante mucho tiempo la admiración de los que la han contemplado. El
Caballero Frediani me siguió y después de pasar por debajo de la puerta de
guillotina entramos en un pasadizo que era de las mismas dimensiones que el
primero. Medía veintidós pies siete pulgadas de largo y toda la estructura,
incluyendo la puerta de guillotina, ocupaba seis pies once pulgadas en total.
Donde acaba la obra de granito de este pasadizo existe un pozo perpendicular
de quince pies y, a ambos lados del pasadizo, sendas cavidades abiertas en la
roca viva, una de las cuales, la de la derecha según se entra, sigue una
dirección ascendente por espacio de treinta pies, aproximándose al extremo de
la parte inferior del falso pasadizo… Delante de nosotros teníamos un largo
pasadizo que se extendía en una dirección horizontal hacia el centro.
Descendimos por el pozo por medio de una cuerda. En el fondo había otro
pasadizo que descendía con la misma inclinación de 26 grados, como el de
arriba, y seguía una dirección norte. Como mi principal objetivo era el centro
de la pirámide, seguí aquella dirección y subí por un pasadizo inclinado que
me llevó a otro horizontal que conducía al centro. Me di cuenta de que
después de haber atravesado la puerta de guillotina de la entrada, todos los
pasadizos estaban abiertos en la roca viva. El corredor que conduce al centro
mide cinco pies once pulgadas de alto y tres pies seis pulgadas de ancho.
Al avanzar por el pasadizo, vimos que sus paredes estaban cubiertas por
cristalizaciones de salitre, algunas de las cuales se proyectaban a modo de

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cuerdas mientras que otras recordaban la piel de un cordero blanco o la hoja
de escarola. Llegamos entonces a una puerta que permitía el acceso a una
gran cámara. Avancé lentamente dos o tres pasos y luego me detuve para
contemplar el sitio en que me hallaba. Aunque no sabía exactamente dónde
estaba; tenía la seguridad de encontrarme en el centro de la pirámide que,
desde tiempo inmemorial, había sido objeto de numerosas interpretaciones e
hipótesis por parte de miles de viajeros antiguos y modernos. Mi antorcha,
formada de varias velas de cera, daba una luz muy débil. Pude, sin embargo,
distinguir los principales objetos. Naturalmente, volví mis ojos hacia el
extremo oeste de la cámara en busca del sarcófago, que estaba tan seguro de
encontrar en la misma posición que el de la primera pirámide. Pero quedé
decepcionado al no ver nada. La cámara tenía un techo pintado y muchas de
las piedras habían sido desplazadas de su sitio, evidentemente por alguien que
buscaba un tesoro. Al avanzar hacia el extremo oeste, quedé gratamente
sorprendido al comprobar que al nivel del suelo había un sarcófago enterrado.
El Caballero Frediani había entrado también en la cámara y juntos
efectuamos un examen general de la misma, que resultó tener cuarenta y seis
pies tres pulgadas de longitud, dieciséis pies tres pulgadas de anchura y
veintitrés pies seis pulgadas de altura. Está labrada en la roca viva desde el
suelo hasta el techo, formada por grandes bloques de piedra calcárea que se
unen en el centro y le dan la misma inclinación que a la pirámide. El
sarcófago mide interiormente ocho pies de largo, tres pies seis pulgadas de
ancho y dos pies tres pulgadas de profundidad. Fue rodeado de grandes
bloques de granito, según parece para impedir que lo cambiasen de posición,
lo cual no podía hacerse sin gran esfuerzo. La tapa había sido rota por un
costado, de forma que el sarcófago estaba a medio abrir. Está hecho con el
granito de la mejor calidad, pero, al igual que el sarcófago de la primera
pirámide, no contiene ningún jeroglífico.
Al examinar su interior vi una gran cantidad de tierra y piedras pero no
me di cuenta de los huesos que había entre los escombros hasta el día
siguiente, cuando estaba empeñado en la búsqueda de alguna inscripción que
pudiera arrojar luz sobre el origen de esta pirámide. Examinamos
detenidamente todas las paredes y vimos infinidad de trazos hechos con
carbón pero en caracteres desconocidos y casi imperceptibles. Se convertían
en polvo al más ligero roce. En la pared del extremo oeste de la cámara
percibí una inscripción en árabe… y las diferentes interpretaciones dadas a la
misma me obligan a explicar algunos puntos que quizá conduzcan a una
explicación satisfactoria. Me parece que toda la dificultad reside en las

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últimas letras de la inscripción que se consideraban dudosas. Este es en
realidad el hecho pero debo señalar que estas letras estaban tan borrosas en la
pared que apenas podían distinguirse. El amanuense que me las interpretó era
un copto a quien traje de El Cairo para este fin, pues no confiaba en mi
habilidad para transcribirlas. Y no bastándome sus pretensiones de exactitud,
aunque fue copiada en mi presencia, invité a otras muchas personas, que
estaban consideradas como los mejores expertos en lengua árabe de todo El
Cairo, y les pedí que comparasen la copia con el original de la pared. La
encontraron absolutamente correcta, excepto la palabra final que ciertamente
parecía confusa. Sin embargo, si consideramos lo que se asemeja a la palabra
auténtica, encontraremos que tiene un sentido correcto y podremos descifrar
toda la inscripción.

Traducción de la inscripción del Sr. Salame

«El maestro Mohamed Ahmed, cantero, las abrió. El


maestro Othman estuvo presente (en su apertura). Y el rey Alij
Mohamed al principio (desde el principio) hasta su cierre».

Debo añadir que el hecho de que la pirámide hubiera sido cerrada por
segunda vez concuerda con lo que ya he explicado sobre las circunstancias
que acompañaron al hallazgo de la entrada.
En varias partes de la pared, el salitre había formado preciosas
cristalizaciones como las del pasadizo pero más grandes y fuertes. Algunas
eran de seis pulgadas de longitud recordando por su forma a una hoja de
escarola, como ya he dicho antes. Debajo de uno de los bloques que habían
sido desplazados encontré algo parecido a la parte gruesa de un hacha pero
tan oxidada que había perdido su forma. En los lados norte y sur hay dos
agujeros que siguen una dirección horizontal como los que se ven en la
primera pirámide, pero más elevados.
Al salir de esta cámara llegamos al pasadizo inferior. En el fondo del pozo
vertical habían tantas piedras que casi obstruían su entrada y, después de
apartarlas, vimos que el pasadizo se dirigía hacia el norte con la misma
inclinación que el de arriba, formando un ángulo de 26 grados… Este
pasadizo tiene cuarenta y ocho pies seis pulgadas de longitud hasta el punto
donde se une con un pasadizo horizontal de cincuenta y cinco pies que
también corre en dirección norte. En mitad de este pasadizo, a la derecha, hay
un nicho de once pies de longitud y seis de profundidad. Frente a él, a la
izquierda, hay otro pasadizo que corre por espacio de veintidós pies hacia el

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oeste, con una inclinación de 26 grados. Antes de proseguir más hacia el
norte, bajamos por este pasadizo y penetramos en una cámara de treinta y dos
pies de largo, nueve pies nueve pulgadas de ancho y ocho pies seis pulgadas
de alto. Esta cámara contiene muchos bloques pequeños de piedra, algunos de
los cuales superan los dos pies de longitud. Tiene un techo ojival como el
citado anteriormente, aunque labrado en la roca viva y debo señalar, como
antes, que, después de atravesar la puerta de guillotina, todos los pasadizos y
la cámara grande, tan alta como el techo, están labrados en la roca viva. En
las paredes y techo de esta cámara hay varias inscripciones desconocidas
como ocurre en la cámara superior. Se trata quizá de inscripciones coptas.
Después de haber vuelto a subir hasta el pasadizo horizontal, encontramos al
final del mismo las acanaladuras de una puerta de guillotina como la anterior,
pero la piedra de granito había sido derribada y puede verse bajo los
escombros y las piedras cercanas. Atravesando la puerta entramos en el
pasadizo que subía en una dirección paralela a la de arriba… Este pasadizo
asciende a lo largo de un tramo de cuarenta y siete pies seis pulgadas. En este
lugar encontramos un bloque grande de piedra que había sido colocado allí
haciéndolo descender desde arriba y, observándolo, deduje que este pasadizo
se extendía hasta la misma base de la pirámide ya que, desde la parte superior
de este bloque cuadrado, pude ver otras piedras que llenaban el pasadizo hasta
la entrada. Por tanto, esta pirámide tiene dos entradas. En el centro del
pasadizo horizontal, que conduce a la cámara grande, hay restos de
mampostería pero creo que se trata solo del relleno de una cavidad natural que
había en la roca.
Después de haber hecho todas estas observaciones, salimos de la pirámide
con no escasa satisfacción. Mis esfuerzos se habían visto compensados por el
éxito, conseguido después de haber trabajado durante algo más de un mes,
con gastos que en total no ascendieron a 150 libras, a pesar de que, según
cálculos iniciales, iban a suponer varios miles.
El Caballero Frediani fue a El Cairo aquel mismo día y la noticia de la
apertura de la pirámide pronto animó a los residentes extranjeros en Egipto a
visitar su interior. Como estaba seguro de que las mujeres árabes no entrarían
en la pirámide, dejé libre la entrada («pro bono publico»). Y en el lugar donde
se inicia el descenso perpendicular que desemboca justamente ante la puerta
de guillotina hice una escalera de piedra para comodidad de los visitantes,
dejando que la mitad del pasadizo penetrase en la cámara más profunda.

Narrative of Operations and Recent Researches in Egypt and


Nubia, 1820

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El escondrijo de las momias en Tebas

GIOVANNI BATTISTA BELZONI

Generalmente el visitante se siente complacido después de haber visto el


amplio salón, la galería, la escalera, y mientras avanza sin dificultades, admira
los extraños trabajos labrados en distintos sitios y pintados a ambos lados de
las paredes. Pero cuando llega a un pasadizo estrecho y difícil o tiene que
descender al fondo de un pozo o cavidad rehúsa tomarse la molestia, porque,
como es natural, cree no poder encontrar a esta profundidad nada tan
magnífico como lo que contempla en la superficie y, en consecuencia,
considera inútil, seguir adelante. En alguna de estas tumbas muchas personas
no podrían soportar el aire sofocante, que a menudo produce
desvanecimientos. Se levanta gran cantidad de polvo muy fino que penetra en
la garganta y en la nariz y obstruye los conductos nasales y la boca de tal
modo que se requieren unos pulmones muy fuertes para resistirlo. Igual
ocurre con las fuertes emanaciones de las momias. Pero esto no es todo. La
entrada o pasadizo donde se hallan los cadáveres es una abertura excavada
toscamente en las rocas y la arena que cae de la parte superior del techo del
pasadizo lo obstruye casi por completo. En algunos sitios el espacio libre que
queda solo permite colocar un pie y uno tiene que arreglárselas para pasar
reptando como una serpiente sobre piedras puntiagudas y resbaladizas que
cortan como el vidrio. Después de atravesar estos pasadizos, algunos de
doscientas o trescientas yardas de longitud, suele encontrarse un lugar más
cómodo, quizá lo bastante alto para sentarse. ¡Pero qué sitio para descansar!
Rodeado de cadáveres, de montones de momias por todas partes que, antes de
que me acostumbrase a su presencia me producían horror. La negrura de la
pared, la débil luz de las velas y antorchas necesitadas de aire, los diferentes
objetos que me rodean y que parecían conservar entre sí y los árabes con las
velas y antorchas en sus manos, desnudos y cubiertos de polvo, como si
fueran momias también, formaban una escena indescriptible. En esta situación
me encontré varias veces y frecuentemente volvía exhausto y mareado, hasta
que al final me acostumbré a ello y me hice indiferente a lo que me sucedía,
excepto al polvo, que nunca dejaba de obstruir mi garganta y nariz y aunque,
afortunadamente no tengo mucho olfato me daba cuenta de que las momias

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resultaban muy desagradables de soportar. Tras el esfuerzo que suponía
penetrar en un sitio como este a través de un pasadizo de cincuenta, cien,
trescientas o tal vez seiscientas yardas, busqué, casi rendido, un lugar para
descansar. Encontré uno e intenté sentarme pero cuando mi peso descargó
sobre el cuerpo de un antiguo egipcio, este se aplastó como si fuera una caja
de cartón. Naturalmente tuve que recurrir a mis manos para sostenerme pero
no encontraron mejor apoyo y me hundí completamente en medio de las
momias con un crujir de huesos, harapos y cajas de madera, levantando tanto
polvo que me vi obligado a quedarme inmóvil durante un cuarto de hora en
espera de que este volviera a caer al suelo. Pero no podía salir de allí sin
aumentarlo y cada paso que daba aplastaba a alguna momia. Una vez me
llevaron desde un lugar como este a otro parecido a través de un pasadizo de
unos veinte pies de longitud y cuya anchura solo permitía el paso de una
persona. Estaba repleto de momias y yo no podía pasar por él sin poner mi
cara en contacto con algún egipcio corrompido. Sin embargo, como el
pasadizo formaba pendiente, mi propio peso me ayudaba a avanzar aunque no
pude evitar que me cubrieran los huesos, piernas, brazos y cabezas que caían
rodando desde arriba. Así fui pasando de una cueva a otra, todas llenas de
momias apiladas de distintas formas, unas de pie, otras acostadas, otras de
cabeza. El propósito de mis exploraciones era despojar a los egipcios de sus
papiros, algunos de los cuales encontré escondidos en el pecho, bajo los
brazos, sobre las rodillas y las piernas o escondidos en las numerosas vendas
que envuelven a la momia. El pueblo de Goumou, que comercia en
antigüedades de esta clase, desconfía mucho de los forasteros y las guardan en
el mayor secreto posible, engañando a los visitantes al hacerles creer que
llegan al fondo de los pozos cuando apenas les hacen cruzar la entrada. No
pude impedir que me condujeran a estos lugares hasta mi segundo viaje, en
que conseguí la admisión en todas las cuevas donde había momias.

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G. B. Belzoni dirigiendo el transporte de un fragmento de estatua de Ramsés II.

Aguafuerte por A. Aglio, tomado de un dibujo de G. B. Belzoni.

Mi residencia permanente en Tebas fue la causa de mi éxito. Los árabes se


dieron cuenta de que yo prestaba particular atención a la posición que tenía la

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entrada de las tumbas y que no podrían impedir que yo les viera cuando
excavaban en busca de una nueva tumba, aunque procuran, cuando algún
forastero se halla en Goumou, no revelar el sitio donde proyectan abrir la
tierra. Y como los visitantes se quedan por lo general pocos días en aquel
lugar, ellos suelen dejar de excavar durante el tiempo que estos permanecen
en él. Si algún visitante era lo bastante curioso para pedir que se le dejase
examinar el interior de una tumba, ellos le enseñaban una inmediatamente
conduciéndole a alguna de las viejas tumbas donde lo único que se ve son las
cuevas donde antiguamente se depositaban las momias y donde habían
solamente unas pocas ya saqueadas. Así no podían formarse más que una idea
muy pobre de lo que eran las tumbas reales donde originalmente se
depositaban los restos.
El pueblo de Goumou vive a la entrada de estas cuevas que ya han sido
abiertas y por medio de las divisiones que hacen con tabiques de tierra,
forman habitaciones para ellos, sus vacas, camellos, búfalos, borregos, cabras,
perros, etc.

Narrative of Operations and Recent Researches in Egypt and


Nubia, 1820

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El templo de Abu Simbel

JOHANN LUDWIG BURCKHARDT

El templo tallado en la roca que mandó construir Ramsés II en Abu


Simbel estuvo cubierto de arena durante muchos siglos y cuando Burckhardt
hizo su viaje por Nubia solo las cabezas de los colosos ramasidas se
destacaban por encima de la superficie. Se dejó al más dinámico de los
egiptólogos, Belzoni, la tarea de despejar de arena y explorar el templo, que
inevitablemente se convirtió en el foco de atracción de serios investigadores e
intrépidos turistas Victorianos como Amelia Edwards, que participó en una
última expedición a Abu Simbel. Después de un breve período de tiempo en
su larga historia, en el curso de la cual estuvo liberado de las arenas del
desierto, fue amenazado por una inundación más destructora y permanente.
Se calculó que cuando la nueva presa de Aswan estuviera acabada, el nivel
del agua cubriría e inundaría el templo, quedando completamente destruidas
las esculturas de piedra porosa. La Unesco hizo un llamamiento con la
esperanza de recaudar suficiente dinero para elevar toda la estructura por
encima del nivel de las aguas pero no se reunieron los fondos para una
empresa tan costosa. A fin de salvar los templos se ha proyectado cortarlos
en bloques de treinta toneladas y trasladarlos para su reconstrucción a la
altura del nuevo nivel que alcanzará el Nilo.

Después de haber visto, según creía, todas las antigüedades de Ebsambal,


estaba a punto de remontar la ladera arenosa de la montaña por el mismo
camino que la había bajado cuando, afortunadamente, al desviarme hacia el
sur, me encontré con lo que aún se distingue de las cuatro estatuas colosales e
inmensas talladas en la roca a una distancia de unas doscientas yardas del
templo. Se levantan sobre un profundo nicho excavado en la montaña pero
por desgracia se encuentran casi enteramente sumergidas en la arena, que se
deslizó aquí abundantemente a lo largo del tiempo. Toda la cabeza y parte del
pecho y brazos de una de las estatuas destacan todavía por encima de la
superficie. De la que está a su lado apenas hay ninguna parte que sea visible.
La cabeza se ha desprendido y el cuerpo está cubierto de arena por encima de

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los hombros. De las otras dos solo aparecen los solideos. Es difícil determinar
si estas estatuas se hallan en una postura sedente o están de pie. Sus espaldas
quedan unidas a una porción de la roca que se proyecta desde el tronco y que
puede representar la parte de un sillón o tratarse simplemente de una columna
de sostén. No miran hacia el río, como las del templo descrito últimamente,
sino que sus caras están vueltas directamente hacia el norte, hacia los climas
fértiles de Egipto, de forma que la línea sobre la cual se levantan forma un
ángulo con el curso del río. La cabeza que sobresale de la superficie tiene un
semblante muy expresivo y jovial, aproximándose más al modelo griego de
belleza que cualquier otra figura del antiguo Egipto que conozco.
Verdaderamente, si no fuera por la barba oblonga y delgada podría pasar muy
bien por una cabeza de Palas. Esta estatua lleva un solideo alto, llamado
vulgarmente medidor de grano, en cuya parte frontal tiene un saliente que
sostiene la figura de una tabla destinada a medir el nivel del Nilo. Está
cubierta de jeroglíficos, grabados profundamente en la piedra y bien
ejecutados. La estatua mide siete yardas de hombro a hombro y no puede, por
tanto, tener en posición vertical menos de sesenta y cinco a setenta pies de
altura. La oreja tiene una longitud de una yarda y cuatro pulgadas. En la pared
de la roca, en el centro de las cuatro estatuas, se ve la figura de Osiris con
cabeza de halcón y sobre ella una esfera. Creo que excavando la arena
depositada debajo de aquella, podría descubrirse un templo de grandes
proporciones de cuya entrada las colosales estatuas servirían probablemente
como ornamentos, igual que sucede con las seis pertenecientes al templo
vecino de Isis. Por la presencia de la figura con cabeza de halcón me inclino a
pensar que este era un templo dedicado a Osiris. La superficie lisa de la roca,
situada detrás de las estatuas, está cubierta de caracteres jeroglíficos. Por
encima de estos se extiende una fila de más de veinte figuras sedentes
labradas en la piedra como las demás pero tan deformadas que desde abajo no
pude deducir claramente su significado. Miden aproximadamente seis pies de
altura. A juzgar por los rasgos de la estatua gigantesca que se proyecta por
encima de la arena, diría que estas obras corresponden al período más feliz de
la escultura egipcia. Por otra parte, sin embargo, los jeroglíficos de la
superficie rocosa reflejan una ejecución diversa y parecen corresponder a la
misma época que los del templo de Derr. Al sur de los cuatro colosos, a unos
cuantos pasos, existe una cavidad abierta en la roca con escalones que
conducen hasta ella desde el río. Sus paredes están cubiertas de inscripciones
jeroglíficas y representaciones de Isis. También contiene la cabeza de halcón
de Osiris.

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El templo de Ebsambal sirve como lugar de refugio a los habitantes de
Balliane y a los árabes de los contornos contra una tribu mogrebí de beduinos
que todos los años, de una forma regular, realiza incursiones sobre estos
lugares. Pertenecen a las tribus asentadas entre el Gran Oasis y Siout. Cuando
salen a efectuar sus correrías se dirigen primeramente a Argo en donde
comienzan sus actos de rapiña saqueando todos los pueblos de la margen
occidental del río. Luego pasan por Mahass, Sukkot, Batn el Hadjar, Wady
Halfa, los pueblos situados frente a Derr y finalmente, por Dakke. Cerca de
esta última localidad, suben a la montaña y regresan a Siout a través del
desierto. La cuadrilla está compuesta generalmente por unos ciento cincuenta
jinetes a caballo y otros tantos que montan camellos. En Nubia nadie se atreve
a hacerles frente. Al contrario, las autoridades les salen a recibir cuando
llegan a las puertas de Derr y les ofrecen presentes. Las incursiones de esta
tribu constituye una de las principales razones por las que se halla desierta
casi toda la margen occidental del Nilo. Siempre que se aproximan a Balliane,
sus habitantes se retiran con su ganado al templo de Ebsambal. El pasado año
los mogrebíes intentaron penetrar en este lugar de refugio, pero fracasaron
después de perder algunos hombres.

Travels in Nubia, 1819

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Café en Abu Simbel

AMELIA EDWARDS

En aquella situación, viendo que los hombres perdían el tiempo y se


retrasaban en el trabajo, se nos ocurrió la idea de ponerlos a limpiar la cara
del coloso situado al norte, todavía desfigurado por el yeso que quedaba sobre
él desde que Mr. Hay sacó el gran molde hace más de medio siglo. Esta feliz
ocurrencia fue llevada inmediatamente a la práctica. Se improvisó enseguida
un andamiaje de palos y remos y los hombres, alborozados como niños,
pronto se hallaron trepando por la enorme cabeza igual que podían haber
trepado por ella en los días del reinado de Ramsés.
Todo lo que ellos tenían que hacer era quitar los pequeños pegotes que
pudieran estar todavía adheridos a la superficie y luego oscurecer los parches
blancos con café. Esto lo hicieron con trozos de esponja atados al extremo de
un palo. Pero Reis Hassan como señal de dignidad llevaba uno de los viejos
pinceles del pintor del que se sentía inmensamente orgulloso.
Necesitaron tres tardes para completar el trabajo y todos lamentamos que
se terminase. Ver a Reis Hassan retocando con sus manos de artista la
gigantesca nariz tan larga como él, a Riskalli y al cocinero yendo de un lado
para otro con cargas de café «espeso y concentrado» para que sirviera a
nuestro propósito, a Salame colgado con las piernas cruzadas, como un
duende complaciente, sobre el marco prominente de la gran terraza donde
terminaba la cabeza y al resto dispersándose y saltando por el andamiaje
como si fueran monos, era, sin duda alguna, el espectáculo más cómico que
había presenciado en Abu Simbel, hasta entonces.
La sed de café de Ramsés era realmente prodigiosa. Consumía no sé
cuantos galones al día. Nuestro cocinero se quedó estupefacto ante la
demanda que se le hizo a sus almacenes. Nunca antes se le había pedido que
sirviera a un invitado cuya boca medía tres pies y medio.
Pero el resultado justificó los gastos. El café resultó perfectamente
adecuado para la piedra arenisca y aunque no fue posible restaurar
íntegramente la uniformidad de la superficie original, al menos logramos
borrar aquellos horribles parches que durante tantos años habían afeado este
hermoso rostro, como si se tratara de una deformidad causada por la lepra.

Página 191
A Thousand Miles up the Nile, 1889

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Apelación del Sr. Vittorino Veronese

DIRECTOR GENERAL DE LA UNESCO

Las obras se han iniciado en la gran presa de Aswan. Dentro de cinco años
el Valle Central del Nilo quedará convertido en un vasto lago. Maravillosas
estructuras, catalogadas entre las más espléndidas de la tierra, se hallan en
peligro de desaparecer bajo las aguas. La presa fertilizará enormes
extensiones de desierto pero la apertura de nuevos campos a los tractores, la
provisión de nuevas fuentes de energía para las futuras factorías amenaza con
exigir un precio terrible.
Ciertamente cuando está en juego el bienestar de seres que sufren,
entonces, si es preciso hay que sacrificar sin vacilación las imágenes de
granito y de pórfido. Pero nadie que esté obligado a dar un paso semejante
puede contemplar sin angustia la necesidad de adoptar una decisión de este
tipo.
No es fácil escoger entre la herencia del pasado y el bienestar actual de un
pueblo que vive en la necesidad a la sombra de uno de los legados históricos
más espléndidos. No es fácil elegir entre los templos y las cosechas.
Lamentaría que la persona designada para tomar esta resolución pudiera
hacerlo sin una sensación de angustia. Y sentiría que esta persona, cualquiera
que fuese la decisión que adoptara al final pudiera soportar la responsabilidad
de la misma sin sentir remordimiento.

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Aguafuerte por A. Aglio, tomado de un dibujo de G. B. Belzoni

Por tanto, no es sorprendente que los gobiernos de la República Árabe


Unida y del Sudán hayan suplicado a un organismo internacional, la Unesco,
que intente salvar los monumentos amenazados. Estos monumentos, cuya
pérdida puede estar trágicamente cercana, no pertenece solamente a los países
que los tienen en custodia. El mundo entero tiene derecho a procurar su
supervivencia. Forman parte de una herencia común que comprende el
mensaje de Sócrates y los frescos de Ajanta, las murallas de Uxmal y las
sinfonías de Beethoven. Los tesoros de valor universal tienen derecho a una
protección universal. Cuando algo bello, cuyas cualidades aumentan al ser
compartidas en lugar de disminuir, se pierde, esta pérdida es común a todos
los hombres.

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Gran speos de Ipsambul (Abú-Simbel). Entrada al templo, con las figuras de los
cuatro colosos de Ramsés II.

Por otra parte, no se trata solamente de conservar algo que de otro modo
puede perderse, sino de sacar a la luz una riqueza no revelada hasta ahora en
beneficio de todos. A cambio de la ayuda que el mundo les presta, los
gobiernos de El Cairo y Jartum brindarán todo su país a la excavación
arqueológica y permitirán que la mitad de las obras de arte que puedan ser
desenterradas por la ciencia o por el azar vayan a museos extranjeros.
Accederán incluso al transporte, piedra por piedra, de determinados
monumentos de Nubia.

Página 195
Montando las 940 piezas de los templos de Abú-Simbel en su nuevo emplazamiento,
a salvo del nuevo nivel de las aguas debido a la construcción de la presa de Assuán.

Página 196
Una nueva era de espléndido enriquecimiento se abre así en el campo de
la egiptología. A cambio de un mundo privado de una parte de sus maravillas,
la humanidad puede esperar la revelación de joyas hasta ahora desconocidas.

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Traslado de la cabeza de Ramsés II como parte integrante del complejo de Abú-
Simbel.

Una causa tan noble merece una réplica no menos generosa. Esta es la
razón por la cual, lleno de confianza, invito a los gobiernos, instituciones y
organismos públicos y privados, así como los hombres de buena voluntad de
todos los países, a contribuir con todas sus fuerzas al éxito de una tarea que
no tiene precedentes históricos. Servicios, equipos, ayuda financiera, todo es
necesario. Y las formas de prestar nuestro apoyo a esa empresa son
innumerables. Es hermoso pensar que de un país que ha sido, a través de los
siglos, el escenario —o el pretexto— de tantas disputas codiciosas, pueda
surgir ahora una prueba inequívoca de la solidaridad internacional.
«Egipto en un regalo del Nilo». Esta fue la primera frase que muchos
estudiantes aprendieron a traducir del griego. Que los pueblos de todo el
mundo sean capaces de unirse para conseguir que el Nilo, al convertirse en
una fuente poderosa de fertilidad y de energía, no sepulte bajo sus aguas las
maravillas que nosotros, los hombres actuales, hemos heredado de viejas
generaciones de hombres que desaparecieron, hace ya mucho tiempo, de la
faz de la tierra.

Unesco Courier, 1960

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Un tesoro de momias reales

GASTON MASPERO

GASTON CAMILE CHARLES MASPERO (1846-1916) nació en París. En el


segundo año que pasó en la Escuela Normal conoció al gran egiptólogo
Mariette que estaba en París supervisando la sección egipcia de la Gran
Exposición. Con su consejo y gracias a sus estímulos, concentró sus estudios
en la arqueología. A su debido tiempo fue nombrado profesor de lengua
egipcia y arqueología en la École de Hautes Études y, en 1874, ocupó la
cátedra de Champollion en el Collège de France. En 1880, fue a Egipto al
frente de un equipo de excavadores y al poco tiempo se le ofreció el puesto de
Director General de Excavaciones y Antigüedades de Egipto, cargo que,
exceptuando tres años que pasó en París (desde 1886 a 1889), desempeñó
hasta su jubilación. Llevó a cabo una extensa labor en la ordenación y
catalogación de colecciones e hizo muchos descubrimientos importantes.

Desde hacía varios años se sabía que los árabes de Gurna habían
encontrado una o dos tumbas reales cuyo paradero se negaban a divulgar. En
la primavera de 1876 un general inglés llamado Campbell me enseñó el
papiro ritual hierático del Gran Sacerdote Pinotem, comprado en Tebas por
400 libras esterlinas. En 1877, M. De Saulcy, para complacer a uno de sus
amigos de Siria, me envió fotografías de un largo papiro perteneciente a la
Reina Notmit, madre de Herihor, cuya parte final se encuentra ahora en el
Louvre y el principio en Inglaterra. M. Mariette había negociado también en
Suez la compra de otros dos papiros escritos en nombre de una reina llamada
Tiuhathor Henttaui. Hacia esa misma época, aparecieron en el mercado
estatuillas funerarias del Rey Pinotem algunas de fina elaboración aunque
otras más vulgares. Pronto se tuvo tanta seguridad de que se había producido
un nuevo descubrimiento que ya en 1878 al analizar una tablilla perteneciente
a Rogers Bey, pude afirmar que «procedía de una tumba próxima a las tumbas
de la familia Herihor hasta entonces no localizadas…».

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Encontrar el emplazamiento de estas tumbas fue en consecuencia si no el
principal al menos uno de los principales motivos del viaje que efectué al Alto
Egipto durante los meses de marzo y abril en 1881. Mi intención no era
realizar sondeos o excavaciones en las necrópolis de Tebas. El problema era
bastante más difícil. Era necesario conseguir que los fellahs revelaran el
secreto que tan celosamente habían guardado hasta entonces. Yo sabía solo
una cosa: los principales anticuarios eran un cierto Abd-er-Rassoul Ahmed,
de Sheikh Abd-el-Guma, y un cierto Mustafá Aga Ayad, vicecónsul de
Inglaterra y Bélgica en Luxor. Abordar al último no era fácil. Protegido como
estaba por la inmunidad diplomática, podía eludir el procedimiento de la
Dirección de Excavaciones. El 4 de abril, envié una orden de detención contra
Abd-er-Rassoul Ahmed al jefe de policía de Luxor y telegrafié a Su
Excelencia el Bajá Daud, Mudir (Gobernador) de Quena, así como al Ministro
de Obras Públicas solicitando permiso para abrir una inmediata investigación
sobre el encartado. Interrogado a bordo de un barco, primero, por M. Emile
Brugsch y, después, por M. de Rochemonteix, que amablemente me ayudó
con su experiencia, negó todos los cargos que yo había denunciado contra él
(el descubrimiento de la tumba, la venta de los papiros y estatuillas funerarias
y la destrucción de los féretros) impugnando las afirmaciones casi unánimes
de los visitantes europeos. Acepté su ofrecimiento para que fuese registrada
su casa, no con la esperanza de encontrar objetos que le pudieran delatar sino
con el deseo de brindarle la oportunidad de cambiar de idea y llegar a una
conciliación con nosotros. Ni las buenas razones ni las amenazas tuvieron
éxito y, el 6 de abril, llegó la orden necesaria para iniciar la investigación
oficial. Envié entonces a Abd-er-Rassoul Ahmed y a su hermano Hussein
Ahmed a Quena, donde el Mudir requería su presencia para comparecer ante
un tribunal.
La investigación se llevó a cabo con normalidad pero en general sin
resultados positivos. Las preguntas y los argumentos de los magistrados de
Mudiria (provincia) en presencia de nuestro delegado, el inspector de
Dendera, Aly-Effendi Habib, dieron lugar a numerosos testimonios
pronunciados en favor del acusado. Los ciudadanos más prominentes y los
concejales de Gurna declararon bajo juramento que Abd-er-Rassoul Ahmed
era uno de los hombres más rectos y desinteresados del distrito y le
consideraban incapaz de apropiarse de la más insignificante antigüedad y
mucho menos de robar una tumba real. El único detalle interesante que salió a
colación durante la investigación fue la insistencia con que Abd-er-Rassoul
Ahmed aseguraba que era sirviente de Mustafá Aga, el vicecónsul inglés en

Página 200
Luxor y que vivía en la casa de este. Pensaba que diciendo que estaba al
servicio del vicecónsul se beneficiaría de los privilegios diplomáticos y
quedaría bajo protección belga o británica. Mustafá Aga había inducido a él y
a sus cómplices a cometer este error. Les persuadió de que, respaldándose en
él, estarían en lo sucesivo a cubierto de los agentes administrativos locales y
mediante esta simple artimaña, consiguió concentrar en sus manos todo el
comercio de antigüedades de la llanura tebana.
Entretanto, Abd-er-Rassoul Ahmed fue puesto en libertad provisional bajo
fianza, abonada por dos amigos, Ahmed Serour e Ismail Sayid Nagib,
regresando a casa con un intachable certificado de buena conducta avalado
por los más prominentes de Gurna. Pero su detención y los dos meses de
cárcel, junto con la severidad con que Su Excelencia el Bajá Daud había
llevado a cabo la investigación, demostraron claramente que Mustafá Aga no
podía proteger ni a sus más fieles agentes. Se supo también que yo intentaría
reanudar la investigación cuando regresara a Tebas durante el invierno y que
Mudiria haría también ulteriores averiguaciones. Varias denuncias imprecisas
llegaron al Museo y tuvimos noticia de nuevas informaciones del extranjero
pero la mejor de todas fue la de las diferencias surgidas entre Abd-er-Rassoul
Ahmed y sus cuatro hermanos. Unos pensaban que el peligro había ya pasado
y que las autoridades del Museo habían perdido la causa. Otros creían que era
más prudente llegar a un acuerdo con el Museo y divulgar el secreto. Tras un
mes de discusiones y disputas, el mayor de los hermanos, Mohamed Ahmed
Abd-er-Rassoul, se decidió repentinamente a confesar. Fue en secreto a
Quena y dijo a Mudir que conocía la situación del lugar que durante varios
años había sido buscado en vano. La tumba contenía no una o dos momias
sino alrededor de cuarenta y la mayoría de los sarcófagos tenían en la frente
una pequeña serpiente como las que se veían en los tocados de los faraones.
Su Excelencia el Bajá Daud comunicó esto inmediatamente al Ministro del
Interior quien transmitió el despacho a Su Excelencia el Khedive. Su Alteza,
quien había hablado sobre el asunto a mi regreso del Alto Egipto, reconoció
sin ninguna dificultad la importancia de esta inesperada denuncia y decidió
enviar un miembro del personal del museo a Tebas. Yo acababa de volver a
Europa pero había dejado a M. Emile Brugsch, mi adjunto, los poderes
necesarios para actuar en mi nombre. Habiendo recibido la orden de proceder,
él salió de Tebas el sábado, 1 de julio, acompañado por un amigo de
confianza y de Ahmed Effendi Kamal, el intérprete y secretario del Museo.
Una sorpresa le esperaba en Quena: el Bajá Daud se había apoderado de

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varios objetos preciosos en casa de Abd-er-Rassoul Ahmed incluyendo tres
papiros de la Reina Makere, la Reina Isiemkheb y la Princesa Nesikhonsu.
Fue un principio alentador. Para asegurar el feliz resultado de esta
delicada operación que acababa de empezar, Su Excelencia había colocado a
su «wekil» y también a varios empleados del Mudir, al servicio de nuestros
agentes.
El miércoles, día 6, los señores Emile Brugsch y Ahmed Effendi Kamal
fueron llevados por Mohamed Ahmed Abd-er-Rassoul directamente a donde
estaba situada la bóveda funeraria. El ingeniero egipcio que la había
excavado, hacía ya mucho tiempo, proyectó sus planos de un modo muy
inteligente. Nunca hubo un lugar oculto tan perfectamente camuflado. La
línea de montañas que separa el Biban-el-Moluk (Valle de los Reyes) de la
llanura tebana forma una serie de pasos naturales circulares entre el Assassif y
el Valle de las Reinas, de los cuales el más conocido es aquel en que se
construyó el templo de Deir el-Bahari. En la superficie rocosa que separa Deir
el-Bahari del paso siguiente situado justamente detrás de la colina de Sheikh
Abd-el-Guma, a unos sesenta metros por encima del nivel de la tierra
cultivada, se había horadado un pozo de once metros y medio de profundidad
y dos metros aproximadamente de diámetro. En el fondo del pozo, en el lado
oeste se encontraba la entrada de un pasadizo de 1,4 metros de ancho y 80
centímetros de alto. Después de 7,40 metros, giraba repentinamente hacia el
norte y continuaba por espacio de otros 60 metros, sin que las dimensiones se
mantuvieran nunca constantes. En algunos sitios el pasadizo medía dos
metros de ancho y en otros no superaba el metro treinta centímetros. Cerca
del centro, cinco o seis toscos escalones presentaban un pronunciado cambio
de nivel y, en el lado derecho, un nicho inacabado revelaba que en otro
tiempo se proyectó una desviación del pasadizo. Por último desembocaba en
una cámara irregular y oblonga de unos ocho metros de longitud.
El primer objeto que se ofreció a la vista de M. Emile Brugsch al llegar al
fondo del pozo, fue un féretro blanco y amarillo con el nombre de Nesikhonsu
inscrito. Se hallaba en el pasadizo a unos sesenta centímetros de la entrada. A
cierta distancia se encontraba un féretro del estilo de la XVII dinastía, otro de
la Reina Tiuhathor Henttaui y un tercero perteneciente a Seti I. Junto a los
sarcófagos y diseminados por el suelo, habían estatuillas funerarias de
madera, vasijas, vasos de bronce para libaciones y, detrás, en el ángulo que
formaba el pasadizo al desviarse hacia el norte, se hallaba el manto funerario
de la Reina Isiemkheb, retorcido y arrugado como un objeto sin valor y que
un sacerdote, al precipitarse hacia la salida, había arrojado

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despreocupadamente a un rincón. Todo el pasadizo principal se hallaba
igualmente obstruido y en desorden. Fue preciso avanzar a gatas sin saber
dónde poníamos los pies y las manos. Los féretros y las momias que
resplandecían fugazmente a la luz de la vela llevaban nombres históricos:
Amenhotep I, Tutmosis II. En el nicho próximo a los escalones, Amasis I y su
hijo Siamun, Sequenre, Reina Aah-Hotep, Amasis, Nefertari y otros. La
última cámara ofrecía un aspecto extremadamente confuso pero a primera
vista podía deducirse que predominaba el estilo de la XX dinastía. El informe
de Mohammed Ahmed Abd-er-Rassoul, que en principio parecía exagerado,
expresaba muy sobriamente la realidad: donde yo esperaba encontrar uno o
dos reyes de menor importancia, los árabes habían hallado una cripta llena de
faraones. ¡Y qué faraones! Probablemente los más famosos de la historia de
Egipto, Tutmosis III y Seti I, Amasis el Libertador y Ramsés II el
Conquistador. M. Emile Brugsch, al encontrarse tan de repente con una
colección semejante, pensó que estaba soñando. Como él yo me pregunto
todavía si es cierto y si estoy soñando cuando contemplo y toco los cuerpos
de todos estos personajes, de los que nunca habíamos pensado conocer otra
cosa que los nombres.
Dos horas bastaron para efectuar un examen previo. Luego empezó el
trabajo de sacar los sarcófagos. Trescientos árabes fueron reunidos
rápidamente por los funcionarios del Mudir y empezaron a trabajar. El barco
del museo, reclamado sin pérdida de tiempo, no había llegado todavía pero
uno de sus pilotos, Reis Mohamed, que era de absoluta confianza estaba
presente. Descendió al fondo del pozo e inspeccionó la extracción de su
contenido. Los señores Emile Brugsch y Ahmed Effendi Kamal recibieron los
objetos y los clasificaron en el suelo lo mejor que pudieron sin abandonar la
vigilancia un solo momento. Luego los objetos fueron trasladados al fondo de
la colina y colocados unos junto a otros. En cuarenta y ocho horas de duro
trabajo, consiguieron sacar todo de su escondrijo, pero la misión no estaba ni
mucho menos terminada. Todavía era necesario que el convoy cruzase la
llanura de Tebas hasta las márgenes del río, cerca de Luxor. Varios de los
sarcófagos, que solo con grandes esfuerzos pudieron ser levantados por doce
o dieciséis hombres, necesitaron siete u ocho horas para recorrer el trayecto
que los separaba del río y puede imaginarse fácilmente la clase de recorrido
que efectuarían con el polvo y el calor de julio.
Por fin, el día once por la noche, todas las momias y sarcófagos se
encontraban en Luxor, cuidadosamente envueltas en esteras y lonas. Tres días
más tarde llegaba el barco del Museo y una vez colocado todo a bordo regresó

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a Bulaq con su cargamento de reyes. ¡Y sucedió una cosa extraña! Desde
Luxor a Quft, sobre ambas orillas del Nilo las mujeres fellahs, sollozando y
con el pelo desgreñado, seguían el barco y los hombres disparaban sus armas,
igual que hacían en los funerales. Mohamed Abd-er-Rassoul fue
recompensado con quinientas libras esterlinas y yo pensé que sería acertado
nombrarle capataz de las excavaciones de Tebas. Si él sirve al Museo con la
misma inteligencia con que durante tantos años le ha perjudicado, podemos
esperar que se realicen magníficos descubrimientos.

Institut Égyptien Bulletin, serie 2, n.º 2, 1881

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Una falsa interpretación de los jeroglíficos

ATHANASIUS KIRCHER

ATHANASIUS KIRCHER (1601-1680) nació en Geisa, cerca de Fulda.


Ingresó en el Colegio de Jesuitas de esta ciudad y en 1618 se hizo novicio de
aquella orden. Ascendió al puesto de profesor de filosofía, matemáticas y
lenguas orientales en Wurzburg pero en 1631 las vicisitudes de la Guerra de
los Treinta Años le impulsaron a retirarse a Avignon. En 1656 el Cardenal
Barberini le ofreció un puesto en Roma para enseñar matemáticas en el
Colegio Romano y, después de ocho años en este cargo, renunció para
dedicarse enteramente al estudio de las antigüedades. No fue investigador de
gran originalidad y su obra, que comprende una solución totalmente
incorrecta de los jeroglíficos egipcios es valiosa solo por su interés histórico
ya que constituye una prueba de los errores cometidos por los primeros
arqueólogos. El pasaje siguiente es una introducción de sus trabajos. No
tendría sentido incluir su gramática y vocabulario jeroglíficos, absolutamente
imaginarios.

PREFACIO

Al juicioso y benévolo lector

Si alguna vez comprendí la verdad de aquel proverbio hebreo que decía


«El que aumenta sus conocimientos aumenta su tristeza» fue, sin duda, con
motivo de la renovación del estudio de esta lengua, hasta aquí desconocida en
Europa y en la que hay tantos dibujos como letras, tantos signos como
sonidos, constituyendo, en suma, un auténtico laberinto de dificultades que
superar. La historia ilustra claramente los grandes escollos con que se tropieza
al emprender tareas arduas y desacostumbradas y al abrir, sin orientación
alguna, caminos aún no pisados por nadie, así como los riesgos inherentes a
una investigación que pretende revelar los misterios de una lengua que nadie
ha estudiado anteriormente. Sin embargo, la perseverancia ha triunfado sobre
las dificultades de esta abstrusa materia, mi continuo interés por resolver estos
problemas ha iluminado mi interminable trabajo y la fuerza innata de mi

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vocación para promover y reanudar estudios abandonados por razón de su
dificultad me ha ayudado a superar todos los obstáculos. El esfuerzo dio paso
al descanso, la decepción a la alegría y desaparecieron los temores que yo
abrigaba respecto a las dificultades de llegar a la raíz del problema y a la
solución del mismo.
Sabiendo que voy a ser juzgado por usted, lector, no debería temer las
críticas de los demás ni buscar la defensa de mi trabajo. Soy consciente, sin
embargo, de estar viviendo en tiempos en que las cosas más nobles son las
más expuestas a la censura, los temas más serios son los más ridiculizados y
las empresas más honorables se contemplan con la más profunda sospecha.
Además, es tal la mentalidad de mucha gente, que no está dispuesta a creer en
nada que sea nuevo, extraño y ajeno a su experiencia a menos que se le
demuestre con pruebas convincentes y el testimonio de personas dignas de
confianza o al menos que su valor práctico sea indudable. Por ello, a fin de
acrecentar la confianza en mi trabajo y concederle mayor autoridad, he
considerado oportuno explicar con concisión y claridad cómo se llegó a
escribir y cómo llegó por primera vez el Autógrafo a mis manos, aportando al
mismo tiempo un ejemplo que demuestra la utilidad del mismo. De este modo
confío poder escapar más fácilmente a las vergonzosas y absurdas
acusaciones de falsificación a que pudiera dar lugar la fértil imaginación de
ciertas personas mal intencionadas.
Las cosas sucedieron así. Acuciado por su amor a la filosofía y a la
antigüedad, el ilustre D. Petrus a Valle, caballero y patricio de Roma, viajó
como un segundo Apolonio por Grecia, Palestina, Persia, India, Arabia y casi
todo oriente llegando finalmente a Egipto, fructífera fuente de todo
conocimiento, con la intención de explorar las maravillas que conocía a través
de la lectura. Entre las cosas memorables que investigó con diligencia se
encontraba este vocabulario o lista de palabras copto-árabe, que estaba en
manos de personas, ignorantes, incapaces de apreciar su valor. Él lo examinó
detenidamente y lo consideró de un interés inestimable para resucitar la
antigua lengua de Egipto que casi había perecido con el tiempo. Por esta
razón, lo compró por una suma considerable y después de un largo y
peligroso viaje se lo llevo, jubiloso, a Roma, tratándolo con el mayor cuidado
y deseando que pudiera ser conocido en el mundo para uso y utilidad de
muchos. Para facilitar una prueba convincente de este relato, conviene aportar
el testimonio autentico de un pasaje del principio del Autógrafo:
«A finales del año de gracia 1615, me encontraba en la ciudad de El
Cairo, la más famosa de las ciudades de Egipto en aquel tiempo, estudiando

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afanosamente los monumentos abandonados de la antigüedad. Allí encontré
este libro, perdido entre hombres cuya ignorancia les impedía comprender su
valor. Después de un largo y difícil viaje, lo traje finalmente a Roma con el
propósito de que, con su exclusiva ayuda, la lengua antigua de Egipto, que
casi había muerto entre los mismos egipcios, pudiera revivir con el tiempo y
arrojar mucha luz sobre la literatura sagrada y secular. Que la posteridad se
digne aceptar mi contribución a esta empresa y que mi deber para con la
Ciudad Eterna y mi país sea fuente de buenas enseñanzas. Hasta siempre».
Mientras tanto D. Nicolás Fabricius, consejero real en la corte de Aix, ese
distinguido centro de erudición, había sido informado oportunamente sobre
este tesoro recientemente traído a Roma e hizo todos los esfuerzos posibles
para que se publicara cuanto antes en versión latina. Se buscó en el extranjero
una persona idónea para llevar a cabo esta labor, especialmente en Francia
donde el estudio de las lenguas y las letras en general había alcanzado un
extraordinario florecimiento. Por fin, yo, que había adoptado a Francia como
mi segunda patria después de abandonar Alemania a raíz de los disturbios que
allí provocaron los suecos, fui persuadido a emprender el trabajo, a pesar de
que era completamente superior a mis posibilidades, por instigación de mis
amigos y, sobre todo, por la apremiante solicitud de mi querido amigo
Fabricius. Como llegaron ciertos comentarios sobre estos esfuerzos a oídos de
Su Eminencia el Cardenal Barberini, este participó también en la empresa con
no menos entusiasmo. Quiso que yo fuera a Roma con toda urgencia para
realizar allí este trabajo y resucitar el estudio de los jeroglíficos. Llegué a
Roma, no sin cierto riesgo, empecé el trabajo que se me había confiado y con
la ayuda de Dios, en el curso de dos años, alcancé el fin que me había
propuesto. El libro fue terminado y quedó listo para ser impreso pero se
retrasó su publicación por un viaje que tuve que efectuar a Sicilia y Malta y
por la falta de los medios necesarios para imprimir los caracteres. Debido a
estas dificultades, el trabajo quedó estancado durante varios años y se disipó
por completo la intención que su autor tenía de publicarlo. Ciertamente, no
parecía improbable que el tesoro rescatado, con tan gran esfuerzo, de las
polillas y gusanos volviese a su primitivo desorden. Mientras meditaba sobre
estas cosas, el Sacro Emperador de Roma, conociendo bien las razones de
este retraso, con su notable y natural magnanimidad, facilitó muy
generosamente fondos para procurar los tipos de todas las lenguas orientales y
otras cosas necesarias para completar el trabajo. Menciono esto a fin de que el
lector pueda apreciar las incomparables virtudes de este indómito emperador
que no fue dominado por la barbarie de la guerra y las olas consecutivas de

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las invasiones hasta el punto de abandonar completamente a Pallas Atenea
para dedicarse a su arte por completo. Podría decirse aquí muchas cosas más
sobre la sabiduría de este invencible emperador, de su entusiasmo por todas
las artes y de su amabilidad rayana en lo increíble. Sin embargo, pretendo
considerar este aspecto en otro lugar y como no podría tratarlo aquí con la
suficiente brevedad renuncio a hacerlo por el momento. Los tipos, pues, se
consiguieron gracias a la generosidad del emperador y el trabajo tanto tiempo
esperado pasó a la imprenta y vio por fin la luz del día.
Se podrá comprobar que está dividida en tres partes. La primera se ocupa
de la gramática, la segunda del vocabulario y la tercera contiene una lista de
palabras dispuestas por orden alfabético. Apenas podrá creerse en las
dificultades que hemos tenido para lograr una traducción exacta de los
nombres de las cosas. En realidad hubiéramos fracasado a no ser por la
colaboración de dos coptos y otros expertos, especialmente Abraham Ecchell,
un científico en diversas ramas del saber, incluyendo las lenguas orientales,
que nos prestaron toda clase de ayuda, sobre todo por su concienzudo cotejo
de toda la obra con el Autógrafo.
Además, hemos procurado traducir todo al latín, palabra por palabra. En
interés de la integridad y también de la claridad, hemos evitado las
interpretaciones y marcado con un asterisco aquellos puntos en que la
traducción era dudosa debido a que la humedad había hecho ilegible el
original. Para evitar errores graves en la traducción de otros vocablos
ambiguos y equívocos, hemos consultado (y pueden imaginarse la
envergadura de esta labor) en los manuscritos de las Sagradas Escrituras del
Vaticano. Gracias a Dios, hemos conseguido con nuestros incansables
esfuerzos el grado de precisión necesario para reavivar el estudio de los
jeroglíficos y restaurar esta abandonada disciplina.
Confío en que esto sea suficiente para evitar los ataques de aquellos que
puedan corroer nuestra labor con los dientes de la envidia. Este libro ha
estado animado por el deseo vehemente del público en general y por minorías
selectas. Ciertamente, las más eminentes personalidades de nuestro tiempo en
la república de las letras, no solo de Europa sino también de Asia y África, le
han dado su aprobación y nos han deseado el mayor éxito en nuestra empresa,
como podríamos demostrar profusamente con cartas que hemos recibido de
judíos, griegos, árabes, armenios, sirios, etíopes, y persas, de Constantinopla,
Aleppo, Damasco, Alejandría, El Cairo, Éfeso, Túnez y otros lugares. Sin
embargo, dejamos a Edipo para que sea él quien ratifique lo que hemos dicho.
Pues, si la bondad de Dios prolonga su vida, Edipo tendría que aclarar cuánto

Página 208
hemos logrado para resucitar esta lengua. A menos que esté muy equivocado,
los estudiantes de estas materias abstrusas admitirán en el futuro que las obras
monumentales de Edipo no podrían haber sido íntegramente comprendidas sin
la ayuda de esta lengua y nosotros confiamos en ganarnos la gratitud de una
posteridad reconocida cuando, en su momento oportuno, se recojan todos los
frutos de nuestro trabajo. Lo que hemos hecho es producir un Sileno, rudo e
inculto a primera vista pero que en su tiempo, estamos seguros, resplandecerá
iluminando la oscuridad. Estos son los hechos, querido lector, que hemos
creído conveniente informarle. Hasta siempre y que sea condescendiente en la
continuación de mi obra, haciéndome saber si descubre algo que pueda
ayudar a Edipo.

Lingua Aegyptiaica, 1643

Página 209
Cómo llegó la Piedra de Rosetta al Museo
Británico

TOMKYNS HILGROVE TURNER

SIR TOMKYNS HILGROVE TURNER (1766 P-1843) fue un soldado


profesional toda su vida y alcanzó considerable renombre en su carrera
militar y como anticuario. Desde 1793, participó constantemente en
campañas en los Países Bajos y Francia y, en 1801, se desplazó con su
regimiento a Egipto en donde combatió en las batallas de la Bahía Aboukir y
Alejandría. Después de la capitulación de esta ciudad, uno de los artículos
referentes a las condiciones de rendición imponía a los franceses la entrega
de muchas de las antigüedades que había coleccionado, siendo Turner quien
negoció la transferencia de estos objetos e insistió en que la colección
incluyese el hallazgo más importante conseguido por los franceses: la Piedra
de Rosetta. Turner redactó una relación de estas transferencias para la
Sociedad de Anticuarios en virtud de la cual la piedra pasaba antes de su
traslado al Museo Británico, en donde permaneció posteriormente.

Argyle Street, 30 de mayo de 1810

8 de junio de 1810

Distinguido señor:
Teniendo en cuenta la gran atención que ha despertado la Piedra Rosetta
en el mundo intelectual y particularmente en esta sociedad me brindo a
ofrecerles a través de usted un informe sobre la forma en que llegó a posesión
del Ejército británico y de los medios utilizados para traerla a este país con la
esperanza de merecer su aprobación.
En virtud del artículo 16 de la Capitulación de Alejandría, cuyo asedio
terminó con las operaciones del Ejército británico en Egipto, todas las
curiosidades, naturales y artificiales, coleccionadas por el Instituto Francés y
otros, debían entregarse a los vencedores. El general francés se negó a
cumplir esta condición, alegando que todas ellas eran propiedad privada. Se

Página 210
cruzaron numerosas cartas. Finalmente y en consideración a que el cuidado de
conservar los insectos y los animales le conferían, en cierto modo, el carácter
de propiedad privada, Lord Hutchinson renunció a la misma. Pero la
colección artificial, que estaba formada por manuscritos árabes y
antigüedades, entre los cuales se encontraba la Piedra Rosetta, fue reclamada
insistentemente por el noble General con su característico celo por la ciencia.
Con este motivo, yo sostuve varias conversaciones con el general francés,
Menou, que terminó por ceder ante el argumento de que, puesto que la Piedra
Rosetta era propiedad suya y se le obligaba a entregarla, podía presentar una
queja lo mismo que los otros propietarios. En consecuencia, recibí del
subsecretario del Instituto, Le Pere (el secretario Fourier estaba enfermo), un
escrito que contenía una lista de las antigüedades con los nombres de los
demandantes de cada pieza de escultura. En ella se indica que la piedra estaba
hecha de granito negro, contenía tres inscripciones y pertenecía al General
Menou. Por los especialistas franceses supe que la Piedra Rosetta había sido
encontrada en las ruinas del Fuerte St. Julien cuando fue reconstruido por los
franceses y habilitado para la defensa. Este se halla en la desembocadura del
Nilo, en el afluente Rosetta, donde, con toda probabilidad, están los demás
fragmentos. También fui informado de que había una piedra semejante en
Menouf, destruida o casi destruida por las jarras de barro que habían sido
colocadas encima, ya que se halla cerca del agua, y que el fragmento de otra
se había utilizado y colocado en las murallas de las fortificaciones francesas
de Alejandría. Cuando la vi por primera vez, la Piedra Rosetta había sido
llevada con cuidado a la casa del General Menou, cubierta con una tela suave
de algodón y un acolchado doble. El General se había reservado esta preciosa
reliquia de la antigüedad. Cuando se supo por el Ejército francés que íbamos a
apoderarnos de las antigüedades, fue arrancada la cubierta produciendo
desperfectos en su superficie y destrozándose las excelentes cajas de madera,
a pesar de que se habían tomado el mayor interés, desde el primer momento,
para asegurar y preservar de cualquier daño todas las antigüedades. Hice
varias gestiones pero la principal dificultad que tuve fue con motivo de esta
piedra y del sarcófago, ya que el Capitán Bajá que había entrado en posesión
de la misma al ser esta depositada por los franceses a bordo de su barco, se
negó decididamente a entregarla. Coloqué, sin embargo, un centinela en la
playa, gracias a la intervención de Mon. Le Roy, prefecto de marina que, lo
mismo que el General, se comportó con gran corrección, contrariamente a la
actitud adoptada por otros.

Página 211
Cuando le conté a Lord Hutchinson lo que había hecho con la piedra, puso
a mi disposición un destacamento de artilleros y una pieza de artillería,
llamada por su potencia de fuego «el carro del demonio», con la cual fui
aquella noche a casa del General Menou. Me llevé la piedra sin que sufriera
ningún daño, pero con ciertas dificultades desde las estrechas calles hasta mi
casa, en medio de las risas de una multitud de curiosos y de oficiales
franceses, y tuve la eficaz ayuda de un inteligente sargento de artillería que
mandaba el grupo, cuyos componentes estaban muy satisfechos de prestarme
sus servicios: eran los primeros soldados británicos que entraban en
Alejandría. Durante el tiempo en que la piedra permaneció en mi casa,
algunos caballeros agregados al cuerpo de especialistas solicitaron permiso
para sacar un molde, permiso que yo concedí sin objeciones con tal de que la
piedra no sufriera ningún daño. El molde en cuestión se lo llevaron a París,
dejando la piedra bien limpia de tinta de imprenta, con la que había sido
cubierta para sacar varias copias enviadas a Francia cuando se descubrió por
primera vez.
Tras comprobar el embarque de los demás restos de la escultura egipcia a
bordo de la Almiranta, el navío «Madras» de Sir Richard Bickerton, que
amablemente puso a mi disposición todos los medios a su alcance, subí con la
Piedra Rosetta, decidido a correr la misma suerte, a bordo de la fragata
«Egyptienne», toqué el puerto de Alejandría y llegué a Portsmouth en febrero
de 1802. Cuando el barco arribó a Deptford fue colocada en un bote y
desembarcada en la Aduana. Y Lord Buckinghamshire, Secretario de Estado a
la sazón, accedió a mi petición y consintió en que permaneciese algún tiempo
en los locales de la Sociedad de Anticuarios antes de ser depositada en el
Museo Británico, en donde confío que permanezca largo tiempo esta reliquia
tan valiosa de la antigüedad, eslabón, aunque débil, del egipcio con las
lenguas conocidas, honroso trofeo de las armas de Gran Bretaña (casi podría
decir «spolia opima») no arrebatada a una población indefensa sino
conseguida honorablemente por la suerte de la guerra.

Tengo el honor de ser, Señor,


Su más obediente y humilde servidor,

H. TURNER, Mayor General

Ilmo.
NICHOLAS CARLISLE
Secretario de la Sociedad de Anticuarios

Página 212
Archaeologia, vol. XVI, 1812

Página 213
Champollion descifra los jeroglíficos

JEAN FRANÇOIS CHAMPOLLION (1790-1832) nació en Figeac y pronto


demostró grandes aptitudes para las lenguas, aptitudes que su hermano
mayor supo estimular aun a costa de permanecer él mismo, desconocido.
Cuando tenía dieciséis años, leyó un escrito en la Academia de Grenoble que
dejó asombrados a los científicos que le escuchaban y, en una época en que
muchos alumnos se esforzaban por conseguir la admisión, le nombraron
profesor. Su labor fue interrumpida con frecuencia por las agitaciones
políticas de aquellos tiempos pero en 1821 pudo dar a conocer el documento
que probaba la definitiva solución de los jeroglíficos egipcios. Sus ideas
estaban en abierta contradicción con las propuestas por muchos científicos
de su época y tropezaron con una fuerte oposición pero su tenacidad resistió
todas las pruebas y muy pronto tuvieron que ser aceptadas. En 1831 fue
creada especialmente para él una cátedra en el College de France como
reconocimiento a sus méritos.

Retrato de Champollion (1790-1832), fundador de la egiptología y descifrador de los


jeroglíficos gracias al descubrimiento de la piedra de Rossetta (British Museum).

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Carta a M. Dacier referente al alfabeto de los jeroglíficos fonéticos:

Distinguido señor:
Es a su generoso patrocinio a lo que debo la indulgente atención que la
«Académie Royale des Inscriptions et Belles-Lettres» ha tenido a bien
dispensar a mi trabajo sobre la escritura egipcia, al permitir presentar ante la
misma mis dos informes sobre la escritura «hierática» o sacerdotal y la
«demótica» o popular. Tras esta estimulante prueba de confianza, creo haber
conseguido demostrar que ninguno de estos dos tipos de escritura están
compuestos de letras alfabéticas, como se ha afirmado tantas veces, sino de
«ideogramas», como los mismos jeroglíficos, es decir, de signos que expresan
los «conceptos» en lugar de los «sonidos» de un idioma. Creo asimismo que,
después de diez años de dedicación al estudio, he llegado a una fase en que
puedo reunir un informe casi completo sobre la estructura general de estas dos
formas de escritura, su origen, naturaleza, forma y número de sus signos,
reglas de combinación por medio de símbolos que cumplen funciones
puramente lógicas y gramaticales, estableciendo así los primeros cimientos de
lo que puede llamarse «gramática y diccionario» de estas dos escrituras que se
encuentran en la mayoría de los monumentos y cuya interpretación ayudará
sensiblemente a conocer la historia general de Egipto. Con respecto a la
escritura «demótica» debo señalar que la valiosa inscripción Rosetta contiene
un texto suficientemente amplio para identificar el conjunto. La crítica
documentada se ha debido en primer lugar a la inteligencia de su ilustre
colega, M. Silvestre de Sacy, posteriormente al último M. Akerblad y al Dr.
Young, por sus primeras ideas acertadas acerca de este monumento y a esta
inscripción se debe también el que yo haya deducido las series de símbolos
demóticos que, teniendo un valor silábico-alfabético, fueron usados en los
textos «ideográficos» para expresar los nombres propios de personas de fuera
de Egipto. Es también por este medio cómo fue descubierto el nombre de los
Ptolomeos, que constan en esta misma inscripción y en un papiro manuscrito
recientemente traído de Egipto.
En consecuencia, para completar mi estudio de los tres tipos de escritura
egipcia solo me resta exponer mi informe sobre los «jeroglíficos» puros. Me
permito confiar en que mis últimos esfuerzos encuentren también una
favorable acogida en su famosa institución cuya buena disposición ha sido un
estímulo tan valioso para mí.
Sin embargo, en la situación en que actualmente se hallan los estudios
egipcios, cuando abundan tantas reliquias en todas partes, coleccionadas tanto
por reyes como por expertos, siendo objeto todas ellas por parte de los

Página 215
investigadores de todo el mundo de laboriosos estudios para lograr una
comprensión absoluta de estas memorias escritas que deben servir para
explicar las restantes, no creo que deba retrasarme en ofrecer a estos
investigadores, bajo su honroso patrocinio, una breve pero vital relación de
los nuevos descubrimientos comprendidos en mi «Informe» sobre la escritura
«jeroglífica» y que, indudablemente, les ahorrará a ellos los esfuerzos que
tuve que realizar yo para alcanzarlos y, quizás, algunas interpretaciones
erróneas sobre los períodos de la historia de la cultura egipcia y su gobierno
en general, pues estamos tratando con las series de «jeroglíficos» que,
constituyendo una excepción en el carácter común de los signos de la
escritura, tuvieron la propiedad de expresar «sonidos» de palabras y sirvieron
para inscribir en los monumentos nacionales egipcios los «títulos», nombres y
apellidos de los gobernantes griegos y romanos que sucesivamente dirigieron
el país. Es posible que muchas verdades concernientes a la historia de este
famoso país caigan por tierra como resultado de mis investigaciones a las que
he llegado por un proceso completamente natural.
La interpretación del texto «demótico» de la inscripción de Rosetta a
través del texto idéntico griego que lo acompañaba me ha hecho comprender
que los egipcios usaban cierto número de caracteres «demóticos» cuya
función consistía en expresar sonidos con el objeto de introducir en sus
escritos ideográficos «nombres propios» y «palabras extranjeras en la lengua
egipcia». Se comprende fácilmente la indispensable necesidad de esta práctica
en un sistema ideográfico de escritura. Los chinos, que también utilizan la
escritura ideográfica, tienen un recurso similar creado por las mismas razones.
El monumento de Rosetta nos muestra la aplicación de este método
auxiliar de escritura que yo denomino «fonética» es decir, que expresa los
sonidos en los nombres propios de los reyes «Alejandro» y «Ptolomeo», la
reina «Arsinoe» y «Berenice», en los nombres propios de otros seis
personajes «Aetes», «Pirra», «Philinus», «Areia», «Diógenes», e «Irene» y en
las palabras griegas ΞΓΝΤΑΞΙΣ y ΟΓΗΝΝ…
El texto jeroglífico de la inscripción de Rosetta, que se hubiera prestado
tan acertadamente para este estudio, solo facilitó el nombre de «Ptolomeo»,
debido a las fracturas que presentaba.
El obelisco encontrado en la isla de Philae y llevado recientemente a
Londres contiene también el nombre jeroglífico de Ptolomeo escrito con los
mismos símbolos que en la inscripción de Rosetta e insertado en forma
similar en una sección a la que sigue otra que debe llevar el nombre propio de
una mujer, una reina ptolomea, ya que termina con los signos jeroglíficos

Página 216
femeninos que, sin excepción adoptan también a los nombres propios
jeroglíficos de todas las diosas egipcias. El obelisco parecía estar unido al
pedestal que llevaba una inscripción griega con una súplica de los sacerdotes
de Isis en Philae dirigida al rey Ptolomeo, a su hermana Cleopatra y a su
esposa Cleopatra. Si este obelisco y su inscripción jeroglífica tuvieron su
origen en la súplica de los sacerdotes que realmente se mencionan en un
monumento similar, la inscripción correspondiente al nombre femenino solo
podía ser el de Cleopatra. Este nombre y el de Ptolomeo, que tienen ciertas
letras iguales en griego, tenía que servir para un estudio comparativo de los
símbolos jeroglíficos que componían ambos. Y si los signos idénticos en estos
nombres representan los «mismos sonidos» en ambas inscripciones su
carácter tenía que ser «enteramente fonético».
Una comparación preliminar me reveló también que estos dos nombres,
escritos fonéticamente en la escritura demótica, contenían cierto número de
caracteres idénticos. La semejanza entre las tres escrituras egipcias en sus
principios generales me impulsó a buscar el mismo fenómeno y las mismas
correspondencias cuando los mismos nombres se presentaran en los
«jeroglíficos». Esto pudo comprobarse fácilmente por simple comparación
entre el jeroglífico que contenía el nombre de Ptolomeo y el del obelisco de
Philae aunque, según creía por el texto griego, debía llevar el nombre de
Cleopatra.
El primer signo del nombre de Cleopatra, que recuerda una especie de
«cuadrante» y que representaba la K, debía estar ausente del nombre de
Ptolomeo, como así fue efectivamente.

Página 217
Cartuchos de Ptolomeo y Cleopatra con los que Champollion empezó a descifrar los
caracteres jeroglíficos.

El segundo signo, un «león acostado», que estaría, representado por Λ es


exactamente igual al cuarto signo en el nombre de Ptolomeo, también un Λ
(Πτολ).
El tercer signo en el nombre de Cleopatra es una «pluma» o una «hoja» y
representa la vocal corta E. Vemos también dos hojas similares al final del
nombre de Ptolomeo que, por su posición, pueden tener solamente el valor del
diptongo Ι, en ΑΙΟΣ.
El cuarto carácter en el jeroglífico de Cleopatra, una especie de «flor con
un tallo combado», representaría la Ο en el nombre griego de esta reina. Es
efectivamente el tercer carácter en el nombre de Ptolomeo (Πτο).
El quinto signo en el nombre de Cleopatra que se presenta por un
paralelogramo y que debe indicar Π, es igualmente el primer signo en el
jeroglífico de Ptolomeo.
El sexto signo, que representa la vocal Α de ΚΛΕΟΠΑΤΡΑ es un
«halcón» y, como es lógico, no aparece en el nombre de Ptolomeo.
El séptimo carácter es una «mano abierta» representando la Τ. Pero esta
mano no aparece en la palabra Ptolomeo en donde la segunda letra, la Τ, está
expresada por un «segmento de círculo» que, sin embargo, es también una Τ.
Veremos después por qué estos dos jeroglíficos tienen el mismo sonido.
El octavo signo de ΚΛΕΟΠΑΤΡΑ que es una «boca» vista de frente y que
sería la Ρ no aparece ni debe aparecer en la inscripción de Ptolomeo.
Finalmente, el noveno y el último signo en el nombre de la reina, que
debe ser la vocal Α, es efectivamente el «halcón», que hemos visto ya
representado esta vocal en la tercera sílaba del mismo nombre. Este nombre
propio termina en los dos símbolos jeroglíficos del género femenino. El de
Ptolomeo termina en otro signo que consiste en una saeta doblada equivalente
a la Σ griega, como veremos después.
Los signos combinados de las dos inscripciones, analizados fonéticamente
nos dieron doce signos que correspondían a las once consonantes, vocales o
diptongos, Α, ΑΙ, Ε, Κ, Λ, Μ, Ο, Π, Ρ, Σ y Τ, del alfabeto griego.
El probable valor fonético de estos doce signos adquiere carácter
indiscutible cuando al aplicar estos valores a otras secciones o pequeños
paneles aislados que llevan nombres propios y han sido tomados de
monumentos jeroglíficos egipcios, podemos leer sin esfuerzo y de un modo
sistemático, los nombres propios de los gobernantes extraños a la lengua
egipcia…

Página 218
Usted, señor, quedará tan asombrado como yo cuando al aplicar el mismo
alfabeto de los jeroglíficos fonéticos a infinidad de inscripciones labradas en
este mismo monumento, obtenga títulos, nombres e incluso apellidos de los
emperadores romanos, deletreados en griego y escritos con estos mismos
jeroglíficos fonéticos.

Página 219
Página 220
Una página del «Compendio del sistema jeroglífico de los antiguos egipcios», de
Champollion. París, 1824.

Efectivamente, leemos aquí:


El título imperial Αυτοχρατωρ que ocupa una inscripción entera o va
seguido por otros títulos ideográficos «aún existentes», transcribía
ΑΟΤΟΚΡΤΡ, ΑΟΤΚΡΤΟΡ, ΑΟΤΑΚΡΤΡ e incluso ΑΟΤΟΚΛΤΛ, siendo la
Λ utilizada como sustituto bastardo (perdonen la expresión) de P.
Las inscripciones que llevan este título están casi juntas o unidas a otras
inscripciones que contienen, como veremos enseguida, los «nombres propios»
de los emperadores. Pero ocasionalmente encontraremos también esta palabra
en inscripciones completamente aisladas…
Solo nos queda, señor, hablar brevemente de la naturaleza del sistema
fonético que rige la escritura de estos nombres para formarse una idea exacta
del carácter de los signos usados y para averiguar las razones de que se adopte
la imagen de uno o dos objetos para representar una consonante o una vocal
en lugar de otra…
No me cabe duda, señor, de que si pudiéramos determinar definitivamente
el objeto representado o expresado por todos los jeroglíficos fonéticos
comprendidos en nuestro alfabeto, sería un trabajo relativamente fácil para mí
demostrar, en los léxicos egipcio-copto, que los nombres de estos mismos
objetos empiezan con la consonante o con las vocales que su imagen
representan en el sistema jeroglífico fonético.
Este método, seguido en la composición del alfabeto fonético egipcio, nos
da una idea de hasta qué punto podríamos, si así lo deseáramos, continuar
multiplicando el número de jeroglíficos fonéticos sin sacrificar la claridad de
su expresión. Pero todo parece indicar que el alfabeto que nos ocupa ha sido
utilizado ampliamente en ese sentido. Estamos, pues, justificados al sacar esta
conclusión, ya que este alfabeto es el resultado de una serie de nombres
propios fonéticos grabados en los monumentos egipcios de varias partes del
país por espacio de «cinco siglos».
Es fácil comprobar que las vocales del alfabeto jeroglífico se usan
indiscriminadamente unas por otras. En este punto solo fijaremos las
siguientes reglas generales:
1. El halcón, el ibis y tres otras clases de pájaros se usan siempre como Α.
2. La hoja y la pluma representan las vocales cortas Α y Ε y a veces también
Ο.

Página 221
3. Las hojas gemelas o las plumas pueden representar igualmente las
vocales Ι y Η o los diptongos ΙΑ y ΑΙ.

Todo lo que acabo de decir sobre el origen, formación e irregularidades


del alfabeto «jeroglífico fonético» se aplica casi enteramente al alfabeto
«fonético demótico»…
Estos dos sistemas de escritura fonética están tan íntimamente
relacionados como lo estaba el sistema «ideográfico hierático» con el
«ideográfico popular», que no era más que un derivado suyo, y con el
«jeroglífico puro», que constituía su fuente. Efectivamente las letras
demóticas son por lo general, como he dicho, las mismas que los signos
«hieráticos» para los jeroglíficos que son fonéticos. Usted, señor, no tendrá
dificultades para reconocer la veracidad de esta afirmación si se molesta en
consultar la Tabla comparativa de los signos hieráticos clasificados junto al
correspondiente jeroglífico, Tabla que presenté ante la «Académie des Belles-
Lettres» hace más de un año. Por tanto entre los alfabetos «jeroglífico» y
«demótico» no existe otra diferencia básica que la forma actual de los signos,
siendo idénticos sus valores y también las razones de estos valores.
Finalmente quisiera añadir que, puesto que estos símbolos fonéticos populares
eran simplemente caracteres hieráticos necesariamente inalterados no puede
haber habido más que «dos» sistemas de escritura fonética en Egipto:
1. La escritura «jeroglífica fonética», usada en los monumentos públicos.
2. La escritura «demótica-hierática», usada para los nombres propios
griegos en el texto intermedio de la inscripción de Rosetta y en el papiro
demótico de la biblioteca real… y que veremos posiblemente utilizado
un día para transcribir el nombre de algún gobernante griego o romano
contenido en los rollos de papiros redactados en escritura hierática.

La escritura fonética, pues, estuvo en uso entre todas las clases sociales de
la nación egipcia y se utilizó durante mucho tiempo como auxiliar
indispensable de los tres métodos ideográficos. Cuando, como resultado de su
conversión al cristianismo, el pueblo egipcio recibió de los apóstoles la
escritura griega alfabética, teniendo entonces que escribir todas las palabras
de su lengua materna con este nuevo alfabeto, cuya adopción les separó para
siempre de la religión, historia e instituciones de sus antepasados, siendo
«silenciados» todos los monumentos por estos neófitos y sus descendientes,
los egipcios conservaron aún algunos vestigios de su método fonético antiguo.
Y vemos que, efectivamente, en los textos coptos más viejos, en el dialecto

Página 222
tebano, la mayoría de las vocales cortas se omiten completamente y que con
frecuencia, al igual que los nombres jeroglíficos de los emperadores romanos,
están formados nada más por hileras de consonantes interrumpidas a grandes
intervalos por unas cuantas vocales, casi siempre largas. Esta semejanza me
parece digna de tenerse en cuenta. Los escritores griegos y latinos no nos han
dejado anotaciones formales sobre la escritura fonética egipcia. Es muy difícil
deducir incluso la existencia de este sistema forzando el sentido de algunos
pasajes donde esto queda sugerido vagamente. Por tanto debemos abandonar
la tentativa de estudiar, a través de la tradición histórica, el período en que la
escritura fonética fue introducida en la escritura jeroglífica del antiguo Egipto.
Pero los hechos hablan suficientemente por sí solos para que podamos
afirmar con toda certeza que la utilización en Egipto de la escritura auxiliar
para representar los sonidos y articulación de ciertas palabras precedió a las
dominaciones griegas y romana, aunque parezca más natural atribuir la
introducción de la escritura egipcia semi-alfabética a la influencia de estas dos
naciones que habían venido usando desde mucho tiempo el verdadero
alfabeto.
Yo baso aquí mi opinión en las dos consideraciones siguientes que quizá
considere usted suficientemente razonadas:
1. Si los egipcios hubieran inventado su escritura fonética como imitación
de los alfabetos griego y romano, habrían establecido lógicamente un
número de signos fonéticos iguales a los elementos conocidos del
alfabeto griego o egipcio. Pero nada de esto ocurre. Y la prueba
incontestable de que la escritura fonética egipcia surgió con fines
totalmente distintos al de expresar los sonidos de los nombres propios de
los gobernantes griegos o romanos, se deduce de la transcripción egipcia
de estos mismos nombres, que están alterados en su mayor parte hasta el
punto de ser irreconocibles, primero por la supresión o confusión de la
mayoría de las vocales; segundo, por el uso persistente de las
consonantes Τ y Δ, Κ por Γ, Π por Φ; y finalmente, por el uso
occidental de Λ por Ρ y Ρ por Λ.
2. Estoy seguro de que los mismos signos de los «jeroglíficos» fonéticos
utilizados para representar los sonidos de los nombres propios griegos y
romanos eran también de uso corriente en los textos ideográficos
grabados mucho antes de que los griegos llegasen a Egipto y que, en
ciertos contextos, tenían ya el mismo valor y representaban los mismos
sonidos o articulaciones que en las inscripciones grabadas en la época de
los griegos y los romanos. El desarrollo de esta valiosa y decisiva

Página 223
conclusión está relacionada con mi trabajo sobre los jeroglíficos puros.
No podría exponer sus fundamentos en esta carta sin sumirme en
complicaciones demasiado extensas.

Por ello, señor, creo que la escritura «fonética» existía en Egipto en


tiempos muy lejanos, que al principio fue una parte necesaria de la escritura
ideográfica y que fue utilizada también después de Cambises, como lo hemos
hecho nosotros, para transcribir (de una forma burda, es cierto) en los textos
ideográficos los nombres propios de pueblos, países, ciudades, gobernantes y
personajes extranjeros que debían perpetuarse en los textos históricos o
inscripciones monumentales.
Y aún me atrevo a decir más. En esta escritura fonética del antiguo
Egipto, a pesar de sus imperfecciones, sería posible hallar, si no la fuente, al
menos el modelo sobre el cual estaban basados los alfabetos de las naciones
asiáticas occidentales, especialmente todos los de los vecinos inmediatos de
Egipto. Si se fija, señor, en que:
1. cada letra de los alfabetos que llamamos hebreo, caldeo y sirio llevan un
nombre que la distingue, denominación muy antigua ya que casi todos
fueron transmitidos por los fenicios a los griegos cuando los últimos
adoptaron el alfabeto;
2. que la «primera consonante o vocal de estos nombres» es también en
estos alfabetos la «vocal o consonante que debe leerse», verá, como yo,
en la creación de estos alfabetos una perfecta analogía con la creación
del alfabeto fonético de Egipto. Y si los alfabetos de este tipo están,
como todo indica, formados primitivamente de signos que representan
ideas u objetos, es evidente que hemos hallado a la nación que inventó
este método de expresión escrita, entre todas las que usaron
particularmente una escritura ideográfica. Quiero decir, en suma, que
Europa, que recibió del antiguo Egipto los elementos de las artes y las
ciencias, está todavía más en deuda con él por el beneficio inestimable
de la escritura alfabética.

Sin embargo, yo solo he intentado aquí sugerir brevemente las


consecuencias importantes de este descubrimiento, que surgió naturalmente
del objeto principal de mi estudio, el «alfabeto de los jeroglíficos fonéticos»,
cuya estructura general, junto con algunas aplicaciones, propuse exponer al
mismo tiempo. Este último produjo resultados que ya han encontrado una
respuesta favorable por parte de ilustres miembros de la «Académie», cuyos

Página 224
estudios especializados han dado a Europa los primeros fundamentos de una
sólida enseñanza y que continúan ofreciéndole el más valioso de los ejemplos.
Mis ensayos, quizá, han añadido algo a la serie de definitivas realizaciones
que han enriquecido la historia de los pueblos antiguos, entre ellos el egipcio,
cuya justa fama sigue teniendo eco en todo el mundo. Y ciertamente no es un
logro insignificante el que hoy podamos dar con seguridad el primer paso en
el estudio de sus monumentos escritos, disponiendo de ideas exactas sobre sus
principales instituciones que la antigüedad misma calificó de sabias sin que
hayan podido ser superadas. En cuanto a los extraordinarios monumentos
erigidos por los egipcios, podemos leer al fin, en las inscripciones que las
adornan, su cronología exacta desde Cambises, la época de su fundación o las
sucesivas ampliaciones realizadas bajo las diferentes dinastías que gobernaron
en Egipto. La mayoría de estos monumentos llevan simultáneamente los
nombres de los faraones y de los griegos y romanos, caracterizándose los
últimos por su reducido numero de signos, resistiendo invariablemente todo
intento de aplicarles con éxito el «alfabeto» que he descubierto hace poco.
Este, señor, será el valor de este trabajo que he tenido el placer de realizar
bajo su honroso patrocinio. El publico culto no me negará su admiración y
apoyo, que me ha prestado ya el venerable Nestor de la investigación y de la
literatura francesa, cuyos consagrados estudios le honran y le dan prestigio y
que con una actitud a la vez protectora y estimulante, se complace siempre en
apoyar y guiar, en cumplimiento de la difícil tarea que tan gloriosamente ha
sabido realizar, a tantos jóvenes imitadores que más tarde han justificado por
completo su entusiasta apoyo. Aunque me siento profundamente satisfecho de
mi trabajo, nunca me hubiera atrevido a dirigirme a usted sin expresarle mi
profunda gratitud y mi afecto respetuoso. Le ruego, señor, me permita
reiterarle públicamente el testimonio de esta estimación.

J. F. Champollion el joven

París, 22 de septiembre de 1822

Lettre à M. Dacier Relativo à l’alphabet des Hiéroglyphes


Phonétiques, 1822

Una interpretación fantástica de la Gran Pirámide

Página 225
CHARLES PIAZZI SMYTH

CHARLES PIAZZI SMYTH (1819-1900) nació en Nápoles. Su segundo


nombre le fue impuesto en honor del famoso astrónomo siciliano. Justifico
esta elección convirtiéndose en astrónomo y obteniendo primeramente un
puesto de auxiliar en el Observatorio Real del Cabo de Buena Esperanza y,
más tarde, el nombramiento de Astrónomo Real de Escocia. Durante el
tiempo que se dedicó a la astronomía y a las disciplinas auxiliares de
metereología y espectroscopia, realizó una tarea de gran valor y originalidad
pero, hacia la mitad de su vida, se sintió interesado por la piramidología e
hizo un viaje a Egipto para estudiar y medir las dimensiones de la Gran
Pirámide, ya que estaba firmemente convencido de que estas mediciones le
proporcionarían inapreciables revelaciones sobre el pasado y el futuro de la
raza humana. Entre otras curiosas fantasías, mantenía la tesis de que el
objetivo de la pirámide, destinada al parecer a anunciar el principio del
«milenario» bíblico para 1882 —profecía cuya inexactitud tuvo la mala
suerte de comprobar por sí mismo—, fue revelado por Dios a «su creador
Melquisedec» y que las mediciones, adecuadamente interpretadas, darían
una solución criptográfica al problema de la cuadratura del círculo. Sus
interpretaciones son demasiado extensas y excesivamente fantásticas para ser
tratadas en los límites de este libro, por lo que hemos seleccionado una parte
de la introducción de sus teorías.

A juicio de los especialistas más prestigiosos de todo el mundo, las


pirámides de Egipto están consideradas como los restos «más antiguos» de la
arquitectura «más antigua» conservada en el país «más antiguo» habitado por
el hombre. Constituyen, por tanto, una de las obras intelectuales del hombre
cronológicamente más cercanas a los días que siguieron a la dispersión bíblica
de la Humanidad. Y son, en realidad, las únicas pruebas «contemporáneas» a
que puede recurrirse para realizar un estudio de lo que sucedió en aquellos
tiempos tan remotos, anteriores al nacimiento de la historia escrita.
El número de estos nobles monumentos puede ascender a treinta y siete o
posiblemente a treinta y ocho. Pero el número exacto tiene escasa importancia
ya que después de haber examinado las siete u ocho primeras que son las más
grandes y están construidas con admirable maestría en piedra tallada,
recortándose sobre el horizonte como cristales gigantescos, las restantes
tienen una importancia real mucho menor, lo mismo en sus dimensiones que

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en lo que se refiere a la resistencia de sus materiales, presentando un aspecto
ruinoso y masivo que hace que puedan distinguirse apenas de las lomas
circundantes.
Todas ellas son, o fueron, pirámides de base cuadrada, con cuatro caras
triangulares inclinadas que se reúnen en el vértice sobre el centro de la
pirámide. Son, además, construcciones sólidas hechas de piedra o de ladrillo
secado al sol y todas están situadas en la orilla occidental y más desértica del
Nilo, en territorio libio, a lo largo de una línea de casi setenta millas de
longitud. La línea empieza cerca del punto meridional del Delta o Bajo Egipto
(Egipto Septentrional) desde donde se divisa la moderna ciudad de El Cairo,
extendiéndose desde aquí hacia el sur o hacia el Alto Egipto, aunque sin
llegar a esta zona ya que toda su arquitectura es del tipo de templo adornado y
pertenece a una fecha mucho más posterior de la historia egipcia si bien
anterior a los restos clásicos de Grecia o Roma.
Si, además, en esta fase preliminar de nuestro exclusivo estudio
declarásemos que las pirámides de Egipto «en general» fueron construidas
para servir como sepulcros perpetuos para el gran difunto egipcio, el faraón y
sus deudos, nos respaldaría toda la ciencia egiptológica de los tiempos
modernos. Pero existe una entre ellas que rechaza esta interpretación y que es,
desgraciadamente, la más grande, la mejor construida y la mejor conservada
de todas. La que ha despertado con más frecuencia la atención histórica de los
visitantes y escritores de todos los tiempos y edades es la que, durante siglos,
ha recibido «par excellence» el nombre de la Gran Pirámide y que, por sus
propios méritos, se cita más frecuentemente que las demás. También ha sido
considerada casi por unanimidad como la más primitiva de la antiquísima
colección de monumentos erigidos por el hombre, estimándose como la más
grande y más antigua de las siete maravillas de la tierra en tiempo de los
griegos y siendo en la actualidad la única de todas ellas que se ha conservado
desde aquella época.
Esta pirámide se conoce bajo el nombre de Jeezeh, Geezeh o Ghizeh, por
levantarse, junto con otras pirámides similares de fecha posterior y menor
tamaño, sobre una loma baja de cima horizontal, situada en el lugar desértico
ya descrito, que lleva ese nombre árabe moderno. Sin embargo, sus
características bastan para que los visitantes se dividan en dos tipos
completamente opuestos: los que, coincidiendo con la tendencia más
generalizada, son entusiastas de las «pirámides» (en plural) de Egipto y de
todo lo auténticamente egipcio y los que concentran su admiración y su
interés en una Gran Pirámide, precisamente teniendo en cuenta sus caracteres

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anti-egipcios. Y es que, a pesar de ello, en todas las épocas ha habido
personas que pensaban así aunque la idea ha empezado a dar frutos
intelectuales recientemente, recibiendo al fin una justificación digna de que
todos los investigadores de la Biblia y los creyentes cristianos se ocupen de
analizarla.
Nuestra civilización debe esta nueva hipótesis que aclara, con una
precisión desconocida hasta el momento, el principal misterio del mundo
civilizado de todos los tiempos, al fallecido Mr. John Taylor de Londres por
su libro publicado en 1859 bajo el título «La Gran Pirámide. ¿Por qué y por
quién fue construida?». Él no visitó personalmente la Pirámide pero, durante
treinta años, reunió y comparó todos los estudios publicados, especialmente
las interpretaciones más autorizadas (pues algunas carecían de fundamento
real) de los que habían estado allí. Y conforme avanzaba en su labor
investigadora, la nueva teoría (como me decía en una carta) fue surgiendo
ante sí de una forma realmente espontánea.
Aunque su método, que partía de hechos tangibles y de carácter científico,
fue rigurosamente inductivo, las conclusiones de Mr. Taylor encontraron un
apoyo intelectual y espiritual desde el momento en que comenzó sus
investigaciones, que en esencia consisten simplemente en lo siguiente:
Mientras otros escritores han creído generalmente en la existencia de un
gran personaje desconocido, a quien ellos atribuían en sus investigaciones
históricas la dirección de los trabajos de construcción de la Gran Pirámide (y
al que los egipcios, en sus primeras traducciones, mantenidas a lo largo de los
siglos posteriores, consideraron como un ser inmortal y al mismo tiempo
abominable), admitiendo su presunta maldad como una realidad y justificando
con ello el hábito, mantenido desde la antigüedad hasta nuestros días, de
injuriar y pisotear a aquel monstruo ya desaparecido del que en realidad no
sabía nada, Mr. John Taylor, analizando los pasajes característicos en que la
«Biblia» habla de la precaria religiosidad de los creadores de ídolos egipcios,
llegó a la conclusión de que el desconocido dirigente y arquitecto a quien
tanto odiaban y al que nunca se cansaban de ultrajar, fue en realidad
esencialmente «bueno» o, en todo caso, de una «fe religiosa más pura» que la
de la de los hijos mithraitas de Cam.
Después, recordando «mutatis mutandis» que el mismo Cristo dice que el
hecho de que todo el mundo hable bien de alguien debe ser considerado como
algo sospechoso, Mr. Taylor insiste en esta idea basándose en el testimonio
del Antiguo Testamento acerca de los postulados más vitales y fundamentales
de la religión hebraica. Y analiza lo que, algunos siglos después de la

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construcción de la Gran Pirámide, fue descrito como una evidente
«abominación para los egipcios», a la luz de ciertos hechos históricos
indiscutibles e inequívocos. Ello le llevó a conclusiones sensatas y cristianas
que parecían apoyar la hipótesis de que el director de las obras de
construcción y quizá sus ayudantes inmediatos, que controlaron los miles de
obreros «nativos» de la Gran Pirámide, no eran en modo alguno egipcios sino
extranjeros de la raza «elegida», hijos de Sem, de la misma familia étnica a la
que luego perteneció Abraham, aunque tan primitivos que estaban más cerca
de Noé que de aquel patriarca. Y a ello añadió la hipótesis de que aquellos
hombres, gracias a la revelación divina, fueron capaces de comprender la
necesidad absoluta del sacrificio y la expiación de los pecados del hombre por
la sangre y libre entrega a la muerte de un Mediador Divino, lo que constituye
la forma más elevada y evangélica del Cristianismo.
Esta misma idea, crucial en nuestra fe actual, fue, no obstante, de una
antigüedad contemporánea de la lucha entre Caín y Abel y se transmitió, a
través del Diluvio, a ciertas familias predestinadas de la Humanidad. Pero, a
pesar de todo, era una concepción ideológica que ningún egipcio contemplaría
impasible, ya que los egipcios de aquellos tiempos, desde el primero al
último, y todos sus faraones en particular así como los ninivitas y babilónicos
en general, eran fanáticos cainistas en su pensamiento, en su forma de
comportarse y en sentimientos más íntimos, y estaban firmemente aferrados a
sus convicciones de las que no se apartaban en modo alguno, seguros de su
perfecto sentido de la justicia y de su libertad absoluta, unidas a su pureza
innata y a su rectitud inquebrantable, inmutable y completa, ante cualquier
clase de infracción, leve o grave, contra las leyes de Dios o de los hombres,
mantenida a lo largo de toda su vida.
Sobre estos postulados de carácter general, basó Mr. Taylor sus
conclusiones. Y tras oponerse a la opinión pública mundial que siempre había
aceptado sin reservas las ideas tradicionales sobre los egipcios y rechazar
también alguno de los prejuicios vigentes durante tanto tiempo para los
modernos egiptólogos, hasta el punto de llevar a cabo, desde la base, un
examen completo, justo e imparcial de este difícil sector de investigación,
anunció que había descubierto que algunas de las disposiciones y medidas de
la Gran Pirámide (debidamente rectificadas con el objeto de completar los
posibles daños y desgastes producidos por el transcurso del tiempo)
constituían auténticas revelaciones científicas pertenecientes no a una ciencia
egipcia ni babilónica, ni mucho menos griega o romana sino a una cultura

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mucho más importante y absolutamente distinta a las creaciones humanas que
constituían los cimientos de las demás épocas históricas.
Y afirmó que, además de aparecer «repentinamente» en la historia
primitiva más remota, sin la menor huella de un período preliminar de
gestación y sin las típicas etapas de evolución y preparación (los estudios
positivos de la Gran Pirámide aportan al parecer pruebas matemáticamente
exactas de un gran fenómeno cósmico producido en la tierra y en el cielo),
este monumento presupone no solamente una evidente superación del
conocimiento limitadísimo y casi infantil de la ciencia alcanzado por el
hombre en cualquiera de las naciones Gentiles de hace 4.000, 3.000, 2.000 e
incluso 300 años, sino también la posesión y aplicación de los grandes
secretos físicos de la naturaleza hasta el punto de superar incluso los
conocimientos de los filósofos de nuestra propia época.
Esta es sin duda una afirmación sorprendente acerca de un monumento
antiguo de piedra. Hay que tener en cuenta además que nadie se atrevería a
aplicar esta hipótesis a las «Pirámides de Egipto» en plural, sino solamente a
la extraña gran pirámide existente «en» Egipto y que, aunque se levanta «allí»
no parece responder a las concepciones científicas o religiosas de aquella
cultura tal como fueron grabadas en los jeroglíficos de Egipto y descritas en
su propia historia. Aunque esta interpretación es susceptible de la más
completa y segura refutación, hay que advertir que la posibilidad de impugnar
esta teoría acerca de la Gran Pirámide existe lo mismo en este caso que en los
demás monumentos de la antigüedad. Porque es preciso tomar en
consideración el hecho de que las ciencias exactas de nuestro tiempo,
comparadas con las de hace solo cien años, han conseguido un prodigioso
desarrollo y nos ofrecen una base suficiente para establecer con exactitud no
solamente los hechos históricos sino también el orden y la época en que
fueron obtenidos los instrumentos prácticos humanamente necesarios para
alcanzar el desarrollo paulatino indispensable a cada nuevo descubrimiento.
La ciencia matemática moderna puede emitir afirmaciones realmente
positivas mediante la comparación de sus conocimientos actuales, tan
extensos, con lo poco que conocía el hombre mediante su propio esfuerzo y
los métodos de estudio existentes en aquellos remotos tiempos, anteriores a la
iniciación de la física matemática o a su posible desarrollo, si es que se llegó a
cultivar alguna vez con seriedad. Es decir, en los tiempos verdaderamente
prehistóricos, cuando los hombres que poblaban la tierra no eran muy
numerosos, la Gran Pirámide fue construida, terminada y sellada, quedando
igual como ha llegado hasta nosotros, aunque con las lógicas huellas del paso

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del tiempo, en medio de un mundo incrédulo, dispuesta para guardar su
propio secreto a través de los siglos y servir a su debido tiempo al fin
propuesto, cualquiera que este fuese, en los días postreros de la Humanidad.
Prosigamos, pues, el examen de todos los datos que poseemos de la Gran
Pirámide a la luz de la ciencia moderna y hasta donde nos sea posible. Y
procuremos mantener los ojos bien abiertos siempre para estar prevenidos,
por un lado, contra accidentales coincidencias favorables a esta teoría de la
Gran Pirámide, y por otro, contra la posibilidad de que se descubran detalles
reales intencionales, comunes también a cualquiera de las restantes pirámides.
Ante las numerosas dificultades de este estudio, que requiere tantos
conocimientos prácticos, me habría mostrado más cauto en mis conclusiones
en el caso de que estas estuvieran basadas exclusivamente en los libros que
tratan de la materia y que se consideran fundamentales. Pero tras haber
visitado las pirámides de Egipto, acampando allí durante varios meses, en
1864 y 1865; tras haber utilizado diariamente una gran variedad de aparatos
científicos de medida; después de haber pasado más de veinte años
trabajando, luchando y superando las dificultades inherentes a toda
investigación, por la gracia de Dios, debo confiar humildemente en que he
conseguido no solo excelentes resultados sino que creo también posible
demostrar que el progreso de la labor de investigación y de selección de las
pruebas necesarias para fundamentar mi hipótesis ha resultado una labor más
fácil de lo que podrían haber imaginado todos aquellos que, en el fondo, están
inclinados a aceptar esta teoría y desean verla adecuadamente cimentada para
poder adoptarla plenamente.

Our Inheritance in the Great Pyramid, 1890

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La tumba submarina

WILLIAM FLINDERS PETRIE

SIR WLLLIAM MATTHEW FLINDERS PETRIE (1853-1942) nació en Charlton


y pronto demostró inclinación por las antigüedades. Empezó su labor en este
campo con un estudio de Stonehenge y publicó un libro sobre este tema en
1880, que fue también el año de su primera expedición a Egipto. A él se debe
en gran parte la determinación de la cronología egipcia en la forma en que
hoy se utiliza y la creación de la Escuela Británica de Arqueología en Egipto,
bajo cuyos auspicios fue descubierto y excavado el emplazamiento de Menfis
asegurando la continuidad del estudio científico de las antigüedades
egipcias. Los lugares donde realizó sus estudios y exploraciones comprenden
el templo de Tanis, la ciudad griega de Naucratis, las ciudades del Delta,
Fayum, Meydum y las pirámides de Guizeh.

Cuando reflexionaba sobre los lugares que podrían resultar más favorables
para futuras excavaciones sugerí a M. Grébaut, entre otros, los nombres de
Havara e Illahun. Este me propuso trabajar en toda la provincia de Fayum. La
exploración de las pirámides de este distrito constituía mi principal objetivo
ya que la disposición de las mismas, la fecha de su construcción y sus autores
eran bastante desconocidos. Havara no era un lugar conveniente para trabajar,
pues el pueblo se encontraba a dos millas de la pirámide y entre ambos existía
un canal. Resolví, por tanto, instalar allí un campamento de trabajadores,
como hice en Dafne. Para ello, tuve que reclutar una cuadrilla en una
localidad cercana y empecé mi trabajo en la antigua Arsinos o Crocodilópolis
cerca de Medinet el Fayum. Despejé el pórtico del templo, del que quedaban
unos cuantos bloques deformados, y encontré una segunda cita de Amenhotep
II junto a la ya conocida. Pero toda su obra había sido modificada y
reconstruida, probablemente, por Ramsés II. Pudieron trazarse cuatro o cinco
niveles diferentes de edificios y las obras de reconstrucción, comprobando
que los escombros acumulados sobre la entrada del templo en la parte más
superficial de los montículos tenían un espesor de veinticuatro pies. Dentro

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del gran recinto amurallado construido de ladrillo y barro, podía determinarse
la superficie del emplazamiento del templo siguiendo la capa de arena sobre
la que descansaban los cimientos. Pero apenas quedaba una sola piedra. Un
bloque que fue usado por segunda vez llevaba la imagen de un rey de la XIX
dinastía, probablemente de Ramsés II, detalle que nos permite situar en
tiempos de Ptolomeo II el templo que acabábamos de descubrir. Sin duda
alguna, fue este monarca quien lo construyó, pues en su época el lugar fue
objeto de gran atención siendo dedicado a su hermana y esposa Arsinos, que
fue adorada con los grandes dioses, como sabemos por la estela de Pitome.
Los únicos objetos primitivos que encontramos allí eran unos cuchillos de
pedernal diseminados por el suelo y pertenecientes a la XX dinastía, como
hemos podido confirmar gracias a algunos hallazgos posteriores.
Los breves trabajos realizados en Biahmu aclararon las dudas que
teníamos sobre las llamadas pirámides allí existentes. Tan pronto como
empezamos a extraer la tierra encontramos fragmentos de colosos de piedra
arenisca. Al segundo día, encontramos la nariz gigantesca de un coloso, tan
ancha como el cuerpo de un hombre. Luego hallamos piezas talladas
pertenecientes a un trono y un fragmento de una inscripción de Amenemhat
III. Era evidente que los dos grandes pilares de piedra habían formado los
pedestales de las colosales estatuas monolíticas sedentes, talladas en piedra de
cuarzo y brillantemente pulimentadas. Estas estatuas miraban hacia el norte y
alrededor de cada una había un muro protector con la cara exterior inclinada y
con una entrada de granito rojo en la fachada norte. La altura total del coloso
era de unos sesenta pies contados desde el suelo. El pedestal de piedra caliza
alcanzaba veintiún pies y el coloso, de piedra arenisca, tenía una base de
cuatro pies, sobre la cual se elevaba la figura sentada en el trono que medía
otros treinta y cinco pies. De este modo la estatua completa y parte del
pedestal serían visibles por encima del muro protector y desde lejos parecería
estar descansando sobre un tronco de pirámide. La descripción de Herodoto,
por tanto, responde exactamente a la realidad y demuestra que él vio
personalmente las figuras aunque, a juzgar por su descripción, desde una
distancia considerable.
En aquella época, contaba yo con un buen equipo de trabajadores y me
desplacé a Havara con todos los hombres que necesitaba. La única dificultad
que tuve que vencer fue reducir el número de los que deseaban trabajar.
Nunca en nuestro tiempo se había entrado en la pirámide y su disposición era
completamente desconocida. Los exploradores habían destruido inútilmente
gran parte de la obra de mampostería del lado norte pero la entrada seguía sin

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descubrir. En tiempo de los romanos, había sido arrancado el revestimiento de
piedra y como el cuerpo de la estructura era de ladrillo de barro se hallaba
desmoronado en parte. Cada uno de sus lados estaba lleno, por tanto, de
fragmentos de piedra y de barro. Después de examinar, sin resultado, el
terreno del lado norte en busca de alguna entrada, despeje el centro del flanco
oriental pero no hallamos huellas de ninguna puerta. Teniendo en cuenta que
el plano era completamente distinto al de todas las pirámides conocidas y que
carecía de sentido excavar todo el terreno circundante, me puse a hacer un
túnel en el centro. Este trabajo resultó muy difícil pues los ladrillos grandes
estaban incrustados en la arena y bastante distanciados entre sí. Por eso tan
pronto como se quitaran algunos, la arena se escaparía por los huecos
debilitando todas las partes circundantes. La extracción de cada ladrillo se
hizo, pues, con el mayor cuidado posible y yo tuve que entrar tres veces por
día para apuntalar el techo con nuevos tablones, trabajo que requería mayor
habilidad y cuidado del que podía tener un obrero indígena. Después de
muchas semanas de trabajo (pues solo había espacio para un hombre) me di
cuenta de que habíamos avanzado hasta la mitad pero que todo era ladrillo.
En un lado del túnel, sin embargo, percibí signos que revelaban la existencia
de una pared empotrada y, adivinando que habíamos circundado el pozo
abierto para dejar la cámara comunicada con el exterior durante la
construcción, examiné el suelo de la roca y vi que descendía ligeramente
conforme se alejaba de la pared. Giramos entonces hacia el oeste siguiendo
con nuestra perforación y, a los pocos días, llegamos a las vigas maestras que
sostenían el techo de la cámara. Ningún albañil del distrito, pudo, sin
embargo, pasar a través de ellas y tuve que aplazar el trabajo hasta la
temporada siguiente. Luego, tras efectuar una nueva búsqueda de la entrada
en los cuatro lados, los albañiles se ocuparon del techo inclinado de piedra y,
en el curso de dos o tres semanas, hallaron una abertura situada debajo de
ellos. Con ansiedad observé cómo la ensanchaban y cuando pude deslizarme a
través de ella, entré en la cámara situada encima del sepulcro. A un lado vi
una abertura más baja y al descender encontré un pasadizo que conducía al
sepulcro de piedra arenisca pero que era demasiado estrecho para mis
hombros. Después de medir la profundidad del agua contenida en la nueva
cámara, bajó un muchacho con una escalera de cuerdas. Por fin, al mirar por
la abertura, pude ver a la luz de su vela los dos sarcófagos abiertos y
saqueados. En un día o dos, despejamos los escombros de la entrada original
que conducían a la cámara y salimos a los pasadizos que giraban y discurrían
de un lado para otro. Estos estaban tan obstruidos por el baño que en muchas

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partes, para pasar por ellos tuvimos que arrastrarnos y deslizarnos por el lodo
con la ayuda de las manos y los pies. De este modo, deslizándome,
arrastrándome y nadando me acerqué como pude a la boca exterior del
pasadizo. Luego, al regresar a la cámara, estuvimos cerca de encontrar la
entrada en la parte exterior de la pirámide. Pero estaba tan hundida debajo de
los escombros y tan cubierta por grandes bloques de piedra que necesitamos
casi quince días para llegar a ella desde fuera.
La pirámide había sido cuidadosamente dispuesta para burlar y hacer
desanimar a los posibles ladrones, que hubieran necesitado ser muchos para
poder forzar la entrada. Esta se hallaba al nivel del suelo en el lado sur a una
distancia equivalente a la cuarta parte de la base a partir de la esquina
sudoccidental. Los primeros exploradores de la pirámide bajaron por un
pasadizo descendente hasta una cámara al parecer sin salida. El techo estaba
formado por una puerta deslizante a modo de rampa y, atravesándolo
llegamos a otra cámara situada a un nivel más alto. De ella partía un pasadizo
hacia el este cerrado por una puerta de madera y que conducía a otra cámara
con un techo en forma de trampa. Pero frente a nosotros se extendía un
pasadizo que había sido taponado sólidamente con piedras, circunstancia que
nos hizo pensar que conduciría al objeto de nuestra búsqueda y en
consecuencia excavamos todas las piedras aunque no conseguimos ningún
resultado positivo. Desde la segunda cámara, un pasadizo conducía en
dirección norte a la tercera cámara. Desde esta, un pasadizo orientado hacia el
oeste daba acceso a una cámara con dos pozos que aparentemente conducían
a la tumba pero que eran pozos ciegos. Esta cámara estaba también casi llena
de ladrillos que en realidad no ocultaban nada pero que dieron gran trabajo a
los saqueadores que los apartaron en vano. Una zanja repleta de estos, situada
en el suelo de la cámara, conducía efectivamente al sepulcro pero al llegar al
mismo no encontramos ninguna puerta ya que la entrada se efectuaba por el
techo, uno de cuyos enormes bloques había sido bajado para cerrar la cámara.
Por fin forzamos una salida abriendo un orificio en la piedra arenisca, tan
dura como el vidrio, de que estaba hecho el bloque, alcanzando así la cámara
y su sarcófago. Ensanchando un poco el boquete abierto por los saqueadores,
conseguí entrar en la cámara pasando a través del mismo. El agua me cubría
hasta la cintura y por esta causa me resultó difícil la exploración. Pero el suelo
estaba cubierto de escombros entre los que podía haber fragmentos de los
vasos funerarios y que era preciso examinar. Yo mismo extraje los restos del
sarcófago y luego ocupé varios muchachos en la tarea de recoger los
fragmentos del suelo con la hoja plana de una azada (pues al estar debajo del

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agua no se podían coger con el brazo) y después de examinarlos, los fuimos
arrojando dentro del sarcófago. Así continuamos con ansiedad nuestro trabajo
en busca de fragmentos. Mi impaciencia estaba motivada por el posible
hallazgo del sello del rey. La de los muchachos, por la gran recompensa que
les había prometido «por» cada jeroglífico encontrado y la prima extra por los
sellos reales. El sistema dio resultado, pues el primer día conseguí ya el
codiciado trofeo: un fragmento de un vaso de alabastro con el nombre de
Amenemhat III, que revelaba por fin a quién pertenecía la pirámide.
Encontramos también vasos con inscripciones. Todavía existían dudas
respecto al segundo sarcófago que se encontraba entre el sarcófago grande
central y uno de los muros de la cámara. Sin embargo, al despejar la cámara
que conducía al sepulcro, encontramos un bello altar para depositar ofrendas,
hecho en alabastro y cubierto con figuras votivas, más de cien en total, todas
ellas con su nombre, y que estaban dedicadas a la hija del rey, Neferuptah.
Junto al mismo habían fragmentos de varias tazas en forma de ánade que
llevaban también el nombre de la princesa. Era, por tanto, indudable que el
segundo sepulcro pertenecía a ella y que debió de morir en vida de su padre y
antes del cierre de la pirámide. Dentro del sarcófago había algunos restos de
huesos calcinados junto a trozos de carbón y granos quemados de fluorita.
También se encontró en la cámara una barba de lapislázuli para incrustar. Los
ataúdes interiores de madera, que llevaban incrustaciones de piedras preciosas
talladas, estaban quemados. La cámara en sí es una obra maravillosa. En casi
toda su altura está labrada en un solo bloque de piedra arenisca de cuarcita
formando un enorme depósito en el que se colocaba el sarcófago.
Interiormente mide 22 pies de largo y casi 8 pies de ancho mientras que los
lados miden 3 pies de espesor aproximadamente. La superficie está
pulimentada y los bordes están cortados tan sutilmente que lo confundí con
una obra de albañilería. Sin embargo, busqué inútilmente las uniones. Por
supuesto, originalmente quedaba por encima de la superficie del agua pero
toda esta zona había estado bañada por un canal elevado en tiempo de los
árabes. Después saqué toda la tierra de los pasadizos para hacerlos accesibles
pero no encontramos nada más. No existen huellas de inscripciones ni en las
paredes ni en los sarcófagos. Y a no ser por los adornos funerarios, no se
habría recuperado ni siquiera el nombre.

Ten Years Digging in Egypt, 1892

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El descubrimiento de las tablas de Amarna

ERNEST BUDGE

SIR ERNEST ALFRED WALLIS BUDGE (1857-1934) nació en Cornwall y se


educó en el Chrisfs College de Cambridge, donde se hizo especialista en las
culturas asiria y hebrea. En 1883, entró al servicio del Museo Británico y
finalmente llegó a ser Conservador de antigüedades egipcias y asirias. En
1920, fue nombrado caballero por los servicios prestados a la arqueología.
Hizo muchas expediciones al Mediterráneo oriental y, además de dirigir
excavaciones, consiguió gran número de antigüedades para el Museo
Británico así como papiros y manuscritos en lengua griega, copia, árabe,
siria y etíope. Su adquisición más importante fue, sin embargo, una colección
de documentos escritos de finales de la dinastía XVIII, conocida bajo el
nombre de tablas de Amarna.

Aquel día llegó un individuo de Hajji Kandil llevando consigo media


docena de tablas de arcilla que habían sido halladas ocasionalmente por una
mujer en Tall al-Amarnah. Me pidió que las viera y que le dijese si eran
«kadün» (viejas) o «jadid» (nuevas), es decir, si eran genuinas o falsificadas.
La mujer que las había encontrado creía que se trataba de trozos de «arcilla
vieja» sin valor alguno y vendió todo su «hallazgo» —más de 300 tablas— a
un vecino por 10 piastras (¡2 chelines!). El comprador se las llevó al pueblo
de Hajji Kandil y las vendió a su vez por 10 libras esterlinas. Pero quienes las
compraron no tenían idea de su valor y enviaron un hombre a El Cairo con
unas cuantas para enseñárselas a los tratantes nativos y europeos. Algunos de
los comerciantes europeos creían que eran «viejas» y otros que eran
«nuevas», pero se pusieron de acuerdo para declararlas falsas con el objeto de
poder comprarlas al precio que les conviniera como «muestras de imitaciones
modernas». Los tratantes del Alto Egipto las consideraban auténticas y se
negaron a venderlas y, al enterarse que yo tenía algunos conocimientos de
escritura cuneiforme, me mandaron al referido individuo pidiéndome que les
dijera si eran o no falsificaciones. Se ofrecieron a pagarme además por la

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información. Cuando examiné las tablas me di cuenta de que la cosa no era
tan sencilla como parecía. En color, forma y material las tablillas eran
distintas a todas las que había visto en Londres y París y su escritura tenía
unos caracteres rarísimos que me desconcertaron durante unas horas.
Paulatinamente, llegué a la conclusión de que las tablillas no eran falsificadas
y que no se trataba de anales reales ni de inscripciones históricas en el sentido
corriente de la palabra, ni tampoco de documentos comerciales o de negocios.
Mientras estaba examinando la media docena de tablillas que me habían
traído, un segundo individuo de Hajji Kandil llegó con setenta y seis tablillas
más, algunas de ellas bastante grandes. En la mejor y más grande de las
tablillas del segundo lote pude descifrar las palabras «A-na Ni-ib-mu-a-ri-ya»,
es decir «A Nibmuariya» y en otra las palabras «A-na Ni-im-mu-ri-ya shar
mâtu Mi-is-ri», es decir «A Nimmuriya, rey del país de Egipto». Estas dos
tablillas eran ciertamente cartas dirigidas al rey de Egipto llamado
«Nibmuariya» o «Nimmuriya». En otra tablilla descifré claramente las
palabras iniciales «A-na Ni-ip-khu-ur-ri-ri-ya shar mâtu (Misri)», o sea, «A
Nibkhurririya, rey del país de (Egipto)». Sin duda alguna, se trataba de una
carta dirigida a otro rey de Egipto. Las palabras iniciales de casi todas las
tablillas eran genuinas y tenían una gran importancia histórica.
Hasta el momento en que llegué a aquella conclusión ninguno de los
hombres de Hajji Kandil me habían invitado a comprar las tablillas. Yo
suponía que estaban simplemente esperando mi dictamen respecto a su
autenticidad para llevárselas y pedir un precio muy alto por ellas, un precio
mayor del que hubiera podido pagar. Por ello, antes de exponer a los tratantes
mi opinión sobre las tablillas acordé con ellos no cobrar nada por examinarlas
si me permitían entrar inmediatamente en posesión de las ochenta y dos
piezas. Me pidieron que les dijera el precio que estaba dispuesto a pagar y así
lo hice. Aunque tenían que esperar un año entero para recibir el dinero no
realizaron el menor intento de pedir más de la suma que acordaron conmigo.
Intenté luego llegar a un acuerdo con los hombres de Hajji Kandil para
entrar en posesión de las restantes tablillas de Tall al-Amarnah pero me
dijeron que pertenecían a unos tratantes que estaban en negociaciones con un
agente del Museo de Berlín en El Cairo. Entre las tablillas había una muy
grande, de unas 20 pulgadas de largo y 20 de ancho. Ahora sabemos que
contenía una lista de la dote de una princesa de Mesopotamia que iba a
casarse con un rey de Egipto. El individuo que la llevaba a El Cairo la
escondió entre su ropa interior cubriéndose con una gran túnica. Al subir al
vagón de ferrocarril la tablilla resbaló de su ropa y cayó a la vía del tren

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rompiéndose en pedazos. Muchos nativos que estaban en el tren y en el andén
presenciaron el accidente y hablaron sin reservas sobre el mismo y, de este
modo, la noticia llegó a oídos del Director de Antigüedades. Este telegrafió
enseguida a Mudir de Asyút y le ordenó que detuviese y encarcelase a todo
aquel que poseyera alguna de aquellas tablillas. Como pudimos comprobar, él
mismo partió hacia el Alto Egipto para incautarse de todas las tablillas que
pudiera encontrar. Mientras tanto un caballero de El Cairo que había
conseguido cuatro de las más pequeñas por el precio de 100 libras esterlinas,
se las enseñó a un profesor inglés que inmediatamente escribió un artículo
sobre ellas publicándolo en un periódico británico. Le atribuyó una fecha
posterior, con un error de casi 900 años, y dio una interpretación
absolutamente falsa de la naturaleza de su contenido. El único efecto de este
artículo fue para los tratantes en antigüedades, aumentar la importancia de las
tablillas elevándose también los precios y haciendo así más difícil para todos
la adquisición del resto del «hallazgo».

By Nile and Tigris, vol. I, 1920

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Tutankamen

HOWARD CARTER

HOWARD CARTER (1873-1939) nació en Swaffham, Norfolk. Recibió una


educación de carácter privado y a la edad de diecisiete años entró al servicio
del Fondo de Exploración de Egipto. Flinders Petrie fue uno de los que
supervisaron su formación en las técnicas arqueológicas. Tomó parte en
varias excavaciones bajo los auspicios del Fondo hasta 1899, en que fue
nombrado Inspector General del Departamento de Antigüedades del
Gobierno egipcio. Desde 1902 supervisó las excavaciones de Davis en el
Valle de los Reyes, en el curso de los cuales se descubrieron las tumbas de
Tutmosis IV y la reina Hatsepsut. Posteriormente se hizo cargo de una
excavación patrocinada por Lord Carnarvon y, en 1922, descubrió la tumba
del faraón Tutankamen, de la dinastía XVIII, que fue la primera y la única
sepultura real que se descubrió intacta en el Valle de los Reyes.

Fue el 3 de febrero (1924) cuando pudimos ver claramente por primera


vez esta obra maestra de la arquitectura general considerada como una de las
muestras más bellas del mundo. Tiene un rico entablamento que consta de una
cornisa cóncava semicircular, una moldura con toros y un friso con
inscripciones. Pero los detalles sobresalientes de este sarcófago son las diosas
protectoras Isis, Neftis, Neith y Selk, talladas en alto relieve en cada uno de
los cuatro ángulos y colocadas de forma que sus alas completamente
desplegadas y sus brazos extendidos lo rodean como protegiéndolo.
Alrededor de la base hay un dado con los símbolos protectores «Ded» y
«Thet». Los cuatro ángulos del ataúd descansan sobre losas de alabastro.
Entre la última urna y el sarcófago no había ningún objeto, a excepción de un
símbolo «Ded» colocado en la parte sur para dar «fuerza» y posiblemente
«protección» a su dueño.
Cuando nuestra luz cayó sobre el noble monumento de cuarcita,
aparecieron ante nuestros ojos los detalles de aquella solemne llamada a los
dioses y a los hombres y nos pareció intuir que, en el caso del joven rey, se

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había dignificado hasta la muerte. Como consecuencia del intenso silencio
que reinaba, nuestra emoción se hizo más profunda y sentimos como si el
pasado y el presente se identificaran, como si el tiempo se hubiera detenido
esperando, mientras nosotros nos preguntábamos si no fue ayer mismo
cuando, con la pompa y el ceremonial de aquella época, el joven rey había
sido depositado en el ataúd.
Tan actuales, tan recientes eran aquellas patéticas evocaciones, que cuanto
más los contemplábamos tanto mayor fuerza cobraba nuestra fantasía.
¡Sentíamos el deseo de que aquel viaje por los túneles horrendos del infierno
no fuera perturbado hasta conseguir la felicidad completa! Las cuatro diosas,
modeladas en alto relieve en los ángulos del sarcófago parecían estar rezando
y velando por el cadáver. ¿Acaso no teníamos en ellas una perfecta elegía
egipcia en piedra?
La tapa hecha de granito, teñida para hacer juego con el sarcófago de
cuarcita, estaba agrietada en el centro y firmemente empotrada en los cantos
superiores rebajados. Las grietas habían sido cubiertas cuidadosamente con
masilla y revestidas de pintura para armonizar con el resto y evitar la
sensación de que habían sido retocadas. Sin duda alguna, originariamente se
intentó utilizar una tapa de cuarcita que hiciera juego con el sarcófago.
Parece, pues, que tuvo que ocurrir algún accidente. Posiblemente, la tapa no
estaba preparada al tiempo del entierro del soberano y esto obligó a sustituirla
por una losa de granito.
La grieta complicó grandemente nuestra operación final de elevar la tapa,
ya que si esta hubiera estado intacta el trabajo hubiera sido bastante más fácil.
Sin embargo, superamos la dificultad pasando de parte a parte unas barras de
hierro y fijando firmemente los lados de la losa, lo cual permitió que fuese
levantada mediante un juego de poleas.
Muchas escenas extrañas deben de haber ocurrido en el Valle de las
Tumbas de los reyes desde que se convirtió en el cementerio real del Nuevo
Imperio Tebano, pero el lector debe perdonamos si creemos que lo que
nosotros protagonizamos no fue la menos interesante y dramática. Para
nosotros fue el momento culminante y supremo (un momento anhelado desde
que se hizo evidente que las cámaras descubiertas en noviembre de 1922
debían formar la tumba de Tutankamen y no un escondrijo para sus tesoros
como se había pretendido). Sin embargo, ninguno de nosotros fue capaz de
intuir la solemnidad del instante. Ninguno de nosotros se impresionó ante lo
que estábamos presenciando: los sistemas de enterramiento de los reyes que
hace treinta y tres siglos se practicaba en Egipto. ¿Cómo encontraríamos al

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monarca? Estas eran las preguntas que giraban en nuestra mente mientras
todos guardábamos silencio.
Una vez estuvo todo preparado para levantar la tapa, di la señal para que
se iniciase aquella delicada operación. En medio de un intenso silencio, la
enorme losa que estaba partida en dos y pesaba más de una tonelada y cuarto,
fue separada de su lecho. La luz brilló en el interior del sarcófago. Nuestros
ojos vieron algo que al principio nos confundió dejándonos decepcionados. El
interior estaba repleto de finas vendas de hilo. Mientras manteníamos la tapa
suspendida en el aire, desenrollamos aquellas vendas, una por una, y, cuando
terminamos con la última, un rumor de admiración se escapó de nuestros
labios. La escena que contemplan nuestros ojos era impresionante: Una efigie
de oro del joven rey, maravillosamente realizada, ocupaba el interior del
sarcófago. Era la cubierta de un maravilloso ataúd antropoide de unos siete
pies de largo, que descansaba sobre un soporte bajo en forma de león y
constituía el ataúd exterior de una serie de ataúdes depositados unos dentro de
otros y que contenían los restos mortales del rey. Abrazando el cuerpo de este
magnífico monumento hay dos diosas aladas: Isis y Neith, forjadas en oro
sobre estructuras de escayola, tan brillantes como el día en que salieron de las
manos del artífice. Su encanto quedaba realzado por finos bajo relieves que
acentuaban la belleza de la cabeza y las manos del rey, labradas
primorosamente en oro macizo. Era una obra bellísima que superaba a todo lo
imaginable. Las manos, cruzadas sobre el pecho, sostenían los distintivos
reales (el báculo y el flagelo) con incrustaciones de mayólica de azul intenso.
La cara y los rasgos maravillosamente trabajados en láminas de oro. Los ojos
eran de aragonito y obsidiana. Las cejas y las pestañas tenían incrustaciones
de cristal de lapislázuli. Mientras que el resto de este ataúd antropoide,
cubierto de ornamentos de plumas, era de oro brillante, la cara y las manos
desnudas tenían un aspecto distinto siendo el oro que las cubría de diferente
aleación, como símbolo de la palidez de la muerte. Sobre la frente de la figura
recostada del joven rey, había dos distintivos delicadamente trabajados con
brillantes incrustaciones (la cobra y el buitre) que simbolizaban el Alto y Bajo
Egipto. Pero tal vez lo más impresionante, por su humana simplicidad, era la
diminuta guirnalda de flores que circundaba estos símbolos evocando una
ofrenda de despedida que la reina viuda hacía a su joven esposo, el
representante de los «Dos Reinos».
Entre todo aquel esplendor, entre toda aquella magnificencia en que el oro
brillaba por doquier, no había nada tan hermoso como aquellas pocas flores
marchitas que conservaban aún sus tonalidades y que evidenciaban la

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brevedad de los tres mil trescientos años transcurridos. Era como si el pasado
y el presente se hubieran unido por un instante para identificar la civilización
antigua y nuestra civilización actual.
Y así, después de contemplar la escalera, el pasadizo que descendía
bruscamente, la Antecámara y la Cámara Funeraria, después de examinar
aquellas urnas de oro y aquel noble sarcófago, nuestros ojos se volvían ahora
hacia su contenido: un ataúd empotrado, de oro, adaptado a los contornos del
cuerpo reclinado del joven rey, que simbolizaba a Osiris y que, a juzgar por
su semblante impertérrito, reflejaba la fe del hombre antiguo en la
inmortalidad. Las emociones que suscitaba aquella imagen de Osiris eran
múltiples y confusas y, aunque silenciosas, se percibían claramente en medio
de aquel gran silencio. Casi podían escucharse las pisadas fantasmales del
cortejo fúnebre al salir de la cámara.
Empuñamos nuestras antorchas y una vez más subimos aquellos dieciséis
escalones. Contemplamos nuevamente la bóveda azul del firmamento donde
el sol es dueño y señor. Pero nuestros pensamientos continuaban aferrados al
esplendor de aquel desaparecido faraón, cuyas últimas palabras de súplica,
escritas sobre su ataúd, recordábamos todos: «¡Oh, madre Nut! Extiende tus
alas sobre mí como las estrellas sempiternas».

The Tomb of Tut-ankh-Amen, vol. II, 1927

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El féretro de oro

HOWARD CARTER

La temporada había empezado para nosotros. Tras vivir sus dos últimos
días sumido en el alboroto de los trabajadores y en el griterío de los guías,
había caído nuevamente en su letargo estival y recuperado la paz que se
adueñaría de él hasta que los visitantes invernales, con su legión de
acompañantes, volvieran a turbar su dorado silencio.
Tras despojar a la Antecámara de su hermosa ornamentación y a la
Cámara Funeraria de sus urnas de oro, solo el sarcófago central de piedra,
ahora abierto, con sus ataúdes dentro, guardaba su secreto.
Las tareas que teníamos que realizar consistía en levantar la tapa del
primer ataúd, el más exterior de los que contenía el sarcófago.
Este gran ataúd antropoide de madera dorada, de 7 pies 4 pulgadas de
longitud, que llevaba el estilo «Khat» de peinado y el rostro y las manos
cubiertos de láminas de oro de muchos quilates es del tipo «Rishi» (término
que se utilizaba cuando la decoración principal está formada por un motivo de
plumas, detalle común en los ataúdes del período correspondiente a la
Dinastía XVII de Tebas y al período intermedio anterior al mismo). Durante
el Nuevo Imperio, en los entierros de altos funcionarios y plebeyos, el estilo
de la decoración de ataúdes cambia completamente a comienzos de la
Dinastía XVIII. Pero en el caso del féretro real, según vemos ahora, se
conservó aún la moda antigua, aunque con ligeras modificaciones como es la
utilización de figuras de ciertas diosas tutelares. Esta es una inversión
completa del orden normal de las cosas (la moda cambia generalmente con
más rapidez entre las clases altas que en las bajas). ¿Acaso este hecho no es
revelador de alguna idea religiosa vinculada al rey? Puede haber respondido a
una tradición. La diosa Isis protegió una vez el cadáver de Osiris bajo sus
alas, de la misma manera que ahora protege a este nuevo Osiris representado
en efigie.
Tras un detenido estudio del féretro, llegamos a la conclusión de que las
asas de plata originales (dos a cada lado) estaban hechas sin duda con el
objeto de poder manejarlo y se conservaban suficientemente bien como para
soportar el peso de la tapa podiendo ser utilizadas sin peligro para levantarla.

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La tapa estaba fija al casco por medio de diez lengüetas de plata maciza
encajadas en sus correspondientes cuencas abiertas en el cuerpo del casco
(cuatro a cada lado, una a la cabecera y otra a los pies), donde quedaban
sujetas por fuertes clavos de plata con cabeza de oro. ¿Nos sería posible
extraer los clavos de plata que fijaban la tapa al casco del féretro sin causar
daño al ataúd depositado en el interior del sarcófago? Como el féretro
ocupaba casi la totalidad del sarcófago, dejando solo espacios libres muy
pequeños en la cabecera y en los pies, no era nada fácil extraer los clavos. No
obstante, mediante una concienzuda manipulación se comprobó que era
posible extraer todos los clavos a excepción del de la cabecera donde el
espacio que quedaba no permitía sacarlo más que hasta la mitad. Sería
preciso, pues, limarlo ante la imposibilidad de extraer la mitad que quedaría
dentro.
El siguiente paso consistía en colocar adecuadamente todo el dispositivo
de elevación necesario para izar la tapa. Este dispositivo estaba formado por
dos juegos de tres haces de poleas provistas de frenos automáticos y sujetas a
un andamio elevado, que quedaban suspendidas de forma que podían
desplazarse rápidamente hacia el centro de la tapa frente a las asas de ambos
lados. Se ataron los cables a las asas de la tapa del ataúd y, de este modo,
conseguimos equilibrar su peso, ya que de lo contrario hubiera existido el
peligro de que la tapa se golpease contra los lados del sarcófago en el
momento en que fuera extraída y quedara colgada en el espacio.
Fue un momento tan angustioso como emocionante. La tapa se elevó con
gran facilidad poniendo al descubierto un segundo y magnífico ataúd
antropoide cubierto con una fina sábana de gasa, oscurecida y bastante
gastada. Sobre esta mortaja de hilo, había guirnaldas de flores formadas por
hojas de olivo y de sauce, pétalos de loto azul y plantas de aciano, y una
pequeña corona del mismo tipo había sido colocada, también sobre la mortaja,
encima de los distintivos de la frente. Debajo de esta cubierta, en algunos
sitios, la rica decoración de cristales multicolores incrustados en la fina
orfebrería del féretro producía vivos destellos.
El verano anterior se había estudiado durante algún tiempo el sistema que
se debía adoptar para llevar a cabo esta empresa y los medios necesarios que
requería. De esta forma pudimos terminar en una mañana lo que de otro modo
habría costado como mínimo varios días. La tumba se dejó absolutamente
intacta en espera de que el Sr. Harry Burton tomase las fotografías.
Hasta aquel momento nuestro trabajo había sido bastante satisfactorio
pero entonces nos dimos cuenta de un detalle inquietante. El segundo ataúd,

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que visto a través de las cubiertas de hilo tenía toda la apariencia de ser una
pieza de maravillosa ejecución, presentaba en algunos sitios los efectos
causados por la humedad y sus incrustaciones tendían a desprenderse. Debo
admitir que esto fue desconcertante, pues revelaba que la humedad había
penetrado en el «nido» de los ataúdes. Si esto se confirmaba la conservación
de la momia real habría sido menos satisfactoria de lo que esperábamos.
El 15 de octubre, llegó el Sr. Burton y el 17, a primera hora de la mañana,
fotografiábamos al fin la mortaja y las guirnaldas de flores que cubrían el
segundo ataúd todavía depositado en el interior del casco del primero.
Una vez sacadas las fotografías, estudiamos el medio más idóneo para
manejar el segundo ataúd y el casco del primero. Nuestras dificultades habían
aumentado debido a la profundidad del sarcófago y era evidente que el casco
más exterior y el segundo ataúd, ninguno de los cuales estaba en condiciones
de soportar demasiadas manipulaciones, no debían izarse juntos. Finalmente
decidimos utilizar nuevamente las poleas, efectuando el enganche por medio
de clavos de acero que atravesaban las cuencas de las lengüetas del primer
casco. De este modo pudimos levantarlo con un mínimo esfuerzo.
Aunque el peso de los ataúdes era considerable (bastante mayor de lo que
en principio se creyó) conseguimos levantarlos hasta la altura del sarcófago y
pasamos tablones de madera por debajo de los mismos. En el limitado espacio
de que disponíamos para maniobrar, la empresa presentaba no pocas
dificultades, incrementadas aún más por la necesidad de evitar que se dañasen
las superficies doradas de yeso del ataúd más exterior.
Después de tomar nuevas fotografías saqué la corona y las guirnaldas y
desenrollé el sudario que cubría el cadáver. Fueron unos instantes de
emoción. No podíamos dejar de contemplar con ojos extasiados aquella
muestra tan extraordinaria del arte antiguo de construcción de féretros: Tenía
también la forma de Osiris como las anteriores pero la concepción era más
delicada y de líneas muy bellas. Depositado en el ataúd exterior sobre un
caballete que improvisamos, ofrecía la imagen maravillosa de una Majestad
yacente.
La corona y las guirnaldas, colocadas sobre el sudario en recuerdo de «las
coronas ofrecidas a Osiris a su triunfal salida del Tribunal de Heliópolis» que,
como señala el Dr. Gardiner, nos recuerdan «la corona de la justicia» (2 Tim.
iv. 8), no eran sino una ilustración de la descripción que Plinio ha dejado de
las antiguas coronas egipcias. Si nos fijamos en el cuidado y la precisión con
que estas están hechas, hay poderosas razones para creer que en este arte

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particular de los antiguos egipcios, debió de convertirse en época posterior en
un comercio especializado.
Este segundo ataúd, de 6 pies 8 pulgadas de longitud, suntuosamente
ornamentado con cristales opacos, cortados y tallados sobre una capa de oro
bastante ancha e imitando jaspe rojo, lapislázuli y turquesa, es similar en
forma y estilo al primero. Simboliza a Osiris, su ornamentación es de tipo
«Rishi» pero difiere en ciertos detalles. En este caso el rey lleva el tocado
«Nemes» y, en lugar de las figuras protectoras de Isis y Neftis, su cuerpo está
rodeado por las alas del buitre Neckhebet y de la serpiente Buto. Lo más
característico es la delicadeza y la excelsitud de su concepción que le confiere
indudablemente el carácter de una obra maestra.
Nos enfrentábamos con un complicado problema, no diferente al que
tuvimos que resolver dos temporadas atrás cuando fueron desmanteladas las
urnas protectoras. Se trataba nuevamente de un caso insólito al que no
podíamos aplicar las conclusiones que habíamos obtenido de los ejemplos
anteriores. Al comprobar que el ataúd exterior tenía asas para facilitar su
manejo, esperábamos, como era lógico, que hubiera asas metálicas idénticas
en el segundo ataúd. Pero no había ninguna y su ausencia nos colocó ante un
dilema. El segundo féretro resultó muy pesado y su superficie, de frágil
decoración, encajaba tan justamente en el casco exterior que entre ambos no
cabía el dedo índice. Su tapa había sido fijada, como en el caso del ataúd
exterior, por medio de clavos de plata con cabeza de oro que no podían
extraerse mientras permaneciera dentro del ataúd exterior. Resultaba evidente
que tenía que ser alzado enteramente antes de seguir adelante. De este modo
el problema se traducía a descubrir un método para efectuar esta operación sin
poner en peligro su frágil ornamentación, afectada ya por una especie de
humedad cuyo origen desconocíamos de momento.
Puede darse el caso de que la tensión inherente a esas operaciones
desorbite nuestro celo por evitar que estos extraños y bellos objetos puedan
ser dañados irreparablemente. Durante los primeros días de la investigación
arqueológica de Egipto se perdieron muchas cosas debido, sin duda alguna, a
la manipulación negligente de los objetos, a la excesiva impaciencia con que
se efectuaron los trabajos y sobre todo a la falta de medios suficientes. Pero
todos podemos tener mala suerte aun cuando hayamos tomado las
precauciones necesarias. Las cosas pueden ir aparentemente bien hasta que de
repente, en el momento más crítico de la operación, escuchamos un crujido:
unas piezas pequeñas del ornamento de la superficie se han desprendido.
Nuestra tensión nerviosa llega entonces al máximo. ¿Qué sucede? El espacio

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que queda libre en el estrecho recinto está totalmente ocupado por los
trabajadores. ¿Qué se puede hacer para evitar una catástrofe? Por otra parte,
como al levantar la tapa, la emoción de contemplar un objeto nuevo y
hermoso puede desviar la atención de los hombres, existe el peligro de que
por un instante se olviden de lo que están haciendo y causen un daño
irreparable.
Estas son las emociones que normalmente recuerda el arqueólogo cuando
sus amigos le interrogan acerca de las sensaciones que experimentaba en
aquellos momentos críticos. Únicamente los que han manipulado
antigüedades pesadas pero frágiles en circunstancias tan difíciles pueden
saber lo agotadora y enervante que pueden resultar la expectación y la
responsabilidad que acompaña a esta clase de trabajos. Además, en nuestro
caso, no estábamos seguros de que la madera del ataúd pudiera resistir su
propio peso. Sin embargo, después de largas consultas, y tras haber estudiado
el problema durante dos días, elaboramos un plan. Para sacar el segundo
ataúd del casco del primero necesitábamos varios puntos de sujeción.
Debemos recordar que no tenía asas. Por ello, consideramos más conveniente
hacer uso de los clavos de metal que sujetaban la tapa.
Un examen demostró, sin embargo, que aunque el espacio existente entre
el casco del ataúd exterior y el segundo féretro era insuficiente para extraer
totalmente estos clavos, estos podían extraerse un cuarto de pulgada
permitiendo de ese modo que fijásemos cables gruesos de cobre entre ellos y
el andamio situado sobre nuestras cabezas. Y así lo hicimos. Introdujimos
fuertes argollas metálicas en el borde superior del casco del ataúd exterior con
objeto de poder separarlo del segundo ataúd mediante cuerdas que se
deslizaban sobre poleas.
Al día siguiente, concluidos estos preparativos, pudimos iniciar la
siguiente fase que constituyó uno de los momentos más importantes en el
desmantelamiento de la tumba. El proceso adoptado fue contrario al que en un
principio podría considerarse más lógico. Hicimos descender el casco exterior
del segundo ataúd en lugar de levantarlo para extraerlo del primero. La razón
residía en que el espacio para maniobrar era insuficiente y, quedando el peso
estacionario, habría menos riesgo de ejercer una presión indebida sobre
aquellos clavos antiguos de plata. La operación resultó un éxito. Una vez más
bajamos el casco del ataúd exterior al interior del sarcófago dejando por un
instante el segundo ataúd suspendido en el aire con la ayuda de diez fuertes
cables de alambre. Una plancha de madera, suficientemente grande para
sostener el sarcófago, fue colocada debajo y de este modo el segundo ataúd,

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bien asegurado, quedaba libre y fácilmente accesible para nosotros. Después
de sujetar los cables de alambre y de retirar el mecanismo de la parte superior,
el señor Burton tomó sus fotografías y nosotros pudimos concentrar nuestras
energías en la elevación de la tapa.
Las incrustaciones de la superficie se hallaban, como ya hemos dicho, en
un estado muy quebradizo y había que evitar todas las manipulaciones
innecesarias. En consecuencia, para levantar la tapa sin dañarla, se
atornillaron argollas metálicas destinadas a servir de asas en los cuatro puntos
donde no había peligro de que quedaran deformaciones permanentes. Nuestro
dispositivo de elevación fue fijado a estas argollas, se extrajeron los clavos de
plata y la tapa fue levantada poco a poco. Al principio, la tapa tendía a
permanecer adherida pero gradualmente fue separándose de su lecho y
cuando estuvo lo suficiente alta para que permitiera extraer el contenido del
ataúd, se bajó a una plancha de madera que habíamos colocado al lado para
recibirla. Esto reveló la existencia de un tercer ataúd que, como los anteriores,
tenía la forma de Osiris aunque los principales detalles del trabajo manual
quedaban cubiertos por una ajustada mortaja de hilo de color rojo. La cara de
oro, pulimentada, estaba descubierta. Sobre el cuello y el pecho, llevaba un
collar de cuentas y flores, primorosamente trabajado, cosido sobre el reverso
de un papiro e, inmediatamente encima del peinado del «Nemes», había una
servilleta de hilo.
El Sr. Burton tomó inmediatamente sus fotografías. Quité entonces el
collar de flores y la cubierta de hilo y descubrimos algo sorprendente. ¡Este
tercer ataúd, de una longitud de seis pies y 1 ¾ de pulgada, era de oro macizo!
El misterio del enorme peso que tanto nos había intrigado quedaba así
aclarado. Ello explicaba también por qué el peso había disminuido tan
ligeramente después de la extracción del primer ataúd y la tapa del segundo.
Su peso era muy superior a lo que podían levantar ocho hombres juntos.
En este ataúd estaba también representado el rostro del rey pero los rasgos
que simbolizaban a Osiris aunque convencionales eran más juveniles que los
de los restantes. Su diseño era similar al del ataúd más exterior ya que era del
tipo «Rislii» y tenía grabadas las figuras de Isis y Neftis, si bien ostentaba
como elementos auxiliares las figuras aladas de Neckhebet y Buto. Estas
últimas figuras protectoras, símbolos del Alto y Bajo Egipto, constituían el
detalle más destacado. Estaban superpuestas en un primoroso y sólido trabajo
de esmalte sobre la espléndida talla del ataúd, siendo sus incrustaciones de
piedras naturales semipreciosas. Además de esta decoración, sobre el collarín
convencional del «halcón» (también esmaltado) hay un collar doble

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abrochable de grandes cuentas en forma de discos de oro rojo y amarillo y
mayólica azul que realzaba la riqueza de todo el conjunto. Pero los últimos
detalles de la ornamentación quedaban cubiertos por una capa negra brillante
debida a los ungüentos líquidos que evidentemente se habían vertido en
grandes cantidades dentro del ataúd. Como consecuencia de este hecho este
monumento inigualable no solo estaba desfigurado (aunque temporalmente,
según se comprobó después) sino que se había adherido firmemente al interior
del segundo ataúd y el líquido llenaba por completo el espacio existente entre
el segundo y el tercer féretro casi hasta el nivel de la tapa del tercero.
Estos ungüentos de embalsamar, que evidentemente se habían utilizado en
gran cantidad, eran sin duda los causantes de la desintegración que pudimos
apreciar en los demás ataúdes ya que por hallarse en el interior de un
sarcófago de cuarcita sellado herméticamente no podían resultar afectados por
los agentes externos. Es necesario también poner de relieve que la cubierta y
el collar de flores con las cuentas de mayólica azul se hallaban alterados y,
aunque a primera vista parecían hallarse en buen estado, resultaron tan
quebradizos que el material se rompía apenas tocarlo.
Levantamos el tercer ataúd contenido en el casco del segundo que ahora
descansaba en la parte alta del sarcófago y los trasladamos a la Antecámara
donde podía ser examinado y manejado más fácilmente. Fue entonces cuando
nos percatamos con seguridad de la magnitud de nuestro último
descubrimiento. Este singular y maravilloso monumento (un ataúd de más de
6 pies de longitud de bellísima realización artística, forjada en oro macizo de
2 ½ a 3 ½ milímetros de espesor) representaba una enorme masa de oro puro.

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Imagen que representa a Tutankhamón. Su descubrimiento, que tuvo lugar en 1922,
no se hizo público hasta 1923. Puede verse el curioso aspecto del ayudante que lleva
el busto del faraón.

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Antecámara de la tumba sepulcral de Tutankhamón. Abajo, en el extremo izquierdo,
puede verse la rueda de uno de los carros de combate del faraón.

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El cuidadoso traslado de la vaca Hathor, uno de los más importantes símbolos de la
mitología egipcia.

¡Qué tesoros debieron de enterrarse con aquellos antiguos faraones! ¡Qué


riquezas debió de ocultar aquel valle en otros tiempos! De los veintisiete
monarcas allí enterrados Tutankamen fue probablemente el de menor

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importancia. ¡Qué irresistibles tentaciones para la codicia y rapacidad de los
audaces ladrones contemporáneos de tumbas! Es imposible imaginar atractivo
más poderosos que el ejercido por aquellos inmensos tesoros. El saqueo de
tumbas reales registrado en el reinado de Ramsés IX se comprende
perfectamente cuando el móvil de estos delitos se relaciona con este ataúd de
oro de Tutankamen. Sin duda alguna, debió de representar una riqueza
fabulosa para los doladores, artesanos, los portadores de agua y los
campesinos, para los trabajadores actuales en general y, por supuesto, para los
ladrones de tumbas. Estos saqueos tuvieron lugar durante los reinados de los
últimos ramasidas (1200-1000 antes de C.) y están registrados en documentos
legales conocidos en la actualidad como los papiros de Abbott, Amherst,
Turin y Mayer, descubiertos en Tebas hacia principios del pasado siglo.
Probablemente los ladrones que registraron inútilmente la tumba de
Tutankamen conocían la existencia de la masa de oro que cubría los restos del
joven faraón bajo su urna protectora, su sarcófago y sus ataúdes
empotrados…
Después de haber retirado los ornamentos externos y las incrustaciones
flexibles de oro, la momia del rey yacía desnuda cubierta únicamente por sus
simples envolturas exteriores y una máscara de oro. Ocupaba todo el ataúd de
oro, que medía en total 6 pies y 1 pulgada de longitud.
Las envolturas externas estaban formadas por una sábana de hilo grande
sujeta por tres fajas longitudinales (una pasando por el centro y las otras por
los flancos) y cuatro transversales del mismo material cuya composición
correspondía a las incrustaciones flexibles anteriormente mencionadas. Sin
duda alguna, estas fajas de hilo se habían fijado a la cubierta también de hilo
por alguno de los tipos de pegamento que describe Herodoto. Eran dobles y
su anchura variable de 2 ¾ a 3 ½ pulgadas. La faja central longitudinal, que
partía del centro del abdomen (en el tórax realmente), pasaba por debajo de la
capa inferior de cada una de las fajas transversales, seguía por encima de los
pies, continuaba por debajo de las plantas y volvía en sentido contrario
extendiéndose por debajo de la segunda capa de las fajas transversales. A
ambos lados de los pies, las envolturas de hilo estaban rozadas,
probablemente como consecuencia de los golpes contra los lados del ataúd de
metal en el curso de su transporte a la tumba. La momia yacía formando un
ligero ángulo, de lo que podía deducirse que sufrió alguna sacudida al
colocarla dentro del sarcófago. Por indicios similares podía deducirse también
que los ungüentos se habían vertido sobre la momia y el féretro antes de ser

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estos introducidos en el sarcófago. En ambos lados el líquido se extendía a
diferentes niveles deteriorando poco a poco el interior del ataúd.
Teniendo en cuenta el estado quebradizo y carbonizado de las envolturas,
toda la superficie que quedaba al descubierto se cubrió con parafina fundida a
una temperatura conveniente para que al enfriarse formase una delgada capa
sobre la superficie con una penetración mínima en las envolturas antiguas
situadas debajo. Cuando se enfrió la cera, el Dr. Derry hizo una incisión
longitudinal en el centro del vendaje exterior hasta donde había penetrado la
cera, permitiendo así que las vendas solidificadas pudieran ser extraídas en
grandes trozos. Pero nuestras dificultades no terminaron aquí. Las
voluminosas envolturas interiores se hallaban todavía en peor estado de
carbonización y descomposición. Habíamos confiado en que mediante la
extracción de la capa exterior de los vendajes podríamos desprender a la
momia en los puntos en que estaba adherida al féretro y poder así extraerla.
Pero también aquí sufrimos una decepción. Se comprobó que el tejido situado
debajo de la momia y el mismo cadáver se habían saturado tanto de los
ungüentos que habían formado una masa parecida a la brea en el fondo del
ataúd adhiriéndolos tan firmemente al mismo que era imposible levantarlos
sin riesgo de dañarlos. Incluso después de haber retirado cuidadosamente la
mayor parte de los vendajes, la masa solidificada tuvo que ser cortada por
debajo del tronco y de las extremidades para poder levantar los restos del rey.
Los vendajes que envolvían la cabeza se encontraban en mejor estado de
conservación que los del resto del cuerpo ya que al no estar impregnados de
ungüento habían resultado afectados solamente por oxidación indirecta. Esto
fue lo que ocurrió en gran parte con las envolturas de los pies.
El sistema general de vendaje, según pudimos comprobar, era del tipo
normal. Comprendía una serie de vendas, sábanas y almohadillas de hilo,
estas últimas destinadas a completar el contorno antropoide. El conjunto
revelaba un esmero considerable. El lino era evidentemente de una clase fina
parecida a la batista. Los numerosos objetos depositados sobre la momia
estaban introducidos en las capas alternativas de las envolturas y cubrían
literalmente al rey desde la cabeza a los pies. Algunos de los objetos más
grandes estaban sujetos por una diversidad de capas de vendajes arrollados
longitudinal y transversalmente.
Aunque en realidad el examen se efectuó empezando necesariamente por
los pies, con objeto de facilitar mis explicaciones lo describiré partiendo de la
cabeza enumerando todos los objetos y detalles interesantes en este mismo
orden.

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Sobre la cabeza, había una almohadilla de forma cónica hecha de borras
de hilo que presentaba el aspecto de un vendaje moderno y que por su forma
nos recordaba la corona «Atef» de Osiris sin los accesorios de los cuernos y
las plumas. Desconocemos el objeto de esta almohadilla. Por su forma induce
a creer que se trata de una corona pero, por otro lado, podría tratarse también
de una almohadilla alta destinada a servir de soporte y de relleno al espacio
vacío que quedaba en el interior del tocado de estilo «Nemes» de la máscara
de oro, especialmente si tenemos en cuenta el hecho de que la máscara forma
parte integrante del equipo de la momia y coincide con las efigies colocadas
sobre los féretros.
Debajo de esta almohadilla en forma de corona, descansando en la parte
posterior de la máscara, había una pequeña almohada-amuleto de tipo «Urs»
de hierro que servía de apoyo para la cabeza y que, según el capítulo 166 del
«Libro de los Muertos», tiene el siguiente significado: «Elévate de la nada, oh
postrado… Vence a tus enemigos, triunfa frente a todas sus asechanzas».
Tales amuletos están hechos generalmente de hematita pero en este caso es de
hierro puro, circunstancia que nos proporciona un importante punto de
referencia para analizar la evolución y desarrollo de la historia de la
civilización.
Junto a la almohadilla y rodeando la parte superior de la cabeza, había un
lazo doble (en árabe «aqal») semejante al tocado de los beduinos, hecho de
fibras fuertemente trenzadas con cuerda, y con anillos en los extremos a los
que sin duda se le fijaban cintas que se ataban en la parte posterior de la
cabeza. Desconocemos cuál era su objeto ya que no hemos hallado nada igual
o parecido, pero creemos que servía de respaldo a la cabeza que soportaba así
más fácilmente el peso de la corona.
La extracción de algunas capas de la envoltura dejó al descubierto una
magnífica diadema que circundaba por completo la cabeza del rey, un objeto
de gran belleza formado por un sencillo aro metálico al que se había unido
una cinta de oro ricamente adornada en forma de espiral, con diminutos
clavos, también de oro, destinados a mantenerla fija, y un arco floral en forma
de disco en la parte posterior del cual colgaban dos apéndices de oro, a modo
de cinta, decoradas de idéntica forma. A ambos lados del aro central hay
apéndices de la misma clase, pero más anchos, que llevan un emblema
macizo colgante con la figura de la serpiente unida a sus bordes delanteros.
Debo mencionar aquí el hecho de que los distintivos de la soberanía del norte
y del sur correspondientes a esta diadema, fueron hallados más abajo,
separados de la misma, sobre los muslos derecho e izquierdo respectivamente

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y que como el cadáver del rey yacía dentro del sarcófago con la cabeza
orientada hacia el oeste, y la serpiente de Buto estaba sobre el lado izquierdo
y el buitre de Neckhebet sobre el derecho, los distintivos ocupaban su
posición geográfica correcta como ocurría con los emblemas de los féretros.
Estos dos distintivos de oro de la realeza tienen fijadores acanalados en el
dorso en los que encajan unas lengüetas en forma de T labradas sobre la
diadema. Son, por tanto, movibles y podían fijarse sobre cualquier corona que
pudiera haber llevado el rey.
El Neckhebet de oro con ojos de obsidiana es un notable ejemplo de
orfebrería. La forma de la cabeza con el occipucio cubierto de arrugas y la
nuca rodeada por un collar incompleto de plumas cortas y rígidas, aclara
bastante que el pájaro que representa a la diosa del Alto Egipto era un «Vultur
auricularis», el buitre simbólico. Esta especie concreta abunda hoy en Nubia
pero no es corriente en las provincias del centro y del sur de Egipto siendo
una especie rara, si es que se ha visto alguna vez, en el Bajo Egipto.
Esta diadema debe de haber tenido un origen muy antiguo ya que, según
parece, ha derivado su nombre —«Shesmen»— y su forma de las cintas
circulares que llevaban los hombres y las mujeres de todas las clases sociales
en los remotos tiempos del Antiguo Reino, unos 1.500 años antes del Nuevo
Imperio…
Cuando este tipo de diadema aparece en las pinturas de los monumentos,
el rey suele llevarla adosada en torno a una peluca sobre la que ostenta la
corona «Atef» de Osiris.
Alrededor de la frente, bajo varias vendas de hilo, había una faja ancha de
oro pulimentado que cubría las sienes y terminaba por detrás y por encima de
las orejas. En sus extremos tenía unos ojales a través de los cuales pasaban
cintas de hilo que se unían formando en su sitio, encima de las cejas y las
sienes, un fino tocado «Khat», de hilo parecido a la batista, reducido
desgraciadamente a un estado de descomposición tan extremo que solamente
era reconocible por un fragmento, similar a la cola de un cerdo,
correspondiente a la parte posterior. Cosido a este tocado «Khat» se hallaba
una insignia real, encontrándose la segunda sobre el cuerpo del rey. La
serpiente, con el cuerpo y la cola formados por secciones flexibles ensartadas,
trabajadas en oro y ribeteadas con cuentas diminutas, pasaba por encima del
eje de la corona, extendiéndose hacia atrás hasta el «lambda», mientras que el
buitre Neckhebet (esta vez con las alas abiertas y con idénticas características
a las ya descritas) cubría la parte superior del tocado, quedando su cuerpo
paralelo al de la serpiente. A fin de que el hilo blando de este tocado

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adquiriese su forma convencional, se colocaron almohadillas de lino debajo
del mismo y por encima de las sienes.
Debajo del tocado «Khat» habían nuevas capas de vendaje que cubrían un
casquete de tejido fino de lino ajustado sobre la cabeza afeitada del monarca y
adornado con un artístico motivo de serpientes en diminutas incrustaciones de
oro y mayólica. El casquete se sujetaba por un aro de oro, similar al que
acabamos de describir y que pasaba sobre las sienes. Cada una de estas
serpientes lleva en su centro el símbolo «Aten» del Sol. El tejido del casquete
estaba desgraciadamente muy carbonizado y descompuesto, pero el ensartado
había sufrido bastante menos conservándose el dibujo prácticamente intacto
ya que estaba adherido a la cabeza del rey. Intentar desprender este exquisito
trabajo hubiera sido desastroso y por ello lo protegimos con una fina capa de
cera dejándolo como lo habíamos encontrado.
La separación de las últimas envolturas que protegían el rostro del rey
exigía el mayor cuidado ya que, debido al estado carbonizado de la cabeza,
existía el riesgo de dañar sus frágiles facciones. Nos dábamos cuenta de la
particular importancia y responsabilidad que tenía nuestro trabajo. Soplando
ligeramente, conseguimos que los últimos fragmentos se desprendieran del
tejido corrompido dejando al descubierto un semblante sereno y plácido
propio de un hombre joven. Su cara tenía un aspecto noble y refinado. Sus
rasgos estaban bien formados, especialmente los labios, claramente marcados,
y creo, sin pretender inmiscuirme en el terreno de los doctores Derry y Saleh
Bey Hamdi, haber sido el primero en apreciar un detalle importante: El
notable parecido con su padre político Akenaton, una afinidad que ha podido
ya ser observada en los monumentos.

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La reina Elizabeth de Bélgica visitando la tumba de Tutankhamón, acompañada por
lord Carnarvon y Howard Carter.

The Tomb of Tut-ankh-Amen, vol. II, 1927

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La pirámide enterrada

ZAKARIA GONEIM

ZAKARIA GONEIM nació en Egipto. Obtuvo su diploma de egiptólogo en la


Universidad de Giza en 1934, bajo la supervisión de Newberry, Junker y
Vikentiev. En 1937, fue destinado al Servicio de antigüedades y empezó su
carrera en Saqqara. En 1939, fue nombrado Inspector de Antigüedades en
Aswan y Edfu y, en 1943, Conservador de la necrópolis de Tebas. Realizó su
trabajo con tanto éxito que, en 1946, fue designado para el puesto de
Inspector Jefe del Alto Egipto y, en 1951, se le confiaron en exclusiva las
antigüedades de Saqqara. Fue aquí donde hizo el notable descubrimiento de
una nueva pirámide enterrada. Desgraciadamente, su labor quedó
interrumpida en 1956 por razones políticas y económicas muriendo en 1959
en circunstancias muy lamentables.

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La pirámide escalonada de Sakkara, construida por Imhotep para el faraón Djoser, de
la tercera dinastía, (hacia 2650 a. de J. C.). Es la primera tumba monumental egipcia
y está formada por seis mastabas superpuestas.

Durante los últimos días de septiembre de 1951, Hofni y yo recorríamos el


extenso yacimiento en busca de un lugar apropiado para empezar nuestro
trabajo. Unos restos de mampostería que apenas sobresalían del suelo en el
límite occidental de la terraza, llamaron nuestra atención. Empezamos, pues, a
cavar en aquel sitio. Con gran júbilo por nuestra parte, el primer día apareció
un sólido muro de mampostería formado por hileras de piedras. Cavamos
hasta los cimientos del muro, a unos 27 pies de profundidad, y descubrimos
que había sido construido sobre un estrato rocoso y que tenía un espesor de
más de 60 pies. Estaba formado por tres tabiques paralelos. El tabique central
tenía unos 11 pies de espesor, cerrado por ambos lados por dos tabiques de

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unos 41 pies de espesor, cuyas caras externas se inclinaban hacia dentro
formando un ángulo de 72 grados. Los arquitectos dan a este tipo de
construcción el nombre de muro «batido».
El hallazgo sirvió para reafirmarme en mi idea original y, durante los dos
meses siguientes, continuamos haciendo excavaciones en puntos que seguían
la longitud de este muro macizo. Aumenté a cincuenta mi cuadrilla de
trabajadores. Bajo la dirección de Hofni Ibrahim, se tendió la línea férrea
«Decauville» para transportar la arena y la piedra extraída del yacimiento a
una escombrera adecuada. La terraza se halla en el ángulo sudoriental de la
gran depresión existente al sudoeste del recinto amurallado de Djoser. Escogí
como escombrera una zona situada al oeste del límite occidental de la terraza,
tras haber examinado previamente el lugar abriendo varios pozos de sondeo
destinados a asegurarme de que lo único que había allí era un estrato de roca y
que no ocultaba tumbas o monumentos. El «Decauville» es un tren ligero, de
vía estrecha, que puede instalarse fácilmente y ser trasladado de un lugar a
otro en caso necesario. Los volquetes corren por él y el estruendo que
producen, unido a las canciones y a los gritos rítmicos de los obreros, forman
un conjunto armónico familiar a todos los arqueólogos egipcios. ¡Es una
música que llega al corazón del excavador!
El muro estaba formado por grandes bloques uniformes de piedra caliza
gris, procedente de aquella misma región y su parte superior parecía haber
sido terminada en una época remota. Cuando tuve bien localizado este muro,
busqué las esquinas y por último los límites. Descubrí que formaba un
rectángulo con su lado mayor orientado de norte a sur y su lado menor de este
a oeste, midiendo 1.700 y 600 pies respectivamente.
El enorme espesor de este muro (66 pies) y el hecho de que no estuviese
cubierto de piedra caliza fina, como ocurría con la muralla de Djoser, me
confundió al principio. Luego me di cuenta de que se trataba realmente de una
plataforma de cimientos sobre la cual se había levantado originalmente el
muro superior. La situación del terreno explicaba la razón. La pirámide de
Djoser se alzaba en un lugar elevado sobre el mismo vértice de la meseta que
domina el valle. Pero el rey que ordenó la construcción del recinto amurallado
recién descubierto no tuvo esa ventaja. Su monumento tenía que ser erigido
en una depresión y con el objeto de superar esta desventaja, su arquitecto
construyó primeramente aquella plataforma maciza de piedra, destinada a
permanecer oculta y sobre ella construyó la muralla «real», de tipo similar a
la de Djoser, probablemente con contrafuertes y puertas simuladas con el
objeto de que todo pudiera ser visto desde lejos. La mayor parte de esta

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muralla destinada a servir de «biombo» había desaparecido. La fina piedra
caliza fue una tentación demasiado grande para los constructores posteriores.
Los reyes del Antiguo Egipto saqueaban frecuentemente los monumentos de
sus antecesores y esta muralla cayó, como las demás, victima de esta
costumbre. Sin embargo, no me cabe duda de que la muralla más alta había
sido terminada, ya que encontramos varios fragmentos de la misma en los
límites del extremo norte del recinto amurallado, teniendo los bastiones
artesonados y los sectores de muralla comprendidos entre estos las mismas
medidas que los de la muralla de Djoser. Esta, incidentalmente, es una de las
razones por las que creo que el rey que construyó este recinto amurallado fue
posterior a Djoser ya que si el monumento de este último rey no hubiera
existido, entonces los constructores de esta nueva estructura la hubiesen
levantado sin ningún género de dudas, más cerca del límite de la meseta, no
solo por su posición más ventajosa sino porque habría estado más próxima a
la orilla occidental del Nilo, donde tenían que descargarse las piedras de
revestimiento puesto que, aunque el núcleo de la pirámide estaba construido
con piedra caliza, la piedra de fino granulado, requerida para los bloques de
revestimiento, se había extraído de las colinas de la orilla oriental del Nilo.
Las posteriores excavaciones realizadas en la zona norte de la terraza
rectangular revelaron la existencia de varios muros de piedra paralelos que
seguían una dirección este oeste y que se unían mediante pequeños muros
transversales, también de piedra. El conjunto recordaba sorprendentemente
las estructuras existentes en el recinto amurallado de la pirámide de Djoser.
Nos costó unos dos meses excavar y examinar este impresionante conjunto de
muros transversales ya que resultaba difícil decidir por dónde había que
empezar a excavar en este enorme recinto. Debo destacar a este respecto las
enormes dimensiones del lugar. No se trataba de excavar una simple tumba en
un sitio determinado claramente sino de trabajar en una zona de un tamaño
varias veces superior a la Plaza de Trafalgar de Londres. Infinidad de veces
fui con Hofni Ibrahim a examinar nuevamente el recinto amurallado de
Djoser, particularmente su extremo norte, con la esperanza de encontrar
huellas sobre la disposición del recinto descubierto últimamente.
Encontramos los mismos muros en varios lugares pero sobre todo en el
extremo norte.
La razón de que existieran estos muros cruzados era la siguiente: Cuando
los constructores de aquel remoto período deseaban elevar la superficie de un
terreno, construían primeramente muros cruzados, dividiendo la superficie en
compartimentos que luego rellenaban con piedras. Es importante recordar

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también que los edificios de Djoser no eran auténticos edificios concebidos
para habitar en ellos sino edificios simulados. Podían ser considerados como
estructuras macizas y sobre sus muros se simulaban los vanos.
El conjunto puede ser descrito de la forma siguiente: Cuando se está
excavando una casa o un templo es posible determinar con exactitud dónde
están los muros y cuáles son los espacios destinados a las cámaras. Pero en el
presente ejemplo los espacios existentes en el interior de las estructuras eran
tan pequeños que toda la construcción parecía constituir un cuerpo macizo. La
mayoría de estos edificios tenían en realidad un carácter simbólico y su objeto
era representar ciertos elementos del palacio real de Menfis que se juzgaron
imprescindibles para la vivienda que el monarca tenía que ocupar en el otro
mundo y para asegurar los derechos de su soberanía.
Pueden imaginarse fácilmente las dificultades que encontraríamos para
fijar la disposición de estos edificios ya que lo único que quedaba de ello eran
los cimientos. Por esta razón volví con frecuencia al recinto amurallado de
Djoser, que fue objeto de una sistemática labor de excavación, con el objeto
de intentar conseguir datos que me permitieran interpretar la disposición de la
nueva estructura. Los paralelismos eran sorprendentes y llegué a
convencerme cada vez más de que aquel era en verdad el recinto amurallado
de una pirámide escalonada, aunque entonces fueron muy pocos los que
creyeron en mi teoría.
En trabajos de esta naturaleza, el arqueólogo se encuentra a veces ante un
callejón sin salida (tanto en un sentido figurado como real) y esto fue lo que
ocurrió mientras excavábamos en esta zona. Observamos que la mayoría de
los fragmentos utilizados para rellenar los espacios vacíos de la muralla eran
restos de esa arcilla blanda, llamada en árabe «tafl», que se encuentran
normalmente en las ruinas de las galerías subterráneas. Esto nos indujo a
sospechar que en el subsuelo podíamos encontrar galerías subterráneas, que
tal vez conducían a algunas tumbas, posibilidad que se hacía más evidente si
tenemos en cuenta que estos grandes espacios cruzados de murallas han sido
hallados muchas veces sobre este tipo de galerías en la parte septentrional del
recinto amurallado de Djoser. Por consiguiente, buscamos la entrada y
recuerdo que mis dos obreros principales y yo pasamos mucho tiempo
haciendo conjeturas sobre su posible ubicación. Los restantes trabajadores se
unieron con entusiasmo a la búsqueda y, como generalmente ocurre en estas
ocasiones cada uno expuso su propia teoría. En su afán por encontrarla, todos
lanzaban gritos anunciando «¡La entrada está aquí!» … «¡No, está aquí!». Y
cada día surgían nuevas interpretaciones. Resultaba muy difícil salir de aquel

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laberinto de hipótesis y dudas, sobre todo cuando los visitantes y otros
arqueólogos venían a vernos y, después de examinar el yacimiento, nos
aseguraban que el recinto amurallado nunca fue terminado del todo y que no
conseguiríamos encontrar nada.
Convencido de que era inútil proseguir la búsqueda de una tumba, decidí
finalmente desplazar el trabajo unas yardas más al norte. Fue en las
Navidades de 1951 cuando dije a «Reis» Hofni que trasladara el ferrocarril
Decauville a ese otro punto. Imagínense nuestra alegría cuando, el Día de
Año Nuevo de 1952, encontramos inesperadamente un tramo de peldaños que
conducían a un enorme muro transversal que se extendía de este a oeste
cruzando el recinto. Esta pared era bastante diferente a las que había
descubierto antes. Estaba recubierta con piedra caliza fina y construida con
bastiones y cortinas exactamente iguales a la muralla de Djoser. También
estaba artesonada de igual forma. Por alguna razón no estaba terminada y se
hallaba empotrada en una masa de mampostería seca compuesta de muros
transversales de piedra, que se alzaban a intervalos sobre el muro principal.
Los intersticios estaban también rellenados de escombros. Debido a esto, se
encontró intacto el muro en una longitud de 138 pies, hasta que su
construcción se interrumpió, debido posiblemente a una modificación en los
proyectos del arquitecto. A medida que fuimos descubriendo la belleza de
esta obra en la fase en que la habían dejado los obreros hace casi cinco mil
años, me iba dando cuenta de que estábamos ante un hallazgo de la mayor
importancia…
El Año Nuevo nos había llenado a todos de nuevas esperanzas. Hofni, su
hermano y el resto de los trabajadores estaban tan satisfechos como yo.
Anteriormente habían trabajado en varias excavaciones importantes y para
ellos era una cuestión de honor encontrar algo valioso para la ciencia en cada
yacimiento en cuya excavación participaban. Como es lógico, no siempre
veían cumplidos sus deseos y se comprende perfectamente que cuando sus
esperanzas no eran defraudadas experimenten una satisfacción muy grande.
Estas experiencias pasan luego a formar parte integrante de sus vidas y
constituyen materia de relatos para sus hijos.
Tal vez, algunos lectores se pregunten por qué se concede tanta
importancia a una simple muralla. Debemos aclarar que esta no era una
muralla corriente ya que resulta realmente difícil encontrar en Egipto una
estructura semejante que no haya sido alterada por el tiempo. A medida que
fuimos despejándola en su totalidad, encontramos pruebas incontestables de
que la «Pared Blanca», como la llamábamos, debió de quedar enterrada muy

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poco después de su construcción. Ante nosotros teníamos algo que ningún ser
humano había contemplado en casi cincuenta siglos.
Pudimos observar marcas y dibujos pintados en rojo sobre la superficie
blanca de piedra caliza, obra de los antiguos constructores. Algunos bloques
de piedra, por ejemplo, tenían marcas que habían sido hechas antes de salir de
los yacimientos situados en la orilla opuesta del Nilo. Los de la «Pared
Blanca» eran meros símbolos cuyo significado se ha perdido aunque, por
otras muestras encontradas en las ultimas pirámides, sabemos que algunas de
estas marcas indicaban los nombres de las cuadrillas o equipos que cortaban
la piedra. Se cree que estas cuadrillas estaban formadas por unos ochocientos
o mil hombres. He aquí las inscripciones que dejaron algunas de estas
cuadrillas que extraían piedra de las canteras para las pirámides de Cheops y
Mycerinus:

Muchachos: Cheops incita al amor


Muchachos: La Corona Blanca de Klmmw-Khufu (Cheops) es
poderosa

Otras marcas han sido interpretadas de la siguiente forma:

En posición vertical
Reservada
Para la tumba real

Estos signos y dibujos mal trazados nos hacen comprender más fácilmente
la forma en que trabajaban los antiguos constructores. Sobre la «Pared
Blanca», por ejemplo, encontramos las líneas de nivelación hechas por el
procedimiento de tensar sobre la superficie una cuerda previamente
sumergida en pintura roja, y «pellizcarla» exactamente igual que en la
actualidad hacen los modernos albañiles. Sin duda alguna, este procedimiento
se utilizaba con objeto de que los obreros dejasen las piedras al mismo nivel a
lo largo de toda la pared. Aun cuando este era en realidad el segundo o el
tercer intento de construir muros monumentales en mampostería de piedra, los
constructores habían adquirido una gran habilidad.
Luego encontramos algo que nos hizo sentir muy cerca de nosotros aquel
pasado remoto y que ponía una nota de vida en aquel monumento egipcio:
Los antiguos obreros, en sus ratos libres habían dibujado sobre la pared
figuras de hombres, animales y barcas en ocre rojo o en negro de humo. Entre
ellas había una figura de un libio con una larga túnica y un tocado alto, que

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llevaba un arco. Los libios, nómadas que vivían en el Desierto Occidental,
eran, por supuesto, extranjeros para los egipcios cuyas vestimentas eran
bastante diferentes. También había dibujos inconfundibles de leones. En aquel
tiempo, en el desierto de Egipto era posible todavía encontrar leones y otras
fieras carnívoras y probablemente los hombres las habían visto muchas veces
correteando por las dunas lejanas. Otros dibujos representaban barcas, algunas
con velas, otras sin ellas, y falúas similares a las utilizadas por los antiguos
egipcios, destinadas a transportar bloques de piedra caliza desde el este a la
orilla noreste del Nilo.
En este punto debo insistir en que hasta entonces no se habían presentado
indicios que confirmasen que lo que habíamos descubierto era una pirámide.
Habíamos encontrado un recinto amurallado que tenía cierta similitud con el
del rey Djoser y una muralla cruzada tan parecida a la existente en aquel
mismo lugar que, según todos los indicios, ambos monumentos habían sido
construidos en una época muy próxima al reinado de Djoser. Pero nuestros
descubrimientos terminaban allí. Aparte de la «Pared Blanca», los que
visitaban el yacimiento en aquellos primeros meses de 1952 encontraban poco
que les impresionara. Solo la planicie, desnuda de arena y piedras, sembrada
de hoyos desde uno de los cuales corría el Decauville hasta la escombrera.
«¿Dónde está la pirámide?», se preguntaban jocosamente mis colegas de
profesión sin que yo tuviese otra respuesta que darles que mi propia fe en
hallar lo que estaba buscando debajo de aquella vasta extensión de arena. Pero
cuando pensaba que la modesta subvención de que disponía se agotaba
rápidamente, me sentía inquieto porque si el dinero se gastaba en
excavaciones infructuosas podría ser difícil obtener nuevos fondos. Teníamos
que escoger con sumo cuidado el sitio adecuado para efectuar nuestros
sondeos y, por las noches, cuando regresaba a mi casa después del trabajo de
la jornada me dedicaba a estudiar el plano de la zona, analizaba la labor
realizada por otros arqueólogos que habían trabajado en pirámides, discutía
nuevas soluciones y conversaba hasta altas horas de la noche con mis
primeros obreros, Hofni y Hussein.
Creo llegado el momento oportuno de explicar a mis lectores el plano del
recinto amurallado de la pirámide… Ellos observarán que al norte del punto
en que la «Pared Blanca» se une a los muros norte-sur del recinto, se observa
un curioso cambio de estructura. Descubrimos este detalle poco después de
que la muralla quedase al descubierto sumiéndose en un mar de dudas durante
algún tiempo. En realidad había dos detalles que me hicieron reflexionar. El
primero podía observarse partiendo de la «Pared Blanca» en dirección norte.

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Los muros este-oeste del recinto no seguían la misma línea que antes sino que
quedaban enterrados a una profundidad de seis pies formando un ángulo. Esto
indicaba o bien la existencia de otro monumento unido al primero en el lado
norte o «una prolongación del monumento original». Después comprobé que
esta última suposición era la correcta.
El segundo detalle extraño consistía en el hecho de que esta prolongación
septentrional de la «Pared Blanca» quedaba encima del nivel de la parte sur
del recinto, formando una especie de plataforma elevada. ¿Por qué estaba
construido así? Solo las excavaciones que realizamos posteriormente nos
darían la respuesta final.
Entretanto en mi afán por encontrar una solución al problema, empecé a
excavar el recinto en toda su longitud desde el este al oeste, siguiendo la línea
de la «Pared Blanca». Encontramos primeramente grandes bloques de fina
piedra caliza, dispuestos de tal modo que formaban un tramo de escalones en
el extremo oeste del muro macizo, y que, por su situación, habría podido
servir de cantera a los constructores.
La pared resultó estar formada por una gruesa capa interior de piedra
caliza, regularmente dispuesta, revestida exteriormente de piedra caliza
blanca. La cara exterior del muro, estaba artesonada y reforzada con bastiones
colocados a intervalos regulares. Toda aquella magnífica estructura
presentaba exactamente el mismo diseño que la muralla de Djoser. Los
intervalos de muro situados entre los bastiones tenían la misma anchura y
longitud. Los bastiones eran de las mismas dimensiones, siendo aprovechados
los espacios más amplios para tallar en ellos las puertas simuladas, con sus
grandes hojas cerradas, lo mismo que en la muralla de Djoser. Yo estaba
entusiasmado porque de pronto parecía ser evidente que había encontrado un
recinto construido con arreglo a las líneas arquitectónicas de Djoser.
Durante el resto de la temporada de 1952, es decir, desde enero a marzo,
continuamos trabajando en la muralla, excavando 150 pies de su longitud.
Solamente nos detuvimos cuando en su extremo este, el más próximo a la
necrópolis, nos dimos cuenta de que la muralla había sido dañada como
consecuencia de la extracción de algunas de las piedras que la formaban.
Sin embargo, en la disposición estructural de las piedras pudimos observar
dos diferencias esenciales. Las dimensiones de estas eran aquí mucho más
grandes que las del recinto amurallado de Djoser. En la nueva muralla, la
altura de las piedras es de 50-52 centímetros mientras que en las partes bajas
de la muralla de Djoser es solamente de 24-26 centímetros. Por otra parte, la

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piedra fina de caliza fue utilizada mucho más sobriamente en el
revestimiento.
Estos dos factores son de suma importancia para determinar la fecha del
monumento. Es cierto que ya en el reinado de Djoser existía la tendencia a
aumentar el tamaño de los bloques de piedra ya que los constructores se
habían dado cuenta por fin de que un aumento del tamaño significaba cierta
economía en el trabajo de cortar los bloques y daba una mayor resistencia y
cohesión a los muros. Por ello, el tamaño de las piedras y la forma en que
fueron usadas en esta nueva muralla sugieren una fecha «posterior» a la de
Djoser, si bien todavía dentro de la Tercera Dinastía. La economía en el
revestimiento indica también un método de construcción más racional y, en
consecuencia, más perfeccionado. Pero las obras de la muralla fueron
abandonadas y el límite norte del recinto había sido desplazado seiscientos
pies más hacia el norte. La hipótesis de que fue abandonada durante su
construcción queda demostrada por el hecho de que el sexto y último muro de
piedras no habían sido revestidos aún presentando una superficie rústica. Por
otra parte, varios tabiques de piedra caliza sin pulir se apoyaban directamente
sobre la fachada ya ornamentada aunque parte de su superficie estaba todavía
sin alisar y conservaba las numerosas marcas de la cantera y las inscripciones
trazadas por los albañiles y a las que ya he hecho referencia anteriormente.
Durante todo este tiempo mis obreros y yo estuvimos pendientes de la
aparición de posibles restos de galerías subterráneas como las que existen en
el subsuelo del sector septentrional del recinto amurallado de Djoser, hasta
que un día encontramos algo que alimentó nuestras esperanzas. Era un túnel
abierto al parecer por uno de los antiguos ladrones de tumbas… Para el
arqueólogo, estos túneles pueden ser a la vez motivo de esperanza o de
desesperación. De esperanza porque indican que, hace miles de años, algún
osado bribón sabía o sospechaba la existencia de la tumba en las
proximidades. De desesperación porque ¡cabía la posibilidad de que la
hubiera encontrado y saqueado!
Pero esta vez prevalecieron nuestras esperanzas. Descendimos por aquel
pasadizo y seguimos el túnel hecho por el ladrón. Tenía una longitud de
sesenta y dos pies. Penetraba dentro de la roca y describía un amplio
semicírculo. Tuvimos que avanzar con cuidado por temor a que se
desprendiesen rocas o se produjera un desmoronamiento total del túnel pero,
cuando Hofni y yo llegamos al final del mismo y comprobamos que
terminaba en la roca, nos llevamos una alegría y nos tranquilizamos. En esta
ocasión al ladrón le salieron mal sus cálculos y tuvo que ceder disgustado.

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¿Pero habría tenido éxito en otra parte? Pasaría mucho tiempo antes de que
halláramos una respuesta a esa incógnita.
El período comprendido entre enero y principios de abril de 1952, fue
aprovechado para despejar la «Muralla Blanca» hasta su base y en toda su
longitud hasta el punto donde había sido deformada como consecuencia de la
extracción de sus piedras. Durante este tiempo había conseguido comprender
mejor la estructura del recinto amurallado. Siempre que realizo excavaciones
en algún yacimiento procuro identificarme con los constructores antiguos,
captar su idea con el objeto de comprender «por qué» su monumento había
adoptado una forma determinada. Los arquitectos antiguos introducían, con
frecuencia, modificaciones en sus planos durante la fase de construcción y
mediante la observación y el razonamiento metódicos, y la experiencia y
conocimientos obtenidos del estudio de otros monumentos, es posible a veces
deducir dónde y por qué se efectuaron esos cambios e imaginar acertadamente
lo que puede haber quedado oculto en el subsuelo.
De este modo, llegué a convencerme de que la Muralla Blanca había
formado originalmente el límite norte del recinto pero que por alguna razón,
aún no aclarada, los constructores decidieron extenderla hacia el norte a un
nivel más alto. También pude deducir que tratándose inequívocamente de un
recinto amurallado, debió de haber tenido un edificio central situado
aproximadamente en el centro geométrico del recinto «primitivo». Podría
objetarse que existía la posibilidad de que los constructores hubieran
abandonado el recinto antes de empezar el edificio central,
independientemente del carácter del mismo (pirámide o «mastaba»). Pero esto
era improbable, pues sabíamos por otras estructuras que las diversas partes
del edificio eran construidas simultáneamente y en este no se apreciaban
huellas de un edificio central semejante, ni siquiera de restos de mampostería,
que pudieran haberme conducido hasta la muralla.
A principios de abril, medí el recinto original con el teodolito a fin de
determinar su centro geométrico exacto. Expuse a Hofni mi idea y este la
compartió con entusiasmo. Nunca había trabajado antes en pirámides de una
época tan antigua aunque desempeñó un papel importante en la excavación de
la famosa pirámide del rey Senusret (din. XII) en el-Lahun. En realidad fue
Hofni Ibrahim quien encontró uno de los objetos más bellos descubiertos en
una pirámide egipcia unos treinta años antes. Había trabajado para Sir
Flinders Petrie en la tumba de la princesa Sit-Hathor-Iunet, hija de Senusret
II. En el curso de la excavación de un nicho en una esquina de la tumba
encontró una muestra extraña del «uraeus» real o serpiente sagrada. Era de

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oro, con una cabeza de lapislázuli ojos de granate, y estaba adornada con
cornerina, turquesa y lapislázuli. Este símbolo real, que representaba el
dominio sobre el Bajo Egipto, era llevado por los faraones en sus coronas.
Incrustado en el barro, no fue visto por los ladrones cuando saquearon la
tumba y había permanecido intacta durante cuatro mil años hasta que Hofni la
encontró. Él me explicó una vez que visitaba frecuentemente el Museo de El
Cairo solo para admirar el «uraeus» en su vitrina y recordar aquel día, hacía
ya treinta y seis años, en que lo tuvo por primera vez en sus manos. Son
recuerdos como este los que llenan de gloria la vida de estos hombres y les
estimulan cada vez que empiezan a trabajar en un nuevo yacimiento. Llenos
de esperanza mis trabajadores emprendieron la nueva fase de la excavación,
que consistía en intentar localizar el edificio central, si es que existía.
En todo trabajo de esta naturaleza, la suerte tiene tanta importancia como
el buen sentido y, en esta ocasión, nos favoreció la suerte. Yo había fijado el
sitio donde debía estar el edificio pero cuando di instrucciones para que se
abriese el primer pozo de sondeo no tenía la menor idea de si tropezaríamos
con el bloque de la muralla o, por el contrario, cavaríamos inútilmente en la
tierra de alguno de los patios interiores. Por ello, ya pueden imaginar mi
satisfacción cuando el 29 de enero de 1952, Hofni vino hacia mí excitado
diciéndome que habían encontrado restos de mampostería. Por fortuna,
localizado el verdadero límite sur de la estructura oculta, ya no nos resultaría
difícil desde allí seguirla hasta sus esquinas y definir los límites de todo el
edificio.
Este edificio resultó estar formado por una serie de muros independientes
que se apoyaban unos en otros y se inclinaban hacia dentro formando un
ángulo de 75 grados, mientras las «hileras de ladrillos unidas a la muralla
principal formaban un ángulo recto con respecto a esta». Los lectores que
hayan seguido detenidamente el Capítulo Primero en el que he explicado
cómo fueron construidas las Pirámides escalonadas podrán comprender que
esa experiencia contenía datos muy positivos para determinar la fecha de
construcción de aquellas estructuras. Sabemos que en los pocos ejemplos que
sobreviven de las pirámides escalonadas, las distintas terrazas están
construidas oblicuamente mientras que en las pirámides posteriores, erigidas
después de Snofru, las hileras de piedras se colocan horizontalmente.
Inmediatamente fui a ver a Monsieur Lauer, el arquitecto del Departamento
de Antigüedades que había trabajado durante muchos años en la pirámide
escalonada de Djoser y que es responsable de la restauración y consolidación
de los monumentos. Le encontré como siempre trabajando cerca de esta

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pirámide y juntos nos dirigimos al terraplén donde Hofni, Hussein y otros
obreros estaban despejando los muros recién descubiertos. Cuando los hubo
visto y examinado me dijo: «No cabe la menor duda de que esto forma parte
de una pirámide escalonada».
Aun así fueron todavía muchos los que dudaron de nosotros y,
desgraciadamente, habíamos llegado ya al final de la temporada de 1952.
Sabía que tendría que pasar algún tiempo antes de que se disiparan estas
dudas, lo cual tenía que ocurrir inevitablemente. Las excavaciones se
clausuraron en mayo de 1952 y no se reanudaron hasta noviembre del año
siguiente. Los trabajos habían alcanzado una fase crítica y comprendí que
necesitaba tiempo para estudiar los hallazgos y meditar detenidamente sobre
mi futuro plan de operaciones. Fue necesario también obtener una subvención
adicional con el objeto de poder continuar los trabajos.
En noviembre de 1953, volví a reunir a mis hombres y una vez más las
vagonetas cargadas empezaron a rugir a lo largo del Decauville, mientras nos
esforzábamos por descubrir más detalles de este misterioso edificio.
Primeramente me dediqué a delimitar su perímetro. Para ello prolongamos el
pozo asegurándonos de que la estructura continuaba a los lados este y oeste.
Luego di órdenes de desviar levemente los trabajos hacia el oeste en un punto
donde creí que podía encontrarse la esquina del edificio. Descubrimos que el
lado sur estaba cubierto de arcilla blanda procedente de las obras de
excavación de las galerías subterráneas y este detalle, casi imperceptible, nos
reveló dónde terminaban los rellenos artificiales y dónde empezaban los que
estaban constituidos por las piedras, extraídas de la pirámide. Al cavar bajo la
superficie del desierto, comprobamos dónde acababa este material relleno.
Poco después de empezar este trabajo me hallaba excavando en otro punto del
recinto amurallado cuando Hussein Ibrahim, el hermano de Hofni, vino
corriendo hacia mí con los brazos extendidos y gritando: «¡Mabruk elnasia!».
(«¡Enhorabuena. Hemos encontrado la esquina!»)
Volví con él y comprobé con gran satisfacción que habían hallado la
esquina de una pirámide, quedándome entonces más convencido de que no se
habían equivocado. Difícilmente podía tratarse de una «mastaba», debido en
parte a su tamaño pero sobre todo si teníamos en cuenta que no se conocen
«mastabas» con «muros escalonados y plataformas oblicuas». Este sistema es
típico en la construcción de las pirámides.
Todo yacimiento arqueológico tiene sus propias características y es
necesario trabajar mucho tiempo para encontrarlas y comprender lo que
ocurrió en los tiempos antiguos. Teniendo en cuenta la enorme superficie del

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recinto amurallado, adopté el método de buscar primero los puntos
principales. De otro modo, hubiera gastado mucho tiempo y dinero en una
labor infructuosa antes de poder interpretar la distribución de la estructura.
Y así, después de haber descubierto la primera esquina, fue fácil para
nosotros encontrar las otras tres. Por las fotografías podrá verse que se trataba
de una estructura escalonada, pero de la que queda solamente una de las
plataformas. La obra de albañilería es de excelente calidad, aunque los
bloques de piedra caliza son relativamente pequeños, como en la pirámide de
Djoser. Los constructores no habían alcanzado todavía la fase en que
realizaban sus construcciones con enormes bloques megalíticos. Las
dimensiones totales de la estructura alcanzan los 400 pies cuadrados. La base
es mayor que la de la pirámide de Djoser. A pesar de no haber sido finalizada,
tenía una altura máxima de 23 pies pero creo que las intenciones de los
constructores estaban orientadas a duplicar esa altura y que, por otra parte,
esta había sido considerablemente disminuida como consecuencia de la labor
de extracción de piedras de la antigua muralla. No hallamos la menor huella
de revestimientos exteriores, por lo que nuestra opinión según la cual la
pirámide fue iniciada pero nunca terminada, fue reforzándose poco a poco.
Esta tiene una estructura cuadrada formada posiblemente por unas catorce
plataformas de albañilería que van disminuyendo paulatinamente en altura
desde el centro hacia el exterior del edificio apoyándose en un núcleo central
y formando un ángulo que oscila entre 71 y 75 grados con relación a su
cúspide formando cada una de esas plataformas un ángulo recto con relación
al eje de la pirámide. La superficie externa de las plataformas se dejó sin
pulir. Si partimos de la hipótesis de que cada dos plataformas contiguas
estaban destinadas a formar un escalón, como sucede en el caso de la
pirámide de Djoser, podemos deducir que la nueva pirámide tenía que estar
formada por siete escalones en lugar de seis como la de Djoser.
Si esta pirámide hubiera sido terminada, habría alcanzado probablemente
una altura de unos 230 pies, es decir, 30 pies más que la de Djoser. Se apoya
directamente en la roca y fue construida con piedra caliza gris y tosca. Los
bloques son irregularmente cuadrangulares y se unieron mediante un mortero
compuesto por arcilla fina, extraída de los túneles y pasadizos subterráneos,
mezclada con fragmentos de piedra caliza. Las piedras fueron colocadas de
forma que cada una de ellas descansara sobre el punto de unión de las dos
piedras de debajo como se hace en la actualidad con los muros de ladrillo. Las
diversas hileras de piedras son paralelas y están perfectamente niveladas y los
espacios existentes entre estas son mucho más anchos en su base que en su

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parte superior. La existencia de un fragmento de una losa indicadora que lleva
grabado el nombre de Djoser y que fue aprovechado para construir el nuevo
monumento constituye una prueba evidente de que la nueva pirámide fue
construida en fecha posterior a la de Djoser.

The Buried Pyramid, 1956

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CUARTA PARTE

El libro de las torres

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Una segunda interpretación de la escritura
cuneiforme

HENRY RAWLINSON

SIR HENRY CRESWICKE RAWLINSON (1810-1895) nació en Chadlington,


Oxfordshire. En 1827, fue a la India como cadete de la Compañía de las
Indias Orientales y, después de permanecer allí seis años, fue trasladado a
Persia con otros oficiales para reorganizar las tropas del Shah. En aquel
tiempo se tenían bastantes conocimientos acerca de la escritura cuneiforme,
pero solo el alemán Grotefend había encontrado una pista para su descifrado
y Rawlinson, que no conocía el trabajo de Grotefend, se interesó
profundamente en el problema. Salvando grandes peligros y dificultades
escaló el Peñón de Behistún, transcribiendo parte de la inscripción. Pero las
fricciones políticas internacionales le obligaron a salir del país antes de
terminar su trabajo. En 1840, fue agente político de Kandahar y solicitó su
traslado a la Arabia Turca. Se estableció en Bagdad y continuó sus
investigaciones sobre el problema de las inscripciones. Fue entonces cuando
transcribió, descifró e interpretó el resto de la inscripción de Behistún.
Durante los dos años de permiso que disfrutó en Londres, dejó su valiosa
colección de antigüedades al cuidado del Museo Británico, el cual le
concedió una subvención para continuar las excavaciones iniciadas por Sir
Austen Layard, prosiguiendo con ellas hasta que se retiró en 1855. Le fue
concedido el título de Caballero de la Orden del Baño por su labor y durante
el resto de su vida, que la pasó principalmente en Londres, continuó sus
investigaciones sobre la escritura cuneiforme y sus actividades políticas
internacionales.

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H. C. Rawlinson, según un retrato pintado por H. W. Phillips en 1850.

«A mi llegada a Bagdad durante el presente año diferí la terminación de


mis traducciones y de la Memoria por la que pensaba ordenarlas y explicarlas
hasta que recibiera de Inglaterra los libros que me permitirían estudiar con
más detenimiento las peculiaridades de la gramática sánscrita. Mientras tanto,
me ocupé de la geografía comparada. Fue entonces cuando recibí, a través del
Vicepresidente de la Real Sociedad Asiática una carta del profesor Lassen que
contenía un manual de su último sistema corregido de interpretación y el
alfabeto Bonn, comprendiendo enseguida que era infinitamente superior a
todos los que anteriormente había examinado. Los puntos de vista del

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profesor coincidían realmente, en todo lo esencial, con los míos y como yo
estaba capacitado, por la afinidad del sánscrito y el zenda, para analizar
cualquier palabra de las inscripciones cuneiformes transcritas hasta entonces
en Persia y demostrar así el valor alfabético de casi todos los caracteres
cuneiformes, tenía suficientes motivos para admirar la aptitud del profesor
Lassen, que con los materiales tan limitados de que disponía en Europa había
llegado a resultados tan exactos. La estrecha aproximación de mi alfabeto con
el adoptado por el profesor Lassen se reflejará en una referencia a la tabla
comparativa aunque, de hecho, los trabajos del profesor no me han servido
más que para añadir un nuevo carácter a mi alfabeto y para confirmar
opiniones, dudosas en ocasiones, y que exigían una comprobación. Como las
mejoras que su sistema de interpretación introduce en el alfabeto empleado
por M. Burnouf parecen haber precedido no solamente al anuncio sino a la
adopción de mis propios criterios, no pretendo discutirle la prioridad del
descubrimiento alfabético. Mientras estuve ocupado en la redacción de la
presente Memoria, tuve oportunidad de examinar las inscripciones de
Persépolis pertenecientes a Mr. Rich y la inscripción persa de Jerjes que se
encuentra en Ván. También, por las páginas del “Journal Asiatique”, he
podido conocer más a fondo la lengua de los parsis según el Dr. Müller, y
familiarizarme con las traducciones del profesor Lassen por la lectura de una
de las notas críticas de M. Jacquet.
Tras haber descrito brevemente el progreso de mis estudios cuneiformes
durante los últimos cuatro años y explicado el procedimiento seguido para
completar mi alfabeto, tengo que hacer ahora algunas observaciones
particulares sobre las traducciones. Esta rama del estudio, aunque depende y
sigue necesariamente la correcta determinación de los caracteres, constituye
desde luego la única parte realmente valiosa de la investigación. Es
ciertamente la cosecha que ha producido el cultivo de un terreno escabroso y,
según tengo entendido, pobre en frutos hasta la fecha.
La traducción del profesor Grotefend y de Saint Martin son totalmente
erróneas y no merecen ninguna atención. La memoria de M. Burnouf sobre
las inscripciones de Hamadán se limita a una ilustración de veinte lineas
breves de escritura, que contienen una invocación a Ormuz, unos cuantos
nombres propios, y una fría enumeración de títulos reales. Ciertamente,
algunas de las peculiaridades gramaticales, por su identidad con ciertas
estructuras similares al zenda, están correctamente expuestas. Pero la
naturaleza de las inscripciones ha restado interés histórico a los trabajos del
secretario de París, no obstante la amplitud y erudición de los mismos. Y la

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condición defectuosa de su alfabeto le ha llevado, además, a cometer errores
importantes en la traducción. Su examen incidental de los nombres
geográficos contenidos en una de las inscripciones persepolitas de Niebuhr
constituye, con mucho, el aspecto más interesante de sus investigaciones. Sin
embargo, en una lista que refleja los títulos de veinticuatro de las naciones
más célebres del Asia antigua, solo ha descifrado correctamente diez de los
nombres.
Carezco de base para juzgar las traducciones del profesor Lassen,
exceptuando la muestra que me ha enviado de su sistema de interpretación
aplicado a la inscripción geográfica de Niebuhr y la crítica de M. Jacquet
sobre el mismo tema. Las grandes ventajas del alfabeto Bonn han permitido
alcanzar, en la identificación de los nombres geográficos de Persépolis, una
exactitud mucho mayor que la ofrecida por la de M. Bumouf, aunque creo que
no está exenta de errores en la lectura e identificación de estos nombres.
También ha interpretado mal en muchos casos tanto la etimología de las
palabras como la estructura gramatical de la lengua, lo cual se hace ostensible
en el apéndice de la presente Memoria donde comparo la traducción que hace
el profesor de la inscripción de Niebuhr con la mía.
Por tanto, aquí debo proclamar modestamente mi originalidad por haber
sido el primero en presentar al mundo una traducción gramatical literal y,
según creo, correcta de casi doscientas líneas de escritura cuneiforme, una
memoria del tiempo de Darío Histaspes, tan perfectamente conservada que
brinda una base amplia y definida para efectuar un análisis ortográfico y
etimológico de tanto interés para el historiador como las peculiaridades de su
lengua para el filólogo. Por otra parte no pretendo afirmar que mis
traducciones son impecables. Aquellos que en el presente escrito esperen ver
traducidas e interpretadas las inscripciones cuneiformes con la misma
precisión y claridad que las tablillas antiguas de Grecia y Roma, quedarán
muy decepcionados. Debe recordarse que hace ya mucho tiempo que el persa
de los tiempos pre-alejandrinos dejó de ser una lengua viva y que su
interpretación depende de la ayuda auxiliar del sánscrito, del zenda y de los
dialectos deformados que en los bosques y montañas de Persia han
sobrevivido a la desaparición de la vieja lengua. Además, en los casos en que
estas lenguas derivadas o afines no han conseguido perpetuar las raíces
antiguas o cuando mis limitados conocimientos de los diferentes dialectos no
me han permitido encontrar sus afinidades, me he visto obligado a atribuirles
significados arbitrarios obtenidos por analogía en un campo de investigación
tan limitado. Por tanto, creo que en algunas ocasiones mis traducciones

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pueden ser dudosas y que a medida que vayan acumulándose nuevos
materiales y los orientalistas más expertos prosigan sus estudios, podrá
considerarse necesario alterar o modificar algunos de los significados que yo
he establecido. Pero al mismo tiempo no dudo, no puedo dudar, de que he
interpretado con exactitud el sentido general de cada párrafo, estando así en
condiciones de presentar un perfil histórico que constituye una exposición
real y contemporánea de los importantes acontecimientos que precedieron a la
aparición y determinación de la carrera de uno de los más célebres monarcas
de los primeros tiempos de Persia».

Cuando escribí la precedente introducción en el año 1839, mi intención se


limitaba tan solo a publicar un texto sobre las inscripciones de Behistún con
un breve comentario ilustrativo sobre aquellos temas de filología, historia y
geografía que, a mi juicio, merecían una atención especial, con la esperanza
de que la Memoria, en esta forma modesta, quedaría preparada para su
impresión antes de que expirase el año. Sin embargo, a medida que fui
avanzando en mi trabajo, las dificultades aumentaron sensiblemente. El
estudio de una lengua, tan venerable por su antigüedad y tan interesante por
su estrecha afinidad con el sánscrito veda, parecía exigir más atención de la
que podía dedicársele en una simple serie de notas críticas. Al mismo tiempo,
las cuestiones geográficas e históricas que surgían continuamente en cada fase
de las investigaciones amenazaban con enterrar el texto bajo el peso de los
comentarios y oscurecer, o posiblemente disipar por completo, la fuerza y
claridad de los argumentos. En consecuencia, en el otoño de 1839, me puse a
trabajar en la refundición de la Memoria, disponiendo el material bajo títulos
diferentes y dedicando un capítulo independiente para tratar cada tema en
particular. Esta distribución fue de gran valor para mí. El progreso de los
trabajos era necesariamente lento pero también constante y uniforme. Podía,
pues, seguir confiando en publicar la Memoria, revisada, en la primavera de
1840 pero circunstancias imprevisibles y ajenas a mi voluntad detuvieron mis
estudios en pleno desarrollo, retrasando por largo tiempo la posibilidad de
reanudarlos.

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Copia, por Rawlinson, del texto cuneiforme del bajorrelieve de Behistun.

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Transcripción y traducción, por Rawlinson, de la inscripción anterior.

No es mi intención insistir en los detalles de la interrupción que retrasó mi


trabajo. Baste con decir que el Gobierno reclamó mis servicios, que salí
repentinamente del erudito aislamiento de Bagdad para desempeñar un
comprometido y difícil cargo en Afganistán y que continué en aquella
situación durante todo el tiempo que duró nuestra agitada ocupación del país.
Aquellos que hayan experimentado la dificultad de simultanear una intensa
dedicación a los asuntos literarios con el ordinario ajetreo de los negocios,
admitirán, creo yo, que la súbita incorporación al cargo público en
Afganistán, que exigía una atención exclusiva y una constante dedicación, no
me dejó otra alternativa que abandonar la investigación arqueológica. Haber
continuado mis trabajos sobre las inscripciones durante las pocas horas de
ocio que justificadamente podía permitirme no hubiera dado ningún resultado.
Haber dedicado una parte considerable de mi tiempo al estudio hubiera sido
incompatible con mis deberes para con el Gobierno.
Pero los años pasaron y, en diciembre de 1843, me encontraba
nuevamente en Bagdad. El interés por las inscripciones que había inspirado
mis investigaciones, nunca flaqueó y quizá resultó acentuado por los
imponderables que durante tanto tiempo habían retrasado su realización. Por
ello, me apresuré con viva satisfacción a aprovechar el primer intervalo de
descanso de que disfruté en tantos años para proseguir mis investigaciones.
Mr. Westergaard, bien conocido por su contribución a la literatura sánscrita,
que había estado viajando por Persia durante el año 1843 con el propósito de
coleccionar material paleográfico y arqueológico, tuvo la gentileza de
facilitarme nuevas inscripciones que había copiado en Persépolis. La
inscripción del pórtico contiguo a la gran escalinata, que había escapado a la
observación de todos los visitantes anteriores, era de mucho valor. Lo mismo
sucedía con las correcciones de las inscripciones H e I de Niebuhr y la
restauración de todas las tablillas menores de la tribuna. Pero la joya de esta
colección y en realidad el documento más importante de su clase que existe
en Persia, con excepción de las tablillas de Behistún, fue para mí la extensa
inscripción de Nakhsh-i-Rustam en el sepulcro de piedra labrada de Darío. La
inscripción destacaba no solo por su extensión e interés sino también por la
exactitud de su diseño. Realmente, me vi obligado a reconocer que la copia de
Mr. Westergaard, defectuosa por necesidad, tanto por la erosión que había
sufrido la roca como por la dificultad que suponía seguir los trazos de las
letras mediante un catalejo a una altura tan elevada, revelaba todavía, por su

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superioridad sobre todos los ejemplares de Niebuhr, Le Brun, Porter y Rich,
la inmensa ventaja que tiene el amanuense familiarizado con los caracteres y
la lengua sobre el que solo puede confiar la fidelidad de su transcripción a la
precisión imitadora de un artista.
En mis recientes trabajos, me resultaron de la mayor utilidad las
inscripciones de Mr. Westergaard así como la copia meda de la inscripción de
Nakhsh-i-Rustam, que recibí, poco después de mi llegada a Bagdad, gracias a
la amabilidad de M. Dittel, un orientalista ruso que era coadjutor de Mr.
Westergaard en Persépolis. Confío que ambos caballeros me permitan
expresar públicamente mi agradecimiento por sus favores.
Tal vez con este abundante material en mi poder, y con el conocimiento
más preciso de la lengua que este me proporcionaba, hubiera sido aconsejable
realizar una tercera revisión de la Memoria que estaba escribiendo. La
necesidad de llevarla a efecto se hizo evidente por el feliz resultado de una
segunda visita que hice al peñón de Behistún en el otoño del pasado año y en
la que conseguí copiar toda la escritura persa de aquel lugar y también una
parte muy considerable de las transcripciones medas y babilónicas. No
hablaré de los peligros o dificultades de la empresa, que cualquier persona
suficientemente equilibrada podría salvar felizmente pero que han impedido
que las inscripciones fuesen presentadas hace tiempo al público por alguno de
los numerosos viajeros que las contemplaron a distancia.
Al regresar a Bagdad después de mi gira por el Kurdistán meridional, mis
ocupaciones públicas y mi precaria salud me impidieron nuevamente
proseguir mi trabajo durante cierto tiempo. Las mismas causas, en mayor o
menor grado, impidieron su continuación durante la primavera y el verano y
si no hubiera tenido la suerte de contar con la ayuda del Teniente Jones, un
inteligente oficial de la Armada India que había bocetado las esculturas de
Behistún contribuyendo en gran medida a la ejecución del texto, hubieran
fracasado todas mis esperanzas de una pronta publicación. Puedo señalar
igualmente que, en febrero de aquel año, tuve la precaución de enviar a la
Real Sociedad Asiática una transcripción literal de cada pasaje de la escritura
persa de Behistún, descartando así toda reclamación que la Sociedad pudiera
presentar en aquel tiempo sobre los resultados que se publican en la siguiente
Memoria.
Paso ahora a reseñar la marcha actual de los descubrimientos hechos sobre
el Continente durante el período transcurrido desde la publicación de las
Memorias de Bonn y París de 1836. En 1838 el profesor Lassen, según creo,
fundó en Bonn un diario que trataba exclusivamente de Paleografía y

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Literatura Orientales. En aquel periódico tuve ocasión de leer varias páginas
sobre las Inscripciones Cuneiformes que habían aparecido en diversas fechas.
Estando en Calcuta en 1843, el Dr. Aloys Sprenger me explicó (ya que
desgraciadamente desconozco el alemán) uno de estos periódicos, que
contenía una traducción de la inscripción de Artajerjes Oco. Pero del
contenido de los restantes no tuve el menor conocimiento. Gracias a Mr.
Westergaard he podido examinar el estudio que el profesor Grotefend llevó a
cabo en 1839, en el que ponía en duda los descubrimientos del profesor
Lassen y los rebatía con los argumentos infalibles del anticuado alfabeto de
1815, procedimiento que los especialistas alemanes consideraron justamente
como muy poco eficaz.
Al profesor Grotefend se debe el alto honor de haber efectuado un
descubrimiento primitivo, aunque imperfecto, pero el profesor Lassen puede
competir con él incluso en la identificación numérica de los valores
alfabéticos, y, por otro lado, en todos los puntos esenciales de la
interpretación no caben comparaciones entre los sistemas antiguos y
modernos. Por la misma fuente supe también que otros orientalistas, cuya
labor apenas conozco, participaban en la investigación. Según parece, al Dr.
Beer, de Leipzig, se le atribuye en Alemania el descubrimiento de los

caracteres ; se dice además que el llorado Jacquet se había


apropiado en sus investigaciones la determinación de la letra

. Las únicas identificaciones en la presente Memoria, que


entiendo son esencialmente distintas de las que se aceptan universalmente en

el Continente, son pero la atribución del valor sh en lugar

de s al carácter y de tr (con una consonante líquida más bien virtual que

articulada) al carácter supone modificaciones de cierta importancia y

hay que señalar dos nuevas letras y que yo represento por ñ’ y ñ


respectivamente. Para aquellos que estén interesados en la enumeración
alfabética, la relación tabular que encabeza el capítulo III sobre el alfabeto
cuneiforme persa les brinda una información completa y satisfactoria. Para la
simple lectura de las inscripciones, los valores fonéticos que se reflejan en la
columna de la derecha de la tabla constituirán una guía suficiente y amplia.

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Por último debería rendir tributo también a la agudeza y espíritu de
observación del profesor Lassen. Parece ser que Mr. Westergaard, a su
regreso a Europa a comienzos de 1844, puso las inscripciones persas en
manos del profesor Lassen entendiéndose que estos materiales eran de
considerable importancia y exigían un concienzudo e inmediato análisis.
Consecuentemente, el profesor Lassen dedicó uno de los primeros números de
su diario a este tema y aprovechó la ocasión para reunir al mismo tiempo las
restantes inscripciones de la misma clase y publicar todas las series juntas en
un texto corregido y con traducciones revisadas. Este es, según creo, el último
trabajo aparecido sobre el tema y, como podía esperarse, anticipa en cierto
grado la novedad de la presente Memoria. He recibido una copia del panfleto
mientras escribía las páginas siguientes y creo que tienen un gran interés
como manual de referencia. Las notas marginales, que he añadido al texto
actual, demostrarán de forma inequívoca el cuidado con que la he examinado.
Pero al mismo tiempo debo señalar que mis traducciones, ya terminadas
cuando llegó el libro, aunque fueron comprobadas, permanecieron invariables
en su forma. Y tengo que lamentar además que mi desconocimiento del
idioma alemán me haya privado del suficiente apoyo, en ciertos puntos
gramaticales dudosos que, de haber podido seguir los argumentos del
profesor, un investigador tan eminente y exacto, sin duda alguna habría
resuelto fácilmente.
Solo me resta hacer la observación de que aunque la presente Memoria,
como consecuencia del fuerte aumento del material, ha sido refundida el
presente año, en cuanto se refiere a los materiales originales y a todos sus
puntos esenciales de construcción etimológica y gramatical, es absolutamente
idéntica a la que dejé en un avanzado estado de preparación para ser impresa
en 1839. Las traducciones pueden ser corregidas (reconociendo mis
limitaciones en lo que se refiere al conocimiento perfecto de las sutilezas de la
gramática zenda y sánscrita, las someto con humildad y respeto al juicio del
público), pueden ser objeto de un examen crítico del texto pues los materiales
disponibles para su análisis o verificación no están, creo yo, agotados. Pero a
menos que se emprendan excavaciones a gran escala en Susa, Persépolis o
Pasargada, debemos contentarnos con las modestas observaciones aquí
contenidas con el convencimiento de que, en estas pocas páginas, hemos
utilizado todo lo que queda de las lenguas persas antiguas y todo lo que está
registrado en los archivos contemporáneos del país sobre las glorias de los
aqueménidas.

The Persian Cuneiform Inscriptions at Behistun, 1846

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¿Estuvo Babilonia aquí?

CLAUDIUS JAMES RICH

CLAUDIUS JAMES RICH (1787-1820) nació en Dijon, Burgundy, pero se


educó en Bristol. Siempre demostró un acentuado interés por las lenguas y
empezó a estudiar árabe a la edad de nueve años. Fue probablemente esta
inclinación suya lo que decidió a la Compañía de las Indias Orientales a
destinarle a Egipto cuando llegó a cadete en 1803, pero en el viaje de ida
hacia su primer destino sufrió un naufragio y después de pasar algún tiempo
en Malta y más tarde en Italia fue enviado a Constantinopla y Esmirna. Viajó
extensamente por Asia Menor y luego se trasladó a Egipto. Sus
conocimientos de la lengua y costumbres árabes eran tan vastos que
consiguió pasar por mameluco y viajar sin ser identificado por todo Egipto,
Siria y Palestina, consiguiendo incluso entrar en la Gran Mezquita de
Damasco. En 1807 fue destinado a Bombay pero la Compañía resolvió al
poco tiempo que sus excepcionales dotes podían ser mejor aprovechadas en
Asia Menor y le destinaron a Bagdad donde se acreditó como administrador.
Su trabajo no le absorbió tanto como para no disponer de tiempo que dedicar
a sus estudios. Hizo un viaje a las ruinas de Babilonia en 1811 y en 1820
proyectó una expedición mucho más importante a través del Kurdistán
pasando por Nínive, Shiraz y Persépolis, concluyó su viaje en Bagdad tras
descender por el Tigris. Se declaró, sin embargo, un brote de cólera en
Shiraz y tras haber prestado su valiosa ayuda, Rich cogió la enfermedad y
falleció a consecuencia de la misma. Sus libros, manuscritos y gran número
de valiosas antigüedades fueron vendidos al Museo Británico.

Los que han investigado las antigüedades de Babilonia han insistido


mucho sobre la autoridad de Diodoro, probablemente atendiendo más a la
cantidad que a la calidad de la información que este nos proporciona. Diodoro
nunca estuvo en aquel lugar. Vivió en una época en que, como él mismo nos
relata, aquella zona era removida por los arados. Por ello, recurrió a Ctesias y
debe afirmarse que la necesidad de discriminación en los antiguos y la

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credulidad del mismo Diodoro nunca estuvieron mejor ejemplificados que en
su elección de un escritor que confunde el Éufrates con el Tigris y nos dice
que Semíramis erigió a su esposo un monumento que, a juzgar por las
dimensiones que él nos proporciona, debió de haber sido superior en altura al
Monte Vesubio y casi igual al Monte Hecla. Si esto no son «cuentos de
hadas», verdaderamente no sé como calificarlo. Cuando de forma tan evidente
y reiterada podemos denunciar la ignorancia y exageración de un autor no
estamos ciertamente justificados para alterar lo que ya se ofrece ante nuestra
vista para adaptarlo a sus descripciones. Disponemos únicamente de la
autoridad, muy dudosa, de Stesias respecto al segundo palacio y el
maravilloso túnel bajo el río, pero este escritor no aclara si la Torre de Belus
se levantaba en el lado este o en lado oeste. Herodoto, que adquiere mayor
crédito a medida que se le estudia y se le comprende, es el único historiador
que visitó personalmente Babilonia y es en todos conceptos la mejor
autoridad de su época sobre la materia. El perímetro que le atribuye a
Babilonia se ha considerado por lo general exagerado pero después de todo no
podemos demostrarlo. No nos ofrece detalles que nos permitan determinar la
situación del Palacio (pues no habla sino de uno) y del Templo y no habla de
que se levantaran en el lado este o en el oeste ni de que estuvieran próximos
al río. Es cierto que partiendo de este historiador se ha dicho que el Templo se
hallaba exactamente en el centro de una de las mitades en que el río divide a
la ciudad, y que, hay que tenerlo en cuenta, si no hemos calculado mal no
coincidiría con la posición que le atribuye el Mayor Rennel sobre las
márgenes del río. Pero el error parece haber surgido por la traducción de
μέσοζ centro… Estrabón, como podría esperarse, cita menos detalles que
Herodoto y los demás historiadores griegos y romanos todavía menos. Son,
por consiguiente, de escasa utilidad en un examen topográfico. Parece, pues,
que ninguno de los antiguos aclara si la Torre de Belus estaba situada al este o
el oeste del Éufrates, que su posición en el centro de la ciudad o en una de sus
divisiones no está en absoluto determinada con claridad y que, mientras la
descripción del más eminente de los autores antiguos no entraña dificultades,
los detalles que nos confunden están respaldados precisamente por el
testimonio aislado del peor de todos ellos…
Reitero por tanto mi creencia, fundada en el examen de las ruinas
encontradas cerca de Hilla, de que estas tienen un carácter uniforme ya que
deben ser consideradas enteramente como parte de Babilonia o rechazadas en
su totalidad sin reservas. Y debo señalar aquí lo que me parece ser la mejor
prueba de su antigüedad, independiente de su apariencia, dimensiones y

Página 289
correspondencia con las descripciones de los antiguos: los ladrillos calcinados
de que están principalmente compuestas las ruinas y que contienen
inscripciones con caracteres cuneiformes, solo encontrados en Babilonia y
Persépolis, están todos invariablemente colocados de la misma forma, o sea,
con la cara o lado escrito hacia abajo. Esto demuestra cierto plan en su
colocación aunque su significado sea ahora imposible de conocer. Ello, sin
embargo, prueba suficientemente, que los edificios debieron de haber sido
erigidos al mismo tiempo que los ladrillos, coincidiendo también la
antiquísima y peculiar forma de sus caracteres. Cuando se han encontrado
estos ladrillos en otras modernas construcciones, como en Bagdad y Hilla,
han estado desde luego colocados sin orden alguno, sin tener en cuenta las
inscripciones que contenían. En las capas más profundas de las excavaciones
de Kassr, en el pasadizo subterráneo o canal, yo mismo he encontrado
fragmentos pequeños de arcilla cocida, conteniendo escritura cuneiforme y,
algunas veces figuras indiscutiblemente babilónicas, que serán descritas
cuando hable de las antigüedades de esa civilización. Si estas ruinas hubieran
sido más recientes de lo que aquí se presume, las inscripciones no habrían
tenido este orden y disposición y con toda probabilidad habríamos hallado
otras con los caracteres de la lengua de aquella época. Por ello, si la ciudad
hubiera sido mahometana o cristiana, podíamos haber esperado
razonablemente encontrar fragmentos de Coufic o Stranghelo. Existe en estas
ruinas otra circunstancia de la mayor importancia, casi decisiva para
determinar su antigüedad. En el mismo corazón del montículo llamado Kassr
y también en las ruinas de la orilla del río, que se han desmoronado y
resquebrajado por la acción del agua, pude observar urnas de tierra llenas de
cenizas, con algunos fragmentos pequeños de huesos en su interior; y en la
parte septentrional del Mujelibè descubrí una galería llena de esqueletos que
estaban depositados en ataúdes de madera. Sobre la gran antigüedad de las
urnas funerarias nadie puede dudar un solo instante y la de los esqueletos está
suficientemente comprobada por el hecho de que los cadáveres fueran
enterrados, sistema nunca practicado en este país desde la introducción del
islamismo, y aún más por un curioso ornamento de metal que encontré en uno
de los ataúdes. Estos descubrimientos tienen suma importancia y si bien es
cierto que resulta difícil reconciliarlos con cualquier teoría sobre estas ruinas,
constituyen en sí mismas una prueba de su antigüedad. Del mismo modo las
dos formas separadas de inhumación merecen la mayor atención. Creo que no
existen razones para suponer que los babilónicos enterraban a sus muertos; los
antiguos persas que conocemos nunca lo hicieron. Cabe la posibilidad de que

Página 290
la diferencia pueda revelar la existencia de costumbres distintas entre los
babilónicos y los griegos y que las urnas puedan contener cenizas de los
soldados de Alejandro y de sus sucesores…
Solo me resta hablar de las ruinas más interesantes y notables de toda
Babilonia: Birs Nemrud. Si un edificio ha dejado alguna vez huellas
considerables, este es ciertamente la Pirámide o la Torre de Belus, que por la
forma, dimensiones y solidez de su construcción estuvo bien calculada para
resistir los embates del tiempo y que de no haberla destruido el hombre, con
toda probabilidad habría llegado hasta nuestros días casi en el mismo estado
de conservación en que se hallan las pirámides de Egipto. Y a pesar de la
devastación de que, como sabemos, fue objeto en una época muy lejana, nos
resulta posible seguir sus huellas después de haber desaparecido de la faz de
la tierra todos los demás vestigios de Babilonia. Por ello, cuando a corta
distancia del lugar que los geógrafos, anticuarios y también la tradición del
país señalan como emplazamiento de la antigua Babilonia, vemos una
magnífica torre que parece haber sido construida en fases sucesivas y que
lleva las huellas más indiscutibles de la violencia del hombre y el transcurso
de los años y que todavía se destaca sobre el desierto maravillando a las
generaciones actuales, es imposible que su perfecta correspondencia con
todos los relatos sobre la Torre de Belus no sorprenda al más descuidado de
los observadores y le induzca a aclarar las dificultades que planteó el Mayor
Rennel para situarla dentro de los límites de Babilonia. Entiendo que estas
ruinas son de tal naturaleza que fijan por sí mismas la ubicación de Babilonia
y excluyen incluso las de la margen oriental del río. Y si los antiguos
atribuyeron realmente a la Torre una posición irreconciliable con la de Birs,
sería más razonable suponer que hubo algún error en sus cálculos que ignorar
la más importante de todas las ruinas. Pero no hay necesidad de hacer
conjeturas. Como ya he señalado en la primera parte de esta Memoria, según
el criterio de los historiadores antiguos, parece ser que ninguno de ellos fijó
positivamente el lugar en donde se levantaba la Torre de Belus y si aceptamos
las dimensiones que el mejor de los historiadores antiguos (él mismo testigo
ocular) fijaba a Babilonia, tanto Birs como las ruinas orientales quedan
claramente dentro de sus límites. Para rechazar su testimonio disponemos
solamente de nuestro sentido de la probabilidad. Hemos reducido las
dimensiones simplemente porque no coinciden con nuestras ideas sobre el
tamaño de la ciudad. Pero sabemos que Babilonia fue más bien un distrito
amurallado que una ciudad y, desde luego, no vacilaríamos en abandonar las

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pruebas menos fehacientes y en aceptar las afirmaciones de Herodoto si en el
lugar hubieran vestigios que las justificaran.
La altura total de Birs Nemrud desde la llanura hasta la cima de la muralla
de ladrillo es de doscientos treinta y cinco pies (235). La muralla de ladrillo
que se levanta sobre el borde de la cima y que era indudablemente la fachada
de otra terraza mide treinta y siete (37) pies de altura. Junto a la torre y algo
por debajo de la cima se aprecia claramente la parte de otra muralla de
ladrillo, parecida precisamente al fragmento que corona la parte superior, pero
que encierra todavía y soporta su parte correspondiente del edificio. Esto
revela claramente la existencia de otra terraza de grandes proporciones. La
mampostería es infinitamente superior a todo lo que he visto en su género.
Prescindiendo del origen que pudieran tener estas ruinas, la impresión que se
tiene al contemplarla es la de que se trata de una torre maciza, formada
interiormente por ladrillo crudo y tal vez por tierra y cascotes. Fue construida
en fases sucesivas y recubierta con ladrillos finos cocidos, que contenían
inscripciones y estaban colocados sobre una fina capa de argamasa, y que fue
reducida por la violencia a su estado ruinoso actual. Los pisos superiores han
sido derribados por la fuerza habiendo sido el fuego el agente destructor, si
bien no resulta fácil explicar las razones y la forma en que la destrucción se
produjo. El recubrimiento de ladrillos se ha desprendido parcialmente
quedando cubierto en parte por la caída de la masa que soportaba. Estoy
firmemente convencido de la existencia de diferentes terrazas en este edificio,
habiendo sido confirmadas y extendidas recientemente mis propias
observaciones por un inteligente visitante que, según afirma, ha apreciado
claramente las huellas de «cuatro» terrazas. Como creo que proyecta publicar
un relato de sus viajes, no deseo anticipar ninguna de sus observaciones
aunque no puedo dejar de citar una notable conclusión que surge de las
mismas: La Torre de Belus medía un estadio de altura. Por ello, si suponemos
que las ocho torres que componían la Pirámide de Belus tenían la misma
altura, con arreglo a la idea del Mayor Rennel (preferible a la del Conde de
Caylus —véase «Mem. de l’Academie», volumen XXXI—) deberíamos
encontrar huellas de las mismas en los restos que hoy se aprecian y que miden
235 pies. Y en este cálculo coincido con los descubrimientos de Mr.
Buckingham. Esta conclusión merece la mayor atención, ya que no se le
ocurrió al propio Mr. Buckingham.
Parece ser que Birs Nemrud es la Torre de Belus de Benjamín de Tudela,
quien afirma fue destruida por el fuego del cielo (una observación curiosa ya
que demuestra que examinó las masas vitrificadas de la cima). Mr.

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Beauchamp habla de ella citando a Brouss ya que él nunca la visitó
personalmente. Desde luego visitarla no es fácil sin una fuerte escolta. El
excelente Niebuhr, cuya inteligencia, laboriosidad y precisión nunca serán
suficientemente elogiadas, sospecha que Birs ha sido la Torre de Belus.
Aporta un buen informe sobre ello si bien con la precipitación que las
circunstancias imprimieron a su empresa: «Au sud ouest de Hellè à 1 ¼ mille,
et par conséquent à l’ouest de l’Euphrate, on trouve encore d’autres restes de
l’ancienne Babylone: ici il y a toute une colline de ces belles pierres de
murailles dont j’ai parlé; et au dessus il y a une tour qui à ce qui parait est
intérieurement aussi toute remplie de ces pierres de murailles cuites; mais les
pierres de dehors (qui sait combien de pieds d’épaisseur) sont perdues par le
tems dans cette épaisse muraille, ou plutôt dans ces grands tas de pierres: il y
a ici et là de petits trous qui percent d’un coté jusqu’à l’autre, sans doute pour
y donner un libre passage à l’air, et pour empêcher au dedans l’humidité, qui
auroit pu nuire au batiment (“Voyage”, vol. II, p. 235)». Aunque nuestro
conocimiento del francés es deficiente, no cabe la menor duda de que esta
descripción corresponde a Birs.
Después de esto me sorprendió, ciertamente, comprobar que el Mayor
Rennel no solo la excluía de los límites de Babilonia sino que dudaba de que
el montículo fuese artificial. El hecho de que toda la mole, desde la cúspide
hasta la base, es artificial es tan evidente que no tuve más remedio que
escribir un tratado para demostrar que las pirámides son obra del hombre,
haciendo hincapié en este asunto. Ciertamente, si había algo que confundía en
el aspecto del montículo, los principios de la geografía física rechazaban
completamente la suposición de que se trataba de una colina aislada de
formación natural en un terreno constituido por las sedimentaciones del río.
Por ello, si algún viajero imaginó estar viendo una colina natural en Musseil o
en cualquier otro sitio de aquella zona, estaba absolutamente equivocado.
Las mismas razones demuestran que nunca pudieron existir manantiales
bituminosos en Babilonia. (Véase «Geog.» de Herod., p. 369.) Diodoro, no
dice, como supone el mayor Rennel, que fuese encontrado alquitrán en la
ciudad de Babilonia sino en el estado de Babilonia, que es cosa bien distinta.
Birs Nemrud se encuentra actualmente, con toda probabilidad, casi en el
mismo estado en que la halló Alejandro, si hemos de dar crédito a la
referencia de que diez mil hombres trabajando durante dos meses solo
pudieron extraer los escombros, para preparar su restauración. Si
verdaderamente fue preciso utilizar la mitad de esa cifra para despejarlo, el
estado de destrucción debió de haber sido completo. Las enormes masas de

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ladrillo vitrificado que se ven en lo alto del montículo parecen haber
caracterizado su cima desde el tiempo de su destrucción. Probablemente, los
escombros acumulados alrededor de su base fueron mucho más abundantes,
habiendo desaparecido gran parte de los mismos en el transcurso de tantos
siglos. Y posiblemente gran parte del recubrimiento exterior, formado por
ladrillo fino, debió de haber desaparecido en diferentes períodos.
En las precedentes observaciones me he esforzado por demostrar que las
ruinas de Babilonia en su estado actual pueden conciliarse perfectamente con
las mejores descripciones de los escritores griegos sin necesidad de forzar
ninguno de los relatos. Estoy persuadido de que cuanto más se investigue
sobre el asunto tanto más fundada se encontrará dicha conformidad. Pero es
un tema en que el espíritu sistemático puede resultar mal enfocado. Y me
hallo tan lejos de dejarme arrebatar por mis propias opiniones que si en el
curso de mis investigaciones se llegaran a descubrir detalles que
razonablemente pudieran refutarlas, sería el primero en exponerlos al público.

Bagdad, julio 1817.

P. D. Después de haber escrito este trabajo he recibido un extracto del


suplemento de la quinta edición de la «Encyclopaedia Britannica» que
contiene un sumario de mis anteriores referencias sobre Babilonia, con las
ideas personales del autor sobre el tema. Me satisface mucho comprobar que
mis opiniones encuentran la confirmación de este escritor.

Second Memoir on Babylon, 1818

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Las murallas de Babilonia

ROBERT KOLDEWEY

ROBERT KOLDEWEY (1855-1925) estudió arquitectura, arqueología e


historia antigua en Berlín, Munich y Viena. Su primera investigación
arqueológica la efectuó en la Acrópolis de Assos, tras la cual el Instituto
Arqueológico Alemán le confió la excavación de Lesbos y, en 1887, el Museo
Británico le envió al Irak. Durante los diez años siguientes, alternó la
enseñanza en Gorlitz con las excavaciones en la zona del Mediterráneo. En
1897, la Sociedad Oriental Alemana, deseando lograr nuevos hallazgos de
tablas cuneiformes, le encomendó la realización de un estudio de los
prometedores yacimientos de Mesopotamia, informando favorablemente
sobre Babilonia. En 1899 inició los trabajos y permaneció allí por espacio de
dieciocho años, salvo el tiempo que permaneció ausente durante la primera
guerra mundial, cuando el avance británico estuvo a punto de cortar la
última salida que le quedaba para escapar. Su expedición fue quizá la más
científica y ciertamente una de las mejor equipadas de su tiempo, siendo la
primera en instalar un tren ligero para el transporte de los escombros y en
emplear a más de 200 hombres. Con su labor contribuyó poderosamente a
que la legendaria Babilonia de la Biblia pudiera conocerse y estudiarse como
un hecho histórico y geográfico.

En tiempos de Nabucodonosor el viajero que se aproximaba a la capital de


Babilonia desde el norte se encontraba, donde en la actualidad fluye el Canal
del Nil, frente a frente con la colosal muralla que circundaba la poderosa
Babilonia. Parte de esta muralla existe hoy todavía formando una pequeña
loma de tierra de unos 4 a 5 kilómetros de longitud. Hasta el momento hemos
excavado solamente una pequeña parte de la misma y podemos dar
únicamente una descripción detallada de los rasgos más notables de estas
fortificaciones, a las que tanta fama dieron los escritores griegos.

Página 295
Reconstrucción del palacio real de Babilonia con la puerta de Isthar y la vía de las
procesiones, según Koldewey.
Babilonia. Barrio de los templos, según la reconstrucción de Koldewey. (La torre
truncada carece de los últimos pisos)

La construcción original estaba formada por una muralla de ladrillo crudo


y tenía unos siete metros de espesor. Frente a ella y a una distancia de 12
metros, se levantaba una segunda muralla de ladrillo cocido de 7,8 metros de
espesor con la muralla reforzada del foso a sus pies, también de ladrillo
cocido y de 3,3 metros de espesor. El foso quedaría posiblemente frente a esta
última pero no hemos efectuado todavía investigaciones a fondo y, por ello,
no se ha encontrado aún la contraescarpa.
Sobre la muralla de barro, se levantaban torres de 8,37 metros (unos 24
ladrillos) de anchura, que se proyectaban por fuera de la muralla en ambas

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caras. Medidas de centro a centro, entre estas torres existía una distancia de
52,5 metros, levantándose una torre cada 100 alnas, teniendo en cuenta que el
alna babilónica medía aproximadamente medio metro.
Debido al estado incompleto de las excavaciones, no es posible
determinar todavía cómo estaban construidas las torres de la muralla exterior.
El espacio que quedaba entre las dos murallas estaba lleno de cascotes, por lo
menos hasta la altura en que las ruinas se han conservado, y es de suponer que
hasta la cima de la muralla exterior. En lo alto de la muralla corría una
calzada que permitía el paso de un grupo de cuatro caballos en línea e incluso
el doble de este número. Sobre la parte superior de la muralla las estancias
superiores de las torres se miraban unas a otras como si fueran pequeñas
casas.
Esta amplia calzada que coronaba la muralla y que adquirió renombre
universal gracias a las descripciones que hicieron de ella los escritores
clásicos, era un elemento importantísimo para la protección de la ciudad.
Permitía en cualquier momento un rápido desplazamiento de las fuerzas
defensivas a aquella parte de la muralla que se hallase especialmente
comprometida por el ataque. La línea defensiva era muy larga; el frente
nordeste, que todavía puede medirse, era de 4.400 metros de longitud y la
extensión de la muralla sudoriental, aunque reducida a escombros, puede
fijarse, sin necesidad de efectuar excavaciones, en unos 2 kilómetros. Estos
dos flancos de la muralla se extendían realmente hasta el Éufrates, que corría
de norte a sur. Junto con el Eufrates, cerraban aquella parte de Babilonia de la
que existen todavía ruinas, pero según Herodoto y otros escritores estaban
reforzadas por otras dos murallas, de forma que el emplazamiento de la
ciudad constituía un cuadrángulo por el que el Éufrates fluía diagonalmente.
De las murallas occidentales no quedan restos en la actualidad. No ha podido
confirmarse todavía que las huellas de una muralla observadas al sur, junto al
pueblo de Sindjar, hayan pertenecido a aquellas.
Las excavaciones realizadas hasta la fecha no han revelado la existencia
de ninguna muralla que circundase esta fortificación. El perímetro tenía una
extensión de 18 kilómetros. Sin embargo, Herodoto habla de 86 kilómetros y
Ctesias de 65. Esta discrepancia debe responder a un cálculo erróneo. Los 65
kilómetros de que habla Ctesias equivalen prácticamente a cuatro veces la
longitud correcta y bien puede suponerse que confundió la cifra
correspondiente al perímetro total por las medidas de un lado del cuadrado.
Posteriormente volveremos a hablar con más detalle del testimonio de los
escritores antiguos comparándolo con la evidencia que por sí solas ofrecen las

Página 297
ruinas. Hablando en términos generales, las medidas facilitadas no
corresponden a las actuales y, por el contrario, la descripción general, es en su
mayor parte correcta. Herodoto dice que la muralla de Babilonia está
construida con ladrillo cocido. Para un observador superficial parecerá cierto
ya que solo el remate de la muralla interior de barro puede verse desde fuera.
La escarpa del foso estaba formado por ladrillos cuadrados, excepcionalmente
numerosos en Babilonia, que miden 33 centímetros y llevan el sello corriente
de Nabucodonosor. Los de la pared de ladrillo son algo más pequeños (32
centímetros) y no están sellados. Estos ladrillos menores no sellados son
comunes a la época anterior a Nabucodonosor pero pueden datar muy bien de
los primeros años de su reinado, como veremos más adelante. No podemos
fijar el período a que pertenece la muralla de ladrillo de barro, aunque, desde
luego, es anterior. Según parece, tenía una escarpa de la que aún quedan
algunos restos dentro de la muralla de ladrillos grandes. Parece haber sido
atravesada por la última en su parte exterior.
Hasta el momento hemos descubierto solamente unas 15 torres en la
muralla de barro. Son las llamadas torres de Cavalier y se proyectan por
ambas caras de la muralla trepando sobre la misma. Eran, por supuesto, más
altas que las murallas pero de las ruinas no podemos deducir nada respecto a
su altura ya que solo han sobrevivido las paredes inferiores. Las torres miden
3,36 metros de anchura y están separadas por una distancia de 44 metros. De
este modo, la parte frontal de la muralla tuvo alrededor de 90 torres y en todo
su perímetro (contando con que la ciudad formaba un cuadrado) debieron
alzarse unas 360. No sabemos cuántas contenía la muralla exterior. Ctesias
habla de 250. Aún no se ha encontrado ninguna entrada, lo cual no es
sorprendente si consideramos la limitada extensión de las excavaciones.
Posiblemente, durante el período de los partos, estas líneas de
fortificación no se encontraban ya en condiciones de garantizar la debida
protección. En algunas partes de la muralla de barro de la ciudad, se han
encontrado sarcófagos partos, introducidos en nichos horadados en la propia
muralla.
Mientras que los cimientos de la muralla de ladrillo se hallan por debajo
del actual nivel de las aguas, la muralla de barro se alza sobre un dique
artificial. Como regla general, las murallas de barro no tenían cimientos muy
profundos. El mortero utilizado en la muralla de barro era la arcilla y para la
muralla de ladrillo se usó el alquitrán. El mismo método de construcción
puede apreciarse en otras partes de la ciudad mejor conservadas y donde
puede ser estudiado más satisfactoriamente.

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En el extremo norte de la línea de nuestra muralla, que comprende el
montículo de las ruinas llamado «Babil», y forma una curva a modo de
gancho, la muralla interior también está construida de ladrillo. Así parece
deducirse, al menos, de las dos profundas zanjas dejadas por los saqueadores
pero debe confirmarse por posteriores excavaciones. Los sondeos efectuados
en tiempos recientes en busca de ladrillos aprovechables han dejado
profundas huellas en la fina superficie del suelo que no encontramos en las
demoliciones llevadas a cabo en tiempos más antiguos.
Por esta razón, exceptuando la parte próxima a Babil, no puede verse nada
de la muralla de ladrillo cocido sin efectuar excavaciones mientras que la
muralla de barro, que solo ha sufrido los embates propios del tiempo, ha
dejado una línea, claramente definida, de ruinas de cierta altura. La muralla de
la ciudad de Seleucia, sobre el Tigris, también construida en barro, destaca
asimismo sobre los montículos de escombros a una altura considerable. No
puede afirmarse, sin embargo, que una muralla de ladrillo cocido de 480
estadios (las gigantescas dimensiones registradas por Herodoto) haya tenido
que dejar necesariamente huellas considerables e inconfundibles y no es esto
lo que nos lleva a dudar de la existencia de una muralla circundante de tales
dimensiones, que se ha considerado como una afirmación definitiva desde las
excavaciones efectuadas por Oppert en Babilonia. Tampoco puede afirmarse
que tan fantásticas dimensiones constituyan una prueba en contra de su
existencia real. La Gran Muralla China, de 11 metros de altura y 7,5 de
anchura y con una longitud de 2.450 kilómetros, es justamente 29 veces más
larga que la de Herodoto. Existen otras consideraciones convincentes que
estudiaremos luego. En cualquier caso, la ciudad, teniendo en cuenta su
perímetro, fue la mayor que se construyó en el antiguo Oriente, sin exceptuar
siquiera Nínive, que en otros aspectos rivalizaba con Babilonia. Pero fue en la
época de Herodoto cuando la fama de las enormes dimensiones de Babilonia
se extendió por el mundo y en aquel entonces Nínive había dejado ya de
existir.

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Prisma de arcilla del British Museum, cuya traducción fue realizada simultáneamente
por Fox Talbot, H. C. Rawlinson, Hincks y Jules Oppert.
Fragmento del opúsculo Inscription of Tiglath Pileser I, King of Assyria, B. C. 1150,
as translated by Sir Henry Rawlinson, Fox Talbot Esq., Dr. Hincks and Dr. Oppert.

Apenas puede establecerse una comparación con las ciudades modernas


sin hacer ulteriores consideraciones. Debe recordarse siempre que la ciudad
antigua era ante todo una fortaleza que rodeaba a la parte habitada, estando
esta última protegida por el cinturón circundante de las murallas. Nuestras
grandes ciudades modernas tienen un carácter totalmente distinto, son
espacios habitados, abiertos por todos lados. Por ello, solo cabe establecer una
razonable comparación entre Babilonia y otras ciudades amuralladas, en cuyo
caso Babilonia ocupa el primer lugar, en cuanto se refiere a la extensión de la
zona amurallada y habitada, tanto entre las ciudades de la antigüedad como
entre las ciudades modernas de este tipo.

Página 300
Nabucodonosor menciona frecuentemente esta magna obra en sus
inscripciones. El pasaje más importante está contenido en su inscripción
«Steinplatten», col. 7,1, 22-55: «Para que ningún ataque pudiera alcanzar
Imgur-Bel, la muralla de Babilonia, hice lo que ningún rey anterior había
hecho. Sobre cuatro mil alnas de tierra de la parte de Babilonia, a una
distancia calculada para que el ataque no pudiera profundizar, hice levantar
una poderosa muralla sobre la parte oriental de Babilonia. Excavé en ella un
foso y construí una escarpa con alquitrán y ladrillos. Abrí en ella amplios
accesos, colocando puertas dobles de madera de cedro recubiertas de cobre. A
fin de que el enemigo, que tiene la astucia del diablo, no pudiera presionar
sobre los flancos de Babilonia, la rodeé de grandes canales como en las tierras
que azota el mar agitado. Sus avenidas eran como las oleadas del poderoso
mar. A fin de que no pudiera abrirse ninguna brecha, hice construir una presa
de tierra junto a ella, cercándola con muros de contención hechos de ladrillo
cocido. Construí poderosas defensas en el baluarte y convertí la ciudad de
Babilonia en una fortaleza». (cf. H. Winckler, «Keilinschriftliche Bibliothek»,
vol. III, 2, p. 33.) Resulta difícil, en el estado inicial en que se encuentran las
excavaciones, precisar categóricamente el significado de todos los detalles
aquí referidos. Cuando se lleven a término los trabajos completos de
excavación, cosa que deseamos ocurra lo más pronto posible, podremos llegar
a las conclusiones adecuadas.

The Excavations at Babylon, 1914

Página 301
Una curiosa escultura

ROBERT KOLDEWEY

En el ángulo nordeste, delante de donde empezaron nuestras


excavaciones, había una figura grande de basalto que representaba a un león
pisoteando a un hombre que, caído debajo de él, apoyaba su mano derecha
sobre el costado del animal y la izquierda sobre su hocico. Este último ha sido
arrancado por algunos supersticiosos y el hombre presenta en todo su cuerpo
las marcas de las piedras y bolas de pedernal que fueron lanzadas y siguen
lanzándose todavía sobre él, pues se le conoce por el muy temido «Djin». En
un lado, los árabes han horadado un profundo agujero en sus costados que
ahora está relleno de cemento. Todo ello tiene la siguiente explicación: Un
europeo llegó una vez preguntando por el león del que probablemente había
tenido noticias a través de los libros de los primeros viajeros. Los árabes se lo
enseñaron y después de mirar detenidamente al animal, escogió de entre los
pequeños agujeros que había en el basalto el de la derecha e introdujo en el
mismo una llave que hizo girar, llenando acto seguido sus manos de monedas
de oro. Después de llevar a cabo su fructífera broma, el viajero prosiguió su
camino sin pronunciar una palabra pues no sabía hablar el árabe. A fin de
poder sacar provecho del tesoro, los árabes ilustres hicieron un agujero en el
león, lo cual debió costarles un trabajo inmenso pues la piedra es
extremadamente dura. La figura no está labrada del todo y apenas está
acabada de modelar. Por ello parece más antigua de lo que realmente es ya
que difícilmente puede ser anterior al tiempo de Nabucodonosor. La gente se
halla dividida en cuanto a su significado. Algunos ven en ella a Daniel en la
cueva de los leones y otros a Babilonia sobre la derrotada Egipto. Pero la
realidad es que ningún acontecimiento histórico determinado ha sido nunca
representado más que en forma de relieves y, por otra parte, tomar como base
de sus expresiones artísticas la representación de una idea abstracta constituye
un procedimiento que no es nunca utilizado en el arte de Babilonia.

The Excavations at Babylon, 1914

Página 302
Problemas en la excavación de Nínive

PAUL EMILE BOTTA

PAUL EMILE BOTTA (1805-1870) era hijo de un prominente político e


historiador italiano. En 1826 emprendió un viaje por mar alrededor del
mundo en el que invirtió tres años y, a su regreso, viajó extensamente por la
región del mediterráneo Oriental, realizando una expedición a Sennaar como
médico del dirigente árabe Mehemet Ali. Entró después en el servicio
diplomático y en 1836 fue destinado a Trípoli donde permaneció por espacio
de veinte años. Fue durante su estancia en esta ciudad cuando realizó la
expedición a los montículos de Kouyunjik y Jorsabad, emplazamiento de
Nínive, iniciando las excavaciones que posteriormente continuaría Layard.
En 1845 se reconocieron los méritos de su labor como diplomático y
anticuario al ser designado miembro de la Légion d’Honneur.

Le explicaba, señor, que en su extremo la muralla giraba hacia el norte,


formando una especie de nicho. Este mide alrededor de un metro y medio de
profundidad y está ocupado por una estatua simbólica de mediana longitud
que representa la parte delantera de un toro con cabeza humana proyectándose
desde la muralla. Aunque las patas son muy naturales y están admirablemente
realizadas, la parte superior no solo se encuentra muy deteriorada sino que
parece enteramente convencional. Unas escamas, regularmente estriadas,
parecen representar unas alas. La barba está rizada con meticulosidad y la
cerneja está delineada por una ancha faja de surcos horizontales. La cabeza
está inclinada y en mal estado pero no deja lugar a dudas de que el rostro era
humano. Esta estatua debió de medir 5 metros de altura y está labrada en un
bloque único de yeso.
La muralla XXXIII, que forma el nicho, presenta otra figura simbólica. Se
trata de un personaje alado con la cabeza de un ave. El pico, aunque es
bastante largo, corresponde a un ave de rapiña. Las plumas están plegadas con
rigidez y la cabeza queda rematada por una especie de penacho que desciende
hasta los hombros. El cuello está rodeado por un collar o gargantilla, los

Página 303
brazos y las muñecas adornados con brazaletes. La mano derecha levantada, y
la izquierda sostiene una cesta similar a las que llevan las figuras aladas del
pasaje núm. II. Este personaje va vestido con una túnica corta, y un cinto
ribeteado, de mayor anchura en sus extremos, cuelga entre sus piernas. Como
prueba de la profusión de esculturas que decoran este monumento, debo
señalar que la pequeña superficie de la pared que queda entre el toro y esta
figura alada se encuentra asimismo decorada con bajo relieves.
La construcción de este edificio es uniforme: Las losas de yeso grandes o
pequeñas, están colocadas verticalmente sobre la tierra del montículo. No
puedo creer que estas piedras hayan sostenido nunca una techumbre de piedra
y esta es una de las razones que me hace pensar que era de madera. No
obstante, no he podido documentarme debidamente sobre este tema. El
carbón de leña, muy abundante en algunos sitios, no se observa en otros
donde, sin embargo, las paredes presentan igualmente un aspecto calcinado.
Por esta circunstancia, continúo indeciso. Señalaré simplemente que las
dimensiones del toro son tan enormes que no cabe suponer que hubiera sido
llevado a su sitio atravesando pasadizos estrechos abiertos en el montículo.
Quizá fue colocado en el exterior de uno de los pórticos. En este caso, la
muralla debió de haber formado la parte exterior del monumento, lo cual
explica suficientemente el estado de conservación en que se encontraron las
esculturas y la misma piedra y el hecho de que no haya sufrido daño por la
caída de la techumbre en llamas. Pero no ha llegado todavía el tiempo de
entrar en estas discusiones. Cuando todo haya sido desenterrado podremos
probablemente aclarar con toda exactitud nuestras dudas. Haciendo
averiguaciones me he esforzado, aunque inútilmente, por saber si este pueblo
no tuvo antiguamente algún otro nombre de carácter más caldeo que el de
Jorsabad o Jhestéabad (pues así se escribe todavía). No existe ninguna
tradición local al respecto y sus mismos habitantes desconocían los tesoros
arqueológicos que yacían enterrados bajo sus pies y que la suerte me permitió
descubrir. No obstante, continuaré investigando. Con respecto a la futura
dirección de los trabajos, tengo, señor, la satisfacción de informarle que, con
toda probabilidad, no tropezaré con nuevos obstáculos. Después que Su
Excelencia, el Ministro del Interior, prestó su amable apoyo a mis trabajos,
estoy en situación de actuar más libremente y he conseguido persuadir al
Principal del pueblo a que abandone su casa que impedía nuestro paso.
Trasladará su morada a la llanura y el resto de la gente le seguirá. Todo el
montículo quedará así a mi disposición y nada podrá quedar fuera de mi
examen. Me veo, sin embargo, obligado a suspender mis excavaciones por

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algún tiempo. El aire de Jorsabad es particularmente insano como hemos
podido comprobar no solo yo sino también todos los que me acompañaban.
Con frecuencia me he visto obligado a cambiar de trabajadores y su capataz,
que me ayudaba muy eficazmente, se encuentra ahora gravemente enfermo.
Por esta razón, no puedo regresar a Jorsabad antes de que haya pasado el calor
y, si tuvieran que continuarse los trabajos en este momento, el estado de las
esculturas es tan precario que me hace suponer que se perderían antes de que
pudiera ir a recogerlas. Por consiguiente, he suspendido mis trabajos por un
corto tiempo y he vuelto a enterrar aquellas partes de las que no tuve tiempo
de sacar copias. En cuanto a las otras, lamento decir que pronto se convertirán
en polvo. Careciendo ya de apoyo, las paredes ceden como consecuencia de
las contracciones del suelo, la acción del sol reduce a polvo la superficie y ya
ha desaparecido una parte considerable de las mismas. Esto es
verdaderamente lamentable pero no puedo poner remedio a menos que el
conjunto, según mi proyecto, sea rellenado de nuevo y quede preservado así
para futuras investigaciones. Esta es mi sugerencia actual ya que,
considerando todos los aspectos, siempre puede efectuarse una segunda
excavación mientras que, dejando las paredes al descubierto, en cuestión de
tres meses no quedarían vestigios de las mismas.
Letters on the Discoveries at Nineveh, 1850

Excavaciones en Nimrud

AUSTEN HENRY LAYARD

SIR AUSTEN HENRY LAYARD (1817-1894) nació en París y se educó en


Italia, Francia, Suiza e Inglaterra. Su padre fue funcionario público y su
espíritu cosmopolita contribuyó sin duda alguna a despertar su afición por
los viajes y las bellas artes. Empezó su carrera en el despacho de un abogado
londinense pero a los seis años lo dejó con el propósito de realizar un viaje a
Ceilán, donde proyectaba seguir a su padre en el servicio a la
Administración. Cuando llegó al Oriente Próximo, sin embargo, abandonó
toda idea de continuar su viaje y, durante algunos años, desempeñó misiones
diplomáticas en el curso de las cuales se familiarizó con las ruinas de
Nimrud, Nínive y Babilonia. Después de asegurarse protección y estímulo

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oficiales para su expedición, emprendió la excavación del montículo de
Nínive y poco después de Babilonia, donde adquirió la mayor parte de la
magnífica colección de las esculturas asirias ahora existentes en el Museo
Británico.

Hacia fines de octubre, estaba de nuevo entre las ruinas. Faltaba poco para
la llegada del invierno y era necesario construir una casa adecuada para
alojarnos yo y mis criados. Tracé un plano sobre el suelo en el pueblo de
Nimrud y en pocos días tuvimos listas nuestras habitaciones. Mis obreros
hicieron los tabiques de ladrillos de barro cocido al sol y cubrieron los cuartos
con vigas y ramas de árboles. Se aplicó una espesa capa de barro sobre todo el
conjunto para que no penetrara la lluvia. Mis dos habitaciones estaban
separadas por un Iwan o nave divisoria, quedando el conjunto rodeado por
una pared. En el segundo patio construimos las chozas para mi ayudante, mis
invitados árabes, mis criados y cuadras para los caballos. Ibrahim Agha dio
una muestra de su ingenuidad haciendo aberturas equidistantes, de aspecto
muy militar, en las fachadas, que yo ordené tapar inmediatamente para evitar
ser acusado de estar construyendo fortificaciones destinadas al
establecimiento permanente de una colonia francesa en el país. Sin embargo,
no nos descuidamos en tomar precauciones para el caso de que se produjera
algún ataque por parte de los beduinos a los que Ibrahim Agha tenía un miedo
exagerado. Desgraciadamente, el único aguacero que presencié durante el
resto de mi permanencia en Asiria cayó precisamente antes de haber colocado
los techos y saturaron tanto los ladrillos que ya no volvieron a secarse hasta la
primavera siguiente. La consecuencia fue que la única muestra de vegetación
que mis ojos pudieron contemplar antes de mi regreso a Europa la dio mi
alojamiento cuyas paredes estuvieron cubiertas continuamente con un manto
de hierba.
Sobre el montículo propiamente dicho e inmediatamente por encima de
los grandes leones alados primeramente descubiertos, construimos una casa
para mis trabajadores nestorianos y sus familiares y una choza a la que podían
trasladarse inmediatamente para su custodia todos los pequeños objetos
descubiertos entre las ruinas. Dividí a mis árabes en tres grupos con arreglo a
la rama de la tribu a que pertenecían. Montamos unas cuarenta tiendas de
campaña en diferentes partes del montículo a la entrada de las principales
zanjas. Cuarenta más se levantaron alrededor de mi alojamiento y el resto
sobre la orilla del río, donde se fueron depositando las esculturas con

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anterioridad a su embarque en las balsas. Los hombres estaban todos armados
con el objeto de velar por la defensa de mi campamento.
El Sr. Hormuzd Rassam vivía conmigo y a él le confié la contabilidad y el
pago de los salarios. Consiguió pronto ganarse la confianza de los árabes y su
fama se extendió por todo el desierto.
Los obreros se dividieron en cuadrillas. En cada equipo había
generalmente ocho o diez árabes que transportaban la tierra en cestas y dos o
cuatro excavadores nestorianos, según fuera la naturaleza del suelo y los
escombros que había que manejar. Estaban controlados por un capataz, cuya
responsabilidad consistía en mantenerlos ocupados y notificarme el hallazgo
de una losa o de algún objeto pequeño con el fin de que yo pudiera ayudarles
a despejarlo o a extraerlo. Distribuí a unos cuantos árabes de una tribu hostil
entre los equipos con el propósito de poder estar siempre enterado de lo que
ocurría, y saber fácilmente si se estaba tramando algún complot, localizando a
los que proyectasen apropiarse de alguna de las reliquias descubiertas en las
excavaciones. Como consecuencia de la escasez de recursos económicos
puestos a mi disposición, me vi forzado a seguir en las excavaciones el mismo
plan que hasta entonces había adoptado: cavar zanjas a lo largo de las paredes
de las cámaras y dejar al descubierto el conjunto de las losas sin quitar la
tierra del centro. De este modo, eran pocas las cámaras que se exploraban
completamente y es posible que muchos objetos pequeños de gran interés
hayan quedado sin descubrir. Como tenía instrucciones de cubrir los edificios
con tierra después de haber sido examinados, rellené las zanjas, para evitar
gastos innecesarios, con los escombros extraídos de las abiertas últimamente,
tras haber sacado copia de las inscripciones y retirado las esculturas.
Se reanudaron las excavaciones a gran escala el primero de noviembre.
Mis grupos de obreros fueron distribuidos por el montículo, sobre las ruinas
de los palacios del noroeste y del sudoeste, junto a los toros gigantes del
centro y en el ángulo sureste, donde no se habían descubierto todavía huellas
de edificios.
Es preciso que recordemos que la mayoría de las losas que formaban el
lado sur de la gran sala del palacio del noroeste habían caído de cara al suelo.
Mi deseo era al principio levantar estos bajo relieves y embalarlos para su
transporte a Busrah. Para realizar esta labor fue necesario extraer una gran
cantidad de tierra y escombros y vaciar prácticamente toda la cámara, pues las
losas caídas se extendían hasta casi la mitad de la misma. Las esculturas
pertenecientes a nueve losas se encontraron en admirable estado de

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conservación aunque rotas por la caída. Las losas estaban divididas, como las
ya descritas, en dos secciones por unas inscripciones muy similares.
Las esculturas eran muy interesantes. Representaban las guerras del rey y
sus victorias sobre las naciones extranjeras. Los bajo relieves de las dos
primeras losas constituían un solo tema: el monarca con sus soldados en una
batalla ante las murallas de un castillo enemigo. Permanece en pie,
suntuosamente ataviado, sobre un carro arrastrado por tres caballos,
extraordinariamente protegidos, disparando su arco contra los que defienden
las murallas o contra un soldado, ya herido, que está cayendo de su carro. Un
ayudante protege la persona del rey con un escudo, y un auriga sostiene las
riendas excitando a los caballos. Sobre el rey se halla el distintivo de la
suprema Deidad representada, como en Persépolis, por una figura alada
dentro de un círculo, llevando un casquete con cuernos que recuerda al de los
leones con cabeza humana. Como el rey, está disparando una flecha, con la
punta en forma de tridente.
Detrás del rey hay tres carros, el primero arrastrado por tres caballos (uno
de los cuales está encabritándose y otro cayendo) y ocupado por un guerrero
herido que pide clemencia a sus perseguidores. En los otros hay dos soldados,
uno disparando una flecha, el otro conduciendo su caballo que corre a todo
galope. En cada carro de guerra asirio se ve un estandarte (cuyo distintivo,
encerrado en un círculo ornamentado con borlas y gallardetes, representa a un
arquero con un casco con cuernos pero sin alas, de pie sobre un toro). Los dos
toros quedan de espaldas entre sí. En la parte inferior del primer bajo relieve
se aprecian líneas onduladas que representan el agua o un río y, entre ambos
animales, hay varios árboles. Los infantes asirios, que combaten o matan al
enemigo, se introducen en varios sitios. Y en el fondo tres cuerpos,
degollados sobre las figuras principales del segundo bajo relieve, representan
a la muerte.
Sobre la parte superior de las dos losas que siguen a la escena de la
batalla, se encuentra el retorno triunfal tras la victoria. Encabezando el
desfile, hay soldados que arrojan las cabezas de los enemigos a los pies de los
conquistadores. Dos músicos tocando instrumentos de cuerda, preceden a los
aurigas, desarmados, que llevan estandartes. Sobre ellos, hay un águila con
una cabeza humana entre sus garras. Seguidamente vienen el rey sobre su
carro, llevando en una mano su arco y en la otra dos flechas (la actitud en que
se le representa tantas veces en los monumentos asirios y que probablemente
denota el triunfo sobre sus enemigos). Sobre los caballos está la divinidad
regente, también llevando un arco. El ayudante, que en el combate llevaba el

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escudo, es ahora sustituido por un eunuco levantando el parasol abierto
(distintivo oriental de la realeza). Los caballos van conducidos por lacayos
aunque el auriga sigue sosteniendo las riendas. Detrás de la carroza del rey
hay un jinete montando un segundo caballo brillantemente encubertado.
Tras el desfile, el castillo y pabellón del victorioso monarca (el primero
representado por un círculo dividido en cuatro compartimentos iguales y
rodeado por torres y almenas). En cada división se observan figuras
evidentemente ocupadas en la preparación del festín. Una está sacrificando un
cordero, otra aparece cociendo el pan y las demás se hallan frente a las
cazuelas y utensilios que están colocados sobre las mesas. El pabellón está
sostenido por tres columnas, una rematada por una piña (alegoría vista tan
frecuentemente en las esculturas asirías), las otras por las figuras del rebeco o
cabra montesa. Era probablemente de tejido de seda o de lana, ricamente
adornado y ribeteado por una orla de piñas y ornamentos en forma de tulipán.
Debajo del palio, hay un lacayo que está limpiando un caballo mientras que
otros, estacados por sus ronzales, están comiendo en unas bateas. Un eunuco
se halla a la entrada de la tienda y recibe a cuatro prisioneros que con sus
manos atadas detrás, son llevados ante él por un guerrero asirio. Sobre este
grupo, hay dos curiosas figuras con cabeza de león. Una con un látigo o
correa en la mano derecha mientras con la izquierda se sujeta la mandíbula
inferior. La otra está levantando las manos. Van vestidas con túnicas que
descienden hasta las rodillas y pieles que caen desde la cabeza y se extienden
por los hombros hasta llegar a los tobillos. Van acompañadas por un
individuo que está levantando un garrote.
Los cuatro siguientes bajo relieves registran una batalla en la que están
representados el rey, dos guerreros con sus estandartes y un eunuco, montados
en carros, y cuatro soldados a caballo, entre los que también hay un eunuco.
El enemigo marcha a pie y va disparando sus flechas contra sus
perseguidores. Unas águilas revolotean sobre los vencedores y devoran a los
muertos. Sobre la cabeza del monarca vemos nuevamente la divinidad alada
dentro del círculo.
Estos bajo relieves ilustran en muchos aspectos las costumbres y
civilización de los asirios. Encontramos aquí al eunuco dotado de autoridad
en la guerra y enfrentándose en combate con el enemigo, como antes lo
hemos visto auxiliando al rey en las ceremonias religiosas o siguiéndole como
portador de sus armas durante la paz. El hecho de que los eunucos alcanzaron
los rangos más elevados entre los asirios y fueron incluso generales de sus
ejércitos, aparece claramente establecido en la Sagrada Escritura donde el

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rabari, o jefe de los eunucos, se cita como uno de los principales oficiales de
Senaquerib y como uno de los príncipes de Nabucodonosor. Evidentemente,
en la corte asiria, parecen haber ostentado los mismos cargos y haber ejercido
la misma influencia que disfrutaron en Turquía y en Persia, donde
frecuentemente han ocupado el cargo de visir o primer ministro.
Los caballos de los arqueros van conducidos por guerreros montados que
llevan casquetes circulares, probablemente de hierro. Los caballeros son
citados frecuentemente en la Biblia como formando una parte destacada de
los ejércitos asirios. Ezequiel (XXIII, 6) los describe de la forma siguiente:
«Los asirios, vestidos de azul, capitanes y gobernantes, todos ellos hombres
jóvenes honorables, cabalgando sobre sus corceles». Y Holofernes
capitaneaba unos 12.000 arqueros a caballo. El jinete se sienta sobre el lomo
desnudo del caballo, que solo se adorna con una tela cuando va detrás del
carro del rey, probablemente para utilizarla en caso de que el carro sufriera un
accidente.
Los caballos representados en las esculturas parecen ser de pura sangre.
Asiria y particularmente aquella parte del imperio que estaba bañada por el
Tigris y el Éufrates eran conocidas por sus caballos en la antigüedad. Lo
mismo que hoy, las «llanuras de Arabia» eran ya famosas entonces por la
pura raza de sus corceles. Probablemente los judíos, obtenían los corceles
para su caballería en este país y el general del rey asirio les ofrecía esos
caballos como un inestimable presente. En los monumentos egipcios, se citan
continuamente los caballos de Mesopotamia entre el botín o los tributos. El
caballo de los bajo relieves asirios fue plasmado partiendo de modelos
perfectos. La cabeza es pequeña y bien formada, las ventanas de la nariz
grandes y erguidas, el cuello arqueado, el cuerpo largo, las patas finas y
vigorosas. El profeta exclama refiriéndose a los caballos de los caldeos: «Son
más rápidos que el leopardo y más fieros que los lobos nocturnos». Y la
magnífica descripción del combate de los caballos en el libro de Job es
familiar a cualquier lector. En una época posterior, las llanuras de Babilonia
suministraron caballos a los persas tanto para el uso privado del rey como
para sus tropas. Los fértiles pastos de Mesopotamia debieron de
proporcionarles siempre suficiente forraje y aquellas vastas llanuras,
expuestas a los calores del estío y al frío del invierno, los acostumbraron al
duro ejercicio y a la fatiga.

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Uno de los hallazgos más interesantes de Layard fue el obelisco negro de Salmanasar
III (859-824 a. de J. C.).

Nineveh and its Remains, 1867

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Descubrimientos y alarmas

AUSTEN HENRY LAYARD

Al día siguiente a estos descubrimientos cuando, después de haber


visitado el campamento del Jeque Abd-ur-rahman, regresaba al montículo, vi
a dos árabes de su tribu que se acercaban hacia mí galopando
vertiginosamente sobre sus yeguas. Al alcanzarme se detuvieron. «Dese prisa,
oh Bey», exclamó uno de ellos. «Vaya inmediatamente a donde están los
excavadores. Han encontrado a Nemrod. ¡Wallah! Es milagroso pero es
cierto. Le hemos visto con nuestros propios ojos. No hay más que un solo
Dios». Y pronunciando ambos al unísono esta devota exclamación, se
alejaron al galope, sin más palabras, en dirección a sus tiendas.
Al llegar donde estaban las ruinas, bajé a la zanja recientemente abierta y
encontré en ella a los obreros, que ya me habían visto aproximarme, de pie
frente a un montón de cestas y tapas. Mientras, Awad se adelantó y solicitó un
presente para celebrar el acontecimiento, los árabes retiraron la pantalla
protectora que habían construido a toda prisa y descubrieron una enorme
cabeza humana modelada totalmente en alabastro del país. Habían
descubierto la parte superior de una figura. El resto se hallaba todavía bajo
tierra. Me di cuenta enseguida de que la cabeza debió pertenecer a un león o
toro alado, semejante a los de Jorsabad y Persépolis. Estaba admirablemente
conservada. Su expresión era tranquila, incluso majestuosa, y el perfil de los
rasgos mostraba una libertad y conocimiento del arte, difícilmente apreciables
en obras tan antiguas. El casquete tenía tres cuernos y a diferencia de los toros
con cabeza humana, que se habían encontrado en Asiria hasta entonces, era
redondo y sin ornamentos en su parte superior.

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Layard descubre los monstruos antropocéfalos que custodian la puerta de Nimrud, en
Nínive.

No me sorprendió que los árabes se sintieran confusos y aterrados ante su


aparición. No hacía falta gran imaginación para sentirse dominado por las
más extrañas fantasías. Esta gigantesca cabeza, blanqueada por el tiempo,
surgiendo de las entrañas de la tierra, podía muy bien haber pertenecido a uno
de esos terribles seres descritos en las tradiciones del país, apareciéndose a los
mortales, emergiendo lentamente de las regiones de ultratumba. Uno de los
obreros, al captar la primera mirada del monstruo, arrojó el cesto y salió

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corriendo hacia Mosul como alma que lleva el diablo, hecho que me dejó
bastante preocupado pues podía tener malas consecuencias.
Mientras vigilaba la extracción de la tierra, que aún seguía adherida a la
escultura, y daba instrucciones para la continuación del trabajo, se escuchó el
cabalgar de unos caballos y a los pocos instantes se presentaba Abd-ur-
rahman, seguido por la mitad de su tribu, junto al borde de la zanja. Tan
pronto como los árabes que me habían encontrado llegaron a sus tiendas y
divulgaron las maravillas que habían visto, todos montaron sobre sus yeguas
y cabalgaron hasta el montículo para convencerse por sí mismos de la certeza
de aquellas noticias inconcebibles. Cuando contemplaron la cabeza, gritaron
todos a la vez: «¡No hay más que un solo Dios y Mahoma es su profeta!».
Nos costó mucho tiempo persuadir al Jeque para que descendiera al interior
de la zanja y se convenciera por sí mismo de que la imagen que había visto
era de piedra. «Esto no es obra de las manos del hombre», exclamó, «sino de
aquellos gigantes infieles de los cuales dijo el Profeta, ¡que en paz esté!, que
eran más altos que la palmera más alta. Este es uno de los ídolos que Noé,
¡que en paz esté!, maldijo antes del Diluvio». Con esta opinión, resultado de
un detenido examen, coincidieron todos los presentes.

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Uno de los grandes toros alados que flanqueaban la entrada del palacio de
Khorsabad. Museo del Louvre.

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Seguidamente ordené la excavación de una zanja al sur de la cabeza con la
esperanza de encontrar una figura relacionada con ella y, antes de la caída de
la noche, encontré el objeto que buscaba a unos doce pies de distancia.
Después de elegir a dos o tres hombres para que durmieran cerca de las
esculturas, regresé al pueblo y celebramos el hallazgo del día con la matanza
de un cordero, del cual participaron todos los árabes que nos acompañaban.
Como daba la casualidad de que algunos músicos ambulantes se encontraban
en Selamiyah, mandé a buscarlos y se bailó casi toda la noche. A la mañana
siguiente, los árabes de la otra orilla del Tigris y los habitantes de los pueblos
limítrofes se reunieron en el montículo. Incluso las mujeres, no pudiendo
dominar su curiosidad, llegaron en tropel con sus hijos después de hacer un
largo recorrido. Un ayudante permaneció durante todo el día dentro de la
zanja, con el objeto de impedir que los curiosos descendieran a ella.
Como era de esperar, la noticia del hallazgo de la gigantesca cabeza,
transmitida a Mosul por el aterrorizado árabe, había provocado una
conmoción en la ciudad. Este no había dejado de correr hasta que llegó al
puente de la ciudad y entrando sin respiración en el mercado, anunció a todo
el mundo que Nemrod se había aparecido. La noticia llegó pronto a oídos del
Cadí que convocó al Mufti y al Ulema para consultarles sobre este
acontecimiento inesperado. Sus deliberaciones terminaron con una marcha
hasta la residencia del Gobernador y en una protesta formal por parte de los
musulmanes de la ciudad contra una conducta que infringía tan directamente
los preceptos del Corán. El Cadí no sabía con certeza si se habían descubierto
los restos auténticos del poderoso cazador o solamente su estatua. El Bajá
Ismail tampoco recordaba con exactitud si Nemrod era en realidad un profeta
creyente o un infiel. En consecuencia, recibí un mensaje algo ininteligible de
Su Excelencia en el que ordenaba que los restos fueran tratados con respeto y
que no se tocaran bajo ningún pretexto. Expresaba, además, su deseo de que
las excavaciones fueran detenidas y me invitó a tratar el asunto con él.
Me desplacé enseguida a Mosul y le visité. Tuve alguna dificultad para
hacerle comprender la naturaleza de mi descubrimiento. Por fin quedó
convencido de que solamente habíamos descubierto parte de una figura de
piedra y que no se había turbado la tranquilidad ni de Nemrod ni de ningún
personaje citado por el Corán. Sin embargo, como me pidió que interrumpiese
mis operaciones hasta que cediese un poco la tensión en la ciudad, regresé a
Nimrud y despedí a los obreros, reteniendo únicamente a dos hombres para
que cavasen tranquilamente a lo largo de las murallas sin dar motivo a nuevas
interferencias. Hacia finales de marzo descubrí la existencia de una segunda

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pareja de leones alados con cabeza humana, cuya forma difería de los
descubiertos anteriormente, pues la parte humana se extendía hasta la cintura
y tenían brazos y patas de león. Cada una de las figuras llevaba en una mano
una cabra o venado y, en la otra, que caía sobre un costado, una rama con tres
flores. Formaba la entrada norte de la sala o cámara, cuyo pórtico occidental
estaba constituido por los leones con cabeza humana que hemos descrito
anteriormente. Tras descubrirlos completamente pude comprobar que se
conservaban íntegros. El cuerpo y los miembros estaban plasmados
admirablemente. Los músculos y los huesos, aunque vigorosamente
desarrollados para acentuar su fortaleza, revelaban al mismo tiempo un
perfecto conocimiento de la anatomía y forma del animal. Las alas extendidas
partían de los hombros y cubrían la espalda. Un cinturón anudado, terminado
en borlas, circundaba los costados. Como estas esculturas estaban colocadas
delante de los muros que formaban una puerta o entrada, de modo que
solamente se veía parte del cuerpo, fueron labradas parcialmente en forma lisa
y sin detalle y en forma detallada tan solo en las partes visibles. La cabeza y
el tórax que miran a la cámara son figuras completas. El resto es un trabajo de
alto relieve. Y para que el espectador pudiese disfrutar de una vista frontal y
otra lateral se le pusieron cinco patas, cuatro en la parte que forma la entrada
y otra adicional en el frente. La piedra, no ocupada en toda su extensión por la
figura, estaba cubierta de inscripciones en caracteres cuneiformes. Podían
apreciarse todavía huellas del color de los ojos: (las pupilas estaban pintadas
de negro y el globo del ojo cubierto con un pigmento blanco. El resto de la
escultura no presentaba ninguna coloración…).
Yo solía contemplar horas enteras estas misteriosas alegorías meditando
sobre su significado e historia. ¡Qué formas tan nobles habría introducido el
pueblo en el templo de sus dioses! ¡Qué imágenes más sublimes tomaron de
la naturaleza los hombres que, sin la ayuda de la revelación, materializaron su
concepción de la sabiduría y del poder de un Ser Supremo! No pudieron
encontrar mejores símbolos que la cabeza del hombre para representar la
inteligencia y la sabiduría, que el cuerpo del león para representar la fuerza,
que las alas del ave para representar la ubicuidad. Estos leones alados con
cabeza humana no eran creaciones triviales, ni el producto de la simple
fantasía. Tenían su significado. Aterrorizaron y dominaron a razas que
florecieron hace 3.000 años. A través de los pórticos custodiados por aquellas
estatuas, los reyes, los sacerdotes y los soldados habían llevado ofrendas a sus
altares, mucho antes de que la sabiduría de Oriente hubiera penetrado en
Grecia transmitiendo a su mitología los símbolos cuya antigüedad reconocían

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los adoradores asirios. Es posible que hubieran sido enterrados y que su
existencia fuera desconocida antes de la fundación de la ciudad eterna. Por
espacio de veinticinco siglos, habían estado ocultos a la vista del hombre y
ahora surgían una vez más con su majestad ancestral. ¡Pero qué distinto era el
ambiente que les rodeaba! El lujo y la civilización de una nación poderosa
había dejado paso a la miseria e ignorancia de unas cuantas tribus
semisalvajes. La riqueza de los templos y los palacios de las grandes ciudades
se habían transformado en ruinas y montones de tierra. Sobre la amplia sala
donde se erguían, había pasado el arado y se agitaba el trigo. Egipto posee
monumentos no menos antiquísimos y no menos maravillosos, pero han
resistido al paso de los tiempos para dar testimonio de su primitivo poderío y
renombre. Los que tenía ante mi vista no parecían sino repetir las palabras del
profeta: «En otro tiempo, Asiria fue como un cedro del Líbano, de bellas
ramas y elevada copa, con su cima entre los gruesos cepos… Su altura
destacaba sobre todos los árboles del bosque. Sus brazos se multiplicaban y
sus ramas se alargaban gracias a la gran cantidad de agua que absorbía. Todas
las aves del cielo hacían sus nidos en sus ramas y a su sombra parían todas las
bestias del bosque y se refugiaban todas las grandes naciones». Pero ahora
Nínive es «desolada y seca como un desierto y el ganado yace en su interior.
Animales de todas clases, el cormorán y el avetoro se cobijan en sus dinteles
superiores. Sus gritos se escuchan en las ventanas y la desolación se ha
adueñado de todo».

Nineveh and its Remains, 1867

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Se encuentra el poema épico de Gilgamesh

GEORGE SMITH

GEORGE SMITH (1840-1876) nació en Chelsea, Londres. Careciendo de


una sólida formación universitaria, empezó su carrera profesional como
grabador de billetes de banco pero pasó tantos ratos libres en el
Departamento Asirio del Museo Británico que despertó la atención de Sir
Henry Rawlinson quien le procuró un puesto en el Departamento. Al poco
tiempo justificó su nombramiento mediante la publicación de una inscripción
en la que se fijaba la fecha del eclipse de sol del año 763 antes de Cristo y de
otra que establecía la fecha de la invasión de Babilonia por los elamitas en el
2280 antes de Cristo. En 1872, transcribió y tradujo el poema épico de
Gilgamesh que, a excepción de dieciséis líneas, se conservaba íntegro.
Cuando se descubrió la laguna, el «Daily Telegraph» financió una
expedición, dirigida por Smith, para encontrar las líneas que faltaban y, por
muy increíble que parezca, estas fueron descubiertas en una tablilla extraída
a comienzos de la primera etapa de los trabajos de excavación. El periódico,
considerando que estaba cumplido el objetivo de la expedición, renunció a
seguir prestando su apoyo y gracias a una afortunada casualidad, en la
última fase de la búsqueda se encontró un grupo de tablillas que detallaban
la sucesión de las dinastías babilónicas. En 1874 y 1876, el Museo Británico
financió dos expediciones más bajo la dirección de Smith, pero este era
persona de constitución débil y las condiciones de vida y de trabajo en el
desierto resultaron demasiado duras para su salud. Contrajo unas fiebres y
murió en Alepo en 1876.

A mi regresó cabalgué por los terrenos bajos de la orilla del Tigris y por
los acantilados que sobresalían del agua, y llegué pronto a Mosul, de donde
pasé a Kouyunjik para examinar el estado en que se encontraban las
excavaciones. Las zanjas del palacio de Senaquerib avanzaban lentamente y
sus resultados eran inapreciables, ya que el suelo estaba tan desecho por las
excavaciones anteriores que resultaba difícil realizar una buena labor sin

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efectuar operaciones más extensas de lo que me permitían mi tiempo y mis
medios. Las inscripciones, el gran objetivo de mi trabajo, fueron encontradas
lo que constituyó una compensación a mis esfuerzos.

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Tablilla con fragmentos de la epopeya de Gilgamesh. Archivos de Asurbanipal.
British Museum.
Reverso del original sumerio sobre las epopeyas babilónicas de Gilgamesh.
University Museum. Pennsylvania.

En el palacio septentrional, los resultados fueron más positivos. Aquí


existía un foso grande hecho por anteriores excavadores donde se hallaron
muchas tablillas. Este foso fue utilizado como cantera desde la terminación de
las últimas excavaciones y de él fuimos extrayendo regularmente las piedras
para el edificio del puente de Mosul. El fondo del foso estaba ahora lleno de
pesados fragmentos de roca pertenecientes a los cimientos del palacio,
aprisionados entre montones de pequeños fragmentos de piedra, cemento,
ladrillo y arcillas, formando un montón informe de escombros. Al quitar
algunas de estas piedras con una palanca y al extraer los escombros que había
detrás de la misma, apareció la mitad de una curiosa tablilla, copia de un
original babilónico, que contiene algunas advertencias dirigidas a los reyes y
jueces sobre los males que podrían derivarse si no se hacía justicia en el país.
Más adelante, conforme avanzábamos en la exploración de la zanja,
descubrimos la otra mitad de la tablilla que, sin duda alguna, se había roto
antes de surgir de entre los escombros.
El 14 de mayo, Mr. Charles Kerr, el amigo que había dejado en Alepo, me
visitó en Mosul. Cuando yo entraba en el kan donde me alojaba me encontré
con él. Después de saludarle, me senté para examinar el conjunto de
fragmentos con inscripciones cuneiformes que habíamos descubierto durante
el día, cepillando la tierra de los fragmentos para leer su contenido. Al limpiar
uno de ellos encontré, con sorpresa y regocijo, que contenía el texto casi
íntegro de una inscripción de dieciséis líneas pertenecientes a la primera
columna de la descripción caldea del Diluvio y que encajaba en el único
punto donde la historia presentaba una importante laguna. Cuando publiqué
por primera vez la descripción de esta tablilla, calculé que faltaban alrededor
de quince líneas que en la actualidad casi puedo completar con este
fragmento.
Después de explicar a mi amigo el contenido del fragmento, hice una
copia del mismo y, pocos días más tarde, telegrafiaba el acontecimiento a los
propietarios del «Daily Telegraph». Mr. Kerr deseaba ver el montículo de
Nimrud pero como los hallazgos de Kouyunjik eran tan importantes, no pude
abandonar el yacimiento para ir con él y por ello envié mi intérprete para que
le enseñase el lugar, quedándome yo en Kouyunjik para supervisar las
excavaciones.

Página 321
El palacio de Senaquerib nos proporcionó también numerosos objetos,
entre ellos una pequeña tabla de Esarhaddon, rey de Asiria, algunos
fragmentos de uno de los históricos cilindros de Asurbanipal y un curioso
fragmento de la historia de Sargón, rey de Asiria, relativo a su expedición
contra Ashdod, citada en el capítulo vigésimo del Libro de Isaías. En el
mismo fragmento aparecía también parte de una lista de los jefes medos que
rendían vasallaje a Sargón, parte de un cilindro inscrito de Senaquerib y la
mitad de un amuleto de ónice con el nombre y los títulos de este monarca,
extraído posteriormente, así como numerosas impresiones en sellos de arcilla,
con utensilios de bronce, hierro y vidrio. También encontramos parte de un
trono de cristal, una magnífica pieza de mobiliario en muy mal estado para
sacar una copia pero cuya forma recordaba de una forma asombrosa el bronce
descubierto por Mr. Layard en Nimrud.
El sábado, día 17 de mayo, por la tarde, después de pagar a los obreros,
empecé a examinar los montículos de Jorsabad. Atravesé el Tigris y pasé por
las ruinas de Nínive junto al río Khosr y atravesé los campos hasta el
montículo de Kalata. Debido a lo avanzado de la hora no pude visitar Kalata y
me alojé en un pueblo cercano al montículo. A la mañana siguiente me
levanté temprano y fui al montículo de Kalata, una elevación artificial grande
y cónica que había sido ya explorada por anteriores investigadores. Lo único
que podía verse era una cámara situada en la ladera del montículo que me
parecía una tumba. La cúpula había sido despojada recientemente de su
contenido y, según me dijeron, se habían encontrado varias antigüedades en
ella. Desde Kalata me desplacé a Barimeg, un pueblo bien construido situado
al pie de las montañas de Jebel Maklub y, atravesando un bello paisaje,
cabalgué hasta Jorsabad. Un poderoso río tributario del Kohsr, corre desde
Barimeg hasta esta última localidad. En un lugar determinado existe una bella
catarata y se aprecian signos de cultivos y fertilidad en todas direcciones. Las
montañas y torrentes vecinos, los campos y las flores hacen que esta región
aparezca claramente en contraste con las vastas y oscuras planicies de la
mayor parte de Asiria y justifican plenamente la elección de Sargón, que fijó
en Jorsabad su capital.
Las ruinas de Jorsabad corresponden a la vieja ciudad asiría de Dursargina
y están formadas por el poblado y un palacio sobre un montículo. La muralla
de la ciudad es casi cuadrada, midiendo cada lado bastante más de una milla.
Los ángulos de este cuadrado están orientados hacia los puntos cardinales. En
la fachada sudoccidental de la muralla, se halla el recinto fortificado de una
ciudadela y, en la fachada noroccidental, a lo largo de la cual corre el río

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Barimeg, se levanta la plataforma del palacio que tiene un perfil parecido a
una T mirando la base de la letra hacia el noroeste. Esta parte se halla más
próxima al río y la parte más elevada del montículo cubre los restos del
palacio y de un templo. Las excavaciones realizadas aquí por Mr. Botta se
efectuaron de un modo sistemático y dejaron al descubierto una parte
considerable del palacio, pudiéndose apreciar todavía algo del mismo aunque
todo ha sido cubierto de nuevo con vistas a su conservación. Pasé algún
tiempo inspeccionando estas ruinas y luego regresé a Mosul.
He dicho que telegrafié a los propietarios del «Daily Telegraph»
notificando mi descubrimiento del fragmento perdido de la tabla del Diluvio.
La información sobre el hallazgo apareció en el periódico el 21 de mayo de
1873 pero, por algún error que desconozco, el telegrama publicado difiere
materialmente del que yo envié. Debo poner especialmente de relieve el
hecho de que en el texto que publicó el periódico aparece la frase «como está
concluyendo la estación», lo que indujo a pensar que estaba llegando a su fin
la estación idónea para efectuar excavaciones. Mi intención era contraria a
este texto que no es el que yo envié. Por aquellos días esperaba instrucciones
y confiaba en que continuarían las excavaciones ya que estábamos obteniendo
buenos resultados. Los propietarios del «Daily Telegraph», sin embargo,
consideraron que el descubrimiento del fragmento perdido del texto del
Diluvio constituía la realización de los objetivos que se habían marcado y
renunciaron a seguir con las excavaciones, expresando a pesar de todo su
interés por los trabajos y deseando que siguiera adelante con la ayuda del
estado. Quedé decepcionado ya que hacía muy poco que habían comenzado
mis excavaciones. Comprendí, sin embargo, que no podía hacer objeciones y
en consecuencia me dispuse a terminar mis excavaciones y regresar.
Proseguía mis excavaciones en Kouyunjik hasta concluir los preparativos para
mi regreso a Inglaterra. En el palacio septentrional, junto al lugar en donde
había encontrado la tabla con las advertencias a los reyes, desenterré un
fragmento de un curioso silabario, dividido en cuatro columnas
perpendiculares. En la primera columna se indicaban los valores fonéticos de
los caracteres cuneiformes reflejados en la segunda columna. La tercera
contenía los nombres y significados de los signos mientras que la cuarta
columna daba las palabras y las ideas que representaba.
Busqué por los alrededores otros fragmentos de esta importante tabla,
prolongando la zanja entre la masa de piedras y escombros, desprendidos del
muro del palacio. Grandes bloques de piedra, con tallas e inscripciones,
fragmentos de pavimento decorado, ladrillos pintados y motivos decorativos:

Página 323
los materiales se hallaban diseminados en todas direcciones, mostrando el
absoluto estado de ruina en que había caído este sector del palacio. De vez en
cuando, aprisionados entre estos fragmentos, aparecían trozos de tablillas de
terracota. Cierto día un obrero dio con su pico sobre una masa de mortero
dejando al descubierto el borde de una tabla que se hallaba encerrada entre
dos bloques de piedra. Inmediatamente despejamos los escombros y luego,
utilizando una palanca, levantamos el bloque de piedra de arriba y extrajimos
el fragmento de la tabla que resultó ser una parte del silabario perteneciente al
fragmento ya encontrado. La porción mayor de esta tabla fue hallada a una
distancia considerable en un túnel adyacente de la derecha. Estaba adherida al
techo del túnel y se desprendió con facilidad dejando la impresión de todos
sus caracteres en la tierra. Otras dos porciones de la sexta tabla de la serie del
Diluvio se encontraron también aquí. Se refieren a la conquista del toro alado
y se darán con las otras porciones de la serie de Isdubar.

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Gilgamesh y la Tierra de la Vida. Copia manual de dos fragmentos inéditos de
Nippur en el museo de Antiguo Oriente.

A la izquierda de mis excavaciones había una masa sólida de escombros


sobre la que ya se había trabajado en el curso de las excavaciones
precedentes. Entre ella y el montículo que quedaba detrás se había abierto una
grieta y todo parecía indicar que iba a derrumbarse de un momento a otro.
Durante algún tiempo, temían tocarla pero yo esperaba encontrar en ella
algunos fragmentos y ello me indujo a ordenarles que excavasen por su parte
superior. Me vi recompensado con varios trozos de tablas. Una segunda zanja
de la derecha nos proporcionó un buen texto, que era una variante del relato
de la conquista de Babilonia por los elamitas en el año 2280 antes de Cristo.

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La mayoría de los fragmentos de esta parte se obtuvieron con mucha
dificultad debido a las masas de piedras que hubo que extraer para conseguir
las inscripciones.

Gilgamesh y la Tierra de la Vida. Copia manual del anverso de la tablilla de cuatro


columnas de Nippur, en el museo de Antiguo Oriente.

En el sector norte del palacio de Senaquerib realicé algunas excavaciones


y descubrí cámaras similares a las del palacio sudoriental de Nimrud. Aquí no
conseguí ninguna inscripción pero, en la zona del templo próxima a este
palacio, descubrí un nuevo fragmento del cilindro de Bel-zakir-iskun, rey de
Asiria, en el año 626 antes de Cristo. Más al sudeste, en esta parte del
montículo, descubrí inscripciones en ladrillo de Sahnanasar (1300 a. de C.) y
de su hijo, Tugulti-ninip (1271 a. de C.). Ambos habían llevado a cabo
restauraciones y ampliaciones en el templo de Isthar. Allí había una muralla
posterior en el curso de cuya construcción resultaron mutiladas y destruidas
algunas bellas esculturas de la época de Assurnazirpal (885 a. de C.).
Estos fueron mis principales descubrimientos en Kouyunjik. Concluí mis
excavaciones el 9 de junio. Durante mi estancia en Mosul hice muchos

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amigos entre los misioneros católicos y comerciantes de la ciudad y en
compañía de algunos de ellos realicé una visita de despedida a Nimrud el 4 y
el 5 de junio. El 8 de este mes, como estaba a punto de salir del país, ofrecí
una comida de despedida a mis amigos y al día siguiente, partía hacia Europa
con mis tesoros.

Assyrian Discoveries, 1875

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Primeros avances técnicos

HERMAN HILPRECHT

HERMAN VOLRATH HILPRECHT (1858-1925) nació en Hohenerxleben,


Alemania, y estudió en la Universidad de Leipzig. En 1886 fue a Filadelfia
donde se incorporó al profesorado del Departamento de Asiriología de la
Universidad, alcanzando el cargo de Conservador de la sección babilónica
del Museo de la Universidad. A raíz de las excavaciones que efectuó en
Nippur fue invitado a sistematizar sus hallazgos, que eran propiedad
estatutaria del Gobierno turco, en el Museo Imperial Otomano de Estambul,
labor que le ocupó desde 1893 a 1909. Sus años posteriores quedaron
ensombrecidos por su injustificable pretensión de defender algunos errores
que contenía su informe sobre las excavaciones de Nippur, actitud que
conduciría finalmente a su retiro. A pesar de ello, su obra sigue teniendo un
valor considerable.

Cuando examinaba los alrededores del interesante edificio, lo primero que


encontró Haynes fueron las cenizas grises y negras que se esparcen por todo
el atrio del «ziggurrat» debajo mismo del pavimento de Naram-Sin. Luego
descubrió los montones de «arcilla amasada» y seguidamente varios trozos
dispersos de mortero de cal. Todas estas huellas de actividad humana se
hallaban incrustadas en los escombros, característicos de los estratos
inferiores, que están formados en su mayor parte de tierra, cenizas y gran
número de fragmentos de vasijas de barro.
Al llegar a una profundidad de nueve pies, contados desde el remate de la
sólida estructura (es decir, al descender unos cuatro pies por debajo de la
antigua terraza del lado sudoriental de la torre escalonada) encontró gran
cantidad de fragmentos de tuberías de agua, de terracota, que tenían la forma
aquí descrita. Aunque los informes de que disponemos no ofrecen una
orientación satisfactoria respecto al uso a que fueron destinadas, es evidente
que pertenecen al período real pre-sargónico. Intentaré explicar su aplicación

Página 328
posteriormente y considero más conveniente no hacer referencia a la
interpretación de Haynes.
Este descubrimiento despertó la curiosidad del explorador y después de
ahondar en el pozo varios pies, precisamente en el lugar donde se había
encontrado el mayor número de estas conducciones de terracota, tuvo la
suerte de realizar el hallazgo más importante que, en forma aislada, se llevó a
cabo en los estratos inferiores de Nippur. Tras una corta búsqueda, dio con un
desagüe muy curioso que nos hizo recordar el avanzado sistema de
alcantarillado que tiene París en la actualidad. Corría diagonalmente bajo el
edificio rectangular citado anteriormente y empezaba, según creo, en un
ángulo del antiguo santuario. Se deduce claramente que cayó en desuso
mucho antes de que se construyese el edificio en forma de L. Aún puede
seguirse su trazado, en una longitud aproximada de seis pies, hasta el interior
de las ruinas que se hallan debajo del «ziggurrat». Pero sus principales restos
se descubrieron en el patio abierto, donde su longitud era el doble que en su
sector subterráneo. La boca, bastante bien conservada, se encontraba
directamente debajo de la antigua terraza, detalle de la mayor importancia,
pues constituye un nuevo argumento en favor de la teoría anteriormente
expuesta de que esta terraza marcaba los límites del recinto sudoriental más
antiguo del «ziggurrat» o de cualquier otra construcción que antiguamente
pudiera haberse levantado en este sitio. Pero esto nos lleva también a la
conclusión de que en algún lugar de la terraza, debió de existir alguna especie
de desagüe que desde este sector llevase el agua a la correspondiente
alcantarilla.
Apenas había comenzado Haynes a extraer los escombros del acueducto
cuando descubrió, con gran asombro, que terminaba en una sección
abovedada de tres pies de longitud formando un auténtico arco elíptico (el
más antiguo descubierto hasta la fecha). De este modo, la cuestión tan
debatida acerca del lugar y la fecha de construcción de este arco se decidió en
favor de la antigua Babilonia. Las pruebas indiscutibles de este testimonio de
la civilización pre-sargónica se hallan quince pies bajo el pavimento de
Naram-Sin y a diez pies debajo de la base de la torre, que fue construida,
probablemente, un siglo o dos después. Por ello, podemos situarlo con
seguridad a finales del quinto milenio antes de la era cristiana. El arco en
cuestión presentaba una serie de detalles muy interesantes. Tenía 2 pies 1
pulgada de altura (medida interior), una abertura de 1 pie 3 pulgadas y un arco
de 1 pie 1 pulgada y estaba construido con ladrillos planoconvexos, bien
cocidos, siguiendo la disposición de cuñas o dovelas radiales. Estos ladrillos

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(12 × 6 × 2 ½ pulgadas) eran de color amarillo claro, y llevaban ciertas
marcas en su cara superior o convexa como consecuencia de haber presionado
con fuerza el pulgar y el índice sobre el centro del ladrillo o por haberlo
sujetado longitudinalmente con varios dedos. A pesar de ser muy primitivos,
no «representan» como infiere Haynes, «el tipo más antiguo de ladrillo
encontrado en Nippur o en toda Babilonia» (donde son más pequeños y a
veces algo más gruesos), si bien durante mucho tiempo se utilizaron
simultáneamente ambas clases y con frecuencia en el mismo edificio. La
curva del arco se formó «a base de uniones en forma de cuña con el mortero
corriente de arcilla que se usaba para pegar los ladrillos». «En su vértice había
una tubería de terracota de unas 3 o 3 ½ pulgadas de diámetro», cuyo objeto
desconoce Haynes. Me inclino a pensar que sirvió para un fin similar al de los
orificios que a intervalos regulares se encuentran en los tabiques de nuestras
modernas terrazas, etcétera. En otras palabras, que la conducción estaba
destinada a dar salida al agua de lluvia que entraba en la terraza impidiendo
así el reblandecimiento del mortero de arcilla extendido entre los ladrillos del
arco y el posible desprendimiento de toda la bóveda como consecuencia de la
humedad. Esta explicación, de ser aceptada, llevaría necesariamente a la
conclusión de que el piso del patio que rodeaba al primer santuario no estaba
pavimentado con ladrillos cocidos, deducción confirmada enteramente por las
excavaciones.
Hay muchos argumentos en favor de la teoría de que este túnel,
hábilmente proyectado, estaba abovedado originalmente en toda su longitud.
Como su cúpula, la parte inferior del acueducto presentaba varios detalles
muy sorprendentes. «Debajo mismo del pavimento y en medio del canal de
agua, había dos tejas paralelas de terracota de 8 pulgadas de diámetro, con un
reborde de 6 pulgadas». Haynes, considerando este túnel como un
desaguadero y no como una estructura destinada a protegerlo, halló
dificultades para explicar su presencia y objeto. Estaban unidas con mortero
de arcilla y por secciones simples, de 2 pies de longitud cada una, integradas
en el mismo material. Aquí podemos plantearnos la siguiente pregunta: ¿Por
qué existen dos conducciones pequeñas en lugar de una sola grande?
Evidentemente porque conducían el agua desde dos lugares distintos a un
punto situado en el interior del recinto sagrado, donde confluían, y
atravesaban juntas el túnel abovedado. Estas conducciones prueban, sin lugar
a dudas, la existencia de un sistema muy perfecto de drenaje en el periodo
más primitivo de la historia de Babilonia. Por ello, no dudo que los llamados
«desagües», antes citados, tuvieron una aplicación relacionada con este

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complicado sistema de canalización y que deben considerarse como uniones
especialmente preparadas para empalmar las conducciones de terracota que
confluían formando un ángulo recto.
La boca del túnel presentaba una construcción en forma de T hecha de
ladrillos planoconvexos. Haynes cree que se trata de un «medio utilizado para
centrar el arco» o de «un recurso destinado a evitar que los animales
domésticos, como el cordero, buscasen abrigo en su interior contra los rayos
implacables del sol estival», mientras que el que suscribe este informe ve en
ella un contrafuerte levantado para proteger el sector más expuesto del túnel
en el punto en que se inicia la parte abovedada propiamente dicha y donde las
paredes laterales tienden a ceder ante la desigual presión ejercida por la masa
de tierra que les rodea. El hecho de que el punto de vista últimamente citado
es el más plausible y que la conducción única que se extiende sobre el arco es
razonable se deduce por lo que sucedió en el curso de las excavaciones. Pocos
meses después de que Haynes retirase la estructura de ladrillo y sus dos
brazos, informó de pronto que el arco «se había deformado debido,
probablemente, a la desigual presión ejercida por la masa situada encima del
mismo que se había saturado de agua de lluvia». El destino original de estos
sencillos recursos, que aseguraron la conservación del arco por espacio de
seis mil años, no pudo demostrarse más fehacientemente. Al mismo tiempo,
Haynes, que nunca creyó en que este incidente tuviera relación con el
problema, considerado en su conjunto, no pudo hacer un mayor cumplido a la
inventiva y al sentido previsor de los arquitectos de la antigua Babilonia.
Como todas las partes restantes, las largas paredes laterales de este túnel
único estaban construidas con notable esmero, por once hileras de ladrillos
unidos con mortero de arcilla (prueba evidente de que el túnel no estaba
concebido para conducir el agua). Las seis hileras inferiores, la octava, la
décima y la undécima, seguían una disposición horizontal en que el borde
mayor quedaba al descubierto mientras que la séptima y la novena
descansaban sobre su lado ancho, como los libros en una estantería, siendo
visible su borde más pequeño. Considerando todos los detalles de este
excelente sistema de canalización del quinto milenio antes de la era cristiana
y que no hace mucho tiempo se creía perteneciente a una fase prehistórica, se
nos puede perdonar si hacemos la siguiente pregunta: ¿Dónde reside el
avance, tantas veces proclamado, del drenaje de las capitales europeas y
americanas del siglo XX de nuestra era? Parece que los métodos de hoy
difieren poco de los utilizados en la antigua Nippur o Calneh una de las cuatro
ciudades del reino de «Nemrod, el poderoso cazador ante el Señor (Gen.

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10:9)», en el llamado “despertar de la civilización” (¡un descubrimiento algo
humillante para el espíritu progresista de la edad moderna!). ¡Cuántos siglos
incontables de evolución humana se ocultan tras aquella maravillosa época en
que se construyó el túnel abovedado con las dos conducciones de terracota
instaladas con la mayor seguridad en su fondo, cuatro pies por debajo la
antigua «llanura de Shinar»!

Explorations in Bible Lands, 1903

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Las tumbas reales de Ur

CHARLES LEONARD WOOLLEY

SIR CHARLES LEONARD WOOLLEY (1880-1960) se educó en St. John’s


College de Leatherhead y en el New College de Oxford. Poco después de
completar sus estudios en esta universidad fue nombrado Conservador
Adjunto del Ashmolean Museum y, desde entonces, dedicó su vida a la
arqueología. Tomó parte en muchas excavaciones. Primeramente lo hizo en
la colonia romana de Corbridge y posteriormente se unió a la expedición que
Oxford envió a Nubia participando también en las excavaciones que el Museo
Británico efectuó en Carcemish. La gran guerra de 1914 le sorprendió en el
Oriente Próximo, donde su conocimiento personal de Palestina y Egipto fue
de un valor inestimable cuando ingresó en el Servicio Militar de Inteligencia.
Sin embargo, en 1916 fue hecho prisionero por los turcos permaneciendo en
cautiverio hasta la terminación de la guerra en 1918. Al año siguiente,
reanudó sus excavaciones de Carcemish y, en 1921, pasó un año en Tell el-
Amarna. En 1922, empezó el trabajo a que dedicaría los doce años siguientes
realizando los descubrimientos más espectaculares e importantes desde que
Schliemann halló las tumbas reales de Micenas: la excavación de la ciudad
caldea de Ur.

En la parte exterior de la muralla que circunda el Temenos de Ur, la Zona


Sagrada dentro de la cual se levantaba la torre escalonada del Dios de la Lima
y los principales templos del culto, hay un espacio abierto que tres mil años
antes de Cristo fue el cementerio de los habitantes de Ur. Posteriormente, en
los días de Sargón de Akkad (2560 a. de C., aproximadamente), el lugar
volvió a utilizarse para el mismo fin y los sepultureros turbaron la
tranquilidad de centenares de tumbas precedentes. Posteriormente, después
del año 2000 a. de C., se construyeron casas sobre el antiguo cementerio y el
descubrimiento de sepulcros antiguos que contenían tesoros indujo a los
hombres a excavar profundamente el suelo en busca de botín. De este modo,
la mayoría de las tumbas reales que encontramos fueron saqueadas mucho

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tiempo atrás y al haberse removido la tierra de una forma continuada los
estratos se han mezclado unos con otros. No obstante, podía apreciarse
claramente que el cementerio primitivo fue algo anterior a la primera dinastía
de Ur, una dinastía de reyes cuya existencia histórica había sido ya
demostrada por las excavaciones del templo de al’Ubaid erigido por A-anni-
pad-da, segundo en la línea dinástica.
Entre las mil tumbas pertenecientes al período primitivo solo dieciséis son
tumbas reales. El resto está constituido por las tumbas de los súbditos, que se
abrían lo más cerca posible del sepulcro del gobernante semidivino, lo mismo
que hoy en un cementerio musulmán las lápidas humildes se agrupan en torno
al «turbeh» cubierto del jeque religioso…
En aquel lugar se había excavado un foso grande al que se descendía por
una rampa. En el foso había una tumba de piedra y ladrillo, abovedada o en
forma de cúpula, que podía ser una simple cámara o una casa diminuta con
tres o cuatro habitaciones unidas por un corredor. La cara interior de las
paredes y los suelos de la cámara estaban finamente revocados con mortero
blanco. Esta era la tumba propiamente dicha. El cadáver se introducía en ella
llevado en andas y era rodeado por las ofrendas que revelaban la riqueza del
gobernante y que podían incrementar su dicha en el más allá. Se sacrificaba a
dos o tres de sus más íntimos colaboradores y sus cadáveres se depositaban a
ambos lados del féretro. Luego se tapiaba la entrada de la tumba. La rampa
descendía hasta el interior del foso cuyas paredes de tierra estaban cubiertas
por una estera de caña, que era todo el decorado que acompañaba a los que
tenían que ir al otro mundo junto con su soberano. Ministros de la corte,
músicos, danzarinas, esclavos y soldados de la guardia, los lacayos y los
animales, se agrupaban en filas ordenadas en el fondo del foso. Se cree que
tenía lugar una especie de ceremonia (en la tumba de la reina Shubad los
dedos de una joven arpista tañían aún las cuerdas de la lira) al final de la cual
cada uno tomaba una copa, la llenaban de un narcótico, posiblemente
depositado en un gran recipiente de bronce colocado en el centro del foso,
bebían del mismo y se acostaban adormecidos por sus efectos. Y, desde
arriba, los miembros del cortejo fúnebre arrojaban la tierra extraída del foso y
enterraban a los durmientes en la cámara funeraria, pisando después la tierra
hasta dejar el suelo horizontal para la siguiente fase de la ceremonia. Sobre el
suelo, todavía a bastante profundidad de la superficie del terreno se celebraba
una fiesta fúnebre y luego se sacrificaba y amortajaba a dos o tres personas
más. Nuevamente se arrojaba y se pisaba la tierra, para repetir el ritual dos o
tres veces hasta que el foso quedaba enteramente a nivel del suelo, si bien no

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tenemos pruebas evidentes que puedan confirmar este hecho. Para señalar el
sitio, se construía una capilla sobre el terreno, dispuesta para recibir las
ofrendas en memoria de los muertos y destinada a la celebración de los
servicios religiosos en su honor.
Esta descripción general no responde a ninguna exaltación de la fantasía.
Está basada rigurosamente en las pruebas que se encontraron en las mismas
tumbas. En el sector de la P. G. 1.054 excavaron metódicamente el foso, piso
a piso, hasta descubrir sus diversos depósitos votivos y las inhumaciones
accesorias, hasta llegar a la cámara abovedada de piedra, con su puerta
bloqueada, sobre la cual se habían colocado los huesos de los animales
sacrificados y, en su interior, hallamos el cuerpo del rey cubierto de oro
acompañado de los cadáveres de sus servidores. En la tumba de la reina
Shubad, la arpista, con su arpa, y los cantantes formaban un grupo aparte. Los
lacayos se hallaban junto al trineo, arrastrado por dos asnos y adornado
suntuosamente. Un ayuda de cámara yacía junto al arca que había guardado el
vestuario real. En el interior de la cámara funeraria, las damas de compañía se
reclinaban sobre el féretro en el que yacía su soberana, adornada con cuentas
de oro, lapislázuli y cornerina, llevando su cabellera peinada primorosamente,
la cinta de oro macizo para el pelo, las guirnaldas de oro y los alfileres de
cinco flores propios de las reinas, mientras que en un estante contiguo había
una peluca de ceremonias rodeada por una cinta ancha de lapislázuli que tenía
engarzadas unas figuritas de animales, frutos y espigas de trigo,
maravillosamente labradas en oro.

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Arpas descubiertas en Ur. Fotografía tomada durante exhumación.

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Detalle de la «arpa del toro». British Museum.

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La tumba de la reina había sido abierta en el foso de una tumba algo
antigua, posiblemente la de su esposo cuyo último lugar de descanso quería
compartir. Los sepultureros la abrieron sobre el techo abovedado de la antigua
cámara del rey y, dominados por la tentación, irrumpieron en ella y la
despojaron de todas sus riquezas, colocando el arca del vestuario de la reina
para taponar el agujero y ocultar así su delito. Pero no causaron ningún daño
en el «foso de la muerte», pues lo encontramos todo en orden. Ocho soldados
con lanzas y cascos yacían, formando una doble fila, al pie de la rampa.
También se encontraba allí el pesado carro (que había bajado la pendiente en
sentido inverso), arrastrado por los bueyes, que llevaban argollas de plata y
riendas decoradas con enormes cuentas de lapislázuli que terminaban en el
hocico. Junto a la pared de la cámara funeraria, se hallaban el arpista y los
cantantes. Los soldados guardaban la entrada tapiada junto a las paredes del
foso cubiertas con esteras. Sesenta y tres personas se habían reunido allí para
esperar la muerte.

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Ur. Plano de dos tumbas reales que nos muestra la disposición de las víctimas

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En otro lugar (PG. 1.237), el piso del foso fúnebre estaba cubierto de
cadáveres que formaban filas ordenadas. En la pared de la entrada había seis
hombres y sesenta y ocho mujeres vestidas de gala con túnicas rojas,
bocamangas adornadas con abalorios y cinturones con anillos de concha,
tocados de oro y plata, grandes pendientes en forma de luna y múltiples
collares de azul y oro. Entre ellas había una joven que no llevaba la cinta de
plata para el cabello (fue hallada en su bolsillo guardada cuidadosamente en
su estuche, como si hubiera llegado tarde para el funeral y no hubiera tenido
tiempo para ponérsela). Había un grupo de cuatro arpistas con sus liras y
junto a ellos, en un espacio abierto, una caldera de cobre. Debió guardar,
lógicamente, relación con el pequeño jarro encontrado junto a cada uno de los
74 cadáveres del foso.
Ninguna de las tumbas privadas del cementerio presentaba nada semejante
a esta matanza colectiva. Incluso la más rica, la tumba de Meskalamdug, que
contenía un magnífico caudal de armas y vasos de oro, plata, bronce y piedra,
no tenía en su interior otro cadáver que el del «señor de la buena tierra»,
solitario en su ataúd de madera. La construcción de la cámara funeraria y el
sacrificio humano era un privilegio reservado a los reyes. Ello nos ha hecho
suponer que aquellos reyes eran poco menos que divinidades para los que la
muerte no era más que una transición. Y si tenemos en cuenta que las
personas que morían con ellos lo hacían acompañados por la música que ellas
mismas interpretaban y que bebían voluntariamente el narcótico, no podemos
sino afirmar que a esta gente les animaba la confianza de que acompañar en la
muerte a su señor les aseguraba la continuación de su servicio y un puesto
honorable en el otro mundo.
En toda la literatura sumeria que poseemos no existen indicios de que
ninguno de estos rituales formen parte del funeral de un rey. Y como el
descubrimiento de Ur era único en su clase, algunos investigadores se
mostraron reacios a aceptar una interpretación semejante de este testimonio,
poniendo de relieve que algunos nombres grabados en las «Tumbas reales» no
figuraban en las listas de reyes registradas por los cronistas sumerios. La
realidad de aquellos entierros quedaban fuera de toda discusión pero preferían
ver en ellos un sacrificio ofrendado a los dioses reconocidos, un «rito de la
fertilidad» por el que un matrimonio místico que simbolizaba la fecundidad
de la tierra culminaba con el sacrificio de la desposada y del novio. El primer
punto es bastante cierto. Pero los cronistas sumerios enumeran solamente los
reyes de aquellas dinastías que intentaron gobernar todo el país de Sumeria.
Los ocupantes de nuestras tumbas reales no parecen compartir esta pretensión

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pero sí se llaman a sí mismos «reyes». Sus nombres no son distintos a los de
los reyes de la Primera Dinastía (que podían perfectamente haber pertenecido
a la familia) pero, a juzgar por los testimonios arqueológicos, son más
antiguos, lo cual demuestra que no se trataba de reyes dinásticos a los que se
les rindiera vasallaje sino solamente de señores que gobernaban una ciudad
determinada. Si eran las víctimas escogidas del «rito de la fertilidad» muy
difícilmente podían llamarse reyes.
Por otra parte, la literatura sumeria, que es rica en textos litúrgicos y
religiosos, no contiene la menor sugerencia al eventual sacrificio de alguno de
los protagonistas del rito del «matrimonio místico». No se hace referencia a
ningún sacrificio humano como parte integrante de la ortodoxia religiosa. La
hipótesis del «rito de la fertilidad» no está en absoluto de acuerdo con el
testimonio de la literatura como tampoco lo está la hipótesis de que se trataba
de entierros reales (sobre todo porque en ningún pasaje de la literatura
sumeria se describen ese tipo de entierros). Además, el «matrimonio místico»
comprende a dos personas, el esposo y la esposa, y si tenían que ser
sacrificados sin duda alguna hubieran sido enterrados juntos. Pero cada una
de las tumbas reales de Ur contiene solamente un cadáver principal. Y otro
argumento es este: la necesidad de recoger los frutos de la tierra es constante
y si se practicó algún «rito de la fertilidad» tendría un carácter de ceremonia
anual, como efectivamente lo fue en Sumeria en los tiempos históricos. Pero
en el cementerio de Ur, que debió de utilizarse durante muchas generaciones,
hay solamente 16 «tumbas reales». ¿Acaso en todos aquellos años solamente
en dieciséis ocasiones se decidieron a celebrar los ritos necesarios para
asegurar una buena cosecha? Por otra parte, el testimonio de las tumbas reales
no se encuentra aislado, pues hemos descubierto que mil años más tarde los
poderosos gobernantes de la Tercera Dinastía construyeron en Ur tumbas de
grandes dimensiones al otro lado de la muralla de Temenos, donde muchas
personas fueron enterradas con ellos. En dichas tumbas, sobre las que se
levantaba un templo-palacio, el hijo mayor de la casa real rendía culto al
monarca que era deificado en vida y considerado como un dios después de su
muerte. Aunque la literatura guarda silencio respecto a ella, la idea de que el
«aparcero» de Dios participa de su divinidad y no muere sino que es
transferido al cielo, es una tradición que se conservó fielmente.
Aquí pues, en este prehistórico cementerio de Ur, las tumbas de los reyes
y plebeyos nos aclaran considerablemente el pensamiento y las creencias de
un pueblo que no nos ha dejado ningún testimonio escrito auténtico, dándonos
a conocer detalles muy interesantes sobre su arte, industria y sobre los

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aspectos materiales de su vida. Solamente existe un aspecto que parece
quedar oscurecido por el comparar este con otros yacimientos: el hecho de no
haber encontrado estatuas ni efigies, tan abundantes en Tell Asmar, al norte
del Irak, durante las excavaciones que allí efectuaron los americanos. La
razón reside en el hecho de que en Ur se descubrió el emplazamiento de un
cementerio mientras que en Tell Asmar se trataba de un templo. Una estatua
hubiera sido lo último que se les habría ocurrido colocar a los sumerios en
una tumba. Las estatuas representaban o bien un dios, en cuyo caso el altar
era el sitio más apropiado para colocarla, o bien a su adorador, en cuyo caso
el sitio idóneo era también el templo, donde podía permanecer noche y día
frente a su dios orando en perpetua adoración. Para lograr un cuadro completo
de Sumeria tal y como fue hace cinco mil años, debemos recurrir no solo a
una sino a muchas de las fuentes que en años recientes nos ha brindado la
arqueología. Sin embargo, los objetos de la ceremonia de Ur nos hablan
claramente del carácter de una civilización que se desarrolló en el valle del
Éufrates durante los reinados de al’Ubaid, Uruk y Jemdet Nasr y que floreció
en el alborear de la historia.

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Estandarte de Ur. Reverso y Anverso.

Ur. The First Phases, 1946

Página 343
QUINTA PARTE

El libro de las rocas y de los valles

Excavaciones en Pérgamo

CARL HUMANN

CARL HUMANN (1839-1896) fue un ingeniero de ferrocarriles que, en


1861, concentró sus actividades en las bajas latitudes por razones de salud.
Durante su permanencia en Samos demostró claramente su interés por la
arqueología. Se hizo famoso por su excavación del Altar de Pérgamo
(reconstruido en Berlín) que concluyó en 1886.

Pérgamo, 19 de diciembre de 1871

Altar de Júpiter en Pérgamo.

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La Gigantomaquia, en el altar de Pérgamo. Detalle: Atenea con la Victoria, separa
del suelo al gigante Alcioneo mientras implora piedad a su madre la Tierra (Gea).

Mi querido Curtius:

Cinco semanas han transcurrido desde mi última carta y de no haber


prometido entonces escribirle, en un plazo de ocho o catorce días, para
comunicarle los resultados de las excavaciones y enviarle el plano de
Pérgamo, le hubiera contestado hace mucho tiempo.
Y lamento comunicárselo pero hasta hoy no he conseguido ninguna de las
dos cosas, al menos de una forma definitiva. Aquí ha estado lloviendo sin
cesar durante cinco semanas y desde la luna nueva ha soplado un viento del
norte muy frío. No tengo otra excusa aunque debo decirle que no he estado
perdiendo el tiempo. Siempre que no llovía, aprovechaba el mediodía para
subir a la Acrópolis con mi gente y me complace decirle que he conseguido
realmente vencer muchas dificultades.
¿Recuerda Vd. aquel muro, alto y espeso, en el que yo le mostré dos
esculturas que sobresalían mirando hacia abajo? He conseguido sacarlas y
llevarlas a territorio «prusiano»…
Número 1.— Se trata de la piedra situada a la izquierda, de la que podía
verse el pecho. Cuando derribé la pared para llegar junto a ella
personalmente, con el mayor cuidado, fui retirando piedra por piedra y
encontré el cuello y la barbilla y más tarde la mejilla izquierda y el ojo.
Cuando vi el ojo grité: «¡Es un hombre muerto!». Pues esta estatua, aunque

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ofrece un aspecto completamente natural y es de bella realización, tenía
ciertamente el aspecto macilento y rígido de la muerte. Le aclaro esto porque
demuestra que no puede confiarse mucho en mis facultades críticas
«artísticas». Más tarde la estatua fue desenterrada completamente y resultó ser
un hermoso joven de pelo rizado, erguido y con el pecho alto y cilíndrico (25
centímetros), con el brazo derecho, que desgraciadamente se había roto,
levantado, el izquierdo caído, la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado,
la boca entreabierta con un rictus que no reflejaba dolor sino fatiga, como si el
joven estuviera durmiendo. Solo los ojos completamente abiertos, vueltos
hacia arriba revelaban que estábamos contemplando a un hombre muerto en
combate. La fuerza y la belleza se aunaban aquí en una maravillosa armonía.
En la parte izquierda se ve una pierna perteneciente a una segunda estatua.
Número 2.— En el dibujo se muestra a un hombre viejo y con barba que,
derrotado en la batalla, mira con tristeza. Esta cabeza, aunque faltan la
barbilla y la nariz, está magníficamente labrada. Al principio la confundí con
la cabeza de un león antes de que fuera desenterrado el hombro izquierdo y el
durmiente bellamente modelado. Las cejas parecen gruesos bucles pero no
ofrecen un perfil exagerado. Una mano, que probablemente no pertenece a
esta escultura pues tendría que haber sido la derecha, sostiene un escudo sobre
su cabeza. Este escudo, labrado con delicadeza, tiene escasamente el espesor
de un dedo y por esta razón se halla destrozado en su mayor parte. Detrás, se
encuentra un hombre del que solo se ha conservado el brazo derecho, el
pectoral derecho y un fragmento de la parte posterior de la cabeza. Se halla en
actitud de golpear al viejo con un garrote. Sobre el hombro izquierdo llevaba
una piel de león, conservándose una de las garras. La cabeza, el brazo
izquierdo y el pectoral izquierdo no existen ya por desgracia y probablemente
se perdieron a bastante distancia de la muralla.
Número 3.— La mano de un caballo, pertenece también al mismo estilo.
¡Nunca antes había visto una mano como aquella! Todos los huesos de la
articulación se muestran a través de la piel. Entre los números 1 y 3 no sabría
por cuál decidirme.
Las tres piezas citadas están labradas en mármol blanco azulado. Las dos
primeras tienen una altura de 89 centímetros. Como varios bloques han sido
descubiertos aquí con anterioridad y por desgracia han quedado destruidos, es
evidente que también estas dos formaban parte de un friso continuo que
representaba una batalla.
Hace años vi un bloque que representaba a un hombre con un león (fue
enviado a Constantinopla a nombre de Mr. Karatheodoris). Además de este,

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encontramos en número 3, la mano del caballo, de modo que disponemos de
una batalla completa con hombres, caballos y animales salvajes. El friso
podría haber formado parte de uno de los sectores de un edificio muy
importante, como el Templo de Minerva en la Acrópolis. Posteriormente
comprobé con gran alegría que todos los fragmentos arquitectónicos del
edificio, cuyos cimientos y bóvedas inferiores admiraba usted tanto, estaban
hechos del mismo mármol puro, blanco azulado, que concuerda además con
el diámetro de las columnas de este templo, cuyas medidas no he podido
todavía precisar por completo, y con la altura de 89 centímetros que tiene el
friso.
Confío en que no sea precisamente el entusiasmo de haber descubierto
algo personalmente lo que me hace afirmar que se trata de una obra maestra
de la escultura. Mis bocetos, tomados en el patio con los dedos helados,
pueden darle a usted una idea muy imprecisa de la belleza de estas piezas. En
la parte superior, la dura piedra caliza de la pared se encuentra todavía entre
las partes más delicadas, que he dejado allí para evitar su deterioro. La núm. 1
y la núm. 2 están partidas en dos sitios pero ninguna de las partes más
delicadas están agrietadas. La gran extensión y el peso desigual de la pared
parecen haberlas quebrado. Difícilmente podemos calificarlas de «alto
relieve» ya que las figuras son completamente redondas y parecen estar
adheridas a las losas de 15 a 20 centímetros de espesor, por lo que se pueden
considerar como auténticas estatuas. El busto del joven recuperado junto con
la losa mide más de medio metro de espesor. Todos los dibujos están tomados
a escala 1/10, de manera que pueden calcularse las dimensiones en todos los
casos. El sombreado indica las partes desprendidas de las figuras.
Número 4.— Es un bajo relieve y muestra una armadura. Sobre el hombro
izquierdo se aprecian unos flecos como los que llevaban nuestros tambores
mayores. Ambos lados presentan figuras de guerreros, muy interesantes, pero
demasiado pequeñas para ser esbozadas aquí.
Número 5.— Es una inscripción sobre una losa blanca de mármol. Extraje
cuatro o cinco de la pared.
Los 6 a y 6 b me los facilitó un turco. En el mismo friso que usted vio en
la puerta de un Han, pero en mejor estado de conservación. Haberle dibujado
el pequeño león alado con todos sus músculos me hubiera llevado medio día y
además no podía ya continuar utilizando la página del primer dibujo. Por ello
he señalado únicamente las dimensiones y el color.
Asimismo tengo en la casa un bajo relieve de una tumba, en el que
aparece un jinete y, frente a él, un árbol con una serpiente, pero todo bastante

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confuso. También poseo un pequeño capitel jónico cuya base es de 1,5 pies de
diámetro, tan bello y delicado que gustaría a cualquier arquitecto y cuyas
dimensiones el perito (Adler) deseará comprobar inmediatamente. También
una estela con una inscripción que ya no tengo tiempo de copiar hoy. Falta la
mitad superior aunque me acaban de decir que se conserva en una casa de esta
localidad. La incluiré mañana. ¡Ischallah! (¡Dios lo quiera!) Luego dispondré
de los fragmentos del hombre que descubrimos y de otros fragmentos
arquitectónicos.
¡Posteriormente descubrí una figura representando a una mujer vestida
sentada, labrada en brillante mármol blanco del mejor período! Faltan la
cabeza, los brazos, un pecho y los pies. Está sentada sobre un almohadón. Le
enviaré pronto el boceto. Espero que la bajarán mañana de la colina. El pie
desnudo que sobresalía de la pared fue sacado hace dos años y enviado a
Constantinopla para el Museo Turco. Era magnífico. Confío en que me
permitan recuperarla en otra ocasión. «¡Bakshish!». Aquí todo es posible.
El trono, que probablemente debe acompañar a las restantes figuras, y una
nueva estatua aparecerán mañana o pasado mañana, pues casi he llegado hasta
el lugar donde se encuentran. En un pueblo situado a cinco horas de aquí
compré una vasija de arcilla cocida, más alta que un hombre y tan voluminosa
que tres personas no podían abarcarla. Con arreglo a la descripción, esas son
sus dimensiones, pero debido al estado fangoso de la carretera, resulta
imposible traerla aquí de momento.
Aún no he podido sacar copia de media docena de inscripciones de los
cementerios turcos. Son todavía desconocidas. Otras tres más llegarán esta
semana procedentes de la muralla. He enviado a una persona a Kilise-Keni.
Piden diez libras por la piedra. Yo he ofrecido dos y espero que acepten.
Los griegos no quieren desprenderse de la piedra perteneciente a la
iglesia. Lo consideran un sacrilegio y, por otra parte, no están autorizados a
enviar sus obras tradicionales autóctonas al extranjero. Esos búlgaros
estúpidos solo quieren regatear y esperan obtener una suma gigantesca por
ella.
En una mezquita encontré una talla grande de piedra con un motivo de
flores, casi de un metro cuadrado, bellamente ejecutada y conteniendo uvas,
ciruelas, laurel, bellotas, higos y palmas. Nuestro gobernador que, como usted
sabe, es íntimo amigo mío, está realizando grandes esfuerzos por adquirirlo
para mí. Pero el condenado Imán piensa que sería pecaminoso vender a los
infieles algo de la mezquita a pesar de que les ofrecí diez liras por ella.
Tendré que dar al Imán unas cuantas libras. Por lo demás he conseguido

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convencer al Mufti y al Cadí para que demuestren que el Corán establece que
pueden venderse objetos de la mezquita si se obtiene un beneficio con ello.
«¡Baccalym!». No le hablaré de mis monedas ni de mis vasos de arcilla. Esta
carta se ha hecho ya demasiado larga.
Tan pronto como haya sacado de las murallas todas las estatuas visibles,
iniciaré las excavaciones sobre las ruinas del Templo de Minerva y sin duda
encontraré todavía más relieves. Todas las cabezas que se pueden ver en el
museo de aquí han sido encontradas en ese yacimiento. Y en él espero poder
conseguir fragmentos arquitectónicos muy valiosos. En Dikeli, en la costa,
descubrí una columna «con verde ántico», de una longitud aproximada de 1,5
metros. Ordené entonces detener los trabajos en el montículo camposanto del
Vigía o de Atalo porque deseaba estar presente, aunque me fue imposible. No
la dejaremos perder.
Como es lógico, mi plano de Pérgamo, se ha retrasado por causa del mal
tiempo y la consiguiente demora en las excavaciones. Tres o cuatro días más
de trabajo y estará acabado. De momento, le adjunto el borrador de una copia.
He descubierto muchas cosas. Permaneceré aquí hasta que pasen las
Navidades y no iré a Esmirna hasta la próxima semana. Estoy haciendo bajar
las losas de mármol de la Acrópolis sobre una rastra grande pero tendré que
dejarlas depositadas abajo para subirlas después nuevamente pieza por pieza.
Usted sabe lo alta que es. He hecho construir carretas especialmente fuertes
para transportar las cosas a Dikeli en la costa, desde donde las enviaré a
Esmirna por barco. Si para entonces existe mucha acumulación de mercancías
quizás el embajador imperial pueda encargarse de su transporte.
Envío esta carta al Dr. Luhrsen para su información, en parte por el interés
que ha demostrado y en parte por razones oficiales, con objeto de que pueda
ayudarme, en caso necesario, con sus consejos y su experiencia, si bien hasta
el momento no he tropezado con la menor dificultad.
Si se planteara, en cualquier aspecto, el problema de los gastos, debo
poner de relieve que, hasta la fecha, no hemos incurrido en ningún gasto a
cargo del Gobierno y que, por otra parte, he coleccionado todos los objetos en
nombre del Gobierno, al que pertenecen en propiedad.
Bien, esto es todo. Le deseo, querido Mr. Curtius, una feliz Navidad y un
próspero Año Nuevo y espero que me brinde pronto el placer de recibir unas
líneas suyas. Le escribiré en otra ocasión.
Con mis afectuosos saludos, su incondicional

Carl Humann

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Der Pergamon-Altar, entdeckt, beschrieben und gezeichnet von
Carl Humann, 1959

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El descubrimiento de las piedras de Hamah

WILLIAM WRIGHT

WILLIAM WRIGHT (1837-1899) era hijo de un granjero y se educó en


County Down, Irlanda. Gracias a sus conocimientos académicos consiguió
becas para estudiar en el Queerís College. Durante su permanencia en esta
Universidad, surgió en él la idea de hacerse sacerdote, convirtiéndose en
misionero. Con este objeto, cursó estudios en los seminarios de teología de
Dublín y Ginebra. En 1865 fue a Damasco y permaneció en esta región por
espacio de diez años. Junto a su labor religiosa, dedicó mucho tiempo a los
viajes y a estudiar antigüedades, efectuando viajes por Palestina, Siria y
Arabia septentrional y escribiendo artículos para la «Pall Mall Gazette». Fue
durante este tiempo cuando se interesó por la recién descubierta civilización
hitita y al tener noticias de las inscripciones que se habían hallado, decidió
hacerse con ellas y estudiarlas.

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La primera de las cuatro «piezas de Hamath», que William Wright arrancó en 1872
de una pared en Siria. Con alguna dificultad se logra reconocer en la parte superior

un busto de persona. El signo indica el principio de las tres líneas del


jeroglífico hitita, que deben leerse «bustrófedon», o sea, «como ara el buey».

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El 10 de noviembre de 1872 salí de Damasco con el propósito de adquirir
las inscripciones de Hamah.
Sesenta años antes Burckhardt, en su exploración de Hamah, había
descubierto, en la esquina de una casa de uno de los mercados, una piedra
cubierta de figuras y signos que él calificó de jeroglíficos distintos a los
jeroglíficos de Egipto. Todo el que en aquel tiempo se preocupaba por
conocer algo de Siria leía los viajes de Burckhardt. Todos reconocían la
exactitud de sus observaciones y su capacidad descriptiva pero incluso los
exploradores profesionales demostraron tan escaso interés en sus
descubrimientos que Porter, en el «Manual» de Murray, declara en 1868 que
«no existen antigüedades en Hamah».
Por fin en 1870, Mr. J. Augustus Johnson, el Cónsul General americano, y
el reverendo S. Jessup, un misionero americano, encontraron por casualidad
las inscripciones de Hamah y, desde entonces, un celoso esfuerzo por
protegerlas sucedió al largo período de indiferencia y abandono que se había
atravesado. El entusiasmo que ahora despiertan los curiosos jeroglíficos, cuya
interpretación se había hecho esperar tanto tiempo, parecía que iba a poner en
peligro su existencia y, desde Damasco, llenos de emoción, seguimos
detenidamente los diversos intentos, heroicos pero infructuosos, que se
hicieron para conseguir copias de los mismos.
La influencia, difusa pero temible, del Cónsul americano así como el
conocimiento del ambiente local y la habilidad de un misionero americano, no
bastaron para que se pudieran hacer transcripciones exactas de los jeroglíficos
que de nuevo surgían a la luz.
Al publicar en 1871 una fotografía de una de las inscripciones en el
«Primer Informe Trimestral de la Sociedad Americana de Exploración de
Palestina», Mr. Johnson dice: «No conseguimos obtener impresiones por
compresión pues un grupo de musulmanes fanáticos se agolparon en torno a
nosotros cuando empezamos a trabajar con las piedras y nos tuvimos que
contentar con las presentes copias y otras inscripciones que, gracias a la ayuda
de un pintor nativo, transcribimos de unas piedras halladas “cerca” de la
puerta de la ciudad y “en” el puente antiguo que une los Orontes». Mr
Johnson debió de trabajar agobiado por las prisas, pues al parecer vio
solamente una de las piedras y comete errores al describir la posición de las
restantes, sin duda alguna por haberse dejado llevar por los relatos imprecisos
de la gente. Pero sus esfuerzos no fueron vanos y el imperfecto facsímil de
una de las inscripciones publicado en el «Primer Informe Trimestral de la
Sociedad Americana para la Exploración de Palestina» contribuyó mucho a

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que se despertara el interés por los nuevos jeroglíficos y estimuló a otros a
lograr lo que él solamente había conseguido en parte.
Las imperfectas transcripciones del «pintor nativo» fueron vistas por los
señores Drake y Palmer cuando, en su camino de regreso a su país, después
de sus exploraciones en el desierto, se detuvieron en Beirut. Y la Fundación
para la Exploración de Palestina envió a Mr. Drake nuevamente a Siria para
que examinase e hiciese copias de las inscripciones. Gracias a su habilidad
para tratar a los nativos, Mr. Drake consiguió en parte tomar fotografías e
impresiones de lo más importante pero las acaloradas reuniones del
populacho le obligaron a acelerar las operaciones antes de conseguir su
propósito.
El Capitán Burton, a la sazón Cónsul de Su Majestad en Damasco, visitó
también Hamah. Ofrece una buena descripción de las piedras y destaca con
precisión los lugares donde fueron halladas pero tuvo que contentarse también
con los descifrados de un Kostatin-el-Khuri. Sus descubrimientos fueron
publicados en «Siria inexplorada» con la siguiente explicación: «Las diez
láminas que acompañan a este artículo fueron aplicadas a las superficies de
cuatro piedras ennegrecidas o pintadas de rojo, trazando después los
contornos con una pluma roja. En casos contados se ha permitido que el
copista diera rienda suelta a su fantasía, etcétera».
El Capitán Burton sugirió que la piedra debería ser objeto de medidas de
seguridad «por medio de una orden del Visir destinada a ser obedecida» y
añade: «Cuando en Hamah empecé a tratar con el propietario de la número 1,
el Jabbour Cristiano, que daba muestras de una codicia primitiva como todos
los de su tribu, empezó pidiendo cien napoleones».
La publicación de las transcripciones imperfectas en «Siria inexplorada»
incrementó todavía más el interés general por las inscripciones y se ofreció
una suma considerable de dinero por la piedra más pequeña aunque el pueblo
de Hamah no quería desprenderse de ella a ningún precio. A partir de
entonces un grupo de hombres completamente distinto empezó a valerse de
intimidades y artimañas y presenciamos con desánimo el comienzo de una
activa reventa que no hacía mucho había conducido a la destrucción de la
piedra moabita. Era la ocasión propicia no solo para adquirir sino para salvar
las preciosas inscripciones.
La Sublime Puerta, dominada por uno de sus cíclicos arrebatos de celo
reformador, había nombrado a un hombre honesto, el Bajá Subhi, que
desempeñó el cargo con la mejor voluntad y, no contento con reparar los
errores que habían determinado su presencia, decidió visitar todos los distritos

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de su provincia con objeto de descubrir a los corruptores y conocer las
necesidades del pueblo. Me invitó a que le acompañase en una gira por
Hamah y acepté gustoso su ofrecimiento. Mr. W. Kirby Green, nuestro
excelente Cónsul en Damasco, fue también su huésped. Consideré más
oportuno unirme al grupo en los alrededores de Hamah para impedir que la
familiaridad pudiera originar dificultades antes de que llegara el momento
crítico de solicitar autorización para copiar las inscripciones. Y así lo hice
después de hacer tiempo deteniéndome en las escuelas del pueblo de Jebel
Kalamoun.
Después de pasar varios días en Saidnâya, M’alûla, Yabrûd, Nebk y Deir
Atîyeb, entre los amables campesinos de Siria, algunos de los cuales hablaban
un «patois» del país y todos el árabe con acento sirio, me dirigí hacia el norte
por Hasya y en Hums me uní al grupo que acompañaba al Bajá.
Al día siguiente, partimos hacia Hamah con un enorme séquito. Jefes de
todas partes se reunieron con sus partidarios para rendir honores al Waly.
Muchos nobles, cuyas posesiones habían quedado reducidas a un caballo,
algunas armas y una levita ricamente adornada, galopaban por la llanura
evolucionando, arrojando al aire sus lanzas y realizando increíbles ejercicios
de equitación. Las huestes beduínas del desierto, los ulemas con turbantes
blancos, los derviches con panes de azúcar en la cabeza, los sacerdotes y los
campesinos formaban una procesión de diez en fondo y más de una milla de
longitud que durante todo el viaje se vio rodeada por un pintoresco ejército de
guerrilleros que giraba en torno al núcleo principal de la comitiva.
El 25 de noviembre, llegamos a Hamah ya avanzada la tarde. Durante el
día, el Waly nos habló a Mr. Green y a mí sobre los proyectos que tenía de
mejorar las condiciones de vida de su pueblo. Conversamos hasta muy
entrada la noche y tuve la oportunidad de pedir a Su Excelencia que me
ayudase a obtener unas copias perfectas de las inscripciones. Prometió hacerlo
y fue tan amable y condescendiente que nos acompañó hasta nuestros
dormitorios para asegurarse de que sus huéspedes se hallaban cómodos.
A la mañana siguiente, a primera hora, Mr. Green y yo salimos en busca
de las inscripciones. No habíamos recibido de Damasco ninguno de los libros
o artículos que hacían referencia a las mismas y tuvimos que empezar
nuestras operaciones sin poder recurrir a la experiencia de los que nos
precedieron en esta labor. Nuestro primer trabajo fue encontrar las piedras,
cosa que no resultó fácil ya que todos aquellos a quienes interrogamos nos
miraban fijamente a la cara y juraban con vehemencia que en Hamah no había
ninguna de las piedras que buscábamos.

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En una gran ciudad de calles estrechas y sinuosas hubiera sido una labor
interminable buscar las inscripciones por nuestra cuenta. Por ello, decidimos
preguntar a todos los que se cruzaban con nosotros con la esperanza de poder
encontrar a alguien dispuesto a no ocultamos la existencia de las
inscripciones. El primer hombre que encontramos después de tomar esta
decisión resultó ser Suliman-el-Kallas, que en la fachada de su casa tenía un
rótulo con la inscripción H. 1. Descubierto el secreto no tuvimos dificultades
para encontrar todas las piedras, hecho que comunicamos al Waly.
El Bajá Subhi, que era conocido en Europa como el Bey Subhi antes de
ser destinado a Damasco, era descendiente de una noble familia griega. Era
un turco inteligente y culto y su colección privada de monedas y tesoros de
arte, la mayor parte de la cual ha sido vendida en Londres desde entonces, le
brindó la oportunidad de sostener intercambios científicos con muchos
especialistas de Europa. El Bajá Subhi, que fue el fundador del Museo de
Constantinopla, reconoció inmediatamente la gran importancia de las
inscripciones y envió un telegrama al Sultán pidiéndole que aceptase las
piedras para el Museo.
Puse de relieve a Su Excelencia que tales inscripciones debían ser
propiedad común de todos, que los científicos de Europa esperaban ansiosos
las copias exactas de las mismas y que, sin duda alguna, abrirían un nuevo
capítulo en la historia demostrando que un pueblo, llamado hitita en la Biblia,
pero nunca citado en la historia clásica, había constituido un poderoso
imperio en aquella región.
El Bajá no solo consintió en que tomase copias de las inscripciones sino
que prometió llevar las piedras al «Serai» donde podría copiarlas con
tranquilidad. En otras circunstancias hubiéramos tropezado con grandes
dificultades para obtener las copias de las inscripciones, pues los recientes y
débiles esfuerzos realizados para entrar en posesión de las piedras había
llevado a los habitantes de Hamah a atribuirles un valor extraordinario. Y
cuando con el Gobernador General atravesamos la ciudad con dirección a los
baños, escuchamos numerosas provocaciones apenas contenidas y amenazas
de violencia contra todo el que pudiera aventurarse a profanar sus tesoros
sagrados y venerables.
Más avanzado el día, cuando se supo que el Bajá iba a recoger las piedras,
oímos decir a algunos individuos que destruirían las inscripciones, como
habían hecho con las de Alepo.
Comprendí entonces que se había llegado a un momento crucial ya que
durante centenares, quizá miles de años, estas inscripciones habían esperado a

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que alguien escuchase su relato. Los egipcios, asirios, griegos, seléucidas,
romanos, sarracenos, cruzados y turcos consideraron que no merecían siquiera
que se las citara. Y ahora que habían llegado los viajeros procedentes de las
Islas del Mar, impacientes por conocer su secreto, su voz estaba a punto de
ser silenciada para siempre. Era inminente una desgracia aún mayor que la
padecida por la piedra moabita. Un poderoso imperio estaba a punto de
reclamar su justo lugar entre las grandes naciones del mundo antiguo, y unos
cuantos fanáticos estaban dispuestos a hacerlo regresar a la oscuridad en que
la había sumido la historia clásica.
Mr. Green y yo comprendimos que debíamos apresurarnos si queríamos
lograr nuestro propósito. Visitamos a todos los individuos en cuyos terrenos o
edificios se encontraban las piedras y les aseguramos que a juicio del Cónsul
Británico, el Bajá Subhi era completamente distinto a los demás Bajás que
ellos habían conocido y que pagaríamos todo su valor y aún más por las
piedras. Les aclaramos también que el Sultán había contestado por telegrama
aceptando y que todo aquel que dificultase la investigación de las
inscripciones sería castigado con la mayor severidad. Nos esforzamos por
estimular la codicia y el temor de los hamahitas en favor de las piedras.
Expusimos también el asunto ante el Waly que, durante la noche, colocó
las inscripciones bajo custodia del Bajá Ibrahim y envió un número de
soldados para protegerlas. Conocedores, gracias a algunas personas, de que
una gran conspiración estaba tramándose para destruir las inscripciones, les
dimos cuenta de lo que habíamos oído y las autoridades aseguraron que un
severo castigo caería sobre ellos si les ocurría una desgracia a las piedras. Fue
una noche de zozobra y de insomnio y a la mañana siguiente el Waly,
siguiendo nuestros consejos, pagó sumas que oscilaron entre tres y quince
napoleones por cada piedra iniciándose la operación de sacarlas del «serai».
La retirada de las piedras se llevó a cabo por un ruidoso ejército de
hombres que mantuvo agitada la ciudad durante todo el día. Dos de aquellas
piedras tuvieron que ser sacadas de unas casas que estaban habitadas y una de
ellas era tan grande que para arrastrarla una milla fue preciso utilizar
cincuenta hombres y cuatro bueyes durante todo el día. Las otras piedras
estaban partidas en dos y las partes que contenían inscripciones se
transportaron sobre los camellos hasta el «Serai». Cuando los alborotados
musulmanes llamaron a oración a los fieles en la puesta del sol, la última
piedra estaba, para dicha nuestra, puesta ya a salvo.
La retirada de estas misteriosas reliquias produjo una gran conmoción en
Hamah. El hecho de que el Cónsul británico y el misionero protestante fueran

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huéspedes del Waly de Siria y le acompañasen a las mezquitas y a los baños,
parecía algo extraño y portentoso a ojos de los fanáticos musulmanes pero fue
algo alentador para los serviles cristianos indígenas. Los signos del
firmamento también se combinaron para impresionar la mente de los
musulmanes pues, en la noche siguiente a la retirada de las piedras hasta el
«Serai», una lluvia de estrellas fugaces, con esplendor oriental, fue vista por
los hamahitas que presenciaban en sus brillantes reflejos un presagio de la ira
que el cielo desataría contra Hamah si sus piedras sagradas eran sacadas de la
ciudad. Las estrellas enfurecidas habían aparecido respondiendo a una antigua
profecía.
El pueblo de Hamah estuvo agitadísimo y se pronunciaron invocaciones
del nombre de Mohamed y Alá durante la noche. A la mañana siguiente una
comisión influyente de musulmanes con turbante verde y blanco esperaban al
Waly para comunicarle los funestos presagios y exigirle la devolución de las
piedras.
El Waly ordenó se sirviera café y cigarrillos para todos los miembros de la
comisión, quienes se sentaron en cuclillas con solemne dignidad en torno a él.
Escuchó pacientemente a todos los emisarios algunos de los cuales hablaron
largo rato y con mucha animación. Cuando acabaron, el Waly siguió
acariciándose la barba durante algunos instantes. Luego preguntó, con
acentuada gravedad, si las estrellas habían causado daño a alguien.
Respondieron que no. «Ah», dijo el Waly, sonriendo y hablando con voz
sonora y alegre que pudieron escuchar incluso los guardas que estaban junto a
la puerta, «entonces los presagios son buenos. Ellos indican la brillante
aprobación de Alá por la lealtad que habéis demostrado al enviar estas
preciosas piedras a vuestro amado Califa, el Padre de los fieles». La grave
comisión se levantó reconfortada. Cada uno de sus miembros besó la mano
del Waly y se retiró.
Habíamos cobrado la pieza de nuestra caza pero ahora teníamos que
cocinarla. Fue necesario hacer transcripciones que estuvieran libres de lo que
el Capitán Burton, en las que él reprodujo, calificó de «los caprichos del
pintor indígena». No había ningún fotógrafo en Hamah y nosotros carecíamos
de cámara fotográfica y creíamos que era de la mayor importancia obtener
facsímiles exactos, pues no sabíamos lo que podía suceder con las piedras.
Intenté en vano obtener yeso en Hamah. Me enteré, sin embargo, que se había
encontrado yeso en las cercanías y envié a dos hombres de confianza, bien
retribuidos, en busca del mismo.

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Luego empezó el trabajo de limpiar las inscripciones. El moho y la
suciedad acumulados por el tiempo habían cubierto los huecos existentes
entre los relieves de los caracteres. El mortero de cal se había esparcido entre
aquellos y, con el paso de los siglos, se había hecho tan duro como la piedra
misma. Era un trabajo que no podíamos delegar en nadie y tuvimos que
rasparlo constantemente por espacio de dos días, con cepillo, agua y un palo
afilado para limpiar las piedras. Mientras tanto, habían regresado los hombres
con una carga de yeso en bloques que transportaron en camello y que tuvimos
que convertir en polvo y preparar de una forma adecuada.
En varias ocasiones, intentaron distraemos de nuestro trabajo,
induciéndonos a la caza de chochas o jabalíes, gacelas o avutardas. Pero
nosotros nos aferramos a nuestra tarea hasta que tuvimos dos juegos de
moldes perfectos de yeso de todas las inscripciones. Este trabajo fue
compartido plenamente por Mr. Green, que me sustituía cuando me veía
obligado a ausentarme y que consiguió impedir que mi ausencia fuese
descubierta por los partidarios del Bajá.
Tan pronto como los moldes adquirieron firmeza, los enviamos por medio
de un hombre de confianza a Damasco. Desde allí Mr. Green envió uno al
Gobierno para el Museo Británico y, a petición de Mr. Tyrwhitt Drake, envié
el otro juego a la Fundación para la Exploración de Palestina. De este modo,
conseguimos poner al alcance de los investigadores facsímiles exactos de las
inscripciones de Hamah que mostraban las dimensiones reales de las líneas,
barras, caracteres y espacios en blanco y que, a pesar de los defectos que
presentaba la piedra, eran bastante perfectas.
Nos proponemos ahora investigar los archivos de Egipto y Asiria y las
Escrituras Hebreas relacionadas con los hititas, antes de preguntarnos si estas
curiosas inscripciones constituyen los restos de esta civilización.

The Empire of the Hittites, 1884

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Hacia Boghazköy

HUGO WINCKLER

HUGO WINCKLER (1863-1914) nació en Sajonia y dedicó toda su carrera


académica al estudio de textos antiguos. En 1904, ocupó la cátedra de
Lenguas Orientales de la Universidad de Berlín y tradujo las cartas de
Amarna y el Código de Hammurabi pero es mejor conocido por sus hallazgos
en Boghazköy. Allí sus excavadores descubrieron gran número de bellos
edificios e infinidad de tablas pero desgraciadamente el interés de Winckler
estuvo centrado principalmente en el problema de las tablas y, en
consecuencia, gran parte de los sistemáticos hallazgos de la excavación
cayeron en el olvido. Entre las tablas que descubrió y tradujo se encuentra
una versión cuneiforme del tratado firmado entre Ramsés II y los hititas
después de la batalla de Kadesh.

Muralla de Boghaz-Koei, capital de los hititas del Norte. Asia Menor.

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El guerrero de la Puerta Real. Boghaz-Koei.

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La conclusión de esta tarea estaba proyectada para el invierno,
Primeramente, intentamos obtener de fuentes influyentes que estaban
activamente interesadas en la expedición, los medios relativamente modestos
necesarios para realizar una expedición preliminar. Pero los científicos que
fueron consultados tenían un criterio diferente al mío sobre el asunto
Boghazköy, de modo que tuve que recurrir a otra solución. Sucedía, sin
embargo, que la Sociedad del Cercano Oriente y el Confitó Oriental de Berlín
habían limitado los fondos disponibles. Pero mis amigos el Dr. Georg Hahn y
el Primer Capellán Castrense, Otto Strauss (Spendau) nos facilitaron el dinero
que faltaba. De este modo hacia el verano teníamos la suma necesaria para
nuestro objetivo preliminar y estábamos en disposición de demostrar las
perspectivas potenciales de Boghazköy.
El 17 de julio, muy temprano, visitamos el campamento del Bey Zia que
nos recibió como si fuéramos viejos amigos (tenía agradables recuerdos de
Bakshish). Como descendiente de una raza antigua de príncipes, el Bey goza
aún de gran prestigio y hay que contar con su influencia si se quiere trabajar
sin tropiezos en su distrito. Una expedición emprendida en nombre del
Gobernador no debería, naturalmente, tropezar con ningún género de
dificultades pero no hay que olvidar la existencia de otros personajes de la
mayor importancia. Y aquí el europeo se halla en desventaja porque no
dispone de tanto tiempo como el oriental. ¡Y el primer requisito para librar
este tipo de lucha es el tiempo! Nuestras relaciones con el Bey habían sido
cordiales (este había pedido muchas cosas, desde una buena botella de coñac
hasta ayuda en dificultades momentáneas) pero a cambio y a su modo nos
había prestado buenos servicios. Nos facilitó sin el menor inconveniente un
grupo de trabajadores que estaban a sus órdenes (¡los pequeños favores de
amistad valen mucho en el Oriente!).
Contábamos aproximadamente con un trabajo de ocho semanas y como
estábamos en pleno verano queríamos pasarlas en las tiendas o en las chozas
construidas de ramas y de hojas. Vinieron a mi mente los recuerdos de las
delicias estivales del Líbano. Aunque aquí en Asia Menor uno se traslada a
las montañas para pasar bajo la lona las vacaciones del verano (que es lo que
hacía el Bey Zia), yo estaba amargamente decepcionado, porque me había
hecho la ilusión de disfrutar del calor. Pudimos acampar al pie de la montaña
del Valle de Büyük en el nacimiento de un buen manantial. Es el lugar donde
el pasado año construimos nuestra casa. Bajo el sol ardiente del mediodía la
modestísima tienda que instalamos para nosotros dos nos proporcionaba una
temperatura que no habría sido desagradable en un baño turco pero que hacía

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insoportable la siesta del mediodía. Poco después del ocaso, el aire refrescaba
sensiblemente y a este descenso de temperatura acompañaba un fortísimo
viento procedente de las montañas desnudas. La noche era tan fría que nos
hacía echar de menos el calor del campamento. Por la tarde nos sentábamos a
cenar delante de nuestra tienda mientras el viento quejumbroso hinchaba
nuestras chaquetas. Pero el frío era demasiado intenso y uno terminaba por
escaparse hacia la tienda sin demasiadas formalidades. En esta tienda
convivieron dos hombres, infatigables en su trabajo, y en aquel estrecho
contacto, nunca hubo una palabra disonante, ni siquiera un pensamiento de
impaciencia, a pesar de que entonces ambos se veían obligados a sufrir
grandes privaciones.
Se habilitó la cocina bajo una enramada y en ella un cocinero de origen
búlgaro cumplía su misión de una forma realmente espantosa. Se había
presentado a mi experimentado amigo por recomendación de unos conocidos
alemanes que bien podían haber hecho más agradable mi estancia aquí. Este
hombre fue autorizado en otro tiempo a practicar con los pacientes de un
hospital alemán. Acepté sus artimañas con ecuanimidad pues comprendía que
en mis viajes no podía disfrutar de grandes comodidades. ¡Pero mi pobre
Macridi nos obligaba a contener nuestro enfado más de dos y tres veces al día
y no podía resarcirse con tablas de arcilla! Un segundo emparrado de hojas
que nos servía de refugio para estudiar las tablas de arcilla estuvo listo
enseguida para ser utilizado asiduamente. Todo el campamento se hallaba
rodeado por una cerca alta hecha de ramas y que al mismo tiempo actuaba
como parabrisas, tan necesario en aquel lugar. Junto a la misma, algo más
abajo, construimos con ramas un cobertizo bastante grande donde se
protegieron cinco criaturas que nunca se habían dado tan buena vida como en
aquellos días: ¡nuestros caballos! Se ganaban su sustento sin hacer
prácticamente nada mientras que todos trabajábamos intensamente. Su
presencia atraía a una enorme cantidad de moscas y para mí ello se traducía
en el placer de verme obligado a copiar mis tablas de arcilla con la cabeza y el
cuello cubiertos y las manos enguantadas para no tener que detenerme
después de cada símbolo con el objeto de ahuyentar a los amistosos
animalitos que tanto interés mostraban por mi trabajo. Pero, naturalmente, el
deseo de salvaguardar el derecho de primogenitura en lo que se refiere a
nuestras investigaciones constituye un anhelo claramente comprensible.
Desde el campamento (como ahora desde la fachada frontal de la casa
construida en 1907) sobre el valle de Boghazköy y Jükbas se divisa la cadena

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de montañas que lo limitan por el oeste. Detrás se extiende el alto Valle de
Büyük que linda con las elevaciones de la depresión montañosa.
Así pues, nos establecimos rápidamente y afilé mis lápices para que
estuviesen prestos a registrar sobre el papel los documentos cuyo valor
esperábamos descifrar y poner de relieve lo antes posible.
Primeramente, teníamos que analizar los hechos conocidos hasta la fecha
con el objeto de valorar los posibles descubrimientos: La lengua de las tierras
pertenecientes a Arzawa, el país registrado en las cartas de el-Amarna y en los
documentos de la época de el-Amarna. El siguiente paso consistía, pues, en
encontrar información sobre Arzawa y localizar su centro en Boghazköy. Pero
las mismas dimensiones del emplazamiento de la ciudad confería un
significado especial al lugar y, consecuentemente, a todo el país. No
tendríamos que esperar demasiado tiempo. El 21 de julio, pudimos empezar el
trabajo en el Valle de Büyük y, el primer día, aparecieron ya documentos. Al
principio se trataba solo de pequeños fragmentos. Los que habían sido
recogidos con anterioridad fueron descubiertos en las laderas de la colina del
castillo, entre los cascotes que cayeron rodando por la misma, extendiéndose
en una franja claramente definida. Por tanto, tuvimos que examinar la gran
extensión de la ladera montañosa despojándola de escombros desde la base
hasta la cima. Fue un trabajo bastante peligroso para los obreros, pues un
desprendimiento inesperado de la tierra y rocas suspendidas en lo alto podía
evitarse solamente mediante la adopción de las mayores precauciones. Cuanto
más avanzábamos en la montaña, tanto mayores eran los fragmentos que
descubríamos. La franja que formaba el yacimiento se estrechaba algo a
medida que se aproximaba a la cumbre y nuestro éxito reveló que Macridi
había calculado exactamente, desde el principio, el sitio más conveniente para
realizar la búsqueda eficazmente. No se encontró nada ni a la derecha ni a la
izquierda de la franja pero, al año siguiente, se descubrió que la fuente real de
los tesoros había estado situada en el borde de la parte más alta de la montaña.

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Tablilla de arcilla de Boghaz-Koei, con los llamados «Anales de Mursil».

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Las dos páginas capitales del informe de Friedrich Hrozný, «La solución del
problema hitita», en el que aporta la prueba de que la escritura cuneiforme hitita es
una lengua indoeuropea.

La mayoría de las piezas encontradas en esta ocasión mostraban los ya


familiares caracteres de la lengua desconocida. El contenido era variado pero
al principio demasiado reducido para responder al problema principal que
seguía sin resolver: el país en que nos hallábamos. Era evidente que había
sido el centro de una civilización importante ya que, sin duda alguna, aquellas
inscripciones que íbamos recuperando a un ritmo de 100 a 200 por día no
podrían constituir los restos del archivo de un monarca insignificante.
Transcurridos los primeros días, también nos vimos obligados a descartar esa
hipótesis.
No tardaron en aparecer unas cuantas piezas en lengua babilónica que nos
proporcionaron la información que buscábamos: Al principio eran pequeños
fragmentos de cartas pertenecientes por completo al tipo el-Amarna, restos de
la correspondencia diplomática cruzada entre dos monarcas. Estos eran el rey
de Egipto y el rey (C) Hatti. Por ello, a los pocos días no había ninguna duda
de que nos encontrábamos sobre el emplazamiento de la capital de Imperio de

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los hititas (?) y que habíamos, encontrado los archivos reales pertenecientes a
la época en que esta civilización había entrado en contacto con Egipto. Esto
ocurrió en tiempos de el-Amarna y durante el período inmediatamente
posterior, es decir entre los siglos XV y XIII antes de Cristo. Las primeras
piezas no contenían todavía los nombres de los reyes en cuestión. Una tabla
muy bien conservada, que hablaba de un tratado entre Egipto y (C) Hatti, no
citaba tampoco, contrariamente a la costumbre vigente en estos casos, a los
reyes interesados en el tratado, de forma que al principio no pudo lograrse una
determinación más precisa. Era evidente que confiábamos en encontrar algo
relativo a las negociaciones y los acuerdos firmados entre Ramsés II y (C)
Hatti para la firma del tratado entre Ramsés II y «Chetafar», como se le
llamaba entonces. Pero no esperaba encontrar algo verdaderamente
importante acerca de esta cuestión y, por otra parte, me sentía pesimista
porque la experiencia me había demostrado que las cosas raramente salen a la
medida de nuestros deseos.
Esta vez, sin embargo, nuestra labor no nos hacía concebir excesivas
esperanzas. El 20 de agosto, después de veinte días de trabajo, la zanja
excavada entre los escombros de la ladera de la montaña había alcanzado la
primera pared divisoria. Debajo de esta fue encontrada una tabla
magníficamente conservada, cuyo aspecto hizo que nos sintiéramos
optimistas. Nunca había contemplado nada semejante. En ella se contiene un
escrito calificado, quizá jocosamente, como un gesto absurdo: Ramsés
escribiendo a Chattusil sobre el tratado bilateral. Aunque durante los últimos
días habíamos hallado gran número de fragmentos referentes al tratado
firmado por los dos estados solo aquí se confirmaba realmente que el famoso
tratado, conocido por el registro jeroglífico grabado sobre el templo de
Karnak, había sido también archivado por la segunda parte interesada en la
firma del mismo. Ramsés, con sus títulos y atributos, descrito exactamente
con las mismas palabras que las del texto del tratado, escribe a (C) hattusil,
que se cita también en los mismos términos, y el contenido del documento
sigue palabra a palabra los artículos del tratado. No es, por tanto, el texto
definitivo del tratado sino una carta escrita sobre este tema, o tal vez la
versión final enviada por la parte egipcia que fue utilizada por los hititas para
la preparación del tratado definitivo. Además de este se encontró un pequeño
fragmento (el principio de la citada tabla) de una segunda copia de la carta.
Lo mismo que otros documentos legales, se conservó por duplicado en los
archivos.

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Fueron extrañas las sensaciones que yo, conocedor de todos los pueblos,
experimenté al contemplar este documento. Dieciocho años antes había tenido
ocasión de estudiar la Carta de Arzawa de el-Amarna en el Museo Bulaq y la
lengua mittani en Berlín. En aquel tiempo, como consecuencia de los hechos
revelados por el hallazgo de el-Amarna, me atreví a sugerir que también el
Tratado de Ramsés pudo haber estado redactado originariamente en escritura
cuneiforme y ahora tenía en mis manos una de las cartas que se habían
cruzado para preparar la firma del mismo (¡en la más bella escritura
cuneiforme y en buen lenguaje babilónico!). El hecho de hallar en el corazón
del Asia Menor una confirmación de las primeras aventuras de los egipcios en
tierras orientales constituía realmente una extraña coincidencia para un
hombre como yo. Sin duda alguna, era una coincidencia tan fantástica como
un cuento de las «Mil y una noches». Pero al año siguiente siguieron
produciéndose hechos tan fabulosos como el anterior al aparecer la totalidad
de los documentos en que surgían de nuevo los personajes que habían
ocupado mi imaginación continuamente en el curso de aquellos dieciocho
años. ¡El rey de los mittani, Tusratta, apareció en un documento hitita e
incluso el príncipe de Amuri, Arizu, enemigo de Rib-Addi de Biblos,
considerado como un pez voraz en el plácido estanque de Fenicia, fue citado
en unos documentos que eran probablemente una glosa a sus cartas de el-
Amarna! ¡Fue, ciertamente, una rara combinación de circunstancias en la vida
de un hombre…!

Nach Boghazköy. Der Alte Orient, vol 14, parte 3, 1913

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Hrozný descifra los jeroglíficos hititas

L. MATOUS

FRIEDRICH (BEDRICH) HROZNÝ (1879-1952) nació en Lysa nad Labem,


Bohemia, y estudió en Praga, Viena, Berlín y Londres. En 1904, tomó parte
en una expedición al norte de Palestina y, al siguiente año, fue nombrado
profesor en la Universidad de Praga. Se sintió atraído por el problema de los
jeroglíficos hititas y estaba dedicado al estudio de su descifrado cuando su
labor fue interrumpida como consecuencia de la primera guerra mundial
para ser incorporado a filas. Afortunadamente para las investigaciones
orientales, su comandante comprendió sus ambiciones y se dio cuenta de la
importancia de su trabajo dispensándole del servicio activo con objeto de que
continuase sus estudios. Basando sus interpretaciones en la hipótesis del
origen indoeuropeo de la lengua hitita, publicó en 1915 su descifrado y
traducción de los jeroglíficos. Su obra fue objeto de numerosos y virulentos
ataques por parte de otros investigadores pero cuando se aplicó su sistema a
un gran número de documentos hititas, incluyendo un extenso código legal, el
valor de sus descubrimientos fue reconocido sin reservas. Durante el resto de
su brillante carrera científica, tomó parte en diversas expediciones y continuó
su trabajo sobre los problemas del descifrado realizando incluso un intento
de interpretación del minoico Lineal B que no dio los frutos apetecidos.

El año 1913 marca el fin del primer período de la carrera de Hrozný.


Como se ha dicho anteriormente, la historia de la cultura que estaba
proyectando habría dejado sin explicación (si la hubiera escrito entonces)
muchos aspectos de la interpretación de las diversas culturas del Cercano
Oriente. La interrupción que sus planes sufrieron este año es solo aparente
siendo en realidad beneficiosa para su labor posterior. Sabía que tareas más
importantes le estaban llamando en otros campos, que todo un complejo de
problemas exigían una solución sin la cual no le sería posible alcanzar la
síntesis final que proyectaba realizar. Una de sus características
fundamentales fue el mantenerse fiel al objetivo que se había marcado sin

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desmayar por muy grandes que fueran los obstáculos con que tuviese que
enfrentarse.
¿Cuáles eran estos urgentes problemas? Desde el descifrado de la
escritura cuneiforme efectuado por Grotefend y Rawlinson, se había recogido
suficiente información acerca de las tablas de arcilla sumero-babilónicas para
ofrecer un cuadro de la historia y vida cultural de las antiguas Babilonia y
Asiria, pero la historia del Asia Menor seguía siendo un enigma. Las únicas
fuentes de información disponibles eran indirectas (documentos asirios y
babilónicos, textos jeroglíficos egipcios y la Biblia) y los documentos escritos
de las naciones del Asia Menor continuaban siendo incomprensibles. No hace
mucho tiempo, en 1906, el asiriólogo de Berlín, Hugo Winckler (que había
sido profesor de Hrozný durante la estancia del último en Berlín en el otoño
de 1901) había logrado descubrir en las proximidades del pueblo turco de
Boghazkeui en Asia Menor, unos 145 kilómetros al norte de Ankara, las
ruinas de Khattushash, la antigua capital del reino de los hititas. Estas
contenían los archivos reales en unas 1.300 tablas cuneiformes escritas en
lengua hitita, todavía desconocida. Sin embargo, los archivos de Boghazkeui
no eran los primeros ejemplos vivientes de la lengua hitita. Pronto se
demostró que la lengua utilizada en estas inscripciones era idéntica a la del
país de «Arzava» (es decir, Cilicia Oriental) de la que se han encontrado dos
ejemplos en cartas descubiertas en 1888 en los archivos de Tell-el-Amarna,
conteniendo correspondencia de los faraones egipcios, Amenofis III y
Amenofis IV con reyes y príncipes contemporáneos de Asia Menor. No
obstante, debido a la ausencia de material relativo al contexto, estas cartas
continuaban siendo indescifrables. Era bien conocido, gracias a los
documentos cuneiformes de Babilonia, que los hititas habían desempeñado un
importante papel en la historia de Mesopotamia. Los ejércitos hititas fueron
un motivo constante de preocupación para el poderoso imperio de Babilonia
desde la primera mitad del segundo milenio antes de Cristo y las crónicas
babilónicas atribuyen a ellos la caída de la gran dinastía Khammu-Rabi.
Según la Biblia, Heth era hijo de Canaan y el Viejo Testamento siempre
menciona a Siria como la patria de los hititas. Estos exiguos datos bíblicos
fueron mejorados un tanto por las fuentes egipcias en donde se cita a los
hititas en los documentos de las XVIII y XX dinastía, o sea de 1500 a 1190
antes de Cristo. Está bien claro, sin embargo, que estas fuentes indirectas y
fragmentarias de información proporcionaron ideas incompletas y
absolutamente erróneas sobre los hititas.

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La labor de aclarar la misteriosa lengua de esta desconocida nación, que
había vivido en el Asia Menor durante el segundo milenio antes de Cristo y
que había dejado cantidades tan considerables de inscripciones cuneiformes
en los archivos de Boghazkeui, puede considerarse de la mayor importancia.
El trabajo fue facilitado considerablemente gracias al hecho de que pudiera
leerse la escritura cuneiforme (si bien la lengua que expresaba había resistido
hasta entonces todos los intentos de interpretación). Antes de Hrozný, el Dr.
Weidner, asiriólogo berlinés, el profesor Böhl de Gronhingen y el descubridor
de los archivos, el mismo Hugo Winckler, había estado trabajando en ello. Ya
en 1910 Hrozný se ofreció a colaborar con el último pero no pudo dedicarse
plenamente a su labor por estar ocupado en sus estudios sobre el trigo
babilónico. Fue después de terminar estos estudios y después de que la
Sociedad Oriental de Berlín le encargase oficialmente (después de la muerte
de Winckler en 1914) la publicación de los archivos hititas, cuando Hrozný
empezó realmente su trabajo del descifrado. Solo la parte más reducida de las
inscripciones se hallaba en Berlín. La más considerable se encontraba en el
Museo de Constantinopla. Además del ya citado Dr. Weidner, el profesor
Delitzsch había analizado ya las inscripciones junto con el asiriólogo berlinés,
Dr. Figulla, que había estado trabajando allí desde el 1 de enero de 1914. Con
el objeto de compensar su retraso, Hrozný no perdió un momento y copió de
inmediato las inscripciones para la proyectada edición. Al mismo tiempo,
transcribió un número de tablas que no pensaba publicar pero que necesitaba
para llevar a cabo su trabajo de descifrado. Pasaba los días en el Museo
Otomano sacando copias de las tablas del Cuerno de Oro y, de noche, muchas
veces hasta las primeras horas de la madrugada, transcribía textos hititas en su
residencia en la costa asiática del Mar de Mármara. Agrupó las palabras así
transcritas en diccionarios alfabéticos no solo con arreglo a iniciales sino
también de acuerdo con sus terminaciones, «a tergo» (siendo esta una
condición indispensable para el esclarecimiento de las formas gramaticales
desconocidas). La guerra le sorprendió en plena labor, hacia finales de agosto
de 1914, y se requirió su inmediato regreso a Viena. Por entonces, sin
embargo, había copiado un número suficientemente grande de inscripciones
para poder asegurar la continuidad de su labor, cuyos frutos presentó al
público un año más tarde.
El método que utilizó para descifrar esta lengua desconocida no carece de
interés. Escogió como punto de partida inscripciones de una sola lengua que
debían de ser interpretadas por sí mismas. Había, es cierto, vocabularios
bilingües y trilingües, incluso, hitita-babilónico-sumerios, publicados en 1914

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por el profesor Delitzsch, pero su uso ofrecía escasas oportunidades de
penetrar en la estructura gramatical de la lengua. Sin embargo, Hrozný
encontró una gran ayuda en los nombres propios y en los ideogramas sumero-
babilónicos, es decir caracteres cuneiformes que expresaban palabras
completas (palabras imágenes). Debe recordarse que los hititas, al adoptar la
ortografía cuneiforme de los babilónicos, asimilaron también no solo los
ideogramas sino palabras enteras que deletreaban fonéticamente. Tales
palabras, imágenes y vocablos adoptados por los hititas servían con
frecuencia para deducir el significado de frases enteras. Utilizando el método
de combinación, comparando frases y significados, progresando de lo
conocido a lo desconocido, Hrozný pronto consiguió comprender su
estructura y asignarle un lugar en la familia de las lenguas.
Su punto de partida fue la frase «nu NINDA-an ezzateni vâdar-ma
ekutteni». El único elemento conocido era el ideograma sumero-babilónico
NINDA, que significaba «pan». Por ejemplos de otros lugares Hrozný
estableció que el sufijo «-an» era la terminación del acusativo singular. La
suposición de Hrozný era correcta ya que podía esperarse razonablemente que
la frase que daba énfasis a la palabra «bread» (pan) comprendiera el
significado de «eat» (comer) que solo podía contenerse en la palabra
«ezzateni». Puesto que otros pasajes habían demostrado que el sufijo «-teni»
era la terminación de la segunda persona del plural del presente o del futuro,
podía aventurar una traducción de la primera mitad de la frase: «Tú comes
(comerás) pan». La estructura de la segunda frase era claramente paralela con
la de la primera, de aquí que si el sustantivo correspondiente a NINDA era
«vâdar» (que podía significar «agua») entonces el verbo del que dependía el
sustantivo solo podía ser «ekutteni», que en tal caso significaría «beber».
Hrozný podía aventurar ya una lectura de toda la frase: «Ahora comerás pan,
luego beberás agua».
Hrozný identificó enseguida la raíz hitita «ad-», «-ez», contenida en
«ezza-teni», con el latín «edo», el alemán «essen», el germano antiguo
«ezzan», es decir con las raíces del grupo indoeuropeo, que comprendía la
familia de las lenguas eslavas, la germánica, las lenguas latinas, etc.
Afinidades similares pudieron encontrarse también en las palabras de la
segunda frase. La hitita «vâdar» parecía relacionada con la inglesa «water»
(agua), la checa «voda», y la raíz «e(a)ku-» contenida en la palabra «ekutteni»
«bebes (beberás) agua» revelaba una afinidad con la latina «agua». El carácter
indoeuropeo de la lengua hitita se reveló claramente en su estructura general,
así como en la comparación de los pronombres personales («uga, ug», «I» y el

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latín «ego», el hitita «kuish», «who» y el latín «quis»). Otra importante
característica era la declinación de los nombres y la conjugación de los verbos
en los que los participios en «-nt» y las formas semi-pasivas en «-ri»
recuerdan especialmente las formas latinas. Análisis más detallados
demostraron posteriormente que la estructura general de la lengua la situaba
en el grupo «Kentum» indoeuropeo occidental, es decir en la misma división
en que se incluyen las lenguas griega, latina y germánica.
El reconocimiento de que el hitita pertenecía al tronco indoeuropeo
constituyó una gran sorpresa para Hrozný. El hecho de que él había excluido
esta posibilidad queda claramente demostrado si tenemos en cuenta que entre
los libros que se llevó a Constantinopla, la filología indoeuropea solo estaba
representada por el reducido y bastante inadecuado manual de Meringer, de la
colección Göschen. Cuando Hrozný anunció por primera vez sus
conclusiones en una reunión de la Sociedad del Cercano Oriente en Berlín, el
24 de noviembre de 1915, provocó una discusión que se prolongó hasta
avanzada la noche. En general, su conclusión de que la hitita era una lengua
indoeuropea fue recibida con gran escepticismo. Se prestó atención especial al
carácter físico no indoeuropeo de la raza hitita, que con su nariz grande
curvada y las espaldas inclinándose hacia adelante parecía aproximarse al tipo
armenoide. Se sugirió que la hitita era una lengua caucásica y Weidner la
consideró incluso íntimamente emparentada con la «gruzinian». Los más
enérgicos de los oponentes de Hrozný fueron los profesores Bartholomae y
Bork. Por otra parte, la conferencia de Hrozný (repetida el 16 de noviembre
en la Universidad de Viena bajo el patrocinio de la Sociedad Eranos
Vidobnensis y publicada el mismo año bajo el título de «La solución del
problema hitita» —«Die Lösung des Hethitischen Problems»—), fue recibida
por la prensa de Alemania así como por la de Austria con gran respeto, siendo
calificada de «hito en la historia de la filología y arqueología indoeuropeas».
Debe admitirse también que las conclusiones de Hrozný fueron atacadas
frecuentemente mediante alegatos absurdos. Así, un experto en filología
comparada se negó incluso a analizar sus argumentos porque Hrozný había
asegurado que la palabra hitita «vâdar» se deletreaba con una larga sílaba
inicial (lo que en virtud de las reglas de la filología comparada, declaró
totalmente inadmisible).
El 1 de diciembre de 1915, Hrozný fue llamado a filas por el Regimiento
de la Guarnición de Viena donde, en vista de su acentuada miopía, sirvió
hasta la terminación de la guerra como administrativo. Sus oficiales
superiores mostraron una simpatía y comprensión desacostumbradas por su

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actividad extramilitar y le permitieron dedicar varias horas al día a sus
estudios sobre los hititas. De este modo Hrozný pudo publicar en Leipzig,
incluso antes de la terminación de la guerra, la primera gramática de la lengua
hitita bajo el título «La lengua de los hititas, su estructura y su clasificación en
el tronco indogermánico» «Die Sprache der Hethiter, ihr Bau und ihre
Zugehörigkeit zum indogermanischen Sprachstamm». En ella publicó por
primera vez sus conclusiones en forma de gramática sistemática y definió la
posición de la lengua hitita dentro del grupo indoeuropeo (sin duda una
notable hazaña si tenemos en cuenta que en solo tres años consiguió hacer lo
que tantos otros habían intentado en vano). Había aclarado el misterio de esta
extraña lengua indoeuropea, la más antigua conocida hasta entonces.
Con el fin de demostrar la verdad de sus teorías, Hrozný empezó
enseguida una traducción sistemática de las inscripciones religiosas e
históricas, que apareció en Leipzig en 1919 bajo el título de «Transcripciones
y traducciones de las inscripciones cuneiformes hititas de Boghazkeui»
(Hethetische Keilschrifttexte aus Boghazköi in Umschrift und Ubersetzung).
El número de los oponentes y escépticos se fue reduciendo y los filólogos
indoeuropeos empezaron a reconocer la verdad de sus teorías sobre los hititas,
su hipótesis de que se trataba de una lengua Kentum, de sus lecturas e
interpretaciones y sus puntos de vista sobre la gramática hitita. El primero que
adoptó el criterio de Hrozný fue el filólogo noruego Marstrander, en 1919. Al
año siguiente, el filólogo alemán de lenguas indoeuropeas, F. Sommer, tras
muchas vacilaciones, llegó a la conclusión de que el hitita era indoeuropeo en
su estructura pero que su vocabulario había sido tomado principalmente de
fuentes indígenas de Asia Menor. Después de esto, el número de seguidores
de Hrozný creció progresivamente y hoy no existe ninguno entre los
reconocidos científicos expertos en lenguas indoeuropeas que dude de la
exactitud de su interpretación. Un justo tributo fue rendido por Friedrich, el
profesor de Hititología de la Universidad de Leipzig: «El nombre de Hrozný
ocupará siempre un lugar egregio al frente de los estudios hititológicos. Vio y
comprendió tan correctamente los caracteres básicos de la declinación e
inflexión que, sobre los cimientos levantados por él, otros pudieron proseguir
sus estudios. No es sorprendente en el trabajo de un vanguardista que
cometiese errores ocasionales en la identificación de las formas. Hrozný,
como el genio descubridor y Sommer como el cuidadoso metódico, fueron
ciertamente los polos gemelos de la filología hitita». Por consiguiente, gracias
a la brillante labor de pionero realizada por Hrozný, la hititología se convirtió
rápidamente en una rama independiente de la filología y sirvió para arrojar

Página 374
nueva luz sobre la historia del Asia Menor en el segundo milenio antes de
Cristo.

Bedrich Hrozný: The Life and Work of a Czech Oriental


Scholar, 1949

Página 375
Excavaciones en la montaña negra

HELMUTH BOSSERT

HELMUTH BOSSERT (1889-1962) nació en Landau y se educó en las


universidades de Heidelberg, Estrasburgo, Freiburg y Munich. Durante
algunos años realizó investigaciones arqueológicas por cuenta propia
dedicándose al estudio del Oriente Próximo, pero en 1934 aceptó el cargo de
profesor de lenguas y cultura del Cercano Oriente en la Universidad de
Berlín, convirtiéndose después en Director del Instituto de Investigación de
Lenguas y Cultura del Cercano Oriente de la Universidad de Estambul.
Dirigió muchas expediciones sobre el terreno y realizó extensos estudios de
los jeroglíficos hititas. Desde 1947 dirigió las excavaciones de los restos
hititas de Karatepe.

Durante la exploración que el Instituto de Investigación de Civilizaciones


Antiguas Orientales de la Universidad de Estambul emprendió en Anatolia el
verano de 1945 (formaban el equipo de la expedición el profesor H. Th.
Bossert, sus ayudantes Dr. Halet Qambel, Nihal Ongunsu y Muhibbe Darga y
Bay Ali Riza Yalgin de la Dirección de Antigüedades de Ankara),
atravesamos la ruta que, pasando por el Taurus, une Kayseri con la Anatolia
sudoriental y el Norte de Siria por Gezbel, Saimbeyll, Feke, Kozan y Ceyhan.
Nuestro objetivo consistía en determinar dentro de nuestras posibilidades, el
trayecto recorrido por los antiguos hititas en tiempos del Nuevo Imperio
Hitita. Siempre que podíamos, preguntábamos en nuestro camino a los
habitantes de aquellas tierras sobre los monumentos hititas que pudiera haber
en las cercanías. De este modo, reunimos un número de referencias que
parecieron interesantes después de examinadas. Existía entre nosotros un
rumor relativo a un supuesto relieve hitita que representaba a un león labrado
en la roca y que se encontraba, al parecer, en la región montañosa situada al
este de Kadirli. Como consecuencia de estar ya muy avanzada la estación no
pudimos comprobar esta información y tuvimos que aplazar nuestra búsqueda
hasta el año siguiente.

Página 376
Cuando en febrero de 1946 nuestro grupo (compuesto por las mismas
personas) llegó a la misma región (gracias a la ayuda de Bay Hüsameddin
Arkan, Director de Instrucción Pública en Adana), consideramos que nuestro
deber era comprobar la exactitud de los informes y, a pesar de las malas
condiciones de las carreteras, intransitables para los automóviles debido a las
fuertes lluvias que cayeron durante los últimos días, decidimos partir hacia la
región montañosa que se extendía más allá de Kadirli. Teniendo en cuenta las
dificultades que entrañaba realizar el viaje bajo estas condiciones y debido a
la imprecisión de las informaciones que poseíamos, todos intentaron
disuadimos de esta empresa y nosotros mismos estábamos perfectamente
convencidos de que, aunque algunos rumores tenían cierta verosimilitud, todo
el asunto podía resultar completamente inútil ya que el relieve en cuestión
podía ser muy bien un monumento romano, pues no hay que olvidar que estos
son bastante frecuentes en la región de Kadirli. Después de la consabida
deliberación, decidimos continuar nuestras investigaciones en dos direcciones
distintas y separamos en dos grupos, uno de los cuales, formado por Nihal
Ongunsu y Muhibbe Darga, partiría para Adana y, desde allí, seguiría hacia la
región de Mersin, mientras que el otro, formado por el Dr. Halet Qambel y
por mí, y también por Bay Naci Kum, Director del Museo de Adana, que
entretanto se había unido amablemente, a nuestro grupo, partiría hacia
Kadirli.
El 27 de febrero, a la una de la tarde, salimos nosotros tres de Kozan en
un carro. Al principio las carreteras eran bastante buenas y mientras
atravesamos una cadena montañosa no muy elevada, no tropezamos con
grandes dificultades. Sin embargo, después de llegar al pueblo de Koseli, en
la llanura situada al este de la cadena montañosa, supimos por los campesinos
que, debido a las fuertes lluvias, la carretera que conducía a Kadirli se
encontraba anegada en una longitud bastante considerable. En consecuencia,
nos vimos obligados a enviar a nuestro carretero nuevamente a Kozan, ya
que, además de no conocer las carreteras, había utilizado caballos en tan
lamentable estado que era imposible que salvaran las dificultades de la
marcha a través del terreno pantanoso. Nos vimos, pues, obligados a recurrir a
otro carretero más experto antes de que se hiciera demasiado tarde. Con la
amable ayuda de los habitantes del pueblo, pudimos conseguirlo y, a los
pocos minutos, estaba listo un segundo carro con caballos más resistentes.
Algo más allá de Koseli, después de haber pasado por el pueblo de
Karaómerli y haber examinado «Mustafa Alinin Hüyüğü», que se halla cerca
de nuestra ruta, en busca de objetos de cerámica, vimos que la carretera

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principal había desaparecido completamente en el territorio pantanoso y nos
alegramos mucho de haber encontrado a otro carretero que, atravesando un
laberinto de caminos, nos llevó, sanos y salvos, hasta Kadirli a pesar de que
ya había oscurecido y pese a nuestra caída accidental en una zanja.
Eran ya las 7,30 de la tarde cuando llegamos al ayuntamiento de Kadirli,
donde las autoridades locales, que habían sido informadas telefónicamente de
nuestra llegada estaban esperándonos ya. Muy amablemente nos invitaron a
comer con ellos y durante la excelente comida que fue servida en el mismo
ayuntamiento, tuvimos oportunidad de hablar con el «kaymakam» de Kadirli,
Bay Münir Alkan, Bay Ibrahim Savrun (jefe del municipio), Bay Tevfik
Coskun (miembro del consejo municipal) y Bay Hilmi Inan, director de la
escuela primaria de Kadirli. Les expusimos nuestros planes y les pedimos que
nos facilitaran información sobre el monumento del león que buscábamos.
Desgraciadamente ninguno de estos caballeros lo habían visto ni habían oído
hablar del mismo y, por ello, al principio nos sentimos bastante deprimidos y
decepcionados. Pero sin perder completamente la esperanza, preguntamos si
no había en Kadirli alguien que conociera bien la región, que la hubiera
recorrido y conociera el monumento. Nos dijeron que Bay Ekrem Kusçu,
maestro de la escuela primaria de Kadirli en el curso de los últimos veinte
años, de quien se decía que había recorrido más de una vez toda la región, era
el hombre idóneo. Fueron a buscarle inmediatamente y llegó a los pocos
instantes. Afortunadamente, pudo darnos una información exacta sobre el
monumento que, según decía, había visitado cuatro veces desde 1927 a 1944.
Según nos dijo, el monumento del león no era un relieve labrado en la
roca sino una escultura redonda, un basamento con figura de león. Sobre él
había descansado originalmente la estatua de un hombre pero esta se había
caído, perdiendo la cabeza con el paso de los años. Su cuerpo estaba
completamente cubierto de inscripciones cuneiformes. El monumento, decía
él, se encontraba a cinco o cinco horas y media de caballo al este de Kadirli,
en la cima de una elevación poblada de árboles, que formaba parte de una
larga montaña cubierta de bosques llamada Karatepe. Por todas partes había
fragmentos de piedras con restos de escritura y relieves. Todos estaban
trabajados en una especie de piedra negra que no solía encontrarse en los
alrededores y que debió de ser traída desde una distancia bastante
considerable. Además de estos restos, un número bastante grande de piedras
negras similares se hallaban dispersas en el lado opuesto del río Ceyhan, que
atraviesa Karatepe. Dichas piedras tenían que ser necesariamente los restos de
una antigua ciudadela perteneciente al castillo. Bay Ekrem nos dijo también

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que, según información obtenida de los campesinos, hacía sesenta años que
existía la estatua, incluyendo la cabeza. Naturalmente, teníamos curiosidad
por conocer si el maestro había encontrado este antiquísimo monumento por
casualidad o si había oído hablar de él a través de los campesinos. Luego nos
explicó que, en 1927, descubrió el monumento siguiendo las indicaciones del
anciano Abdullah de ochenta años (que había muerto en 1932), hijo de Vahab
y padre del actual «muhtar» de Kizyusuflu (un pueblo ubicado entre Karatepe
y Kadirli). A continuación nos relató la siguiente historia: en 1915, un sabio
«hodja» llegó a Kizyusuflu y permaneció allí dos meses como huésped de
Abdullah. No hallándose en condiciones de devolver a su anfitrión los favores
de su hospitalidad, se brindó a ofrecerle su ciencia para ayudarle a encontrar
un tesoro. «Muéstrame un lugar», dijo, «y encontraré un tesoro para ti».
Seguidamente Abdullah le condujo al monumento del león pero el «hodja» le
explicó que debía llevarle a otro lugar ya que este era el monumento funerario
erigido a un rey que fue destrozado por un león en una cacería y que, por ello,
no podía encontrarse en él ningún tesoro. En consecuencia, le condujo a
Bodrum, más abajo del río Ceyhan, pero si encontraron o no el tesoro es algo
que ignoramos.
Bay Ekrem nos explicó también que, excepto los campesinos, él y un
hombre de Mersin a quien no conocía, nadie y naturalmente tampoco ningún
experto, había visitado todavía este antiguo lugar. Oportunamente habló de él
al Bay Ah Riza Yalgin, entonces Director del Museo de Adana, pero no le
había llevado hasta donde se encontraba. Bay Ali Riza, con quien discutimos
el asunto más tarde, confirmó lo que había dicho el maestro: AH Riza había
estado en Kadirli en la primavera de 1939 para estudiar las costumbres de los
turcomanos de la región y había conocido al maestro en aquella ocasión. Bay
AH Riza despertó nuestra atención por su artículo titulado «Los turcomanos
de Kadirli», publicado en el Türksözü y que apareció en Adana el 19 de abril
de 1939, donde, basándose en la información oral del maestro, escribe: «…
Además de todas estas reliquias, Kadirli puede también proporcionar
monumentos de épocas más antiguas. Pero estos se hallan arriba en las
montañas en un estado que no permite su transporte. Las ruinas de Karatepeh
sobre el río Ceyhan pueden considerarse entre las que merecen un detenido
estudio». Luego, siempre siguiendo la línea montañosa, giramos hacia el
sudeste en Dögüsgedigi en dirección a Karatepe, una montaña negra que
podía divisarse a lo lejos. El camino, bastante transitable para los caballos,
estaba constituido tan solo por un estrecho sendero. Favorecido por un tiempo
espléndido de primavera, cabalgamos sobre un terreno cubierto de plantas que

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empezaban a brotar, arbustos y pinos bajos y al cabo de tres horas y media
llegamos a Kizyusuflu, un pueblo cuyas casas se hallaban muy diseminadas.
Allí conseguimos recipientes para el agua necesaria para humedecer el papel
de imprimir. Uno de los aldeanos, Haci Aga, nos acompañó a pie. Siempre
siguiendo la cresta de las colinas, cabalgamos sin cesar contemplando el
maravilloso paisaje de las alturas cubiertas de nieve del Anti-Taurus, situadas
al este, y el Amanus, que habíamos atravesado hacía solo unas pocas
semanas, al sur. Nuestro sendero descendía ahora gradualmente sobre el valle
y, después de remontarse de nuevo, bajaba hacia Akyol (pronunciado Agyol
por los campesinos). Esta es una vieja ruta de caravanas, todavía utilizada por
los habitantes de la región cuando van y vienen a sus pastos estivales. Ante
nosotros se elevaba una larga montaña, densamente poblada de árboles, con
una altura máxima de quinientos metros aproximadamente. Era el Karatepe,
en cuyo pico más septentrional y más bajo encontramos el monumento del
león.
La ascensión a este lugar por un estrecho sendero de pastores no ofreció
ninguna dificultad. En cuestión de quince minutos habíamos alcanzado la
cima y ante nosotros yacían las ruinas del destrozado castillo real de los
hititas.

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Plano de una de las zonas excavadas de Karatepe.

II

No lejos del palacio, siguiendo el sendero de pastores que conducía a la


cima de la colina, el monumento del león que habíamos estado buscando se
hallaba destruido. La base, que mostraba un relieve de dos leones sostenido
por un hombre erguido, parecía no encontrarse «in situ» y, probablemente,
descansaba originalmente sobre una superficie horizontal labrada en la roca

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natural, no lejos de allí. La estatua humana que le pertenecía se hallaba al lado
destrozada. Faltaba la cabeza y no se veía ningún fragmento que pudiera
haber pertenecido a la misma, por lo menos en sus inmediaciones. La estatua
yacía vuelta hacia abajo. La espalda, más bien suave, estaba cubierta con una
inscripción en arameo arcaico de veinte líneas. El principio de las líneas del
lado frontal, visibles aun sin necesidad de volver la estatua, revelaban que
había sido grabada una segunda inscripción. Teniendo en cuenta el gran peso
de la estatua y el hecho de que la tierra que había debajo era muy pedregosa,
no estimamos aconsejable darle la vuelta ya que existía la probabilidad de
dañar la espalda, que se conservaba en excelente estado. La parte frontal de la
estatua había sido ya dañada, quizás en el momento de ser desprendida
violentamente de su base. Y es posible incluso que un fragmento que llevaba
una inscripción en arameo arcaico, que se hallaba a su lado, hubiera formado
parte de ella. La primera cuestión que teníamos que resolver consistía en
decidir si debíamos sacar una copia de la inscripción de la espalda o si era
más conveniente tener en cuenta el hecho de que disponíamos solamente de
tres horas para sacar los moldes, inmediatamente después de haber tomado las
fotografías necesarias. Como la inscripción estaba en parte cubierta de musgo
que impedía totalmente efectuar una lectura correcta sin una limpieza previa,
parecía más conveniente empezar, sin pérdida de tiempo, con los moldes aun
a riesgo de que, debido a la estación, no llegaran a secar completamente.
Mientras que uno de nosotros (H. Qambel) se ocupaba de las fotos y de
los moldes, otro colega (H. Th. Bossert) se dedicó a buscar nuevos restos de
piedras modeladas o con inscripciones. Aunque la búsqueda era bastante
difícil a causa de los matorrales espinosos que abundaban por todas partes, el
hecho de que las piedras utilizadas para las inscripciones y esculturas fueran
de un color más negro y más duras que la piedra natural de la montaña de
Karatepe constituyó una gran ayuda. Primeramente, se le dio la vuelta a las
piedras que podían moverse y se hallaban en las inmediaciones de la base del
león, parcialmente enterrada, quedando así al descubierto un número de
fragmentos modelados y con inscripciones. Aunque por desgracia las
esculturas, salvo alguna excepción, se hallaban muy fraccionadas, algunas por
lo menos pudieron identificarse como relieves hititas, al parecer de un estilo
todavía más rústico que el de los relieves de Zincirli e Islahite. La mayoría de
ellos habían formado parte, probablemente, de algún conjunto decorativo
similar al que se observa en otros edificios hititas. A pesar de toda su
simplicidad, esta representación, como los tres pájaros, parece prometer el
hallazgo de nuevos diseños en este lugar. Sin embargo, algunos de los

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hallazgos más importantes fueron los fragmentos de la inscripción jeroglífica
hitita ya que hasta entonces no se habían encontrado en ninguna parte
inscripciones sobre piedra con jeroglíficos del arameo arcaico y del hitita.
Mientras que las inscripciones en arameo arcaico de Karatepe, según
sabemos, están talladas, entre las inscripciones jeroglíficas parece haber una
al menos que presenta un trabajo en relieve muy cuidado. Según podemos
deducir de sus caracteres, las inscripciones jeroglíficas grabadas parecen
pertenecer aproximadamente a la misma época que las de arameo arcaico.
Otra gran sorpresa fue el descubrimiento de un fragmento muy pequeño con
inscripciones que, a pesar de tener solo unas pocas letras, pudo encuadrarse
en el tipo «boustrophedon». Hasta hoy no se han identificado tales
inscripciones arameas y no existe razón para creer que estas existieron. Por
ello, es muy probable que esta inscripción no estuviese escrita en arameo
arcaico sino más bien en una lengua no semita que utilizó los caracteres de
aquella lengua. Prosiguiendo nuestras investigaciones, encontramos el
fragmento de un busto de otra estatua (?) que llevaba una inscripción en
arameo antiguo y que no juzgamos necesario describir en este informe
preliminar ya que solamente podían distinguirse unas pocas letras sobre la
misma.

Página 383
El león de Karatepe.

La mayoría de los descubrimientos hechos en este breve período de


tiempo se agruparon en torno a la base del león. Sobre las partes restantes de
la cresta de la colina descubrimos muchísimos fragmentos de piedra del
mismo tipo, pero estos no parecían llevar ninguna clase de inscripción o
decoración aunque este hecho, desde luego, pudo haber sido una simple
coincidencia. Debido a la brevedad del tiempo de que disponíamos y a la
espesura de los arbustos, que dificultaba nuestros desplazamientos, no
pudimos examinar completamente las laderas y la base de la colina, aunque es
casi seguro que allí pueden encontrarse todavía numerosos fragmentos
modelados y con inscripciones. No obstante, en la ladera vimos una base de

Página 384
columna, evidentemente desplazada de su sitio, del mismo tipo que las de
Zincirli pero sin ninguna decoración plástica. En diferentes puntos
encontramos restos de la muralla de una ciudadela destruida violentamente.
Nos dimos cuenta también de que, aproximadamente en el centro de la cofina,
podía verse todavía una formación rocosa de la que sin duda había sido
extraída la piedra para la construcción de la ciudadela. Dos zanjas, una cerca
de la base del león, la otra más próxima al límite de la cima de la colina,
probaban el hecho de que en ocasiones los campesinos y pastores habían
buscado tesoros en Karatepe… También buscamos objetos de cerámica pero
al estar la roca natural muy cerca de la superficie de la cresta de la colina, las
lluvias habían arrastrado probablemente la mayoría de las vasijas laderas
abajo y solo pudimos encontrar unas pequeñísimas y envejecidas piezas de
loza amarillenta, que no facilitaron la menor pista sobre la forma, el tipo o la
época a que pertenecían.
La densa vegetación del territorio nos impidió tomar unas vistas de las
ruinas de la ciudad desde el río. Estas ruinas pertenecieron probablemente a la
ciudadela de Karatepe. Desde la copa de un árbol, pudimos tomar una
fotografía de la zona donde, según se dice, se encuentran las ruinas. Al
disponer de tan poco tiempo y debido al gran caudal que lleva el río Ceyhan
en esta época del año, no fue posible cruzarlo para examinar las ruinas.
Había empezado a anochecer y nuestros guías tenían prisa por regresar.
Los moldes necesitaban todavía mucho tiempo para secarse y lo único que
podíamos hacer era bajarlos y ponerlos a secar sobre el fuego. Así pues, los
metimos en una caja de hojalata, cargamos los fragmentos más pequeños en
nuestras alforjas para depositarlos posteriormente en el Museo de Adana y,
después de hacer una foto de nuestro grupo, partimos hacia nuestros
dormitorios de la casa de Molla Mehmet, a una hora y media de distancia.

Página 385
Relieve de músicos exhumado en las excavaciones de Karatepe.

Página 386
Detalle de uno de los relieves hallados por Bossert en la ciudad hitita de Karatepe.

El resto de las inscripciones, relieves, estatuas, y la muralla de la


ciudadela que dejamos atrás y que lentamente fueron desapareciendo de
nuestra vista, constituían el testimonio fehaciente de que un nuevo yacimiento
hitita había sido recuperado para la ciencia.

Karatepe, 1946

Página 387
La residencia real de Nymphaios

FRIEDRICH DÖRNER

FRIEDRICH KARL DÖRNER (1911-1992) nació en Gelsenkirchen, Alemania,


y se educó en la Universidad de Greifswald, donde se especializó en historia
antigua, clásica y arqueología. Viajó extensamente por la zona oriental del
mediterráneo, visitando primeramente Kommagene (Siria), en 1938. Es
miembro del Instituto Arqueológico Germano de Berlín y Estambul y de la
Academia de Ciencias austríaca, habiendo enseñado en la Universidad de
Tübingen. Desde 1950, ostenta el cargo de profesor de Historia Antigua en la
Universidad de Münster. Fue en 1951 cuando descubrió el palacio real de
Arsameia en Kommagene, donde ha venido efectuando excavaciones desde
entonces.
El descubrimiento de la residencia real de Arsameia en Kommagene,
sobre el río de las Ninfas, no es producto de la casualidad sino el resultado de
un examen sistemático de la región cultural de Kommagene sobre el Alto
Éufrates, en el magnífico paisaje montañoso de los Antitauros. En la literatura
hay solo algunas referencias sobre esta región. Hace su primera aparición en
los anales de los reyes asirios, en los que se dice que los gobernantes de
Kummhi (Kommagene) tenían que rendir tributo a Asiria principalmente, con
los valiosos troncos de cedro entonces tan solicitados. Al parecer Kummhi se
incorporó al Imperio Asirio en el reinado de Sarrukin (Sargón) II, que
gobernó desde el año 721 al 705.
Aunque, el país, como consecuencia de los importantes puntos vadeables
del Éufrates, debió de haber jugado un gran papel en relación con las
comunicaciones entre el Norte de Mesopotamia y la costa del Mediterráneo y
aunque su posición era también muy importante para el tráfico en la ruta
terrestre hacia Asia Menor, no tenemos más noticias de su historia en el curso
de los siglos posteriores. Kommagene no vuelve a mencionarse en los
registros históricos hasta el siglo primero antes de Cristo, cuando los romanos
intentaron adelantar su frontera oriental hacia el territorio de sus enemigos,
los partos. Es comprensible que estas fuentes (escritas desde un punto de vista
romano) no contengan comentarios favorables sobre un país cuyos

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gobernantes procuraron mantener su independencia política y cultural en la
lucha entre el Imperio Romano y el reino parto.
La información que procuraron estos antiguos documentos se vio
aumentada por los inesperados y notables resultados conseguidos por una
expedición alemana que fue a Kommagene en 1883 bajo la dirección de Karl
Humman y Otto Puchstein. Los dos investigadores habían sido encargados
por la Academia de Ciencias de Berlín de investigar la necrópolis que el rey
de Kommagene, Antíoco I, había ordenado erigir en su nombre, sobre uno de
los picos de los Antitauro. Pudo comprobarse que los relatos, que parecían
fantásticos, enviados a Berlín por el ingeniero alemán Karl Sester, no eran
exagerados. En Nemrud-Dagh, a más de 2.000 metros de altura, existía
ciertamente una Ciudad de los Muertos construida por Antíoco «lo más cerca
posible de los tronos celestiales». Un hallazgo singular fue el descubrimiento
que allí se hizo de una inscripción monumental, un documento
contemporáneo único, en el que Antíoco hizo que fueran registradas sus ideas
religiosas para la posteridad. La comprobación de que el rey fue el creador de
la religión cuyos elementos eran idénticos a los de las religiones de los
mundos griego y persa no fue menos sorprendente. Enfrente del montículo
que formaba el cementerio y que tenía más de cincuenta metros de altura, el
rey se había hecho representar en el círculo de los dioses nativos (en
proporciones monumentales, de acuerdo con el gusto de los monarcas
orientales, y de una forma austera e inmutable como los inanimados peñascos
de aquel paisaje montañoso).
En la publicación de los resultados de su viaje, Humann y Puchstein
expresaron su deseo de que se llevara a cabo una exploración intensiva. Pero
las sensacionales excavaciones realizadas en la costa oriental del Asia Menor
gozaron de una indiscutible preferencia, especialmente porque eran más
fácilmente accesibles que la solitaria e intransitable región montañosa. De
este modo, transcurrió más de medio siglo antes de que la ciencia volviera a
interesarse por Kommagene.
Desgraciadamente, mi primera expedición a Kommagene, emprendida en
1938 junto con R. Naumann, fue solamente un breve preludio. Pero durante
todos los años de la guerra nunca olvidé la promesa que me había hecho a mí
mismo y a mis compatriotas de regresar y efectuar nuevos trabajos de
investigación.
En 1951 volví efectivamente y, ya en los primeros días de la exploración,
tuve la gran suerte de encontrar la residencia real de Arsameia sobre el río de
las Ninfas. Después de una larga marcha a través de una altiplanicie pelada de

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árboles y abrasada por el sol, llegamos al pueblecito de Alut ¡Qué placer
causaba relajarse sobre las vistosas alfombras, tejidas a mano, que habían
preparado los aldeanos para darnos la bienvenida junto a un fresco manantial,
a la sombra de los árboles! Rápidamente desembalamos nuestras provisiones.
Nuestros anfitriones añadieron a estas yoghurt refrescante y uvas exquisitas.
Luego empezó el clásico juego oriental de palabras: «desde dónde»,
«adónde». Cuando los aldeanos supieron por mí que buscaba ruinas antiguas,
se citó por primera vez el nombre turco de la montaña que se hallaba cerca:
Eski Kale (o sea, viejo castillo) donde se había descubierto una «piedra
grabada». Estaba ansioso por examinar más detenidamente esta localidad pero
como suele ocurrir en Oriente, tuve que reprimir mi impaciencia pues Nuri,
que parecía saber más que nadie sobre Eski Kale, no tenía ningún deseo de
hacer de guía bajo el sol ardiente ni de enseñarme el estrecho camino que
conducía a las alturas escarpadas. Sugirió que debíamos esperar el frío de la
noche junto al manantial. Y así, por primera vez, a la luz del sol poniente,
pude ver la colina del castillo, que estaba rodeada de una leyenda. Sus laderas
eran escarpadas. Solo desde el sur era posible aproximarse. ¿Pero dónde
estaba el castillo que había dado su nombre a esta vertiente desabrida y
desnuda? Miré a mi alrededor, buscando inútilmente vestigios de murallas o
restos de fortificaciones. Cuando pregunté a Nuri por qué había llamado a
aquella montaña «Viejo Castillo», no hizo más que encogerse de hombros y
responder de un modo circunspecto: «Así es como le llamaba ya mi abuelo».
Sentía la misma impaciencia por contemplar la «piedra grabada». Debía
de haber sido descubierta muy recientemente y abandonada posteriormente
por los campesinos que buscaban piedra para construir viviendas, por ser
demasiado pesada para bajarla hasta el valle. ¡Una primera ojeada me reveló
que la pieza en cuestión era el fragmento de un relieve de los tiempos de
Kommagene que presentaba a Mithras, dios persa de la luz, llevando una gran
corona de rayos! ¡Este hecho me proporcionó la primera pista importante para
hallar el significado al «Viejo Castillo»!
Seguí buscando con renovado entusiasmo y pronto descubrí que el flanco
sur había sido aplanado en otro tiempo y que, cuando fueron destruidas las
murallas, todos los edificios habían quedado enterrados bajo las mismas. Una
pared de piedra, hundida en la tierra pero que asomaba levemente, atrajo
especialmente mi atención.
¿Podía ser que las paredes de piedra no solamente hubieran sido
trabajadas sino también cubiertas de inscripciones? Todo parecía indicar que
era así. En mi excitación me aproximé a la piedra y la contemple de frente,

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con la luz del sol poniente a mis espaldas, y no pude ver otra cosa que una
muralla de piedra gris, bastante desmoronada y fragmentada. Desilusionado,
me retiré. Era evidente que todo había sido producto de mi imaginación. ¡Pero
de repente a la luz que incidía oblicuamente sobre la inscripción, me pareció
descubrir algo! Los perfiles verticales y horizontales de las letras, casi
imperceptibles, aparecieron entre las huellas que el tiempo había dejado sobre
las piedras. Impaciente, pedí un pico y una pala y empecé a desempolvar las
letras con mi pañuelo y a quitar la tierra de la pared de piedra con mis manos.
Antes de que me entregaran las herramientas había confirmado ya mis
sospechas: ante mí tenía una inscripción escrita en caracteres griegos.
A los primeros golpes, el pico hizo saltar los cascotes que habían
protegido las letras de la parte inferior de la destrucción de los agentes
atmosféricos. Una vez libre de toda la costra que la recubría, apareció la
inscripción que ofrecía un aspecto más bello de lo que cabía esperar. Durante
los días subsiguientes, intenté acabar con los escombros que se habían
acumulado delante de la muralla de piedra. Cuando intenté leer por primera
vez las letras, me di cuenta de que se trataba del final de una inscripción
dispuesta en varias columnas que, a juzgar por los caracteres, pertenecía al
tiempo del Rey Antíoco, es decir, a la primera mitad del siglo primero antes
de Cristo.
Como es lógico, intenté enseguida avanzar hacia el principio de la
inscripción pero tuvimos dificultades debido a la enorme cantidad de
escombros. Cuando tras la segunda columna apareció la tercera, mi alegría
por el descubrimiento fue tan grande como mi desesperación ante la
imposibilidad de profundizar más en los enormes montones de cascotes que
había en la terraza. ¡Pero la improvisación es el gran arte de toda exploración!
Por eso, decidí no llevar a cabo una excavación completa sino abrirme camino
a lo largo de la muralla de piedra a través de un túnel. Afortunadamente, el
muro presentaba una curva después de la cuarta columna y corría entonces
paralelo a la ladera. Por fin, al llegar a la quinta columna, descubrí el
principio de la inscripción.
Como la inscripción real de Nemrud Dagh, a la que se parecía en muchos
aspectos, esta había sido labrada también por orden del rey Antíoco de
Kommagene. En lenguaje culto, escrito con belleza, el rey anuncia que su
insigne padre, Mitrídates Kalinicos, había escogido este lugar como su
Hierothesion (su retiro secreto). Ordenaba que allí debía rendirse culto al
padre y al hijo, dando instrucciones exactas.

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Afortunadamente, el rey hacía referencia también al lugar de la
inscripción, elogiando sus excelentes ventajas para levantar una fortificación,
circunstancia que había conducido a su antecesor Arsames a ordenar la
construcción de una fortaleza y a la fundación de una ciudad que, en caso de
necesidad, serviría de excelente refugio para la casa real. En honor suyo,
Arsames bautizó a la ciudad que estuvo situada sobre el río de las Ninfas con
el nombre de Arsameia. Aquí, en los suburbios de Arsameia, sería enterrado
su padre, de acuerdo con sus propios deseos.
Si no hubiera estado firmemente convencido de que la excavación de la
residencia real de Arsameia y la búsqueda de la tumba real tenían gran
importancia para nuestros conocimientos históricos y de que debíamos lograr
la realización de este plan, pronto me habría desesperado ante las inmensas
dificultades. Pero una voluntad firme vence todos los obstáculos. Tardamos
dos años en facilitar las pruebas completas de las experiencias y en conseguir
que se aprobara el primer presupuesto para la excavación. El Gobierno turco
había dado también su autorización para que se efectuasen las excavaciones
en Arsameia sobre el río de las Ninfas y así en el otoño de 1953 y en 1954
pude efectuar la excavación.
Por supuesto, concentramos nuestro trabajo sobre la zona del Hierothesion
del rey Mitrídates Kalinicos. Descubrimos por completo la gran inscripción
del monarca. Con ella encontramos el magnífico relieve que representaba la
escena del rey Mitrídates y el dios Heracles saludándose. Por su excelente
ejecución, este hallazgo supera a todos los demás relieves encontrados hasta
la fecha en Kommagene y tiene importancia en la historia del arte como
ejemplo magnífico de la nueva interpretación que la cultura helenística
experimentó en la esfera oriental.
¿Pero dónde se encontraba la tumba del rey? ¿Estaba quizás en la colina
del castillo? Debajo de la tercera columna habíamos tropezado,
efectivamente, con un arco redondo abierto en la roca, que formaba la entrada
de un pasadizo, abierto cuidadosamente en la montaña, al que se descendía
por un tramo de escalones de piedra, cuya inclinación formaba un ángulo de
34-45 grados.
La excavación de estos escalones presentaba problemas técnicos muy
difíciles, pues la entrada a la roca se había efectuado mediante serias fracturas
hechas en varios puntos de la piedra y los constructores antiguos habían
continuado el pasadizo escalonado sin que les detuviera la sucesión
alternativa de partes duras y blandas de la roca, en la misma dirección que al
principio, aun cuando al hacerlo tuvieron que atravesar secciones blandas de

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profundidad variable. A juzgar por los fragmentos que encontramos, en la
antigüedad alguien hizo exactamente lo que nosotros estábamos haciendo
entonces, apuntalando estos peligrosísimos pasadizos con soportes de madera.
Después de atravesar cada una de estas inseguras secciones descubríamos
siempre que el pasadizo continuaba labrado en la roca y así pudimos penetrar
a una profundidad de 115 metros. Pero, en el otoño de 1954, en medio de una
capa terrosa, tuvimos que interrumpir nuestro trabajo por carecer del
adecuado equipo técnico, de forma que la cuestión de si el pasadizo conducía
realmente a la tumba del rey Mitrídates o había servido para algún otro
propósito dentro del santuario, continuó sin respuesta.
Simultáneamente, el trabajo en otras partes de la pendiente sur se hallaba
también en marcha. Allí descubrimos una serie de cimientos de pedestales,
algunos de los cuales contenían fragmentos de sus relieves. Asimismo
obtuvimos importantes resultados de las excavaciones efectuadas en las
superficies cultivadas de las alturas de la meseta montañosa. Allí
comprobamos que Eski Kale había sido habitado en tiempos posteriores a
Kommagene hasta la edad media y que, por otra parte, había sido habitado
también en tiempos prehistóricos, mucho antes de la fundación helenística de
Arsames. De este modo Eski Kale emergió inesperadamente de la oscuridad
de la historia como una colonia favorita en Kommagene y debemos confiar en
que, mediante la exploración del montículo del castillo, consigamos aumentar
nuestros conocimientos sobre el Asia Menor oriental y sobre el papel que
desempeñó como lazo de unión entre los países del Mediterráneo y las
culturas sólidamente desarrolladas de Asia.

Die Königsresidenz am Nymphenfluss, 1956

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El descubrimiento de Ugarit

CLAUDE SCHAEFFER

CLAUDE FREDERICK ARMAND SCHAEFFER (1898-1982) nació en Alsacia,


estudió arqueología en las universidades de Estrasburgo y París y contrajo
matrimonio con la hija de un eminente arqueólogo. No solo ha trabajado en
museos y participado en expediciones sino que ha servido como consejero en
cuerpos oficiales tales como la «Commissión des Fouilles et Missions
Archéologiques» y el Consejo nacional de Investigaciones Científicas, en
gran número de cuestiones relacionadas con la antigüedad. Sus
contribuciones a la arqueología egea a través de los trabajos que efectuó en
Enkomi, Chipre, son de gran importancia lo mismo que su excavación del
emplazamiento de la antigua Ugarit, ahora llamada Ras Shamra, que al
principio confundió con Sapuna.

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Relieve que representa a Baal lanzando el rayo, procedente de Ugarit.

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Las excavaciones en Minet el Beida y Ras Shamra, iniciadas en 1929 y
proseguidas en 1930, se emprendieron por sugerencia de M. Rene Dussaud,
miembro del Instituto y Conservador del Museo del Louvre. El puerto natural
de Minet el Beida (la Bahía Blanca) se halla frente a Chipre y fue este hecho
lo que hizo a M. Dussaud pensar en la existencia de una colonia micénica
que, desde Chipre, importaría cobre para ser desembarcado y transportado al
interior de Mesopotamia. Esta teoría se apoya en el hecho de que a 1.000
metros de la bahía se encuentra un enorme montículo llamado por los nativos
Ras Shamra (Cabo Samphire) que bien podía ocultar las ruinas de este
presunto puerto de mar.
En 1928 se produjo en Minet el Beida el descubrimiento accidental de una
bóveda funeraria con contrafuertes, conteniendo alfarería micénica y chipriota
del siglo XIII antes de Cristo. Esta fue la primera confirmación de las teorías
sobre la antigüedad de Minet el Beida y Ras Shamra. La «Académie des
Inscriptions et Belles Lettres», por iniciativa de M. Dussaud, envió una
expedición para localizar el antiguo puerto natural, la ciudad y los
cementerios de Minet el Beida. La dirección fue confiada a este escritor, que
eligió como ayudante a M. Chenet, bien conocido por sus excavaciones de los
hornos romanos y fábricas de vidrio de Argonne.

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Corte estratigráfico de Ras Shamra

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Las excavaciones que efectuamos en las proximidades de la bahía, han
revelado la existencia de un cementerio que contiene varias tumbas grandes
rectangulares con bóvedas reforzadas, a las que se llega atravesando las
escaleras de un corto vestíbulo o antesala construido completamente en
bloques de piedra bien trabajados. Una de estas tumbas se hallaba oculta bajo
un edificio bastante importante, a juzgar por las columnas a las que se unían
unos tabiques, únicos restos que quedan hoy de él y que no tienen una fácil
explicación. Comunicándose directamente con las tumbas había otros
edificios todavía más importantes, uno de los cuales fue completamente
desenterrado aquel año. Contenía trece salas, habitaciones y pasillos, sin
contar el piso superior, cuya escalera con sus barandas de piedra se
conservan. Este edificio está profusamente dotado de pozos y conducciones
de agua que fueron inutilizados rellenándolos artificialmente y tapándolos con
cubiertas de cemento. Sobre estas fuentes y junto a las mismas, a lo largo de
los pasillos, en las habitaciones y al pie de casi todas las columnas, había
objetos votivos, vasijas micénicas y chipriotas, vasos corrientes y utensilios
de bronce, plata y oro, tales como alfileres, lámparas, cuchillos y puñales.
Ellos demuestran que el edificio no pudo tener un fin exclusivamente
utilitario. Quizá pueda ser considerado como una de aquellas casas de la
muerte semejantes a las que construyeron algunos faraones egipcios junto a
sus cámaras mortuorias. La comparación se ve fortalecida por el hecho de que
la civilización de Ras Shamra, como veremos seguidamente, asimiló mucho
de la del Valle del Nilo.
Una serie de descubrimientos aún más importantes nos esperaba al norte
de las tumbas, hacia el mar. Aquí, a una profundidad que oscilaba entre 0,50 y
1,50 metros, cerca de una estancia toscamente construida, hallamos alrededor
de 80 depósitos formados por alfarería chipriota, micénica y local, utensilios
de bronce y armas, pesas de piedra, casi equivalentes a la mina egipcia de 437
gramos, conchas o simplemente piedras planas de la playa próxima. Había
también curiosas tablas de piedra, placas perforadas y palos de piedra de gran
tamaño y extraordinariamente realistas. El depósito más rico, situado cerca
del centro del grupo, contenía dos halcones representando a Horus al estilo
egipcio. Uno de ellos, de bronce, llevaba la doble corona del Bajo y Alto
Egipto. El otro, de bronce y oro, sostenía la cobra sagrada entre sus pies. No
lejos de él, yacía una estatuilla que representaba a una diosa sentada con ojos
de plata y esmalte, impartiendo la bendición con su mano extendida, a la
manera de los dioses sirios. El principal objeto del grupo es la estatuilla (25
cm. de altura) del dios sirio Reshef (algunas veces identificado con Baal). Es

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de bronce plateado y la cabeza y el peinado alto están terminados con una
hoja de oro. El dios está representado de pie. Antiguamente blandía un rayo o
hacha de guerra en su mano derecha, mientras que en la izquierda sostenía el
cetro o lanza, como aparece en otras representaciones de Ras Shamra.

La decoración de la copa de oro de Ras Shamra-Ugarit

No lejos del majestuoso Reshef yacía su compañera, la diosa Astarté con


el peinado de Hathor, sosteniendo la flor de loto en sus manos. Su hermosa y
suave figura está artísticamente trabajada en oro. Un collar de cuentas de
cuarzo y cornerina completan el tesoro.
Debemos imaginar que este tesoro y los que se encontraron junto a él
habían sido enterrados en honor de personas de alto rango, probablemente los
reyes de la ciudad antigua de Ras Shamra enterrados en las cámaras
contiguas.
La primera cámara funeraria, que tenía las losas que la cubrían casi al
mismo nivel de la superficie, había sido saqueada por los nativos. De sus

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escombros se recuperó cerámica chipriota y micénica del siglo XIII, una
espátula grabada y un brazalete de bronce.
La cúpula núm. 2 había servido como cantera desde los tiempos antiguos.
Las dos primeras hileras de losas de la bóveda, que estaba reforzada por
bellos pilares, y las de la escalera habían sido arrancados. La propia bóveda,
los nichos votivos de los muros y los pequeños salientes que circundaban el
recinto, fueron también saqueados en su totalidad. Las puntas de flechas, las
espátulas de bronce y algunos restos de cerámica encontrados en el suelo de la
tumba muestran que, como el resto, pertenecen al último período micénico,
pudiéndose fijar en el siglo XIII antes de Cristo.
La tercera cámara, que se halla casi intacta, fue también visitada por los
ladrones en tiempos pasados. Penetraron por un agujero abierto en el techo, se
llevaron todos los objetos valiosos de metal que pudieron encontrar en la
tumba y cerraron nuevamente el agujero después de abandonarla.
Afortunadamente, su visita fue clandestina y a pesar del desorden que dejaron
detrás de sí, gran parte de los objetos grabados, de gran suntuosidad, quedaron
intactos y ni siquiera consiguieron entrar en el pasadizo. Fue por aquí, por la
entrada de las tumbas, por donde penetramos, recogiendo las ofrendas de
cerámica colocadas en los rincones de cada escalón, dejando libre el centro de
la escalera. Consistían en lámparas canaanitas de terracota, pequeños vasos
cónicos, una hermosa copa micénica cubierta de ornamentos y un magnífico
vaso egipcio de alabastro, con dos asas, completamente intacto. En el quicio
de la bella puerta de la cámara, hallamos un cráneo humano bien conservado.
Resulta difícil decir si perteneció a un ayudante que fue sacrificado y
enterrado a la entrada de la tumba de su señor o si fue arrojado allí por los
ladrones al entrar en el recinto funerario.
Los esqueletos (en número de cuatro, por lo menos) habían sido
destrozados por los ladrones. Los huesos estaban dispersos y los cráneos
partidos. Pero en su ofuscación, los ladrones no buscaron en los rincones de la
cámara, donde estaban los anillos y las cuentas de oro, plata y hierro
(considerado entonces como un metal precioso), los sellos cilíndricos de
hematita, los vasos de loza y alabastro y sobre todo las cajas ovaladas de
marfil, una de las cuales tiene una tapa espléndidamente tallada. Representa a
la diosa de la Fertilidad (la «potnia theron») sentada en un trono flanqueado
por dos machos cabríos, y es indiscutiblemente la pieza micénica de marfil
más bella que se conoce en la actualidad. La cerámica sitúa también esta
cúpula en el último período micénico (siglo XIII antes de Cristo).

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Nuestra excavación en el sector norte del montículo de Ras Shamra trajo a
la luz un templo grande con dos atrios rectangulares unidos y rodeados por
gruesos muros. Encontramos fragmentos de estatuas de granito de tamaño
natural que representaban dioses y que en otro tiempo descansaron en el patio
sobre elevados pedestales de piedra. Su estilo corresponde al final de la
dinastía XVIII (1580-1350). De una estela dedicada por Mami, funcionario
real del Tesoro, a Baal de Sapouna, sacamos el nombre antiguo de la ciudad.
Este gran templo de carácter egipcio revela la fuerte influencia ejercida por
los faraones y también su control político del país de Sapouna en los siglos
XIV y XIII antes de Cristo. Junto a él, encontramos varias urnas de menor
importancia que parecen haber estado dedicadas al culto de las divinidades
locales, dos de cuyas imágenes encontramos. Una, de mujer, mutilada. La
otra, de hombre, afortunadamente intacta. Representa a un dios en posición
erguida con un tocado egipcio de plumas de avestruz. De la frente surge un
cuerno en espiral. En la mano izquierda lleva una lanza y en la derecha el
«hiq», una especie de cetro que presentaban los egipcios a los gobernantes
extranjeros. El dios viste con sencillez llevando un pequeño calzón sujeto por
un cinturón del que cuelga un puñal de grueso mango. Calza unas sandalias
de tiras de piel y las uñas de sus pies están afiladas según las costumbres
hititas.
Al lado del templo, como en Nippur, se levantaba una escuela o seminario
donde los jóvenes sacerdotes debieron aprender sumerio (el latín de aquellos
tiempos) y las otras lenguas usadas en Sapuna. Allí aprendieron también la
difícil profesión de escriba. Encontramos sus ejercicios en escritura
cuneiforme, sus listas de palabras sumerias y babilónicas (acadias), así como
diccionarios regulares bilingües destinados a ayudarles en la lectura y en la
composición de documentos religiosos y diplomáticos. Una carta que
responde completamente al estilo bien conocido de correspondencia de
Amarna hace referencia a las alteraciones de la frontera entre tres ciudades
sirias hasta entonces desconocidas, Halbini, Hazilu y Panashtai.
Pero lo que concede excepcional importancia a las tablas encontradas en
Ras Shamra es el hecho de que la mayoría de ellas contienen una escritura
completamente desconocida que había llegado a ser ya alfabética. El profesor
Bauer de Halle y el Padre Dhorme, de la «École Biblique» de Jerusalén,
reconocieron una lengua semita en estos documentos y dieron una explicación
preliminar de la misma. El descifrado completo y la primera traducción de la
nueva escritura son obra de M. Charles Virolleaud, el erudito asiriólogo a
quien confié la publicación de los documentos de Ras Shamra. Este acaba de

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enviar una comunicación a la Académie des Inscriptions et Belle-Lettres
referente a estos textos, parte de los cuales está compuesto en un fenicio casi
puro y cuyo contenido es de capital importancia para la historia religiosa de
Oriente.
El documento principal es un poema épico, cuyo carácter fundamental se
llama «Taphon» y que consta, en su estado actual, de casi 800 líneas. Las
primeras divinidades son la diosa Anat y el dios Alein, hijo de Baal. Pero hay
más de veinte, entre los que se encuentran Asharat, Astarté, Dagon, El-
Hokmot, dios de la sabiduría y Din-el, la Justicia de Dios. El glosario bilingüe
contiene una lista muy completa de palabras y algunas frases sumerias pero
en lugar del babilónico, que se emplea generalmente en estos glosarios para
traducir sumerio, el glosario de Ras Shamra contiene una lengua totalmente
desconocida hasta el presente. M. Thureau Dangin, el distinguido asiriólogo,
dará pronto a conocer su significado. El número de documentos que hemos
encontrado este año da motivos para suponer que la escuela de los escribas
poseía una importante biblioteca que contenía, entre otras cosas, grandes
tablas de tres y cuatro columnas cada una, lo cual aumentó nuestra confianza
en poder conseguir gran número de nuevos conocimientos históricos.
Debajo del suelo de la biblioteca y en todo su contorno, hicimos
numerosos descubrimientos: copas de plata y cobre, barras de cobre, un vaso
lleno de objetos de plata y, sobre todo, una espléndida colección de 74
utensilios y armas de bronce en un magnífico estado de conservación. Esta
última consta de 4 espadas, 2 puñales, 25 hachas planas, 11 puntas de lanza, 3
cabezas de flecha, 6 cinceles, 4 hoces y un hermoso trípode ornamentado con
flores de granado. Los objetos más valiosos son 5 utensilios grandes de uso
desconocido y 9 azuelas, cinco de las cuales llevan inscripciones cuneiformes
hechas con punzón, probablemente dedicatorias. La presencia de dos barras
de metal y el hecho de que varias de las armas estaban sin terminar
demuestran que el taller donde fueron hechas no podía haber estado muy lejos
de allí.
A un nivel más bajo, claramente separado del que quedaba encima, que
pertenece a los siglos XIV y XIII, sacamos a la luz un cementerio de los siglos
XVII y XVI completamente libres de la influencia micénica. La cerámica
pertenece al tipo indígena canaanita, con franjas negruzcas y rojizas, sin
pintar.
Profundizando todavía más, a siete metros, encontramos paredes de
ladrillo sin cocer que pertenecían a edificios que se levantaban aquí antes de
la existencia del cementerio de las capas superiores. Deben corresponder a

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principios del segundo o incluso del tercer milenio. Debe aplazarse su examen
necesariamente hasta que se hayan excavado las dos capas superiores.

The French Excavations in Syria, Antiquity, vol. IV, n.º 16,


1930

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Las fundiciones de Salomón

NELSON GLUECK

NELSON GLUECK (1900-1971) es un hombre cuya vida ha estado orientada


siempre por su inequívoca devoción al estudio. Se graduó en arqueología, en
disciplinas orientales y en hebreo en las universidades de Cincinnati, Berlín,
Heidelberg, Jena y en el Hebrew Union College. Muchas otras instituciones
le han concedido sus más altos honores académicos. Primeramente fue a
Jerusalén en 1928 como miembro de la Escuela Americana de
Investigaciones Orientales y, a partir de 1932, prosiguió sus exploraciones de
Palestina con un entusiasmo que no decreció ante las duras condiciones de la
arqueología en el desierto. Durante mucho tiempo, ignoró las peligrosas
hostilidades políticas latentes en la zona pero, hacia 1952, se hizo imposible
para un destacado científico judío vivir y trabajar en los estados árabes y, en
consecuencia, desvió su atención hacia la región aparentemente desierta y
estéril del Negev, donde sus exploraciones han aportado una considerable
ayuda a los estudios bíblicos y orientales.

Se ha hablado mucho, naturalmente, de la producción de cobre de Arabah


y Ezion-geber. Con enorme sorpresa nuestra, las excavaciones demostraron
que aunque Ezion-geber era sin duda alguna un puerto de mar, no fue menos
importante como centro industrial. Producía clavos, madera, resina y cuerda,
materiales que fueron utilizados sin duda para la construcción y reparación de
barcos. Había anzuelos y pesas, montones de conchas marinas que ponen de
relieve la importancia de la pesca que se practicaba evidentemente en las ricas
aguas del brazo oriental del Mar Rojo, que aún hoy es un paraíso para los
pescadores. No había, ciertamente, ningún vestigio de muelles pero quizá no
debíamos haber esperado encontrarlos. Es muy posible que los barcos de
Tarsis fueran algo más grandes que los pequeños «dhows» que anclaban cerca
de la playa. Y cuando, en ocasiones, se levantaba de pronto una tormenta y
sus amarras no resistían, podían ser arrastradas a la costa y quedar destrozadas

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al chocar contra las rocas. Esto es justamente lo que le sucedió, según hemos
visto, a la flota de Josafat hacia mediados del siglo noveno antes de Cristo.
Lo que nos confundió realmente al iniciar nuestras operaciones en Tell el-
Kheleifeh fue la situación del yacimiento, que nos parecía particularmente
desacertada. Situado en el centro de la depresión de Arabah, que está
flanqueada a ambos lados por las altas colinas que conducen,
respectivamente, a Arabia y a Sinaí, se halla expuesto a la furia de los vientos
casi constantes que soplan implacables sobre Wadi Arabah, como si fueran
impulsados por un cañón de rocas. El resultado es una interminable sucesión
de tormentas de arena, con frecuencia tan fuertes que impiden la visión. Los
arquitectos de Ezion-geber no pudieron haber elegido un sitio más borrascoso
en toda la costa. Era comprensible que no lo hubieran construido más al oeste,
donde el suelo es pobre y el agua aún peor por carecer de potabilidad tanto
para el hombre como para los animales. Pero ¿por qué razón —nos
preguntábamos nosotros, realmente indignados al tener que trabajar, comer y
dormir bajo frecuentes tormentas de arena— no habían escogido un
emplazamiento más al este en Nabataean Aila o en Aqabah, donde el agua es
excelente, el suelo fértil y los vientos están suavizados por las montañas?
Empezamos nuestra excavación en el extremo noroccidental del Tell-el-
Kheleifeh, con objeto de quedar de espaldas y no de frente a los mordientes
vientos y a las cegadoras tormentas de arena. Mientras tanto, lanzamos
maldiciones contra lo que parecía un absurdo de los planificadores de la
ciudad de Salomón. Su aparente insensatez, sin embargo, quedó pronto
explicada.
Precisamente el primer edificio que se descubrió en el ángulo
noroccidental del montículo resultó ser el más grande y más acabado horno de
fundición de la antigüedad de que tenemos noticia. Todas las paredes de sus
compartimentos estaban perforadas por dos filas de aberturas cuidadosamente
construidas que no podían ser otra cosa que chimeneas. Las filas superiores
estaban destinadas a que los gases formados en una cámara pudieran penetrar
en la segunda, esta a su vez en la tercera y así sucesivamente, con el fin de
elevar la temperatura. Fue fácil reconstruir el proceso de fundición. El mineral
se sometía a un «tostado» previo en los distintos yacimientos de las minas de
Wadi Arabah y luego se transportaba para su posterior fundición y refinado a
Ezion-geber. Las capas de mineral se colocaban entre capas de cal, en grandes
crisoles de cerámica de gruesas paredes. Las pilas de carbón vegetal
procedentes de los bosques de las montañas de Edom se colocaban alrededor
de los mismos, en los compartimentos abiertos del horno, encendiéndose los

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fuegos sucesivamente y en los intervalos adecuados. No era necesario un
sistema de fuelle manual porque con su brillante forma de calcular, el
ingeniero de Salomón se sirvió de los vientos para procurarse una corriente
natural. El principio de Bessemer de la corriente de aire circulante,
descubierto hace menos de un siglo, era ya familiar hace tres milenios. El
horno fundidor estaba tan bien construido que cuando quedó completamente
al descubierto, colocamos las manos en los orificios de los cañones de la
pared del extremo sur de la estructura y pudimos sentir cómo llegaba el aire
que había entrado por los orificios de los cañones del lado norte, situados a
varios compartimentos de distancia.
Como resultado de las excavaciones, quedaba más claro que nunca por
qué Edom y Judá habían luchado tanto tiempo y tan encarnizadamente entre
sí por Arabah y Ezion-geber aunque la Biblia, como ya hemos señalado,
guarda el más completo silencio sobre las principales razones por las que se
prolongó el estado de guerra entre ellos. Las minas de cobre y de hierro de
Arabah y el control de la salida al Mar Rojo fue una causa de constante
rivalidad entre ambos, de la misma manera que el petróleo de Arabia y del
Golfo Pérsico es una fuente de competencia y conflicto entre muchas
naciones de hoy. Tanto para Edom como para Judá, la posesión de los
recursos de Arabah y de la carretera que pasaba por ella y el control de Ezion-
geber o Elath, con sus industrias y accesos al Mar Rojo, eran indispensables
para su seguridad, bienestar económico y posibilidades de crecimiento.
El hecho de que Ezion-geber o Elath estuvo sometida a una doble
influencia queda ilustrado por sus dos nombres, uno edomita y el otro hebreo,
que encontramos en el curso de las excavaciones de la ciudad de Elath.
Construida por los judeos sobre las ruinas de Ezion-geber, fue dominada por
los edomitas (II Reyes 16:6) con los que sale de la historia. El nombre
edomita se presenta en las impresiones selladas sobre las asas de jarras de fina
porcelana que se encontraron en un almacén en grandes cantidades. En las
asas de cada una de ellas se veía la siguiente inscripción: «Perteneciente a
Qausanal, servidor del Rey». Sabemos que Qausanal es un nombre típico
edomita, cuya primera parte, Qaus, es la designación de una deidad edomita,
nabateana y árabe. Parece ser que este Qausanal, que era indudablemente
edomita, fue gobernador del distrito de Elath cuando la ciudad estuvo bajo la
dominación edomita. Actuó como representante, es decir «servidor» del rey
edomita.
La otra inscripción se encontró en una capa más antigua de Elath, cuando
la ciudad se hallaba en manos judeas. Formaba parte del sello-anillo real de

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un monarca judío, el único sello de este tipo descubierto hasta entonces. Esto
tiene su historia. Unos momentos antes de que finalizaran nuestras
excavaciones decidí hacer un recorrido final de despedida por el yacimiento.
Nuestro capataz árabe, Abbas, hizo la ronda conmigo. Cediendo a un impulso
repentino, le pedí que derribase con su pico el trozo de un muro de ladrillo de
barro que habíamos dejado en pie hasta que fue medido y fotografiado. Al
derrumbarlo vio un diminuto objeto que yacía debajo y lo cogió rápidamente.
«¿Qué tienes ahí, Abbas?», pregunté. En lugar de contestarme me preguntó si
el sistema de pagar el «baksheesh» por cada objeto encontrado seguía en
vigor a pesar de que la expedición había concluido formalmente.
Debo explicar aquí que por cada objeto hallado pagábamos a nuestros
hombres una recompensa, proporcional a su valor en el mercado, ya fuese una
cuenta rota, un fragmento de marfil o una pieza de oro. Esto era necesario
para asegurarnos de que todos los objetos irían a parar a nuestras manos y no
a las de los tratantes, cuyos precios, dicho sea de paso, estábamos siempre
dispuestos a mejorar. En vez de llevar una contabilidad pagábamos
inmediatamente a cada trabajador por las cosas que encontraba y entregaba al
que supervisaba la sección de los zapadores, paleros o cargadores. Los
interesados examinaban detenidamente la tierra excavada y retirada y pocas
cosas de valor escapaban a su atención ya que en ocasiones incluso hacíamos
pasar por tamices los escombros de nuestras zanjas para estar doblemente
seguros.
Le dije a Abbas que estaría encantado de pagarle el «baksheesh», incluso
en aquella fase de trabajo. Insistió y me preguntó si estaba dispuesto a pagar
un chelín o dos por lo que tenía en la mano. «Enséñamelo, Abbas», le dije.
Me lo dio, le di una rápida ojeada, lo metí en un bolsillo interior y le dije que
juntase las manos. Vacié en ellas toda la plata y billetes que llevaba en mis
bolsillos. Posiblemente habría el equivalente de cincuenta dólares. Era mucho
dinero en aquel país. Con él podría haber puesto en marcha una pequeña
revolución. Él se quedó mirando el montón de chelines y libras, que suponían
una verdadera fortuna para él, y al instante, me dijo: «Ya Mudir (Oh maestro),
yo no puedo tomar de usted todo ese dinero». Le aseguré que lo que había
encontrado merecía una buena recompensa y que de todos modos deseaba
ofrecerle un presente de despedida. Había sido muy leal y servicial durante
los años que habíamos trabajado juntos y nos habíamos convertido en buenos
amigos. Nos dimos un abrazo y nos despedimos, regresando él a Aqabah y
nosotros a nuestros automóviles que nos conducirían a Amman y Jerusalén.

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Tan pronto como pude, examiné el hallazgo. Desde el primer momento
me había parecido que se trataba de un anillo-sello con una guarnición de
cobre en torno a una sucia piedra incrustada. Era del tipo de las que, sujetas
por un cordón, pendían del cinturón de las personas prominentes y que servía
en realidad como distintivo de autoridad (I Reyes 21:8; Haggai 2-23).
Después de limpiarlo un poco, pude descubrir lo que había grabado en el sello
de piedra, manchado de verde a consecuencia de la banda de cobre que la
rodeaba. Se trataba de un camero con cuernos y un hombrecillo de pie frente a
él. Las incisiones de los caracteres bien visibles del hebreo antiguo
correspondientes a la inscripción LYTM se apreciaban claramente en el
negativo del sello. La letra «L» significa «a» o «perteneciente a». Y teniendo
en cuenta la omisión de las vocales, característica de la antigua escritura
canaanita, las tres restantes consonantes «Y T M» no podían significar otra
cosa que «YOTAM», o sea el nombre propio de «Jotham». La traducción de
toda la inscripción es por tanto «Perteneciente a Jotham». ¡En consecuencia,
tenía que ser el anillo-sello de Jotham, rey de Judá!
Sabemos que Jotham gobernó Judá como regente durante los últimos años
del reinado de su padre, Uzziah, que había padecido lepra, sucediéndole como
rey después de su muerte. Fue Uzziah quien había construido la nueva ciudad
de Elath sobre el montículo, cubierto de arena, de la anteriormente destruida y
abandonada Ezion-geber. Y fue durante el reinado de su nieto, Ahaz, hijo de
Jotham, cuando los edomitas expulsaron a los judíos y se establecieron
definitivamente en Elath. Era bastante lógico, por tanto, que la impresión de
Qausanal hubiera sido encontrada en el estrato edomita de Elath y el anillo de
Jotham en el estrato judío, más antiguo que el anterior. Es casi seguro que
este anillo-sello confería autoridad real al gobernador de la ciudad más
meridional del reino de Judá, que gobernaba en nombre de su rey, Jotham.

Rivers in the Desert, 1959

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Los manuscritos del Mar Muerto

JOHN MARCO ALLEGRO

JOHN MARCO ALLEGRO (1923-1988) se educó en la Universidad de


Manchester y después de recibir una beca para investigación oriental,
ingresó en el Magdalene College para estudiar dialectos hebreos. Ha
dirigido expediciones arqueológicas a Asia Menor y ha dado a conocer sus
resultados en conferencias, emisiones y películas de televisión así como en
diversas publicaciones. En 1953 fue nombrado representante británico del
equipo internacional encargado de la edición de los manuscritos del Mar
Muerto, una tarea que exigía la mayor pericia y destreza teniendo en cuenta
el estado fragmentario en que se encontraba el material.

La Biblia. Una parte de los rollos del Mar Muerto.

La edición y publicación de un pergamino completo es una tarea


relativamente sencilla. En algunas partes, la lectura puede resultar difícil pero,
al menos, donde el pergamino se halla intacto la posición de las palabras y de
las frases no ofrece dudas. Muy diferente es la preparación de centenares de
diminutos fragmentos, algunos no mayores que una uña. Todos estos deben
ser ordenados y examinados minuciosamente con la esperanza de que guarden

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relación con documentos precedentes y sean de alguna utilidad para la
reconstrucción de los pasajes incompletos o fragmentarios. El trabajo de
editar los fragmentos descubiertos en la Primera Cueva fue confiada a los
padres J. T. Milik y D. Barthélemy, ambos agregados a la Escuela Francesa
de Jerusalén. Iniciado el trabajo en 1952, los resultados del mismo
aparecieron después. No es sorprendente, pues, que el segundo de los
colaboradores mencionados tuviera que regresar poco después por vía aérea a
su país para ser sometido a un intenso tratamiento médico, si bien Milik ha
podido continuar su labor de preparación de textos semitas de Murabba’at y
de los fragmentos de la Cuarta Cueva. Es justo que el mundo conozca el
precio que en fatiga visual y mental tienen que pagar este tipo de científicos a
cambio de la reconstrucción de estos inestimables fragmentos de pergamino
en el menor tiempo posible.
A medida que fue apareciendo el material de la Cuarta Cueva se hizo más
evidente que su volumen rebasaba considerablemente lo encontrado en la
Primera Cueva y que excedía a la capacidad de uno o dos investigadores para
editarlo en un tiempo razonable. Por ello, De Vaux y Harding, decidieron que
el trabajo fuera compartido por un equipo de científicos que habían sido
enviados a Jerusalén y que residían en esta ciudad con este propósito desde
hacía varios años, o por lo menos desde hacía un año, con visitas periódicas
de varios meses de duración. Puesto que las excavaciones habían sido
realizadas siempre por equipos conjuntos de las Escuelas Francesa y
Americana, bajo la dirección del inglés Lankester Harding, se decidió además
que el equipo debería tener un carácter internacional. Para realizar este
sugestivo trabajo llegaron a Jerusalén científicos de América, Gran Bretaña,
Francia, Alemania y Polonia, que se sumaron a los ocho que componían
nuestro grupo. Todo el proyecto ha sido un ejemplo de auténtica colaboración
internacional y una maravillosa experiencia para todos nosotros. La división
del trabajo ha sido en líneas generales, la siguiente: Los dos científicos
americanos, el Dr. Frank Cross y el Padre Patrick Skehan, se han hecho cargo
de la sección bíblica con los restos de un centenar de diferentes manuscritos.
El Padre Jean Starcky de la parte del arameo. El Dr. Claus Hunzinger de las
copias del manuscrito de la Guerra y de otros papiros manuscritos. El Padre
Milik de la sección apócrifa y pseudoepigráfica, del Manual de los
Manuscritos de los Documentos de Damasco y otros trabajos de
interpretación religiosa. Mr. John Strugnell de los pergaminos de los himnos y
otras obras no bíblicas. Y yo de los comentarios de la Biblia y de algunos
textos de filosofía. El material de las otras cuevas se puso bajo el cuidado del

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Padre Maurice Baillet, francés. Cuando no podemos permanecer en Jerusalén,
las fotografías que nos llevamos a nuestros respectivos países nos son de gran
utilidad, pero las piezas originales son absolutamente esenciales para realizar
nuestro trabajo y el examen de los fragmentos no identificados es constante,
seleccionándose el nuevo material para que los miembros ausentes del equipo
puedan estudiarlo en el curso de sus visitas periódicas a nuestro investigador
en Palestina.
Naturalmente, reclutar y mantener un equipo de científicos de partes tan
distantes del globo para un trabajo semejante es un procedimiento caro.
Algunas de las instituciones a las que pertenecen los miembros han financiado
su viaje y residencia mientras que otros han recibido una generosa beca de
Mr. John Rockefeller, bajo cuyo patrocinio pudo construirse el Museo de
Jerusalén y continuar esta labor. Los resultados de nuestros trabajos serán
publicados en una serie de volúmenes, el primero de los cuales ha sido el de
Barthélemy y Milik, que trata de los fragmentos descubiertos en la Primera
Cueva.
El siguiente será probablemente el volumen de las cuevas de Murabba’at
y luego el de los fragmentos de las cuevas menores, a los que seguirán el
volumen bíblico de la Cuarta Cueva y los volúmenes no bíblicos. También
aquí el coste de la publicación ha sido cubierto en gran parte por la
subvención de Mr. Rockefeller.
Los fragmentos llegan al Museo desde Kando en cartones de cigarrillos y
envases similares y se sellan inmediatamente en el reverso con las letras en
clave asignadas a los distintos donantes que han facilitado el dinero para
realizar las investigaciones. No es preciso aclarar que esto no significa que los
fragmentos correspondan siempre a los mismos manuscritos ya que en
muchas ocasiones pueden estar mezclados documentos distintos, o
fragmentos correspondientes a un mismo manuscrito pueden ir separados en
distintos envíos. En estos casos, se combinan provisionalmente los
fragmentos que sean de más fácil acoplamiento hasta que, en un reajuste
posterior, se consiga la reconstrucción adecuada. Después hay que limpiar la
mayoría de los fragmentos del polvo blanco que los recubre. Algunas veces
este se halla tan firmemente adherido que por mucho que se cepille no llega a
desprenderse. Descubrimos, sin embargo, que una ligera frotación con un
cepillo de pelo de camello untado con un aceite no ácido (aceite de castor, por
ejemplo) daba transparencia al pergamino facilitando mucho la visión de la
escritura. Muchas veces, más que el polvo lo que borra la escritura es el
propio color del pergamino, ennegrecido completamente como consecuencia

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de la exposición a la humedad y que impide distinguir la escritura. En estos
casos el procedimiento fotográfico por rayos infrarrojos ha sido especialmente
valioso en nuestro trabajo. Afortunadamente en el museo disponemos de un
laboratorio fotográfico magníficamente equipado bajo la inteligente dirección
de Mr. Nejid Antón Albina, que actualmente debe ser uno de los expertos más
notables del mundo en este tipo de trabajo. Utilizó placas y películas de rayos
infrarrojos Kodak, fabricados especialmente en Estados Unidos, y un filtro
rojo-violeta o Rojo 3, acoplándolos a una cámara Linhoff. La exposición en f.
11 varía, por supuesto, con la oscuridad del objeto y la distancia de la lente
pero para fotografiar en una placa de cristal de tamaño ordinario (12 por 9 ½
pulgadas) los fragmentos normalmente ennegrecidos, la cámara se sitúa a
unas 32 pulgadas del objeto y se realizan exposiciones de seis minutos entre
las 8 y las 10 de la mañana y de cuatro minutos entre las 10 y las 2 de la tarde.
Los fragmentos más oscuros pueden necesitar ocho minutos y no son raras las
exposiciones de más de una hora para piezas particularmente difíciles. La luz
es tan constante en Jerusalén que se considera innecesario el uso del
fotómetro. El revelado se efectúa en ID 2 en un tiempo de cinco minutos y
sobre un papel de bromuro de concentración leve. Los resultados son
sencillamente sorprendentes y este milagro nos ha evitado un gran esfuerzo
visual, pues el ojo humano no puede captar de ningún modo los trazos de los
caracteres escritos en estos fragmentos.
Muchas veces la piel del fragmento está seca y quebradiza y algunas
veces muy arrugada debiendo ser sometida entonces a un proceso de
hidratación antes de poder desarrollarlo sin peligro de que se rompa. Las
piezas que han de tratarse se introducen en un vaso de cristal que contiene
agua en el fondo, sobre cuya superficie hay una lámina perforada de cinc y
una tapa sellada. Después de someterlo diez o quince minutos a una
temperatura elevada el fragmento adquiere la flexibilidad suficiente para
permitir una fácil manipulación aunque algunas veces, con ciertas piezas
particularmente difíciles, es necesario un tratamiento de varias horas. Si la
pieza se expone demasiado tiempo a la acción del deshidratante este puede
estropear un fragmento que podría ser interesantísimo para la ciencia. En cada
placa de cristal, pueden colocarse varias decenas de fragmentos ya limpios y
dispuestos para su manejo ulterior.
Para el técnico que entra en la «sala de pergaminos» por primera vez el
efecto es bastante sombrío. Se encuentra rodeado por unas quinientas placas
de cristal cubiertas con fragmentos de diversos tamaños. De ellas tendrá que
ocuparse uno o dos años seleccionando piezas pertenecientes a sus

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documentos o intentando identificar los nuevos fragmentos. Si su
incorporación al equipo es reciente quizá los resultados ya obtenidos le
estimulen un poco. En diversos sectores de la nave están coleccionadas las
secciones de los demás miembros del equipo y al recorrerla podrá ver cómo
los fragmentos que originalmente tenían un tamaño no superior a la palma de
la mano han crecido hasta convertirse en volúmenes completos de textos
cuyos secretos le serán mostrados con orgullo por el colaborador responsable.
Podrá contemplar con admiración un texto bíblico capaz de revolucionar las
concepciones actuales sobre la transmisión de los libros sagrados o un
comentario que arroje nueva luz sobre las esperanzas mesiánicas de la época.
Puede sorprenderse asimismo contemplando el texto arameo de un trabajo
pseudoepigráfico único en su lengua original y encontrarse rodeado por todas
partes de textos bíblicos miles de años más antiguos que los manuscritos
hebreos de la Biblia conocidos hasta ahora. Habrá penetrado en un mundo
nuevo y sugestivo, pero la forma de arrancar esos tesoros es difícil y antes de
que pueda sentarse a leer las columnas de texto y preparar las transcripciones
y las traducciones para su publicación, tiene muchos meses de trabajo de
ensayo por delante. Partiendo de uno de los fragmentos más grandes, irá
buscando lentamente, entre aquellas cantidades de placas no identificadas, las
piezas perdidas que le faltan para completar cada texto. A medida que
adquiere mayor conocimiento de su labor, podrá reconocer un elemento
valioso para su colección en una carta e incluso en una parte de la misma.
Uno de los factores que ha ahorrado más tiempo a los investigadores ha sido
el hecho de que entre los cuatrocientos manuscritos son muy pocos los que
han sido escritos por el mismo escriba. Por ello, reconociendo las
características propias de cada escriba se puede trabajar con una razonable
seguridad de hallar los fragmentos correspondientes al texto buscado.
Evidentemente, no siempre ocurre esto y con frecuencia puede suceder que,
tras varios meses de paciente selección, tenemos sobre la placa distintos
trabajos que proceden de la mano del mismo escriba. Sin embargo, junto a la
escritura, existe el criterio de identificación basado en el tipo del pergamino
utilizado, aunque este sistema no es muy seguro. Si la clase del pergamino se
mantiene uniforme en todos los fragmentos puede ser un medio utilísimo para
identificar rápidamente las partes de un mismo texto. Pero, por desgracia, se
producen con frecuencia variaciones en el color y en el material incluso
después de haber reunido varios fragmentos. Por otra parte, la desintegración
del pergamino como consecuencia de su antigüedad hizo que sobre los
fragmentos actuasen diversos agentes y puede suceder que una piel esté

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limpia y flexible mientras que la de al lado está oscurecida por la humedad y
deformada por completo. El mayor problema que presentan los pergaminos
reside en sus arrugas ya que ello no solamente dificulta considerablemente la
unión de los fragmentos, aun cuando estos sean conocidos por el texto, sino
que desfigura las letras de la escritura, de modo que si solo hay una o dos
letras en el fragmento y el color de la piel ha cambiado con respecto al
documento matriz, puede transcurrir mucho tiempo antes de que pueda
determinarse el pergamino a que realmente pertenece.
Otra dificultad puede estar determinada por el hecho de que los gusanos y
la humedad hayan atacado los bordes de los fragmentos impidiendo con ello
la auténtica unión del «rompecabezas». Por otra parte, hay que tener en
cuenta que muchos pergaminos se desintegraron con el paso del tiempo pero
el hecho de haberse encontrado algunos manuscritos completamente
despedazados, hace suponer que en la Cuarta Cueva alguien entró hace
mucho tiempo dañando intencionadamente su contenido. Sea lo que fuere,
gran parte de la reconstrucción relativa de los fragmentos de un documento
debe hacerse por un cálculo aproximado en lugar de efectuar uniones
perfectas de borde a borde. Esto no resulta demasiado difícil en el caso de un
texto bíblico en el que se conoce el orden de las palabras, pero las variaciones
de los textos originan problemas que ya analizaremos en el capítulo siguiente.
Las cosas presentan mayor dificultad en el caso de textos no bíblicos que
anteriormente eran desconocidos o se conocían solo a través de traducciones a
otros idiomas antiguos.
Un problema sorprendente al que hemos tenido que enfrentamos ha sido
el descifrado de una serie de códigos secretos en que estaban escritos algunos
textos. Afortunadamente no son más complicados que los nuevos alfabetos
compuestos por ciertas sectas para impedir la divulgación de algunas obras,
recurriendo a veces a la escritura inversa aunque no en todas las palabras y
utilizando una mezcla de cuatro o cinco alfabetos, entre ellos uno o dos de su
propia invención. Podemos encontrar una palabra escrita mediante una
combinación de alfabetos que sean, por ejemplo, así:

. El lector puede ensayar con este ejemplo


imaginario teniendo presente que los alfabetos representados en él son el
latino, el griego, el fenicio y el arameo y que la utilización de letras antiguas
por sus equivalentes modernos es precisamente el sistema aplicado por el
autor del documento de Qumran. Después de haber descifrado una columna
que contenía una frase particularmente complicada, fue aleccionador
encontrar en el curso de una investigación ulterior, otro fragmento que

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contenía la misma frase escrita, con un evidente olvido del código secreto, en
claro «hebreo», lo cual sirvió para confirmar el descifrado.
Otro código utilizaba enteramente letras de su propia invención y
comenzaba en «claro» hebreo: «La sabiduría con que él habló a los hijos de la
Aurora» continuando con esta desconocida escritura que empieza con
«Escuchad vosotros». Un día, cuando los tres que constituíamos el equipo
estábamos cansados de limpiar los millares de fragmentos que teníamos en las
cajas, decidimos activar el trabajo estableciendo una competición para ver
quien podría abrir la primera brecha en el código. La principal dificultad
consistía en que, como consecuencia de su estado sumamente fragmentado,
había muy pocas palabras que estuvieran completadas, por lo cual determinar
la relativa frecuencia con que se repetían las letras (cosa que habría facilitado
la respuesta normalmente en un tiempo muy breve) no resultaba una tarea
fácil. Algunas de las letras parecían pertenecer a la escritura proto-hebraica,
una derivación de la antigua escritura fenicia, pero al aplicárseles estos
equivalentes, carecían de sentido. Mientras Cross y yo nos tirábamos de los
pelos comentando las dificultades con que teníamos que enfrentarnos, llegó
Milik y nos informó que él lo había conseguido o que, al menos, había
logrado que muchas de las letras pudieran facilitar finalmente un descifrado
completo. Había descubierto el significado de una de las pocas palabras
completas que presentaba la estructura ABCBAD. Puesto que el hebreo está
basado en el sistema radical de tres letras, no es posible efectuar una gran
combinación de palabras con aquella estructura. Un grupo común LHTHLK,
infinitivo o reflexivo del verbo HLK con el prefijo L, cuyo significado era
«recorrer», le proporcionó letras suficientes para formar otras palabras más
simples y, de este modo, analizar todo el fragmento hasta obtener el alfabeto o
la parte del mismo que pudo deducirse de aquellas conclusiones previas. Hay,
sin embargo, otras escrituras secretas que no han podido ser descifradas hasta
el momento por falta de material suficiente.
He dicho anteriormente que un factor que origina serios problemas es el
cambio que experimentan los pergaminos. Lo mismo que en momentos como
este se desea fervientemente que hubieran existido animales con la piel
suficientemente grande para confeccionar un pergamino completo, deseamos
también con frecuencia que la pluma estilográfica hubiera estado ya inventada
en el siglo primero antes de Cristo. Algunos de nuestros escribas parecen
haber tenido «dificultades con el cañón de la pluma» como consecuencia de
su desgaste por el uso, dando a la escritura un aspecto totalmente distinto del
que ofrecía cuando el escriba acababa de afilar la pluma. Tengo un

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manuscrito en mi sección, un comentario sobre Isaías, cuya escritura cambia
sorprendentemente en las primeras dos columnas, y los fragmentos que
proceden de fragmentos posteriores tienen un aspecto también distinto. Por
supuesto, un detenido examen revela la existencia de las mismas
características pero cuando uno busca entre fragmentos varias piezas que
puedan unirse, estas variaciones pueden originar muchos problemas. Sabemos
también, que el Scriptorium de Qumran juega una treta muy funesta a la «casa
de los pergaminos» de Jerusalén haciendo que un mismo manuscrito fuera
preparado por varios escribas distintos. Esto es imperdonable y ha causado
grandes trastornos.

The Dead Sea Scrolls, 1956

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SEXTA PARTE

El libro de las estepas

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La pirámide de Cholula

ALEXANDER VON HUMBOLDT

ALEXANDER FRIEDRICH HEINRICH VON HUMBOLDT (1769-1859) fue un gran


investigador, explorador y sabio. Nació en Berlín, y, después de estudiar
ampliamente diversos aspectos de las Ciencias Naturales, fue nombrado
asesor de Minas al servicio del Estado. Pronto escaló los más altos puestos,
pero, siendo su deseo disfrutar de libertad para viajar, dimitió de su cargo.
En los cinco años siguientes a su dimisión, exploró Centroamérica, donde
recogió tal cantidad de datos sobre geografía, antigüedades, meteorología y
botánica de aquella región que tardó veintiún años en prepararlos para la
publicación a su regreso a Europa.

La pequeña ciudad de Cholula, que Cortés, en sus Cartas a Carlos V,


compara con las más populosas ciudades de España, tiene actualmente apenas
16.000 habitantes. La pirámide se encuentra al este de la ciudad, en la
carretera de Cholula a Puebla. Está bien conservada en la parte oeste, que es
la representada en el grabado. La llanura de Cholula ofrece el aspecto de
aridez propio de planicies a 2.200 metros sobre el nivel del mar. Una pobre
vegetación de cardos y dragos es todo lo que se ve en primer plano, mientras
que en lontananza se divisa la cumbre nevada del volcán Orizaba. Es una
colosal montaña de 5.200 metros de altitud y de la que publiqué un esquema
en mi «Atlas de México», lámina 17.
El teocali de Cholula tiene cuatro plantas, todas de la misma altura. Parece
que fue construido exactamente en la dirección de los cuatro puntos
cardinales; pero, como las fronteras de la historia no están muy claras, resulta
por ello difícil poder precisar su dirección primitiva. Este monumento
piramidal tiene una base más amplia que la de cualquier otro monumento de
su especie del Viejo Continente. La medía con todo esmero, comprobando
que su altura perpendicular era tan solo de 50 metros, y que cada lado de la
base medía 439 metros de longitud. Torquemada había calculado su altura en
77 metros; Betancourt, en 65 metros; y Clavijero, en 61 metros. Bernal Díaz

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del Castillo, soldado raso del ejército de Cortés, se entretuvo en contar los
peldaños de las escaleras que conducían a las respectivas plataformas de los
teocalis; contó 114 en el gran templo de Tenochtitlan, 117 en el de Tezcuco y
120 en el de Cholula. La base de la pirámide de Cholula mide el doble de la
de Cheops; pero su altura es algo menor que la de la pirámide de Micerino. Al
comparar las dimensiones del Templo del Sol de Teotihuacán con las de la
pirámide de Cholula se ve que el pueblo que construyó estos notables
monumentos trataba de darles la misma altura, pero con bases cuya longitud
debía mantenerse en la proporción 1: 2. Hallamos también una considerable
diferencia entre las distintas relaciones base/altura de estos monumentos. En
las tres grandes pirámides de Ghezza, la relación base/altura es 1: 1,7 en la de
Papantla cubierta de jeroglíficos, 1: 1,4; en la gran pirámide de Teotihuacán,
1: 3,7, y en la de Cholula, 1: 7,8. Este último monumento está construido con
ladrillos sin cocer (xamillí), alternando con capas de arcilla. Algunos indios
de Cholula me aseguraron que el interior era hueco y que, durante la estancia
de Cortés en esta ciudad, sus antepasados habían ocultado, en el cuerpo de la
pirámide, un considerable número de guerreros, que habrían de caer
inesperadamente sobre los españoles. Pero los materiales de que está
construido el teocali y el silencio de los historiadores de aquellos tiempos,
conceden pocas posibilidades a este aserto.
Es cierto, sin embargo, que en el interior de esta pirámide, como en otros
teocalis, existen muchas cavidades que fueron utilizadas como tumbas por los
nativos. Hace siete u ocho años, la ruta de Puebla a Méjico, que antes pasaba
al norte de la pirámide, fue desviada. Al trazar la carretera, quedó cortada la
primera planta, de modo que una octava parte de la misma quedó aislada,
como un montón de ladrillos. A través de este corte se pudo observar la
existencia de una casa cuadrada en el interior de la pirámide, de piedra y
sostenida por vigas de madera de ciprés deciduo (cupressus disticha). En la
casa había dos esqueletos, ídolos de basalto y gran cantidad de vasos
curiosamente barnizados y pintados. No se molestaron mucho en preservar
estos vasos, pero se dice que se comprobó minuciosamente que esta casa, de
ladrillo y capas de arcilla, no tenía salida. Suponiendo que la pirámide
hubiese sido construida no por los toltecas, primeros habitantes de Cholula,
sino por prisioneros de naciones vecinas hechos por los cholulas, es posible
que se trate de los restos de infortunados esclavos que habían sido sepultados
vivos en el interior del teocali. Examinamos las ruinas de esta casa
subterránea y observamos una particular disposición de los ladrillos, como
tendiendo a disminuir la presión ejercida sobre el tejado. Como los nativos

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ignoraban la manera de construir arcos, colocaban horizontalmente ladrillos
muy grandes, de modo que el paso superior se desplazara del inferior. La
continuación de este tipo de escalonamiento hacía, en cierta medida, el oficio
de la bóveda gótica, y vestigios semejantes fueron hallados en varias
construcciones egipcias. Sería interesante construir una galería subterránea a
través del teocali de Cholula para examinar su estructura interna; y es raro que
el ansia por descubrir tesoros ocultos no haya estimulado esta clase de trabajo.
Durante mis viajes por Perú para visitar las extensas ruinas de la ciudad de
Chimu, cerca de Mansiche, me introduje en el famoso Huaca de Toledo, la
tumba de un príncipe peruano, donde García Gutiérrez de Toledo había
descubierto, al excavar una galería en 1576, oro por valor de más de cinco
millones de francos, como lo atestiguó el libro de cuentas que se conserva en
el ayuntamiento de Trujillo.

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Plano y elevación de la pirámide de Cholula, mostrando las superposiciones.

El gran teocali de Cholula, llamado también «Montaña de los ladrillos sin


cocer» (Tlalchiliualtepec), tenía un altar en su parte superior dedicado a
Quetzalcoatl, dios del viento. Este Quetzalcoatl, cuyo nombre significa
«serpiente cubierta con plumas verdes de quetzal», de coatl, serpiente, y
quetzalli, plumas verdes, es el ser más misterioso de toda la mitología
mejicana. Era un hombre blanco y con barba, como el Bochica de los
muiscas, del que hemos hablado al describir las cataratas de Tequendama. Era
el Sumo Sacerdote de Tula (Tollan), legislador, jefe de una secta religiosa,
que como los soniasis y budistas del Hindostán, se infligían las más crueles
flagelaciones.

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Introdujo la costumbre de agujerearse los labios y orejas y de lacerarse el
resto del cuerpo con las espinas de las hojas de los cardos y los cactos; y de
meter cánulas en las heridas para hacer ver que la sangre manaba más
abundantemente. En un grabado mejicano que hay en la Biblioteca del
Vaticano he visto una figura que representaba a un Quetzalcoatl tratando de
calmar con sus sufrimientos las iras de los dioses, cuando mil trescientos años
después de la creación del mundo (me atengo a la vaga cronología calculada
por Ríos) hubo una gran hambre en la provincia de Culán. El santón había
elegido su lugar de retiro cerca de Tlaxapuchicalco, en el volcán Catcitepetl
(Montaña Parlante), donde se paseó con los pies descalzos sobre hojas de
cardo llenas de espinas. Parece como si contempláramos una de esas «rishi» o
ermitas del Ganges, cuya piadosa austeridad es festejada en las Pouranas.
El reinado de Quetzalcoatl marca la edad de oro del pueblo de Anahuac.
En aquel tiempo, todos los animales, e incluso los hombres, vivían en paz; la
tierra producía frutos sin necesidad de cultivarla, dando las más ricas
cosechas; y el aire estaba lleno de una multitud de pájaros, que eran
admirados por sus cantos y la belleza de su plumaje. Pero este reinado, como
el de Saturno y la felicidad terrena, poco iba a durar; el gran espíritu
Tezcatlipoca, el Brahama de las naciones del Anahuac, le ofreció a
Quetzalcoatl un brevaje, que, al hacerlo inmortal, inspiraba en él un ansia
irresistible de viajar; y principalmente un irrefrenable deseo de visitar un país
lejano, llamado tradicionalmente Tlapallan. La semejanza entre este nombre y
el de Huehuetlapallan, el país de los toltecas, parece no ser puramente
accidental. Pero ¿cómo podemos pensar que este hombre blanco, sacerdote de
Tula, se haya encaminado, como enseguida comprobaremos, hacia el Sureste,
es decir en dirección a las llanuras de Cholula, para, desde allí, visitar este
país septentrional, de donde sus antepasados habían salido en el año 596 de
nuestra Era?

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Quetzalcóatl como dios del viento (Códice Magliabecchi). El picudo sombrero del
dios está atravesado por un puñal de hueso como símbolo de la penitencia sacerdotal.
La cadena de flores chupadas por un colibrí señala la sangre.

Quetzalcóatl, cuando atravesaba el territorio de Cholula, cedió a las


invitaciones de sus habitantes, que le ofrecieron las riendas del poder.
Permaneció dos años entre ellos, les enseñó a fundir metales, dispuso ayunos
de ocho días y reglamentó el Año Tolteca. Predicó la paz entre los hombres y
no permitió ninguna otra ofrenda a la Divinidad que no fuesen los primeros
frutos de las cosechas. Desde Cholula, Quetzalcóatl pasó a la desembocadura
del río Goasacoalco, donde desapareció después de haber declarado a los
cholulas (cholotecatles) que regresaría pronto para seguir gobernándolos y
reanudar así su felicidad.
Fue la descendencia de este santón la que el infortunado Moctezuma
creyó reconocer en los soldados de Cortés. «Sabemos por nuestros libros —
dijo en su primera entrevista con el general español— que yo, y los que

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habitamos este país, no somos nativos, sino extraños venidos de muy lejos.
Sabemos también que el jefe que condujo hasta aquí a nuestros antepasados
regresó por cierto tiempo a su país de origen, volviendo aquí de nuevo para
visitar a los que se habían establecido. Los encontró casados con mujeres de
este país y padres de numerosas proles, viviendo en ciudades por ellos
construidas».
«Nuestros antepasados no se unieron a su antiguo amo, y este regresó
solo. Siempre hemos creído que sus descendientes vendrían algún día a tomar
posesión de este país. Puesto que vosotros venís de esa región del Sol
Naciente y, según me aseguráis, nos conocéis desde hace tiempo, no me cabe
duda que el Rey que os envía es nuestro Señor natural».
Existe también entre los indios cholulas otra notable tradición, según la
cual la gran pirámide no estaba originalmente destinada al culto de
Quetzalcoatl. Después de mi regreso a Europa, al examinar en Roma el
manuscrito mejicano en la Biblioteca del Vaticano, hallé que esta misma
tradición estaba recogida en un manuscrito de Pedro de los Ríos, un monje
dominico, que, en 1566, copió «in situ» las pinturas jeroglíficas que encontró
a su alcance. «Antes de la gran inundación que tuvo lugar cuatro mil
ochocientos años después de la creación del mundo, el país del Anahuac
estaba habitado por gigantes (tzocuillixeque). Los supervivientes se
convirtieron en peces, excepto siete, que huyeron a las cavernas. Cuando las
aguas cedieron, uno de estos gigantes, Xelhua, por sobrenombre “el
arquitecto”, se fue a Cholollan, donde, a guisa de recuerdo del Monte Tlaloc,
que le había servido de refugio a él y sus seis hermanos, construyó una colina
artificial en forma de pirámide. Ordeno que los ladrillos se fabricasen en la
provincia de Tlamanalco, al pie de la Sierra de Cocotl y fuesen transportados
hasta Cholula colocando una hilera de hombres que se iban pasando los
ladrillos de mano en mano. Los dioses contemplaron con enojo esta
construcción, cuya cima debía alcanzar las nubes. Irritados por el
atrevimiento de Xelhua, prendieron fuego a la pirámide. Muchos obreros
perecieron, los trabajos fueron suspendidos y, más adelante, fue dedicado a
Quetzalcoatl…».
Esta historia nos recuerda las de las viejas tradiciones de Oriente, que los
hebreos han recogido en sus libros sagrados. Los cholulas conservaban una
piedra, que, envuelta en una bola de fuego, había caído de las nubes sobre la
cúspide de la pirámide. Este aerolito tenía la forma de un sapo. Ríos, para
probar la gran antigüedad de esta fábula del Xelhua, hace notar que estaba
contenida en un himno que los cholulas cantaban en sus fiestas bailando

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alrededor del teocali; y que este himno comenzaba con las palabras «Tulanian
hulutaez», que son palabras que no pertenecen a ningún dialecto conocido en
Méjico actualmente. En todas las partes del globo terráqueo, en las faldas de
las cordilleras, así como en la isla de Samotracia, en el mar Egeo, se
conservan fragmentos de lenguajes primitivos en los ritos religiosos.

Dos cuerpos de una pirámide del primer período de construcción de la gran pirámide
de Cholula, con frisos ornamentales al estilo teotihuacano.

La superficie de la plataforma de la pirámide de Cholula, donde realicé un


gran número de observaciones astronómicas, es de 4.200 metros cuadrados.
Desde allí, la vista abarca una magnífica perspectiva: Popocatepetl,
Iztaccibuatl, el pico del Orizaba y la Sierra de Tlascalla, famosa por las
tempestades que se desencadenaban en sus cumbres. Se ven, al mismo
tiempo, tres montañas más altas que el Monte Blanco, dos de las cuales son
aún volcanes encendidos. Una capillita, rodeada de cipreses y dedicada a la
Virgen de los Remedios, sustituyó al templo del dios del aire, el mejicano
Indra. Un sacerdote de raza india celebra Misa todos los días en la cima del
antiguo monumento.
En la época de Cortés, Cholula estaba considerada ciudad sagrada. En
ninguna otra parte existía un mayor número de teocalis, sacerdotes, órdenes
religiosas (tlamacazque); ningún otro lugar desplegaba mayor magnificencia
en la celebración del culto público, o una mayor austeridad en sus penitencias
y ayunos. A partir de la introducción del Cristianismo entre los indios, los

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símbolos de la nueva religión no bastaron para borrar del todo el recuerdo de
la vieja. Gentes procedentes de los más alejados lugares se apiñan en
multitudes en la cumbre de la pirámide para celebrar la fiesta de la Virgen.
Un terror misterioso, un temor religioso, invade el alma del indio a la vista
de este inmenso montón de ladrillos cubiertos de matorrales y un verde
perenne.
Hemos hablado anteriormente de la gran semejanza de construcción entre
los teocalis mejicanos y el templo de Bel, o Belus, en Babilonia. Esta analogía
había sorprendido ya a Zoega, aunque solo fuese capaz de recopilar
descripciones muy incompletas del grupo de pirámides de Teotihuacán.
Según Herodoto, que visitó Babilonia, y contempló el templo de Belus, este
monumento piramidal tenía ocho plantas. Su altura era de un stadium, y el
ancho de su base era igual a su altura; la muralla exterior que lo rodeaba,
περιβοΛος, cubría una superficie de dos stadiums. Un stadium olímpico
normal equivalía a 183 metros; el stadium egipcio medía solo 98 metros. La
pirámide estaba construida con ladrillo y asfalto. Un templo (ναος) existía en
su cúspide y otro entre su base. El primero, según Herodoto, carecía de
estatuas. Contenía solamente una mesa de oro y una cama en la que reposaba
una hembra elegida por el dios Belus. Diodoro Sículo, por otra parte, afirma
que el templo superior contenía un altar y tres estatuas, a las que, según notas
tomadas del culto griego, les dio los nombres de Júpiter, Juno y Rea. Pero
ninguna de estas estatuas ni parte alguna del monumento existían en tiempos
de Diodoro y Estrabón. En los teocalis mejicanos, como en el templo de
Belus, el itaog inferior se diferenciaba del templo situado en la plataforma de
la pirámide. La misma diferenciación está señalada con toda claridad en las
cartas de Cortés y en la historia de la Conquista escrita por Bernal Díaz, que
residió varios meses en el palacio del rey Axajacatl, y, por consiguiente,
frente al teocali de Huitzilopochtli.

Researches Concerning the Institutions and Monuments of the


Ancient Inhabitants of America, 1814

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Viaje por Yucatán

JEAN DE WALDECK

JEAN FRÉDÉRIC MAXIMILIAN, CONDE DE WALDECK (1766-1875)


descendiente de una noble familia alemana, que se había afincado en
Francia. Igual que Denon, empezó su carrera como estudiante de artes,
teniendo como maestro al pintor David; más tarde, marchó con el ejército de
Napoleón a Egipto, viajando por propia iniciativa hasta el delta del Nilo, a la
altura de Asuán. Estimulado por el éxito de su viaje, organizó a continuación
una expedición que habría de cruzar el Sahara, pero terminó en el desastre,
con la muerte de todos los expedicionarios menos él. En 1821 efectuó su
primer viaje a Guatemala, y al año siguiente se encaminó a Londres, donde
debía ilustrar un libro sobre Palenque. Allí encontró a Lord Kingsborough,
que financió varias de sus expediciones a América Central. Después de la
muerte de Kingsborough, Waldeck comprobó que no podría recaudar fondos
suficientes para publicar los resultados de sus investigaciones, pero un
llamamiento a Próspero Mérimée y a la Academia Francesa tuvo finalmente
éxito, y a la edad de cien años fue capaz de publicar su relato sobre
Palenque. La narración de sus primeros viajes por Yucatán había sido
publicado en 1838, pero, escrita antes de que los descubrimientos de John
Lloyd Stephens hubiesen suscitado cierto interés popular por la arqueología
precolombina, atrajo poca atención.

Con anterioridad a mi expedición, las ruinas de Uxmal solamente habían


sido visitadas por los propietarios de la finca vecina, gente pudiente para
quien una ciudad destruida no es más que una cantera de materiales de
construcción; pero estas ruinas, tan pobremente descritas por Cogolludo y sus
sucesores, son los restos de una poderosa ciudad, comparable en extensión a
nuestras mayores urbes europeas. ¿Qué nombre podríamos darle? ¿Serán
parte de Mani, o quizá de Itzalana? No existen antecedentes históricos que
arrojen luz sobre esta importante cuestión; pero creo que hay indicios
verosímiles que pueden conducimos a esclarecer la verdad.

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En primer lugar, es imposible que los pobladores de esta ciudad fuesen de
una categoría inferior; si así fuese, ¿qué podríamos hacer con Mani, Mayapán,
Tichualajtun y otras grandes ciudades cuyas ruinas todavía prevalecen? Por
ello, aquí existió un extenso y pujante centro, un pueblo lo bastante grande
para dar nacimiento a una capital inmensa. Podemos, pues, descartar la teoría
de que estas ruinas corresponden a un puesto extraurbano o a otra antigua
ciudad cercana, ya que su emplazamiento en una alta meseta de la montaña es
suficiente indicio de una ciudad aislada. Respecto a estos dos extremos, no
cabe, pues, discutir. Aún más: si recordamos que Itzalana se supone estuvo
cerca de Mani, de lo cual quedan huellas en el altiplano; que estos últimos
vestigios y los que se hallan en la cumbre de la montaña están muy cerca
entre sí; que no existen otros indicios o vestigios en las cercanías, entonces
podemos asegurar que el cinturón o recinto que exploré corresponde, desde
luego, a Itzalana. Por último, sabemos que los itaexes eran los más crueles
habitantes de aquella región; el único teocali en todo Yucatán está en estas
ruinas. Este problema, que quizá carezca de peso, me tuvo absorbido por
algún tiempo; pero estoy seguro que será resuelto cuando hombres
competentes en materia de deducción en este campo sigan mis
investigaciones, aportando las suyas propias, para disipar la niebla a través de
la cual espero filtrar un tenue rayo de luz.
Las estructuras de Palenque son, excepto el palacio, de pequeñas
dimensiones; por el contrario, las de Uxmal son de dimensiones colosales y
fueron construidas con piedra pulimentada. Cuatro grandes naves principales
separadas por espacios abiertos abarcan un área de 57.672 pies cuadrados. El
lado más largo de este rectángulo mide 227 pies y 8 pulgadas; el más corto,
172 pies y 9 pulgadas, sin contar los dobles fosos que se ven a cada extremo
de la edificación, de 20 pies de longitud. El teocali está construido sobre una
pirámide; su escalera principal tiene 100 peldaños, de 1 pie de altura y 5
pulgadas de espesor. Es este el único templo dedicado a sacrificios que se
conoce en Méjico. Incluso me atrevería a decir que no fue reconocido como
tal, ya que la población local lo había rebautizado con el nombre de Torre del
Mago, epíteto que no acusa para nada la función de teocali. Como quiera que
este monumento era el más alto y singular de los cinco que yo exploré —y
también el primero sobre el que puse mis ojos—, seguí investigándolo
después de bautizarlo con el nombre de mi generoso patrocinador Lord
Kingsborough.

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Plano de Uxmal, 1, Grupo septentrional. 2, Grupo del noroeste. 3, Carretera de
Mérida. 4, Carretera de Campeche. 5, Terraza. 6, Grupo de columnas. 7, Cuadrilátero

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de las monjas. 8, Casa del adivino. 9, Grupo del cementerio. 10, Juego de pelota. 11,
Casa de la administración. 12, Casa de las tortugas. 13, Palacio del gobernador. 14,
Grupo occidental. 15, Grupo del palomar. 16, Templo meridional. 17, Grupo
meridional. 18, Gran pirámide. 19, Casa de la vieja.

Reconstrucción del llamado Cuadrángulo de las Monjas, uno de los edificios más
enigmáticos del conjunto de Uxmal.

Pronto salta a la vista la influencia asiática en la arquitectura de estos


monumentos. El símbolo de un elefante se aprecia en las redondeadas
esquinas de la edificación, con su trompa levantada hacia Oriente, y en
posición baja hacia Occidente. Es una pena, sin embargo, que no se conserve
ninguna figura entera; por lo general, les faltan las patas. Estas esculturas
fueron ejecutadas en relieves de tamaño natural; su diseño es extremadamente
exacto en algunos puntos, pero precario en otros. Es precisamente en los
ornamentos donde se puede admirar la paciencia de estos artesanos —o
artistas— de la edificación y percibir el gusto de estos pueblos antiguos por el
esplendor monumental.
La nave que forma la fachada norte de la edificación y cierra el área que
describí, tiene una galería doble y mide 227 pies y 8 pulgadas de largo por 27
pies y 8 pulgadas de ancho; contiene 16 pequeñas habitaciones de 11 pies de
ancho y que oscilan entre 22 y 26 pies y 6 pulgadas de profundidad. No
podría decir si esta irregularidad tiene o no un significado, o si fue simple
capricho del constructor. Cada habitación tiene una entrada, y pudimos
observar en su interior aros de piedra fijados a lo alto del soporte situado en la
parte superior de estas entradas. Estos aros servían, sin duda, para sostener el

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tubo o varilla de que pendía la cortina que cerraba cada una de estas
aberturas; no hemos visto aquí, como en Palenque, las bisagras de piedra que
son firme indicio del sólido precinto que sellaba las puertas del edificio allí.
Sobre las entradas de estas 16 habitaciones y en su parte exterior, vimos una
versión ampliada del signo del cali. Existen dieciocho signos de este tipo, y
suponemos que simbolizaban un determinado período de tiempo transcurrido
con anterioridad a la construcción del edificio. Igualmente, bien pudiera
tratarse de que, análogamente a los katuns con que marcaban las divisiones de
su Era, los mayas tuvieran otro método de registrar el tiempo, un sistema
simbólico relacionado con sus ritos religiosos como el que se encuentra en
estos calis. Así, pues, se supone que la edad de esta construcción es de 832
años; lo que es seguro es que existía un siglo antes de la Conquista; toda vez
que no podemos remontarnos más atrás, apoyémonos en estas pruebas, dignas
de crédito. Existe, pues, aquí una antigüedad de 932 años hasta la llegada de
los españoles; por otra parte, dado que la invasión del Yucatán tuvo lugar en
1519, se colige que los mayas formaban ya una nación y que habían
alcanzado un alto nivel de civilización en el año 587 de la Era Cristiana. La
plaga que diezmó a los toltecas no prolongó sus calamidades —según las
cronologías y fechas que hemos recogido— más allá del año 1050. Así, se
produce una laguna de 567 años entre el período de apogeo de Mayapán y la
plaga que devastó a Tula; sería, pues, verosímil afirmar —como siempre he
creído antes de esta prueba irrefutable— que fueron los mayas los que
transmitieron a los toltecas y aztecas su civilización y parte de su cultura.
Añadamos el hecho de que no encontramos ninguna palabra azteca en la
lengua yucateca (de Yucatán), lo cual hubiera sido imposible si los mayas
fueran los últimos en llegar. Puede que los mayas desciendan de Palenque y
que el legislador de Tula, Quetzalcoatl, fuese nieto de Zamma, o descendiente
de cualquiera de los que formaban parte de la corte del jefe cuando llegó para
civilizar Yucatán.
Las ruinas de Itzalana acusan una gran diferencia respecto a las de
Palenque. Aunque las galerías simples o dobles de Itzalana terminan en forma
piramidal, no observamos aberturas que unieran las galerías entre sí; ni
tampoco existe ningún acceso desde el interior al exterior. En Palenque, por el
contrario, encontramos numerosos ventanales altos en forma de T griega, que
servían para que el aire y la luz entraran en las habitaciones de la edificación.
Las únicas aberturas en las habitaciones de las construcciones de Uxmal
tienen solo 6 pulgadas de profundidad y están colocadas unas frente a otras;
esta disposición nos hizo pensar que fueron hechas para sostener vigas

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cruzadas de las que colgaban posiblemente hamacas; por lo tanto, estas
habitaciones eran dormitorios. La ausencia de ventanas indica —como he
dicho anteriormente— que las aberturas estaban cerradas solamente por
cortinas; de otro modo, en estos cuartos totalmente precintados, el calor
hubiera sido intolerable. Las puertas de las edificaciones de Palenque eran de
madera y giraban sobre bisagras de piedra, necesitando ventilación interior, y
eran precisamente las aberturas en T las que permitían el paso del aire y la luz
a las galerías. Esta forma de T era el símbolo del culto del Lingam, por cuanto
desempeñaba una parte en la religión de Palenque, donde, por otra parte, el
budismo parecía conservarse extremadamente puro.
Los jeroglíficos de Itzalana, que, sin duda alguna, están relacionados con
los de los toltecas y aztecas, son: couhatl, cali, miquitli, atl y quiahuitl, que
pueden identificarse con un cipactli. Una representación de Tonatiuh con
máscara se repite siete veces en la fachada de un edificio de lo más notable.
Son estos los únicos signos en las ruinas que muestran alguna relación con los
de Méjico; el resto son totalmente diferentes; tampoco hallé allí más de un
jeroglífico como los de las ruinas toltecas de Xochicalco.
Los trajes de las estatuas de Itzalana se acercan más al estilo de Palenque
que a cualquier otro. El peinado que lleva uno de los sacrificadores puede
verse también en un bajo relieve de Ototiun; también es igual el tocado de
cabeza. Esta correspondencia apunta a una tradición de Palenque, hipótesis
igualmente apoyada por la estrecha similaridad entre los métodos de
construcción de mayas y palenquinos.
Entre el tipo de construcción de las edificaciones mayas y el de los
mejicanos —cuyo único ejemplo se encuentra en Xochicalco—, no existe una
marcada diferencia. Los toltecas levantaban primero la estructura principal y
esculpían luego los ornamentos «in situ». Los mayas seguían un proceso
inverso. Cuando deseaban cubrir una fachada con ornamentos o figuras
simbólicas, comenzaban pintando toda la pared con el color elegido; este
fondo era casi siempre rojo, como en las estructuras de Palenque. Una vez
terminada la primera fase del trabajo, pegaban sobre la pared pintada la
marquetería de piedra, que había de servir de ornamentación, pintándola al
agua con algo más de cuidado que el fondo. Aquí usaban el azul, pues todavía
pudimos ver trazas de este color en las estrías de los cuadrados que encierran
una especie de pequeña cruz invertida. Rojo y azul son los únicos colores que
pude distinguir en el templo de los sacrificios de Itzalana. Sin embargo, quizá
se utilizó también el amarillo, y el blanco, ya que estos dos matices todavía se
perciben en otras edificaciones… Observamos que incluso las piedras

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minúsculas están esculpidas con todo cuidado, y todo el conjunto es una
unidad perfectamente ensamblada.
Las cajas o cofres que adornan las fachadas de las edificaciones de
Itzalana atraerán, sin duda, la atención de artistas e investigadores. Nadie que
examine de cerca los cubos que componen esta atractiva decoración podrá
poner en duda que los autores de esta sorprendente muestra de esculpido
conocían totalmente los principios de la geometría. Medí todas las líneas,
comprobé todas las juntas, y jamás hallé la más ligera desviación por debajo
de la cuerda. Los nativos del país afirman continuamente que los indios del
pasado eran bárbaros. Esta necia aseveración, fomentada por los españoles,
que tenían sus motivos para extender la creencia de que no había nada allí
hasta su llegada sino miseria y tinieblas, esta aseveración —repito— es
prueba de que no necesitamos vacilar en descargar sobre las espaldas de los
actuales habitantes de Yucatán su propio reproche de barbarismo. Si no saben
apreciar el esplendor y belleza de las ruinas desparramadas por su suelo
patrio, es porque están sumidos en la más profunda ignorancia. Esta verdad
no necesita ulterior demostración.

Voyage Pittoresque et Archéologique dans la Province


d’Yucatan et aux Ruines d’Itzalane, 1838

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La compra de una ciudad

JOHN LLOYD STEPHENS

JOHN LLOYD STEPHENS (1805-1852) nació en Shrewsbury, Nueva Jersey, y


estudió Derecho, pero su máximo interés se concentró siempre en él estudio
de la arqueología. Viajó mucho por la cuenca mediterránea oriental, y allí
encontró a Mr. Frederick Catherwood, que había participado en la
infortunada expedición de Robert Hay en Egipto. A su regreso a EE.UU.,
comenzó a estudiar los documentos existentes relativos a las grandes
civilizaciones de América Central, que le convencieron de que en las selvas
todavía podrían encontrarse ruinas vivientes de grandes ciudades. Su
nombramiento para una misión diplomática le dio la oportunidad que
necesitaba, asegurándose la cooperación de Mr. Catherwood para dibujar
los objetos hallados en su búsqueda de las ruinas. Esta búsqueda fue
altamente recompensada, y el relato de su viaje tiene viveza y humor, y es
muy instructivo.

Durante todo el día me vi embargado por las caballerescas hazañas de don


José María, y, enfundándome en la manta, le propuse a Mr. Catherwood «una
operación» (¡Qué no le oigan los traficantes y especuladores de lotes…!):
¡Comprar Copan! ¡Trasladar los monumentos de un pueblo fenecido desde la
desolada región en que fueron enterrados sus habitantes; organizarlos y
colocarlos en el «gran emporio comercial»; y encontrar una institución que
sirviera de núcleo a un gran museo nacional de antigüedades americanas!
Pero ahora me pregunto: ¿podremos remover los «ídolos»? Estos se
encontraban en las márgenes de un río que desembocaba en el mismo océano
cuyas aguas bañan también los muelles de Nueva York, pero había unas
cataratas allá abajo. En respuesta a mi pregunta, don Miguel me informó que
dichas cataratas eran infranqueables. Sin embargo, hubiera sido indigno de mí
vivir en una época que «era toda una prueba para el alma humana» si no
hubiese intentado una alternativa, y esta se limitaba a exhibir por muestras:
excavar, extraer la figura u objeto y trasladarlo en piezas, y hacer moldes de

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las otras. Las copias del Partenón se consideran y contemplan como
verdaderos monumentos recordatorios en el Museo Británico, y las copias de
Copán harían el mismo papel en Nueva York.

Vista de conjunto de la ciudad de Copan, según la reconstrucción de Tatiana


Proskouriakoff.

Aún podrían descubrirse otras ruinas todavía más interesantes y


accesibles. Pronto su existencia sería conocida y su valor apreciado, y los
amigos de las artes y las ciencias en Europa tomarían posesión de ellas. Nos
pertenecían por derecho propio, y aun cuando no sabíamos si fracasaríamos
más tarde o más temprano, resolví, no obstante, que dichas ruinas habrían de
ser nuestras; con sueños de gloria y pensando, en mis elucubraciones, en el
agradecimiento de las corporaciones que flotaban ante mis ojos, me enfundé
la manta y me dispuse a dormir.
Al alba, las nubes todavía colgaban sobre el bosque; cuando salió el sol,
se disiparon; los hombres de nuestro equipo hicieron acto de presencia; y a las
nueve, abandonamos la cabaña. Las ramas de los árboles goteaban agua, y el
terreno era un barrizal. Explorando de nuevo la zona que contenía los
principales monumentos, nos quedamos atónitos ante la inmensidad de la obra
que se nos ofrecía ante nuestros ojos, y pronto nos dimos cuenta de que sería
totalmente imposible explorar toda la superficie. Nuestros guías solo conocían
este distrito; pero, después de haber visto columnas más allá de la aldea, a una

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legua de distancia, teníamos motivos para creer que aún habría otras
desparramadas por distintos lugares, completamente enterradas en los
bosques, enteramente desconocidas. Los bosques eran tan espesos que casi
era inimaginable el poder atravesarlos. La única manera de realizar una
completa expedición a través de la selva sería cortar la vegetación y quemar
los árboles. Esto era incompatible con nuestros objetivos inmediatos: podía
considerarse como una licencia por nuestra parte, como un abuso de
confianza, y, por otra parte, solamente podía hacerse en la época seca.
Después de deliberar, resolvimos conseguir primero dibujos de las columnas
esculpidas. Aun aquí tropezamos con grandes dificultades. Los dibujos eran
muy complicados y tan distintos a lo que Mr. Catherwood había visto hasta el
momento, que resultaban totalmente ininteligibles. Eran abultados relieves
que requerían una potente luz para poder captar toda la figura; y el follaje era
tan denso, y la sombra tan intensa, que su reproducción resultaba imposible.

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Plano de Copan. 1, Gran patio. 2, Patio central. 3, Patio de la escalera jeroglífica. 4,
Patío occidental. 5, Patio oriental: a) Juego de pelota; b) Escalera jeroglífica; c)

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Tribuna de los espectadores; d) Escalera de los jaguares.

Después de muchas consultas, seleccionamos uno de los «ídolos», y


optamos por cortar los árboles que había a su alrededor, dejándolo así
expuesto a los rayos del sol. Aquí tropezamos también con dificultades. No
teníamos hachas, y el único instrumento que llevaban los indios era el
machete, o la navaja típica, que varía de forma según la región del país;
blandiéndola con una mano, resultó útil para cortar arbustos y ramas, pero
casi inofensiva con los árboles grandes; y los indios, como en los días en que
los españoles los descubrieran, se aplicaban al trabajo con indolencia,
desplegando poca actividad, y, como niños, fácilmente lo eludían. Uno se
ponía a cortar un árbol y, cuando se cansaba —lo cual sucedía muy pronto—,
se sentaba a descansar, mientras otro le relevaba. Cuando uno trabajaba,
siempre había un corro de curiosos observándolo. Me acordaba de las hachas
de nuestros leñadores de las Verdes Montañas y deseaba tener a mi lado a
unos cuantos de aquellos muchachotes. Pero teníamos que armarnos de
paciencia y vigilar a estos indios mientras macheteaban los árboles, y aún
teníamos que admirarnos de que lo hicieran tan bien. Al fin, los árboles caían
y eran arrastrados a un lado, dejando un espacio libre en torno a la base; Mr.
Catherwood preparó el cuadro y se dispuso a trabajar. Tomé a dos mestizos,
Bruno y Francisco, y, ofreciéndoles una recompensa por cada hallazgo que
realizaran, me puse a explorar el lugar brújula en mano. Ninguno de ellos
había visto los «ídolos» hasta la mañana de nuestra primera visita, en que
siguieron nuestra caravana para reírse de «los ingleses»; pero pronto
demostraron tal interés que los contraté. Bruno atrajo mi atención por su
admiración —como me supuse— hacia mi persona; pero enseguida me
percaté de que lo que admiraba era mi sobretodo, un largo abrigo de caza, con
muchos bolsillos. Él me dijo que podía hacer otro igual, aunque sin faldón.
Era sastre, y en los momentos que le dejaba libre su afanosa labor en torno a
un chaquetón que estaba confeccionando, trabajaba con el machete. Pero
poseía un gusto innato por las artes. Cuando atravesábamos los bosques, nada
escapaba a su vista, y mostraba una curiosidad profesional palpando los trajes
de las figuras esculpidas. Me sorprendió su primer brote de afición por lo
antiguo. Francisco halló los pies y piernas de una estatua, y Bruno una parte
del cuerpo, que correspondía a aquellas extremidades; el efecto del hallazgo
sobre ambos fue el de una sacudida eléctrica. Buscaron y rebuscaron el
terreno con sus machetes hasta que encontraron los hombros, componiendo
enteramente la figura excepto la cabeza; y mostraron grandes deseos de

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conseguir herramientas que les permitieran seguir excavando hasta encontrar
este fragmento —la cabeza— que les faltaba.

Escalera y estela de uno de los santuarios mayas de la ciudad de Copan (Honduras).

Es imposible describir el interés con que exploré estas minas. El lugar era
totalmente nuevo. No había planos ni guías; todo era territorio virgen. No
podíamos ver a más de 10 yardas y no sabíamos con qué íbamos a tropezar en
cualquier momento. Una vez nos detuvimos para cortar ramas y cepas que
obstruían la visión del monumento, y luego para cavar en derredor con objeto
de extraer un fragmento, una de cuyas esquinas esculpidas resaltaba al

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exterior. Me incliné con ávida curiosidad, el aliento contenido, mientras el
indio trabajaba, y vi cómo desenterraba un ojo, una oreja, una mano…; y,
cuando el machete tocó la piedra cincelada, eché a un lado a los indios y me
dispuse a remover la tierra excavada con mis propias manos. La belleza de la
escultura, la solemne quietud de los bosques, perturbada solamente por los
chillidos de los monos y el griterío de los loros, la desolación que ofrecía la
ciudad y el misterio que flotaba sobre ella… todo ello creaba un interés
mayor, si cabe, que el que jamás haya experimentado en cualquiera de las del
Viejo Mundo. Después de varias horas de ausencia, regresé a donde estaba
Mr. Catherwood, entregándole más de cincuenta objetos que debía reproducir.

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Copan. Vista de la llamada Escalera ele los Jeroglíficos, una muestra más de la
maravillosa arquitectura maya.

No le encontré tan contento como esperaba con mi informe. Estaba con


sus pies en el barro y dibujaba con los guantes puestos para proteger sus
manos de los mosquitos. Como temíamos, los dibujos eran tan intrincados que
los hacía con verdadera dificultad. Había hecho varios intentos, lo mismo con
cámara lúcida que sin ella, pero nada le satisfacía, y ni siquiera a mí, que era
menos severo en materia de crítica. El «ídolo» parecía desafiar su arte; dos
monos encaramados a un árbol a nuestro lado parecían reírse de él; y me sentí
decepcionado, vacilante. En efecto, me percaté, no sin pena, de que teníamos
que abandonar la idea de llevar antigüedades a los traficantes del ramo, y
contentarnos, al menos, con haberlos podido contemplar con nuestros propios
ojos. De esta satisfacción nadie ni nada podría privarnos. Regresamos a la
cabaña no con el ánimo decaído, pero sí descorazonados ante el resultado de
nuestros trabajos.
Nuestro equipaje no había podido cruzar el río, pero el saco azul que
tantas molestias me había causado pudo ser recuperado. Había ofrecido la
recompensa de un dólar, y Bartolo, el presunto heredero al inquilinato de la
cabaña, se había pasado todo el día en el río y lo había encontrado en un
matorral en la orilla. Su desnudo cuerpo parecía contento de este baño
improvisado, y el saco, que suponíamos contenía materiales de dibujo de Mr.
Catherwood, al ser sacudido nos hizo el regalo de un viejo par de botas, que,
sin embargo, en aquel momento valían su peso en oro, pues eran
impermeables, y, a continuación, procuramos levantar el decaído espíritu de
Mr. Catherwood, que se encontraba con un presunto ataque de fiebre o
reumatismo, por haber permanecido todo el día en el barro. Nuestros hombres
se fueron a sus casas y Federico tenía órdenes, antes de incorporarse al trabajo
por la mañana, de ir a casa de don Gregorio a comprar pan, leche, velas,
manteca y unos cuantos metros de carne de vaca. La puerta de la cabaña
miraba al Oeste y el sol poniente, reflejando sus rayos de luz sobre la oscura
floresta, ofrecía un bello espectáculo difícil de superar. Luego, durante la
noche, volvió a llover con gran aparato de truenos y relámpagos, pero no tan
violento como la noche anterior, y por la mañana había clareado ya.
Aquel día, Mr. Catherwood fue mucho más afortunado con sus dibujos; en
efecto, al comienzo, la luz caía exactamente donde él deseaba, logrando paliar
así las dificultades. Sus preparativos eran también mucho más completos, ya
que llevaba su impermeable y permanecía de pie sobre una pieza de lona
engrasada, que solía utilizar para cubrir el equipaje en las marchas. Pasé la

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mañana buscando otro monumento, desbrozando el terreno y preparándoselo
para que pudiera dibujar… Mr. Catherwood se fue a las ruinas para seguir con
sus dibujos y yo me encaminé a la aldea, llevándome a Agustín conmigo para
que se ocupase de disparar los rifles de señales y comprase legumbres por un
poco más de lo que realmente costaban. Mi primera visita fue para don José
María. Después de aclararle nuestros propósitos, toqué el tema de la compra
de las ruinas; le dije que a consecuencia de mis negocios no podía permanecer
allí el tiempo que hubiera deseado, y que querría regresar con picos, palas,
escalas, barras de acero y hombres para construir una cabaña donde residir e
iniciar una exploración completa; que no podía arriesgarme a que se me
negase el oportuno permiso para ello; y, en resumen, y en claro inglés, le
pregunté: ¿Cuánto pediría Vd. por las ruinas? Creo que no se hubiera
sorprendido más si le hubiera propuesto la compra de su pobre y vieja mujer,
nuestra reumática paciente, para efectuar con ella nuestras prácticas de
medicina. Pareció dudar el hombre sobre quién de nosotros habría perdido el
juicio. La propiedad en cuestión valía tan poco que mi ansia por adquirirla no
pudo por menos que levantarle grandes sospechas. Al examinar la escritura de
la finca comprobé que él no era el verdadero propietario de la misma, sino
que la tenía arrendada de un tal don Bernardo de Águila y que todavía
faltaban tres años para la expiración del contrato. El solar tenía una superficie
de unos 6.000 acres, y por él pagaba la cantidad de ochenta dólares al año; no
sabía qué hacer y me dijo que reflexionaría, lo consultaría con su esposa y me
daría una respuesta al día siguiente en la cabaña. Luego me fui a visitar al
Alcalde, pero este estaba demasiado bebido para poder reaccionar
debidamente; hice unas cuantas recetas para mis pacientes, y, en vez de ir a
casa de don Gregorio, le envié un cortés mensaje por don José María para que
se ocupase de sus propios asuntos y nos dejase en paz; regresé y pasé el resto
del día entre las ruinas. Llovió durante la noche, pero de nuevo aclaró por la
mañana, y nos encaminamos temprano al lugar señalado. Mi cometido era
recorrer los alrededores para cortar árboles, desbrozar la maleza, cavar,
desenterrar y preparar monumentos para que Mr, Catherwood pudiera
dibujarlos. Mientras estaba dedicado a esta labor, recibí la visita de don José
María, que todavía estaba indeciso respecto a qué hacer; pero yo, no
queriendo aparecer demasiado ansioso, le dije que tomase más tiempo y que
viniese a la mañana siguiente.
Y vino a la siguiente mañana en un estado verdaderamente lamentable.
Estaba ansioso de convertir en dinero un terreno improductivo, pero sentía
temor; dijo que yo era un extraño y que podían presentársele dificultades con

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el Gobierno. De nuevo, traté de convencerlo, prometiéndole que le protegería
contra el Gobierno o lo descargaría de su compromiso. Don Miguel leyó mis
cartas de recomendación y releyó la misiva del General Cascara. Quedó
convencido, pero estos papeles no le daban derecho a venderme su terreno; la
sospecha todavía flotaba en el aire; para terminar, abrí mi baúl del que extraje
un chaqué diplomático con profusión de grandes botones con el águila, que
me puse encima. Llevaba yo en aquel momento un sombrero panamá
empapado por el agua de la lluvia y lleno de barro, una camisa a cuadros y
unos pantalones originalmente blancos, pero en aquellos momentos
amarillentos hasta las rodillas por efecto del barro, ofreciendo un aspecto tan
chabacano como el de aquel rey negro que recibió imperturbable a un grupo
de oficiales británicos en un punto de la costa africana con un plumeado
penacho y guerrera militar. Pero don José María no resistía a la tentación de la
botonadura de mi chaqué. El paño era de lo más fino que jamás había visto, y
don Miguel y su esposa, así como Bartolo se convencieron plenamente de que
en su cabaña se alojaba un ilustre personaje «de incógnito». Lo único que
faltaba era saber quién tendría un trozo de papel en el que redactar el contrato.
Yo no me paré en bagatelas y le entregué a don Miguel un trozo de papel en
el que se redactaron las cláusulas del contrato, citándolos para el día siguiente
con objeto de legalizarlo ante notario. Quizás el lector sienta curiosidad por
saber cómo se venden las viejas ciudades en América Central. Como otros
artículos negociables, están sujetos a la ley de oferta y demanda del mercado;
pero, al no tratarse de artículos de materia prima, como algodón o yute, se
mantenían a precios de fantasía, y en aquella época no se vendía mucho. Yo
pagué 50 dólares por Copán. No hubo ninguna dificultad sobre el precio.
Ofrecí esa suma y aún así don José María se creyó que me estaba engañando,
pensando que yo era tonto; pero, si le hubiera ofrecido más, seguro que me
hubiera juzgado algo peor que tonto.

Incidents of Travel in Central America, 1842

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El palacio de Palenque

JOHN LLOYD STEPHENS

Mientras tanto, proseguían los trabajos. Como en Copán, era misión mía
preparar los distintos objetos para que Mr. Catherwood los dibujase. Muchas
de las piedras hubieron de ser cepilladas y lavadas. Y, como era cometido
nuestro obtener un máximo de exactitud en los dibujos, en algunos puntos
tuvimos que erigir una especie de túmulos sobre los que colocar la cámara.
Nuestra labor se vio facilitada en gran parte por Pawling.

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Plano de Palenque. 1, Templo de la cruz frondosa. 2, Templo de la cruz. 3, Templo
del sol. 4, Río Otulum. 5, Casa del jaguar. 6, Piedra circular. 7, Acueducto. 8,

Página 445
Templo de las inscripciones. 9, El palacio. 10, Cabeza de cocodrilo. 11, Puente. 12,
Templos del norte. 13, Templo del conde.

Para que el lector pueda conocer el carácter de los objetos que nos
interesaban, procederé a dar una descripción del edificio en que vivíamos,
llamado el Palacio.

Palenque. Vista del palacio.

Una vista frontal de dicha edificación se puede apreciar en el grabado. No


pretende este, sin embargo, aparecer tan exacto como los otros dibujos ya que
la fachada anterior está en una condición más ruinosa. El edificio está situado
sobre una elevación de forma oblonga, de 40 pies de altura, 310 pies en su
frente y espalda, y 260 pies a cada costado. Esta elevación estaba formada
primitivamente en su frente por piedra arrancada por los árboles a medida que
estos iban creciendo, y su forma apenas es perceptible.
El edificio mira al este y mide 228 pies en su frente por 80 pies de
profundidad. Su altura no rebasa los 25 pies, y en todo su alrededor tenía una
cornisa sobresaliente de piedra. El frente contenía 14 puertas de unos 9 pies
de ancho cada una, y las correspondientes columnas medían unos 6 a 7 pies
de ancho. A la izquierda (marchando hacia Palacio), ocho de aquellas

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columnas yacían en el suelo, igual que la cornisa a la derecha, y la terraza
baja estaba cubierta de minas. Pero 6 columnas permanecen intactas, y el
resto del frente está despejado.
El edificio está construido con piedra, y toda la fachada anterior, estucada
y pintada. Las columnas están adornadas con vívidas figuras esculpidas en
bajo relieve; una de las cuales está representada en el grabado opuesto. En la
parte superior hay tres jeroglíficos, incrustados en el estuco. Está circundado
por una pared ricamente adornada, de unos 10 pies de alto por 6 pies de
ancho, de la que solo se conserva una parte. El personaje principal está en
posición erecta y de perfil, mostrando un extraordinario ángulo facial de unos
45 º. La parte superior de la cabeza parece haber sido comprimida y alargada,
quizá por el mismo procedimiento empleado con las cabezas de los indios
Choctaw y Flathead de nuestro propio país. La cabeza representa algo distinto
a lo actualmente existente en aquella parte de la región, y suponiendo que las
estatuas sean imágenes de personajes reales y verdaderos o creaciones de
artistas según su idea de la figura perfecta, dan testimonio de una raza, un
pueblo ya desaparecido y desconocido. El adorno de cabeza es,
evidentemente, un plumeado penacho. Sobre los hombros hay una pequeña
cubierta decorada con botones y una armadura pectoral; parte del ornamento
del cinturón está roto; la túnica es probablemente una piel de leopardo, y todo
el vestido refleja sin duda la indumentaria típica de este pueblo desconocido.
Sostiene en su mano una vara o cetro, y junto a su mano se ven señales de
jeroglíficos, que o están carcomidos, o totalmente desprendidos. A sus pies se
ven dos figuras desnudas, sentadas con las piernas cruzadas y, al parecer, en
actitud orante. Una fértil imaginación podría encontrar muchas explicaciones
a estas extrañas figuras, pero a mi mente no acude una explicación
satisfactoria. Sin duda, los jeroglíficos relatan una historia. El estuco tiene una
consistencia admirable y es duro como piedra. Estaba pintado y en muchas de
sus partes descubrimos residuos de rojo, azul, amarillo, negro y blanco.
Las columnas que aún quedan en pie contenían otras figuras del mismo
carácter general, pero que, desgraciadamente, están más mutiladas, y, dada la
pendiente de la terraza, era difícil colocar la cámara en una posición apta para
reproducirlas. Las columnas que yacían en el suelo estuvieron, sin duda,
igualmente cubiertas con adornos de la misma riqueza ornamental. Cada una
de ellas tenía un significado particular, y todo el conjunto constituía
probablemente una alegoría o leyenda; y cuando estaban íntegras y pintadas
debían ofrecer un aspecto imponente y bello sobresaliendo por encima de la
terraza.

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La puerta principal no está indicada ni por su tamaño ni por
ornamentación alguna en su parte superior, sino que se la distingue por una
ancha escalinata de piedra que conduce a ella sobre la terraza. Estas puertas
carecen de hojas, y no se observaron indicios de que las hubiera tenido en el
pasado. Dentro y a cada lado, hay tres nichos en la pared, de 8 a 10 pulgadas
cuadradas, con una piedra cilíndrica de 2 pulgadas de diámetro en posición
erecta, con la cual posiblemente se sujetaba una puerta. A lo largo de la
cornisa exterior, que sobresalía algo así como un pie de la parte frontal, se
habían practicado unos agujeros a intervalos a través de la piedra; nuestra
impresión fue que una inmensa tela de algodón, que arropaba todo el largo del
edificio, pintada quizá con un estilo que se correspondía con los ornamentos,
había sido unida a esta cornisa, y se subía y bajaba a guisa de telón o cortina,
según las inclemencias del tiempo, o sea según lloviera o hiciera sol. Tal tipo
de cortina se utiliza ahora frente a las plazas de algunas haciendas en
Yucatán. Carecíamos de base donde cimentar esta hipótesis. Tampoco fue
sugerido ni por Del Río ni por el capitán Dupaix, y seguramente no
hubiéremos aventurado esta conclusión si no hubiera sido por el dintel de
madera que habíamos visto sobre la puerta de entrada en Ocosingo; y,
después de lo que habíamos visto en Yucatán, nos reafirmamos en nuestra
hipótesis, eliminando toda duda. No concibo, sin embargo, que esto pueda
facilitar datos concluyentes respecto a la antigüedad de los edificios. La
madera, de ser igual a la que vimos en otros lugares, debió haber sido muy
resistente. Su proceso de descomposición probablemente fue muy lento y
debieron haber transcurrido muchos siglos hasta su total extinción.
El edificio tenía dos corredores paralelos de idéntica longitud en sus
cuatro lados. En el frente, estos corredores medían unos 9 pies de ancho y se
extendían en toda la longitud del edificio más allá de 200 pies. En la larga
pared que los divide solo hay una puerta, situada frente a la puerta de entrada
principal, y tiene otra correspondiente en el lado opuesto, que conduce a un
patio en la parte posterior. El piso es de cemento, tan duro como el mejor que
se haya visto en las ruinas de los baños romanos. Las paredes tienen unos 10
pies de alto, están recubiertas por una argamasa, y a cada lado de la entrada
principal están adornadas con medallones de los que solo permanecen los
bordes (cantos); estos medallones contenían probablemente los bustos
(efigies) de la familia real. La pared medianera tenía unas aberturas de un pie
aproximadamente, y quizá su finalidad era la ventilación. Algunos tenían esta

forma , y otros esta , que se llamaban la Cruz griega y la Te


egipcia, lo cual se presta a muchas especulaciones.

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El techo de cada corredor tenía esta forma . Los constructores
ignoraban con toda probabilidad los principios del arco, y el apoyo se
conseguía con piedras superpuestas a medida que se elevaban como en
Ocosingo, y también en las ruinas ciclópeas de Grecia e Italia. A lo largo de la
coronación había una capa de piedra lisa (losa), y los lados, con su
recubrimiento de argamasa, presentaban una superficie también lisa. Los
largos y continuos corredores frente al palacio tenían como probable objeto
hacer de antesala de gentilhombres y caballeros al servicio del rey; o, quizás,
en aquella hermosa posición que, antes de que creciera el bosque, debía
dominar una extensa panorámica de una llanura cultivada y habitada, el
propio rey se sentaba para recibir los informes de sus oficiales y administrar
justicia. Durante nuestra estancia allí, Juan ocupó el corredor frontal como
cocina, y el otro nos servía de dormitorio. Desde la puerta central de este
corredor una escalinata de piedra de 30 pies de longitud nos conduce a un
patío rectangular, de 80 pies de largo por 70 de ancho. A cada lado de la
escalinata se ven figuras gigantescas y de gesto tosco, esculpidas en piedra en
bajo relieve, de 9 o 10 pies de altura y en una posición ligeramente inclinada
hacia atrás desde el final de la escalinata hasta el piso del corredor. El grabado
de enfrente representaba este lado del patio, y el siguiente muestra solamente
las figuras, en una mayor escala. Van adornadas con ricos tocados de cabeza y
collares, pero su actitud es de tristeza y conturbación. El trazado y las
dimensiones anatómicas de las figuras tienen defectos, pero hay una fuerza
expresiva en ellas que refleja la habilidad y poder creador del artista. Cuando
nos posesionamos por primera vez del Palacio, este patio estaba lleno de
árboles, de forma que apenas podíamos penetrarlo con la vista, y también
lleno de escombros, hasta el punto de que nos vimos obligados a realizar
excavaciones de varios pies de profundidad antes de poder extraer las figuras
en cuestión.
A cada lado del patio, el palacio estaba dividido en apartamentos,
probablemente dormitorios. A la derecha, las columnas se habían caído en su
totalidad. A la izquierda, todavía se mantenían en pie y estaban ricamente
ornamentadas con figuras de escayola. En el apartamento central, en uno de
los orificios del arco a que nos hemos referido anteriormente, se veían los
restos de un pilote de madera de aproximadamente un pie de largo, que antes
se extendía al través, pero los restantes estaban carcomidos. Fue esta la única
pieza de madera que encontramos en Palenque, y no la descubrimos hasta
después de habernos apercibido de unos dinteles de madera situados sobre las

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puertas. Estaban también muy carcomidos y, probablemente, en pocos años
no quedaría el menor vestigio de ellos.
En la parte más alejada del patio había otra serie de peldaños, que se
correspondía con la de enfrente y a cada lado de la cual había figuras
esculpidas; en la superficie lisa entre ambas se veían bloques individuales de
jeroglíficos…
Todo el patio rebosaba de árboles y abundaba en ruinas de varios pies de
altura, de modo que no podía apreciarse la estructura arquitectónica exacta.
Como teníamos nuestras camas en el corredor adyacente, cuando
despertábamos por la mañana y luego al final de la jornada de trabajo, las
teníamos bajo nuestra vista. Cada vez que bajábamos las escaleras, las hoscas
y misteriosas figuras nos miraban fijamente a la cara; para nosotros, era una
de las más interesantes partes de las ruinas. Estábamos deseosos de realizar
excavaciones, limpiar el recinto de escombros y dejar expedita toda la
plataforma; pero esto era imposible. Probablemente está pavimentada con
piedra o cemento; y a juzgar por la profusión de ornamentos en otras partes,
hay razones para creer que podrían sacarse a la luz muy curiosas e
interesantes muestras. Este agradable trabajo se reserva para el futuro
expedicionario, que quizá vaya allí mejor dotado de hombres y equipo y con
más conocimiento de lo que puede hallar allí; y, en mi opinión, si no halla
nada nuevo, el simple espectáculo de todo el patio le compensará del trabajo y
gasto de limpieza del mismo.
La parte del edificio que forma la trasera del patio, con el que comunica
por escaleras, consiste en dos corredores, lo mismo que en el de frente,
pavimentados, emplastados, y ornamentados con estuco. El piso del corredor
que da frente al patio sonaba a hueco, y se había practicado una rendija en él,
que parecía conducir a una cámara subterránea; pero, al descender, mediante
un árbol en el que se habían practicado unos cortes, y con ayuda de una vela,
hallamos solamente un hueco en la tierra, sin unión con pared alguna.
En el corredor más alejado, la pared estaba rota en algunos lugares, y tenía
varias capas independientes de argamasa y pintura. En un sitio contamos
hasta seis capas, cada una de las cuales conservaban residuos de colores. En
otro punto, pudimos ver lo que parecía una línea de caracteres escritos con
tinta negra. Hicimos un esfuerzo para llegar a ella, pero al tratar de remover
una delgada capa superior, se adhirió a esta, y tuvimos que desistir.
Este corredor estaba abierto a un segundo patio, de 80 pies de largo por 30
de ancho. El piso del corredor estaba a 10 pies sobre el del patio, y en la

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pared, abajo, había piedras cuadradas con jeroglíficos esculpidos en ellas. En
las columnas había figuras de estuco, pero en estado ruinoso.
En la otra parte del patio había dos filas de corredores, que remataban el
edificio en esta dirección. El primero de ellos se divide en tres apartamentos,
con puertas que se abrían desde los extremos sobre el corredor de poniente.
Todas las columnas se mantienen en pie; excepto la de la izquierda norte.
Todas están cubiertas de ornamentos de estuco, y otra en jeroglíficos. El resto
contiene figuras en bajo relieve.
La primera estaba circundada por un borde muy ancho al pie, parte del
cual está destruido. El tema consiste en dos figuras con ángulos faciales
similares al de la placa anterior, penachos de plumas y otros adornos para
tocados de cabeza, collares, cintas y sandalias; cada una sostiene el mismo
curioso bastón o cetro, parte del cual está destruido; y frente a sus manos hay
jeroglíficos, que probablemente narran la historia de estos incomprensibles
personajes. Las otras están en un estado más ruinoso, y no se ha hecho intento
alguno para su restauración. Una está de rodillas como para recibir un honor,
y la otra, un golpe.
Hasta aquí la disposición del palacio es sencilla y fácil de comprender,
pero a la izquierda hay varios edificios peculiares e independientes como
puede verse en el plano, cuyas características, sin embargo, no considero
necesario describir. El rasgo más característico es la torre en la parte sur del
segundo patio. Esta torre es bien visible por su altura y proporciones, pero al
examinarla en detalle, no satisface ni interesa. La base tiene treinta pies
cuadrados, y cuenta tres pisos. Al entrar pisando sobre un montón de basura
que había en la base, encontramos otra torre, distinta de la exterior, y una
escalinata de piedra, tan estrecha que un corpulento hombre no podría subirla.
Esta escalinata terminaba en un techo de piedra ciego, que bloqueaba todo
paso posterior; el último peldaño estaba tan solo a seis u ocho pulgadas del
mismo. No teníamos ni idea de por qué esta escalera terminaba de semejante
modo. La torre, en conjunto, era una sólida estructura de piedra, y en cuanto a
su disposición y finalidad tan incomprensible como las tablas esculpidas.
A la izquierda de la torre hay otro edificio con dos corredores, uno
ricamente adornado con figuras de estuco y que tiene en el centro la tabla
elíptica representada en el grabado opuesto. Tiene cuatro pies de largo y tres
de ancho, de roca dura fijada a la pared, y la escultura es un bajo relieve. A su
alrededor están los restos de un rico reborde en estuco. La figura principal
está sentada con las piernas cruzadas sobre una litera ornamentada con dos
cabezas de leopardo; la actitud es suave, la fisonomía igual a la de los otros

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personajes, y la expresión, tranquila y benevolente. La figura lleva alrededor
de su cuello un collar de perlas, del que cuelga un pequeño medallón que
contiene una efigie, quizá se trate de la imagen del sol. Como los otros temas
de escultura que encontramos por el país, el personaje llevaba pendientes,
brazaletes en las muñecas y un cinturón alrededor de las caderas. El tocado de
cabeza difiere del de la mayoría de los de Palenque, ya que le faltan las
plumas. Cerca de la cabeza hay tres jeroglíficos.
La otra figura, que parece la de una mujer, está sentada en el suelo con las
piernas cruzadas, ricamente vestida y, aparentemente, en actitud de hacer una
ofrenda. En esta supuesta ofrenda se ve un penacho de plumas, que, como se
ha dicho, es el atuendo de cabeza que le falta a la figura principal. Sobre la
cabeza del personaje sentado hay cuatro jeroglíficos. Es esta la única pieza de
piedra esculpida que se ve en el Palacio, si exceptuamos las que hay en el
patio. Debajo de la misma había antes una losa, cuya impresión en la pared
todavía es perceptible, y que se refleja en el grabado con trazos débiles, según
el modelo de otras losas todavía existentes en otros lugares.
Al final de este corredor hay una abertura en el pavimento, que, a través
de una serie de peldaños, conduce a la plataforma; desde esta hay una puerta,
con ornamento de estuco sobre ella, que se abre —a través de otra serie de
peldaños— a un pasadizo estrecho y oscuro, que termina en otros corredores,
que discurren transversalmente. Estos se llaman apartamentos subterráneos;
pero hay ventanas que desde ellos se abren al suelo, y, en realidad,
constituyen lisa y llanamente un piso bajo por debajo del pavimento de los
corredores. En la mayoría de los lugares, sin embargo, son tan oscuros que es
necesario visitarlos con velas encendidas. No hay bajo relieves ni ornamentos
de estuco; y los únicos objetos que nuestro guía señaló o que atrajeron nuestra
atención, fueron algunas tablas de piedra, una de las cuales cruzaba y
bloqueaba el corredor, de unos 8 pies de longitud, 4 de ancho y 3 de altura.
Uno de estos corredores inferiores tenía una puerta que daba a la parte
posterior de la terraza, y solíamos cruzarla con una vela para llegar a las otras
edificaciones. En otros dos puntos, había tramos de escalera que conducían a
los corredores superiores. Probablemente se trataba de dormitorios.
En la parte del plano marcada «Habitación núm. 1», las paredes estaban
más ricamente adornadas con ornamentos al estuco que cualesquiera otras del
Palacio; pero, desgraciadamente estaban muy deterioradas, mutiladas. A cada
lado de la entrada había una figura de estuco, una de las cuales, la más
perfecta, se reflejaba en el grabado opuesto. Cerca hay un apartamento en el
que está señalado «pequeño altar». Estaba ricamente ornamentado, como

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aquellos a los que nos referiremos respecto a otras edificaciones; y, por la
apariencia de la pared posterior supusimos que allí había habido tablas de
piedra. En nuestra gran ignorancia acerca de los hábitos de la gente que había
ocupado primeramente este edificio, nos fue imposible construir hipótesis
alguna sobre qué utilización se había hecho de estos apartamentos; pero sí
estamos en lo cierto al llamarle Palacio, el nombre que le dieron los indios
parece posible que la parte que circundaba los patios eran para actos públicos
y oficiales y, que el resto se ocupaba como lugar de residencia de la familia
real; esta habitación con el altar —suponemos— era lo que llamamos, en
nuestros tiempos, una capilla real.
Con esta ayuda y la facilitada por el plano, el lector podrá abrirse camino
a través del Palacio de Palenque; se formará alguna idea sobre la profusión de
sus ornamentos, de su singular y sorprendente carácter y de su lúgubre
aspecto, rodeado de árboles; y quizá la fantasía le hará ver —como a nosotros
— cómo era antes de que la mano de la ruina hubiera pasado sobre él,
perfecto en su amplitud y ricas decoraciones y ocupado por un pueblo extraño
cuyos retratos y esculturas adornan ahora sus paredes.

Incidents of Travel in Central America, 1842

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¿El elefante en América?

GRAFTON ELLIOT SMITH

SIR GRAFTON ELLIOT SMITH (1871-1937) nació en Grafton, Gales del Sur,
y estudió Medicina en la Universidad de Sydney. En 1894 comenzó su labor
investigadora en el campo de la anatomía, especializándose en la estructura
del cerebro humano, y en 1896 fue a Inglaterra a continuar sus estudios en
Cambridge. En 1900 aceptó el cargo de Profesor de Anatomía en la Escuela
Médica Estatal de El Cairo, y durante su estancia en Egipto se percató de la
importancia y posibilidad de aplicar su trabajo a los estudios de arqueología
y antropología. Se unió a un grupo de arqueólogos en una exploración de
20.000 tumbas nubias y su contribución a la ciencia fue grande en el campo
de la paleopatología. En su posterior actitud profesional como titular de
Anatomía en las Universidades de Manchester y Londres, siguió mostrando
un vivo interés por todas las facetas de la magia y religión, las primitivas
emigraciones y la difusión de las culturas y fomentó una teoría sobre el
posible origen egipcio de la civilización de América Central, que hoy cuenta
con muchos adeptos.

La discusión sobre las representaciones que del elefante se han hecho ha


desempeñado un papel excepcionalmente importante en la interpretación de la
obra del hombre primitivo, por lo que la identificación de elefantes
reproducidos de manera estilizada o convencional se ha convertido en uno de
los temas candentes dentro del gran problema de la reconstrucción de la
antigua historia de la civilización.
En su «Historia de la Nueva Francia», publicada en 1744, el Padre
Charlevoix nos hace el relato de una tradición, que todavía pervive entre los
indios norteamericanos, sobre un gran alce, respecto al cual el finado Sir
Edward Taylor hizo el siguiente comentario: «Es difícil imaginar que la
visión real de un elefante vivo hubiera dado origen a esta tradición». En 1813,
el Barón Von Humboldt describió el cuadro… de una criatura con cabeza de
elefante, manos humanas, pies de pájaro y, como el Profesor Seler señaló

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hace algunos años, alas de murciélago, sobre lo cual Humboldt hizo las
siguientes observaciones: «El disfraz de los sacerdotes en los sacrificios
ofrece algunas notables y no accidentales semejanzas con el Hindú Ganesa (el
dios de la sabiduría con cabeza de elefante)». Uno parece reconocer en la
máscara del sacrificador la trompa de un elefante. El hocico del tapir no cabe
duda que sobresale un poco más que el de nuestros cerdos, pero la trompa que
figura en el «Codex Borgianus» está muy lejos de ser el hocico de un tapir.

Ejemplares de las famosas pipas de Iowa.

Durante el período de intervención ha producido una gran controversia


respecto a estos y muchos otros cuadros y esculturas. Por ejemplo, hay una
pintura en el «Codex Cortés»… que representa una figura humana con cabeza
de elefante. La identidad de este dios con cabeza de elefante es obvia, porque
lleva rayos y está asociado con una serpiente enrollada como para retener el
agua que debía caer como lluvia. En otras palabras, se trata de una
representación aparentemente infantil de un episodio en el «Rig-Veda» en el
que dios India, que está asociado con un elefante y un trueno, sostiene un
combate con la serpiente Vritra, descrita en la épica india en actitud de
detener las aguas, o sea precisamente de la misma manera como el artista
maya describe el episodio.
En otro Códice Maya… el dios con cabeza de elefante está representado
en actitud de derramar agua de un vaso y con un pie sobre la cabeza de la
serpiente para impedir que la lluvia llegase a la tierra. Este es también otro
incidente en la mitología de la India, y uno podría presentar docenas de
reproducciones de estos antiguos manuscritos americanos que servirían de
guía infantil del «Rig-Veda». Si se objetase que el «Rig-Veda» fue escrito
quizá veinte siglos antes de que el artista americano dibujase estos cuadros, es
importante no olvidar que las antiguas historias indias eran todavía corrientes
en Java, Camboya y otras regiones cercanas a la esquina sureste de Asia, en la

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época en que el artista americano de la otra orilla del Pacífico pintaba sus
ilustraciones de la historia.
En el curso del pasado siglo hubo grandes controversias sobre ciertas
ornamentaciones arquitectónicas en las esquinas de las edificaciones mayas
en América Central, que han sido comparadas —y muy bien comparadas—
con análogos ornamentos de edificaciones asiáticas, particularmente de
Indochina y Java, y de los que se ha dicho representaban trompas de elefantes.
Cualquiera que estudie la evidencia asiática se dará cuenta de que estos
adornos no representan generalmente trompas de elefantes, sino formas
altamente estilizadas y diversas del makara o Capricornio indio.

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Las dos cabezas elefantinas de la estela B de Copán (según Maudslay, vista frontal)

En la fotografía del dibujo del Dr. Maudslay puede verse el extremo


superior de un cipo en Copán (siglo VIII d. de C.), en América Central. El
peculiar tocado de cabeza de la figura central presenta características
distintivas de Java e Indochina. Lo mismo en las antiguas esculturas de Boro-
Budur, en Java, que en los templos camboyanos se pueden ver tocados de
cabeza como el que aquí se muestra, y que todavía lleva el emperador de
Annam. La característica más distintiva de este singular tipo es la esquina
superior de la izquierda, que parece ser la representación estilizada de un
elefante indio con un jinete inclinado hacia atrás sobre sus lomos, que lleva
asimismo un turbante indio. La peculiar manera de estilizar la oreja se
encuentra también en Asia, desde la India a Java; el singular modo de
representar la trompa, y la sección inferior de la misma en dos zonas con
esgrafiado, evidencia exactamente los métodos empleados por los artistas del
Oriente asiático —en particular los de China— en una época que corresponde
a aquella en que estas esculturas americanas fueron realizadas. Esta y muchas
otras representaciones del elefante han sido discutidas por más de un siglo,
pero nuevos datos informativos han salido a la luz recientemente, que, a mi
entender, resuelven la cuestión definitivamente de una vez por todas.

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Vista parcial de la estela B de Copan (según Maudslay)

Las formas con semejanza de elefantes en las esquinas superiores de las


edificaciones mayas de Centroamérica han sido motivo de polémicas por más
de ochenta años (vean mi libro «Elephants and Ethnologists» 1924), pero

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nuevas pruebas acaban de aparecer que zanjan el problema de manera
definitiva y concluyente.
Mr. Eric Thompson descubrió recientemente en la colección Ayer de la
Biblioteca de Newberry (Chicago) los hasta ahora inéditos apuntes a la
acuarela realizados hace noventa años por Frédéric de Waldeck, un artista
francés que ha sido descrito (por el historiador Bancroft) como «el más
infatigable y afortunado explorador de Palenque». Nadie va a dudar de la
exactitud de la representación de la cabeza de elefante, lo mismo de perfil que
de frente, con la boca totalmente abierta, como queriendo «coger el
cacahuete». La forma romboidal de sus fauces abiertas, los cortados raigones
de los colmillos y las marcas en la sección inferior de la trompa, todo ello son
rasgos característicos del elefante.
Waldeck dice que las cuatro franjas (bajo relieves en estuco) fueron
halladas por él mismo sobre el suelo de una habitación subterránea en el
Palacio de Palenque (del que el Dr. Alfred P. Maudslay dio amplia
información en su «Biológica Centrali-Americana», con profusión de bellas
fotografías y planos), y las fotografías reproducidas fueron tomadas de sus
apuntes a la acuarela. La otra fotografía reproduce el dibujo de Waldeck (las
partes oscurecidas corresponden a restauraciones) que representa una parte de
la pared de dicha habitación.
Mi colega, profesor Collie, ha llamado mi atención sobre el hecho de que
el entramado floral —en modo alguno maya— que entrelaza ambas cabezas
de elefante (y los derivados antropomorfoseados en la segunda losa) nos
recuerdan motivos chinos bien conocidos de la época Tang, que señalan al
siglo VIII o IX de nuestra era (una fecha que parece corresponder
adecuadamente a la construcción maya en que se hallaron las losas). La
tercera losa tiene un especial interés porque representa un estilizado tapir: las
formas de la oreja, boca y hocico son características.
El dibujo en la pared es particularmente interesante. La cabeza de elefante
está colocada sobre la serpiente enroscada, como tan a menudo ocurre en los
códices mayas. Pero el escultor maya, anticipándose inconscientemente a las
controversias que habrían de desarrollarse diez siglos después ha colocado
como soportes heráldicos del elefante dos de los pretendientes rivales
establecidos por los modernos etnólogos: el guacamayo a la derecha, y a la
izquierda un muy estilizado tapir (compárese la losa con estuco)
sosteniéndose sobre el cuerpo de un pájaro. Aquí tenemos también una prueba
concluyente que debiera resolver de manera definitiva la controversia en
torno al elefante.

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Otras representaciones de elefantes han sido publicadas en San Salvador y
Panamá. En 1916, el Dr. Thomas Gann halló en un montículo de Yallock en
Guatemala, un vaso cilíndrico (actualmente en el Museo de Bristol) con
pinturas policromadas de dos elefantes reproducidos en su verdadero color…
La forma de la cabeza, cuerpo y patas no permiten abrigar dudas respecto a su
identidad como elefantes; y las particularidades observadas en la mandíbula
inferior y los dientes pueden explicarse estudiando la manera de estilizar los
elefantes en Java y otros lugares del lejano Oriente. En los siglos en que el
Gupta indio dominó la expresión artística en Indochina e Indonesia, China se
vio también sometida a su influencia. No es mera casualidad que el arte chino
llegase a su cénit durante el período de T’ang (602-907 de nuestra Era). La
influencia de la India dejó su marca en el arte budista chino, y probablemente
también en el del período de Nara, en Japón. Pero la gran ola de cultura que
fluyó sobre Asia Oriental y el archipiélago malayo en el siglo VIII se introdujo
también en Oceanía, y fue llevada a América Central. Los bajo relieves de
Palenque representan el elefante asociado con motivos florales que hablan del
período de Tang ya que corresponden a aquel período y fueron expresión de
la misma inspiración.

The Elephant Controversy Settled by a Decisive Discovery.


Illustrated London News, 15 de enero de 1927

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El templo pirámide de Tepoxtlan

EDUARD SELER

EDUARD SELER (1859-1922) nació en Alemania y su deseo era hacerse


maestro de escuela. Una grave enfermedad le obligó a buscar una ocupación
más sedentaria, de modo que se puso a trabajar como traductor. Un libro
sobre la América pre-colombina suscitó su interés en el tema, obteniendo un
empleo en el departamento americanista del Museo Etnológico de Berlín. Por
aquel tiempo, su salud había mejorado notablemente y en 1887 partió en una
expedición con destino a América Central. Grande fue su contribución en el
estudio de los escritos mayas y aztecas, e interpretó el complicado calendario
azteca, aparte sus trabajos de campo en los monumentos de la región.

La escollera que conduce desde Ciudad de Méjico, en dirección sur —que


antes discurría por las aguas saladas del mismo lago y ahora a través de
prados— hasta Churubusco, el antiguo Uitzilopochco, donde la carretera tiene
un ramal a Chalco y otro que va hasta las márgenes de las grandes corrientes
de lava, que se extienden desde un pequeño volcán bajo la colina cerro de
Ajusco hasta la llanura, a 2.300 metros sobre el nivel del mar. Un viajero que
deje el pueblo por esta carretera verá ante sus ojos una alta cordillera, que une
la alta Ajusco con el cono de vértice nevado del Popocatepetl, y en esta
dirección forma la vertiente sin drenar de Méjico. Esta cordillera está cruzada
desde Xochimilco por un largo sendero gradualmente ascendiente, que,
finalmente conduce a una extensa floresta de pinos que cubren todo el ancho
de la cordillera. Otra carretera, que parte de Chalco, se introduce en el valle
de Amecameca, precisamente junto a la base occidental del Popocatepetl, por
una senda menos elevada. En ambos lugares, la montaña desciende por el sur
casi en plomada hacia los valles inferiores, cuyos torrentes corren hacia el río
de las Balsas. Son estos los valles de Cuernavaca, situados a unos 1.600
metros sobre el nivel del mar, y de Yautepec, unos 500 metros más bajo. Son
famosos desde los tiempos antiguos por su benigno clima. Aquí los reyes
mejicanos tenían sus jardines de recreo, donde cultivaban plantas de las

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tierras cálidas, que en el mismo Méjico no florecían. Cortés no dejo de incluir
este distrito dentro de los límites de su marquesado, y los virreyes, así como
el infortunado Maximiliano, gustaban de residir en este privilegiado valle. A
mitad de camino entre Yautapec y Cuernavaca, inmediatamente al pie de la
ondulada cordillera que se eleva al norte, en una escarpada que hay en el
extremo superior de una serie de colinas y quebradas que divide los valles de
Yautapec y Cuernavaca, en el centro de una pequeña llanura que forma el
extremo noroeste del valle de Cuernavaca, está situada la ciudad de
Tepoxtlan. Aunque solo alejado unas tres millas de cada una de las
mencionadas ciudades, este lugar, debido a estar distanciado de las grandes
rutas que irradian desde la capital y en las faldas de una montaña, ha
permanecido hasta hace poco escasamente conocido o explorado. Los
antiguos habitantes, que sin duda eran de la misma raza que los Tialhuies de
Cuernavaca, han participado mayormente en la historia de la última.
Cuernavaca, la antigua Quauhnauac, fue el primer territorio que cayó en
manos de los mejicanos cuando empezaron a extenderse más allá de los
límites del valle. Durante el reinado del tercer rey mejicano, Itzcouatl, que
reinó en el segundo cuarto del siglo XI, tuvo lugar el asedio y captura de
Cuernavaca; y bajo Moctezuma Ilhuicamina, el rey que sucedió a Itzcouatl,
Tepoxtlan (es citado en el Códice de Mendoza, juntamente con Quauhnauac,
Uaxtepec y Yautepec), Aubin-Goupil informa, con relación a la subida al
trono en el año 1487 del rey Ahuitzotl, que fue celebrada con grandes
sacrificios de cautivos, que se habían instalado nuevos reyes en Quauhnauac,
Tepoxtlan, Uaxtepec, Xiloxochitepec.
En la lista de tributos (códice de Mendoza, pág. 26, núm. 13), Tepoxtlan,
«lugar del hacha», se coloca de nuevo con las mismas ciudades del grupo
Uaxtepec. Cortés estableció contacto con Tepoxtlan en el año 1521, durante
su marcha desde Yautepec a Cuernavaca, cuando, al no querer sus habitantes
rendirse voluntariamente, quemó la ciudad. Bernal Díaz alabó las bellas
mujeres y el botín que los soldados obtuvieron aquí. Después de establecido
el poder español, Tepoxtlan, con Cuernavaca fue incluida en la regalía que,
con el título de Marqués del Valle de Oxaca se le confirió a Cortés en
recompensa por sus distinguidos servicios. Una relación manuscrita del año
1582, que se conserva con otras de idéntico carácter en el Archivo General de
Indias en Sevilla, se refiere al lugar como Villa de Tepoxtlan, y menciona seis
estancias a ella subordinadas. En dicha Relación se informa asimismo que la
lengua mejicana era hablada por sus habitantes, lo mismo los que todavía
vivían en el lugar como aquellos otros que, habiéndose disgustado con el país,

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habían emigrado a la vecindad de Veracruz. Con su incorporación al
marquesado, la ciudad se salvó sin duda de la opresión y vejación de
comendadores de menor cuantía. En su aislado pueblo montañoso, la gente
pudo preservar su idioma y viejas costumbres. El lugar tiene ahora una
población de 5.000 a 6.000 almas de pura descendencia india, que hablan un
mejicano, puro, incorrupto, están orgullosos de su descendencia y se aterran
tenazmente a sus viejas y tradicionales costumbres. Es digno de mencionar
por su interés que desde el año pasado se publica aquí un periódico con el
título «El Grano de Arena», que, además del texto español contiene algunas
columnas en lengua mejicana.
Cuando pasábamos por la ciudad de Cuernavaca en Diciembre de 1887 de
regreso de una expedición a Xochicalco, se nos informó que había una
pirámide en Tepoxtlan tan interesante como la de Xochicalco. Deseábamos
visitarla, pero el gobernador del Estado de Morelos nos dijo en aquella época
que no podía permitirlo porque «estos indios son terribles». Como todavía
teníamos mucho que ver en otras partes, no insistimos. Aparte el informe
general, nada se supo hasta muy recientemente de la pirámide de Tepoxtlan,
pero hace dos años, con ocasión de la extraordinaria Sesión del Congreso
Americanista que había de celebrarse en Méjico y se hacían esfuerzos en todo
el país para suministrar algo nuevo en materia de reliquias y hallazgos para
los investigadores que asistían a esta reunión, se pensó —incluso en
Tepoxtlan— en liberar la pirámide de esta localidad de los escombros que la
ocultaban a la vista y abrir sus cámaras interiores y paredes exteriores. Un
joven ingeniero Francisco Rodríguez, un nativo de Tepoxtlan, acogió esta
idea con entusiasmo y luchó para llevarla a la práctica. Logró inducir a sus
conciudadanos a que prestasen servicios voluntarios, y así, en los meses de
agosto y septiembre de 1895, la pirámide quedó despejada, acontecimiento
del que los tepoxtecas se sienten hoy orgullosos.

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Fachada posterior del templo de Tepozteco, en Tepoztlan, Morelos (México). Cultura
Náhuatl.

Una descripción de la pirámide, incluyendo un plano de la estructura, fue


sometido por el Sr. Rodríguez al Congreso reunido en octubre del año 1895.

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Ahora se ha publicado en las memorias del Congreso. Más tarde, acompañado
por el Sr. Rodríguez, Mr. Marshall II Saville visitó la pirámide y tomó varias
fotografías de la misma. En agosto de 1896, Mr. Saville leyó un informe
sobre la pirámide ante la American Association for the Advancement of
Sciences (Asociación Americana para el Progreso de las Ciencias), reunida en
Buffalo, que fue publicado en el volumen 8 del Boletín del Museo Americano
de Historia Natural, y, más tarde, en el periódico «Monumental Records». A
base de este informe y el del Sr. Rodríguez, recogí la información que aparece
más abajo.
La pirámide está situada a unos 2.000 pies sobre el pueblo, en un
acantilado que se destacaba de la cadena montañosa, que, al norte de la ciudad
se eleva arrugada y en precipicio sobre la llana planicie, pero su
emplazamiento exacto está marcado por unas prominencias rocosas que a la
izquierda sobresalen por encima de la cordillera. Desde la base del precipicio,
la carretera asciende a través de un pequeño cañón. Encontramos algunos
tramos de escaleras, unos hechos en la misma roca, y otros construidos con
ladrillo. Se ven inscripciones talladas aquí y allí en las paredes
perpendiculares de la garganta. Aproximadamente a mitad de la altura a la
cima, la carretera emerge del cañón y corre hacia arriba por el mismo frente
del acantilado. En un tramo de casi 100 peldaños, según informe de Saville, el
ascenso es casi perpendicular. Los peldaños o están incrustados en la roca o
apoyados por mampostería. Cuando Rodríguez comenzó sus excavaciones
aquí, se vio obligado a utilizar escalas en dos puntos, ya que el camino estaba
obstruido por los fragmentos de roca desprendida. Una vez alcanzada la cima
del acantilado, se observa que consiste en dos mesetas separadas que están
conectadas por una estrecha lengua. Al Oeste, en una de estas dos mesetas,
está el templo-pirámide, la otra está casi totalmente cubierta de paredes
maestras de distintos tipos y tamaños, que seguramente sirvieron de morada a
los sacerdotes, y otras edificaciones anejas. Detrás se levanta un rocoso
acantilado cubierto de pinares al que solo se puede llegar desde este lugar, y
aquí el Sr. Rodríguez encontró agua corriente.
Vista desde la parte Oriental, la pirámide se eleva en tres terrazas sobre
una tosca estructura que forma una base horizontal sobre el agreste y
desnivelado terreno… Un tramo de escalera en esta parte conduce a la cima
de la primera terraza que, elevándose hasta una altura de 9,5 metros sobre el
cimiento rocoso, forma la amplia base del propio edificio, compuesta por las
otras dos terrazas. Una segunda escalera en la parte sur, cerca de la entrada
del templo, conduce a la cima de la terraza inferior… Al Oeste, donde está el

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frente del templo, la primera terraza forma una pequeña plataforma, y, en el
centro de esta, hay un banco bajo rectangular con esquinas dentadas, por
encima del cual probablemente tramos de escaleras conducían a los cuatro
costados. La situación de esta pequeña estructura corresponde al lugar donde,
en el gran templo de Méjico, estaban las dos piedras redondas, la
«quauhxicalli» y la «temalacatl», y seguramente se utilizaba para similares
sacrificios. También hallé una estructura análoga en Quiengola, en la línea
media de la plataforma de la pirámide oriental, cuyo frente también miraba al
Oeste. Desde esta plataforma, una escalera conduce a la cima de la segunda
terraza y a la entrada del templo propiamente dicho, que forma la tercera
terraza. Este templo contiene paredes de 1,9 metros de espesor, construidas
con bloques de «tezontle» (roca volcánica porosa) roja y negra, con un
copioso mortero de limo y arena, y que llega hasta 2,5 metros de altura. El
tejado se ha derrumbado. Por las ruinas, Rodríguez pudo aún determinar que
había sido un arco liso con una elevación máxima de 0,5 metros, una longitud
de 5 metros y un espesor de 0,7 metros, compuesto por piezas de «tezontle» y
una gran cantidad de mortero, cuyo uso en gruesas capas hizo posible su
construcción. En el emplazamiento de la pared frontal pueden verse los restos
de dos columnas de mampostería, que daban paso a una amplia entrada
central con otras dos estrechas, una a cada lado. El espacio interior está
dividido por una pared de 0,9 metros de espesor, atravesada por una puerta de
entrada, en dos habitaciones, de las cuales la frontal discurre 3,73 metros y la
interior, 5,2 metros, con un ancho de 6 metros. En el centro de la habitación
frontal, Rodríguez encontró una depresión rectangular y, en ella, residuos de
carbón vegetal y trozos bien conservados de «copal» (resina). Aquí estaba,
pues, con toda probabilidad la pira donde ardía el fuego sagrado y de donde,
seguramente, se extraían ascuas con que quemar incienso en honor a su dios.
En el eje de la cámara interior, y contra la pared del fondo, estaba el ídolo.
La puerta que conectaba las dos habitaciones tenía un ancho de 1,9 metros.
Está flanqueada por dos pilares, que están cubiertos de estuco y ricamente
ornamentados. En la parte inferior hay una especie de rizado; sobre este, una
greca en relieve, como las de los palacios de Mitla, y, en la parte superior una
pintura del sol, de la que solo se conserva la parte inferior. Todo ello está
pintado en colores, y estos colores se mantienen aún aceptablemente frescos.
En el sitio donde estaba el ídolo, en la habitación posterior, Rodríguez halló
restos de una subestructura entre los que había dos piezas esculpidas, una de
ellas —según relato— conteniendo un bajo relieve, cuyo carácter no se
especifica, pintado con un color rojo vivo; la otra es una representación en

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relieve de la corona real mejicana (xiuh-uitzolli). Ambas piezas se conservan
hoy en el cabildo de Tepoxtlan, en un cuarto convertido en museo. La
característica más interesante del apartamento interior son los bancos,
adornados en su frente con piedra labrada. Van en círculo en una parte de la
habitación central y luego a lo largo de la parte posterior y ambas paredes
laterales de la habitación interior. Muestran en la parte superior, un friso
estrecho, un tanto sobresaliente, sobre el que al parecer se representan los
veinte caracteres de los días. Debajo, y en cada pared lateral, hay cuatro
grandes losas, con símbolos en relieve, que, aparentemente se refieren a los
cuatro puntos cardinales. En la parte sur vimos lo que parecían ser las cuatro
edades prehistóricas; en la parte norte, dos dioses que corresponden a los
cuatro puntos cardinales están representados por sus símbolos. Trataré de
explicar estos con más exactitud, hasta que puedan estudiarse moldes o
buenas fotografías. Los relieves en la pared posterior son quizá de una
naturaleza todavía más interesante, aunque, desgraciadamente, una parte del
banco está destruida. Es de esperar que Mr. Saville, que acaba de regresar a
Tepoxtlán y Xochicalco, traiga a casa moldes satisfactorios y dé a conocer
estas representaciones.
Finalmente, además de lo antedicho, dos tablas de piedra, que se
encontraban empotradas en la pared sur de la terraza inferior de la pirámide,
son de un interés especial. Una contiene el jeroglífico del rey Ahuitzotl, que
deriva su nombre de un pequeño animal acuático en forma de fantasma, que,
según los relatos mejicanos, desempeñó el papel de una especie de espíritu del
agua y así se representaba. En la otra losa, había pintado un conejo, y a su
lado, 10 círculos, que debían indicar el año 10 Tochtli, correspondiente al año
1502 de la Era Cristiana, último año del reinado de Ahuitzotl, o año de su
muerte. Saville interpretó estas dos tablas con toda exactitud, llegando a la
conclusión de que el año en que se erigió el templo y su constructor quedaron
así inmortalizados. Probablemente, esto es correcto, en cuyo caso, en realidad,
«el antiguo templo de Tepoxtlán sería la única estructura aborigen que todavía
quedaba en pie en Méjico a la que se le podía asignar una fecha exacta».
Sería luego interesante saber a qué dios se le ofrendaban los sacrificios en
este lugar. Ni Rodríguez ni Saville han intentado responder a esta pregunta.
Yo, afortunadamente, me encuentro en condiciones de resolver la incógnita
sin más discusiones. Había un tipo de divinidades o deidades entre los
mejicanos que estimulaba el deseo o la repugnancia de los monjes y de los
españoles en general. Eran estos los dioses de la borrachera. Igual que
nosotros (en Alemania) decimos de un borracho que «ha cogido una mona»,

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los mejicanos, con otra idea sin duda totalmente distinta, hablan de «un
conejo» (tochtli), bajo cuya influencia actúa la persona bebida. Dicen de esta
que «se enconejó» (omotochtli) cuando alcanza un estado de insensibilidad
que le puede conducir a hacer daño. De aquí que los dioses de la borrachera
se llamaran también Totochtin, «conejos». El día Tochtli «ome» (2 conejos)
estaba bajo su influencia. Cualquiera que naciese aquel día no sería persona
que tomase especiales precauciones y estaría condenado irremisiblemente a
convertirse en un beodo. Toda vez que había diferentes tipos de borrachera —
y la propia intoxicación se manifiesta en distintas personas con diferentes
efectos—, los «400 conejos», (centzon totochtin) significaban algo así como
«si alguien tratara de decir que el pulque hacía innumerables tipos de
borrachos». Por ello, estos dioses eran llamados también «centzon totochtin»,
los «400 conejos», y un gran número de ellos eran designados con nombres
particulares. Respecto al significado de estas deidades, este hecho es de
importancia primordial, ya que están íntimamente relacionadas con la diosa
de la tierra. Como ella, llevan el dorado adorno de nariz «Huaxtec», en forma
de media luna, que se llamaba yacametzli. Este adorno era tan típico entre
ellos, que generalmente aparece en todos los objetos dedicados a los dioses
pulque. Otra característica de estas deidades son las caras pintadas a dos
colores, rojo y negro. Los dos colores, en varias franjas rojinegras
longitudinales, servían también para designar los objetos dedicados a estos
dioses. Así, en el manuscrito gráfico de la Biblioteca Nacional de Florencia,
la «manta de dos conejos» (ome-tochtihnatli), que cubre los hombros de los
dioses pulque, y, en el mismo manuscrito, el escudo de Macuil-Xochitl, están
marcados de este modo. Estos dioses se caracterizan por una observación que
sobre ellos hay en el manuscrito de referencia con más exactitud que por su
relación con la diosa de la tierra. Los dioses pulque en este manuscrito se
representan después o entre las «fiestas móviles», inmediatamente después de
la fiesta de las flores (chicome xochitl y ce xochitl), y aquí se dice que
«cuando los indios habían cosechado y almacenado su maíz, bebían hasta la
intoxicación y danzaban mientras evocaban este demonio y otros de estos
cuatrocientos». Parece, pues, que se trata aquí de dioses de la agricultura o
economía doméstica, que impartían virtud al suelo como el pulque y daban
valor y fortaleza, siendo la bebida de los temerarios y fuertes, de las águilas y
los jaguares (quauhtli y ocelotl), es decir los guerreros.
Entre los nombres por los que eran conocidos estos dioses, además del
«ome Tochtli» (2 conejos), que se refiere directamente a su naturaleza como
dioses pulque, encontramos casi exclusivamente algunos que se derivan de

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nombres de localidades o al menos están formados de un modo similar a los
que se derivan de nombres de lugares como Acolhua, Colhuatzincatl,
Toltecatl, Totoltecatl, Izquitecatl, Chimalpanecatl, Yauhtecatl, Tezcatzoncatl,
Tlaltecayoua, Pahtecatl, Papaztac, Tlilhua; y un dios pulque, Tepoxtecatl, un
dios de Tepoxtlan, se cita repetidamente y de manera destacada.
Si tomamos en consideración el hecho de que el templo que he descrito
antes, todavía le llama la gente «casa del Tepoxteco», entonces no está lejos
la hipótesis de que se trata de nuestro Tepoxtlán del que el dios Tepoxtecatl
deriva su nombre, y esta suposición se ve confirmada por dos buenos testigos.
En la relación que ya mencioné al comienzo, que era la respuesta a una
pregunta escrita y enviada en el reinado de Felipe II con el mismo texto a
todas las ciudades de los territorios coloniales españoles, la pregunta relativa
al nombre de este lugar, y el significado del nombre se contesta así: Se dice
que la localidad se llama Tepoxtlan porque, cuando sus antepasados se
asentaron en esta tierra, encontraron ya este nombre en uso, ya que los que se
habían asentado allí antes (o primero) dijeron que el gran demonio, o ídolo,
que tenían se llamaba Ome Tuchitl, es decir «2 conejos», y que llevaba el
sobrenombre de Tepoxtecatl. El otro testimonio que facilitado por el tantas
veces repetido manuscrito gráfico de la Biblioteca Nacional de Florencia, que,
aparte otros varios dioses pulque, representa a Tepoxtecatl de cuerpo entero y
con jeroglíficos y observaciones relativas al mismo: «Es esta la
representación de una gran iniquidad que era habitual en una aldea llamada
Tepoxtlan; es decir, cuando un indio moría en estado de intoxicación, los
otros habitantes de la aldea le hacían una gran fiesta, blandiendo en sus manos
hachas de cobre que servían para derribar árboles. Esta aldea está cerca de
Yautepeque. Son vasallos del Marqués del Valle…». Es de esperar que el
interés suscitado una vez entre los patrióticos habitantes de Tepoxtlan
continúe, y que ulteriores investigaciones suministren más material
importante para el estudio de la antigua civilización y la historia de estas
regiones.

The Temple Pyramid of Tepoxtlan, Bulletin of the Bureau of


American Ethnology, n.º 28, 1904

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Una tumba real en Palenque

ALBERTO RUZ

ALBERTO RUZ (1906-1979) se educó en la Universidad Nacional de Cuba,


luego en la Escuela de Antropología e Historia, en Méjico, y dedicó muchos
años a sus investigaciones arqueológicas y antropológicas en la Universidad
Autónoma de Méjico y en París. Ocupó progresivamente altos cargos en el
Instituto Nacional de Antropología e Historia de Méjico, y, finalmente, fue
nombrado Director. En este cargo, dirigió muchas y valiosas investigaciones
sobre la historia de Centroamérica, con particular énfasis en la civilización
de los antiguos mayas.

Cuando, en la primavera de 1949, el Instituto Nacional de Antropología e


Historia de Méjico, me nombró director de estudios en Palenque, me di
cuenta que se trataba del más importante cargo que había tenido en mi vida
profesional.
Sabía que mis predecesores habían sido exploradores, artistas, hombres de
ciencia y personas destacadas, y que allí se habían descubierto maravillosas
esculturas en el transcurso de 150 años; pero estaba convencido de que
muchos otros tesoros arqueológicos todavía permanecían ocultos entre los
escombros de los palacios, templos, pirámides y bajo la densa y misteriosa
jungla de Chiapas que había sido su celoso guardián.

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Palenque. Detalle de la crestería del Templo de la Cruz.

Una característica de mi plan de trabajo era que siempre estaría presente


en los planes de los arqueólogos que trabajaban en Méjico y América Central:
buscar estructuras arquitectónicas de épocas anteriores que yacían debajo de
las construcciones hoy visibles. Se ha comprobado, en efecto, que los
antiguos habitantes de América Central tenían la costumbre de edificar en la
cima de viejas construcciones, debido mayormente a su intención de aumentar
su altura y llevarlos más cerca del cielo, donde moraban los dioses, más que
por razones puramente prácticas.
Por varias razones, decidí realizar semejante búsqueda en el Templo de
las Inscripciones. Primero, porque era el edificio más alto de Palenque y, por
lo tanto, el que tenía más probabilidades de haber sido construido sobre una
vieja edificación; en segundo lugar, porque era importante y contenía algunos

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paneles grandes y finamente esculpidos y unas de las mayores inscripciones
mayas en jeroglífico; y tercero, porque nunca se había explorado y su piso
estaba más o menos intacto… debido a que estaba construido con grandes
losas en vez del más usual emplasto simplemente nivelado.

Palenque. Templo de las Inscripciones.

El templo consta de un pórtico que conduce a un santuario y dos celdas


laterales; y en la nave central del templo, una de las losas del piso llamó mi
atención, como les había ocurrido a mis predecesores en aquel lugar. Esta losa
tiene en torno a sus bordes dos filas de agujeros provistos de «enchufes» de
piedra. Después de cavilar durante horas sobre su posible finalidad, llegué a la

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conclusión de que la respuesta podría hallarse bajo la piedra; así pues,
comencé a despejar el pavimento alrededor de la losa, en un lugar donde las
otras losas habían sido ya removidas o rotas por los buscadores de tesoros,
que habían desistido de seguir adelante al tropezar con pesadas piedras.
Poco después de empezar a quitar los escombros, comprobé que las
paredes del templo se prolongaban por debajo del pavimento, en vez de
detenerse a su nivel, señal segura de que se podía encontrar «algo» debajo.
Con esta esperanza, me puse a excavar y, al día siguiente (20 de mayo de
1949), apareció la piedra que en la arquitectura maya se utiliza siempre para
cerrar la bóveda. Los mayas no levantaban un verdadero arco, y su abovedado
era simplemente el resultado de colocar las paredes más cerca entre sí
mediante planos inclinados que convergían hasta que solo quedaba un muy
pequeño espacio que pudiera cerrarse con una sencilla piedra lisa. Unos días
más tarde, hallé un peldaño de escalera, y luego más y más peldaños. Lo que
había hallado era una escalinata interior que descendía a la pirámide y que por
motivos que entonces no pude comprender, se había hecho impracticable a
causa de un relleno de grandes piedras y arcilla.
Cuatro fases de trabajo —de dos meses y medio cada una— se
necesitaron antes de poder sacar la piedra de la misteriosa escalera. Después
de un tramo de 45 peldaños, llegamos a un rellano curvo en «U». De aquí
seguía otro tramo, de 21 peldaños, que conducía a un corredor, cuyo nivel
respecto al suelo es más o menos igual al de la pirámide, es decir, unos 22
metros bajo el pavimento del templo. En la bóveda sobre el rellano se abren
dos galerías que permitían el paso del aire y un poco de luz desde el patio
adyacente.
Sobre una de las primeras escaleras encontramos una construcción de
mampostería en forma de cajón que contenía una modesta ofrenda: dos
pendientes de jade colocados sobre un guijarro de río pintado de rojo.
Al llegar al final del tramo, encontramos otro cofre con ofrendas,
empotrado en una pared que bloqueaba el paso. Esta vez, las ofrendas eran
más ricas: tres fuentes de cerámica, dos cápsulas llenas de cinabrio, siete
abalorios de jade, un par de pendientes circulares, también de jade, cuyo
cierre representaba una flor, y una bella perla en forma de lágrima, con su
lustre bastante bien conservado. Una ofrenda de este tipo, a tanta profundidad,
nos indicó que nos estábamos aproximando al objetivo de la búsqueda.
Y, en efecto, el 13 de julio de 1952, después de demoler serios obstáculos
de algunos metros de espesor, hechos de piedra y limo —este estaba muy
duro, y el limo húmedo quemaba las manos de nuestros operarios— apareció

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a un lado del corredor una losa triangular de 2 metros de altura, colocada
verticalmente para bloquear la entrada. Al pie de esta losa, en una
rudimentaria arquilla de piedra, observamos, mezclados entre sí, los
esqueletos muy destrozados de seis jóvenes personas, una de las cuales por lo
menos era mujer.
A mediodía del 15 del mismo mes, abrimos la entrada, desplazando la
roca lo bastante para que una persona pudiera pasar de lado. Fue un momento
de emoción indescriptible para mí cuando pude escurrirme tras la piedra y me
encontré en una enorme cripta que parecía haber sido cortada en la misma
roca, o más bien del hielo, gracias a la cortina de estalactitas y el velo de
calcita depositado en las paredes por la infiltración del agua de lluvia a través
de los siglos. Esto aumentaba la maravillosa calidad del espectáculo y le daba
el aspecto de un cuadro de cuentos de hadas. Grandes figuras de sacerdotes
modelados en estuco de tamaño un poco mayor que el natural formaban una
impresionante progresión alrededor de las paredes. La alta bóveda estaba
reforzada por grandes travesaños de piedra, de color oscuro con vetas
amarillentas, que daban la impresión de madera pulimentada.
Lo más fino por su insuperable ejecución y perfecto estado de
conservación era la gran piedra que cubría y soportaba en sus cuatro lados
algunas inscripciones en jeroglífico con trece fechas abreviadas que
correspondían al comienzo del siglo VII antes de Cristo, mientras su cara
superior muestra una escena simbólica rodeada de símbolos astronómicos.

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Palenque. Lápida de la cámara sepulcral del Templo de las Inscripciones.

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Casi toda la cripta estaba ocupada por un colosal monumento, que a la
sazón supusimos se trataba de un altar, compuesto de una piedra de más de 8
metros cuadrados, que descansaba sobre un enorme monolito de 6 metros
cúbicos, soportado, a su vez, por seis grandes bloques de piedra cincelada.
Todos estos elementos llevaban bellos relieves.
Yo pensé que había encontrado una cripta ceremonial, pero no quise hacer
aseveraciones definitivas antes de terminar mi exploración de la cámara y,
sobre todo, antes de haber comprobado si la base del supuesto altar era sólida
o no. A causa de las lluvias y la escasez de fondos disponibles para esta fase
de la exploración, tuvimos que esperar hasta noviembre antes de regresar a
Palenque. Por aquel entonces había perforado ya la base horizontalmente en
dos de las esquinas; y no pasó mucho tiempo hasta encontrar un espacio
hueco con los taladros. Introduje un cable a través de una estrecha abertura y,
al retirarlo, vi que se habían adherido al mismo algunas partículas de pintura
roja.
La presencia de este color dentro del monolito era de importancia capital.
Las ofrendas que encontramos al principio y al final de la escalera secreta
habían tenido también pintura roja; y los lados de la gran piedra mostraron
trazas de haber sido pintados totalmente de rojo. Este color estaba asociado,
en la cosmogonía maya y azteca, con el Oriente, pero también casi siempre se
le encuentra en tumbas, en las paredes o en objetos que acompañan a la
persona muerta o sus huesos. La presencia de rojo en las tumbas venía a
indicarnos, por tanto, que simbolizaba la resurrección o una esperanza de
inmortalidad. Las partículas de cinabrio adheridas al cable introducido en el
centro del enorme bloque pétreo era, pues, incuestionable evidencia de
sepulcro: por lo que nuestro supuesto altar ceremonial debió haber sido un
sepulcro extraordinario.
Para confirmar esto era preciso levantar la piedra esculpida, que medía
3,80 × 2,20 metros, pesaba unas 5 toneladas y constituía una de las más
valiosas obras maestras de la escultura americana prehispánica. Los
preparativos duraron dos días en medio de una tensión febril. Fue necesario
derribar en la selva un árbol de dura madera del tipo que en aquella región se
denomina «bari» y cortarlo en secciones de distintas longitudes, levantar estas
sobre un sucio sendero para su transporte a la camioneta, trasladarlas en esta
hasta la pirámide, llevarlas luego a mano hasta el templo, bajarlas luego con
cables por el interior de la escalinata e introducirlas finalmente por la angosta
abertura de la cripta.

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Las cuatro mayores secciones del tronco se colocaron verticalmente bajo
las esquinas de la piedra y, en la parte superior de cada una, se colocó un gato
de ferrocarril o automóvil. El 27 de noviembre, al atardecer, después de una
jornada de doce horas de trabajo, comenzaba la emocionante maniobra. Se
tomaron toda clase de precauciones para impedir que la piedra pudiese
inclinarse o resbalar, y, sobre todo, para evitar que sufriese cualquier
deterioro o daño. Manejados simultáneamente y sin tirones, los gatos
levantaron la piedra milímetro a milímetro, y mientras ocurría esto se
colocaron losas debajo como soporte. Cuando los gatos alcanzaban su límite
de alza, se colocaban otros trozos de tronco y se repetía la operación. Un poco
antes de media noche, la piedra yacía intacta a 0,60 metros sobre su nivel
original sobre seis sólidos tacos de «barí», y unos días más tarde era izada a
una altura de 1,12 metros.
A medida que la piedra iba abandonando su emplazamiento al ser izada,
pudimos ver una cavidad que correspondía al enorme bloque y le servía de
base. Esta cavidad era de una forma inesperada, oblonga y curvilínea, algo así
como la silueta esquematizada de un pez o de la letra mayúscula griega
«omega», cerrada en su parte inferior. La cavidad estaba sellada con una losa
muy pulimentada que encajaba perfectamente y ofrecía cuatro perforaciones,
cada una con un «enchufe» de piedra. Al levantar la losa que lo cerraba,
descubrimos el receptáculo mortuorio.
No fue esta la única vez en mi carrera de arqueólogo que había
descubierto una tumba, pero ningún otro hallazgo me impresionó tanto como
este. En las paredes pintadas de bermellón, así como en la base del mismo
color cuyo conjunto hacía oficio de túmulo o catafalco, la vista de los restos
humanos —completos aunque los huesos estaban deteriorados— cubiertos
con joyas de jade en su mayor parte, era impresionante.
Fue posible discernir la forma del cuerpo que había yacido en este
sarcófago «a la medida»; y las joyas les daban algo de vida, tanto por el brillo
del jade como por su perfecta «colocación», y además porque su forma
sugería el volumen y contorno de la carne que originalmente cubría el
esqueleto. También fue fácil imaginar la alta categoría del personaje que
había podido aspirar a un mausoleo de tan impresionante riqueza.
Nos sorprendió su estatura, mayor que la del maya medio de nuestros
días; y también el hecho de que sus dientes no estuvieran provistos de
incrustaciones de piritas o jade, ya que esta práctica (como la de deformar
artificialmente el cráneo) era habitual entre los individuos de las clases
sociales superiores. El estado de deterioro del cráneo no nos permitió

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establecer con precisión si había sido o no deformado. A este fin, decidimos
que posiblemente el personaje no era de origen maya, aunque estaba claro que
había acabado por ser uno de los reyes de Palenque. Los relieves, que siempre
tuvimos que despejar en los lados de los sarcófagos y que ahora están ocultos
en soportes laterales, no podrán decir antes de que pase mucho tiempo algo
sobre la personalidad e identidad de su glorioso muerto.
Aun cuando no haya sido enterrado en la más extraordinaria tumba que
hasta ahora se haya descubierto en este continente americano, todavía sería
posible valorar la importancia del personaje a juzgar por las joyas que llevaba
—muchas de ellas ya familiares en los bajo relieves mayas—. Como se
muestra en algunos bajo relieves, llevaba una diadema hecha con pequeños
discos de jade y su pelo estaba en franjas separadas merced a unos tubos de
jade de tamaño adecuado; y descubrimos una pequeña lámina de jade de
extraordinaria calidad cortada en forma de la cabeza de un Zotz, el dios
vampiro del bajo mundo, y esta bien podía ser la parte final de la diadema.
Alrededor del cuello se veían varios eslabones de collar con perlas de jade de
muchas formas (esferas, cilindros, tréboles, capullos florales, flores abiertas,
calabazas, melones y la cabeza de una serpiente). Los adornos de oreja se
componían de varios elementos, que, en conjunto, formaban una curiosa flor.
Desde una placa cuadrada de jade con pétalos grabados se proyectaba un
tubo, también de jade, que terminaba en una perla en forma de flor; a su vez,
al dorso de la referida placa (que llevaba una inscripción jeroglífica) se había
ajustado una especie de clavija circular. Todos estos elementos debieron estar
unidos por un hilo, y parece como si del mismo colgara, como contrapeso, en
la parte más ancha de la oreja, una maravillosa perla artificial, formada
uniendo dos piezas de madreperla perfectamente cortadas, y pulimentada y
ajustada para dar la impresión de una perla de fabuloso tamaño (36 mm.). En
el pecho tenía un pectoral formado por nueve anillos concéntricos con 21
botones tubulares cada uno, y en cada dedo de ambas manos una gran sortija
de jade. Encontramos estas todavía fijas a las falanges, y una de las sortijas
estaba labrada en forma de un hombre en actitud de salto, con una delicada
cabeza de perfecto perfil maya. En la mano derecha sostenía una gran perla de
jade de forma cúbica, y, otra en la izquierda, pero esta esférica; ambas eran
quizá símbolos de su categoría o elementos mágicos para su viaje al otro
mundo. Cerca de sus pies encontramos otras dos perlas de jade, una de ellas
hueca y provista de dos tapones en forma de flor. Un ídolo de jade de preciosa
artesanía estaba cerca del pie izquierdo, y se trata posiblemente de la
representación del dios del sol. Otra figurita del mismo material debió haber

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sido arrancada sobre la altura de la entrepierna. De la cavidad bucal le
extrajimos una bella perla de jade oscuro, que, según los ritos funerarios de
los mayas, se les colocaba allí de modo que los muertos tuvieran medios de
obtener su sustento en el otro mundo. En el momento de ser sepultado, el
personaje llevaba sobre su rostro una magnífica máscara hecha con mosaico
de jade; sus ojos eran de concha y cada iris de obsidiana, con las pupilas
pintadas en negro detrás de los centenares de fragmentos, algunos estaban en
la cara, adheridos a los dientes y la frente, pero la mayor parte yacía en el lado
izquierdo de la cabeza, con toda probabilidad como resultado de un
desplazamiento de la máscara durante el enterramiento. El cadáver fue
seguramente puesto en el sarcófago totalmente amortajado con un indumento
de color rojo, y el propio color cinabrio se adhirió a los huesos, las joyas y el
fondo del sarcófago cuando la tela y la carne se descompusieron. Las máscara
fue ajustada directamente sobre el rostro del personaje muerto, con los
fragmentos pegados en una capa de estuco, cuyos restos se ajustaban al rostro
humano. Sin embargo, la mascara tuvo que ser preparada de antemano y
probablemente estuvo guardada en una cabeza de estuco. Es totalmente
posible que sus principales rasgos, por su realismo, representen más o menos
los verdaderos del difunto. Después del enterramiento, el sarcófago fue
cerrado con su tapa y cubierto con la enorme piedra esculpida. Algunas joyas
fueron arrojadas encima —un collar con pendientes de pizarra y lo que parece
ser una máscara ritual hecha de mosaico de jade— y bajo el catafalco se
pusieron varios vasos de arcilla, que quizá contenían alimentos y bebidas, y
dos maravillosas cabezas humanas modeladas en estuco, que habían sido
desmembradas de figuras enteras. En el extremo final de la cripta, seis
personas jóvenes, quizá hijos e lujas de importantes personajes de la Corte,
habían sido sacrificadas para que actuasen de compañeros y sirvientes del
hombre muerto en el otro mundo. En los cráneos mejor conservados podían
verse la deformación craneal y la mutilación de los dientes, que solo eran
habituales entre la nobleza. Una serpiente modelada con una amalgama
limosa parece elevarse desde el sarcófago y ascender por las escaleras que
conducían al umbral de la habitación. Aquí se convierte en un tubo, que se
extiende a lo largo del corredor y, al rebasarlo, lleva al templo, en forma de
moldura escalonada, hueca y superpuesta a la escalinata. Esto alude a la unión
mágica, al camino que el espíritu del muerto debe seguir para llegar al templo
con el fin de que los sacerdotes pudieran seguir en contacto con su divinidad
y cumpliendo sus mandatos. Nuestra búsqueda de una edificación más antigua
debajo del Templo de las Inscripciones no podía, pues, llevamos al resultado,

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pero, en cambio, nos reveló una tumba cuyo descubrimiento nos permite
modificar ciertos principios establecidos relativos a la función de la pirámide
americana. Se creía con anterioridad que se trataba tan solo de una sólida base
de apoyo del templo, al contrario de las pirámides egipcias, que son amplios
mausoleos. La «Tumba Real» de Palenque, como ahora es llamada
popularmente, con cierta propiedad intuitiva quizá nos acerque más al
concepto egipcio una vez admitido que la pirámide que lo ocultaba, aunque
soportaba el templo, había sido también construida para servir de grandioso
monumento funerario. La monumental calidad de esta cripta, construida por
millares de manos para desafiar el paso de los siglos y enriquecida con
magníficos relieves; la suntuosidad de la propia tumba, un colosal
monumento que pesa 20 toneladas y toda recubierta de bajo relieves de
estupenda calidad; los ricos jades del personaje enterrado; su también rica
vestimenta y toda su magnificencia nos hablan de la existencia en Palenque
de un sistema teocrático similar al de Egipto, en el que el omnipotente rey-
sacerdote era considerado lo mismo en vida que muerto, como un verdadero
dios. Esta «Tumba Real» de Palenque también nos permite suponer que la
actitud hacia los muertos mayas del «halach uinic» se aproximaba mucho a la
de los faraones. La piedra que cubría la tumba parece confirmar esta
apreciación y sintetiza en sus relieves algunos rasgos esenciales de la religión
maya. La presencia aquí, en una losa sepulcral, de motivos que se repiten en
otras representaciones, nos facilita quizá la clave para interpretar los famosos
paneles de la Cruz y la Cruz foliada (en Palenque) y también algunas pinturas
de los códices. En la piedra en cuestión vemos un hombre rodeado de
símbolos astrológicos que representan el cielo —el límite espacial de la tierra
del hombre y la morada de los dioses, donde el fijo curso de las estrellas
marca el implacable ritmo del tiempo—. El hombre reposa sobre la tierra,
representado por una grotesca cabeza con rasgos fúnebres, ya que la tierra es
un monstruo que devora todo lo que vive; y si el hombre reclinado parece
caerse hacia atrás es porque su inherente destino es caer a la tierra, el país de
los muertos. Pero sobre el hombre se alza el bien conocido motivo
cruciforme, que, en algunas representaciones es un árbol, en otras la estilizada
planta del maíz, pero que siempre es el símbolo de la vida surgiendo de la
tierra, la vida triunfante sobre la muerte.

Illustrated London News, 29-8-1953

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Machu Pichu, la ciudad sagrada

HIRAM BINGHAM

HIRAM BINGHAM (1875-1956) nació en Honolulú y se educó en las


Universidades de Yale, California y Harvard. Poseía también el doctorado de
literatura por la Universidad de Cuzco en Perú y contaba con una
distinguida carrera política además de sus títulos académicos. Poco después
de graduarse, se unió a una expedición con destino a Suramérica, y, desde
1906, efectuó cinco viajes dedicados a la exploración e investigación. Sus
trabajos trajeron a la luz mucha información sobre la civilización de los
incas, y quizá su éxito más espectacular fue el descubrimiento, durante la
campaña de 1911, de una magnífica ciudad inca construida de piedra en la
montañosa región de Machu Pichu.

Las ruinas de lo que ahora creemos fue la ciudad de Vilcapampa la Vieja,


colgada literalmente en una angosta depresión situada bajo la cima del Machu
Pichu, se llaman las ruinas de Machu Pichu, porque cuando las descubrimos
nadie sabía cómo llamarles, pues no se le conocía otro nombre. Y el nombre
fue aceptado y seguirá siendo utilizado, aun cuando ahora nadie discute que
este es el emplazamiento de la antigua Vilcapampa.
El santuario permaneció perdido a través de los siglos porque este agreste
lugar se encuentra en el más inaccesible rincón de la más infranqueable
sección de los Andes centrales. Ninguna otra zona del altiplano del Perú está
mejor defendida por baluartes naturales —un magnífico cañón de roca
granítica cuyos precipicios miden muchas veces 1.000 pies y desafían por sus
dificultades a los más ambiciosos escaladores montañeros de nuestros días—.
Sin embargo, aquí, en una remota parte del cañón, en esta angosta escarpada
flanqueada por tremendos precipicios, un pueblo altamente civilizado,
artístico, imaginativo, bien organizado y capaz de sólidas empresas,
construyó, en época ya lejana, un santuario dedicado al culto del sol.
Toda vez que no conocían las herramientas de hierro o acero —solo
martillos de piedra y pequeñas barras de bronce— su construcción debió

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costar generaciones, cuando no siglos, de esfuerzo. Para evitar que enemigos
o visitantes indeseables llegaran a sus templos, confiaban, primero, en las
cataratas del Urubamba, que son peligrosas incluso en la época seca y
totalmente inaccesibles durante seis meses del año. En tres flancos, era esta su
línea exterior de defensa. En el cuarto flanco, el macizo del Machu Pichu es
accesible desde la meseta solo a través de una estrecha vaguada en forma de
hoja de afeitar con menos de 40 pies de ancho y bordeada por precipicios,
donde construyeron una pequeña fortaleza —unas verdaderas Termopilas—.
Nadie podría alcanzar el sagrado recinto a menos que los propios incas así lo
autorizasen, como el padre Marcos y el padre Diego pudieron comprobarlo a
costa de sus vidas.
Mientras que las pendientes inferiores de Huayna Pichu son relativamente
fáciles de alcanzar en la época seca, el macizo del Huayna Pichu está
separado de las ruinas por otra depresión en forma de cuchilla igualmente
inaccesible y que solo tiene un sendero para los indios de pies seguros en la
parte Oeste. Esta senda pasa horizontalmente en una distancia de más de cien
yardas sobre un acantilado granítico en desplome. Dos hombres podrían
defenderlo contra un ejército y es la única ruta por donde el Machu Pichu
puede ser alcanzado desde Huayna Pichu.
Lo mismo ocurre con el acceso por el norte. Las caras Este y Oeste de la
escarpada están en perfecto desplome en una altura de 1.500 pies para que
puedan ser fácilmente franqueadas. Podrían lanzarse piedras pendiente abajo
sobre los invasores en la forma referida por los conquistadores como táctica
favorita del guerrero inca. Si se mantiene una senda a cada lado, como ocurre
hoy, estas sendas, a su vez, podrían ser fácilmente defendidas con un puñado
de hombres. Las muchas quebradas que hay en los precipicios emparedarían a
los intrusos y la fortaleza reforzaría así su protección natural.
En la parte sur se elevan las abismales escarpadas del monte Machu
Pichu. En los tiempos antiguos, estaban flanqueadas por dos caminos incas.
El de la parte occidental del pico corría horizontalmente sobre el acantilado o
bien terminaba ante un imponente precipicio. Todavía se pueden ver huellas,
aunque los deslizamientos de roca lo han destruido. En la parte opuesta de la
montaña, la carretera inca subía en marcada y abrupta pendiente por una
escalera de piedra y rodeaba las montañas por un sendero que solo las cabras
podrían haber seguido con facilidad. Ambos caminos llevaban a la pequeña
escarpada en la que estaba situada la antes mencionada Termopilas, y que
solamente daba acceso al Machu Pichu desde la meseta y el borde sur del
cañón. Los dos caminos podían ser fácilmente detenidos desde varios puntos.

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De acuerdo con su bien conocida práctica, encontramos sobre los picos de
ambos montes de Machu Pichu y Huayna Pichu las ruinas de estaciones de
señales incas, desde las que era posible enviar y recibir mensajes a través de
las montañas. La llegada de visitantes indeseables o incluso la lejana
aproximación de un enemigo podía ser vista inmediatamente y comunicada a
la ciudad. La que estaba sobre el Machu Pichu era, sin duda, la más
importante. No regatearon esfuerzos para hacerla segura y eficaz. Su
construcción requirió gran habilidad y extraordinario valor. Está situada en
uno de los más imponentes precipicios de los Andes. Si alguno de los
hombres que trabajaban en el muro de contención cerca del precipicio se
cayese, hubiera rodado monte abajo en una distancia de 3.000 pies antes de
que su cuerpo chocara con las primeras rocas. No me importa afirmar que
cuando hice las primeras fotos sentí una cosa rara en el estómago, y dos
indios me tenían agarrado por las piernas. Era, realmente, una altura de
vértigo. Pero ¡imagínense construyendo allí una pared!
El santuario de Vilcapampa era considerado tan sagrado, que, además de
las defensas exteriores y los reforzados precipicios que protegían la ciudad
contra los enemigos, se construyeron también dos murallas para alejar a los
visitantes o trabajadores a los que se les había permitido pasar por la montaña
Termopilas. En la parte Sur de la ciudad hay una muralla exterior y otra
interior. La exterior corre a lo largo de un magnífico conjunto de terrazas
agrícolas. Cerca hay media docena de edificios que posiblemente habían
servido de cuarteles a los soldados cuya misión era proteger la ciudad en el
único sitio por donde podía ser alcanzada a través de las antiguas carreteras, y
era relativamente vulnerable. Había, también, una línea de defensa interior.
En la parte más estrecha de la depresión, inmediatamente antes de alcanzar la
ciudad desde el Sur, se cavó un foso o zanja seca, cuyas paredes fueron
recubiertas con piedra. Sobre ella, la muralla de la ciudad propiamente dicha
se extiende longitudinalmente en la parte superior del desfiladero, y
lateralmente, en la parte inferior, hasta alcanzar unos acantilados en desplome
que ya no justifican la existencia de la muralla en cuestión.
En la misma cima de la escarpada, la pared fue perforada para abrir una
gran puerta de acceso construida con bloques masivos de piedra. La propia
puerta, probablemente una ensambladura de pesados troncos, podía fijarse en
la parte superior a una gran piedra anular firmemente embutida, arriba en el
dintel, y abajo, con 6 u 8 pies de mampostería. A los lados, la puerta se fijaba
con una gran barra cruzada cuyos extremos estaban unidos a poderosos
soportes de piedra, cilindros pétreos sólidamente anclados en agujeros

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practicados en los soportes de la puerta con esa finalidad. Tal puerta podía,
desde luego, ser derruida por un ejército atacante que utilizara un gran leño a
guisa de batiente. Para evitar esta posibilidad, el ingeniero que construyó las
fortificaciones incluyó un saliente que partiendo de la muralla moría, en
ángulos rectos, en la puerta de acceso. De este modo, los defensores que
estaban en la cima del saliente, podían lanzar, lateralmente una lluvia virtual
de piedras y peñascos sobre las fuerzas que pretendieran derruir la puerta.
Las murallas de la ciudad eran demasiado altas para poder ser escaladas
con facilidad. En efecto, una fuerza atacante que hubiera tenido la fortuna de
vencer todas las defensas naturales de este poderoso bastión y hubiera
rodeado a los defensores de los diversos desfiladeros tipo Termopilas, se
hubiera encontrado en muy mala situación al irrumpir en las terrazas en
dirección a las fortificaciones interiores. Al final de estas terrazas hubiera sido
para el enemigo necesario saltar al foso seco y escalar su pared opuesta, así
como la muralla de la ciudad, sujeta en todo momento a una lluvia de piedras
lanzadas por las hondas de los defensores. Es difícil imaginarse que cualquier
fuerza atacante pudiera ser lo bastante numerosa para vencer una vigorosa
defensa, aun cuando la ciudad estuviera defendida tan solo por una veintena
de soldados decididos. Desde luego, las murallas eran igualmente eficaces en
tiempo de paz para evitar que los intrusos entraran en los sagrados recintos
del santuario. En las «accla-huasi», o casas de las Mujeres Elegidas del Sol, a
ningún hombre se le permitía entrar, excepto al Emperador, sus hijos, los
nobles incas y los sacerdotes.
La puerta de la ciudad muestra signos de haber sido reparada. La cima del
angosto desfiladero está en este punto ocupada por un gran peñasco granítico
que se incrustó en las fortificaciones, o, por mejor decirlo, las murallas
quedaron reforzadas al utilizarlo como miembro. Como resultado, la
guarnición externa de la maciza entrada descansa sobre una terraza artificial.
Esta terraza ha sufrido un pequeño asiento de unas pulgadas, debido a erosión
en la inclinada pendiente. Por consiguiente, la muralla se ha desplazado de su
vertical y comenzado a destruir la magnífica vieja puerta. No pasará mucho
tiempo antes de que el gran dintel caiga y arrastre con él la parte reparada de
la muralla superpuesta a la misma. Pronto se percata uno, al contemplar la
entrada a la ciudadela, que fue reparada más bien con prisa en una época
lejana respecto a su construcción original, probablemente en tiempos de
Manco II.

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Detalle del torreón de la fortaleza de Machu-Pichu.

El espacio era limitado y las casas estaban apiñadas entre sí, pero una
amplia red de callejuelas y escaleras trabajadas en la roca hacían la
intercomunicación dentro de las murallas relativamente fácil; en realidad, la
característica más sobresaliente del Machu Pichu era quizás el número de sus
escalinatas, ya que había más de un centenar, entre grandes y pequeñas,
dentro de sus límites. Algunas de ellas, desde luego, solo tienen tres o cuatro
peldaños, mientras que otras no tienen menos de ciento cincuenta. En algunos
casos, todo un tramo de seis, ocho o diez peldaños fue cortado en una sola
roca. Las escaleras que conectan las distintas terrazas agrícolas siguen la
pendiente natural del monte aun cuando esta sea tan inclinada que se parezca
más a una escala que a un tramo de escalera. En diversos lugares, un pequeño
jardín fue plantado en la terraza en una superficie inferior a 8 metros
cuadrados, detrás y encima de la vivienda. Con el fin de hacer accesibles estas
terrazas de pequeño jardín, los incas construían fantásticas escaleras apenas lo
bastante anchas para permitir el paso de un muchacho. Dentro de la ciudad,
sin embargo, y particularmente en las angostas callejuelas o pasadizos, las
escaleras habían sido construidas con suficiente holgura.

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El reloj solar de Machu-Pichu.

La escalera o tramo de escalera único motivo ornamental o ceremonial de


la arquitectura inca no parece darse aquí, aun cuando bien pudo originarse en
esta localidad. En las ruinas de una puerta monolítica en Tiahuanaco, Bolivia,
en una roca curiosamente labrada llamada Khenko, cerca de Cuzco, hay
pequeños tramos de escalera que fueron labrados con fines ornamentales o
rituales y que no sirven a ningún objeto útil en lo que pudimos comprobar. En
la escalinata de Machu Pichu, por el contrario, con una posible excepción,
todo parece estar dispuesto para alcanzar lugares de otro modo de difícil
acceso. Si bien son más numerosas de lo que parecería necesario, ninguna de
ellas parece inútil, incluso en nuestros días. La escalera más larga, que puede
describirse apropiadamente como la principal arteria de la ciudad, comienza
en la cima del desfiladero en la terraza por donde la carretera entra en las
murallas y, dividiendo más o menos la ciudad en dos partes, corre cuesta
abajo a través de los infranqueables acantilados de la pendiente nordeste.

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Panorámica del conjunto de ruinas de la fortaleza de Machu-Pichu.

La vía central en el corazón de la ciudad consistía, en parte, de esta


granítica escalera de ciento cincuenta peldaños, y era el núcleo principal de
sus obras hidráulicas. Habitualmente, los incas se esforzaban al máximo por
proveerse de agua suficiente.
Hay varios manantiales a un lado del monte Machu Pichu, a cosa de una
milla desde el centro de la ciudad. La pequeña acequia que traía el agua desde
los manantiales, puede ser aún recorrida a lo largo del flanco de la montaña en
una considerable distancia. Fue destruida en parte por corrimientos de tierras,

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pero puede verse en los lugares donde discurre a lo largo de las principales
terrazas agrícolas, cruza el foso seco por un estrecho acueducto de piedra,
pasa por debajo de la muralla de la ciudad a través de un hueco de menos de 6
pulgadas de ancho y desemboca, cruzando una de las terrazas, en la primera
de una serie de fuentes o pequeñas cuencas de piedra situadas cerca de la
escalera principal. Las cuatro primeras están al Sur de la Escalera. Cerca de la
cuarta, la escalera se divide en dos tramos. En este punto, comienza una serie
de doce. La acequia discurre hacia el sur desde la última fuente y desemboca
en el foso.
Los lechos de la Escalera de las Fuentes están generalmente cortados en
un solo bloque granítico situado a nivel del piso del pequeño patio a donde las
mujeres iban a llenar sus cántaros de estrecho cuello. Con frecuencia se
construían uno o dos pequeños nichos en las paredes laterales del patio que
servían de estante para los vasos o posiblemente para los tapones de las
botellas, hechos de fibra o hierbas retorcidas. A veces se practicaba una
hendidura en la piedra final de la conducción con objeto de formar una
pequeña boca, permitiendo así que el agua fluyera abiertamente de la pared
posterior de la fuente. En otros casos, el agua pasaba a través del estrecho
orificio con suficiente fuerza para alcanzar la boca del cántaro sin necesidad
de traer el agua desde el lecho. En épocas de escasez de agua, sin embargo,
estamos seguros de que se seguía el último procedimiento, y que la razón de
la existencia de los dieciséis lechos no eran solamente permitir llenar varios
cántaros a la vez, sino impedir que el preciado líquido pudiera perderse. La
acequia es más estrecha que todas las que he visto en otras partes; por lo
general tiene un ancho inferior a 4 pulgadas.
Los lechos de piedra tienen unas 30 pulgadas de longitud por 18 pulgadas
de ancho. En algunos puntos, lo mismo el lecho que todo el piso del patio
donde está la fuente llevan una sola losa de granito. Se taladraron algunos
agujeros en una esquina del lecho para facilitar la corriente de agua a través
de conducciones subterráneas cuidadosamente preparadas hasta el próximo
lecho inferior; en caso de necesidad, estos agujeros podían ser taponados
fácilmente para permitir que el lecho se llenase. Las conducciones iban a
veces por debajo de la escalera, y otras, por su costado. Quizá resulte
interesante saber que los modernos peruanos llaman a estas fuentes baños,
pero no me parece probable que hayan sido utilizados con esta finalidad. A
causa del aire enrarecido, el frío y la rápida radiación, ni siquiera los
anglosajones se bañan con frecuencia en el altiplano peruano, y los actuales
indios de la montaña jamás se bañan. Por tanto, resulta difícil suponer que los

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constructores de Machu Pichu utilizaran estos lechos acuáticos con tales
propósitos. Por otra parte, a los incas les gustaba facilitar la labor a los
acarreadores de agua, construyendo para ellos fuentes bien trabajadas.
Posiblemente, una de las razones de abandonar Machu Pichu como lugar
de residencia fue la dificultad de asegurarse agua suficiente. En la época de
sequía, los pequeños manantiales apenas suministraban suficiente agua para
cocinar y beber a los cuarenta o cincuenta obreros indios y a nosotros
mismos. En los tiempos antiguos, cuando el flanco de la montaña estaba
cubierto de bosque, sin duda los manantiales eran más ricos; pero con la
despoblación forestal que siguió a la duradera ocupación y los corrimientos de
tierra, así como la creciente erosión del suelo, los manantiales debieron dar a
veces tan poca agua que obligaron a los habitantes de la ciudad a traer el agua
en grandes cántaros sobre sus espaldas a considerables distancias.
Es significativo que entre los restos hallados cerca de la puerta de la
ciudad haya cuarenta y un recipientes para refresco líquido comparado con
solo cuatro cazuelas de guisar, cuatro cucharones para beber, y ni siquiera una
sola fuente para la comida. Evidentemente, los abastecedores de chicha
estaban estacionados aquí. La comparación es tanto más sorprendente por
cuanto en los hallazgos efectuados en el rincón sureste encontramos tantas
fuentes para la comida como cántaros.
El mayor espacio llano dentro de los límites de la ciudad es un pantano
situado en la parte más ancha de la escarpada. Esta fue cuidadosamente
nivelada y alisada, y en la época de nuestra visita había sido recientemente
cultivada por Bicharte y sus amigos. En realidad, había que caminar muchas
millas a lo largo del Urubamba para encontrar otra extensa «pampa»
semejante a una altitud no inferior a 7.000 ni superior a 10.000 pies. En otras
palabras, esta pequeña pampa ofrecía una singular oportunidad a la gente
acostumbrada a recolectar cosechas como las que florecían en Yucay y
Ollantay-tambo. El hecho de que les fuera posible cubrir también la pendiente
adyacente con terrazas artificiales que aumentasen la potencialidad de la
región como abastecedora de alimentos, fue, sin duda, un factor tan
importante en la selección de este emplazamiento como la facilidad con que
pudo hacerse del mismo una ciudadela o un sagrado santuario. Una de las
escaleras mejor construidas lleva directamente desde los principales templos a
la pequeña pampa. Puede que haya sido en la pampa donde crecían los
árboles «huilca», el «huilcapampa». Solo hay una puerta en la ciudad. El lado
norte, o Huayna Pichu, no estaba defendido por un muro transversal sino por
altas y estrechas terrazas construidas sobre pequeños salientes. Cerca de estas

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terrazas hay un amplio asentamiento que une el Machu Pichu con una colina
cónica que forma parte de una escarpada que conduce a las abismales alturas
del Huayna Pichu. Al sur de este asentamiento, que en un tiempo estuvo
cubierto por densos bosques, hay un rústico anfiteatro. Había sido convertido
en terraza, con cinco o seis niveles, y recientemente lo utilizaban los indios
para sus pequeños cultivos. Bien pudo haber sido el jardín especial destinado
al cultivo de productos alimenticios para los gobernantes. En la superficie del
terreno, entre los tallos de cereales, las calabazas y las cebollas, encontramos
a veces restos de cerámica.

Lost City of the Incas, 1951

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El puente de San Luis Rey

VICTOR VON HAGEN

VICTOR WOLFANG VON HAGEN (1909-1985) nació en San Luis de


Missouri, y la lista de exploraciones que realizó parece excesiva para la vida
de un hombre. Solo en las Américas incluye Méjico, Ecuador, el Alto
Amazonas, Galápagos, Honduras, Guatemala, Panamá Septentrional,
Colombia, la Amazonia, Perú, las Indias Occidentales y Bolivia. No limitó
sus viajes exclusivamente al Nuevo Mundo; en 1959 siguió las huellas de la
ruta Imperial Romana desde el Rhin hasta el Norte de África, y visitó Italia,
Yugoslavia, Grecia y Turquía. Uno de los más importantes cometidos a él
encomendados fue el de Director de la Ruta Inca dependiente de la Sociedad
Geográfica Americana, en cuya función trazó el gran camino de posta de los
incas de un extremo a otro.

Las paredes del túnel, cuya longitud era de 250 yardas, estaban perforadas
con orificios para permitir la entrada de luz y aire. A través de estas ventanas,
a las que trepé, pude contemplar a lo lejos las cumbres nevadas del Monte
Marcani. El túnel había sido concebido por los incas de modo muy similar a
como los romanos perforaban la roca. Después de provocar un violento
incendio en sus proximidades, se arrojó agua sobre la roca caliente,
resquebrajando así el limo y la arenisca. Los incas, con su conocimiento de
trabajar la piedra con piedra, no tropezaron con ningún problema. Sus
atrevidas técnicas de ingeniería eran algo diferentes, al final del túnel, que en
un tiempo había estado conectado con una escalera de piedra, cortada y
embutida en la propia roca, conseguimos pasar la peligrosa escarpada y,
después de ganar la escalera circular, nos deslizamos lentamente pendiente
abajo. Cieza de León, allá por 1543 había encontrado las mismas dificultades
con esta escalera, aun cuando estaba en buen estado de conservación: «aquí,
la carretera es tan agreste y peligrosa, que algunos caballos cargados con oro
y plata, se habían caído y perdido, sin posibilidad alguna de ser rescatados».
Varios centenares de pies abajo, llegamos a lo que había sido la plataforma,

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sobre la que encontramos las ruinas de dos enormes torres o pilares de piedra
que servían de soporte a los cables del puente. A doscientos pies de nosotros,
al otro lado del río, pudimos ver claramente el otro extremo de este «puente
de… Apurimac-Chaca». Cieza había escrito que «era el puente más grande
hallado desde Cajamarca… con una bien construida carretera flanqueando las
montañas… Los indios que la construyeron debieron haber realizado una
labor hercúlea…».
No se dispone de datos precisos sobre la fecha de construcción del puente.
A partir del año 1300, los incas extendieron sus dominios hasta el borde del
Apurimac, y por esta época, según sus crónicas, el inca Roca, a la sazón jefe,
terminó el puente. Esto debió ocurrir en el año 1350 de nuestra era. La
detallada descripción de la estructura nos la hace el historiador nacido en
Cuzco, Garcilaso de la Vega, apodado «el Inca».
«El puente de Apurimac, en el camino real de Cuzco a Lima, tiene unos pilares
de apoyo (él los llamó estribos) hechos de roca natural en la parte de Cuzco; al otro
lado (donde estamos ahora tratando de reconstruir nuestra hipótesis) estaba la torre
de piedra, hecha de mampostería. Bajo la plataforma que sostenía la torre se habían
incrustado cinco o seis grandes vigas de madera, que cruzaban de un lado a otro. Se
habían colocado escalonadas, una encima de otra, como una escalera. Alrededor de
cada una de estas vigas, cada cable de suspensión está retorcido una vez para que el
puente permanezca rígido y no se hunda debido a su propio peso, que es muy
grande».

Hasta que en el siglo IX la tecnología introdujo el uso de cadenas de hierro


para los cables de suspensión, este puente de San Luis Rey, colgado de
enormes cables de cuerda a través del Apurimac, era uno de los más grandes
puentes de su tipo conocidos. Los incas no tenían noción del arco, ni tampoco
los otros pueblos prealfabetizados de América. Aun dependiendo, como
ocurre en efecto, de las leyes de gravedad, presión y peso, el arco, sin
embargo, es pasivo y está unido a tierra, y, por lo tanto, no podría haberse
utilizado aquí aunque los incas hubieran estado familiarizados con él. En su
lugar, perfeccionaron los principios de la suspensión de puentes volviendo al
revés la curva del arco y dotándolo de alas.
El puente de San Luis Rey, como todos los puentes colgantes del Camino
Real pendía de cables de cuerda retorcidos a mano de las fibras de la planta
maguey. Los de este puente, del «grueso de un cuerpo humano» fueron
instalados sobre las altas torres de piedra para su «suspensión» y luego
embutidos en la gruesa mampostería sobre la plataforma de las referidas
torres. De los cables suspendidos colgaban unos soportes a los que estaba
unida la plataforma hecha con planchas de madera. Los cables unidos al
puente principal servían como brazos de alero.

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Aunque los materiales eran primitivos, la naturaleza esencial de la
tecnología de suspensión de puentes aplicada por los incas era, en principio,
la misma que la que aún hoy se emplea en la construcción de puentes. Los
puentes de cuerdas han sido construidos siempre desde tiempos
inmemoriables pero en muy pocas otras culturas hasta el advenimiento de
nuestra Era se ha construido tan bien como lo hacían los incas. Este puente
particular fue en verdad tan bien construido que aguanto durante cinco siglos,
aunque, como es natural, los cables han sido cambiados cada dos años como
parte de su servicio de conservación por los indios residentes en el «tampu»
de Cura-hausi. Este método de conservación, tan eficaz que los
conquistadores españoles lo mantuvieron a lo largo de todo su período
colonial, desapareció solamente cuando la «rueda» conquistó los Andes, y el
puente que había servido como camino de a pie o de mulas durante cinco
siglos, fue abandonado a su lenta destrucción.
Los incas construían para que sus obras durasen una eternidad; el
rendimiento era, para ellos como para los romanos la base de todas sus
construcciones. Si comparamos aquí ocasionalmente el sistema vial inca con
el sistema romano es porque, hasta épocas muy recientes, no hubo otros
sistemas de comunicación que pudieran compararse con ambos. Otras
civilizaciones, tenían, desde luego, sus carreteras, pero hasta la venida de los
romanos, nadie mantenía una red viaria.
Sin embargo, estructuralmente una carretera inca difería grandemente de
otra romana. Los romanos utilizaban carros de pesadas ruedas con ejes
frontales rígidos que necesitaban una profunda plataforma o lecho. Los incas,
dado que sus carreteras solo eran recorridas a pie o por los rebaños de llamas,
no necesitaban dotar sus caminos de aquella plataforma o lecho de
sustentación. Pero, aparte esto, ambas civilizaciones, la incaica y la romana,
mantenían una sorprendente analogía en el concepto de la ingeniería de
carretera. Sin que esto suponga subestimar al lugar que a Roma le
corresponde en la civilización, los incas, que vivían dentro de un horizonte
cultural neolítico sujetos a herramientas de piedra, fueron capaces de concebir
un sistema de comunicaciones que cuenta muy alto en relación con el romano.
Los romanos contaban con tres mil años de experiencia. Las facetas del
pensamiento y las técnicas del Viejo Mundo relativas son una vasta red que se
extiende desde las profundas carriladas de la antigua India hasta los caminos
de piedra de los persas. Aunque remotas en el tiempo y el espacio estas
regiones, los romanos contaban, sin embargo, con esta herencia cultural de
siglos en que apoyarse. El inca no tenía nada de esto, y, pese a ello, las

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carreteras incas son en muchos aspectos superiores a las romanas. Cada rasgo
de la carretera inca, salvo que en la mayoría de los casos, los incas construían
—literalmente— en las nubes. El puente del Apurimac, por ejemplo, era parte
de una carretera que venía desde las alturas, cosa que los romanos jamás
habían visto. Los pasos que los romanos conquistaban no eran nada
comparados con estos de los Andes; el Montblanc, el pico más alto de
Europa, tiene 15.800 pies; sin embargo, en Perú hemos recorrido carreteras
incas construidas a esta altitud. Los viejos caminos romanos que cruzaban la
espina dorsal del promontorio italiano de los Apeninos no estaban a mayor
altura que la ciudad de Cuzco, que está a 10.200 pies sobre el nivel del mar.
De nuevo nos remitimos a Cieza. Cuando era un muchacho en España,
conocía el Camino Romano. Había viajado entre Tarragona y Cádiz por la
Vía Augusta, construida en el s. I antes de Cristo y reconstruida cada cuarto
de siglo por los Césares. Condujo sus mulas sobre la Vía Augusta que iba de
Mérida a Salamanca, un camino comenzado por Tiberio, proseguido por
Nerón y totalmente reparado por Caracalla en el año 214 de nuestra Era; así,
lo mismo él que otros sabían lo que decían cuando escribieron de un modo
general que «Nada en la Cristiandad puede igualar la magnificencia de las
carreteras incas».
Lo más singular es la aproximación del «concepto» de carretera entre los
incas y los romanos. Ambas civilizaciones eran terrestres, ambos tenían
ejércitos terrestres, y las tropas de tierra necesitaban carreteras; y, como
quiera que una carretera merece tal nombre cuando se la puede recorrer en
ambas direcciones, creían que la carretera debía estar bien construida y
conservada. Los romanos, bien es verdad, llevaron la línea recta al
pensamiento de la civilización mientras que la carretera inca franqueaba los
obstáculos en vez de evitarlos y, como norma general, sus ingenieros
empleaban lo que yo llamaré «derechura direccional», es decir, entre dos
puntos dados sus carreteras corrían inequívocamente derechas. El propio
Cayo César en persona había trazado largos tramos de carretera, y la familia
de Claudio, cuando no se disponía de fondos públicos, ponían dinero de su
propio bolsillo para hacer frente a los gastos de construcción de carreteras. En
Perú, el programa de construcción de carreteras estaba también identificado
con los gobernantes, y las carreteras fueron bautizadas con los nombres de sus
constructores incas. Por ejemplo, una carretera de 2.500 millas de longitud
que iba a Chile era conocida como Huayna Capac Nan, o Camino de Huayna
Capac. A menudo, el jefe inca mandaba construir una carretera para sí mismo
más grande que la de su antecesor. Los romanos las señalaban con hitos,

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mientras que los incas instalaban sus «topus» a una distancia entre sí
equivalente a legua y media castellana. A lo largo de sus carreteras, los
romanos levantaban «cuarteles nocturnos» o mansiones; en Perú, los incas
erigían y mantenían tampus cada 4, 8 o 12 millas (según las dificultades y
obstáculos del terreno) a lo largo de todo el itinerario de sus carreteras. Los
romanos establecían relevos de montura llamados «mutationes» para enviar
los mensajes por cabalgadura a través del Camino Imperial; los incas, que
confiaban en sus piernas, tenían sus estaciones «Chasqui» cada dos millas y
media como puntos de ruta para corredores entrenados que llevaban mensajes
a través de los más terroríficos terrenos del mundo.
El puente, «el pequeño hermano de la carretera», fue siempre un
importante eslabón dentro el gran sistema viario inca. Cuántos había a lo
largo y ancho de los Andes, no podríamos decirlo. Pero de todos ellos, el
Apurimac-Chaca, el Puente de San Luis Rey, era el mayor. Pocos de los que
lo han cruzado han dejado de pararse unos momentos para contemplar este
milagro de la ingeniería. En cuanto a su longitud, el historiador inca Garcilaso
de la Vega la calculó en 200 «pasos»: «aunque no lo he medido, se lo he
preguntado a muchos españoles que lo habían hecho». Cieza, el más agudo de
los observadores, supuso era de «50 estados» o unos 85 metros (250 pies). Sir
Clement Marklam, que lo cruzó en 1855, calculó el Apurimac-Chaca en 90
pies y su elevación sobre el nivel de las aguas del río en 300 pies, mientras
que el teniente Lardner Gibbon, que exploró el Amazonas por cuenta del
Gobierno de Estados Unidos, en 1817, calculó su longitud en 324 pies.
Cuando Squier llegó al puente en el verano de 1864, él y sus compañeros
no perdieron tiempo en hacer mediciones y sondeos. Comprobaron que el
puente tenía 148 pies de longitud de un extremo al otro y que colgaba a 118
sobre el nivel del río. Fue esta la primera y última vez que se midió este
famoso puente con exactitud, pues, aunque todavía colgaba en 1890, ya no se
utilizaba, y los cables, que no habían sido reemplazados, se curvaban
peligrosamente hacia abajo y se iban arruinando gradualmente con el tiempo.
Squier hizo también algunas reproducciones del mismo en daguerrotipo, que
utilizó en su un tanto dramática y espectacular versión en forma de grabado
de madera en su libro «Perú, país de los Incas». Sobre el puente, escribió:
«Entre los precipicios de ambos lados, y como una delicada y frágil visión, se ve
el famoso puente sobre el Apurimac. Una senda inclinada y angosta que sigue en
cierta distancia una plataforma natural formada por la estratificación de la roca, y el
resto del trayecto cortada en su superficie, conducía a un tramo de cien pies a otra
pequeña plataforma igualmente labrada en la roca, donde están sujetos los cables que
soportan el puente. En la orilla opuesta había otra plataforma un tanto más grande
cubierta por roca, donde estaba el cañete de tensar (una innovación introducida por

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los españoles) para mantener los cables tensos y donde, colgados como cabras en un
plano montañoso, vivían los vigilantes del puente… Fue este un suceso memorable
dentro de mi experiencia de viajero: cruzar aquel gran puente colgante del Apurimac;
jamás lo olvidaré».

más tarde, a principio del presente siglo, Hiram Bingham, al hablar de los
orígenes de su interés en Perú, dijo que esta ilustración del puente «fue una de
las razones que le impulsaron a ir a Perú».
Se sabe que esta dramática pintura del puente incitó a Prosper Mérimée a
utilizarla como dispositivo literario en una pieza fantástica sobre Perú, y que
Thornton Wilder, inspirado más tarde por las sugestiones del escritor francés
y el gran puente que cruzaba el Apurimac, y fascinado por su pintoresca
lejanía, escribió su obra maestra «El Puente de San Luis Rey». Con este libro
en las manos, me encuentro ahora contemplando el hiato que hay entre las
paredes donde antes colgaba el puente. Más tarde, le escribí a Thornton
Wilder desde la hacienda «La Estrella». Sabía que él consideraba el puente
como un motivo literario, pero lo había descrito tan bien que sentí necesidad
de ver, quizá en algún número atrasado de la revista «Harper’s Magazine»,
una reproducción del excitante grabado de madera de Squier, reproducción
del puente, que era, en realidad, el verdadero protagonista de esta novela: «Es
mejor, Sr. Von Hagen, que no haga comentarios sobre él… Me hubiera
gustado estar con Vd. para poder ver el gran río y el desfiladero».
El viento de la tarde soplaba fuerte y frío cuando estábamos sobre la
plataforma que un día había sostenido los grandes cables de suspensión del
puente. Sabíamos entonces que había un cierto proverbio sobre el viento y el
puente, y que cuando los vientos vespertinos soplaban ni siquiera los cables
eran capaces de mantener quieto el puente, que se balanceaba como una
hamaca.
Era la última hora de la tarde cuando volvimos a ganar las riberas de
arenisca y guijarros del río. El sol se reflejaba sobre las nevadas cumbres
mientras las sombras de las montañas se proyectaban en el cañón. Una gran
sombra que caía a todo lo largo del acantilado vertical nos daba la curiosa
impresión de un puente colgante. En aquel momento debía encontrarme muy
cerca del lugar donde Fray Junípero había estado contemplando el puente
desde abajo y oído un «ruido metálico, vibrante, en el aire… viendo como el
puente se partía y lanzaba al río los cuerpos de cinco personas».
«¿Por qué les ocurrió esto a esos cinco?». Se preguntaba a sí mismo Fray
Junípero. «Si hubiese un plan universal determinado; si hubiese una
característica única por la que se rigiese la vida humana, seguramente lo
hubiéramos descubierto de manera palpable en esas cinco vidas tan

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súbitamente segadas. O bien se vive por accidente, o bien se muere por
accidente, y también vivimos o morimos según un plan determinado». Con
este soliloquio, comenzó Wilder su historia. Es una verdad irónica que cuando
esta trágica historia aún no había sido escrita este maravilloso puente
construido en 1350 por el Inca Roca, que habría de durar cinco siglos como
uno de los grandes tributos del dominio del hombre sobre la salvaje
naturaleza, se haya perdido en el recuerdo.
Con el sol agonizante ahora brillando de pleno sobre los glaciares, el
cañón del río se hizo tan claro como si fuese totalmente de día. Las sombras
se habían ido y, con ellas, la ilusión del puente colgante. Cuando más tarde
volví la vista atrás, solo había nuevamente un vacío y dos paredes verticales.

Highway of the Sun, 1956

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Un problema de Tihuanacu

ARTHUR POSNANSKY

ARTHUR POSNANSKY, Profesor real bávaro e ingeniero geodésico, ocupó


por muchos años el cargo de profesor de arqueología y antropología física en
la Universidad de La Paz. Durante más de cincuenta años, estudió las
antigüedades de Tihuanacu en los Altos Andes de Bolivia, que muchos
investigadores aseguran constituyen las más antiguas civilizaciones del
Hemisferio Occidental. La ciudad alcanzó su cénit mucho antes de nacer el
imperio de los Incas, y reflejó un extraordinario nivel de progreso en una
época que puede compararse con la de los primeros asentamientos del Viejo
Mundo.

Para muchos, las ruinas que se encontraban a 246 metros al Este del
Templo del Sol, Kalasasaya, eran un verdadero misterio, y numerosos
investigadores, incluyendo a Squier, compartían la opinión de que se trataba
de un lugar consagrado a cruentos sacrificios. Después de largos y
concienzudos estudios, hemos llegado a la conclusión de que lo que hoy se
llama «Kantataita» es el modelo de una construcción de Tihuanacu, quizá
similar a la que desde los tiempos de la Misión Francesa (1903) se ha llamado
«Templo de los Sarcófagos» descrito en uno de los anteriores capítulos.
Ahora, desde luego, desde el punto de vista de la moderna ingeniería para
construir una obra, no importa sea grande o pequeña, lo primero que hay que
hacer es confeccionar un plano, un dibujo, en el que se coordinan las ideas de
forma y apariencia que darán vida a la edificación, fijando sus estructuras
interiores y su aspecto y configuración exteriores.
Y, dado que en nuestros tiempos se trabaja en una vivienda o edificio
público desde un mínimo digamos de seis meses hasta un máximo de tres
años, y que, por lo general, el que lo planea normalmente lo termina, un plano
como el descrito arriba es a veces suficiente. Pero en el caso de Tihuanacu,
cuando aún no existía el concepto de que «el tiempo es oro», porque había
más que tiempo y, por otra parte, los medios, recursos y sistemas de

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construcción eran muy rudimentarios —hasta el punto que mover una piedra
en un metro cuadrado les llevaba meses—, una obra que de construcción
podría durar siglos pese a la mucha mano de obra empleada, e incluso no
terminarse nunca. Por esta razón, durante la construcción de un templo
palacio de carácter público, es indudable que los arquitectos y los que dirigían
las obras cambiaban constantemente. Toda vez que carecían de dibujos o
planos a los que pudieran remitirse sus sucesores, habrán necesitado otra cosa
para perpetuar la idea de construcción, algo que incorporase el concepto
original de la edificación en la que trabajaban. Este es el motivo de que hayan
adoptado un sistema que aún se utiliza en nuestros tiempos para dar idea de la
forma y perspectiva de un edificio o monumento que vaya a construirse; en
otras palabras, un «modelo». En nuestro tiempo, el edificio se construye en
maqueta a pequeña escala para tener una idea de la perspectiva y
configuración del edificio mejor que si se tratara de un esquema o plano. Esto
no es solo para el arquitecto encargado del proyecto, sino especialmente para
el que no sabe «leer» un plano arquitectónico con sus variadas proyecciones.
Parece que este método de modelos fue el utilizado en el Tercer Período de
Tihuanacu para realizar una magnífica construcción y, en nuestra opinión, la
que hoy se llama Kantataita, es un modelo horizontal de una magnífica obra.
Igualmente, un bloque situado cerca de Puma-Punku, que la gente llama «el
pupitre del Inca», no es más que un modelo vertical de una fachada,
posiblemente de un edificio proyectado construir en el grupo hoy conocido
como Puma-Punku, y que actualmente es el Templo de la Luna de Tihuanacu.
Respecto a Kantataita, este grupo de ruinas está también totalmente
destruido. Todo lo que quedaba en forma de baldosas y piedras finamente
labradas, con y sin figuras o relieves, fue acarreado fuera del recinto por
iconoclastas, cultos e incultos, de Tihuanacu, «la cantera de las piedras
labradas», mucho antes de la Conquista. Este es el motivo de que se necesiten
considerables estudios, así como mucha imaginación y fantasía, para
reconstruir «in mente», la forma y aspecto de este grupo arquitectónico, que,
como todos los de Tihuanacu, no fue terminado en su tiempo. Este grupo de
edificios tiene al parecer 40 metros de largo sobre su eje y quizá 30 metros de
ancho. Pero es lógico suponer que un gran número de estos bloques hallados
en la parte oeste pertenecen más bien al taller de esculturas y que
posiblemente habrían formado parte, al estar terminados, del gran modelo, o
también parte de otro espléndido edificio en torno a este grupo. La parte
principal de toda la construcción parece ser una losa de grandes dimensiones,
que ha llevado a mucha gente a pesar —y todavía se insiste en ello— que esta

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edificación estaba proyectada para «sacrificios cruentos», la famosa
Wilancha, que el autor ha considerado en otras obras. En la losa hay una
incisión rectangular con un balcón desde el que puede verse, descendiendo
desde la plataforma superior al fondo, cinco pequeñas escaleras de tres
peldaños. La idea de los que creen era una piedra para sacrificios tiene su
origen en los seis agujeros practicados en la plataforma superior del bloque,
donde, según esta opinión, había seis columnas cuadradas que soportaban una
piedra lisa que servía para el sacrificio. Las pequeñas escaleras servían, según
estas mismas personas, para «medir» la cantidad de sangre que manaba de los
pechos o gargantas de las víctimas propiciatorias.
Cualquier persona que estudie Tihuanacu con cuidado, rechazará la idea
enseguida. Por ejemplo, con el fin de medir la sangre, un solo peldaño hubiera
sido suficiente, ya que la losa era llana. Lo que realmente representa la losa es
el modelo de un genuino y típico edificio de Tihuanacu. Cuando la Misión
Francesa excavó en el edificio llamado «Palacio de los Sarcófagos», ya
tratado en un capítulo anterior, la sección descubierta entonces también tenía
su parte de balcón, mostrando exactamente, hasta los más ínfimos detalles y
con sus pequeños peldaños, la forma reflejada en la losa en cuestión. Como
quiera que la parte final del balcón del modelo que se encuentra al este está
rota, está también partida la última y más maravillosa escalera que formaba la
entrada del edificio en miniatura. Este, sin la menor duda, no era tampoco a su
vez más que una miniatura de la grada a tres colores y con tres peldaños que
daba acceso al «Palacio de los Sarcófagos», del cual así como de otros
detalles, todavía poseemos buenas fotografías. Desgraciadamente, no fue
posible fotografiar inmediatamente la excavación realizada por la Misión
Francesa, debido a la falta de placas de 24 × 30 y por otras razones. Decimos
«desgraciadamente» porque en las noches siguientes los tan repetidos
iconoclastas habían destruido ya prácticamente todo y llevado a la aldea
toneladas de piedras finamente labradas y bellas losas de todos los tamaños.
Cuando regresamos unos días más tarde, solo quedaban allí grandes bloques
que no habían podido ser transportados. Las dos fotografías (de 24 × 30) de
este material, única documentación existente, muestran los restos de lo que
probablemente fue uno de los más artísticos edificios, una rara y magnífica
obra arquitectónica de la América prehistórica. A la luz de la precedente
información, no tenemos dudas respecto a que lo que llaman «Kantataita» no
es más que el modelo de un edificio en construcción en el Tercer Período.
Esta estructura era, sin duda, un edificio semisubterráneo con una plataforma
externa a una altura mayor que el nivel corriente de Tihuanacu. La losa que

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hemos descrito y que es la parte principal del modelo, tiene 4,05 metros de
ancho por 4 metros de largo y 30 centímetros de espesor, y la parte oeste está
un tanto hundida. Se compone de un duro material andesítico, que se
empleaba en las más selectas construcciones en el Tercer Período. En el lado
oeste de este grupo se encuentra formando un gran montón, cierta cantidad de
bloques, algunos de ellos en forma de peldaños de escalera y otros con los
típicos ornamentos de escaleras; y, de nuevo, subrayamos que es muy difícil
decidir si una porción de los mismos era para otras edificaciones, o todo el
conjunto estaba destinado al modelo o miniatura; o también, por último, si el
modelo ocupaba un cuadrado de solo 30 metros por lado, o más grande.
Ulteriores estudios realizados a base de metódicas excavaciones y
reconstrucciones nos dirán la última palabra sobre esta misteriosa
construcción, cuyo secreto, así como otros de Tihuanacu, puede que jamás sea
desvelado al hombre de hoy. El mapa topográfico antes mencionado, que
acompaña a este volumen dará al investigador una completa idea de lo que
aún queda de esta obra sobre la superficie de la tierra.

Tihuanacu: Cradle of American Man, 1945

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SÉPTIMA PARTE

Nuevos métodos en arqueología

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Arqueología desde el aire

OSBERT CRAWFORD

OSBERT GUY STANHOPE CRAWFORD (1886-1957) nació en Bombay y vino


a Inglaterra de niño. Se educó en los Colegios Marlborough y Keble, de
Oxford, donde estudiaba a los clásicos, pero pronto empezó a dedicarse a los
aspectos más técnicos de la arqueología. En 1914 se aseguró un puesto en
una expedición rumbo al Sudán, pero esta quedó suspendida al estallar la
guerra. Se alistó en el Ejército y pronto fue destinado al Royal Flying Corps,
donde realizó diversos vuelos de reconocimiento. Después de la guerra,
excavó en Gales basta 1920 en que fue nombrado Oficial Arqueólogo de
Reconocimiento de Material. Este trabajo encajaba en sus gustos y aptitudes
a la perfección, y continuó en este puesto hasta la primera aparición del
periódico «Antiquity», que fundó y siguió dirigiendo hasta su muerte.

Llegamos ahora al descubrimiento de una técnica que revolucionó el


campo de la arqueología: la de la fotografía aérea. He citado en alguna parte
las principales características de su historia, por lo que no creo necesario
hacerlo de nuevo. Señalaré simplemente que las ventajas de la vista vertical
de las obras de movimiento de tierras fueron apreciadas en todo su valor lo
mismo por el Dr. Williams-Freeman que por mí mismo antes de que ninguno
de nosotros hubiéramos visto antes una fotografía aérea, y antes de nuestra
época por el coronel Sir Charles Arden-Close y el finado Sir Henry Welcome,
que había tomado fotografías verticales desde un cajón elevado de sus
excavaciones en el Sudán, en 1913. Lo que ni el Dr. Williams-Freeman ni yo
suponíamos era la extraordinaria claridad y perfecta definición con que se
recogerían las escenas de los movimientos de tierras mediante la fotografía
aérea. Estábamos acostumbrados a contemplarlas de cerca; solíamos ver a
veces en un campo de cereales la huella de una zanja arada que parecía una
ancha faja más verde; pero vista de cerca desde la colina opuesta, la línea
quedaba un poco difuminada. Deseábamos verla, no oblicuamente sino en un
plano horizontal, como sería posible utilizando un aeroplano, pero entonces

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no suponíamos que cuanto mayor fuese la distancia dada por la altura más
mejoraría su aspecto. Es lo mismo, exactamente, que la reducción por
fotografía de un plano groseramente trazado: los toscos bordes desaparecen, y
lo que parecería rudo se vuelve fino y agradable.
Realicé algunos vanos esfuerzos después de la guerra de 1914-18 para
hacerme con algunas fotografías aéreas británicas, y traté de aproximarme al
Comité del Movimiento de Tierras. También sin éxito. Después de haber
fracasado el entonces secretario honorario del Comité en sus gestiones cerca
del mismo, este perdió la oportunidad de su vida. Mis esperanzas se vieron
luego cumplidas cuando el Dr. Williams-Freeman me pidió que fuera a
Weyhill a ver algunas fotografías aéreas con curiosas marcas en ellas que le
habían sido mostradas por el Comodoro del Aire Clark Hall, a la sazón
comandante de la estación de la RAF de aquella localidad. Lo que vi rebasó
con mucho mis más fantásticos sueños, y sentí la misma excitación que,
según el poeta, sintió Cortés en una memorable ocasión. Aquí, en estas
fotografías, podía verse el exacto plano de unos sistemas de campos que
debían tener 2.000 años de antigüedad, que abarcaban centenares de acres de
Hampshire. A ello siguió un período de intensivos trabajos de campo en toda
el área, complementados con nuevas fotografías aéreas tomadas en Hants y
Wilts. Los resultados fueron anunciados en una reunión de la Real Sociedad
Geográfica el 12 de marzo de 1923. El informe que entonces entregué fue
publicado en el «Geographical Journal» de mayo de aquel año, y, a
continuación, fue reeditado con algunas alteraciones como monografía del
servicio de Reconocimiento de Material («Air Survey and Archaeology», 1.a
edición, 1942; 2.a edición, 1928). En 1929, después de haber tenido tiempo de
estudiar con más minuciosidad fotografías aéreas, escribí otra monografía
(«Air Photography for Archaeologists»), que trataba no tanto de los nuevos
descubrimientos propiamente dichos como de las formas en que fueron
revelados por la fotografía. No había —como muchos se inclinaban a pensar
— ningún poder mágico en la cámara; en realidad, no capta más de lo que
capta el ojo humano. Lo que hace es elaborar un documento —la impresión
fotográfica— que tiene todas las propiedades de un original manuscrito
histórico, excepto que no es único, ya que puede ser reemplazado si se pierde.
Este documento puede ser estudiado a placer en casa o en la oficina, y
comparado con otros y con los mapas de la región (cosas estas imposibles
cuando nos limitamos a la simple observación aérea desde un avión
moviéndose a gran velocidad). En esta segunda monografía clasifiqué los
antiguos emplazamientos revelados por la fotografía en tres grupos: 1) lugares

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sombreados; 2) solares; 3) cultivos; y esta clasificación fue considerada como
satisfactoria, y todavía vale no solamente en este país, sino en todo el mundo.
Durante este mismo decenio, tomé varias fotografías aéreas yo mismo,
trabajando en colaboración con el Dr. Alexander Keiller en un avión
especialmente fletado de una base cerca de Andover. Los resultados fueron
publicados en un libro conjunto, «Wessex from the Air» (Wessex desde el
Aire), (Oxford, 1928). Al poco tiempo, creo que por 1930, un aviador
privado, el mayor George Alien, vio casualmente una de mis monografías del
servicio de Reconocimiento de Material en un hotel de Southampton, e
inmediatamente se interesó por ellas. Me escribió al efecto, y comenzó a
trabajar por su propia cuenta. Como poseía un avión, era agente libre y podía
ir a donde quisiera y tomar sus propias fotografías. Durante un decenio, siguió
explorando el país en torno a Oxford, y algunas veces más lejos, llegando a
reunir una estimable colección. Hizo más que nadie por el progreso de la
nueva técnica. La mayoría de sus emplazamientos correspondían a cultivos y
nuevos descubrimientos. Su inoportuna muerte en 1940 fue una pérdida muy
sensible. Hizo donación de su colección de fotografías y documentos al
Ashmolean Museum de Oxford, donde ahora la pueden utilizar los
investigadores. Comparable con el trabajo del mayor Alien es el del Padre
Poidebard en Siria, donde con la cooperación de las fuerzas aéreas francesas,
exploró los nuevos fuertes y carreteras. También consiguió un nuevo triunfo
con las fotografías de antiguas ruinas debajo del mar (en Tiro), lo mismo
desde el aire que debajo de las aguas. (Intenté hacer lo mismo en diciembre de
1928 cuando sobrevolé el puerto de Alejandría explorando los muelles allí
sumergidos, pero el mar estaba agitado y enlodado y solo pude ver muy poco
o nada.)
Volviendo a la técnica de la fotografía aérea, «sitios sombreados» son
aquellos cuya superficie es irregular, consistiendo en bancos, montículos,
zanjas y terrazas, cuya presencia es revelada por las sombras que proyectan
cuando la luz está baja al salir o ponerse el sol. Nada hay, desde luego, de
misterioso en este proceso, que puede observarse (aunque con mucha menos
eficacia) sobre el terreno. El mismo principio se emplea exactamente al
fotografiar piedras con inscripciones o rocas labradas en bajo relieve, donde
es necesaria una luz lateral para captar el detalle. Al explicar con ejemplos
cómo funciona la técnica estoy anticipando necesariamente algo, pues debiera
haber supuesto antes cierta familiaridad con algunos tipos de ruinas que aún
no he descrito, pero creo que de momento será suficiente que los
consideremos como simples bancos (o lo que quiera que sea), sin

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preocuparnos de su significado arqueológico, que veremos más tarde. Los
más sencillos y familiares ejemplos de ellos son los cerros-fuertes,
fortificaciones prehistóricas, como Maiden Castle o Badbury Rings, o, por
citar ejemplos de Hampshire, St. Catherine’s Hill, en Winchester, Tachbury
Mount y Toothill, cerca de Romsey. Todas estas colinas fortificadas son
«lugares sombreados» del tipo más evidente. Un observador que visite estos
cerros-fuertes ve, desde luego las sombras en los taludes distantes de la luz
del sol, pero no verá el cerro-fuerte propiamente dicho en todo un conjunto, ni
tampoco su plano, pues estará demasiado cerca del mismo. Volviendo al símil
de la piedra labrada, estará en la posición de una mosca sobre su superficie.
No creo necesario seguir explicando esto; la idea básica es fácil de captar.
Bajo el título de «lugares sombreados» se incluyen, un tanto
paradójicamente, los que no tienen sombras en absoluto. Cuando el terreno se
inclina hacia el sol, los bancos reflejan la luz en un ángulo diferente y
aparecen como líneas más brillantes que el resto del terreno. La luz así
reflejada se acorta y condensa, siendo, por tanto, más brillante. Los bancos de
los campos prehistóricos se nos presentan así.
«Lugares sombreados» pueden verse también sobre el terreno. Muchos de
ellos serán ya conocidos antes de ser fotografiados desde el aire; pero aun así,
la fotografía aérea ha revelado con frecuencia nuevas características que antes
no se habían observado. Ejemplo clásico es el Trundle, un cerro-fuerte cerca
de Worthing, donde una fotografía aérea reveló dentro del recinto un hasta
entonces desconocido círculo, que el Doctor Cecil Curwen excavó a
continuación, comprobando que se trataba de una antigua vivienda neolítica.
Esto condujo a un nuevo examen de otras colinas fortificadas muy conocidas,
en algunas de las cuales se hallaron ruinas similares.
Cuando se toma una fotografía con una buena luz baja, se observarán
ondulaciones en la superficie tan tenues y anchas, que, como ocurre a
menudo, pueden pasar inadvertidas al arqueólogo de campo. Cuando, sin
embargo, con su atención puesta en ellas, se va al terreno (como siempre debe
hacerse) con la fotografía aérea en sus manos, podrá percibir algo, por muy
poco que sea. Una de las principales ventajas de la fotografía aérea ha sido
aguzar nuestra vista para que podamos ver estas suaves ondulaciones. Al ojo
inexperto pueden parecerle tan tenues que las omita; pero ninguna clave, por
débil que sea, debe ser omitida. Algunos las descartan como producto de la
imaginación, pero la fotografía aérea las ha reivindicado y ayudado mucho a
los observadores. Debemos recordar, por tratarse de un importante axioma de
la arqueología de campo, que en las regiones calcáreas y algunas (no todas)

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otras, cada irregularidad de la superficie es de origen humano y demanda una
explicación. Las dunas suaves y anchas pueden considerarse como bagatelas,
pero todo jardinero o agricultor sabe que no lo son. El contenido cúbico de un
banco que, aunque ahora su altura es de solo cinco pulgadas tiene a su vez
varias yardas de ancho, representa muchas horas de esfuerzo humano; y el ser
humano no lo realiza sin algún motivo, ni tampoco para desorientar al
arqueólogo de campo. Las mismas premisas valen, inversamente, para una
zanja, cuya depresión puede ser simplemente de unas pocas pulgadas. Su
profundidad original no será probablemente mucho menor que su ancho; la
zanja de un cerro-fuerte nivelado puede aparecer como una depresión de
solamente un pie y un ancho de quince pies, lo que representa quizás una
profundidad de diez pies. Esto es algo formidable.
«Solares» son los que se identifican por alteraciones y consiguiente
descoloración de la superficie. Excepto en los desiertos (donde los escasos
núcleos humanos están, en su mayoría, en «lugares sombreados»), los
«solares» suelen producirse en tierras de cultivo cuando no están dedicadas a
cosechas. Las marcas son generalmente producidas por la dispersión de la
tierra de lomas o montículos, así como de piedras de caminos romanos u
otros. En terreno calizo, las lomas se habrán formado cavando zanjas y
apilando la blanca cal, que hace que el montículo resultante permanezca
visible aun después de muchos años de labranza. Zanjas y pozos se revelan a
veces en suelos desnudos, aunque hayan sido rellenados totalmente y se
mantengan invisibles como tales irregularidades de la superficie, porque su
relleno retiene más humedad y, por ello, ofrece un aspecto más oscuro. Por la
misma razón, una toalla mojada es más oscura que otra seca. Los «solares»
son más corrientes en invierno y principios de primavera, especialmente de
una primavera seca, que en otras épocas del año. En el caso de los cerros-
fuertes, o colinas fortificadas, es generalmente el montículo, o lo que de él
queda, lo que se nos muestra como marca del suelo, y la zanja, como señal de
cosecha. Es, pues, interesante fotografiar tales lugares más de una vez en
distintas épocas del año y bajo diferentes condiciones de humedad.
Los «lugares de cultivo» son, quizá, los más importantes y numerosos. La
mayoría de los conocidos representan descubrimientos totalmente nuevos. Un
«lugar de cultivo» es un sitio que se caracteriza por un desarrollo diferencial
de cosechas; las causas son el exceso o defecto de humedad. Los pozos,
zanjas u hoyos, cuando contienen sedimentos, permanecen como manchas
suaves cuyo relleno es de composición distinta a la del terreno en que se han
excavado, ya se trate de caliza, arena, grava, roca dura o, incluso, arcilla.

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Cuando una cosecha de cereal (y algunos otros cultivos) se siembra en un
campo que contenga tales hoyos o agujeros con sedimentos, el grano se
desarrollará mejor en el suelo más húmeda y fértil del sedimento, y, por lo
tanto, tendrá un color verde más oscuro. Vistos desde arriba, estos «parches»
de verde más oscuro ofrecen un fuerte contraste con el resto; y una fotografía
vertical de los mismos nos ofrecerá una exacta visión de las franjas o
manchas, las cuales aparecerán en ella, naturalmente, en negro. No importa el
tiempo que ha durado el relleno de los agujeros: su tipo es preciso y está bien
definido. Las zanjas de montículos que han sido allanados o explanados en la
Edad de Hierro, hace unos 2.000 años, han podido ser localizadas de esta
forma como círculos perfectamente definidos y claros.
Dar una lista de los importantes descubrimientos en materia de «lugares
de cultivo» realizados durante el último cuarto de siglo, sería imposible en el
espacio de que disponemos, y, por ello, me limitaré a mencionar solamente
unos cuantos. El primero —y uno de los más famosos— fue la continuación
de la avenida que conduce a Stonehenge. Lo presencié por vez primera en
1923, no en una litografía, sino en un negativo hecho en 1921 por la RAF en
Old Sarum, como ejercicio común de rutina. La existencia de zanjas en la
avenida se comprobó después de excavaciones realizadas aquel mismo año.
Un poco más tarde, en 1926, el jefe de escuadrillas INSALL descubrió, no
lejos de allí, los círculos de madera llamados Woodehenge, cuyos hoyos
aparecían como óvalos concéntricos de manchas oscuras encerrados en un
anillo oscuro que delimitaba la zanja. Más tarde, fue excavado por los
Cunningtons, que publicaron su informe en forma de libro. Uno de los más
sorprendentes «lugares de cultivo» es el de Woodbury. Lo comprobé por mí
mismo en 1924, pero no pude fotografiarlo; un miembro de la RAF de Old
Sarum volvió a descubrirlo en 1929 por su cuenta, tomando una excelente
fotografía del lugar. Este sitio fue elegido para excavaciones por la Sociedad
Prehistórica, efectuándose dos sesiones de trabajo en aquel lugar, en 1938 y
1939, bajo la dirección del profesor Bersu. Se comprobó que se trataba del
emplazamiento de un núcleo humano de la alta Edad del Hierro. Fue muy
bien reconstruido por Jacquetta Hawkes con el asesoramiento del profesor
Bersu, en Denham, y utilizado en una película sobre vida prehistórica. El
mayor Alien descubrió innumerables «lugares de cultivo» en el distrito de
Oxford; y durante la guerra de 1939-45, el teniente de las fuerzas aéreas D. N.
Riley encontró aún más, lo mismo en aquella región que en Fenland y otras
partes de East Anglia. Desde el final de la guerra, el Dr. St. Joseph ha

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descubierto muchos «lugares de cultivo» importantes, incluyendo docenas de
nuevos fuertes romanos y campamentos.
En Iraq, el jefe de escuadrilla Insall descubrió el emplazamiento de
Seleucia, capital helénica de Mesopotamia, observando su disposición
rectangular, cubierto en parte por vegetación y en parte por suelo descolorido.
Los restos de antiguos sistemas de irrigación facilitaron temas ideales lo
mismo de «cultivos» que de «solares». Los de Iraq pueden observarse
generalmente como «lugares sombreados», ya que los antiguos canales se
vieron cubiertos de sedimentos en todo su lecho hasta formar grandes
parapetos. Pero un magnífico ejemplo de canal de sedimentación («solar» o
«cultivo») puede verse cerca de Ur, completo con sus vías de desagüe. Los
canales de drenaje romano-británicos, así como sus asociados sistemas de
campo y carreteras, se revelan con profusión de detalles en la fotografía aérea,
pero en su mayor parte quedan sin publicar. Sistemas de irrigación ya extintos
han sido registrados en Nubia, Turkmanistán y el Azerbaiján soviético; pero
ni los egiptólogos ni, al parecer, los arqueólogos soviéticos han publicado
fotografías aéreas de los mismos.
Uno de los más importantes descubrimientos de «lugares de cultivo» se
realizó en Italia al final de la última guerra por Mr. John Bradford. Resultó ser
un insospechado grupo de colinas fortificadas —cerros-fuertes— del neolítico
o alta Edad de Bronce, cuyas zanjas circundantes pueden observarse con
sorprendente nitidez de contorno en algunas fotografías aéreas tomadas
parcialmente durante la guerra, y en parte, durante misiones especiales de
reconocimiento por Bradford después de la contienda.
«Lugares de cultivo» todavía inéditos han sido registrados por fotografía
en Siam e Indochina francesa; también fueron observados por el Dr. St.
Joseph en el Norte de África.
Se pueden encontrar, pues, «lugares de cultivo» en todos los continentes
(excepto, hasta el presente, en Australia), y es evidente que solo nos hallamos
al principio de los descubrimientos. No hay motivos para dudar que en
regiones favorables, pueden recuperarse épocas enteras de historia perdida
utilizando la fotografía aérea, seguida de excavaciones científicas.
Lógicamente, no todos los lugares podrán ser excavados; pero cuando se
puedan excavar algunos y establecer con toda exactitud un plano-tipo, la
fotografía aérea facilitará los datos para los mapas de distribución de esta
especie.
Si a uno le pidieran que dijese dónde se encuentran los más abundantes
«lugares de cultivo», hallaríamos difícil excluir cualquier país del mundo que

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no sea la Región Polar y las selvas tropicales y desiertos. He intentado, desde
luego, hacer algo en este sentido, pero al mirar mi Atlas, desistí de mi idea.
¡Hay tan pocas regiones que probablemente sean totalmente áridas, y tantas
otras que seguramente serán ricas y productivas…! El cultivo está, desde
luego, dispuesto, pero la mano de obra es escasa, y a veces se ve frustrada por
la apatía oficial o por su propia falta de espíritu emprendedor e iniciativa. Me
limitaré a una simple lista de algunas regiones prometedoras: China,
Indochina y Siam, India septentrional, Turquía occidental, Thessalia y Tracia,
Europa central, partiendo de las estepas rusas (que deben abundar en «lugares
de cultivo») hasta Hungría (donde las he visto con mis propios ojos), Nigeria,
y los campos de cereales de ambas Américas del Norte y Sur. No hay que
buscar los «lugares de cultivo» más que en extensas áreas bajo cultivo y
donde el hombre prehistórico se ha afanado en cavar hoyos y zanjas. Las
anteriores consideraciones excluyen a muchas tierras mediterráneas y
montañosas, y las posteriores, a regiones tales como Australia y partes de
Asia Central, donde la existencia ha sido principalmente nómada. Pero
todavía existe mucho que mantendrá a los arqueólogos ocupados durante
siglos.

Archaeology in the Field, 1953

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El museo azul

JACQUES-YVES COUSTEAU

JACQUES-YVES COUSTEAU (1910-1997) nació en la Gironda y se educó en


la Escuela Naval. Durante la segunda guerra mundial, en la que tomó parte
con méritos suficientes para ganarse la Cruz de Guerra, pensó en la
necesidad de una forma de movimiento submarino más libre que el
tradicional de la inmersión con casco o escafandra, y, después de muchos
ensayos y cierta suerte personal, desarrolló el «aqualung». Después de la
guerra estudió las posibilidades de su invento como elemento auxiliar de la
investigación oceanográfica, y, desde entonces, sus trabajos en biología,
exploración y arqueología marinas le han ganado una señalada fama
internacional.

Hay tesoros más preciados en el Mediterráneo a tiro de piedra. Es este el


mar de la civilización, el cinturón marino con las más viejas culturas, un
museo al sol y la espuma. Los más grandes de los descubrimientos
submarinos, a nuestro juicio, son los de los restos de barcos naufragados de la
era precristiana. Por dos veces hemos visitado naufragios clásicos y
recuperado riquezas más estimadas que el oro; el arte y las obras de artesanía
de los tiempos antiguos. Hemos localizado también otros tres barcos, que
esperan su salvamento.
Ningún barco mercante de la antigüedad se conserva hoy en tierra. Los
barcos vikingos que fueron hallados sepultados en la tierra, y las barcazas del
emperador Trajano que fueron recuperadas drenando el lago Nemi de Italia,
son espléndidos ejemplares de navíos no mercantes de los viejos tiempos,
pero poco se sabe de los buques mercantes que acercaban entre sí a las
naciones.
Mi primer contacto sobre barcos clásicos se produjo en la bahía de
Sanary, donde hace cuarenta años un pescador extrajo una cabeza de bronce.
Murió antes de llegar yo a Sanary, y jamás pude saber donde la había
encontrado.

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Años más tarde, Henri Broussard, jefe del Club de Montañismo
Submarino de Cannes, regresó de una inmersión con un ánfora griega. Esta
graciosa pieza de alfarería de dos asas era el típico recipiente de la antigüedad
destinado al transporte de vino, aceite, agua y grano. Los barcos mercantes de
Fenicia, Grecia, Cartago y Roma llevaban miles de ánforas en estantes o
barras de sustentación. El fondo de las ánforas es cónico. En tierra, eran
hincadas en el suelo. A bordo, probablemente iban encajadas en los agujeros
de los estantes o barras de sustentación antes mencionadas. Broussard
informó haber visto un montón de ánforas a sesenta pies de agua. Se supuso
que no se trataba de un naufragio ya que el barco estaba totalmente enterrado.
Hicimos una inmersión desde el «Elie Monnier» y hallamos las ánforas
tumbadas o diseminadas en pedazos sobre un lecho de materia orgánica
compacta en un polvoriento paisaje gris de cizaña. Con una potente bomba de
succión, seguimos ganando profundidad hasta encontrar el barco. Un centenar
de ánforas surgió de lo profundo, la mayoría de ellas todavía con sus corchos
puestos. Unas cuantas conservaban aún en buen estado los precintos de lacre
que llevaban las iniciales de los antiguos fabricantes griegos.

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La fascinante y al mismo tiempo peligrosa aventura de la
arqueología submarina. Aquí vemos los trabajos de rescate de
una nave hundida con un gran cargamento de oro y plata.

Durante varios días extrajimos lodo y ánforas. A una profundidad de


quince pies chocamos con madera, que correspondía a las planchas de
cubierta de un carguero, como de dos mercantes que habían sido hallados. No
estábamos equipados para realizar un rescate a gran escala y nuestro tiempo
era limitado. Cuando nos fuimos, llevábamos con nosotros ánforas, muestras
de maderas y el conocimiento de un lugar hidro-arqueológico único que solo
espera una excavación relativamente sencilla. Yo creo que el casco está bien
conservado y podría ser extraído en una sola pieza. ¡Cuántas cosas no habría
podido decimos aquel naufragio de la construcción de buques y el comercio
internacional del remoto pasado!
De viejos barcos conocemos una serie de murales y pinturas de vasijas, y
podemos establecer bastante buenas hipótesis sobre la ciencia de sus

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navegantes. Sus buques cargueros eran cortos y anchos y probablemente no
podían navegar contra viento. Los pocos faros existentes eran fuegos que se
mantenían encendidos en la costa, y no había ni balizas ni boyas en las rocas
o arrecifes. Los capitanes seguramente rehuían perder contacto con tierra
firme y procuraban buscar refugio a sus naves de noche. Es posible que los
pilotos hubieran heredado un conocimiento a través de generaciones para
arriesgarse a dirigir un barco. Obligados a bordear la costa, los barcos eran
presa fácil de las repentinas tempestades mediterráneas y sus traicioneras
rocas. Muchos de ellos naufragaron posiblemente en aguas superficiales cerca
de la costa, de fácil buceo. Las batallas navales y la piratería son también
hechos que hay que sumar a los naufragios en aguas superficiales. Creo que
hay centenares de viejos cascos conservados en lodazales accesibles.
Un barco hundido a menos de sesenta pies de agua es probable que se
haya desvanecido a causa de la fuerza de dispersión de las mareas y
corrientes; pero si yace a mayor profundidad, entonces reposa en ese tranquilo
museo del suelo marino. Si el barco encalló en un lecho rocoso y no fue
tragado en su totalidad, habrá sido sin embargo juguete de la intensa vida
submarina: algas, esponjas, hidrozoitos y medusas se habrán adherido a él
cual musgo a una pared. La fauna hambrienta habrá buscado alimento y
cobijo en los restos del naufragio.
Un buceador necesita una vista entrenada para encontrar signos de tales
naufragios: una ligera anomalía de la topografía del fondo, una roca de forma
rara, o la graciosa curva de una esbelta ánfora. Las ánforas de Broussard
debieron ser cargamento de cubierta. Las ánforas de estantería debieron haber
quedado cubiertas por el barco. Muchos barcos antiguos se habrán perdido sin
dejar rastro cuando los buscadores de esponjas o corales, ignorantes de la
circunstancia de que las ánforas indican que hay barco debajo de las aguas,
removieron las vasijas sin anotar su localización.
Inequívocos fueron los indicios del otro único navío de carga jamás
encontrado, el galeón de Mahdia. Su apelativo, es sin embargo, equívoco; el
barco carecía de remos, era un simple velero, especialmente diseñado para
transportar un volumen de carga increíble para aquellos tiempos: por lo
menos, 400 toneladas. El Mahdia había sido construido por los imperiales
romanos hace unos dos mil años con la expresa finalidad de transportar los
tesoros de arte de Grecia. Nuestro hallazgo de este barco fue una verdadera
historia detectivesca.
En junio de 1907, uno de los gnómicos buscadores griegos que operan a
lo largo y ancho del Mediterráneo, estaba buscando esponjas cerca de Mahdia

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en la costa oriental de Tunicia, cuando de pronto descubrió, a una
profundidad de 127 pies, una fila tras otra de grandes objetos cilíndricos,
medio enterrados en el lodo. Informó que el fondo estaba cubierto de cañones
(tubos).
El almirante Jean Baehme, que mandaba el departamento marítimo
francés de Túnez, envió a unos cuantos buceadores a investigar. Los objetos
consistían en sesenta y tres cañones, aparentemente ordenados y diseminados
en óvalo sobre el suelo marino, en unión de otras grandes formaciones
rectangulares. Todos estaban llenos de seres marinos incrustados en ellos. Los
buzos levantaron uno de los tubos. Una vez limpiado de organismos, se
observó la presencia de mármol: estos «cañones» eran columnas jónicas
griegas.
Alfred Merlán, director gubernamental de Antigüedades, de Túnez, se lo
comunicó al famoso arqueólogo e historiador de arte Salomón Reinach. Este
buscó mecenas que financiasen la operación de rescate. Dos norteamericanos
se suscribieron: un expatriado, que se llamaba a sí mismo Duque de Lubar
(por un título papal), y James Hazen Hyde, que dio 20.000 dólares. Reinach
no garantizaba los resultados, pero Hyde estaba ansioso de respaldar el
trabajo. La expedición se puso a las órdenes de un tal Teniente Tavera, que
contrató buceadores civiles experimentados de Italia y Grecia, equipados con
los últimos atuendos de bucear.

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Gráfico que muestra la perfecta organización con que se
llevan a cabo los trabajos de rescate en la arqueología

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submarina.

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Este cántaro medieval acompañó los restos romanos durante
cinco siglos, hasta ser ahora recuperado.

Trazado del Puerto-Canal de Spina, en Italia. Son visibles


los canales secundarios y las plantas de las antiguas
construcciones.

La profundidad era un problema en aquella fase de la técnica del buceo.


Aquel mismo año, el Comité de Buceo de Profundidad de la «Royal Navy»
confeccionaba las primeras tablas de descompresión hasta ciento cincuenta
pies de profundidad, que todavía no conocía Tavera. Algunos buceadores se
vieron tan seriamente afectados que no pudieron volver a trabajar. La difícil y
peligrosa operación se prosiguió durante cinco años.
La nave era un museo de escultura clásica. No solo contenía capiteles,
columnas, basamentos y elementos horizontales del orden jónico, sino
también «kraters» labrados —o jarrones de jardín— tan altos como una
persona. Los buceadores hallaron estatuas de mármol y figuras de bronce
diseminadas por el piso, como si hubieran sido mercancía de cubierta,
desparramadas por doquier cuando el barco se escoró de costado.
Merlin y Reinach, así como otros expertos, atribuyeron estos tesoros a la
Atenas del primer siglo antes de Cristo. Compartían la creencia de que el

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argosia se había hundido en el año 80 antes de Cristo mientras transportaba el
botín sistemáticamente coleccionado por el dictador romano Lucio Cornelio
Sulla, que había saqueado Atenas en el año 86 antes de Cristo. Se comprobó
que los miembros arquitectónicos constituían un completo templo o una
suntuosa villa, que los asesores artísticos de Sulla habían seleccionado en
Atenas para su embarque a Roma. Estos «oscuros» embarques eran práctica
común en aquella época. Objetos de arte en suficiente cantidad para llenar
cinco habitaciones del Museo Alaoui —donde pueden contemplarse
actualmente— fueron transportados entonces. En 1913, la operación de
rescate fue suspendida por falta de fondos.
Las primeras noticias que tuvimos del argosia fue en 1948, con ocasión de
una investigación arqueológica submarina en el supuesto puerto comercial
sumergido de Cartago. El verano anterior, el general Vernoux, de las Fuerzas
Aéreas, que mandaba la región de Túnez, había tomado varias fotografías
curiosas de las aguas superficiales frente a Cartago.
A través de las claras aguas pudieron observarse formas geométricas
definidas, que, sorprendentemente, parecían los muelles y otras estructuras de
un puerto comercial. Las fotografías en cuestión fueron examinadas por el
Padre Poidebard, un investigador jesuita, capellán de las Fuerzas Aéreas.
Había hallado las ruinas submarinas de los puertos de Sidón y Tiro a
principios de los años veinte y deseaba ahora investigar los descubrimientos
en Cartago.
El Padre Poidebard subió a bordo del «Elie Monnier», y contratamos un
equipo de buceadores que se encargaría de examinar el puerto. No hallamos
ninguna traza de mampostería ni de construcciones hechas por el hombre.
Para comprobarlo, utilizamos una draga; pero este dragado no puso de relieve
la existencia de materiales de construcción.
Más tarde, revisando los archivos tunecinos y del Museo Alaoui,
tropezamos con la historia de la nave —o argosia— de Mahdia. Las
monografías de Merlin y el informe de Tavera nos llevaron a la conclusión de
que todavía había muchos tesoros en aquel naufragio. Me emocioné cuando
mis ojos leyeron el nombre del Almirante Jean Baehme: era el abuelo de mi
mujer. Cuando vimos los detallados esquemas de Tavera, que mostraban la
disposición del naufragio, nos encaminamos al buque hundido.
Una luminosa mañana de domingo, nos pusimos a estudiar los esquemas
frente a la costa. Había tres dibujos con marcas que podrían conducirnos a
donde se encontraba el argosia. La primera correspondía a un castillo, que

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podía verse una vez rebasado un rompeolas en ruinas. Vimos el castillo
inmediatamente.
La segunda pista consistía en alinear un pequeño matorral de las dunas
con la cresta de una colina. Desde los tiempos en que Tavera había dibujado
aquel matorral solitario hacía treinta y cinco años, había crecido luego un
verdadero bosque en su entorno. La última clave era el cambio de tono entre
los distintos olivos y un molino en primer plano. Miramos y remiramos a
través de los prismáticos, pero no vimos ningún molino. Hicimos unas pocas
observaciones no muy favorables al Teniente Tavera y deseamos entonces
que este hubiera estudiado la cartografía de mapas de tesoros de Robert Louis
Stevenson. Desembarcamos para echar un vistazo a las ruinas del molino.
Cargamos el camión con vigas de madera y lona, para construir una baliza o
pequeño faro en aquel lugar de la costa. Marchamos por caminos
polvorientos, preguntando a los nativos aquí y allá. Nadie recordaba el
molino, pero alguien sugirió que quizá lo supiese el viejo eunuco. Lo
encontramos caminando penosamente por la carretera; era un enjuto
octogenario, calvo y con unas espesas patillas blancas a ambas mejillas. Era
difícil imaginarse que en algún tiempo hubiese sido el brillante y orgulloso
factótum de un harén de Las Mil y Una Noches, Sus ojos se iluminaron
vivamente. «¿Molino? ¿Molino?» —gritó con voz chillona—. «Les llevaré
allí». Viajamos varias millas a través del territorio hasta llegar a una especie
de escollera. Allí nos apresuramos a levantar la baliza o pequeño faro de
señalización. El anciano nos miró apesadumbrado, y me murmuró: «Recuerdo
otro molino más allá». Nos condujo a una nueva escollera. Cuando le
miramos lastimeramente, él todavía creía en las ruinas de otro tercer molino.
La costa de Mahdia parecía ser el cementerio de una serie de molinos.
Regresamos al «Elie Monnier» y celebramos consejo. Decidimos utilizar
el máximo las técnicas de investigación submarina para descubrir el
naufragio, como si no supiéramos nada sobre su localización. Contábamos
con dos hechos: el naufragio se había producido en algún punto cercano, y
que se encontraba a unos ciento veintisiete pies de profundidad. La sonda
sónica nos indicó que el suelo marino era casi llano, con ligeras variaciones.
Nos encaminamos al punto donde la profundidad de las aguas se acercaba
más a la establecida por el sondeo de Tavera.
Sobre el suelo marino colocamos una parrilla de alambre de acero que
cubría unos 100.000 pies cuadrados de superficie, con un espacio de
cincuenta pies entre intersecciones. De este modo, los buceadores podían
sumergirse y emerger libremente sobre estas líneas, estudiando el terreno

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marino a derecha e izquierda para localizar indicios del naufragio. Tardamos
dos días en tejer la parrilla. Hubiéramos encontrado incluso un reloj que se
hubiera perdido en el lugar. No «pescamos» ninguna mercancía romana con
nuestra red.
El Teniente Jean Alinat propuso que debía sumergirse en el trineo
submarino. Lo remolcamos hasta las mismas márgenes de la parrilla, pero no
encontró nada. Así pasó el quinto día infructuoso de búsqueda del argosia.
Aquella noche no pudimos reprimir nuestra desesperación y decidimos buscar
más cerca de la playa.
A la mañana siguiente, el Comandante Tailliez descartó el trineo y
prefirió ser remolcado en su cable por un vehículo auxiliar. En nuestra lucha
contra el indómito mar, creí haber llegado al punto máximo de mi
desesperación, al sexto día de fracasos. Mentalmente compuse un informe
para mis superiores de Toulon, explicándoles cómo había tenido que emplear
dos barcos y treinta hombres durante una semana en busca de un naufragio
que ya había sido rescatado en 1913. El Padre Poidebard comenzó a
mostrárseme como un furioso almirante.
De pronto, sonó un grito. Fuera, sobre las soleadas aguas, brillaba una
lentejuela de plástico amarillo, que era la baliza de señalización que Tailliez
llevaba en su cinturón. Cuando la pequeña boya o baliza sube a la superficie
quiere decir que el buceador ha localizado algo importante. Tailliez emergió
de las aguas, se quitó el tapabocas y gritó: «¡Una columna!» … «¡He
encontrado una columna!».
Los viejos registros indicaron que una de las columnas había sido
arrastrada desde el punto de naufragio y abandonada una vez terminadas las
operaciones de rescate. El argosia era nuestro. Nos dirigimos a Mahdia de
noche y pedimos champaña para todos. Lo que ocurrió en las tabernas aquella
noche fue un ejemplo de lo que sucede cuando una tripulación ha encontrado
un tesoro submarino. Por toda la ciudad corrieron rumores de que habíamos
hallado la fabulosa estatua de oro del galeón, un objeto mitológico venerado
en la localidad desde hacía unos 30 años. La carcomida columna de Philippe
se convirtió en una fortuna de oro. Los admiradores se apiñaban para
felicitarnos.
Al alba, recomenzamos nuestro trabajo. Dumas y yo descendimos y
encontramos el punto principal de naufragio. No se parecía nada a un barco.
Las 58 restantes columnas eran simples cilindros recubiertos por una espesa
capa de vegetación y animales. Yacían envueltas en el enlodado suelo marino.
Recurrimos a nuestra imaginación para forjarnos un cuadro del barco. Debió

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ser un coloso de barco para aquellos tiempos. Las medidas y la distribución
de las columnas dejaban entrever un buque de unos ciento treinta pies de
eslora por cuarenta pies de manga, o sea el doble de las dimensiones del «Elie
Monnier».
El argosia se había perdido en una verdadera pradera de barro y arena que
se extendía más allá de la vista a través de las claras aguas. Era un oasis para
los peces. Observamos que no había tipos comerciales de esponjas en las
columnas. Los buceadores griegos de aquellos días se las habían llevado
todas, al parecer. Quizá se llevaron también algunos objetos de arte, como
vindicación patriótica del pillaje de los romanos.
Estábamos frente a una operación de rescate semi-industrial. Éramos
herederos de los grandes progresos en la ciencia del buceo desde los días en
que los bravos hombres de Tavera se dieron cita con el naufragio, y,
poseíamos, en realidad, un juego de tablas de buceo únicas recientemente
elaboradas por el Teniente Jean Alinat. Estaban diseñadas para la labor de
«aqualung», es decir, la técnica en virtud de la cual los hombres se sumergen
y emergen rápidamente en una serie de breves buceos, eliminando así la
saturación de nitrógeno propia de las inmersiones largas. Las últimas tablas
de buceo para un hombre que tuviera que trabajar durante cuarenta y cinco
minutos a una profundidad del argosia obligaban al mismo a regresar por
etapas para efectuar la descompresión. Tenía que parar cuatro minutos a una
profundidad de treinta pies, seguir hasta los veinte pies y dejar pasar veintiséis
minutos, y luego parar otros veintiséis minutos a diez pies, antes de emerger.
Le costó casi una hora regresar de un buceo de tres cuartos de hora.
En el programa de Alinat, por el contrario, se enviaba un hombre a
efectuar tres buceos de quince minutos, alternando con períodos de descanso
de tres horas. El buzo independientemente solo necesitaba cinco minutos para
la fase de descompresión a diez pies después de la tercera inmersión, o sea la
vigésima parte del tiempo de descompresión del buzo de escafandra.
Para que las teorías de Alinat fuesen útiles en el ataque al barco romano,
el equipo de dos hombres tuvo que descender y regresar siguiendo un rígido
cronometraje. No era de esperar que consultasen sus propios cronómetros de
muñeca. Proyectamos, pues, un «reloj-disparador», es decir, un hombre en
cubierta provisto de un rifle que disparaba al interior de las aguas cinco
minutos después de que se habían sumergido, luego a los diez minutos, y
finalmente disparaban tres rondas a los quince minutos como señal imperativa
de que debía emerger a la superficie. El impacto de las balas podía oírse
claramente en el punto de naufragio.

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El primer día, vi emerger a un buceador sosteniendo un pequeño objeto
brillante, y mi corazón dio un salto, pues esperaba encontrar bronces griegos.
Era simplemente una bala del «reloj-disparador». El piso se había recubierto
de ellas. Hubiera sido gracioso esconderse detrás de una columna y ver la cara
que pondría el próximo buscador de esponjas cuando viera el suelo marino
brillando de oro…
Nuestro horario se vio también amenazado por el hecho de que los vientos
y mareas desplazaron al «Elie Monnier» de su punto de anclaje, por lo que los
buceadores tenían que hacer recorridos en diagonal para llegar a su lugar de
trabajo, lo cual supuso una pérdida de tiempo y energías.
El mundo del argosia era azul crepuscular, por lo que la carne tomaba un
color verde aceitunado. El lejano sol brillaba sobre nuestro equipo de buceo,
despidiendo destellos argentados al reflejarse sobre los cromados. El
polícromo lecho marino despedía una luz lo bastante intensa como para poder
hacer una película en colores de los buceadores en plena faena. Creo que fue
la primera película en colores hecha a semejante profundidad.
Los mármoles atenienses eran moles de un azul oscuro, empañado por
capas de vida marina. Tuvimos que cavar con nuestras manos —como los
perros remueven la tierra— para poder pasar los cables de arrastre por debajo.
Cuando las sacamos a la superficie, las limpiamos y cepillamos hasta
devolverles su blanquísimo mármol, y por primera vez desde los tiempos de
la antigua Atenas las pusimos al sol.
De las piedras del suelo tomamos cuatro columnas, dos capiteles y dos
basamentos. Levantamos también dos misteriosas y plúmbeas partes de viejas
áncoras, que encontramos cerca de donde se supone estaba el barco en una
posición que indicaba que se había lanzado anclas cuando el barco se hundía.
La tragedia debió ocurrir súbitamente. Las partes de ancla, que pesaba cada
una tres cuartos de tonelada, tenían forma oblonga e iban reforzadas con
agujeros en el centro. Tales formas metálicas rectas no podían haber sido los
brazos o ganchos de anclas. Seguimos buscando estos brazos o ganchos, pero
no hallamos nada. Posiblemente, las partes que habíamos encontrado eran
solo las barras cruzadas que van en la empuñadura del ancla. El resto de las
anclas debió ser de madera. He aquí un dilema. ¿Por qué los antiguos hacían
recaer todo el peso sobre la parte superior del ancla?
Discutimos sobre las distintas explicaciones y llegamos a una posible
conclusión. Los antiguos barcos no tenían cadenas de ancla, sino que usaban
cuerdas. Un moderno barco anclado empujado por el viento o las corrientes
mantiene firme su gancho mediante la fuerza horizontal ejercida sobre el

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extremo inferior de la cadena del ancla. La cuerda del ancla romana se ponía
tensa en tales condiciones y hubiera levantado los ganchos de madera si la
parte superior no llevase una sobrecarga de material de plomo, que facilitaba
la fuerza horizontal.
Trabajamos seis días en la nave romana, cada vez más sorprendidos por
las muestras de una ciencia marítima original. Queríamos ir tras el barco
propiamente dicho. Los registros de Tavera indicaban que los buzos de
escafandra habían excavado ampliamente a popa. Seleccioné unos mármoles
en una zona compacta situada a estribor y los envié a la superficie, dejando
así un área limpia para excavación. Bajamos una potente manga para soplar la
tierra. Una ligera corriente conducía el barro que levantábamos. Sosteníamos
la creencia de que el excesivamente cargado barco había reventado en su
estructura superior, haciendo que la cubierta de carga cayese sobre la
principal.
Dos pies más abajo, nuestros dedos palparon una sólida cubierta llena de
planchas de plomo. El mar había arrojado lodo en la cavidad, pero pudimos
tantear una buena porción de cubierta firme para llegar a la conclusión de que
la nave romana estaba intacta en sus dos terceras partes. Extrajimos un capitel
jónico que estaba prácticamente enterrado en el lodo. Ni la fauna ni la flora
marinas habían hecho presa de él. Conservaba aún la prístina belleza de los
días en que había sido labrado, antes de nacer Jesucristo.
Estoy seguro que en medio hay un cargamento sin tocar. Estoy también
seguro de que entonces como hoy la tripulación vivía en el castillete de proa,
el lugar menos deseable del barco, y que existen allí enterradas pertenencias
íntimas y herramientas que podrían hablarnos de la clase de hombres que
llevaban los barcos romanos.
Nos encontramos sencillamente en los umbrales de la historia en los pocos
días que permanecimos en torno al gran argosia. Hallamos clavos de hierro
oxidados, algunos tan finos como agujas, y clavos de bronce. Encontramos,
también, una piedra molar, con la que los cocineros del barco molían los
granos que transportaban en ánforas. Igualmente extrajimos piezas de cedro
del Líbano de un metro de largo cubiertas con el original barniz amarillo.
(Sería interesante saber cómo se fabrica un barniz marino que sobrevive
veinte siglos a la inmersión.)
Cuatro años más tarde en Nueva York, encontré al presidente de las
Alianzas Francesas de Estados Unidos y Canadá, un vivaz anciano llamado
James Hazen Hyde, y asocié su nombre con el del mecenas que había
ayudado a rescatar el tesoro de Mahdia. Era el mismo hombre. Me invitó a

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cenar en el Plaza y le mostré la película en colores de los buceadores en plena
labor. «Fascinante» —exclamó—. «¿Sabe usted?, jamás vi las cosas que
sacaron a la superficie. En aquellos días, poseía yo mucho dinero y un yate de
vapor. Hacía un crucero por el Egeo mientras ellos estaban buceando. Nunca
fui al Museo de Túnez. Salomón Reinach me envió fotografías de los
“kraters” y estatuas, recibí una amable carta de Merlin, y el Bey de Túnez me
concedió una condecoración. Es interesante, desde luego, verlo después de
cuarenta años».

The Silent World, 1953

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Física atómica en arqueología

THOMAS GEOFFREY BIBBY

THOMAS GEOFFREY BIBBY (1917-2001) nació en Westmorland y se educó


en el Caius College de Cambridge. De 1947 a 1950 estuvo empleado en la
Iraq Petroleum Company, pero a partir de 1950 se dedicó exclusivamente a
sus trabajos de arqueología. Ahora vive en Dinamarca, donde ocupa el
puesto de Conservador y Jefe del Departamento Oriental del Museo
Prehistórico.

Una vez más, los nuevos métodos eliminan conceptos erróneos. Igual que
De Geer demostró que un año era un concepto independiente del hombre, así
el profesor Willard F. Libby, de la Universidad de Chicago, inventor de las
técnicas del carbono radiactivo, ha demostrado que el tiempo es un concepto
independiente de los años. La edad de un objeto no es fundamentalmente el
número de años, sino más bien el espacio de tiempo que ha existido. Los
años, aunque no hechos por el hombre, son empleados por el hombre como
una unidad para medir el tiempo. Pero el tiempo pasa, no importa si el
hombre lo mide en años o no.
El carbono es el ingrediente básico de toda materia orgánica, el mayor
constituyente de la vida vegetal y animal, al mismo tiempo, en forma de
dióxido de carbono es, uno de los principales ingredientes del aire. El carbono
es absorbido del dióxido de carbono del aire por las plantas, que despiden el
excedente de oxígeno; este carbono asimilado por las plantas es, a su vez,
consumido por los animales y el hombre. Lo mismo en las plantas que en los
animales, el carbono es utilizado en parte para reemplazar el desgaste
estructural y construir nuevas estructuras, proceso este al que llamamos
crecimiento. Hay un constante flujo de nuevo carbono en todo organismo
vivo en desarrollo, y una pérdida constante, aunque inferior, en los viejos.
Ahora bien: el carbono no es el elemento simple que antes se creía era en
la época preatómica. Consiste en tres isótopos, tres distintas sustancias que
son químicamente indiscernibles, pero que poseen características físicas

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diferentes, siendo la más evidente un peso atómico distinto: 12, 13 y 14. El
carbono ordinario de cada día tiene un peso atómico de 12. Pero el C-12 se
mezcla en una parte con varios millones de C-13 y C-14. Estas diminutas
proporciones de carbono más pesado se «fabrican» en las capas superiores de
la atmósfera. Allí, el dióxido de carbono del aire está expuesto al bombardeo
de los rayos cósmicos, las inexplicables corrientes de partículas ionizadas que
caen sobre la tierra desde el espacio exterior. Cuando una de estas partículas
choca con un átomo de carbono del dióxido de carbono de la atmósfera, es
absorbida una suficiente energía, o materia, de la partícula para convertir el
C-12 en C-13 o C-14.
Este «carbono pesado» es como el carbono ordinario, absorbido de la
atmósfera, en primera o segunda mano, por todo ser viviente.
Este proceso solo tendría un interés científico académico si no fuera por
un hecho importante: el C-14 es radiactivo.
Ahora, los materiales radiactivos hacen dos cosas. Emiten partículas, que
se pueden medir con un contador Geiger, y en este proceso se disgregan en
otras sustancias radiactivas. Se disgregan a un ritmo fijo por cada sustancia
radiactiva, por lo que es posible, después de cierto período de tiempo, afirmar
qué cantidad de radiactividad en una cantidad de material quedará reducido a
la mitad, y después de otro período igual, a un cuarto, y así sucesivamente.
Este período fijo se denomina «media vida» de la sustancia.
Libby, un químico atómico, se interesó por vez primera por el C-14 en
1946, después de cuatro excitantes días en el Proyecto Manhattan. Decía que
si la proporción de C-14 en la atmósfera se mantiene constante en el carbono
de la atmósfera por las continuas corrientes de rayos cósmicos, y toda criatura
humana sigue renovando su C-14 por la absorción del carbono de la
atmósfera, entonces todo ser humano es radiactivo, y exactamente en el
mismo grado.
Este intranquilizador pensamiento no preocupaba aún inmediatamente al
prehistoriador en la determinación de la cronología. Pero en 1947, Libby llevó
sus razonamientos aún más lejos. Cuando un organismo muere, cesa de
absorber nuevo carbón del aire. Desde ese momento, la natural pérdida de C-
14 no es compensada por nuevas inhalaciones. Por lo tanto, su proporción de
C-14 a C-12 descenderá lentamente a un ritmo fijo. La «media vida» del C-14
se comprobó era de 5.568 años, con un límite de exactitud de 0,54 %. Así
pues, un árbol cortado hace 5.568 años produciría solo la mitad de señales en
un contador Geiger que un árbol cortado ayer.

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Ahora, los prehistoriadores se despertaron. Porque el reverso era también
cierto. Si una pieza de madera daba solamente la mitad del número de señales
que una nueva pieza, entonces aquella pieza tendría 5.568 años. Y cualquier
otra proporción de señales podría por esta razón convertirse en un espacio de
tiempo, dentro de los límites de exactitud de la máquina. Había nacido un
nuevo método para calcular la edad de cualquier material prehistórico
conteniendo carbono.
Como resultado, en febrero de 1948 se creó un comité de cuatro
arqueólogos por la Asociación Antropológica Americana, que comenzó a
someter muestras de todos los tipos de materiales prehistóricos conteniendo
carbono a Libby y su batería de Geigers. Los primeros objetos pertenecían a
fechas conocidas —maderas de las tumbas de los Faraones egipcios y de los
palacios hititas, cenizas de los campamentos romanos y pergaminos del Mar
Muerto—. Libby fue capaz de indicar fechas con márgenes de error del 10 %
respecto a la fecha ya conocida. Este nuevo método había resultado eficaz.
Ahora podría alcanzarse lo imposible. Los objetos que, por axioma, eran
de fechas indeterminables podían ahora ser ensayados. Los rescoldos de un
fuego en la Cueva de Lascaux que se remontaba a la Edad de Piedra, fijaron
la fecha de su habitabilidad humana en 15.516 años; escombros de uno de los
más antiguos asentamientos agrícolas del mundo —el de Jarmo en Iraq—
dieron 6.707 años.
No debemos dejarnos engañar por la aparente exactitud del número de
años resultante. En cada caso, el número fue acompañado de una nota sobre el
error tolerable, y que generalmente llegaba, y a veces rebasaba, el 10 %. Pero
aún un 10 % de error es muchas veces mejor que los muy subjetivos cálculos
que antes se hacían.
Sobre los Geigers descansa ahora el futuro de la arqueología, al menos
hasta que se encuentre un método mejor. El aparato de Libby se ha duplicado
en todos los centros importantes de estudios antropológicos de América, y
otro buen número ha sido adoptado en Europa, los primeros en Cambridge y
Copenhague. Ahora, en el museo fundado por Thomsen, a muy poca distancia
de las habitaciones donde por vez primera desplegó su colección ordenada por
el sistema de tres edades cronológicamente sucesivas, los «clicks» de un
detector miden con creciente exactitud la edad de los objetos que él fue el
primero en sugerir eran prehistóricos.

The Testimony of the Spade, 1957

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El periscopio de Lerici

CARLO MAURILIO LERICI

CARLO MAURILIO LERICI (1890-1981) nació en Verona, estudió ingeniería


industrial y mecánica en la Politécnica de Turín. En la primera parte de su
vida alcanzó un éxito considerable como ingeniero industrial, implantando
nuevos métodos geofísicos de prospección petrolífera e hidráulica, pero
empezó a tomarles gusto a las antigüedades cuando sus parientes le pidieron
que diseñase un mausoleo familiar adecuado. Con una firmeza característica
se puso a estudiar antiguos modelos en que basar su proyecto, y
gradualmente se vio absorbido por la fascinante y poco conocida civilización
de los etruscos. Está muy preocupado por las amenazas que se ciernen sobre
la supervivencia de las ruinas etruscas, dedicando todos sus conocimientos
científicos y arqueológicos a su descubrimiento y preservación. Sus técnicas
geofísicas, que fue el primero en aplicar a los problemas arqueológicos, han
alcanzado notables resultados; en el siguiente pasaje (escrito en 1961) cita el
descubrimiento de 600 tumbas en Cerveteri y 2.600 en Tarquinia, pero hacia
junio de 1964 estas cifras se habían elevado a 950 en Cerveteri y 5.250 en
Tarquinia.

Hace unos meses, la Fundación Lerici de la Politécnica milanesa recibió


el encargo de organizar un estudio arqueológico de la antigua ciudad de Sibari
y de otras interesantes ruinas del área en torno a los ríos Crati y Coscile, en
Calabria.
Es esta una extensa zona que ocupa varios centenares de kilómetros
cuadrados, de modo que todo el énfasis se puso en el desarrollo de aparatos
que capacitaran a un pequeño grupo de gente a trabajar con mayor rapidez
que grupos más numerosos utilizando métodos convencionales.
El gran éxito de estos nuevos métodos se puede comprobar examinando la
siguiente lista de descubrimientos realizados en cinco años por dos personas
con mano de obra auxiliar reclutada «in situ».
En Febriano, una necrópolis.

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En Cerveteri, 600 cámaras sepulcrales conteniendo 6.500 objetos
exhumados.
En Vulci, numerosas ruinas estructurales de la antigua ciudad, incluyendo
la Tumba de las Inscripciones, con un gran sarcófago esculpido.
En Tarquinia, 2.600 cámaras sepulcrales, 20 de ellas pintadas.
En Sibari, varias ruinas de antiguas edificaciones.
Comparándolo con trabajos previos, baste con observar que en la región
de Tarquinia se había tardado anteriormente todo el siglo diecinueve para
descubrir tantas tumbas pintadas como las que hemos descubierto en cinco
años; que desde 1892, es decir durante 66 años, no se había descubierto ni una
sola tumba pintada, y que durante los últimos quince años se descubrió un
promedio de una tumba al año en la región de Cerveteri. Una comparación de
los registros efectuados nos pone de evidencia que nuestros descubrimientos
en Tarquinia, que aún siguen con éxito, duplicarán bien pronto la herencia de
pinturas etruscas. El grupo de la Politécnica ha realizado en cinco años lo que
antes llevaba más de un siglo.
Los métodos que tuvieron más éxito son: 1) Medida de la resistencia
eléctrica del terreno y 2) empleo de las muestras exploratorias en los puntos
indicados por la medida de la resistencia. Estas pruebas pueden utilizarse o
para extraer una completa muestra de las capas del terreno como núcleo o
bien, al perforar una tumba, permitir el examen visual y fotográfico del
interior.
Estos métodos han evidenciado un valor sobresaliente y los describimos a
continuación. Pero también se han empleado otros métodos para recoger datos
valiosos.
El primero de ellos es la fotografía aérea. Este lo empleamos
regularmente en nuestro trabajo.
Pero hemos observado dos cosas: Primero, las habituales fotografías
exploratorias no son las mejores para nuestros fines, ya que la luz y otros
factores deben elegirse de tal forma que resalten el detalle arqueológico.
Igualmente, las fotografías infrarrojas tienen un valor especial. Segundo,
hemos observado que en los lugares hasta ahora explorados, el detalle
arqueológico es posible que no aparezca si las ruinas están por debajo de 1,5 a
2 metros de la superficie. En la región de Lacio, por ejemplo, los detalles de
las necrópolis de Cerveteri y Tarquinia y de los deshabitados poblados de
Vulci solo son visibles cuando están más cerca de la superficie. Así, un 50 %
de las formaciones de Cerveteri y un 75 a 80 % de Tarquinia no son visibles

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por fotografía aérea, mientras que en Sibari, las fotografías aéreas son de
escaso valor.
Con estas reservas, el estudio aéreo ofrece un comienzo indispensable
para todo proyecto arqueológico de gran escala.
En casos en que la humedad del suelo haga menos eficaz la medida de
resistencia, este método puede suplementarse por registros sísmicos. Para ello
se hace detonar una carga explosiva en un punto del terreno, registrándose los
múltiples ecos en varios puntos de recepción.

Estudio arqueológico por mediación de la resistencia eléctrica


del terreno

Si dos tubos metálicos (electrodos) son hincados en el terreno y se hace


pasar una corriente a través de ellos podemos medir la resistencia eléctrica
entre los mismos de la forma habitual. La «resistividad» de un material es la
resistencia de un bloque de sección longitudinal y transversal unitaria, en este
caso un metro cúbico, y podemos hallar la «resistividad» de la tierra
aproximadamente por la lectura de resistencia.

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Diagrama de resistencia eléctrica con anomalía correspondiente a una tumba
sepultada.

A medida que vamos desplazando los electrodos, la resistencia irá en


aumento, pero si la tierra es uniforme la «resistividad» permanecerá
constante. Cuanto más se separen los electrodos, más viajará la corriente hasta
las capas más profundas cuando pasa de un electrodo a otro.

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Diagrama de resistencia eléctrica con anomalía correspondiente a una fosa.

Así, si hay una capa de tierra más baja a través de la que la corriente pasa
con más facilidad (es decir, una resistividad más baja) esto contribuirá en
principio al resultado, y la resistividad global descenderá. Si los electrodos
están sobre una tumba vacía, puede ocurrir lo contrario, ya que el aire tiene
una gran resistividad, y esta aumentará a medida que se separan los
electrodos…
Ahora puede verse que cualquier estructura enterrada, como tumbas o
edificaciones, puede ser detectada y, al mismo tiempo, podrá calcularse su
profundidad.
Hay dos métodos de estudio de resistencia: sondeos eléctricos verticales y
longitudinales.

Sondeo Eléctrico Vertical

Los dos electrodos del centro se mantienen fijos, y los otros dos
electrodos exteriores se separan escalonadamente. De este modo se obtiene

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una panorámica de la estructura vertical del terreno por debajo del aparato.

Sondeo Eléctrico Horizontal

Para explorar la naturaleza del terreno a una profundidad fija bajo la


superficie, ajustamos la distancia entre los cuatro electrodos y movemos todo
el conjunto a lo largo del terreno.
Es práctica común entre nosotros determinar primero la estructura de las
capas del terreno con unos cuantos sondeos verticales, y luego explorar a lo
largo de una línea con la horizontal, y finalmente confirmar cualquier
descubrimiento con un sondeo vertical.

Equipo para medir la resistencia

El aparato portátil para los estudios antes mencionados consiste en dos


partes. La parte inferior es el bloque de potencia, que transforma la corriente
de una batería de 12 voltios en valores adaptados a los dispositivos de registro
alojados en la parte superior. La lectura puede hacerse en unos pocos
segundos. Este aparato ha sido desarrollado por la Fundación. Para su empleo
se monta en la trasera de un «jeep».

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Esquema de los circuitos para medir la resistencia del
terreno.

LAS MUESTRAS

Sondeo por motor Mac Cullogh

Este taladro portátil de motor, que pesa 40 kg., puede emplearse de dos
formas: a) con un taladro con broca de rosca pueden practicarse agujeros
hasta de 12 cm. de diámetro; b) con una sonda de extraer muestras-testigo, en
lugar del taladro de rosca, se extrae una muestra de suelo de 40 cm. de largo,
de modo que se pueda ver la estratificación por debajo de esta profundidad.
Así, cuando el estudio de resistencia indica una probable formación
arqueológica, puede utilizarse la sonda de motor lo mismo para extraer una
muestra de suelo que para perforar una cámara sepulcral.

El Periscopio

Página 535
Una ver localizada una cámara sepulcral, y después de perforada con la
sonda de motor, puede bajarse el periscopio para facilitar el estudio del
interior de la cámara y la toma de fotografías. Este dispositivo fue
desarrollado en la Politécnica para nuestro trabajo. Consiste en un tubo
«compound» de 3 a 5 metros de longitud, con dos ventanas en su parte
inferior, la de arriba para ver y fotografiar, y la de abajo, para iluminar la
cámara. Una secuencia de 12 fotografías, con el periscopio vuelto en un giro
de 30 grados después de cada exposición, podrá captar toda la tumba.
De este modo, el periscopio permite un examen completo de la tumba,
con todo detalle, sin entrar. Gracias a este aparato, la Politécnica de Milán
cuenta con un archivo sin precedentes conteniendo registros de las tumbas de
los siglos VII a III antes de Cristo. Algunas de estas tumbas tienen que esperar
varios meses antes de poder ser abiertas.
Una completa documentación en color de todos los nuevos
descubrimientos se publicó en 1961 bajo los auspicios de la Fundación Lerici,
de la Politécnica milanesa.

ALGUNOS PROBLEMAS

La finalidad del trabajo antes descrito es proteger y conservar nuestra


herencia arqueológica enterrada.

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A la izquierda, el periscopio Nistri para exploración
arqueológica. A la derecha, aparejo fotográfico de la Fundación
Lerici para exploración de cavidades sepultadas.

Nuestros críticos han argüido que estos rápidos métodos no permiten un


completo y detallado examen como el que hoy exige la arqueología. Pero

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podemos rebatir estas críticas mencionando los siguientes hechos:
1. Nuestros estudios dejan las tumbas intactas, sin deterioros de ninguna
especie, y localizadas para ulteriores investigaciones más detalladas, y el
agujero de la muestra es taponado.
2. El cultivo intensivo de los diez últimos años está con frecuencia
precedido de un arado profundo, utilizando «bulldozers». En varias
ocasiones, estas operaciones de arado han dañado de manera irreparable
el material arqueológico a flor de tierra. Además, debido al subsiguiente
enriquecimiento del suelo con fertilizantes, el agua rica en sales se filtra
hasta las ruinas y causa ulteriores daños. La necrópolis etrusca de
Tarquinia ofrece un impresionante ejemplo de estas destrucciones. Los
deterioros marchan a tal ritmo, que en unos pocos años quedará muy
poco material arqueológico que recoger.
3. La búsqueda ilegal. Hoy, la búsqueda ilegal de zonas arqueológicas de
Italia constituye la mayor parte de las excavaciones, porque muchas
veces es más eficaz en materia de descubrimientos que la realizada por
la Administración de Antigüedades y otros organismos autorizados. Los
daños causados por este latrocinio, lo mismo por el material dispersado
sin clasificar o identificar que por el negligente trato que recibe, pueden
valorarse en miles de millones de liras al año. La Politécnica milanesa
posee en sus archivos ejemplos de impresionante gravedad, tales como
la destrucción de ciertas paredes pintadas en la necrópolis de Tarquinia,
con el fin de penetrar en los espacios contiguos y robar las antigüedades.
Estos hechos justifican una rápida y cuidadosa vigilancia y observación
de las formaciones arqueológicas existentes, con vistas a su ulterior
protección y conservación.

La rapidez de nuestros descubrimientos ha cogido desprevenidas a las


autoridades; y, desde luego, puede decirse simplemente que en Italia no hay
ni personal ni fondos suficientes para siquiera cubrir los gastos de las más
importantes labores de conservación.
A medida que trabajamos, sabemos muy bien que los excavadores ilegales
vigilan nuestro trabajo. En muchos casos, la Politécnica de Milán ha tenido
que poner guardias de día y de noche a sus propias expensas. Sin embargo,
allí donde trabajan los equipos de la Politécnica es donde los excavadores
ilegales concentran su trabajo. Incluso se hicieron intentos de exportar
fragmentos enteros de paredes.

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Se necesita conservación

Una vez encontrados en una cámara sepulcral, lo más importante es


asegurarse de que quede tan aislada que la temperatura y humedad sigan
siendo las mismas y bastante constantes. Pueden adoptarse medidas para
eliminar las incrustaciones de sales y evitar nuevas infiltraciones. Aquí, los
métodos del Instituto Central de Roma han demostrado ser muy valiosos, y
debieran extenderse.

Methods used in the Archaeological Prospecting of Estruscan


Tombs, Studies in Conservation, vol. 6, n.º 1, 1961

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Fotogrametría

La arqueología, que por mucho tiempo ha dependido de la interpretación


visual y modo de pensar del investigador, está comenzando ahora a ocupar
su puesto entre las ciencias exactas, donde el empleo de complicados
dispositivos técnicos está eliminando gradualmente toda posibilidad de error.
Pueden utilizarse no solamente para localizar la posición de las cámaras
subterráneas, para registrar la fecha de objetos antiguos y trazar los límites
de las excavaciones, invisibles a nivel de tierra, sino también para reproducir
con exactitud copias de superficies labradas o cinceladas, e incluso para
facilitarnos una clave respecto al significado de palabras de lenguas
primitivas.

El Centro de Documentación fue creado en mayo de 1955 por el Servicio


de Antigüedades de Egipto, con la directa cooperación de la UNESCO. Es un
organismo egipcio financiado por el Gobierno de la República Árabe Unida.
La UNESCO tiene un representante en el Consejo de Directores del Centro y
facilita ayuda técnica en forma de especialistas internacionales.
Desde los días de Champollion —fundador de la egiptología científica—
la labor de preservar los monumentos, organizar excavaciones, realizar
investigaciones y estudios de documentos, etc., ha sido realizada por una gran
variedad de fundaciones, museos y universidades de Egipto, Europa y
América. Con frecuencia los resultados han sido fructíferos, pero casi
inevitablemente de manera aislada. Jamás hasta ahora se había organizado
nada tan sistemático como el Centro de El Cairo en este campo. Sus
operaciones han requerido poderosos recursos y los servicios de nutridos
grupos de trabajo compuestos por especialistas de plena jornada que actuaban
de manera sincronizada.
Originalmente, el Centro eligió como labor primordial suya realizar
estudios exploratorios sistemáticos de la Necrópolis de Tebas, donde las
tumbas, antes bien conservadas, han comenzado a mostrar síntomas de
deterioro. El anuncio del proyecto de la Gran Presa cambió el orden de
prioridades y comenzó la carrera contra reloj en la Baja Nubia. Para los
próximos cinco años están planeadas algo así como un centenar de

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operaciones con un bien definido programa de trabajo en relación con los
monumentos amenazados por la Gran Presa superior de Asuán.
Los arqueólogos y filólogos agregados al Centro coordinan todas las
operaciones teniendo en cuenta la documentación existente. Dirigen los
trabajos de campo y luego registran los resultados de cada misión en tarjetas-
índices.
Los datos necesarios para complementar copias y descripciones son
reunidos por la sección técnica. Los arquitectos preparan los planos, las
secciones y las elevaciones que completan hasta el más mínimo detalle: cada
ladrillo, cada piedra e incluso el más pequeño agujero es marcado. Expertos
en dibujo arquitectónico entrenados en el Centro utilizan fotografías para
preparar planos exactos de grupos de monumentos. El viejo método de
reproducir directamente ya no se utiliza, salvo en el caso de pequeños
detalles, o en casos en que los monumentos están muy próximos entre sí o en
un estado demasiado precario para poder sacar fotografías satisfactorias. Las
copias de aquellos relieves famosos por su belleza o interés histórico y de
cualesquiera otros jeroglíficos que puedan provocar controversias se hacen
por moldeadores, que también preparan molduras arquitectónicas.
Los fotógrafos trabajan también en estrecho contacto con otros
especialistas. De acuerdo con el plan piloto, revelan sus películas
experimentales «in situ» antes de enviar los negativos al laboratorio de
revelado de El Cairo. Al mismo tiempo, toman fotografías idénticas en
colores. Sin embargo, aún todo este trabajo no es suficiente.
La reproducción fotográfica de las obras de arte, y de las esculturas en
particular, es —como André Malraux lo definió— un fenómeno de recreo.
Liberadas de las celdas en que vivían aprisionadas, las esculturas parecen
surgir de nuevo a la vida desde este nuevo enfoque, haciéndose familiares y
cobrando un fresco significado.
La fotografía, como el dibujo e incluso los planos arquitectónicos,
contiene un determinado factor subjetivo que puede producir varios grados de
distorsión. Para obtener una exactitud absoluta necesaria en el registro
científico se ha hecho uso de la fotogrametría, un procedimiento empleado en
los últimos cuarenta años para la preparación de mapas geográficos.
Este método se utilizó en principio para estudiar un monumento en 1850,
y hoy nos ofrece un valioso material informativo para documentación de
arqueólogos. Las fotografías estereoscópicas, tomadas con ayuda de un
teodolito (fototeodolito), facilitan información precisa, hasta el más pequeño

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detalle, de cualquier relieve, haciendo así posible la copia fiel de
reproducciones, moldes y fundidos.
La fotogrametría abre nuevos horizontes al conocimiento de formas y
técnicas. Puede, incluso, hacer posible el descubrimiento de leyes
arquitectónicas todavía sin revelar por los egiptólogos y añadir algo nuevo a
nuestros conocimientos en materia de técnicas de esculpido. Por ejemplo, las
líneas de contorno tomadas del rostro del coloso Osiris norte (23 pies) y las
del coloso sur (65 pies) en la parte frontal, muestran algunas sorprendentes
semejanzas entre sí, incluso en la reproducción del cartílago nasal.
Cuando todos los programas de investigación hayan sido completados, el
Centro de Documentación de El Cairo será una rica y permanente fuente de
documentación lo mismo para estudios egiptológicos que para trabajos
destinados al hombre de la calle. Como medida de seguridad, todos los
archivos deben ser reproducidos en microfilms, y cada copia de documento
debe recibir un trato especial y ser protegida contra cualquier riesgo de
destrucción o deterioro.
Gracias a la acción internacional emprendida por la UNESCO, tenemos
razones para esperar que estos majestuosos monumentos sean salvados de las
amenazadoras aguas y que las generaciones presentes y futuras puedan seguir
disfrutando con la contemplación de las gigantescas figuras de Ramsés II y
los templos isleños de Philae. Además, la amplia labor emprendida por el
Centro de Documentación respecto al Antiguo Egipto facilitará a los
egiptólogos de todo el mundo la posibilidad de añadir a sus conocimientos el
de una nueva región del Viejo Mundo que aún no ha cesado de entregarnos
todos sus secretos.

Unesco Courier, febrero 1960

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Descifrado con computadora

En la segunda mitad de 1960, un grupo de personas del Instituto de


Matemáticas de la División Siberiana de la Academia de Ciencias de la URSS
hizo un ensayo de descifrado de la lengua maya con computadora electrónica.
Los resultados de estos trabajos fueron presentados en la Conferencia de
Proceso de Datos, Traducción Mecánica y Lectura Automática de Textos,
celebrada en Moscú del 21 al 30 de enero de 1961.
Esto fue acompañado de la publicación de una lectura (para ser más
exactos, una trasliteración sin traducción) de fragmentos de textos mayas.
El valor del trabajo del personal del Instituto de Matemáticas radica en el
hecho de que esta fue la primera prueba práctica de la posibilidad de un
fructífero estudio, con computadora, de antiguos sistemas de escritura.
Teóricamente, este problema surgió hace algunos años, después de haberse
empleado con éxito métodos estadísticos por medios «manuales» para
descifrar antiguos sistemas de escritura (por Ventri para la escritura silábica
cretense, y por el presente autor, en cuanto a la escritura jeroglífica maya).
Así, el empleo de computadoras para el descifrado fue la consecuencia lógica
y coronación de una nueva etapa en el desarrollo de la teoría del descifrado,
caracterizado por el empleo en gran escala de métodos estadísticos.
Al plantear la cuestión general de investigar «las posibles aplicaciones de
las computadoras en la solución de los problemas de los antiguos sistemas de
escritura y el desarrollo de una técnica para el eficaz empleo de computadoras
electrónicas con esta finalidad» (Evreinov I, p. 3), los autores de estos
informes tenían la intención, con respecto a los textos jeroglíficos mayas, «de
establecer la relación entre las palabras del léxico y los textos manuscritos, y
determinar por este medio la naturaleza del empleo de los jeroglíficos y sus
significados respectivos» (Evreinov I, p. 4). Del material publicado se deduce
que, en efecto, el objetivo era más reducido: facilitar una trasliteración de los
textos jeroglíficos en escritura latina (o, para ser más exactos, en el llamado
alfabeto maya «tradicional»), sin esforzarse por realizar su traducción. Los
autores estaban, desde luego, familiarizados con el descifrado «manual» de la
escritura maya y con las técnicas empleadas en el mismo.
El grupo del Instituto de Matemáticas seleccionó los códices de Dresden y
Madrid para estudio. El trabajo paleográfico (como la identificación de
símbolos confusos, la localización de errores en la escritura, etc.) no se llevó a

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cabo, ya que los investigadores utilizaron los textos del presente autor de
todos los manuscritos y ciertas inscripciones mayas en clave numérica (una
cifra de tres dígitos por cada símbolo), así como un catálogo de los símbolos
con sus alógrafos. La omisión del Códice de París fue tanto más lamentable
por cuanto el Códice de Madrid estaba en una condición mucho peor.
Además, la limitación de la materia prima complica la investigación. Las más
importantes fuentes sobre la lengua maya del período colonial fueron el
Diccionario Motul, el Libro de Chilam Balam de Chumavei, y el Códice
Pérez.
El proceso de los datos lexicográficos se realizó paralelamente al proceso
de los textos jeroglíficos: la frecuencia de sílabas y palabras fue calculada
entonces, haciéndose una recopilación de palabras según su significado (el
mundo vegetal y animal, diversas profesiones u oficios, objetos de la vida
diaria, dioses, ritos, sacrificios, términos astronómicos y de calendario, y las
palabras de uso más corriente). En vista de la notable diferencia del lenguaje
maya durante el período colonial respecto al de los textos jeroglíficos, esta
recopilación o lista de palabras probó su ineficacia.
En comparación con los datos procesados, los símbolos fueron
confrontados con las sílabas en cuanto a frecuencia: el número de símbolos
del jeroglífico se confrontó con el número de sílabas en la palabra. (El método
más eficaz fue el denominado método «rebus», basado en buscar puntos de
correspondencia entre complejos conteniendo números específicos de
símbolos, y palabras conteniendo el correspondiente número de sílabas)
(Evreinov I, p. 10.) En otro informe leemos que el método «rebus» «consiste
en que los jeroglíficos son identificados con palabras a base del fondo del
tema de la sección estudiada, siendo previamente definido el significado de
los símbolos y los métodos por los que se emplean los símbolos en el
jeroglífico en cuestión» (Ustinov, p. 15). Para los jeroglíficos cuyo
significado fue determinado a base de los dibujos se eligieron unos sinónimos
apropiados de acuerdo con las listas por materias, y luego, de entre ellos, se
escogía uno que respondiese a un criterio de mayor exactitud.
Hay que notar que los autores no desarrollaron nuevos métodos, sino que
emplearon los desde hace tiempo utilizados para estudiar los códices mayas,
mayormente a últimos del siglo pasado. El empleo sin coordinación de estos
distintos métodos fue causa de confusionismo en los resultados, que condujo
a errores elementales y, además, cambió el problema planteado. En su forma
final, la tarea emprendida demostró ser la siguiente: facilitar una trasliteración
sin traducción de un texto consistente en frases acompañadas de ilustraciones

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y escritas con símbolos desconocidos a una lengua conocida. De esta forma
extremadamente simplificada, el problema tenía poco de común con el del
descifrado de antiguos sistemas de escritura. Sin embargo, los autores lo
consideraron «similar en naturaleza al problema de la traducción mecánica y
al del estudio de sistemas de signos», y comparan el proceso de estudio con
una traducción de sistemas de carácter creador (Evreinov I, p. 11). El empleo
intensivo de métodos suplementarios demuestra que los autores eran
incapaces de utilizar métodos estadísticos con resultados satisfactorios.
Por los motivos apuntados, los resultados obtenidos después de veinte
horas de proceso con computadora fueron muy modestos. Los propios autores
afirman haber leído «aproximadamente el 40 por 100» de los Códices mayas
de Madrid y Dresde (Ustinov, p. 25). Lo que seguramente querían decir es
que habían conseguido duplicar aproximadamente el 40 por 100 del
descifrado «manual» publicado. Esto es más o menos exacto. Los resultados
preliminares publicados (Predvaritelnyi Rezul’taty) (Evreinov III) presentan
la trasliteración de ocho párrafos (de 170) del Códice de Dresde, y 27 (de
250) del Códice de Madrid. Se ofrece la trasliteración de 367 jeroglíficos,
incluyendo repeticiones (en conjunto, los códices contienen unos 5.300
jeroglíficos diferenciales). Si eliminamos las repeticiones, los autores
suministran una trasliteración de 67 jeroglíficos (representando palabras o
combinaciones de ellas). Las llamadas «lecturas» (es decir, trasliteraciones)
de jeroglíficos —lo mismo por los equipos de Novosibirsk que, en general, de
los textos mayas descifrados— no tienen, desde luego, el mismo valor en
todos los casos…
A efectos prácticos, esto pesa sobre los resultados del descifrado en el
verdadero sentido de la palabra, o sea la determinación de la lectura fonética
de símbolos. El descifrado «mecánico» facilitó muchas menos lecturas que el
descifrado «manual», y jamás dio una correcta lectura nueva (y en estas no
hizo sino repetir en esencia los resultados previos del descifrado «manual»)…
Los autores afirman que los resultados de su trabajo confirman la
hipótesis en que se basó. Si, como resultado del descifrado «mecánico» del
texto maya, el autor obtuvo una confirmación de su «hipótesis sobre la
identidad del lenguaje de los textos jeroglíficos y del lenguaje de los mayas
del siglo XVI», entonces esto querría decir que el descifrado «mecánico» es
una cosa absurda. En realidad, tal «hipótesis» es refutada por los resultados
del descifrado «mecánico» (ya que, de otro modo, no hubiera sido preciso
recurrir a nombres convencionales de los jeroglíficos en lugar de su verdadera
interpretación).

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Los informes de los autores contienen cierto número de premisas
erróneas, que tienden a confundir al lector. Es imposible examinar todas ellas
en el presente artículo, pero es necesario pararse a considerar, al menos,
algunas de ellas. Los autores afirman, por ejemplo, que «la investigación de la
escritura maya antigua se realizó empleando métodos matemáticos y con una
computadora electrónica. El proceso de los datos informativos de tan grande y
variado volumen en cualquier forma de transcripción es virtualmente
imposible sin el empleo de los modernos métodos de estudio. Igualmente lo
es el descubrimiento de todas las conexiones y leyes de aspecto cuantitativo y
cualitativo del problema capaces de arrojar luz respecto a la exacta
determinación del sentido y significado fonético del símbolo y jeroglífico»
(Ustinov, pp. 12-13; véase también Evreinov II, p. 4). El aserto no
corresponde a los hechos. Es bien sabido que un aumento de datos no
solamente no complica el descifrado, sino que lo facilita, ya sea aquel
«manual» o «mecánico». Por otra parte, una reducción en la cantidad de datos
aumenta el volumen de trabajo requerido para el descifrado en dimensiones
astronómicas. Es precisamente cuando el volumen de datos es pequeño (por
ejemplo, la inscripción en un barco de arcilla en el cementerio eslavo de la
aldea eslava de Alekonovo, o la inscripción en el disco de Faistos) cuando
surgen dificultades insuperables en el descifrado.
Además, los autores afirman que «en el análisis de textos mayas, donde
hay que estudiar material heterogéneo, es imposible limitarse exclusivamente
a un método único cualquiera que este sea» (Evreinov I, p. 8). Este aserto no
solo no es válido como teoría, sino que ha sido rechazado en la práctica en el
descifrado «manual», que, como es bien sabido, se efectúa solamente con
métodos estadísticos.
El problema con que se enfrentaron los investigadores era el de emplear
un moderno equipo de computación para el descifrado experimental de una
escritura antigua. No importaba en absoluto si esta escritura había sido
previamente descifrada o no, aunque a efectos de control fuese lógico
comenzar con el análisis de una escritura ya descifrada. Esta fue la razón de
que se seleccionase el texto maya para el primer intento (hubiera sido
igualmente posible emplear jeroglíficos egipcios, la escritura cuneiforme,
etc.). La labor realizada por los autores en cuestión demostró en la práctica
que la moderna técnica de computadora puede emplearse en el descifrado de
antiguos sistemas de escritura. El descifrado «mecánico» nos confirmó el
hecho de que cuando se estudia objetivamente un escrito, los resultados
concuerdan en absoluto. Debe observarse que si los resultados del descifrado

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«mecánico» no hubieran coincidido con los del previo descifrado «manual»,
habría sido necesario revisar el citado descifrado «mecánico» (y no el ya
probado descifrado «manual»), como habrá que hacer en realidad con la
porción de trabajo en la que se acusen errores de interpretación fonética
(aunque estas lecturas erróneas repitan trabajos previamente publicados). El
descifrado «mecánico» solamente obtuvo un éxito parcial al conseguir
duplicar el trabajo «manual»; pero nada nuevo añadió a nuestros
conocimientos de la escritura maya.
Con el fin de conseguir resultados de significación práctica en los estudios
americanistas, los autores tendrán que volver a examinar sus postulados
teóricos y mejorar considerablemente los métodos de programación.

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